La Primera Guerra Mundial
En diversos aspectos cruciales, el siglo XX comenzó en agosto de 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial, un conflicto de cuatro años que precipitó el desplome de los ideales e instituciones del siglo XIX. Los soldados marchaban a la batalla con la confianza y la ambición henchidas por los éxitos imperiales. Las naciones hegemónicas de Europa alcanzaron su máximo poder. Europa era el centro de la economía mundial y gobernaba vastos imperios. Muchos europeos participaron en la guerra con fe en la modernidad y en su capacidad para brindar no ya prosperidad, sino todas las ventajas de la «civilización», sobre todo paz y progreso.
A pesar de estas expectativas, mucha gente albergó temores sobre el futuro. La guerra justificaba aquel pavor interior. La «Gran Guerra» mostró el feo rostro de la guerra industrial y el siniestro potencial del mundo moderno. Pilló a los europeos desprevenidos no sólo en lo militar, sino también en lo económico y lo político. Con una mezcla catastrófica de viejas mentalidades y nuevas tecnologías, la guerra dejó tras de sí nueve millones de soldados muertos. Pero los soldados no fueron las únicas víctimas. La Primera Guerra Mundial se libró contra naciones enteras y tuvo profundas derivaciones económicas y políticas para la gente de Europa. Cuatro años de lucha destruyeron muchas de las instituciones y supuestos del siglo anterior, desde monarquías e imperios hasta la hegemonía económica europea. La guerra tensó las relaciones interclasistas e intergeneracionales. Desilusionó a mucha gente, incluso a los habitantes de las naciones victoriosas. Tal como lo expresó la escritora británica Virginia Woolf: «Fue impactante ver la cara de nuestros gobernantes a la luz de los bombardeos». La guerra erosionó los fundamentos de la economía decimonónica y desató disturbios sociales. Erradicó viejas formas de autoritarismo y dio lugar a otras nuevas que llevaron el distintivo del siglo XX. Por último, la guerra se reveló imposible de resolver; los antagonismos surgidos durante el conflicto no hicieron más que agravarse después de la guerra y, con el tiempo, provocaron la Segunda Guerra Mundial. La Europa de posguerra se encontró con más problemas de los que la paz podía solucionar.
En 1914 Europa había construido una paz en apariencia estable. Mediante las complejas negociaciones geopolíticas de las grandes potencias, Europa se había amoldado a dos sistemas de alianza: la Triple Entente (más tarde, las Potencias Aliadas) de Gran Bretaña, Francia y Rusia rivalizaba con la Triple Alianza (más tarde, las Potencias Centrales) de Alemania, Austria-Hungría e Italia. Dentro de este equilibrio de poder, las naciones de Europa se desafiaron entre sí por obtener ventajas económicas, militares e imperiales. La pugna por conseguir colonias en el extranjero fue acompañada de una carrera armamentística salvaje en el interior de Europa, donde los mandos militares dieron por supuesto que la tecnología más avanzada y una cantidad mayor de armamento favorecerían una victoria rápida en caso de un conflicto armado europeo. De hecho, en medio del clima imperante de sospechas internacionales, muchas de las élites políticas y militares de Europa consideraban probable aquella guerra. Pero ninguno de los diplomáticos, espías, estrategas o ministros de Europa (ni ninguno de sus críticos) predijo la guerra que sobrevino al final. Y, además, muchos tampoco esperaban que la crisis de julio de 1914 en los Balcanes desencadenara el conflicto de forma que afectara a toda Europa en el plazo tan escaso de un mes.
Las grandes potencias llevaban mucho tiempo interviniendo en los acontecimientos del sudeste de Europa. Los Balcanes yacían entre dos imperios venerables pero inestables, el austro-húngaro y el otomano. La región alojaba asimismo estados de reciente creación debido a la presión ejercida por ambiciosos movimientos nacionalistas, cruzados étnicos paneslavos y agentes locales de poder. La situación política en los Balcanes siempre había servido a Rusia para intervenir en los asuntos europeos, al igual a que la diplomacia alemana y británica. A pesar de aquellos enredos, las grandes potencias procuraron evitar la intervención directa e intentaron incluir los nuevos estados de los Balcanes en la red de alianzas. En 1912, los estados independientes de Serbia, Grecia, Bulgaria y Montenegro iniciaron la Primera Guerra Balcánica contra los otomanos; en 1913, se libró la Segunda Guerra Balcánica sobre las ruinas de la primera. Mediante una diplomacia razonable, las grandes potencias se mantuvieron apartadas del embrollo y en ambos casos se trató de conflictos localizados. Pero si fallaba la diplomacia, como ocurrió al final en el verano de 1914, el sistema de alianzas de las grandes potencias precipitaría en realidad el estallido de una guerra más generalizada.
El enlace entre el conflicto de los Balcanes y la guerra continental lo constituiría el imperio austro-húngaro, el cual luchaba por sobrevivir en medio de las crecientes aspiraciones nacionalistas. La «monarquía dual», tal como se llamó tras las reformas de 1876, había frustrado a muchos grupos étnicos que habían quedado excluidos del arreglo. Checos y eslovenos expresaron su descontento por pertenecer a una categoría de segunda clase en la mitad alemana del imperio; a polacos, croatas y etnias rumanas los irritó el mandato húngaro. La provincia de Bosnia presentaba una inestabilidad especial por albergar diversos grupos étnicos eslavos y por haber formado parte en el pasado del Imperio otomano. En 1878, los austriacos habían ocupado Bosnia y la habían anexionado, de manera que habían despertado el odio y la resistencia de la mayoría de los grupos étnicos de Bosnia. Los serbios bosnios, sobre todo, abrigaban la esperanza de separarse y unirse al reino independiente de Serbia. Pero ahora los austriacos bloquearon sus planes. De modo que, con el apoyo de Serbia, los serbios bosnios emprendieron una guerra encubierta contra el imperio para conseguir sus objetivos. Bosnia se convertiría así en el crisol del conflicto europeo.
El 28 de junio de 1914, Francisco Fernando (1889-1914), archiduque de Austria y heredero del imperio austro-húngaro, visitó Sarajevo, capital de Bosnia. Como semillero de la resistencia serbia, hay que reconocer que Sarajevo era un lugar peligroso para que el jefe del odiado imperio apareciera en público. El archiduque ya había eludido un intento de asesinato ese mismo día, cuando faltó poco para que una bomba estallara dentro de su automóvil; pero, cuando el coche hizo un giro equivocado y paró para retroceder, un estudiante bosnio de diecinueve años llamado Gavrilo Princip disparó a quemarropa contra Fernando y su esposa. Princip era miembro de la Sociedad Joven Bosnia, un grupo de liberación nacional muy vinculado a Serbia. Él entendió aquel acto violento como parte de una lucha por la independencia de su pueblo; nosotros lo vemos como el comienzo de la Primera Guerra Mundial.
Impactados por la muerte de Fernando, los austriacos interpretaron el asesinato como un ataque directo del gobierno serbio. Ávida de venganza, Austria lanzó un ultimátum a Serbia tres semanas después, con la petición de que el gobierno serbio condenara los objetivos y las actividades de los serbios bosnios, prohibiera actos de propaganda y subversión futuros, y permitiera que funcionarios austro-húngaros persiguieran y castigaran a los miembros del gobierno serbio que Austria consideraba relacionados con el asesinato. Las demandas fueron deliberadamente excesivas. Austria quería la guerra, una campaña punitiva para restablecer el orden en Bosnia y aplastar a Serbia. Los serbios captaron la provocación y movilizaron el ejército tres horas antes de enviar una respuesta en la que aceptaban todas las demandas austriacas menos la más importante. Austria respondió con su propia movilización y declaró la guerra tres días después, el 28 de julio de 1914.
Por un momento pareció posible evitar una guerra de mayor repercusión. En un principio, diplomáticos y políticos confiaron en desvanecer la confrontación hasta convertirla en otra crisis de los Balcanes. Al final resultó imposible debido a la combinación de la firme escalada de Austria y los lazos tradicionales de Rusia con Serbia. (Muchos historiadores culpan también a Alemania por no lograr convencer a Austria, su aliada, de que retrocediera). Para Austria, el conflicto era una cuestión de prestigio y poder, una ocasión para reafirmar la deteriorada autoridad del imperio. Para Rusia, el conflicto emergente brindaba también una oportunidad para recuperar parte de la autoridad del zar mediante un alzamiento por los derechos de los «eslavos hermanos». En principio, Rusia había pensado en responder a la amenaza de Austria con una movilización parcial, pero cuando se dieron las órdenes el 30 de julio, Rusia emprendió una movilización general de las tropas, listas para luchar tanto contra Austria como contra Alemania.
La crisis se extendió y los alemanes se prepararon. Alemania, en la posición geográfica más precaria, contaba con los planes más detallados para librar una guerra ineludible. Sus estrategas militares se contaban entre quienes consideraban el conflicto inevitable y una ocasión para establecer el futuro de la nación dentro de Europa continental. Cuando Rusia empezó a movilizarse, el káiser Guillermo II (1888-1918) dirigió un ultimátum a San Petersburgo para exigir la suspensión de la movilización rusa en un plazo máximo de doce horas; los rusos lo rechazaron. Entretanto, los ministros alemanes quisieron conocer las intenciones de Francia. El primer ministro francés, René Viviani (1914-1915) respondió que Francia actuaría «de acuerdo con sus intereses propios», lo que significaba una movilización inmediata contra Alemania. Al final, ante la doble amenaza prevista con tanta antelación, Alemania se movilizó el 1 de agosto y declaró la guerra a Rusia; dos días después, Alemania declaró la guerra a Francia. Al día siguiente, el ejército alemán invadió Bélgica en su marcha hacia la toma de París.
La invasión de Bélgica, país neutral, brindó el argumento oportuno para unir a los generales y diplomáticos británicos favorables a que Gran Bretaña participara en el conflicto continental inminente. A pesar de los pactos secretos de Gran Bretaña con Francia, y a pesar de haber comunicado públicamente que garantizaría la neutralidad de Bélgica, la entrada de Gran Bretaña en la Gran Guerra no era previsible. El gobierno liberal se oponía a participar en el conflicto, pero aceptó sobre todo por temor a quedar suspendido de sus funciones. De hecho, un historiador ha defendido recientemente la afirmación (bastante controvertida) de que los objetivos bélicos y las aspiraciones imperiales de Alemania no suponían una amenaza seria para el imperio británico, y que al Reino Unido le habría interesado más mantenerse neutral en 1914. En cambio, quienes apoyaban la intervención de Gran Bretaña en el conflicto recurrieron a un principio irrefutable de la política exterior británica: para mantener el equilibrio de poder no debía permitirse que una sola nación dominara el continente. Por tanto, el 4 de agosto Gran Bretaña entró en la guerra en contra de Alemania.
Otras naciones se vieron implicadas rápidamente en el conflicto. El 7 de agosto, los montenegrinos se unieron a los serbios para luchar contra Austria. Dos semanas después, los japoneses declararon la guerra a Alemania, sobre todo para atacar las posesiones alemanas en Extremo Oriente. El 1 de agosto Turquía se alió con Alemania, y en octubre inició el bombardeo de los puertos rusos en el mar Negro. Italia había sido aliada de Alemania y Austria antes de la guerra, pero, cuando estallaron las hostilidades, los italianos emitieron una interpretación estricta de sus obligaciones y se declararon neutrales. Insistieron en que, como Alemania había invadido Bélgica, país neutral, ellos no le debían protección alguna a los alemanes.
Las maniobras diplomáticas realizadas durante las cinco semanas siguientes al asesinato de Sarajevo se han calificado como «una tragedia de errores de cálculo». Sin embargo, los diplomáticos estuvieron maniatados por las consideraciones estratégicas y los rígidos plazos temporales impuestos por los mandos militares. La rapidez tenía una trascendencia primordial para los generales. A su entender, una vez que la guerra se revelara segura, el tiempo empleado en diplomacia era tiempo perdido en el campo de batalla. Además, hubo cierta cantidad de factores adicionales que también contribuyó al estallido de la guerra en aquel momento preciso. Por ejemplo, durante las tres semanas que Austria dedicó a negociar su ultimátum, tanto Rusia como Alemania se sintieron impelidas a efectuar demostraciones de fuerza. Jamás se produjo un debate razonado sobre el problema. Durante la crisis, los miembros del gobierno mantuvieron poco contacto entre ellos, y aún menos con los diplomáticos y embajadores de otros países. Varios jefes de estado, incluidos el káiser y el presidente de Francia, junto con muchos de sus ministros, estuvieron de vacaciones durante la mayor parte del mes de julio; a la vuelta, encontraron a los generales de sus ejércitos respectivos dando órdenes de movilización a la espera de una firma. La mala gestión de la crisis por parte de Austria y la incompetencia de Rusia para encontrar un modo de intervenir sin movilizar el ejército contribuyeron en gran medida a alimentar la espiral de confrontación. No obstante, está claro que los poderosos oficiales alemanes sostuvieron que la guerra era inevitable. Insistieron en que Alemania debía luchar antes de que Rusia se recuperara de la derrota de 1905 ante Japón, y antes de que el ejército francés se beneficiara de la nueva ley de reclutamiento obligatorio de tres años, lo que lo dotaría de más hombres uniformados. La misma sensación de urgencia caracterizó las estrategias de todos los países combatientes. El atractivo de una guerra valerosa y exitosa contra el enemigo y el temor de que la pérdida de ventaja pusiera demasiadas cosas en riesgo crearon una marea creciente de movilización militar que arrastró a Europa a la batalla.
Las declaraciones de guerra se presentaron con una mezcla de fanfarria pública y preocupación reservada. Aunque los románticos del jingoísmo imaginaron una guerra de gloria nacional y renovación espiritual, muchos europeos reconocieron que una guerra continental pondría en riesgo décadas de progreso y prosperidad. Aunque banqueros y financieros podían esperar que les beneficiara el aumento de producción en tiempos de guerra o la captura de mercados coloniales, ambos colectivos se contaron entre quienes más se opusieron a la guerra. Acertaron al predecir que una guerra generalizada generaría caos financiero. En cambio, muchos jóvenes se alistaron entusiasmados. En el continente, los soldados voluntarios se sumaron a la fuerza de los ejércitos formados por reclutas, mientras que en Gran Bretaña (donde el servicio militar obligatorio no se impuso hasta 1916) más de setecientos mil hombres se alistaron en el ejército tan sólo en las ocho primeras semanas. Como muchos entusiastas de la guerra, aquellos hombres confiaban en que la guerra habría concluido en navidad.
Aunque menos idealistas, las expectativas de los políticos y dirigentes al mando tampoco tardaron en frustrarse. Los estrategas militares previeron una guerra corta, reducida y resolutiva (una herramienta que se usaba cuando fallaba la diplomacia). Creyeron que la economía moderna sencillamente no podría funcionar en medio de un esfuerzo bélico sostenido, y que el armamento moderno imposibilitaba una guerra prolongada. Apostaron por la magnitud y la rapidez: ejércitos más grandes, armas más potentes y ofensivas más rápidas brindarían la victoria. Pero, a pesar de toda su planificación, fueron incapaces de responder ante la incertidumbre y la confusión imperantes en el campo de batalla. Un historiador ha señalado que los éxitos militares de la Gran Guerra se debieron «a la improvisación, no a la planificación».
Los alemanes basaron su ofensiva en el programa del conde Alfred von Schlieffen. El Plan Schlieffen estaba diseñado de acuerdo con el ejército alemán, eficiente y bien equipado, pero numeroso. Según el mismo, la primera acción alemana consistiría en atacar Francia para asegurarse una victoria rápida que neutralizara el Frente Occidental y liberara el ejército alemán para enfrentarse a Rusia en el este. Como Francia esperaba un ataque a través de Alsacia-Lorena, la invasión alemana se produciría, en cambio, a través de Bélgica y recorrería el noroeste de Francia hasta librar una batalla decisiva en las inmediaciones de París. Durante un mes, el ejército alemán avanzó con rapidez. Pero el plan sobreestimó las capacidades físicas y logísticas del ejército. La velocidad de la operación (que cubría entre 30 y 40 kilómetros al día) imponía un ritmo sencillamente excesivo para los soldados y las líneas de abastecimiento. Además, se vieron frenados por la resistencia del ejército belga, mal armado pero decidido, y por la intervención del ejército de campaña británico, reducido pero muy profesional, cuyos entrenados tiradores causaron terribles pérdidas entre los alemanes que efectuaban el avance. Asimismo, hubo cambios de planes. En primer lugar, ante el temor de que los rusos se movieran más deprisa de lo esperado, los comandantes alemanes modificaron el plan de Schlieffen y enviaron algunas tropas al este, en lugar de destinarlas todas al asalto de Francia. En segundo lugar, decidieron atacar París desde el noreste, en lugar de bordearla hasta situarse en el suroeste.
No obstante, los planes alemanes parecieron funcionar durante todo el mes de agosto. Los ataques franceses a Alsacia-Lorena se tradujeron en un fracaso caótico y las víctimas se acumularon hasta que las líneas francesas decidieron batirse en retirada hacia París. Sin embargo, los triunfos alemanes empezaron a menguar. La defensa belga y británica desmoronó el frente alemán en un solo avance de grandes dimensiones hacia París. El comandante francés Jules Joffre, que mantuvo una gran calma bajo la presión y actuó con fría indiferencia ante las bajas, reorganizó sus ejércitos y poco a poco guió a los alemanes hacia una trampa. En septiembre, con los alemanes situados a tan sólo 50 kilómetros de la capital, Gran Bretaña y Francia lanzaron una contraofensiva triunfal en la Batalla del Marne. La línea alemana se batió en retirada hasta el río Aisne, y con ello murió el Plan Schlieffen. Incapaces de avanzar tras la Batalla del Marne, los ejércitos intentaron flanquearse unos a otros en dirección norte y emprendieron así una carrera hacia el mar que no ganó ninguno de los bandos. Tras cuatro meses de cambios rápidos en campo abierto, Alemania estableció una posición defensiva y fortificada que los aliados no lograron romper. A lo largo del frente inmóvil que abarcaba más de 600 kilómetros, desde la frontera septentrional de Suiza hasta el canal de la Mancha, las Grandes Potencias cavaron fortificaciones para librar una batalla prolongada. En navidad nació la guerra de trincheras, y el conflicto armado no había hecho más que comenzar.
El Marne se reveló como la batalla más importante de toda la guerra desde un punto de vista estratégico. Esta sola batalla puso patas arriba las expectativas europeas acerca de la guerra y desvaneció las esperanzas de un final rápido. La guerra de movimiento se había detenido en seco y así permanecería durante cuatro años. La guerra se revelaría larga, costosa y sangrienta. Políticos y generales iniciaron una búsqueda incesante de vías para romper el estancamiento y sacar la guerra de las trincheras, a través de aliados nuevos, escenarios nuevos y armas nuevas. Pero también siguieron entregados a las tácticas ofensivas en el Frente Occidental. Ya fuera por ignorancia, terquedad, indiferencia o desesperación, los mandos militares mantuvieron la orden de que sus hombres salieran a luchar fuera de las trincheras.
Parte del éxito del Marne se debió a un asalto ruso inesperado y contundente en Prusia oriental, lo que alejó algunas unidades alemanas de la guerra en el oeste. Pero los triunfos iniciales de Rusia se desvanecieron en la Batalla de Tannenberg, librada entre el 26 y el 30 de agosto. El ejército ruso, plagado de problemas diversos, estaba cansado y medio muerto de hambre; los alemanes lo destrozaron, tomaron cien mil prisioneros y prácticamente aniquilaron el Segundo Ejército Ruso. El general ruso se mató en el campo de batalla. Dos semanas después, los alemanes lograron otra victoria decisiva en la Batalla de los lagos Masurianos, con la que obligaron a los rusos a retirarse de territorio alemán. A pesar de esto, las fuerzas rusas consiguieron frustrar los ataques austriacos por el sur y causar terribles bajas, de forma que obligaron a los alemanes a dedicar más tropas a contener el enorme pero mal armado ejército ruso. Durante 1915 y 1916, el Frente Oriental se mantuvo sangriento y sin resultados definitivos, de forma que ninguno de los bandos consiguió rentabilizar sus éxitos.
Durante la búsqueda de flancos distintos para lanzar ofensivas, tanto los Aliados como las Potencias Centrales consiguieron nuevos socios. El Imperio otomano (Turquía) se unió a Alemania y Austria a finales de 1914. En mayo de 1915 Italia se sumó a los Aliados persuadida por el apoyo popular de sus ciudadanos y por el cebo de tierras y dinero. El Tratado de Londres, firmado en abril de 1915, prometió a Italia compensaciones económicas, algunas regiones de Austria y parte de los territorios alemanes en las colonias de África cuando (y si) los Aliados ganaran la guerra. Bulgaria también confiaba en adquirir tierras en los Balcanes y entró en la guerra del lado de las Potencias Centrales pocos meses después. La incorporación de estos nuevos países beligerantes amplió la geografía de la guerra e introdujo la posibilidad de romper el estancamiento del oeste librando ofensivas en otros frentes.
GALÍPOLI Y LA GUERRA NAVAL
La intervención de Turquía, sobre todo, alteró la dinámica de la guerra por la amenaza que planteaba para las líneas de abastecimiento rusas y porque ponía en riesgo el control británico del canal de Suez. Para derrotar a Turquía con rapidez (y con la esperanza de evitar el estancamiento occidental), el ministro británico de la marina, Winston Churchill (1911-1915), abogó por una ofensiva naval en Dardanelos, el angosto estrecho que separa Europa de Asia Menor. Sin embargo, la Armada Real británica, capitaneada con una incompetencia excepcional, careció de una planificación adecuada, de líneas de abastecimiento, y mapas para lanzar una campaña triunfal. De ahí que el ataque aliado comenzara con una serie de ineficaces bombardeos navales y rastreos de minas, que acabó con seis buques aliados perdidos o dañados. Los aliados intentaron entonces una invasión por tierra de la península de Galípoli que iniciaron el 25 de abril de 1915. La fuerza conjunta de tropas francesas, británicas, australianas y neozelandesas apenas logró progresos. Los turcos defendieron la escasa costa desde posiciones elevadas en acantilados fortificados y cubrieron las playas con una alambrada de espinos casi impenetrable. Un oficial británico recordaba que durante el desastroso desembarco «el mar situado detrás estaba completamente rojo y se oían los gemidos entre los traquidos de los disparos». La batalla se atrincheró en las playas de Galípoli, y las víctimas se acumularon durante siete meses, hasta que los mandos aliados admitieron la derrota y ordenaron la retirada en diciembre. La campaña de Galípoli (el primer ataque anfibio de magnitud de la historia) infligió una gran derrota a los aliados. Llevó la muerte hasta las proximidades de Londres y las ciudades industriales del norte de Gran Bretaña. La cantidad de bajas entre los «blancos» fue desoladora, y prácticamente cada pueblo y aldea de Australia, Nueva Zelanda y Canadá perdió jóvenes, en ocasiones todos ellos hijos de una sola familia. La campaña costó a los aliados doscientos mil soldados y sirvió de poco para apartar el foco de la guerra del paralizado Frente Occidental. De hecho, el fracaso en este ataque alternativo sencillamente reforzó la lógica de la lucha en las trincheras.
Hacia 1915 ambos bandos repararon en que para librar aquella costosa y prolongada guerra «moderna» los países debían movilizar todos sus recursos. Como escribió un capitán en una carta dirigida a casa, «no hay duda de que se trata de una guerra de “desgaste”, como alguien dijo por aquí el otro día, y tenemos que soportarla durante más tiempo que el otro bando y seguir produciendo hombres, dinero y material hasta que hagan las paces, y así están las cosas, al menos tal como yo las veo».
Los Aliados empezaron a realizar la guerra desde el frente económico. Alemania era vulnerable porque al menos un tercio de sus provisiones alimentarias dependía de las importaciones. El bloqueo naval aliado contra toda Europa central pretendió agotar poco a poco los alimentos y las materias primas de sus oponentes. Alemania respondió con un bloqueo submarino con la amenaza de atacar cualquier buque en las proximidades de Gran Bretaña. El 7 de mayo de 1915, el submarino alemán U-20 torpedeó, sin avisar, el trasatlántico de pasajeros Lusitania, el cual portaba pertrechos bélicos en secreto. El ataque mató a 1.198 personas, de las que 128 eran estadounidenses. Aquello despertó las iras de Estados Unidos y Alemania se vio obligada a prometer que no volvería a abrir fuego sin previo aviso. (La promesa se reveló tan sólo provisional: en 1917 Alemania volvería a declarar la guerra submarina sin restricciones, lo que empujó a Estados Unidos a participar en la guerra). Aunque el bloqueo alemán contra Gran Bretaña destruyó más tonelaje, el bloqueo contra Alemania resultó más devastador a largo plazo, a medida que el esfuerzo bélico continuado fue planteando más demandas a la economía nacional.
LA GUERRA DE TRINCHERAS
Mientras la guerra experimentaba una escalada en el ámbito político y económico, la vida en las trincheras en buena medida siguió igual: una existencia estrecha y miserable de rutinas diarias y muerte constante. «Cuando ya se había dicho y hecho todo», escribió más tarde un oficial inglés, «la guerra se convirtió sobre todo en una cuestión de hoyos y zanjas». En efecto, unos 40.000 kilómetros de trincheras serpenteaban a lo largo del Frente Occidental, por lo común en tres líneas a cada lado de la tierra de nadie. La línea del frente era la trinchera de ataque, la cual distaba del enemigo entre 50 metros y 1,5 kilómetros. Tras el frente se hallaba la segunda línea, una trinchera de apoyo y, tras ella, había una tercera trinchera para las reservas. Pero, aunque tenían una disposición similar, las trincheras de cada bando eran considerablemente distintas. Los alemanes entendieron su posición como permanente y construyeron elaborados búnkeres, es decir, estancias completamente cerradas con luz eléctrica, agua corriente y muebles tapizados. Algunos tenían hasta cocina, paredes empapeladas, cortinas y timbre. Estas comodidades contrastaban mucho con las destartaladas construcciones de franceses y británicos, los cuales se negaron a abandonar su estrategia ofensiva y, por tanto, dieron poca importancia a la fortificación de una posición defensiva. «El resultado fue que», como reparó un soldado, «nosotros vivimos una existencia mísera y pordiosera en agujeros mal improvisados».
Las trincheras británicas eran húmedas, frías y sucias. La lluvia convertía los polvorientos pasillos en sórdidos fosos de lodo que inundaba hasta el nivel de la cintura. Los soldados convivían con piojos y grandes ratas negras que se alimentaban de los soldados y caballos muertos cuyo hedor lo impregnaba todo. Los cadáveres permanecían meses sin enterrar y a menudo acababan sencillamente incrustados en las paredes de la trinchera. No es de extrañar que los soldados rotaran con frecuencia en las líneas del frente (cada tres o siete días tan sólo) para librarlos de lo que un soldado denominó «esta miseria presente, siempre presente, eternamente presente, este podrido mundo pegajoso, tierra que rezuma bajo una franja de cielo amenazador». En efecto, la amenaza del fuego enemigo era constante: a diario morían o caían heridos siete mil hombres británicos. Este «despilfarro», como se lo llamaba, formaba parte de la rutina aparte de las inspecciones, rotaciones y tareas mundanas de la vida en el Frente Occidental. A pesar del peligro, las trincheras eran un medio de protección bastante fiable, sobre todo cuando se las compara con los índices de víctimas durante las ofensivas.
A medida que transcurrió la guerra, se incorporaron armas nuevas a las aterradoras dimensiones de la guerra diaria. Aparte de la artillería, las ametralladoras y las alambradas de espinos, los instrumentos bélicos incluían ahora balas explosivas, líquido inflamable y gas venenoso. El gas, en particular, introdujo cambios visibles en el frente de batalla. El gas venenoso, usado con eficacia por primera vez por los alemanes en abril de 1915 durante la Segunda Batalla de Yprés, no sólo causaba estragos físicos, sino también inquietud psicológica. La nube mortal se lanzaba con frecuencia sobre las trincheras, aunque la pronta aparición de las máscaras antigás limitó su eficacia. Al igual que otras armas nuevas, el gas venenoso contribuyó a mantener las líneas bloqueadas y se cobró más vidas, pero no logró terminar con las tablas. La guerra consumió con lentitud su segundo año sangrienta y estancada. Los soldados se acostumbraron cada vez más al estancamiento, mientras sus dirigentes urdían planes para acabar con él.
Las batallas más sangrientas de todas, las que tipifican la Primera Guerra Mundial, ocurrieron entre 1916 y 1917. Como campañas masivas de la guerra de desgaste, aquellos asaltos causaron miles de millares de víctimas y muy pocas ganancias territoriales. Aquellas batallas resumieron la tragedia militar de la guerra: una estrategia consistente en que soldados uniformados marcharan contra ametralladoras. El resultado, por supuesto, fue la carnicería. La respuesta habitual a aquellas cifras espectaculares de bajas fue el reemplazo de los generales al mando. Pero, aunque cambiaran los ordenantes, las órdenes no cambiaban. Los estrategas militares siguieron creyendo que el plan original era el correcto, y que sencillamente lo habían frustrado la mala suerte y la determinación de los alemanes. El «culto a la ofensiva» insistió en que podía lograrse el avance con el número suficiente de tropas y de armas.
Pero los efectivos humanos necesarios no se podían mover con eficacia ni proteger de forma adecuada. La red ferroviaria permitió trasladar gran cantidad de tropas hasta el frente, pero la movilidad terminaba ahí. Los grandes barrizales, las trincheras laberínticas y la maraña de alambre de espino convertían los desplazamientos en una tarea ardua, cuando no imposible. Pero lo más importante era que, con las nuevas tecnologías para matar, el movimiento resultaba letal. Los soldados desprotegidos y armados con rifles, granadas y bayonetas sencillamente no oponían ninguna resistencia a las ametralladoras y las hondas trincheras. Otro gran problema de la estrategia militar (que explica asimismo la masacre continuada) estribó en la falta de comunicación efectiva entre las líneas del frente y los cuarteles generales del ejército. Cuando fallaba algo en el frente (lo que sucedía con frecuencia), era inviable que los mandos se enteraran a tiempo de aplicar las correcciones pertinentes. Tal como ilustran las grandes batallas de la Gran Guerra, la potencia de las armas había adelantado a la movilidad, y los generales aliados sencillamente no supieron responder.
VERDÚN
La primera de aquellas grandes batallas llegó con el ataque alemán a la fortaleza francesa de Verdún, próxima a la frontera oriental de Francia, en febrero de 1916. Verdún tenía poca importancia estratégica, pero se convirtió con rapidez en un símbolo de la resistencia de Francia, y se defendió a toda costa. El objetivo alemán no consistió en tomar la ciudad necesariamente, sino en quebrantar la moral francesa (la «extraordinaria entrega» de Francia) en un momento de debilidad crítica. Según afirmó el general alemán Erich von Falkenhayn (1914-1916), la ofensiva «obligaría a los franceses a recurrir a cada hombre disponible. Si actúan así, las fuerzas de Francia morirán desangradas». Durante el primer día de la batalla se usó un millón de proyectiles y con ellos comenzaron diez meses de idas y venidas de ofensivas y contraofensivas intensamente violentas con un coste enorme y unos beneficios nulos. Dirigidos por el general Henri Pétain (1914-1918), los franceses machacaron a los alemanes con artillería y recibieron a cambio un intenso bombardeo. Los alemanes recurrieron a grandes equipos de caballos (siete mil de los cuales murieron en un solo día) para arrastrar el armamento por el accidentado y cenagoso terreno. Los franceses enviaron suministros y tropas a Verdún de manera continua: doce mil camiones de transporte se usaron para servicio, así como 259 de los 330 regimientos del ejército francés (incluido el futuro presidente Charles de Gaulle, quien cayó prisionero durante una incursión en una fortificación alemana). Ninguno de los bandos consiguió alguna ventaja real (un pequeño pueblo situado en el frente cambió de manos trece veces en un solo mes), pero ambos cosecharon unas pérdidas humanas desoladoras. A finales de junio habían fallecido más de cuatrocientos mil soldados franceses y alemanes. «Verdún —escribe un historiador— se había traducido en un lugar de horror y muerte incapaz de conceder ninguna victoria.» Sin embargo, al final la ventaja recayó sobre los franceses. Éstos, sencillamente, sobrevivieron y desangraron a los alemanes con la misma crudeza que sufrieron en sus propias carnes.
EL SOMME
Entretanto, los británicos emprendieron su propia ofensiva contra Alemania más al oeste, con lo que iniciaron la Batalla del Somme el 24 de junio de 1916. El ataque aliado comenzó con un bombardeo implacable de cinco días que acribilló las líneas alemanas con una cantidad ingente de artillería. Más de catorce mil armas de fuego dispararon casi 3 millones de balas; las detonaciones se oían en todo el Canal de la Mancha. Los británicos esperaban que aquel ataque preliminar rompiera la malla de la alambrada alemana, destruyera las trincheras y allanara el camino para que las tropas aliadas avanzaran a pie prácticamente sin protección. Cometieron un error funesto. Los proyectiles que usaron los británicos estaban diseñados para combatir en superficie, pero no para penetrar en las hondas y reforzadas trincheras que cavaron los alemanes. La alambrada y las trincheras resistieron el bombardeo. Cuando los soldados británicos recibieron orden de salir de las trincheras en dirección a las líneas enemigas, se encontraron atrapados en el alambre y frente a ametralladoras alemanas completamente operativas. Cada hombre acarreaba unos treinta kilogramos de suministros que debían utilizar durante la lucha prevista en las trincheras alemanas. Unos pocos comandantes británicos que habían desobedecido órdenes y mandaron avanzar a sus hombres antes de que finalizara el bombardeo consiguieron romper las líneas alemanas. En otros lugares a duras penas se trató de una batalla; divisiones británicas enteras sencillamente fueron aniquiladas. Quienes lograron llegar a las trincheras enemigas libraron un amargo combate cuerpo a cuerpo con pistolas, granadas, cuchillos, bayonetas y las propias manos. Tan sólo durante el primer día de batalla, se alcanzó la asombrosa cifra de veinte mil soldados británicos muertos, y otros cincuenta mil heridos. La carnicería continuó desde julio hasta mediados de noviembre y deparó cantidades masivas de víctimas en ambos bandos: quinientos mil alemanes, cuatrocientos mil británicos y doscientos mil franceses. Las pérdidas fueron inimaginables y el resultado fue igualmente difícil de concebir: tanto sacrificio no brindó ventajas reales a ninguno de los bandos. La primera lección de la Batalla del Somme la pronunció más tarde un veterano de guerra: «Ningún bando había ganado, ni podía ganar, la guerra. La guerra había ganado, y seguiría haciéndolo». La futilidad de la guerra ofensiva no pasó inadvertida para los soldados, pero la moral persistió con un vigor sorprendente. Aunque en ambos bandos se produjeron motines y deserciones, fueron raros, y las rendiciones se convirtieron en un factor relevante tan sólo durante los últimos meses de la guerra.
Con ejércitos bien dispuestos y reclutas de refresco, los jefes militares mantuvieron su estrategia y volvieron a lanzar ofensivas en busca de victorias en el Frente Occidental en 1917. El general francés Robert Nivelle (1914-1917) prometió que penetraría las líneas alemanas con una cantidad de hombres abrumadora, pero la «ofensiva Nivelle» (abril-mayo de 1917) fracasó de inmediato con una cantidad de víctimas mortales durante el primer día semejante a la de la Batalla del Somme. Los británicos también reprodujeron el Somme durante la Tercera Batalla de Yprés (julio-octubre de 1917), en la que medio millón de bajas le valieron a Gran Bretaña ganancias insignificantes y ningún avance. La única arma con potencial para acabar con el estancamiento, el carro de combate, se introdujo al fin en el campo de batalla en 1916, pero con tal desgana por parte de oficiales ligados a la tradición que su empleo sin entusiasmo apenas conllevó diferencias. Otras innovaciones también depararon resultados poco definitivos. Los aviones sirvieron casi en exclusiva para efectuar reconocimientos, aunque entre los pilotos alemanes y aliados llegaron a producirse combates aéreos ocasionales. Y aunque los alemanes enviaron dirigibles a atacar Londres, causaron pocos daños de consideración.
Fuera del Frente Occidental, el combate produjo otros estancamientos. Los austriacos siguieron repeliendo ataques en Italia y Macedonia, mientras que los rusos montaron una ofensiva fructuosa contra ellos en el Frente Oriental. El éxito inicial ruso introdujo a Rumanía en la guerra del lado de Rusia, pero las Potencias Centrales se apresuraron a tomar represalias y eliminaron a los rumanos de la guerra en cuestión de pocos meses.
La guerra en el mar resultó asimismo poco concluyente, puesto que ninguno de los bandos quiso arriesgar la pérdida de los carísimos acorazados. Las armadas británica y alemana libraron tan sólo una gran batalla naval a comienzos de 1916 que acabó en tablas. Después, usaron la flota sobre todo para la guerra económica de bloqueos.
Por tratarse de un año de gran derramamiento de sangre y desilusiones crecientes, 1916 reveló que ni siquiera los alemanes, con su organización maravillosa, contaban con la movilidad o las veloces comunicaciones necesarias para ganar la guerra occidental sobre el terreno. Cada vez más, la guerra se volvería contra naciones enteras, incluida la población civil tanto en el «frente interior» como en los confines más remotos de los imperios europeos.
Como la Gran Guerra llegó en el momento álgido del imperialismo europeo, no tardó en convertirse en una guerra entre imperios con repercusiones de largo alcance. A medida que aumentaron las demandas de la guerra, las colonias europeas aportaron soldados y apoyo material. Gran Bretaña fue el país que más se benefició de su inmensa red de dominios y dependencias coloniales y reunió soldados procedentes de Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la India y Sudáfrica. Las tropas coloniales lucharon con los aliados en el Frente Occidental, así como en Mesopotamia y Persia, en contra de Alemania. Sufrieron ochocientas mil bajas, un cuarto de las cuales fueron víctimas mortales, unas pérdidas que doblan las de Estados Unidos. Los reclutas coloniales también sirvieron en la industria. En Francia, donde incluso algunos reclutas galos se pusieron a trabajar en fábricas, la mano de obra internacional ascendió a más de doscientos cincuenta mil hombres, entre ellos trabajadores procedentes de China, Vietnam, Egipto, la India, las Indias Occidentales y África del Sur.
Dado el estancamiento en Europa, las zonas coloniales cobraron importancia estratégica para el conflicto armado. Aunque la campaña contra Turquía la inició Gran Bretaña de mala manera con el fiasco de Galípoli, a comienzos de 1916 las fuerzas aliadas ganaron una serie de batallas que expulsaron a los turcos de Egipto y, a la larga, les permitió capturar Bagdad, Jerusalén, Beirut y otras ciudades de Oriente Medio. El comandante británico en Egipto y Palestina era Edmund Allenby (1919-1925), quien dirigió un ejército multinacional contra los adiestrados turcos. Allenby fue un general sagaz y un administrador excelente de hombres y provisiones en el desierto, pero en sus campañas resultó crucial el apoyo de diferentes pueblos árabes que aspiraban a independizarse de los turcos. Allenby se alió con las fructíferas sublevaciones beduinas que escindieron el Imperio otomano; el oficial británico T. E. Lawrence (1914-1918) popularizó la guerrilla árabe. Cuando uno de los aristócratas beduinos de mayor rango, el emir Abdullah, tomó el puerto estratégico de Aqaba en julio de 1917, Lawrence cobró celebridad y pasó a formar parte de la mitología popular como «Lawrence de Arabia».
Gran Bretaña estimuló el nacionalismo árabe para favorecer sus propios objetivos estratégicos ofreciendo un reconocimiento limitado de las aspiraciones políticas árabes. Al mismo tiempo, por razones estratégicas similares pero opuestas, los británicos declararon su apoyo a «la creación en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío». El compromiso lo contrajo el ministro británico de asuntos exteriores, Arthur Balfour. Los sionistas europeos, que buscaban una tierra natal judía, se tomaron muy en serio la declaración de Balfour. Las contradicciones entre los compromisos con los líderes beduinos y los sionistas sembraron las semillas del futuro conflicto árabe-israelí. La guerra introdujo más a Europa en Oriente Medio, donde las dependencias y compromisos opuestos crearon numerosos problemas después de la guerra.
LA REVOLUCIÓN IRLANDESA
El propio Imperio británico también era vulnerable, y las demandas de la guerra tensaron lazos precarios hasta el punto de ruptura. Antes de la guerra, las viejas tensiones entre católicos irlandeses y el protestante gobierno británico habían llegado a un punto crítico, y la guerra civil se tornó probable. El partido del Sinn Féin («Nosotros mismos») se había creado en 1900 para luchar por la independencia de Irlanda, y el Parlamento aprobó un proyecto de ley para el autogobierno. Pero con el estallido de la guerra en 1914, los intereses nacionales adquirieron prioridad sobre la política interior: la «cuestión irlandesa» quedó aplazada, y doscientos mil irlandeses se alistaron voluntarios al ejército británico. Sin embargo, el problema se enconó y el domingo de resurrección de 1916 un grupo de nacionalistas se sublevó en Dublín. El plan de los insurgentes para introducir armas alemanas de contrabando fracasó, y abrigaron pocas esperanzas de salir victoriosos. El ejército británico acudió con artillería y ametralladoras; bombardearon zonas de Dublín y aplastaron el alzamiento en una semana.
La revuelta fue un desastre militar, pero un éxito político impresionante. Gran Bretaña conmocionó al pueblo irlandés ejecutando a los líderes rebeldes. Hasta el primer ministro británico, David Lloyd George (1916-1922), consideró que el gobernador militar de Dublín se excedió en su autoridad con las ejecuciones. El martirio de los «rebeldes de pascua» dañó gravemente la relación de Gran Bretaña con sus súbditos irlandeses católicos. Aquellas muertes galvanizaron la causa del nacionalismo irlandés y provocaron la violencia guerrillera que mantuvo Irlanda sumida en el caos durante años. Al final, en 1920 se aprobó otro proyecto de ley para el autogobierno que establecía parlamentos distintos para el sur católico de Irlanda y para el Ulster, los condados del noreste con una mayoría de población protestante. Los líderes de la llamada Dáil Éireann (Asamblea Irlandesa), que había proclamado una República irlandesa en 1918 y, por tanto, había quedado ilegalizada por Gran Bretaña, rechazaron el proyecto de ley pero aceptaron un tratado que les garantizó la condición de dominio para la Irlanda católica en 1921. El dominio fue seguido casi de inmediato por la guerra civil entre quienes acataban el tratado y quienes pretendían absorber el Ulster, pero el conflicto acabó transformado en un compromiso incómodo. Se fundó el estado libre de Irlanda, y la soberanía británica experimentó una abolición parcial en 1937. La condición plena de república llegó, con cierta presión por parte de Estados Unidos y la indiferencia exhausta de Gran Bretaña, en 1945.
Cuando comenzó la guerra de desgaste en 1915, los gobiernos beligerantes no estaban preparados para las presiones de una guerra prolongada. El coste de la guerra (tanto monetario como humano) era asombroso. En 1914, la guerra le costó a Alemania 36 millones de marcos al día (cinco veces más que la guerra de 1870), y en 1918 los gastos se habían disparado hasta los 146 millones. Gran Bretaña había calculado que necesitaría cien mil soldados, pero acabó movilizando a tres millones. La ingente tarea de alimentar, vestir y equipar al ejército se convirtió en un reto semejante al de penetrar las líneas enemigas; cada vez se solicitó (o exigió) más colaboración de la población civil en esos cometidos. Burócratas e industriales encabezaron el esfuerzo de movilizar el «frente interior» y para ello concentraron todos los sectores de la sociedad en el objetivo único de la victoria militar. La expresión «guerra total» se introdujo para describir esta intensa movilización de la sociedad. Los propagandistas del gobierno insistían en que los civiles eran tan importantes para la empresa bélica como los soldados y, en muchos aspectos, lo eran. Como trabajadores, contribuyentes y consumidores, los civiles actuaron como partes vitales de la economía de la guerra. Fabricaban municiones, compraban bonos de guerra y cargaban con el peso de las subidas de impuestos, la inflación y las privaciones materiales.
Las demandas de la guerra industrial condujeron en primer lugar a una transición de la industria manufacturera general a la producción de municiones, y después al aumento del control estatal sobre todos los aspectos relacionados con la producción y la distribución. Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia consiguieron dirigir la economía desde la política sin que ello supusiera un detrimento serio del nivel de vida en sus países. Alemania, entretanto, puso su economía en manos del ejército y la industria; con el Plan Hindenburg, que debe su nombre a Paul von Hindenburg (1916-1919), jefe de la dotación imperial del ejército alemán, los precios y los márgenes de beneficio los fijaban industriales particulares.
Debido en gran medida al desplome de la economía alemana inmediatamente después de la guerra, los historiadores han calificado la economía alemana durante el tiempo que duró el conflicto armado como un sistema caótico y, a la larga, desastroso regido por el interés personal. Pero estudios recientes sugieren que no fue así: los sistemas alemanes para financiar la guerra y la distribución de mercancías, aunque con defectos, no fueron mucho peores que los de Gran Bretaña o Francia.
LAS MUJERES EN LA GUERRA
Como los hombres adultos de Europa abandonaron las granjas y fábricas para hacerse soldados, la composición de la mano de obra cambió: miles de mujeres fueron reclutadas para trabajar en los sectores que antes las habían excluido. Jóvenes, extranjeros y trabajadores sin especialización se vieron presionados asimismo para desempeñar tareas de importancia creciente; en el caso de los trabajadores coloniales, su experiencia tuvo también repercusiones cruciales. Pero como las mujeres fueron más visibles, ellas se convirtieron en el símbolo de las numerosas alteraciones que conllevó la Gran Guerra. En Alemania, un tercio de la mano de obra en la industria pesada era femenina al finalizar la guerra, y en Francia, 684.000 mujeres trabajaron en exclusiva en la industria de la munición. En Inglaterra, el número de las llamadas munitionettes ascendió a casi un millón. Las mujeres también accedieron al sector administrativo y de servicios. En las localidades pequeñas de Francia, Inglaterra y Alemania, las mujeres fueron alcaldesas, directoras de colegios y carteras. Cientos de miles de mujeres trabajaron junto al ejército como enfermeras y conductoras de ambulancias, ocupaciones que las situaron muy cerca de las líneas del frente. Con unas provisiones mínimas y en condiciones miserables, trabajaron para salvar vidas o recomponer cuerpos.
En algunos casos, la guerra les brindó oportunidades nuevas. Las mujeres de clase media afirmaban a menudo que la guerra quebrantó las restricciones que pesaban sobre su vida; las que practicaron la enfermería aprendieron a conducir y adquirieron conocimientos médicos rudimentarios. En su lugar de residencia podían montar en tren, caminar por la calle o salir a cenar sin necesidad de que las acompañara una mujer más mayor. En lo que respecta a las funciones de cada género, a veces el mundo en guerra parecía distar un abismo de la sociedad victoriana del siglo XIX. En una de las autobiografías más conocidas del período de guerra, Testamento de juventud de Vera Brittain (1896-1970), la autora reunió las espectaculares normas sociales que ella y otras forjaron durante los rápidos cambios del período bélico. «Como generación de mujeres alcanzamos una sofisticación que rayaba en lo revolucionario al compararla con la ignorancia romántica de 1914. Cuando antes hablábamos de “cierta condición” o “cierta profesión” con educadas evasivas, ahora usábamos sin rubor los términos embarazo y prostitución». Sin embargo, por cada Vera Brittain que celebraba los cambios, periodistas, novelistas y otros observadores refunfuñaban que ahora las mujeres fumaban, se negaban a usar los corsés que conferían a los vestidos Victorianos aquella forma de reloj de arena, o se cortaban el pelo con las melenas cortas que estaban de moda. La «nueva mujer» se convirtió en símbolo de una transformación cultural profunda y desconcertante.
¿Cuánto durarían esos cambios? Tras la guerra, los gobiernos y patronos se apresuraron a mandar a casa a las mujeres trabajadoras, en parte para dar empleo a los veteranos y en parte también para acabar con las quejas masculinas de que las mujeres les hacían la competencia con sueldos más bajos. Los esfuerzos para desmovilizar a las mujeres tropezaron con auténticas barreras. Muchas mujeres eran la fuente de ingresos de la familia (viudas, con parientes a su cargo o para afrontar la inflación y el aumento vertiginoso de los precios) y necesitaban su sueldo más que nunca. Además, fue difícil convencer a las mujeres trabajadoras habituadas ya a los salarios bastante más elevados de la industria pesada para que regresaran a sus sectores laborales tradicionales, tan mal pagados: la industria textil y de confección, o el servicio doméstico. En otras palabras, la desmovilización de las mujeres después de la guerra creó tantos dilemas como su movilización previa. Los gobiernos aprobaron políticas de natalidad para animar a las mujeres a marcharse a casa, casarse y, lo más importante, tener hijos. Estas políticas otorgaron ventajas por maternidad (tiempo libre, atención médica y algunas subvenciones para la gente pobre) a disposición de las mujeres desde el primer momento. Sin embargo, los índices de natalidad habían descendido en Europa a comienzos del siglo XX, y la tendencia se mantuvo así después de la guerra. La guerra trajo como consecuencia una disponibilidad cada vez mayor de métodos anticonceptivos (Marie Stopes [1880-1958] abrió una clínica de planificación familiar en Londres en 1921), cuyo empleo por parte de hombres y mujeres se volvió más probable debido a la confluencia de apuros económicos, la adquisición de conocimientos y la demanda de libertad. El sufragio universal, el derecho a votar para todos los hombres y mujeres adultos, y sobre todo el de las mujeres, se habían contado entre las cuestiones más controvertidas de la política europea antes de la guerra. Al final de la contienda, se convirtieron en una exigencia legislativa imperiosa. Gran Bretaña fue la primera en destacarse al garantizar el voto a todos los hombres y mujeres mayores de treinta años en 1918 con el Acta de Representación del Pueblo; Estados Unidos concedió el voto a las mujeres con la Decimonovena Enmienda al año siguiente. La nueva república alemana y la Unión Soviética también se sumaron a estas iniciativas. Francia tardó mucho más en ofrecer el sufragio a las mujeres (1945), pero concedió recompensas e incentivos por el esfuerzo nacional.
MOVILIZACIÓN DE RECURSOS
Además de movilizar el frente laboral, los gobiernos en guerra tuvieron que movilizar hombres y dinero. Todos los países beligerantes tenían leyes de reclutamiento obligatorio antes de la guerra, salvo Gran Bretaña. El servicio militar se consideraba una obligación, no una opción. Gracias al amplio apoyo público que recibió la guerra, este convencimiento animó a millones de jóvenes europeos a acudir a las oficinas de reclutamiento en 1914. Los franceses empezaron la guerra con unos cuatro millones y medio de soldados instruidos, pero a finales de 1914 (sólo cuatro meses después de que comenzara) habían muerto trescientos mil, y seiscientos mil estaban heridos. El reclutamiento de ciudadanos y el agrupamiento de tropas coloniales cobraron una importancia cada vez mayor. Al final, Francia llamó a filas a ocho millones de ciudadanos: casi dos tercios de la población francesa con edades comprendidas entre 18 y 40 años. En 1916, los británicos impusieron al fin el alistamiento obligatorio, con lo que asestaron un duro golpe a la moral civil; en verano de 1918, la mitad de su ejército tenía menos de diecinueve años.
La propaganda gubernamental, además de formar parte de un esfuerzo mayor por mantener la moral tanto de los soldados como de la población civil, fue importante también para el esfuerzo de reclutamiento. Desde el principio, la guerra se le había vendido a la gente de ambos bandos en conflicto como una cruzada moral y justa. En 1914, el primer ministro francés Raymond Poincaré (1913-1920) aseguró a sus conciudadanos que Francia no tenía otro propósito más que salvaguardar «ante el universo la Libertad, la Justicia y la Razón». Los alemanes se encontraron ante la tarea de defender la superioridad de su Kultur contra la malvada política de envolvimiento de las naciones aliadas: «¡Dios castigue a Inglaterra!» se convirtió prácticamente en un saludo en 1914. Hacia la mitad de la guerra se lanzaron campañas masivas de propaganda. Películas, carteles, postales, periódicos, todas las vías de comunicación proclamaron el valor de la causa, la maldad del enemigo y la necesidad absoluta de lograr una victoria plena. Resulta difícil determinar el éxito de aquellas campañas, pero es evidente que, cuando menos, ejercieron un efecto pernicioso: complicaron aún más que alguna nación aceptara un acuerdo de paz imparcial, carente de sanciones.
La financiación de la guerra supuso otro gran obstáculo. El presupuesto militar rondaba entre el 3 y el 5 por ciento del gasto público en los países combatientes antes de 1914, pero durante la guerra se disparó a alrededor de la mitad de los presupuestos de cada nación. Los gobiernos tuvieron que recurrir a préstamos o a imprimir más dinero. Las naciones aliadas contrajeron grandes deudas con los británicos, quienes a su vez se empeñaron aún más con Estados Unidos. El dinero estadounidense circuló por el Atlántico mucho antes de que Estados Unidos entrara en el conflicto armado. Y aunque la ayuda económica procedente de Estados Unidos fue un factor decisivo para la victoria de los aliados, dejó a Gran Bretaña con una deuda de 4.200 millones de dólares, de forma que el potencial financiero del Reino Unido quedó cojo después de la guerra. La coyuntura fue mucho peor en Alemania, la cual se enfrentó a un bloqueo total tanto económico como de mercancías. Para paliar esta situación difícil a falta de una fuente exterior de ingresos, el gobierno alemán recurrió en gran medida al aumento de la provisión monetaria. La cantidad de papel moneda en circulación aumentó más de un 1.000 por cien durante la guerra, lo que desencadenó un aumento espectacular de la inflación. Durante la guerra, los precios subieron en Alemania alrededor del 400 por cien, el doble de la inflación en Gran Bretaña y Francia. Para la gente de clase media que vivía de pensiones o ingresos fijos, la subida de precios supuso caer en la miseria.
LAS PRESIONES DE LA GUERRA, 1917
Las exigencias de guerra total aumentaron a medida que el conflicto se adentró en 1917. En las líneas del frente, la moral cayó cuando los soldados hastiados de la guerra empezaron a captar la futilidad de las estrategias de sus oficiales. Tras el fracaso de la ofensiva Nivelle, el ejército francés registró motines en dos tercios de sus divisiones; una resistencia similar surgió en casi todos los ejércitos importantes en 1917. Los mandos militares representaron a los amotinados como parte de un peligroso movimiento pacifista, pero en su mayoría eran apolíticos. En palabras de un soldado: «Lo único que queríamos era llamar la atención del gobierno, hacerle ver que somos hombres, y no bestias que van al matadero». La resistencia dentro del ejército alemán nunca fue organizada o generalizada, pero existió de formas más sutiles. La autolesión salvó a algunos soldados del horror de las trincheras; muchos más se libraron por diversos desórdenes emocionales. Entre las tropas alemanas se declararon más de seiscientos mil casos de «neurosis bélicas», un signo no ya de desobediencia intencionada, sino de los severos traumas físicos y psicológicos que causaron los motines.
El tributo de la guerra también creció para la población civil, la cual sufrió a menudo las mismas privaciones de productos básicos que aquejaron a los hombres del frente. Entre 1916y 1917, la falta de vestidos, alimentos y combustibles se vio agravada en Europa central por una temperie especialmente fría y húmeda. Estas penurias aumentaron el descontento en el frente interior. Aunque los gobiernos intentaron solucionar el problema mediante controles más estrictos de la economía, sus políticas exacerbaron con frecuencia la hostilidad de la población civil. «La población ha perdido toda la confianza en las promesas de las autoridades —comunicaba un oficial alemán en 1917—, sobre todo a la vista de promesas precedentes relacionadas con la administración de la comida.»
En las zonas urbanas, donde la desnutrición era mayor, la gente hacía cola durante horas para conseguir raciones de comida y combustible que apenas cubrían las necesidades más básicas. El precio del pan y las patatas (que seguían siendo básicos en la dieta de la clase obrera) se disparó. Los precios eran más elevados aún en el floreciente mercado negro que surgió en las ciudades. Los consumidores expresaron el temor de que los especuladores estuvieran acaparando provisiones para generar escasez de manera artificial, vendiendo alimentos deteriorados y aprovechándose de la miseria de los demás. Criticaron la «imprudente desatención» de las familias por parte del gobierno. Pero los gobiernos estaban concentrados en el esfuerzo bélico y enfrentados a arduas decisiones sobre quién necesitaba más las provisiones, si los soldados en el frente, los trabajadores de la industria de munición, o las famélicas y heladas familias.
Como otras naciones, Alemania pasó de pedir comedimiento a los ciudadanos («quienes se atiborran hasta la saciedad, quienes tropiezan con la panza por todos lados traicionan a la patria») a ejercer un control directo mediante la emisión de cartillas de racionamiento en 1915. Gran Bretaña fue la última en imponer el control y sólo racionó el pan en 1917 cuando los submarinos alemanes hundían un promedio de 630.000 toneladas al mes y dejaron las reservas alimenticias británicas al nivel de la hambruna durante dos semanas. Pero las raciones sólo indicaban lo que estaba permitido, no las existencias disponibles. El hambre continuó a pesar del control burocrático generalizado. Los gobiernos no sólo pautaron los alimentos, sino también las horas de trabajo y los sueldos, y los trabajadores descontentos dirigieron sus iras contra el estado, lo que añadió una dimensión política a las disputas laborales y las necesidades domésticas. Las colas para el pan, formadas en su mayoría por mujeres, sirvieron como puntos detonantes de disensión política, violencia menor y hasta disturbios a gran escala. Asimismo, los conflictos de clase que aquejaban Europa antes de la guerra habían quedado acallados brevemente por el estallido de la guerra y la movilización en líneas patrióticas pero, cuando la guerra se estancó, las tensiones políticas reaparecieron con una intensidad renovada. Miles de huelgas estallaron en toda Europa y reunieron a millones de trabajadores insatisfechos. En abril de 1917, trescientos mil obreros de Berlín se pusieron en huelga para protestar por los recortes en los racionamientos. En mayo, una huelga de costureras parisinas provocó un paro laboral generalizado que afectó incluso a oficinistas y el sector de la munición. Los constructores navales y trabajadores del acero de Glasgow también se declararon en huelga, y el gobierno británico respondió con el envío de blindados a la «Roja Glasgow». El estancamiento había dado paso a una crisis en ambos bandos. Las exigencias de la guerra total y los levantamientos sociales resultantes amenazaron los regímenes políticos de toda Europa. Los gobiernos se vieron en situaciones límite. La Revolución rusa, que deparó el derrocamiento del zar y la emergencia del bolchevismo, no fue más que la respuesta más drástica a unos problemas sociales generalizados.
El primer país que cedió ante la presión de la guerra total fue la Rusia zarista. El estallido de la guerra unió de manera provisional la sociedad rusa contra un enemigo común, pero el esfuerzo militar de Rusia se agrió en seguida. Todos los niveles de la sociedad rusa se desilusionaron con el zar Nicolás II por su incapacidad para ejercer un liderazgo y, a pesar de ello, su negativa a abrir el gobierno a quienes estaban capacitados para ello. Los esfuerzos políticos y sociales de la guerra conllevaron dos revoluciones en 1917. La primera, en febrero, derrocó al zar e instauró un gobierno provisional. La segunda, en octubre, fue una revolución comunista que marcó la creación de la Unión Soviética.
LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL Y LA REVOLUCIÓN DE FEBRERO
Como otros participantes en la Primera Guerra Mundial, Rusia entró en la guerra con la idea de que acabaría pronto. La Rusia autocrática, plagada de dificultades internas antes de 1914 (véase el capítulo 25), no soportó las tensiones políticas de una guerra prolongada. En todos los países en liza el triunfo dependía de la capacidad de sus dirigentes no ya para mandar, sino también para mantener la cooperación social y política. La autoridad política del zar Nicolás II había titubeado durante muchos años, mermada por sus actuaciones impopulares tras la revolución de octubre de 1905 y sus esfuerzos por debilitar el poder político mínimo que de mala gana había garantizado a la duma, el parlamento ruso. La corrupción en la corte desacreditó aún más la imagen del zar. Lo mejor que alcanzaban a decir de él sus defensores era que tenía una recta moral y estaba entregado a su familia. Una vez que estalló la guerra, el zar insistió en dirigir personalmente las tropas rusas, para lo cual dejó el gobierno en manos de su corte, sobre todo, las de su esposa Alejandra y su excéntrico consejero espiritual y curandero, Gregori Rasputín (1872?-1916). Rasputín se granjeó las simpatías de la zarina al sanar a su hijo hemofílico, y él utilizó su influencia para conspiraciones corruptas y de engrandecimiento personal. Su presencia sólo contribuyó a la imagen de una corte enfangada en la decadencia e incompetente para afrontar el mundo moderno.
En 1914, los rusos avanzaron contra los austriacos en dirección a Galitzia, en el sur, pero durante 1915 Rusia sufrió derrotas terribles. Toda Polonia y una parte considerable de los territorios bálticos cayeron ante los alemanes a costa de un millón de víctimas rusas. Aunque el ejército ruso era el más grande de Europa, estaba mal entrenado y, al comienzo de la guerra, poco provisto y mal equipado. Durante las primeras batallas de 1914 los generales enviaron a los soldados al frente sin fusiles o zapatos con la orden de que rebuscaran provisiones entre los camaradas caídos. En 1915, para sorpresa de muchos, Rusia producía suficientes alimentos, vestidos y municiones, pero los problemas políticos bloqueaban las tareas de abastecimiento. El gobierno zarista desconfió de las iniciativas públicas e intentó dirigir por sí mismo todas las labores de suministro. Los oficiales zaristas insistieron en tomar decisiones cruciales sobre la asignación de las provisiones sin consultar. Otra gran ofensiva llevada a cabo en el verano de 1916 infundió esperanzas de victoria, pero se trocó en una retirada humillante. Desmoralizados y mal provistos, los campesinos de los ejércitos rusos, instruidos a la carrera, perdieron con rapidez las ganas de luchar. Cuando recibieron noticias de que el gobierno estaba requisando grano en las zonas rurales para alimentar las ciudades, los campesinos empezaron a desertar en masa para regresar a sus granjas y custodiar los bienes de sus familias. A finales de 1916, una mezcla de ineptitudes políticas y fracasos militares condujeron al estado ruso al borde del desplome.
Los mismos problemas que aquejaron al esfuerzo bélico ruso también invalidaron la capacidad del zar para acallar el descontento y la resistencia interior. A medida que la guerra se alargaba, el gobierno se fue enfrentando no sólo a la oposición liberal en el seno de la duma, la resistencia de los soldados a luchar o un movimiento laboral cada vez más militante, sino también a una población urbana contestataria. Los habitantes de las ciudades se impacientaron ante la inflación y la escasez de alimentos y combustible. En febrero de 1917 aquellas fuerzas se reunieron en Petrogrado (actual San Petersburgo). La revuelta comenzó el Día Internacional de la Mujer, el 23 de febrero, gran ocasión para celebrar una marcha poco organizada de mujeres (trabajadoras, madres, esposas y consumidoras) para pedir comida, combustible y reformas políticas. Aquella concentración fue la última de una serie de manifestaciones y huelgas que habían recorrido todo el país durante los meses de invierno. Esta vez, en pocos días el malestar fue en aumento hasta convertirse en una huelga general de trescientas mil personas. Nicolás II envió la policía y las fuerzas militares a aplastar el desorden. El amotinamiento en Petrogrado de casi sesenta mil tropas para unirse a la revuelta esfumó la escasa autoridad que le quedaba al zar. Nicolás II abdicó del trono el 2 de marzo. La brusca decisión puso fin de repente a la lucha de un siglo contra la autocracia rusa.
Tras el derrumbe de la monarquía, surgieron dos núcleos paralelos de poder. Cada uno contaba con objetivos y políticas propios. El primero fue el gobierno provisional, organizado por los líderes de la duma y compuesto en su mayoría por liberales de clase media. El nuevo gobierno aspiraba a instaurar un sistema democrático sometido a un mandato constitucional. Su cometido primordial consistía en organizar unas elecciones nacionales para crear una asamblea constituyente, y también actuó para garantizar y proteger las libertades civiles, liberar a presos políticos y devolver el poder a los funcionarios locales. El otro núcleo de poder recayó en los sóviets, término ruso para designar consejos locales elegidos por obreros y soldados. Desde 1905, los socialistas habían permanecido activos en la organización de estos consejos que, según afirmaban, eran los verdaderos representantes democráticos del pueblo. Un soviet organizado durante la revolución de 1905 y dirigido por el conocidísimo socialista León Trotski reapareció en febrero de 1917 y reclamó para sí el poder político legítimo en Rusia. Los soviets, cada vez con más peso, presionaron para conseguir reformas sociales, la redistribución de la tierra y una solución negociada con Alemania y Austria. Pero el gobierno provisional se negó a aceptar la derrota militar. La continuación del esfuerzo bélico le impidió la reforma interior y le costó un apoyo popular muy valioso. El mantenimiento de la guerra durante 1917 resultó tan desastroso como antes y, esta vez, el gobierno provisional pagó el precio. En otoño se desmandaron las deserciones en el ejército, la gestión del país se volvió casi imposible, y la política rusa se tambaleó al borde del caos.
LOS BOLCHEVIQUES Y LA REVOLUCIÓN DE OCTUBRE
Los bolcheviques, un sector del movimiento socialdemócrata ruso, tuvieron poco que ver con los acontecimientos de febrero de 1917. Sin embargo, en el transcurso de los siete meses siguientes, consiguieron el peso suficiente como para derrocar el gobierno provisional. La cadena de eventos que condujeron a la revolución de octubre sorprendió en extremo a los observadores de entonces, incluidos los propios bolcheviques. El marxismo había sido bastante débil en la Rusia de finales del siglo XIX, aunque logró pequeñas pero raudas incursiones durante las décadas de 1880 y 1890. En 1903, las distintas estrategias revolucionarias y los pasos posibles para llegar al socialismo dividieron la cúpula de los socialdemócratas rusos. Un grupo, que consiguió una mayoría transitoria (y decidió llamar a sus seguidores bolcheviques, o «miembros de la mayoría»), abogaba por un partido centralizado de revolucionarios activos. Éstos creían que sólo la revolución conduciría directamente a un régimen socialista. Los mencheviques («miembros de la minoría») aspiraban, como la mayoría de los socialistas europeos, a una transición gradual hacia el socialismo que apoyara la revolución liberal o «burguesa» a corto plazo. Como los campesinos conformaban entre el 80 y el 85 por ciento de la población, los mencheviques consideraban además prematura una revolución del proletariado y que Rusia necesitaba completar antes su desarrollo capitalista. Los mencheviques recuperaron el control del partido, pero el ala escindida de los bolcheviques perduró al mando del joven y consagrado revolucionario Vladímir Ilich Uliánov, quien adoptó el seudónimo de Lenin.
Lenin pertenecía a la clase media; su padre había sido inspector de educación y funcionario político menor. El propio Lenin había sido expulsado de la universidad por dedicarse a la actividad radical después de que su hermano mayor fuera ejecutado por participar en una trama para asesinar al zar Alejandro III. Lenin pasó tres años como preso político en Siberia. Tras ellos, desde 1900 hasta 1917, vivió y escribió desde el exilio en Europa occidental.
Lenin creía que el desarrollo del capitalismo ruso posibilitaba la revolución socialista. Para llevar a cabo la revolución, afirmaba, los bolcheviques debían organizarse en nombre de la nueva clase de obreros industriales. Sin el liderazgo disciplinado del partido, los obreros de las fábricas rusas no lograrían un cambio de las dimensiones necesarias. Los bolcheviques de Lenin se mantuvieron como minoría entre los socialdemócratas hasta bien entrado el año 1917, y los obreros industriales, como una parte reducida de la población. Pero la dedicación de los bolcheviques al singular cometido de la revolución, así como su organización estricta, casi conspiradora, les dio ventajas tácticas frente a los partidos más amplios y menos organizados de la oposición. Los bolcheviques fundieron una tradición muy rusa de fervor revolucionario con el marxismo occidental y añadieron a la mezcla la sensación de que sus objetivos se alcanzarían de inmediato. Lenin y sus seguidores crearon un partido capaz de aprovechar el momento histórico en que el zar desapareció del mapa.
A lo largo de 1917, los bolcheviques reclamaron sin cesar el fin de la guerra, la mejora de las condiciones de vida y laborales de los trabajadores, y la redistribución de las tierras de la aristocracia para el campesinado. El descontento popular con el gobierno provisional se disparó tras las nefastas ofensivas militares contra los alemanes. El gobierno provisional intentó reclutar a un mando militar conservador, el general Lavr Kornilov, para imponer el orden en Petrogrado por la fuerza militar. Mientras el gobierno provisional luchaba para mantener unido el esfuerzo bélico ruso, Lenin guió a los bolcheviques por una senda más temeraria aún que rechazaba cualquier colaboración con el gobierno «burgués» y condenaba sus políticas de guerra imperialista. Hasta la mayoría de los bolcheviques consideró demasiado radicales las propuestas de Lenin. Pero, a medida que las condiciones se fueron deteriorando en Rusia, sus firmes exigencias de «paz, tierra y pan ya» y «todo el poder para los soviets» brindaron a los bolcheviques el apoyo de los obreros, soldados y campesinos. Para la mayoría de la gente de a pie, los otros partidos no podían gobernar, ganar la guerra ni conseguir una paz honrosa. Mientras el desempleo fue en aumento, y el hambre y el caos reinaban en las ciudades, el poder y la credibilidad de los bolcheviques crecieron con rapidez.
En octubre de 1917, Lenin convenció a su partido para actuar. Instó a Trotski, más conocido entre los trabajadores, a organizar un ataque bolchevique contra el gobierno provisional entre el 24 y 25 de octubre de 1917. El 25 de octubre, Lenin salió de su escondite para anunciar en una reunión de sorprendidos representantes de los soviets que «todo el poder ha pasado a los soviets». El jefe del gobierno provisional huyó en busca de apoyo en las líneas del frente, y los bolcheviques tomaron el Palacio de Invierno, sede del gobierno provisional. La etapa inicial de la revolución fue rápida y apenas vertió sangre. De hecho, muchos contemporáneos creyeron haber asistido únicamente a un golpe de estado que no tardaría en fracasar. La vida en Petrogrado prosiguió con normalidad.
Los bolcheviques aprovecharon la ocasión para consolidar su posición con rapidez. En primer lugar, arremetieron contra cualquier competencia política, empezando por los soviets. Expulsaron de inmediato a los partidos disconformes con sus actuaciones, y crearon un gobierno nuevo en los soviets formado íntegramente por bolcheviques. Trotski, despreciando a los socialistas moderados que se marcharon para protestar contra lo que consideraron una toma ilegal del poder, se mofó: «No sois más que un puñado de insolventes miserables; vuestro papel ha terminado, y debéis volver a donde os corresponde: al montón de basura de la historia». Los bolcheviques cumplieron hasta el final la promesa del gobierno provisional de elegir una asamblea constituyente. Pero al no obtener la mayoría en las elecciones, se negaron a permitir que la asamblea volviera a reunirse. A partir de ese punto, los bolcheviques de Lenin dirigieron la Rusia socialista y la Unión Soviética posterior como una dictadura de partido único.
En el campo, el nuevo régimen bolchevique hizo poco más que ratificar una revolución que llevaba en marcha desde el verano de 1917. Cuando los soldados campesinos del frente se enteraron de que se había producido la revolución, marcharon a casa en oleadas para tomar posesión de la tierra que habían labrado durante generaciones y consideraban suya por derecho legítimo. El gobierno provisional había creado comisiones para tratar de forma metódica las cuestiones legales relacionadas con la redistribución de la tierra, un proceso que amenazaba con volverse tan complejo como la emancipación de los siervos en 1861. Los bolcheviques se limitaron a aprobar la redistribución espontánea de las tierras nobiliarias a los campesinos sin compensación alguna para los antiguos dueños. Nacionalizaron los bancos y cedieron a los obreros el control de las fábricas.
Pero lo más importante fue que el nuevo gobierno aspiraba a sacar a Rusia de la guerra. Al final, negoció un tratado independiente con Alemania que se firmó en Brest-Litovsk en marzo de 1918. Los bolcheviques entregaron vastas extensiones de territorio ruso: la rica región agrícola de Ucrania, Georgia, Finlandia, los territorios polacos rusos, los estados del Báltico, etcétera. A pesar de la humillación, el tratado puso fin al papel de Rusia en la contienda y salvó al recién estrenado régimen comunista de una derrota militar casi segura ante los alemanes. El tratado enojó a los enemigos políticos de Lenin, tanto a los moderados como a los reaccionarios, quienes seguían siendo una fuerza que debía tomarse en cuenta y preparada para librar una guerra civil antes que aceptar la revolución. La retirada de la guerra de Europa sólo sirvió para sumir el país en un conflicto civil encarnizado (véase el capítulo 25).
La autocracia rusa había contenido la oposición durante buena parte de un siglo entero. Tras una larga pugna, el régimen, debilitado por la guerra, se había desmoronado sin oponer gran resistencia. A mediados de 1917, Rusia no padecía una crisis de gobierno, sino más bien una ausencia de gobierno. En junio, durante el Primer Congreso de Sóviets de toda Rusia, un menchevique destacado proclamó: «En el momento presente, no hay ningún partido político en Rusia que diga: entregadnos el poder, dimitid, y ocuparemos vuestro lugar. En Rusia no existe tal partido». «¡Sí que existe!», vociferó Lenin desde el público. En realidad, a los bolcheviques les resultó sencillo tomar el poder, pero la construcción de un estado nuevo se reveló muchísimo más difícil.
John Reed, periodista estadounidense que cubrió la Revolución rusa, calificó los acontecimientos de octubre como «diez días que sacudieron el mundo». ¿Quién notó la sacudida? En primer lugar, los aliados, porque la revolución permitió a los alemanes ganar la guerra en el Frente Oriental. En segundo lugar, los gobiernos conservadores, que tras la guerra temieron que una oleada revolucionaria se llevara otros regímenes. En tercer lugar, las expectativas de muchos socialistas, sobresaltados al comprobar que un régimen socialista consiguió y mantuvo el poder en un lugar que muchos consideraban un país atrasado. A largo plazo, 1917 supuso para el siglo XX lo que la Revolución francesa para el siglo XIX. Fue una transformación política, estableció las pautas para luchas revolucionarias futuras y sentó las bases de la ideología de derechas y de izquierdas del siglo siguiente.
La retirada de Rusia asestó un golpe estratégico y psicológico inmediato a los aliados. Alemania pudo calmar el descontento interno proclamándose victoriosa en el Frente Oriental, lo que le permitió concentrar ahora todo el ejército en el oeste. Los aliados temieron que Alemania ganara la guerra antes de que Estados Unidos, que entró en el conflicto en abril de 1917, deparara algún cambio. Casi sucedió así. Alemania logró resultados sorprendentes cuando se apartó de la estrategia ofensiva e infiltró grupos reducidos bajo un mando flexible. El 21 de marzo, Alemania acometió un gran asalto por el oeste y se abrió camino entre las filas aliadas. Los británicos fueron los que salieron peor parados. Algunas unidades, rodeadas, lucharon hasta la muerte con bayonetas y granadas, pero la mayoría reconoció su mala situación y se rindió, lo que dejó decenas de miles de prisioneros en manos alemanas. Los británicos se batieron en retirada de todas partes y su comandante, sir Douglas Haig, dio una orden célebre advirtiendo que las tropas británicas «luchan ahora entre la espada y la pared». Los alemanes avanzaron hasta situarse a ochenta kilómetros de París a primeros de abril. Pero los británicos, y sobre todo las tropas imperiales extranjeras, hicieron exactamente lo que les ordenaron y detuvieron el avance. Cuando las fuerzas alemanas giraron hacia el sureste, los franceses, que se habían negado a participar en los imprudentes ataques «fuera de las trincheras», mostraron un coraje tenaz en la defensiva, donde los frenó el calor, el fango y las víctimas. Ése fue el último gran intento del organizado ejército alemán; agotado, aguardó entonces a que los aliados lanzaran su ataque.
Cuando llegó en julio y agosto, el contraataque aliado resultó devastador y en seguida cobró impulso. Las técnicas ofensivas nuevas se habían materializado al fin. Los aliados emplearon mejor los carros de combate y el «fuego de barrera móvil», de forma que una pared rodante de proyectiles iba seguida de cerca por la infantería para destruir el objetivo. Por otra ironía de la guerra, los iniciadores de aquellas tácticas novedosas fueron los conservadores británicos, quienes lanzaron un contraataque aplastante en julio con los supervivientes de los ejércitos del Somme y refuerzos formados por tropas de Australia, Canadá y la India. Los franceses recurrieron a las tropas estadounidenses, cada vez más numerosas, y sus generales atacaron a los alemanes con la misma indiferencia desgarradora ante las bajas que habían manifestado en 1914. A pesar de la falta de experiencia, las tropas estadounidenses actuaron con tenacidad y resistencia. Al combinarlas con fuerzas francesas y australianas más experimentadas, abrieron grandes huecos en las líneas alemanas y cruzaron a las «provincias perdidas» de Alsacia y Lorena en octubre. A comienzos de noviembre, la decisiva ofensiva británica se unió al pequeño ejército belga y presionó en dirección a Bruselas.
Los aliados aplicaron al fin su ventaja material a los alemanes, quienes sufrieron en extremo en la primavera de 1918. Esto no se debió tan sólo a la eficacia continuada del bloqueo aliado, sino también al creciente conflicto interno en relación con los objetivos de la guerra. En las líneas del frente, los soldados alemanes estaban exhaustos. Dejándose llevar por la consternación de sus generales, las tropas se desmoralizaron y muchas se rindieron. Enfrentado a un golpe tras otro, el ejército alemán se vio empujado hacia el interior de Bélgica. El descontento popular aumentó, y el gobierno, en su mayoría en manos de militares, no parecía capaz ni de ganar la guerra ni de satisfacer las necesidades básicas internas.
El conjunto de los aliados de Alemania también se fue desmoronando. A finales de septiembre, las Potencias Centrales estaban abocadas a la derrota. En Oriente Medio, el ejército de Allenby, formado por una combinación de guerrilleros beduinos, cipayos indios, escoceses de las tierras altas y la caballería ligera australiana, infligió una derrota decisiva a las fuerzas otomanas en Siria e Irak. En los Balcanes, el competente comandante francés en el campo de batalla, Louis Franchet d’Esperey (1914-1921), reorganizó por completo el esfuerzo bélico aliado. Transformó la expedición aliada enviada a Grecia y, con ayuda de políticos simpatizantes griegos, contribuyó a que el país entrara en la contienda. Los resultados fueron notables. En septiembre, una ofensiva de tres semanas por parte de fuerzas griegas y aliadas expulsó a Bulgaria de la guerra. El ejército de Franchet d’Esperey, que incluía numerosos exiliados serbios, insistió hasta derrotar a las fuerzas austriacas y una serie de divisiones alemanas exhaustas. Austria-Hungría se enfrentó al desastre por todos los flancos, y se derrumbó tanto en Italia como en los Balcanes. Los representantes checos y polacos del gobierno austriaco empezaron a presionar para conseguir el autogobierno. Los políticos croatas y serbios propusieron un «reino de eslavos meridionales» (que pronto se conocería como Yugoslavia). Cuando Hungría se sumó al coro independentista, el emperador, Carlos I, asumió la realidad y pidió la paz. El imperio que había iniciado el conflicto se rindió el 3 de noviembre de 1918 y se desintegró poco después.
Alemania se quedó entonces ante el cometido imposible de continuar sola en la lucha. En el otoño de 1918, el país estaba hambriento y al borde de la guerra civil. Las fuerzas alemanas en Bélgica repelieron el ataque británico cerca de Bruselas, pero seguían retirándose ante los ataques franceses y estadounidenses por el sur. El plan para que la flota alemana de superficie atacara la armada conjunta de Gran Bretaña y Estados Unidos sólo conllevó el amotinamiento de los marinos alemanes a comienzos de noviembre. Las sacudidas revolucionarias se convirtieron en terremoto. El 8 de noviembre se proclamó una república en Baviera, y al día siguiente casi toda Alemania estaba inmersa en la vorágine revolucionaria. La abdicación del káiser se anunció en Berlín el 9 de noviembre; huyó a Holanda a primera hora de la mañana siguiente. El control del gobierno alemán recayó sobre un consejo provisional encabezado por Friedrich Ebert (1912-1923), el dirigente socialista del Reichstag. Ebert y compañía iniciaron de inmediato los pasos para negociar un armisticio. Los alemanes no tuvieron más opción que aceptar los términos de los aliados, de modo que, a las cinco en punto de la mañana del 11 de noviembre de 1918, dos delegados alemanes se reunieron con el mando militar aliado en el bosque de Compiègne y firmaron el fin oficial de la guerra. Seis horas después se dio la orden de «alto el fuego» en todo el Frente Occidental. Aquella noche miles de personas bailaron por las calles de Londres, París y Roma, sumidas en un delirio distinto al de los últimos cuatro años, el estallido jubiloso de desahogo de un pueblo exhausto.
ESTADOS UNIDOS COMO POTENCIA MUNDIAL
El último momento crítico de la guerra estuvo representado por el ingreso de Estados Unidos en el conflicto en abril de 1917. Aunque este país ya había dado apoyo financiero a los aliados a lo largo de todo el conflicto, es indudable que su intervención oficial resultó decisiva. Estados Unidos creó una burocracia de guerra rápida y eficaz que instauró el reclutamiento obligatorio en mayo de 1917. Se registraron diez millones de hombres y, al año siguiente, trescientos mil soldados embarcaban cada mes rumbo al conflicto. Grandes cantidades de alimentos y suministros cruzaron asimismo el Atlántico, bajo la protección armada de la marina estadounidense. Este sistema de convoyes neutralizó con eficacia la amenaza que representaban los submarinos alemanes para los buques mercantes aliados: el número de barcos hundidos descendió del 25 al 4 por ciento. Aunque la intervención de Estados Unidos no aportó resultados decisivos inmediatos, supuso un estímulo raudo y colosal para la moral británica y francesa, al tiempo que asestó un duro golpe a la alemana.
La causa directa de la entrada de Estados Unidos en la guerra estribó en los submarinos alemanes. Alemania había confiado en que la guerra submarina sin restricciones anularía las líneas de comunicación británicas y le daría la victoria. Pero al atacar buques neutrales y civiles estadounidenses, Alemania sólo provocó a un adversario al que no podía afrontar. Alemania sospechaba con acierto que los británicos recibían material bélico clandestino a través de los barcos de pasajeros estadounidenses, y el 1 de febrero de 1917, los ministros del káiser comunicaron que hundirían cualquier barco a la vista sin aviso previo. La indignación de la opinión pública estadounidense aumentó aún más cuando se interceptó un telegrama del ministro alemán de asuntos exteriores, Arthur Zimmerman (1916-1917), en el que se afirmaba que Alemania apoyaría un intento mexicano por tomar territorios de Estados Unidos si este país entraba en el conflicto. Estados Unidos interrumpió relaciones diplomáticas con Berlín y, el 6 de abril, el presidente Woodrow Wilson (1913-1921) solicitó y obtuvo una declaración de guerra en el Congreso.
Wilson juró que su país lucharía para «lograr un mundo seguro para la democracia», para desterrar la autocracia y el militarismo, y para crear una confederación o sociedad de naciones que sustituyera las viejas maniobras diplomáticas. El interés primordial de Estados Unidos radicaba en el mantenimiento del equilibrio de poder internacional. Durante años, los diplomáticos y mandos militares estadounidenses creyeron que la seguridad del país dependía del equilibrio de fuerzas en Europa. Mientras Gran Bretaña lograra impedir que alguna nación consiguiera la supremacía en el continente, Estados Unidos permanecería seguro. Pero ahora Alemania amenazaba no sólo a la armada británica (que había llegado a entenderse como el escudo protector de la seguridad estadounidense), sino también el equilibrio de poder internacional. La intervención de Estados Unidos contuvo esa amenaza en 1918, pero aún quedaba por delante la tarea monumental de instaurar la paz.
LOS ACUERDOS DE PAZ
El establecimiento de la paz fue un proceso sutil que se complicó por las aspiraciones e intereses discrepantes de las naciones vencedoras. Las negociaciones se llevaron a cabo en París entre 1919 y 1920. En total se firmaron cinco tratados independientes, uno con cada una de las naciones perdedoras: Alemania, Austria, Hungría, Turquía y Bulgaria. (El acuerdo con Alemania se denominó el Tratado de Versalles, porque fue en esa localidad donde se firmó). La conferencia de paz reunió a representantes de muchos países, incluidos algunos menores recién constituidos y otros incluso no europeos. Pero tanto la conferencia como los tratados estuvieron controlados casi en su totalidad por los llamados Cuatro Grandes: el presidente de EEUU, Woodrow Wilson (1913-1921); el primer ministro británico, David Lloyd George (1916-1922); el primer ministro francés, Georges Clemenceau (1917-1920), y el primer ministro italiano Vittorio Orlando (1917-1919).
El proceso de paz comenzó con cierto espíritu idealista expresado en Catorce Puntos promovidos por Wilson, los cuales defendió como esenciales para una paz permanente. Basándose en el principio de «convenios abiertos de paz alcanzados abiertamente», el plan de Wilson reclamó el fin de la diplomacia secreta, libertad de navegación, eliminación de aranceles internacionales y reducción de armamentos nacionales «al mínimo necesario para la seguridad». También pidió la «autodeterminación de los pueblos» y la creación de una Sociedad de Naciones para dirimir conflictos internacionales. Aviones aliados habían lanzado miles de copias de los Catorce Puntos sobre las trincheras y las líneas alemanas con la intención de persuadir tanto a los soldados como a los civiles de que las naciones aliadas estaban realizando un esfuerzo por conseguir una paz justa y duradera.
Sin embargo, las negociaciones siguieron otros dictados. Durante la guerra, la propaganda aliada convenció a los soldados y civiles de que su aportación al esfuerzo bélico hallaría recompensa mediante pagos satisfechos por el enemigo; la guerra total exigió una victoria total. Durante la campaña para las elecciones británicas de 1918 Lloyd George había utilizado la consigna «¡El káiser a la horca!». En dos ocasiones a lo largo de su dilatada vida, Clemenceau había visto Francia invadida y en peligro de desaparecer. Cuando cambiaron las tornas, pensó que los franceses debían aprovechar la oportunidad de someter Alemania a un control estricto. La devastación de la guerra y la ficción de que Alemania podría pagar por ella, imposibilitó el acuerdo. El tratado con Alemania manifestó estas ansias de castigo.
El Tratado de Versalles impuso a Alemania la entrega de las «provincias perdidas» de Alsacia y Lorena a Francia, y la cesión de territorios septentrionales a Dinamarca y una buena parte de Prusia al nuevo estado de Polonia. El tratado dio a Francia las minas de carbón alemanas de la cuenca del Sarre por un período de quince años, transcurridos los cuales el gobierno alemán tenía permiso para volver a comprarlos. La provincia alemana de Prusia Oriental se escindió del resto del territorio. El puerto de Danzig, con una población alemana mayoritaria, quedó sometido al control administrativo de la Sociedad de Naciones y a la hegemonía económica de Polonia. Además, se desarmó a Alemania y se le prohibió la construcción de una fuerza aérea, mientras que la marina quedó reducida a una fuerza simbólica acorde con un ejército reducido a unos efectivos de cien mil voluntarios. Como protección para Francia y Bélgica, todos los soldados y fortificaciones alemanes debían retirarse del valle del Rin.
La parte más importante del Tratado de Versalles, y la más reñida con el plan original de Wilson, la constituyó la disposición de la «responsabilidad de la guerra» del artículo 231. Versalles declaró a Alemania y sus aliados responsables de las pérdidas y daños sufridos por los gobiernos aliados y sus ciudadanos «como consecuencia de la guerra que les vino impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados». Alemania sería obligada a pagar unas reparaciones onerosas. El importe exacto debía decidirlo una Comisión de Reparaciones que fijó la cantidad total en 33 mil millones de dólares en 1921. Los alemanes se resintieron hondamente de tan severas exigencias, pero desde fuera de Alemania también hubo voces que advirtieron del riesgo que entrañaban aquellas sanciones reparadoras. En Las consecuencias económicas de la paz, el célebre economista británico John Maynard Keynes (1883-1946) afirmó que las reparaciones condenarían la tarea más importante de Europa: la reparación de la economía mundial.
Los tratados firmados por el resto de las Potencias Centrales se basaron en parte en los intereses estratégicos aliados, pero también en el principio de autodeterminación nacional. La experiencia de los años previos a la guerra convenció a los dirigentes políticos de que las fronteras nacionales debían trazarse de acuerdo con la tradición étnica, lingüística e histórica de los pueblos que iban a contener. Esta idea se sumó al idealismo de Wilson en relación con la representación libre e igualitaria, y le pareció sensata a la mayoría de las facciones de Versalles. Pero resultó más difícil de cumplir en la práctica. Las fronteras nacionales no se rigieron por divisiones étnicas; se crearon de acuerdo con los dictados políticos del momento. La frustración de las expectativas de los nacionalistas de Europa oriental y central, unida a otros factores, plantearía grandes retos a la estabilidad europea durante la década de 1930.
Los tratados también reflejaron las aspiraciones europeas de consolidar, o incluso expandir, sus imperios extranjeros. El acuerdo con Turquía marcó el fin del Imperio otomano, pero también brindó a los líderes aliados la oportunidad de disputarse el botín del estado recién desmantelado. Lo que no creó, en cambio, fueron los reinos realmente independientes a los que habían aspirado los dirigentes beduinos durante la guerra. Acompañados por su defensor T. E. Lawrence, los emires acudieron a la conferencia de Versalles para oír cómo se limitaba su independencia. Fragmentos escogidos del territorio se dividieron en «mandatos» sujetos a Gran Bretaña y Francia. Lawrence sufrió una amarga desilusión. Los emires más pragmáticos empezaron a sacar provecho de los nuevos acuerdos coloniales a través del enfrentamiento entre Gran Bretaña y Francia. Los pueblos de las colonias aliadas ya existentes fueron menos afortunados. Ho Chi Minh, joven indochino que cursaba estudios en una universidad de París, fue uno de los numerosos activistas coloniales que acudieron a la conferencia para protestar por las condiciones imperantes en las colonias, y para reclamar que los derechos de las naciones se extendieran a sus países de origen. Delegaciones bien organizadas de África Occidental francesa y el Partido del Congreso indio, partidarias de obtener la condición de dominio en recompensa por los millones de cipayos que habían luchado por el Imperio Británico durante la guerra, también recibieron una negativa. Aunque las potencias europeas hablaron de reformar la gestión colonial, hicieron poco. Muchos nacionalistas de las colonias que habían defendido un cambio moderado y legislativo, decidieron entonces que la lucha activa sería la única respuesta a las injusticias del colonialismo.
El fin del Imperio otomano supuso, además, otras dos consecuencias: la creación del estado moderno turco y una reestructuración del mandato colonial británico y francés. Cuando se tomaron los territorios otomanos, Grecia decidió incautarse algunos por la fuerza. El empeño funcionó en un principio, pero los turcos contraatacaron, expulsaron las fuerzas griegas en 1923, y crearon el estado moderno de Turquía bajo la carismática jefatura del general Mustafá Kemal Atatürk (1923-1938). Los territorios otomanos sometidos al control francés y británico formaron parte del «sistema de mandatos» coloniales que legitimó el dominio de Europa sobre territorios en Oriente Medio, África y el Pacífico. Oficialmente, esos territorios quedaron bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones y se dividieron en grupos de acuerdo con su situación y nivel de desarrollo.
Cada uno de los cinco acuerdos de paz llevó incorporado el Pacto de la Sociedad de Naciones, un organismo concebido como árbitro de la paz mundial pero que nunca alcanzó los idealistas objetivos de sus fundadores. La Sociedad se vio perjudicada desde un principio por una serie de cambios en su diseño original. La estipulación de la reducción armamentística se atenuó, y la capacidad de la Sociedad para reforzarla fue casi nula. Japón no participaría a menos que lo autorizaran a quedarse con las viejas concesiones alemanas en China. Francia exigió que tanto Alemania como Rusia quedaran excluidas de la Sociedad, lo que contradecía los propósitos de Wilson, pero ya había quedado legitimado durante la Conferencia de Paz de París, durante la cual no se permitió que las Potencias Centrales derrotadas ni la Rusia Soviética se sentaran a la mesa. La Sociedad recibió un golpe que la debilitó aún más cuando el Congreso estadounidense apeló a la vieja preferencia nacional del aislamiento para negarse a aprobar que Estados Unidos perteneciera a la Sociedad. Renqueante desde el principio, el organismo internacional apenas estuvo capacitado para evitar conflictos. De hecho, los fallos de la Sociedad de Naciones surgieron de (y reflejaron) los grandes problemas del juego de poder surgidos después de la guerra.
Europa libró la Primera Guerra Mundial desde todos los frentes posibles: militar, político, social y económico. Por consiguiente, los efectos de la guerra trascendieron con creces los devastados paisajes del Frente Occidental. Las estadísticas sólo alcanzan a dar una ligera idea sobre las pérdidas colosales de vidas humanas: de los 70 millones de hombres movilizados, casi nueve millones murieron durante el conflicto. Rusia, Alemania, Francia y Hungría registraron el mayor número de víctimas mortales, pero los países pequeños del sureste de Europa alcanzaron los porcentajes más altos de soldados muertos. Casi el 40 por ciento de los soldados serbios falleció en combate. Si se añaden las muertes por la miseria y las enfermedades que conllevó la guerra, Serbia perdió el 15 por ciento de su población. En comparación, Gran Bretaña, Francia y Alemania sólo perdieron entre el 2 y el 3 por ciento de la población. Pero las estadísticas resultan mucho más reveladoras si nos centramos en los hombres jóvenes de la generación de la guerra. Alemania perdió un tercio de los hombres con edades comprendidas entre diecinueve y veintidós años en 1914. Francia y Gran Bretaña sufrieron pérdidas similares, de forma que la mortalidad entre los hombres jóvenes superó entre ocho y diez veces las tasas normales. Fue la «generación perdida».
La guerra sembró las semillas del descontento político y social en todo el orbe. Las relaciones entre Rusia y Europa occidental se tornaron más tensas y recelosas. Los aliados habían intentado derrocar a los bolcheviques durante la guerra y los excluyeron de las negociaciones posteriores a ella; estas actuaciones instilaron en los soviéticos una desconfianza en Occidente que se mantuvo durante generaciones. Las naciones aliadas temieron que Rusia acabara dominando los estados nuevos del este de Europa y tendiera un «puente rojo» en medio del continente. Por otra parte, las demandas contrapuestas del colonialismo y el nacionalismo sólo soportaron un equilibrio provisional, mientras que la recomposición del mapa dejó minorías étnicas y lingüísticas en todos los países. Los ardores del descontento fueron más virulentos en Alemania, donde el Tratado de Versalles se tachó de escandalosamente injusto. Casi todos los gobiernos convinieron en que a la larga habría que revisarlo. Ni la guerra ni la paz acabaron con las rivalidades que condujeron a la Primera Guerra Mundial.
La guerra también tuvo unas consecuencias económicas intensas y duraderas. Acosada por la inflación, las deudas y la difícil tarea de la reconstrucción industrial, Europa se vio desplazada del centro de la economía mundial. La guerra había acelerado la descentralización del dinero y los mercados. Muchos países asiáticos, africanos y sudamericanos obtuvieron beneficios económicos cuando sus países se volvieron menos dependientes de Europa, y eso les permitió aprovechar mejor la necesidad que tenía el viejo continente de sus recursos naturales. Estados Unidos y Japón cosecharon las mayores ganancias y pasaron a encabezar la nueva economía mundial.
En el aspecto social, el legado más poderoso de la guerra fueron la muerte y la desfiguración de millones de personas. Su mayor herencia cultural, el desengaño. Toda una generación de hombres se había sacrificado sin ningún fin aparente. Los soldados supervivientes (muchos de ellos con lesiones permanentes, tanto físicas como psicológicas) se sintieron horrorizados de haber participado en una masacre tan inútil, indignados por el ávido abandono de principios por parte de los políticos de Versalles. Durante la posguerra, buena parte de la juventud receló de los «viejos» que habían arrastrado el mundo a la guerra. Estos sentimientos de pérdida y alienación se expresaron en el popularísimo género de la «literatura de posguerra», memorias y obras de ficción que rememoraron la experiencia de los soldados en las líneas del frente. El escritor y ex combatiente alemán Erich Maria Remarque captó el desencanto de toda una generación en su novela Sin novedad en el frente: «Durante años enteros, nuestra ocupación ha sido matar; ha sido el primer oficio de nuestra vida. Nuestro conocimiento de la vida se reduce a la muerte. ¿Qué puede, pues, suceder después de esto? ¿Qué podrán hacer de nosotros?»[4].
Ése fue el problema principal que tuvo que afrontar la Europa de posguerra. El novelista alemán Thomas Mann reconocía que 1918 conllevó «el fin de una época, la revolución, y los albores de una era nueva», y que él y sus contemporáneos alemanes «vivían en un mundo nuevo y desconocido». El esfuerzo por definir ese mundo nuevo se centraría cada vez más en la competencia entre ideologías rivales (democracia, comunismo y fascismo) por el futuro de Europa. Las autocracias orientales habían caído con la guerra, pero la democracia liberal también estaba a punto de declinar. Mientras el militarismo y el nacionalismo se mantuvieron con fuerza, las demandas de grandes reformas sociales cobraron intensidad durante la depresión económica mundial. Poblaciones enteras se habían movilizado durante el conflicto bélico y seguirían haciéndolo tras él (participantes activos en la era de la política de masas). Europa ingresaba ahora en dos décadas turbulentas de negación y reinvención de sus instituciones políticas y sociales. Tal como lo describió Tomáš Masaryk, primer presidente de la recién creada Checoslovaquia, la Europa de posguerra fue «un laboratorio sobre un cementerio».
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