La industria moderna y la política
de masas, 1870-1914
«¡Nos hallamos sobre el promontorio más elevado de todos los siglos!», resolvió el poeta y editor literario italiano F. T. Marinetti en 1909. En su rimbombante manifiesto (publicado en la portada de un periódico parisino y calificado por él mismo como «declaración incendiaria»), Marinetti presentó ante Europa un movimiento artístico agresivo llamado futurismo. Para rebelarse contra lo que él consideraba el conservadurismo gastado e impotente de la cultura italiana, Marinetti reclamaba una renovación radical de la civilización a través de «la valentía, la audacia y la sublevación». Enamorado del rudo poder de la maquinaria moderna, del ajetreo dinámico de la vida urbana, pregonó «una forma nueva de belleza, la belleza de la velocidad». Pero lo más llamativo de Marinetti radicó en su alabanza de la heroica violencia de la guerra y su desprecio por las tradiciones morales y culturales que constituían los cimientos del liberalismo decimonónico.
En el momento en que Marinetti publicó su manifiesto, cinco años antes de la Primera Guerra Mundial, la gente de toda Europa se sentía, en efecto, viviendo en un mundo radicalmente nuevo. Una serie de cambios explosivos había recorrido Europa durante los años transcurridos desde 1870. Una segunda revolución industrial impulsó un crecimiento descomunal en los ámbitos y escalas industriales. El consumo de masas pasó a formar parte de la vida, al igual que la política de masas. Nuevos bloques de votantes plantearon nuevas demandas políticas, y los gobiernos nacionales lucharon por mantener el orden y la legitimidad. Los socialistas movilizaron a un número cada vez mayor de obreros industriales, mientras los sufragistas demandaban el voto femenino. En las artes y las ciencias, la aparición de teorías nuevas desafió las antiguas nociones sobre la naturaleza, la sociedad, la verdad y la belleza. Pero estos cambios no se limitaron a pasar de puntillas sobre las tradiciones del siglo XIX. Pocos europeos recibieron la era moderna con el desenfado impávido de los futuristas. Como se verá, el gran dinamismo y significado de este período provino del modo ambivalente, desigual, con que los grupos, individuos y gobiernos afrontaron el desafío de un mundo en pleno cambio.
Durante el último tercio del siglo XIX, las nuevas tecnologías transformaron el rostro de la manufactura en Europa y dieron lugar a cambios en los niveles de crecimiento económico y a reajustes complejos entre la industria, la mano de obra y los gobiernos nacionales. Al igual que la primera revolución industrial europea, que comenzó a finales del siglo XVIII y se centró en el carbón, el vapor y el hierro, esta «segunda» revolución industrial se basó en innovaciones en tres campos clave: el acero, la electricidad y los productos químicos.
El acero, más duro, más fuerte y más maleable que el hierro, era cotizado desde hacía tiempo como material de construcción. Pero hasta mediados del siglo XIX, la producción de acero a bajo coste y en grandes cantidades había resultado imposible. Esto cambió entre las décadas de 1850 y 1870, cuando tres procesos distintos de refinamiento y producción en masa permitieron que el acero revolucionara la industria metalúrgica. Uno de esos procesos lo desarrolló el inglés Henry Bessemer, los otros se lograron gracias al trabajo conjunto de los hermanos alemanes Siemen y el ingeniero francés Pierre Martin. Aunque el hierro no desapareció de la noche a la mañana, no tardó en quedar eclipsado por la vertiginosa producción de acero. Los constructores navales británicos adoptaron con rapidez y provecho la construcción con acero y, con ello, conservaron su liderazgo en la industria. Sin embargo, fueron Alemania y Estados Unidos quienes dominaron el resto de la industria del acero. En 1901 Alemania producía casi la mitad más de acero que Gran Bretaña, lo que le permitió crear una infraestructura nacional e industrial masiva.
Fuente: Carlo Cipolla, The Fontana Economic History of Europe, vol. 3 (2), Londres, Collins/Fontana Books, 1976, p. 775.
Como el acero, la electricidad también se había descubierto con anterioridad, y sus ventajas eran igualmente bien sabidas. Pero fue ahora cuando otra serie de innovaciones decimonónicas permitió transmitirla a larga distancia para convertirla en calor, luz u otros tipos de energía y, por fin, darle un uso comercial y doméstico. En 1800, el italiano Alessandro Volta inventó la batería química. En 1831, el científico inglés Michael Faraday descubrió la inducción electromagnética que condujo al desarrollo del primer generador electromagnético en 1866. En la década de 1880, varios ingenieros y técnicos habían confeccionado alternadores y transformadores capaces de producir corriente alterna de alto voltaje. Hacia finales de siglo, grandes centrales eléctricas que solían utilizar la fuerza barata del agua lograron enviar corriente eléctrica a grandes distancias. En 1879, el estadounidense Thomas Edison y sus colaboradores inventaron la lámpara de filamento incandescente y convirtieron la electricidad en luz. La demanda de electricidad subió como un cohete y, pronto, todas las zonas metropolitanas estuvieron electrificadas. Como sector líder en la nueva economía, la electricidad sirvió para propulsar metros, tranvías y, con el tiempo, ferrocarriles de larga distancia; permitió técnicas nuevas en las industrias químicas y metalúrgicas; y poco a poco cambió de manera radical los hábitos de vida en los hogares corrientes.
La industria química fue el tercer sector que desarrolló tecnologías nuevas de gran relevancia. La producción eficaz de álcali y ácido sulfúrico transformó la fabricación de productos de consumo como el papel, los detergentes, los textiles y los fertilizantes. Gran Bretaña y, en especial, Alemania encabezaron el sector. Los británicos abrieron camino en la producción de jabón de manos y limpiadores domésticos. El aumento del interés por la higiene en las casas y las nuevas técnicas de publicidad de masas permitieron al empresario británico Harold Lever comercializar sus jabones y detergentes en todo el mundo. La producción alemana, por otro lado, se centró en los usos industriales, como el desarrollo de tintes sintéticos y métodos para refinar el petróleo, y llegó a controlar casi el 90 por ciento del mercado químico mundial.
Otras novedades contribuyeron a la segunda revolución industrial. Por ejemplo, la demanda creciente de energía eficiente espoleó la invención del motor de combustión interna con combustible líquido. Las turbinas de vapor perfeccionadas ya disponían de motores que funcionaban a velocidades sin precedentes, pero los motores de combustión interna ofrecían dos grandes ventajas: eran más eficaces y no precisaban personal para alimentarlos a mano, como en el caso de los motores de vapor. En 1914 la mayoría de las armadas habían pasado de usar carbón a usar petróleo, al igual que las compañías privadas de buques a vapor. La dependencia del petróleo crudo y la gasolina destilada de los nuevos motores puso en peligro en un principio su aplicación generalizada, pero el descubrimiento de campos petrolíferos en Rusia, Borneo, Persia y Tejas alrededor de 1900 acalló los recelos. Por tanto, la custodia de esas reservas petroleras se convirtió en una prerrogativa estatal vital. La adopción de maquinaria propulsada con petróleo tuvo otra consecuencia importante: los industriales que previamente habían dependido de ríos o minas de carbón cercanos para obtener combustible se vieron libres para poder instalar sus empresas en regiones carentes de recursos naturales. Ahora existía el potencial para una industrialización planetaria. Por supuesto, el motor de combustión interna depararía cambios más radicales aún en los transportes futuros del siglo XX, pero tanto el automóvil como el aeroplano se hallaban aún en su infancia antes de 1914.
CAMBIOS EN ÁMBITOS Y ESCALAS
Estos cambios tecnológicos formaron parte de un proceso mucho más amplio consistente en un crecimiento impresionante de los ámbitos y las escalas de la industria. Las tecnologías fueron al mismo tiempo causas y consecuencias de la carrera occidental hacia un mundo más grande, más veloz, más barato y más eficiente. A finales del siglo XIX, el tamaño sí importaba. El aumento de la industria pesada y la mercadotecnia de masas hicieron que las fábricas y las ciudades crecieran mano a mano, mientras que los avances en cuanto a medios de comunicación y movilidad contribuyeron a la formación de culturas nacionales de masas. Por primera vez, la gente común seguía las noticias a escala nacional y global. Observaba de cerca cómo se repartían el orbe las potencias europeas y ampliaban así sus imperios con logros prodigiosos de supremacía ingenieril; las vías férreas, los embalses, canales y puertos crecieron hasta alcanzar unas proporciones monumentales. Los proyectos de este tipo encarnaron las ideas de la industria europea moderna. Pero también generaron ingentes ingresos para los constructores, inversores, banqueros, empresarios y, por supuesto, fabricantes de acero y hormigón. Canales en Europa central, vías ferroviarias en los Andes y cables telegráficos tendidos sobre el lecho marino: todos esos «tentáculos del imperio», tal como los llama un historiador, se desplegaron por todo el globo.
Pero la industrialización también produjo cambios profundos, aunque menos espectaculares, en Europa. La población creció sin cesar, sobre todo en Europa central y oriental. La población de Rusia creció casi una cuarta parte y la de Alemania alrededor de la mitad más en el intervalo de una sola generación. La población de Gran Bretaña creció también casi un tercio entre 1881 y 1911. Los avances en los cultivos y el transporte marítimo aliviaron la escasez de alimentos, lo que se tradujo en una propensión menor a contraer enfermedades y a la mortalidad infantil en poblaciones enteras. Los adelantos en medicina, nutrición e higiene personal disminuyeron la propagación de enfermedades peligrosas como el cólera o el tifus, y la mejora en las condiciones domésticas y en el saneamiento público transformó el medio urbano.
*No se incluye Bosnia-Herzegovina.
Fuente: Colin Dyer, Population and Society in Twentieth Century France, Nueva York, Holmes and Meier, 1978, p. 5.
Los cambios en cuanto a ámbitos y escalas no sólo transformaron la producción, también alteraron el consumo. De hecho, fue en este período cuando el consumo empezó a desplazarse, despacio, hacia el centro de la actividad y la teoría económica. La era en que los economistas se preocuparan por la fidelidad de los consumidores y los expertos pudieran efectuar un seguimiento sistemático de los hábitos de consumo en el público no comenzaría hasta mediados del siglo XX, pero las novedades fueron apuntando hacia ese horizonte. Los grandes almacenes que ofrecían tanto productos prácticos como de lujo a las clases medias se convirtieron en el sello distintivo de aquellos tiempos (de la urbanización, la expansión económica y la importancia recién atribuida a la comercialización). La publicidad también experimentó un despegue. Los carteles con lujosas ilustraciones de finales del siglo XIX que anunciaban salas de conciertos, jabones, bicicletas y máquinas de coser, no fueron más que un signo de las transformaciones económicas subyacentes. Más significativo aún fue que en la década de 1880 aparecieron tiendas que intentaron atraer a la clase obrera introduciendo la novedad importantísima del pago aplazado. En el pasado, las familias de clase obrera empeñaban relojes, colchones o muebles para tomar dinero prestado. Ahora empezaron a comprar a plazos, un cambio que con el tiempo tendría unos efectos sísmicos tanto en los hogares como en las economías nacionales.
No obstante, estas nuevas pautas de consumo de finales del siglo XIX fueron sobre todo urbanas. En las zonas rurales, el campesinado siguió guardando el dinero bajo el colchón; heredando unos cuantos muebles de generación en generación; confeccionando, lavando y remendando los vestidos y la ropa blanca, y ofreciendo un kilo de azúcar como generoso regalo doméstico. Sólo poco a poco los comerciantes minoristas fueron reduciendo estas prácticas tradicionales. El consumo de masas seguía siendo difícil de imaginar en lo que aún era una sociedad profundamente estratificada.
EL AUGE DE LAS CORPORACIONES
El crecimiento económico y las demandas del consumo de masas aceleraron la reorganización, consolidación y regulación de las instituciones capitalistas. Aunque las empresas capitalistas se habían financiado a través de inversores individuales mediante el sistema de acciones desde al menos el siglo XVI, fue a finales del siglo XIX cuando las corporaciones modernas alcanzaron la madurez. Para reunir los vastos fondos requeridos por la ejecución de proyectos a gran escala, los empresarios tuvieron que ofrecer mejores garantías al dinero de los inversores. Con el fin de procurar esa protección, la mayoría de países de Europa decretó o mejoró sus leyes de responsabilidad limitada para garantizar que, en caso de quiebra, los accionistas sólo pudieran perder el valor de sus acciones. Con esta seguridad, muchos miles de hombres y mujeres de clase media consideraron ahora la inversión en corporaciones como una aventura prometedora. Después de 1870, los mercados de acciones dejaron de ser ante todo una cámara de compensación para los bonos del estado y del ferrocarril y atrajeron, en su lugar, otras operaciones comerciales e industriales.
La responsabilidad limitada formó parte de una tendencia mayor a la constitución de corporaciones. Mientras las empresas habían sido en su mayoría pequeñas o medianas, ahora las compañías se constituyeron en corporaciones para alcanzar las dimensiones necesarias para sobrevivir. Al hacerlo tendieron a desplazar el control de los fundadores y directivos locales de la empresa hacia bancos y financieras distantes. Como las instituciones financieras representaban los intereses de los inversores, que se centraban en los resultados finales, el control de los bancos sobre el crecimiento industrial fomentó un espíritu de capital financiero impersonal.
Igualmente relevante fue que la segunda revolución industrial creó una fuerte demanda de conocimientos técnicos, lo que minó las formas tradicionales de gestión familiar. Los títulos universitarios de ingeniería y química adquirieron más valor que el aprendizaje práctico. La emergencia de una clase oficinista (administradores asalariados de nivel medio que ni eran propietarios ni eran obreros) supuso un cambio significativo en la vida laboral y para la evolución de la estructura de clases sociales.
El giro hacia iniciativas comerciales más grandes lo impulsó el deseo de aumentar los beneficios. También se vio alentado por la creencia de que la consolidación protegía a la sociedad de los peligros de las fluctuaciones económicas al alza o a la baja, y de la ineficacia derrochadora de una «ruinosa» competencia desenfrenada. Algunas industrias se asociaron en vertical con la intención de controlar todas las fases de la producción, desde la adquisición de materias primas hasta la distribución de los productos terminados. La empresa de aceros de Andrew Carnegie en Pittsburg controló los costes porque adquirió en propiedad las minas de hierro y carbón necesarias para la producción del acero y compró, además, una flota propia de buques de vapor y vías férreas para transportar el mineral hasta las fábricas. Otra modalidad de autodefensa corporativa la representaron las alianzas horizontales. La organización en carteles permitió a las empresas dedicadas a la misma industria unirse para fijar precios y controlar la competencia, cuando no eliminarla de raíz. Las compañías de carbón, petróleo y acero resultaron especialmente adecuadas para organizarse en carteles, puesto que sólo unos pocos participantes grandes podían afrontar los gastos ingentes de la construcción, equipamiento y explotación de minas, refinerías y fundiciones. En 1894, por ejemplo, empresarios alemanes crearon el Sindicato del Carbón de Renania-Westfalia, que conquistó el 98 por ciento del mercado alemán del carbón mediante el empleo de tácticas desalmadas contra los pequeños competidores, los cuales podían unirse al sindicato o ir a la ruina. A través de tácticas similares, tanto legales como ilegales, la compañía petrolera Standard Oil de John D. Rockefeller logró controlar el mercado del petróleo refinado en Estados Unidos, de forma que en la década de 1880 producía más del 90 por ciento del petróleo del país. Mantuvo el monopolio mediante el Standard Oil Trust, una novedad legal que permitió a Rockefeller controlar y administrar activos de compañías aliadas a través del gobierno. Los cárteles tuvieron gran peso en Alemania y Estados Unidos, pero no tanto en Gran Bretaña, donde las políticas de libre comercio dificultaban la fijación de precios, y en Francia, donde tanto las empresas familiares como los trabajadores se opusieron a los cárteles, y donde, además, existía menos industria pesada.
Aunque los gobiernos intentaron contener en ocasiones el poder creciente de los cárteles (en Estados Unidos, por ejemplo, donde el presidente «revienta-trusts» Theodore Roosevelt recurrió a leyes antitrust previas), la tendencia imperante durante este período consistió en una cooperación cada vez mayor entre los gobiernos y la industria. En contra de la mentalidad de laissez-faire del capitalismo temprano, las corporaciones establecieron relaciones estrechas con los estados de Occidente (sobre todo para la consecución de proyectos industriales coloniales, como la construcción de vías férreas, puertos y buques de vapor para las líneas regulares). Estos proyectos exigían esfuerzos económicos tan costosos, o tan improductivos, que las empresas privadas no los habrían acometido por sí solas. Pero como servían para apoyar intereses políticos y estratégicos más amplios, los gobiernos los subvencionaron de buena gana. Aquella interdependencia la enfatizó la aparición de empresarios y financieros como funcionarios del estado. El banquero alemán Bernhard Dernburg actuó como ministro alemán de las colonias. Joseph Chamberlain, fabricante británico y alcalde de la ciudad industrial de Birmingham, también ejerció como ministro de las colonias. Y en Francia, Charles Jonnart, presidente de la Compañía del Canal de Suez y de la acerería Saint-Étienne, fue más tarde gobernador general de Argelia. Vinculado a los intereses imperiales, el auge de las corporaciones modernas repercutió en todo el orbe.
ECONOMÍA INTERNACIONAL
A partir de la década de 1870, la expansión veloz de la industrialización incrementó la competencia entre naciones. La búsqueda de mercados, productos e influencia atizó gran parte de la expansión imperial y, como consecuencia, a menudo enfrentó unos países a otros. Volvieron a levantarse barreras comerciales para proteger los mercados interiores. Todas las naciones, excepto Gran Bretaña, elevaron los aranceles con el argumento de que las necesidades del estado-nación prevalecían sobre la doctrina de laissez-faire. Pero los cambios en la economía internacional alimentaron el desarrollo progresivo de un sistema de fabricación, comercio y finanzas entrelazado, mundial. Por ejemplo, la adopción casi universal del patrón oro para el cambio de moneda facilitó enormemente el comercio planetario. Al vincular el valor de las monedas, sobre todo la potente libra esterlina británica, al valor del oro, el cambio de divisas fue inmediato. El patrón común también permitió que las naciones recurrieran a un tercer país para que mediara en el comercio y el cambio, y mitigara así los desequilibrios de las balanzas comerciales (un problema habitual en las zonas industrializadas de Occidente). Casi todos los países europeos, dependientes de vastos suministros de materias primas para mantener su tasa de producción industrial, importaban más de lo que exportaban. Para evitar los déficits crecientes derivados de esas prácticas, recurrieron a exportaciones «invisibles»: transporte marítimo, seguros y servicios bancarios. El monto de las exportaciones británicas en esos ámbitos superó con mucho el de cualquier otro país. Londres se erigió en el mercado monetario del mundo hacia el cual dirigían la mirada los prestatarios en ciernes en busca de ayuda antes de acudir a cualquier otro lugar. En 1914, Gran Bretaña tenía veinte mil millones de dólares invertidos en el extranjero, frente a los 8.700 millones de dólares de Francia y los 6.000 millones de dólares de Alemania. Gran Bretaña también se sirvió del comercio invisible para afianzar sus relaciones con las naciones productoras de alimentos, lo que la convirtió en la mayor compradora extranjera del trigo de Estados Unidos y Canadá, la ternera de Argentina y la carne de cordero de Australia. Estas mercancías, transportadas a bajo precio en buques refrigerados, bajaron los precios de los alimentos para las familias de la clase obrera y aliviaron las demandas de subidas de sueldos.
Durante este período se produjo una transformación en la relación entre las naciones manufactureras europeas y las fuentes extranjeras de materias primas, tal como se detalla en el capítulo anterior. Esos cambios remodelaron a su vez la economía y la cultura de ambos países implicados con diversos grados de expectativas y beneficios. Este empuje internacional hacia la fabricación y la producción masiva de mercancías conllevó necesariamente cambios en los arraigados hábitos de consumo y de producción. Alteró el paisaje y las costumbres de la India tanto como los de Gran Bretaña. Imprimió nuevos ritmos de vida a las mujeres dedicadas a la fabricación de ropa en Alemania, a los transportistas de suministros para la construcción de vías férreas en Senegal, y a los trabajadores que dragaron el puerto de Dakar.
La rápida expansión capitalista de finales del siglo XIX conllevó un crecimiento paralelo de las dimensiones, la cohesión y el activismo de las clases obreras europeas. Los hombres y mujeres que trabajaban como asalariados se resintieron del poder de las corporaciones (un antagonismo compartido fomentado no sólo por la explotación y las desigualdades que experimentaban en el trabajo, sino también por la creación de comunidades obreras bien diferenciadas en las ciudades europeas en expansión). Las corporaciones habían desarrollado métodos nuevos para proteger y apoyar sus intereses, y los trabajadores hicieron lo mismo. Los sindicatos, que tradicionalmente se limitaban a trabajadores masculinos cualificados de empresas con un tamaño modesto, evolucionaron a finales del siglo XIX hasta convertirse en organizaciones de masas, centralizadas y de ámbito nacional. Este «nuevo sindicalismo» hizo hincapié en la organización en ramas industriales completas y, por primera vez, incluyó a trabajadores no cualificados. El amplio alcance de los nuevos sindicatos otorgó a la mano de obra mayor poder para negociar salarios y condiciones laborales. Pero lo más importante es que la creación de sindicatos nacionales brindó una estructura para la aparición de un movimiento político inexistente hasta entonces: el partido socialista universal.
La aparición de partidos socialistas en toda Europa después de 1870 se debió en parte a los cambios acaecidos en estructuras políticas nacionales. En la década de 1860, el avance del constitucionalismo parlamentario había abierto las puertas del quehacer político a nuevos participantes, entre ellos los defensores del socialismo. Como parte del proceso legislativo, los socialistas inmersos ya en el parlamento centraron los esfuerzos en la ampliación del sufragio en las décadas de 1860 y 1870. Sus éxitos al respecto crearon nuevos distritos electorales formados por hombres de la clase obrera. Al mismo tiempo, las luchas tradicionales de los trabajadores con la administración se reestructuraron a una escala nacional, al mismo tiempo que los gobiernos se alinearon con los intereses empresariales y rebatieron la agitación de la clase obrera con leyes contrarias a los obreros y al socialismo. Los líderes de la izquierda radical consideraron la organización a nivel nacional de los movimientos políticos universales como la única vía efectiva para defenderse de la autoridad política capitalista. De ahí que, durante este período, los movimientos socialistas abandonaran tradiciones previas de radicalismo insurreccional (ejemplificado mediante la imagen romántica de las barricadas en las calles) y se acogieran a la competición legal, pública desde el seno de los sistemas parlamentarios europeos.
Este desplazamiento hacia la política popular de masas y el éxito parejo de los movimientos obreros se debió tanto a un aumento del activismo de los intelectuales como a los esfuerzos de los trabajadores y los sindicatos. El más destacado de aquellos intelectuales fue Carlos Marx, cuyas primeras actuaciones se comentaron en el capítulo 20. Desde la década de 1840, Marx y su colaborador Friedrich Engels habían figurado como intelectuales y activistas redactando panfletos y participando en la organización de movimientos socialistas incipientes. Después, en 1867, Marx publicó el primero de los tres volúmenes que conformaron El capital, una obra considerada por él mismo como la mayor aportación para la lucha por la emancipación humana. Con ella dotó al materialismo histórico de un fundamento teórico y atacó el capitalismo desde el campo de batalla de la economía. Con el espíritu científico propio del siglo XIX, Marx afirmaba que su obra ofrecía un estudio sistemático del modo en que el capitalismo obligaba a los obreros a entregar su trabajo a cambio de salarios de subsistencia mientras los propietarios de los medios de producción acumulaban tanto riqueza como poder. La obra, que aunaba el estudio teórico de la economía con exigencias de políticas revolucionarias, se convirtió en la crítica socialista del capitalismo más sobresaliente.
Por diversas razones, la síntesis explosiva de pensamiento y acción que combinó el marxismo atrajo a trabajadores e intelectuales de todo Occidente, En primer lugar, el marxismo aportó algunos de los razonamientos más radicales y apremiantes del período para la democracia y la inclusión política. En toda Europa, aunque sobre todo en los países occidentales, el socialismo marxista procuró una base crucial para la instauración de políticas democráticas de masas. Pocos grupos impulsaron con tanta fuerza la garantía de las libertades civiles, difundieron los conceptos de ciudadanía o crearon sistemas nacionales de seguridad social. Como doctrina teórica, el marxismo también reivindicó con firmeza la igualdad entre ambos sexos, pero en la práctica el sufragio femenino ocupó un segundo plano en la política de clases. El utopismo marxista también representó un elemento crucial porque su gran promesa de un futuro mejor y triunfal para los trabajadores captó gran número de ellos para la causa.
No obstante, no todos los movimientos de la clase obrera fueron marxistas. Incluso cuando varias organizaciones políticas y obreras adoptaron el pensamiento marxista, siguió habiendo grandes diferencias entre las filosofías, objetivos y métodos de los diversos grupos de izquierdas. Aquellas disparidades aumentaron en cada industria, ocupación, región y nación; no existió un movimiento obrero homogéneo. Pero las cuestiones más distanciadoras radicaron en el papel de la violencia y si los socialistas debían colaborar con gobiernos liberales o «burgueses» y, en caso afirmativo, con qué finalidad. Algunos «gradualistas», sobre todo en Gran Bretaña, quisieron trabajar con los liberales para lograr una reforma gradual, mientras que socialistas más radicales persiguieron el poder parlamentario para acelerar el derrocamiento del capitalismo. Los anarquistas y sindicalistas rechazaron de plano la política parlamentaria. Este primer debate esencial sobre esta cuestión surgió en la Asociación Internacional de los Trabajadores, o Primera Internacional, fundada en 1864 para promover una actuación obrera coordinada en el conjunto de Europa. Marx y sus seguidores defendieron con firmeza los movimientos políticos en masa; los anarquistas, como Mijaíl Bakunin, rechazaron toda clase de organizaciones centralizadas (ya fueran estados nacionales o partidos socialistas) y, en su lugar, instaron al terror y la violencia. Aunque este dilatado debate impidió que la Internacional dibujara un mapa claro de actuaciones políticas, sus objetivos siguieron ocupando la proa de organizaciones socialistas ulteriores.
LA PROLIFERACIÓN DE LOS PARTIDOS Y ALTERNATIVAS SOCIALISTAS
Tras el cierre de la Primera Internacional en 1876, la política obrera organizada se desarrolló con rapidez y tomó direcciones diversas. El socialismo marxista se propagó por una serie de partidos democráticos socialistas y sociales fundados entre 1875 y 1905 en Alemania, Bélgica, Francia, Austria y Rusia. Estos partidos eran organizaciones de trabajadores disciplinados y politizados que aspiraban a tomar el control del estado para acometer un cambio revolucionario: de todas ellas el modelo fue el SPD, el Partido Socialdemócrata Alemán, creado en 1875. En un primer momento, el SPD persiguió el cambio político dentro del sistema político parlamentario de Alemania, pero, tras una época de opresivas leyes antisocialistas, adoptó un programa marxista explícito y preparó un proletariado con conciencia política para cuando se produjera el desplome inminente del capitalismo. En el momento en que estalló la Primera Guerra Mundial, el socialdemócrata era el partido de los trabajadores más grande y mejor organizado del mundo. Hubo varios factores clave que convirtieron Alemania en un país especialmente receptivo a la socialdemocracia: la industrialización veloz e intensiva, una clase obrera urbana extensa, una constitución parlamentaria nueva, un gobierno nacional hostil a los trabajadores organizados y una tradición nula de reformas liberales.
La relevancia de este último agente se torna más evidente al considerar el caso de Gran Bretaña, el primer país (y el más) industrializado del mundo, pero con una presencia socialista mucho menor y más moderada que cualquier otro país de Europa. Hacia finales del siglo XIX, buena parte del programa progresista socialista lo avanzaron liberales radicales en Gran Bretaña, lo que impidió el desarrollo de un partido socialista independiente. Incluso cuando se creó un Partido Laborista separado en 1901, se mantuvo claramente moderado, comprometido más con la reforma del sistema capitalista que con su derrumbamiento. Centró sus esfuerzos en reformas pragmáticas tales como la vivienda pública, beneficios de seguridad social y subida de salarios. Para la variedad de activistas políticos pertenecientes al Partido Laborista, así como para muchos sindicatos británicos, el parlamento continuó siendo un vehículo legítimo para lograr el cambio social, lo que redujo el atractivo del marxismo revolucionario.
Si la reforma parlamentaria brindó una alternativa popular al programa marxista, la doctrina del anarquismo ofreció otra. Tal como se indicó con anterioridad, los defensores del anarquismo compitieron con los marxistas por definir la dirección que debía seguir el socialismo europeo. Los anarquistas, contrarios a las economías y políticas organizadas desde un núcleo central, y a la propia existencia de la autoridad del estado, abogaron por la soberanía individual y una democracia localizada a pequeña escala. Compartieron una serie de valores esenciales con los marxistas, pero mostraron diferencias radicales en el modo de exponerlos. Los anarquistas, que renunciaron a partidos, sindicatos o cualquier forma de organización moderna de masas, recurrieron a la tradición de la violencia conspiradora de vanguardia a la que Marx se opuso con tanta reciedumbre. Como consecuencia, una de las características definitorias del anarquismo fue su confianza en el terrorismo, o lo que los anarquistas italianos llamaron «propaganda a través de los hechos». Aunque no todos adoptaron esos métodos, los anarquistas cometieron la infamia de asesinar al zar Alejandro II en 1881 y a otros cinco jefes de estado en los años siguientes. Algunos anarquistas influyentes, como Piotr Kropotkin y Mijaíl Bakunin, creyeron que el «terror ejemplar» podía espolear la sublevación popular. A su parecer, la revelación de la vulnerabilidad de los líderes políticos poderosos crearía caos y envalentonaría al pueblo. Aunque el anarquismo (tal vez por cuestiones intrínsecas) no logró progresos notables como movimiento, mantuvo viva una alternativa radical, violenta, a la importancia que atribuyó el marxismo a la política parlamentaria.
Otra variedad de movimiento socialista, conocida como sindicalismo, adquirió popularidad con el cambio de siglo, sobre todo entre los agricultores de Francia, Italia y España. Siguiendo los principios socialistas, el sindicalismo reclamó que los trabajadores compartieran la propiedad y el control de los medios de producción, y que el estado capitalista fuera derrocado y sustituido por sindicatos obreros o asociaciones comerciales. Aunque el sindicalismo se fundió a menudo con el anarquismo (como en el término anarcosindicalismo), se trató de una doctrina distinta que no apeló al terror, sino más bien a formas masivas de acción directa entre las que figuraban la huelga y el sabotaje. El teórico del sindicalismo más leído, el francés Georges Sorel, sostenía que una huelga general de todos los trabajadores de la industria tendría más repercusión para derribar el estado que la política electoral. En cambio, cuando más tarde Sorel se desplazó hacia la extrema derecha, aparecieron líderes más populares y prácticos en Francia, donde se unieron a otros líderes sindicales franceses y crearon en 1895 una Confederación General del Trabajo. Decidida a trabajar desde fuera del entramado político francés legalmente constituido, la confederación y otras organizaciones sindicales contribuyeron a promover el radicalismo entre los socialistas (sobre todo tras la revolución frustrada de 1905 en Rusia), pero no lograron desarrollar una permanencia duradera en la política europea.
LOS LÍMITES DEL ÉXITO
Hacia la época del cambio de siglo los movimientos socialistas populares habían realizado progresos impresionantes en toda Europa: en 1895, siete partidos socialistas habían concentrado entre un cuarto y un tercio de los votos de sus países respectivos. Pero justo cuando los socialistas adquirieron un puesto permanente en política nacional, también tuvieron que afrontar limitaciones y conflictos internos que habían estorbado en el partido desde el principio. De hecho, los movimientos de la clase obrera jamás consiguieron en ningún lugar el apoyo casi total de los trabajadores. Aunque algunos se mantuvieron leales a las viejas tradiciones liberales o a partidos religiosos, otros muchos quedaron excluidos de la política socialista por su limitada definición de quién conformaba la clase obrera (es decir, únicamente los trabajadores industriales masculinos). Al menos en términos de elecciones, los partidos socialistas tropezaron contra un muro que ellos mismos habían construido.
Al mismo tiempo, el conflicto permanente entre revolucionarios y reformadores, entre captar votos y tirar piedras, estalló con una intensidad renovada después de 1900. Por un lado, socialistas fervientes empezaron a cuestionar las afirmaciones más esenciales de Marx sobre la imposibilidad de evitar el empobrecimiento de los trabajadores y el desmoronamiento del orden burgués. Un grupo alemán de los llamados revisionistas, encabezado por Eduard Bernstein, desafió la doctrina marxista y reclamó un giro hacia la reforma moderada. Aunque la facción de Bernstein no consiguió una mayoría de votos ni en congresos nacionales ni en internacionales, su pragmatismo atrajo a socialistas y trabajadores de todo el continente. En cambio, en el extremo opuesto de espectro había defensores del incremento del radicalismo y la acción directa. Inspirados por el inesperado (y fallido) levantamiento revolucionario de 1905 en Rusia, los marxistas alemanes, como Rosa Luxemburgo, reclamaron huelgas generales con la esperanza de aprovechar el momento y provocar una revolución proletaria generalizada.
Los conflictos relacionados con la estrategia alcanzaron su intensidad máxima justo antes de la Primera Guerra Mundial, cuando marxistas moderados, reformistas y ortodoxos debatieron sobre cómo actuar ante el riesgo del conflicto internacional. Pero estas divisiones no mermaron la fuerza y el atractivo del socialismo de principios de siglo. En realidad, en vísperas del conflicto armado, los gobiernos realizaron consultas discretas a líderes obreros sobre la disposición de los trabajadores de a pie para enrolarse y combatir. Tras desarrollar una fuerza organizativa y política impresionante desde la década de 1870, los partidos de la clase obrera influyeron ahora en la capacidad de los estados-nación para ir a una guerra. En resumen, alcanzaron la mayoría de edad.
Desde la década de 1860, la combinación del activismo de la clase obrera y el constitucionalismo liberal había ampliado el derecho al sufragio en toda Europa: en 1884, Alemania, Francia y Gran Bretaña habían concedido el derecho a votar a la mayoría de los hombres. Pero las mujeres no tenían derecho a votar en ningún sitio. La ideología política decimonónica relegó a la mujer a la categoría de ciudadana de segunda clase, y hasta los socialistas de convicciones igualitarias rara vez cuestionaron esta jerarquía arraigada. Excluidas de la actividad política parlamentaria y de los partidos de masas, las mujeres defendieron sus intereses a través de organizaciones independientes y formas de acción directa. El nuevo movimiento de las mujeres logró algunas reformas legales esenciales durante este período, y la campaña combativa que emprendieron tras el comienzo del nuevo siglo para conseguir el sufragio alimentó la sensación creciente de crisis política, sobre todo en Gran Bretaña.
Las organizaciones de mujeres, como la Asociación General Alemana de Mujeres, presionaron, en primer lugar, para lograr reformas educativas y legales. En Gran Bretaña, los centros femeninos de estudios superiores se crearon al mismo tiempo que las mujeres obtuvieron el derecho de controlar su propio patrimonio. (Con anterioridad, las mujeres cedían su propiedad, incluido el sueldo, a sus esposos). Las leyes de 1884 y 1910 otorgaron ese mismo derecho a las francesas, además de la posibilidad de divorciarse de sus maridos. Las mujeres alemanas también consiguieron leyes de divorcio más favorables en 1870, y en 1900 les garantizaron derechos legales plenos. Tras estos cambios trascendentales en la categoría de la mujer, el sufragio cristalizó como el siguiente objetivo lógico. De hecho, los votos se convirtieron en el símbolo de la capacidad de la mujer para alcanzar la categoría plena de persona. Según los sufragistas, el derecho al voto no representaba tan sólo un avance político, sino también económico, espiritual y moral. Hacia el último tercio del siglo, las mujeres de clase media de toda Europa occidental habían fundado asociaciones, publicado periódicos, organizado peticiones, patrocinado asambleas y emprendido otras actividades públicas para ejercer presión en favor del voto. El número de asociaciones formadas por mujeres de clase media se multiplicó con rapidez; algunas, como la Liga Alemana para el Sufragio Femenino, fundada en 1902, se crearon con la única finalidad de abogar por el derecho al voto. A la izquierda de los movimientos de clase media había organizaciones de feministas socialistas, mujeres como Clara Zetkin y Lily Braun, convencidas de que sólo una revolución socialista podría liberar a las mujeres de la explotación económica y política.
En Gran Bretaña, las campañas en favor del sufragio femenino estallaron en violencia. Millicent Fawcett, una mujer distinguida de clase media con contactos en la clase política, reunió dieciséis organizaciones diferentes en la Unión Nacional de Sociedades para el Sufragio Femenino (1897), comprometida con una reforma pacífica y constitucional. Pero el movimiento carecía del peso político o económico necesario para influir en una asamblea legislativa masculina. La exasperación creció ante la incapacidad de convencer al partido liberal o al conservador: cada uno de ellos temía que el sufragio femenino beneficiara al otro. Por esta razón, Emmeline Pankhurst fundó la Unión Social y Política Femenina (en inglés, Womens Social and Political Union, o WSPU) en 1903, que adoptó tácticas de militancia y desobediencia civil. Las mujeres de la WSPU se encadenaron en la sala de visitas de la Cámara de los Comunes, rajaron cuadros en museos, escribieron con ácido «Voto para las mujeres» en la hierba de campos de golf, interrumpieron discursos políticos, quemaron casas de políticos y destrozaron escaparates de grandes almacenes. El gobierno atajó la violencia con represión. Cuando las mujeres arrestadas hacían huelga de hambre en las prisiones, los guardias las alimentaban a la fuerza (las ataban, les abrían la boca con cepos de madera o metal y les introducían tubos hasta la garganta). En 1910 las sufragistas intentaron acceder a la Cámara de los Comunes y provocaron un enfrentamiento de seis horas contra policías y viandantes que conmocionó y escandalizó a un país nada acostumbrado a ese tipo de violencia por parte de las mujeres. La fuerza de las reivindicaciones morales de las sufragistas la personificó el impresionante martirio de Emily Wilding Davison, quien, llevando un fajín con el lema «Voto para las mujeres», saltó a los pies del caballo del rey durante la prueba hípica del Derby Day y falleció pisoteada por el animal.
REDEFINICIÓN DE LA CONDICIÓN FEMENINA
La campaña en favor del sufragio femenino fue, tal vez, el aspecto más visible e incendiario de una evolución cultural mayor que redefinió los papeles tradicionales Victorianos de cada sexo. Los cambios económicos, políticos y sociales del último tercio del siglo XIX fueron minando la idea de que hombres y mujeres debían dedicarse a ámbitos claramente distintos. Las mujeres figuraron cada vez más como mano de obra a medida que un número mayor de ellas fue accediendo a ocupaciones más variadas. Algunas mujeres de la clase obrera se incorporaron a fábricas y talleres nuevos para atenuar la pobreza de sus familias, a pesar de la insistencia de algunos hombres de su misma clase en que la estabilidad familiar exigía que las mujeres permanecieran en casa. Además, el aumento de la burocracia en el gobierno y las empresas, unido a la escasez de mano de obra masculina para afrontar el crecimiento industrial, situó a las mujeres en el mercado laboral como trabajadoras sociales y oficinistas. El incremento de los servicios hospitalarios y el advenimiento de una enseñanza estatal obligatoria requirieron más enfermeras y profesoras. Nuevamente, la falta de trabajadores masculinos y la necesidad de cubrir todos esos puestos nuevos con el menor coste posible convirtieron a las mujeres en una alternativa lógica. De ahí que las mujeres, que habían emprendido campañas intensas para acceder a la educación, empezaran a ver que las puertas se abrían ante ellas. Las universidades y colegios médicos de Suiza comenzaron a admitir mujeres en la década de 1860. En las décadas de 1870 y 1880, las británicas crearon sus propios centros de enseñanza superior en Cambridge y Oxford. Algunos sectores del mundo profesional experimentaron un cambio impresionante de aspecto: en Prusia, por ejemplo, en 1896, 14.600 profesoras a tiempo completo formaban parte de plantillas escolares. Estos cambios en la actividad laboral femenina fueron derribando el mito de la domesticidad femenina.
Además, algunas mujeres empezaron a trabajar en el terreno político, un ámbito considerado prohibido en épocas anteriores. Esto no significa que la actividad política femenina careciera de precedentes; en ciertos aspectos importantes, las bases para la nueva participación política de las mujeres se habían sentado anteriormente durante este mismo siglo. Los movimientos de reforma de comienzos del siglo XIX dependieron de las mujeres y elevaron su prestigio público. Mediante obras de caridad desde asociaciones religiosas en un primer momento, y a través de cientos de asociaciones laicas después, las mujeres de toda Europa centraron sus energías en la ayuda a los pobres, reformas penitenciarias, catequesis para los niños, acciones antialcohólicas, la abolición de la esclavitud y la prostitución y la ampliación de las oportunidades formativas para las mujeres. Los grupos reformadores unieron a las mujeres fuera del hogar y las animaron a expresar sus ideas como librepensadoras iguales a los hombres y a perseguir objetivos políticos, un derecho que tenían vetado como mujeres individuales. Y mientras algunas mujeres pertenecientes a grupos reformadores apoyaban la emancipación política, muchas otras se animaron a participar en políticas reformistas por el convencimiento de que tenían una misión moral especial: es decir, entendieron sus actuaciones públicas como una mera extensión de las obligaciones domésticas femeninas. Con todo, los movimientos de reforma del siglo XIX habían abierto las puertas de cada casa al mundo exterior, en especial para las clases medias, y ampliaron el abanico de posibilidades para generaciones posteriores.
Estos cambios en el papel de las mujeres corrieron parejas con la aparición de una categoría social nueva llamada «mujer nueva». La mujer «nueva» reclamaba formación y un trabajo; se negaba a ir escoltada por acompañantes cuando salía; rechazaba los restrictivos corsés que estuvieron de moda a mediados de siglo. En otras palabras, reclamaba el derecho a una vida activa tanto física como intelectual y se negó a conformarse con las normas decimonónicas que definían la feminidad. La mujer nueva fue una imagen creada, en parte, por los artistas y periodistas que llenaron periódicos, revistas y carteles publicitarios de imágenes de mujeres en bicicleta vestidas con pololos (pantalones bombachos para usar debajo de faldas cortas); fumando cigarrillos y disfrutando de cafés, salas de baile, aguas tónicas, jabones y otros emblemas del consumo. Pero, en realidad, muy pocas mujeres encajaban en esa imagen: entre otras cosas, la mayoría era demasiado pobre. Aun así, las mujeres de la clase media y obrera reclamaron más libertad social y redefinieron las normas de cada género en el proceso. Algunos observadores consideraron que la independencia recién adquirida por las mujeres equivalía a eludir las responsabilidades domésticas, y tacharon a las mujeres que desafiaban lo convencional de «machorras» peligrosas, indignas e incapaces de contraer matrimonio. Para los defensores, en cambio, aquella «mujer nueva» simbolizaba una era de emancipación social digna de celebrar.
Estos cambios encontraron una oposición intensa, en ocasiones violenta, y no sólo masculina. Los hombres despreciaron a las mujeres que supusieron una amenaza para su selecto territorio dentro de universidades, círculos sociales y cargos públicos, pero gran cantidad de mujeres antisufragistas también denunciaron el movimiento. Conservadoras como la señora Humphrey Ward sostuvieron que la incorporación de la mujer al terreno político socavaría la virilidad del imperio inglés. Octavia Hill, célebre trabajadora social, manifestó que las mujeres debían abstenerse de participar en política y que con ello «mitigarían esta lucha salvaje por la posición y el poder». Los comentaristas cristianos criticaron a los sufragistas por conducir a la decadencia moral a través del individualismo egoísta. Otros creían que el feminismo disolvería la familia, un tema que alentó un debate más amplio sobre el declive de Occidente en medio de un sentimiento creciente de crisis cultural. De hecho, la lucha por los derechos de las mujeres sirvió de detonante a una serie de inquietudes europeas relacionadas con la mano de obra, la política, los géneros y la biología, que parecían indicar que el consenso político ordenado que deseaba con tanto fervor la sociedad de clase media se deslizaba hacia el reino de lo imposible.
Los liberales de clase media, defensores de doctrinas favorables a los derechos individuales durante todo el siglo XIX, pasaron a adoptar una postura defensiva tras 1870. Con anterioridad, el poder político había descansado sobre un equilibrio entre los intereses de la clase media y los de las élites tradicionales. La aristocracia terrateniente compartía poder con magnates industriales; la gestión monárquica coexistía con libertades constitucionales. Pero a finales del siglo XIX, el auge de las políticas de masas desequilibró la balanza. La ampliación del sufragio y el aumento de las expectativas introdujeron elementos nuevos en la escena política. Como se ha visto, los sindicatos, los socialistas y las feministas desafiaron a la clase dirigente europea mediante la exigencia de una participación política abierta a todos. Los gobiernos respondieron a su vez con una mezcla de medidas conciliadoras y represivas. A medida que se acercó el siglo XX, las tensiones políticas se tornaron más intensas y, hacia la época de la Primera Guerra Mundial, los fundamentos de la política parlamentaria liberal empezaban a desmoronarse. El tránsito por este territorio desconocido obligó tanto a la izquierda como a la derecha, tanto a los de dentro como a los de fuera, a crear formas nuevas y modernas de política de masas.
FRANCIA: REPÚBLICA SITIADA
La guerra franco-prusiana de 1870, que completó la unificación de la Alemania vencedora, infligió una derrota aplastante a Francia. El gobierno del Segundo Imperio se derrumbó. Tras ella, los franceses proclamaron una república cuya legitimidad se cuestionó desde el principio. La confección de un sistema republicano duradero se reveló difícil. La constitución de la Tercera República, establecida al fin en 1875, señaló el triunfo de los principios democráticos y parlamentarios. Sin embargo, la instauración de la democracia se produjo de manera inestable, y la Tercera República se topó con escándalos de conflictos de clase y la aparición de nuevas formas de políticas derechistas que envenenarían la actividad en ese ámbito durante décadas.
En cuanto el gobierno se rindió, tuvo que afrontar una crisis que enfrentó a los representantes nacionales con los radicales que habían tomado la ciudad de París. Durante la guerra, la ciudad había nombrado su propio gobierno municipal, la Comuna. París no sólo se negó a rendirse a los alemanes, sino que se proclamó a sí misma el verdadero gobierno de Francia. La ciudad había estado sitiada por los alemanes durante cuatro meses; la mayoría de la gente que pudo huir lo hizo, y el resto, hambriento y radicalizado, desafió al gobierno francés que acordaba desde Versalles las condiciones de un armisticio con los alemanes. Una vez firmado el armisticio, el gobierno francés dirigió la atención hacia la ciudad. Tras negociaciones largas e infructuosas, en marzo de
1871 el gobierno envió tropas a desarmar la capital. Pero, como el mayor apoyo de la Comuna provino de los obreros de París, el conflicto se convirtió en una guerra de clases. Durante una semana los communards se enfrentaron a las tropas gubernamentales, construyeron barricadas para contener la invasión, tomaron y dispararon a rehenes, y poco a poco se fueron retirando hacia los barrios obreros del norte de la ciudad. La represión del gobierno francés fue brutal. Al menos veinticinco mil parisinos fueron ejecutados o murieron durante el enfrentamiento o quemados en los incendios que asolaron la ciudad; miles de personas más fueron deportadas a la colonia penal de Nueva Caledonia en el Pacífico Sur. La Comuna de París fue un episodio breve pero proyectó una sombra larga y reabrió viejas heridas políticas. Para Marx, que escribió sobre la Comuna, y para otros socialistas, aquel hecho ilustró la futilidad de la vieja tradición insurreccional de la izquierda y la necesidad de políticas democráticas más basadas en la gran masa.
EL CASO DREYFUS Y EL ANTISEMITISMO COMO DOCTRINA POLÍTICA
En el extremo opuesto del espectro político francés emergieron formas nuevas de derechistas radicales que prefiguraron cambios en otros lugares. A medida que fracasaban los rancios fundamentos de la política conservadora, la Iglesia católica y la nobleza terrateniente, tomaron forma políticas derechistas más radicales. La nueva derecha, escocida por la derrota de 1870 y crítica con la república y sus cimientos, fue nacionalista, antiparlamentaria y antiliberal (en el sentido del compromiso con las libertades individuales). Maurice Barrès, por ejemplo, elegido diputado en 1889, declaró que el gobierno parlamentario había sembrado «impotencia y corrupción» y era demasiado débil para defender la nación. Durante la primera mitad del siglo XIX, el nacionalismo se había asociado con la izquierda (véase el capítulo 20). Ahora lo invocaba más a menudo la derecha, y en conexión con la xenofobia (hostilidad hacia los extranjeros), en general, y el antisemitismo, en particular.
La trayectoria personal/política de Édouard Drumont ofrece un buen ejemplo. Drumont fue un periodista antisemita de gran éxito que atribuyó todos los problemas de la Francia de finales del siglo XIX a los efectos desastrosos de una conspiración internacional judía y que tachó de «judíos» a todos los enemigos de la derecha política. Drumont mezcló/fundió tres vertientes antisemitas: el viejo antisemitismo cristiano, que condenaba al pueblo judío por matar a Cristo; el antisemitismo económico, que insistía en que la poderosa familia de banqueros Rothschild era representativa de todos los judíos; y el pensamiento racial de finales del siglo XIX, que enfrentaba a la raza aria (indoeuropea) con la raza semítica (inferior). Drumont encajó estos temas en una influyente ideología de odio. «Los judíos en el ejército» subvertían el interés nacional; los escándalos financieros provenían de «conspiraciones internacionales»; la cultura de masas, el movimiento femenino, las salas de baile y todas las novedades que supuestamente estaban corrompiendo la cultura francesa demostraban sencillamente el peso de los «intereses cosmopolitas e internacionales de los judíos»; los «ricos banqueros judíos» o «avaros socialistas y sindicalistas judíos» vivían a costa de los campesinos y pequeños comerciantes de Francia. Drumont machacó con estas cuestiones en su periódico La libre parole («Palabra libre»), fundado en 1892, a través de su Liga Antisemita y con el masivo y vendidísimo volumen de quinientas páginas La Francia judía (1886), que vendió cien mil copias durante los dos primeros meses.
Este antisemitismo politizado estalló con el Caso Dreyfus, un momento político crucial en la vida de la República francesa. En 1894, un grupo de oficiales monárquicos del ejército francés acusó a Alfred Dreyfus, un capitán judío en plantilla, de vender secretos militares a Alemania. Tras ser procesado por un consejo de guerra, Dreyfus fue declarado culpable, despojado de su rango y deportado de por vida a la isla del Diablo, una prisión espantosa en el Océano Atlántico. En 1896, el coronel Georges Picquart, nuevo jefe del Servicio de Inteligencia, puso en duda el veredicto y, tras una investigación previa, comunicó que los documentos del juicio estaban falsificados.
Cuando el Ministerio de Guerra se negó a juzgar de nuevo a Dreyfus, el «caso» se convirtió en un «acontecimiento» que polarizó el país. Republicanos, socialistas, liberales y figuras tales como el escritor Émile Zola apoyaron a Dreyfus. Según los dreyfusards, como se los llamó, defendían el progreso y la justicia en contra de la reacción y el prejuicio, y la supervivencia de la república dependía del equilibrio. Zola, por ejemplo, criticó la institución francesa en un provocador ensayo periodístico titulado J’accuse!, en el que acusaba al gobierno, a los tribunales y a los militares de falsificar documentos, encubrir actos de traición y saltarse con descaro los aspectos fundamentales de la justicia. En el polo opuesto, los antidreyfusards incluían a otros socialistas que consideraban el caso como una distracción para eludir cuestiones económicas más importantes, monárquicos, militaristas y algunos miembros del clero. Un periódico católico insistió en que la cuestión no radicaba en si Dreyfus era culpable o inocente, sino en si los judíos y los no creyentes eran los «dueños secretos de Francia».
Después de seis años de amarga controversia, una orden del ejecutivo en 1899 liberó a Dreyfus. En 1906, el Tribunal Supremo lo eximió de toda culpa, lo reintegró en el ejército como comandante y lo condecoró con la Legión de Honor. Entre las numerosas consecuencias de este caso figura la separación de la Iglesia y el estado en Francia. Los republicanos estaban convencidos de que la Iglesia y el ejército eran hostiles a la república. Las leyes aprobadas entre 1901 y 1905 prohibieron en Francia las órdenes religiosas no autorizadas por el estado, prohibieron al clero enseñar en las escuelas y, por último, disolvieron la unión entre la Iglesia católica y el estado.
La tercera república se fortaleció durante la primera década del nuevo siglo. Al mismo tiempo, la derecha radical y el antisemitismo emergieron con claridad como fuerzas políticas en toda Europa. El alcalde de Viena fue elegido en 1897 por una plataforma antisemita. La policía secreta rusa forjó y publicó un libro titulado Los protocolos de los viejos sabios de Sión (1903 y 1905) que hablaba de una supuesta trama judía para dominar el mundo. El estado ruso también ayudó a incriminar a Mendel Beiless, un oficinista judío de Ucrania que fue arrestado en 1911, condenado por asesinato y encerrado en prisión durante dos años antes de quedar absuelto. El antisemitismo político teorizado por Drumont y practicado por otros en toda Europa estuvo muy vinculado al nacionalismo de finales del siglo XIX e insistió en atribuir a los problemas sociales y políticos un carácter racial.
SIONISMO
Entre la mucha gente que observó con inquietud la evolución del Caso Dreyfus figuró Theodor Herzl (1860-1904), un periodista nacido en Hungría que ejerció en París. El auge del antisemitismo virulento en la tierra de la Revolución francesa preocupó profundamente a Herzl. Él consideró el Caso Dreyfus como «la mera expresión elocuente de un malestar mucho más esencial». A pesar de la emancipación judía o de la concesión de derechos civiles, Herzl llegó a la conclusión de que el pueblo judío jamás sería admitido en la cultura occidental, y que abonar las esperanzas de la comunidad judía en relación con la aceptación y la tolerancia era un disparate peligroso. Herzl abogó por que el sionismo siguiera una estrategia distinta, o construyera una patria judía independiente fuera de Europa (aunque no necesariamente en Palestina). Un pequeño movimiento de colonos judíos, en su mayoría refugiados procedentes de Rusia, había empezado ya a crear asentamientos fuera de Europa. Herzl no fue el primero en proponer esos objetivos, pero fue el defensor más eficaz del sionismo político. Él sostuvo que el sionismo debía reconocerse como un movimiento nacionalista moderno, capaz de negociar con otros estados. En 1896 Herzl publicó El estado de los judíos; un año después convocó el primer congreso sionista en Suiza. En todo momento participó en política de alto nivel y mantuvo encuentros con jefes de estado británicos y otomanos. La idea de Herzl de una patria judía incluía elementos muy utópicos, pues consideraba que un estado nuevo debía basarse en una sociedad nueva y transformada, carente de desigualdad y creadora de derechos. Aunque los escritos de Herzl hallaron gran escepticismo, tuvieron una acogida entusiasta en zonas del este de Europa donde existía un antisemitismo especialmente violento. Durante la confusión de la Primera Guerra Mundial, las necesidades específicas de la guerra animaron a los británicos a implicarse en la cuestión y a introducir el sionismo en la diplomacia internacional (véase el capítulo 24).
A través de una política exterior habilidosa, tres guerras breves y un firme sentimiento nacional, Otto von Bismarck unió Alemania bajo el estandarte del conservadurismo prusiano durante los años 1864 a 1871. Con la construcción de un sistema político federal, Bismarck aspiró a crear las instituciones centralizadoras de un estado-nación moderno al mismo tiempo que salvaguardaba los privilegios de las élites tradicionales alemanas, incluido el papel predominante de Prusia. La constitución de Bismarck atribuyó funciones administrativas, educativas y jurídicas a los gobiernos estatales locales e instauró un parlamento bicameral para supervisar los intereses nacionales de Alemania. Los delegados elegidos de la cámara alta (el Bundesrat) servían como contrapeso conservador de la cámara baja (o Reichstag), más democrática y elegida por sufragio universal masculino. En la rama ejecutiva, el poder dependía únicamente de Guillermo I, rey prusiano y káiser (o emperador) alemán, quien ejercía el control absoluto sobre los asuntos exteriores y militares. En contraste con Francia o Gran Bretaña, los ministros alemanes no debían ninguna explicación al parlamento, sino que respondían sólo ante el káiser.
Bajo un gobierno que no era verdaderamente federal ni democrático, la creación de un país con un sentimiento de intenciones comunes no fue tarea fácil. El gobierno alemán obtuvo buenos resultados de la creación de agencias imperiales para la banca, la acuñación de moneda, los tribunales federales y la red ferroviaria, todo lo cual favoreció la unidad administrativa y económica. Pero la cuestión de la unidad política siguió abierta. Al fin y al cabo, muchos estados se habían alineado con Austria en 1866, y sólo habían aceptado la unión alemana ante la amenaza de la conquista francesa. Tres líneas de falla en el paisaje político alemán amenazaron especialmente con quebrar la estructura nacional: la discrepancia entre católicos y protestantes; un partido socialdemócrata en auge, y los intereses económicos potencialmente divisorios de la agricultura y la industria.
Entre 1866 y 1876, Bismarck gobernó sobre todo con facciones liberales deseosas de promover el libre comercio y el desarrollo económico. Para reforzar los lazos con esas coaliciones liberales, Bismarck inició una campaña anticatólica en Prusia. Con lo que se conoce como la Kulturkampf, o «lucha cultural», Bismarck alentó viejas tensiones sectarias sobre temas tales como la educación pública laica y el matrimonio civil, además de inquietudes sobre la lealtad de los católicos, supuestamente desgarrada entre la nación y el papa. Con el apoyo de una mayoría de liberales protestantes, Bismarck aprobó leyes que encarcelaron a sacerdotes por pronunciar sermones políticos, expulsaron a jesuitas de Prusia y frenaron el control eclesiástico sobre la educación y el matrimonio. Sin embargo, la campaña salió mal y las simpatías públicas por el clero perseguido contribuyeron a que el partido del centro católico ganara un cuarto de los escaños del Reichstag en 1874. Tras reconocer que necesitaba el apoyo católico para crear una legislación económica nueva, Bismarck negoció una alianza de conveniencia con el partido del centro católico en 1878.
El declive económico de finales de la década de 1870 había mermado el apoyo a la política de libre comercio, lo que instó a Bismarck a establecer una coalición nueva que aunaba los intereses agrícolas e industriales, así como a católicos de tendencias sociales conservadoras. Esta nueva alianza aprobó una legislación proteccionista (con aranceles sobre los cereales y sobre el hierro y el acero) que irritó tanto a liberales favorables al laissez-faire como a la clase obrera alemana, representada por el Partido Socialdemócrata. Del mismo modo que Bismarck había utilizado los sentimientos anticatólicos para consolidar su alianza previa, ahora arremetió contra el nuevo «enemigo del imperio», los socialdemócratas, y redactó su legislación proteccionista y antisocial en términos de la defensa de un «orden moral cristiano». En 1878, tras dos atentados distintos contra la vida del emperador, Bismarck declaró una situación de crisis nacional para forzar una serie de leyes antisocialistas que prohibieron a los socialdemócratas reunirse o difundir sus escritos. Otras leyes adicionales expulsaron a los socialistas de las ciudades más importantes. En efecto, esas leyes obligaron al Partido Socialdemócrata (conocido como SPD) a convertirse en una organización clandestina, lo que favoreció una subcultura de trabajadores que cada vez más consideraron el socialismo como la única respuesta a sus necesidades políticas.
Tras recurrir a la vara para apalear las organizaciones políticas obreras, Bismarck ofreció ahora una zanahoria a los obreros alemanes mediante una serie de reformas sociales. Les garantizó seguros por enfermedad y accidentes, una inspección rigurosa de las fábricas, un límite de horas de trabajo para mujeres y niños, una jornada laboral diaria máxima para los hombres, organismos de empleo público y pensiones de vejez. En 1890, Alemania había reunido un montón de leyes sociales, entre las que sólo faltaba el seguro por desempleo, que servirían de modelo a la mayoría de las naciones occidentales de Europa durante las décadas siguientes. Pero, curiosamente, las leyes no sirvieron para alcanzar el objetivo político de Bismarck a corto plazo: ganarse la fidelidad de los obreros. A pesar de todos los obstáculos legales, el Partido Socialdemócrata obtuvo más de la cuarta parte de los votos entre 1881 y 1890, año en que Bismarck se resignó.
El clima de resentimiento provocado por la política interior de Bismarck incitó al nuevo káiser, Guillermo II, a marchar en otra dirección; suspendió de manera drástica la legislación antisocialista de 1890 y, con ello, legalizó el SPD. En 1912, los socialdemócratas obtuvieron un tercio de los votos emitidos, y eligieron el mayor bloque independiente del Reichstag; pero el káiser les negó cualquier participación política significativa por encima de un círculo de élites unidas como una piña. Y, mientras, los intereses comerciales, industriales y agrícolas se paralizaron con los aranceles. La política alemana caminaba a pasos agigantados hacia un estancamiento, pero la conclusión de aquel punto muerto imprevisible la precipitó el estallido de la Primera Guerra Mundial.
GRAN BRETAÑA: DE LA MODERACIÓN A LA MILITANCIA
Durante el medio siglo anterior a 1914, los británicos se preciaron de lo que consideraban un sistema de gobierno ordenado y práctico. Tras la aprobación de la Segunda Ley de Reforma en 1867, que amplió el sufragio a más de un tercio de la población masculina adulta del país, los dos partidos más importantes, el liberal y el conservador, compitieron por conseguir el apoyo de esos grupos crecientes de votantes. El parlamento atendió los intereses de los nuevos votantes con leyes que reconocieron la legalidad de los sindicatos, ordenaron la reconstrucción de grandes áreas urbanas, brindaron una enseñanza elemental para todos los niños y permitieron a los disidentes religiosos masculinos asistir a las selectas universidades de Oxford y Cambridge. En 1884, el sufragio se extendió hasta más de las tres cuartas partes de los hombres adultos.
La nueva política parlamentaria estuvo dirigida por dos figuras cruciales: el conservador Benjamin Disraeli y el liberal William Gladstone. Disraeli, un judío converso y novelista de gran éxito, era un hombre eminentemente pragmático, mientras que Gladstone, anglicano ferviente y reformador moral, veía la política como «moralidad clara y notoria». A pesar de tener sensibilidades opuestas y amargas discrepancias parlamentarias, ambos hombres dirigieron sendos partidos que, en retrospectiva, parecen compartir puntos de vista muy similares. Gestionados por ministros procedentes de la clase media alta y de la nobleza terrateniente, tanto liberales como conservadores propusieron programas moderados atractivos para un electorado amplio. Los ministros preparaban la legislación pero reconocían la autoridad última de la Cámara de los Comunes, con capacidad para destituir un gabinete de gobierno mediante un voto de censura. El sistema político británico, gestionado por hombres con una educación y una ideología semejantes que garantizaban soluciones intermedias, era estable y «razonable».
Hasta los movimientos de la clase obrera británica fueron bastante moderados hasta el cambio de siglo, momento en que por fin los sindicatos y las asociaciones socialistas de clase media se unieron para crear un partido laborista independiente en 1901. Presionado por la izquierda, el ministerio liberal que asumió el poder en 1906, aprobó decretos para garantizar seguros sociales de enfermedad, accidentes, vejez y desempleo, además de otras concesiones a los sindicatos. Para costear los nuevos programas de seguridad social y una ampliación de la armada que contrarrestara la concentración de fuerzas alemanas, el ministro de economía y hacienda, David Lloyd George, presentó unos presupuestos muy controvertidos en 1909 que incluían impuestos progresivos sobre la renta y sobre sucesiones, pensados para que los ricos pagaran porcentajes más elevados. El proyecto de ley provocó un enfrentamiento resentido con la Cámara de los Lores, la cual no sólo se vio obligada a aprobar los presupuestos, sino también al sometimiento permanente de su poder ante la legislación de veto aprobada por los Comunes. La acritud de aquel debate favoreció un tenor cada vez más militante en la política británica, considerada por muchos abocada al caos.
De hecho, después de 1900, la estructura parlamentaria liberal de Gran Bretaña, que con tanto éxito había satisfecho las demandas crecientes del grueso de la sociedad desde la década de 1860, empezó a derrumbarse cuando una serie de grupos rechazó la actividad legislativa para promover la acción radical. Los militantes de la industria iniciaron protestas obreras enormes que incluyeron huelgas nacionales en el sector del carbón y el ferrocarril, y huelgas de transporte en Londres y Dublín. Las sufragistas femeninas adoptaron las formas violentas de acción directa ya mencionadas. Al mismo tiempo, en Irlanda, nacionalistas radicales empezaron a apoyar la revolución armada como la solución más simple para resolver la disputa parlamentaria relacionada con los detalles de la gestión de Irlanda o el autogobierno.
Irlanda había pasado a depender del gobierno directo del parlamento británico en 1800, y los diversos esfuerzos políticos y militares emprendidos en el transcurso del siglo XIX para recuperar la soberanía irlandesa habían fracasado. En la década de 1880, un partido nacionalista moderno (el Partido Parlamentario Irlandés) había empezado a conseguir resultados a través del proceso legislativo, pero igual que en el caso de otros grupos de orientación reformista (como el sufragio femenino), su programa quedó cada vez más eclipsado por dirigentes más radicales hacia el cambio de siglo. Éstos, defensores del «nuevo nacionalismo», despreciaron a los representantes del partido tildándolos de ineficaces y trasnochados. Grupos nuevos reavivaron el interés por la historia y la cultura irlandesas y prestaron apoyo organizativo al movimiento radical, al igual que asociaciones políticas militantes como el Sinn Féin y la Hermandad Republicana Irlandesa. En 1913, cuando volvió a proponerse un proyecto liberal para garantizar la gestión nacional (que provocó pánico en el Úlster, los condados de mayoría protestante del norte de Irlanda recelosos de un gobierno católico), los nacionalistas irlandeses llamaron a la acción a algunos grupos paramilitares. Gran Bretaña, enfangada ya en crisis internas, parecía ahora al borde de una guerra civil, una perspectiva aplazada tan sólo por el estallido de la Guerra Mundial en Europa.
RUSIA: EL CAMINO A LA REVOLUCIÓN
Los cambios industriales y sociales que barrieron Europa se revelaron especialmente perturbadores en Rusia. Un sistema político autocrático estaba mal preparado para tratar los conflictos y presiones de la sociedad moderna. La industrialización occidental desafió el dominio militar de Rusia. Las doctrinas políticas occidentales (liberalismo, democracia, socialismo) amenazaron la estabilidad política interna del país. Al igual que otras naciones, la Rusia zarista capeó estos retos con una mezcla de represión y reforma.
En las décadas de 1880 y 1890, Rusia lanzó un programa de industrialización que la convirtió en la quinta economía más grande del mundo a comienzos del siglo XX. El estado dirigió en gran medida este desarrollo industrial, ya que, a pesar de la creación de una mano de obra móvil tras la emancipación de los siervos en 1861, no emergió una clase media independiente capaz de conseguir capital y apoyar proyectos industriales. De hecho, el estado ruso financió el desarrollo industrial interno más que cualquier otro gobierno europeo importante durante el siglo XIX.
La industrialización veloz intensificó las tensiones sociales. La transición de la vida rural a la vida urbana fue dura y repentina. Hombres y mujeres abandonaron la agricultura para trabajar en fábricas, y con ello dañaron la estructura de la vida y la cultura rurales. En las zonas industriales, los trabajadores vivían en barracones grandes y marchaban al estilo militar tanto para entrar como para salir de las fábricas, donde las condiciones de trabajo se contaban entre las peores de Europa. Además, se apañaron para abandonar sus localidades de origen tan sólo de manera temporal, y para regresar a ellas durante la siembra o la recolección. El cambio social tensó el sistema legal ruso, el cual no reconocía los sindicatos o las asociaciones de trabajadores. Las leyes aún diferenciaban entre nobles, campesinos, miembros del clero y habitantes de ciudad, categorías que no se correspondían con una sociedad industrializada. Leyes bancarias y financieras anticuadas no servían para cubrir las necesidades de una economía moderna.
En cambio, la verdadera reforma legal iba a poner en riesgo la estabilidad del régimen. Alejandro II (1855-1881), el «zar libertador» (porque emancipó a los siervos), había acumulado recelos contra el cambio. En lugar de relajar las restricciones, las reforzó. El régimen creó un sistema de asambleas provinciales y locales, o zemstvos, elegidas por todas las clases sociales (aunque controladas por la nobleza) en 1864, con la única finalidad de limitar derechos y las posibilidades de debatir sobre política. Asimismo, amplió la censura a la prensa y las escuelas. Cuando el zar fue asesinado por un radical en 1881, su sucesor, Alejandro 111(1881-1894), orientó el país claramente hacia la derecha. Según Alejandro, Rusia no tenía nada en común con Europa occidental; el pueblo se había alimentado durante siglos de la piedad mística, y estaría absolutamente perdido sin un sistema autocrático firme. Este principio condujo a una represión severa. El régimen cercenó todos los poderes de los zemstvos, aumentó la autoridad de la policía secreta y sometió las localidades a la autoridad gubernamental de nobles elegidos por el estado.
Nicolás II (1894-1917) prosiguió con estas «contrarreformas». Como su padre, abogó con fervor por una rusificación, o programa de gobierno para difundir la lengua, la religión y la cultura de la Gran Rusia sobre los súbditos no rusos del imperio. La rusificación equivalió a coacciones, expropiaciones y opresiones físicas: los finlandeses perdieron su constitución; los polacos estudiaban su propia literatura traducida al ruso, y los judíos perecieron en pogromos. (Pogrom es un término ruso que alude a ataques violentos contra civiles que a finales del siglo XIX solían ir dirigidos contra la comunidad judía). El gobierno ruso no organizaba pogromos, pero era abiertamente antisemita y dejó claro que hacía la vista gorda cuando la gente masacraba a judíos y destruía sus casas, negocios y sinagogas. Otros grupos, cuya represión por parte del estado favoreció la aparición de contracorrientes duraderas de nacionalismos antirrusos, incluyeron a georgianos, armenios y azerbaiyanos de las montañas del Cáucaso.
El grupo político radical más importante de la Rusia finisecular lo constituyó un conjunto amplio y disperso de hombres y mujeres que se llamaban a sí mismos populistas. Los populistas pensaban que Rusia debía modernizarse a su estilo, no al estilo occidental. Ellos imaginaron una Rusia igualitaria basada en la antigua institución de la comuna rural (mir). Los defensores del populismo surgieron sobre todo de la clase media; muchos de sus adeptos fueron estudiantes jóvenes, y las mujeres constituyeron alrededor del 15 por ciento del grupo (una proporción bastante alta para la época). Formaron bandas secretas que maquinaron el derrocamiento del zarismo a través de la anarquía y la insurrección. Dedicaron su vida «al pueblo» intentando, siempre que les era posible, vivir entre los trabajadores normales para entender y transmitir la voluntad popular. La importancia histórica del populismo radica menos en sus logros, que fueron pocos, que en sus promesas futuras. Actuó como semillero de la agitación organizada rusa que con el tiempo daría lugar a la revolución. Los populistas leyeron el Capital de Marx y revisaron sus ideas para confeccionar una doctrina adecuada para Rusia. El énfasis populista en el socialismo campesino influyó en el Partido Social Revolucionario, creado en 1901, que también se esforzó por ampliar el poder político del campesinado y por construir una sociedad socialista basada en el comunalismo agrario de los mir.
La emergencia de un capitalismo industrial y una clase obrera nueva y paupérrima generó el marxismo ruso. Los marxistas rusos, organizados en el Partido Socialdemocrático, concentraron sus esfuerzos en beneficio de los obreros urbanos y se consideraron parte integrante del movimiento obrero internacional. Hicieron pocos progresos en una Rusia eminentemente campesina antes de la Primera Guerra Mundial, pero dotaron a los obreros industriales urbanos y a los intelectuales descontentos de una ideología poderosa que hacía hincapié en la necesidad de derrocar el régimen zarista y en el advenimiento inevitable de un futuro mejor. La autocracia daría paso al capitalismo y el capitalismo a una sociedad igualitaria y libre de clases. El marxismo ruso combinó una oposición radical y activista con una interpretación racional y científica de la historia, lo que brindó a los revolucionarios una serie de conceptos con los que entender los levantamientos de principios del siglo XX.
En 1903, el liderazgo del Partido Socialdemocrático se escindió debido a una discrepancia notable sobre la estrategia revolucionaria. Un grupo, que de manera temporal fue el mayoritario pero en seguida se calificó a sí mismo de bolchevique («la mayoría»), creía que la situación rusa demandaba un partido muy centralizado de revolucionarios activos. Los bolcheviques insistían también en que la rauda industrialización de Rusia implicaba que no debían seguir el modelo desarrollado por Marx para el oeste. En lugar de trabajar para conseguir reformas capitalistas liberales, los revolucionarios rusos podían saltarse un paso e iniciar la construcción inmediata de un estado socialista. Los mencheviques («la minoría») eran más precavidos o «gradualistas», de manera que perseguían cambios lentos y eran reacios a apartarse de la ortodoxia marxista. Cuando los mencheviques recuperaron el control del Partido Socialdemocrático, los bolcheviques formaron un partido independiente dirigido por el joven y abnegado revolucionario Vladímir Ilich Uliánov, quien vivió el exilio político en Europa occidental entre 1900 y 1917. Escribió bajo el seudónimo de Lenin desde el río Lena, en Siberia, donde estuvo deportado.
Las dotes teorizantes y el brío organizativo de Lenin infundieron respeto, lo que le permitió mantenerse como líder de los bolcheviques incluso mientras residió en el extranjero. Desde el exilio, Lenin predicó la lucha implacable de clases, la necesidad de un movimiento revolucionario coordinado en toda Europa y, lo más importante, el convencimiento de que Rusia estaba atravesando una etapa económica idónea para la revolución. Los bolcheviques fueron quienes organizaron un partido revolucionario en nombre de lo obreros, ya que, sin la disciplina del partido, los obreros no podrían efectuar el cambio. En su tratado titulado ¿Qué hacer? (1902), Lenin expuso su visión del destino especial que le aguardaba a Rusia, y censuró a los gradualistas que habían instado a colaborar con los partidos moderados. Lenin consideraba la revolución como la única respuesta posible a los problemas de Rusia, y sostenía que la organización de la revolución debían acometerla, y pronto, los miembros de «vanguardia» del partido en nombre de la clase obrera.
La primera Revolución rusa
Sin embargo, la revolución que sobrevino en 1905 pilló por sorpresa a todos aquellos movimientos radicales. Su llegada inesperada se debió a la rotunda derrota de Rusia en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905. Pero la revolución tuvo raíces más profundas. La rápida industrialización había transformado Rusia de forma desigual; ciertas regiones estaban muy industrializadas, mientras que otras se mantuvieron menos integradas en la economía de mercado. El boom económico de las décadas de 1880 y 1890 se estropeó a comienzos de la década de 1900, cuando disminuyó la demanda de mercancías, los precios se desplomaron y la emergente clase obrera sufrió tasas elevadas de desempleo. Al mismo tiempo, los precios bajos de los cereales provocaron una serie de alzamientos campesinos que, unidos a una organización estudiantil muy radical, se tornaron abiertamente políticos.
Cuando los despachos oficiales informaron sobre las derrotas del ejército y la armada del zar, el pueblo ruso comprendió todo el alcance de la ineficacia del régimen. Los súbditos de la clase media, hasta ahora apolíticos, clamaron por el cambio, y los trabajadores radicales organizaron huelgas y celebraron manifestaciones en todas las ciudades importantes. La confianza en la benevolencia del zar se vio severamente sacudida el 22 de junio de 1905 (el «domingo sangriento»), cuando doscientos mil obreros y sus familias, dirigidos por un sacerdote, el padre Gapón, se concentraron para exponer sus reivindicaciones ante el Palacio de Invierno del zar en San Petersburgo. Cuando las tropas de guardia mataron a 130 manifestantes e hirieron a varios cientos, el gobierno no sólo se reveló ineficaz, sino también arbitrario y brutal. A lo largo de 1905 aumentó la protesta general. Los comerciantes cerraron sus negocios, los dueños de fábricas pararon la maquinaria, los abogados se negaron a defender casos en los juzgados. La autocracia perdió el control de localidades rurales y regiones enteras cuando las autoridades locales fueron expulsadas y a menudo asesinadas por campesinos enfurecidos. Obligado a ceder, el zar Nicolás II emitió el Manifiesto de Octubre, en el que se comprometía a garantizar las libertades individuales, un sufragio liberal moderado para la elección de una duma y auténticos poderes de veto legislativo para ella. Aunque la Revolución de 1905 acercó peligrosamente el sistema zarista al desplome, no logró convencer al zar de que era necesario un cambio político esencial. Entre 1905 y 1907, Nicolás revocó la mayoría de las promesas que había incluido en el Manifiesto de Octubre. Sobre todo, privó a la duma de sus poderes fundamentales y decretó que ésta se elegiría de forma indirecta de acuerdo con unas bases clasistas que aseguraban un cuerpo legislativo formado por seguidores sumisos.
No obstante, la revuelta de 1905 convenció a los consejeros más perspicaces del zar de que la reforma era urgente. Los programas agrarios que promovió el primer ministro del gobierno, Piotr Stolypin, fueron especialmente significativos. Entre 1906 y 1911, las reformas de Stolypin estipularon la venta de unos dos millones de hectáreas de tierras reales para el campesinado, concedieron permiso al campesinado para retirarse del mir y crear granjas independientes, y anularon las deudas de propiedad de los campesinos. Decretos adicionales legalizaron los sindicatos, redujeron la jornada laboral (a diez horas en la mayoría de los casos) y crearon seguros sociales por enfermedad y accidente. Era razonable que los liberales pensaran que Rusia estaba en vías de convertirse en una nación progresista basada en el modelo occidental, pero el zar siguió practicando una autocracia tenaz. La agricultura rusa se mantuvo suspendida entre un sistema capitalista emergente y la tradicional comuna campesina; la industria, aunque lo bastante poderosa como para que Rusia mantuviera su puesto como potencia mundial, difícilmente había creado una sociedad moderna e industrial capaz de soportar las enormes tensiones a las que se enfrentaría el país durante la Primera Guerra Mundial.
NACIONALISMO Y POLÍTICA IMPERIAL: LOS BALCANES
En el sureste de Europa el auge del nacionalismo siguió dividiendo el desintegrado imperio otomano. Antes de 1829, toda la península de los Balcanes, delimitada por los mares Egeo, Negro y Adriático, estaba controlada por los turcos. En cambio, durante los ochenta y cinco años siguientes, el imperio turco cedió territorios a potencias europeas rivales, en especial a Rusia y Austria, así como a las revoluciones nacionalistas acometidas por los súbditos cristianos del imperio. El Imperio otomano, formidable potencia mundial de antaño, era conocido ahora como el «Enfermo de Europa». En 1829, con el fin de una guerra entre Rusia y Turquía, el sultán Mahmud II (1808-1839) reconoció la independencia de Grecia y garantizó la autonomía de Serbia y las provincias que más tarde integrarían Rumania. Con el paso de los años, los resentimientos contra el gobierno otomano se difundieron por otros territorios balcánicos. En 1875-1876 se produjeron alzamientos en Bosnia, Herzegovina y Bulgaria que el sultán reprimió con una ferocidad efectiva. Las noticias sobre las atrocidades cometidas contra los cristianos brindaron a Rusia una excusa para reiniciar la vieja batalla por el dominio de los Balcanes. Durante esta guerra ruso-turca (1877-1878), los ejércitos del zar lograron una victoria aplastante. El Tratado de San Stefano, que cerró el conflicto, obligó al sultán a entregar casi todos sus territorios europeos, salvo un reducto alrededor de Constantinopla. Pero en esta coyuntura intervinieron las grandes potencias. Austria y Gran Bretaña se opusieron especialmente a conceder a Rusia la jurisdicción sobre una región tan extensa de Oriente Próximo. En 1878 un congreso de las grandes potencias, celebrado en Berlín, transfirió Besarabia a Rusia, Tesalia a Grecia, y Bosnia y Herzegovina a Austria. Montenegro, Serbia y Rumania también se convirtieron en estados independientes, con lo que iniciaron la era moderna de los nacionalismos balcánicos. Siete años después, los búlgaros, a quienes el Congreso de Berlín les había concedido cierto grado de autonomía, se apoderaron de la provincia turca de Rumelia Oriental, y en 1908 crearon el reino independiente de Bulgaria. En 1908 Austria se anexionó las provincias de Bosnia y Herzegovina, las cuales había administrado desde 1878, y en 1911-1912 Italia intervino en la guerra contra Turquía. El vacío de poder en Oriente tensó de manera significativa el equilibrio entre imperios europeos.
Asimismo, en la propia Turquía surgió un movimiento nacionalista. Durante algún tiempo, los turcos instruidos se habían ido impacientando con la debilidad del sultán y la incompetencia de su gobierno. Quienes se habían formado en las universidades europeas abogaron por la renovación nacional mediante la introducción de la ciencia y las reformas democráticas occidentales. A través de la invocación de una variedad liberal occidental del nacionalismo, estos reformadores se autollamaron los «Jóvenes Turcos» y en 1908 consiguieron obligar al sultán a instaurar un gobierno constitucional. Al año siguiente, ante la aparición de un movimiento reaccionario, depusieron al sultán Abdul Hamid II y entregaron el trono a su hermano, Mehmed V (1909-1918). El poder real del gobierno se le confió ahora a un gran visir y ministros responsables de un parlamento electo. Sin embargo, el nuevo gobierno representativo no extendió las libertades hasta los habitantes no turcos del imperio. Al contrario, los Jóvenes Turcos iniciaron una campaña enérgica para «otomanizar» a todos los súbditos del imperio con el fin de someter tanto a las comunidades cristianas como a las musulmanas a un control más centralizado y para difundir la cultura turca. Aquel empeño, que pretendía compensar la pérdida de los territorios europeos, socavó la popularidad del nuevo régimen reformista.
Las décadas previas a la Primera Guerra Mundial dieron un gran giro a la relación de la sociedad con la ciencia y el arte. Los liberales del siglo XIX confiaban en la ciencia. Ésta no sólo trajo el progreso tecnológico y material, también confirmó la fe de los liberales en el poder de la razón humana para descubrir y dominar las leyes de la naturaleza. En cambio, hacia finales de siglo, los avances científicos pusieron en duda esas expectativas. La teoría evolucionista, la psicología y la ciencia social introdujeron ideas sobre la humanidad muy reñidas con la sabiduría convencional. Al mismo tiempo, artistas e intelectuales montaron su propia revolución contra las convenciones del siglo XIX. La moral, las costumbres, las instituciones, las tradiciones: todos los valores e ideas preestablecidos se cuestionaron cuando una generación de artistas tímidamente vanguardistas reclamó una ruptura radical con el pasado. Estas alteraciones en el mundo de las ideas perturbaron los viejos conceptos de individualidad, cultura y conciencia. El individuo moderno ya no parecía el agente libre y racional del pensamiento ilustrado, sino más bien el producto de unos impulsos internos irracionales y de unas circunstancias externas incontrolables. Tal como escribió en 1902 Georg Simmel, uno de los fundadores de la sociología moderna: «Los problemas más profundos de la vida moderna derivan de pedir al individuo que conserve la autonomía y la individualidad de su existencia frente a las abrumadoras fuerzas sociales, a la herencia histórica, a la cultura exterior y a la técnica de la vida».
LA TEORÍA REVOLUCIONARIA DE DARWIN
Si Marx cambió el concepto de sociedad, Charles Darwin lo rebasó, tal vez porque su teoría de la evolución biológica por selección natural transformó nociones relacionadas con la propia naturaleza. Como explicación científica, pero también como metáfora imaginativa de la transformación social y política, la teoría de la evolución de Darwin introdujo una imagen nueva e inquietante de la biología, la sociedad y el comportamiento humanos. Como en el caso del marxismo, sus fundamentos fueron aceptados por algunos y aborrecidos por otros, y fueron interpretados y empleados de muchas maneras imprevistas, y a menudo contradictorias, que modelaron profundamente el fin del siglo XIX y el comienzo del XX.
Las teorías de la evolución no surgieron de Darwin, pero nadie como él consiguió una aceptación científica o generalizada tan amplia. Los geólogos y otros científicos del siglo XIX habían cuestionado ya el relato bíblico de la creación dando pruebas de que el mundo se había formado mediante procesos naturales a lo largo de millones de años. Sin embargo, la naturaleza de esos procesos seguía sin conocerse, sobre todo cuántas especies aparecieron. Un intento importante para responder la cuestión a principios del siglo XIX provino del biólogo francés Jean Lamarck. Él sostuvo que los cambios de conducta podían alterar las características físicas de un animal en el curso de una sola generación, y que esos rasgos nuevos pasarían a la descendencia de esos individuos. (Un ejemplo célebre lo constituye la afirmación de Lamarck de que el largo cuello de las jirafas derivó de muchas generaciones de jirafas que se esforzaron por llegar a las hojas más altas). Con el tiempo, señalaba Lamarck, la herencia de las características adquiridas generó especies nuevas de animales. Aunque las hipótesis de Lamarck recibieron críticas generalizadas, también encontraron sus seguidores y, a falta del conocimiento de la herencia genética, perduró como concepción generalizada de la evolución hasta el siglo XX.
Pero en 1859 apareció una teoría más convincente de la evolución biológica gracias a la publicación de El origen de las especies, del naturalista británico Charles Darwin. Hijo del médico de una localidad pequeña, Darwin había pasado cinco años de la década de 1830 como naturalista no retribuido a bordo del H. M. S. Beagle, un buque de la marina británica dedicado a la exploración científica, durante un viaje alrededor del mundo. La singladura brindó a Darwin una oportunidad sin precedentes para observar en primera persona las múltiples variedades de vida animal. Comparó las especies que habitaban en islas con animales emparentados de continentes cercanos y cotejó los rasgos de las criaturas vivas con los de restos fosilizados. Tras familiarizarse con la cría de palomas (popular afición victoriana), Darwin supo que ciertos rasgos particulares podían seleccionarse de manera artificial mediante apareamientos dirigidos. ¿Funcionaría algún proceso similar de «selección» en la naturaleza?
La revolucionaria respuesta de Darwin fue afirmativa. Defendió la teoría de que las variaciones dentro de una población (como picos más largos o la pigmentación defensiva) favorecían la supervivencia de ciertos individuos, lo que aumentaba sus probabilidades de apareamiento y, por tanto, de transmitir sus rasgos ventajosos a la siguiente generación. Para llegar a esta conclusión, Darwin recurrió a las ideas del economista y demógrafo Thomas Malthus, quien con anterioridad había sostenido que en la naturaleza nacen muchos más individuos de los que logran sobrevivir y que, como consecuencia, los más débiles perecen en la lucha por conseguir alimento. Según la explicación de Darwin, esta competencia maltusiana conducía a la adaptación y, si la adaptación resultaba provechosa, a la supervivencia. El entorno, afirmaba, «selecciona» en la progenie las variaciones más aptas para sobrevivir y reproducirse, al mismo tiempo que elimina otros rasgos biológicos menos «adecuados».
Darwin usó esta teoría de la variación y selección natural para explicar el origen de especies nuevas. Él creía que los individuos vegetales y animales con características favorables transmitían los rasgos heredados a su descendencia en el curso de generaciones, y que la eliminación sucesiva de los menos aptos acababa generando especies nuevas. Darwin no sólo aplicó esta idea de la evolución a especies vegetales y animales, sino también a la humana. En su opinión, la raza humana había evolucionado a partir de un ancestro simiesco, extinto mucho tiempo atrás, pero probablemente precursor común de los humanos y los monos antropoides existentes. Darwin introdujo esta incómoda teoría en su segunda gran obra, La ascendencia del hombre (1871). Por lo menos desde Newton, la ciencia había infundido fe en la capacidad humana para comprender y dominar el mundo natural; la revolución darwiniana parecía poner en riesgo dicha fe.
La teoría darwiniana y la religión
Las implicaciones de los escritos de Darwin se extendieron mucho más allá del ámbito de las ciencias evolutivas. Curiosamente, cuestionaron los fundamentos de creencias religiosas muy arraigadas y, con ello, provocaron un debate público sobre la existencia y la cognoscibilidad de Dios. Aunque algunos detractores conocidos censuraron a Darwin por contradecir interpretaciones literales de la Biblia, no fueron esas contradicciones lo que incomodó a los lectores religiosos de clase media. La labor de teólogos notables, como David Friedrich Strauss, ya había ayudado a los cristianos a conciliar su fe con las imprecisiones e incongruencias bíblicas. No precisaban renunciar al cristianismo o a su fe por la sencilla razón de que Darwin demostrara (o afirmara) que el mundo y las formas de vida que lo habitaban se habían desarrollado a lo largo de millones de años, y en tan sólo seis días. Lo que los lectores religiosos del siglo XIX encontraron difícil de aceptar fue que Darwin desafiara su creencia en un Dios benévolo y un universo moralmente dirigido. Según Darwin, el mundo no se regía por el orden, la armonía y la voluntad divina, sino por el azar aleatorio y la lucha constante y no dirigida. Es más, la concepción darwiniana del mundo parecía redefinir las nociones de bueno y malo únicamente en términos de capacidad de supervivencia y, por tanto, privaba a la humanidad de certezas morales cruciales. El propio Darwin logró reconciliar su teoría con la fe en Dios, pero otros se aferraron a su obra para atacar con fiereza la ortodoxia cristiana. Una de esas figuras la encarnó el filósofo Thomas Henry Huxley, quien se ganó el apodo de «bulldog de Darwin» al vituperar a los cristianos horrorizados ante las implicaciones de la teoría darwiniana. Huxley se definió a sí mismo como agnóstico (del griego agnostos, o «ignoto»), una persona convencida de que no se puede conocer ni la existencia ni la naturaleza de Dios, y afirmó que «no hay ningún indicio de la existencia de un ser como el Dios de los teólogos». Huxley, contrario a cualquier clase de dogma, sostenía que la persona pensante debía guiarse sencillamente por la razón «hasta donde pueda llevarnos», y reconocer que la naturaleza última del universo queda fuera de su alcance.
DARWINISMO SOCIAL
La teoría de la selección natural repercutió también en las ciencias sociales, que empezaban a desarrollarse a finales del siglo XIX. Disciplinas nuevas, como la sociología, la psicología, la antropología y la economía, aspiraron a aplicar métodos científicos al análisis de la sociedad, e introdujeron modos novedosos de cuantificar, medir e interpretar la experiencia humana. Bajo el estandarte autoritario de la «ciencia», estas disciplinas ejercieron gran influencia en la sociedad, a menudo para mejorar la salud y el bienestar en Europa. Pero, como se verá, el impacto del «darwinismo social» permitió que las ciencias sociales justificaran, además, ciertas formas de hegemonía económica, imperial y racial.
Los denominados darwinistas sociales, cuyo exponente más célebre lo representó el filósofo inglés Herbert Spencer (1820-1903), adaptaron el pensamiento darwiniano de tal modo que habría conmocionado al propio Darwin, puesto que aplicaron los conceptos de competencia y supervivencia individual a las relaciones interclasistas, interraciales e internacionales. Spencer, quien acuñó la expresión «supervivencia de los más adaptados», usó la teoría evolucionista para exponer las virtudes de la competencia libre y atacar las medidas sociales gubernamentales. Como defensor del individualismo, Spencer tildó todas las formas de colectivismo de primitivas y contraproducentes, reliquias de una fase anterior en la evolución social. Las tentativas del gobierno para paliar los apuros económicos y sociales (o para imponer restricciones a grandes negocios) eran, según Spencer, obstáculos para el pujante progreso de la civilización, sólo alcanzable mediante la adaptación y la competición del individuo. En Estados Unidos, sobre todo, estas demandas le granjearon a Spencer grandes elogios por parte de algunos industriales adinerados que, sin lugar a dudas, estaban encantados de contarse entre los «más adaptados».
A diferencia de la ciencia de la evolución biológica, la idea popularizada del darwinismo social resultaba fácil de entender, y sus conceptos (centrados en la lucha por la supervivencia) se incorporaron pronto al vocabulario político del momento. Defensores del capitalismo de laissez-faire y detractores del socialismo usaron la retórica darwinista para justificar la competencia del mercado y el «orden natural» de ricos y pobres. Los nacionalistas adoptaron el darwinismo social para racionalizar la expansión y la guerra imperialista. La doctrina de Spencer también se relacionó mucho con teorías de jerarquía racial y superioridad de la raza blanca según las cuales esta última había alcanzado el nivel máximo del desarrollo evolutivo y, por tanto, había adquirido el derecho de dominar y gobernar al resto de razas (véase el capítulo 25). Curiosamente, algunos reformistas de clase media se basaron en una serie de afirmaciones raciales similares: sus campañas para mejorar la salud y el bienestar de la sociedad recurrieron a los temores de que Europa, aunque dominante, podía sufrir un retroceso en la escala evolutiva. A pesar de su potencial inquietante, el darwinismo se usó para anticipar una serie de objetivos políticos y para consolidar cierta cantidad de prejuicios arraigados.
PRIMEROS PASOS EN PSICOLOGÍA: PAVLOV Y FREUD
Aunque los nuevos científicos sociales confiaron tímidamente en el uso de los principios científicos, racionales, sus descubrimientos enfatizaron a menudo lo contrario: la naturaleza irracional, y hasta animal, de la experiencia humana. Darwin ya había cuestionado la idea de que la humanidad fuera, en esencia, superior al resto del reino animal, y el nuevo campo de la psicología aportó conclusiones igualmente desconcertantes. Los experimentos fisiológicos, capaces de establecer conexiones entre el cuerpo y la mente, prometieron un método completamente nuevo para comprender la constitución mental de los humanos. Por ejemplo, el trabajo del médico ruso Iván Pávlov (1849-1936) explicó una clase de comportamiento llamado «condicionamiento clásico», el cual permite emitir un estímulo aleatorio para producir una reacción física refleja (en ocasiones involuntaria). El célebre experimento de Pávlov reveló que al dar de comer a perros después de hacer sonar un timbre, con el tiempo los animales acaban salivando con sólo oír el timbre, igual que si dieran y vieran la comida. Es más, Pávlov insistió en que ese condicionamiento constituía asimismo una parte importante del comportamiento humano. Este tipo de psicología fisiológica, conocida como conductismo (o behaviorismo), evitó conceptos vagos como el de mente o conciencia, y, en su lugar, se centró en la reacción de músculos, nervios, glándulas y visceras. Según los conductistas, la actividad humana, más que regirse por la razón, suponía un montón de respuestas fisiológicas a estímulos del entorno.
Al igual que el conductismo, una segunda escuela de la psicología sugirió además que el comportamiento humano está motivado en gran medida por fuerzas inconscientes e irracionales. La disciplina del psicoanálisis, fundada por el médico austriaco Sigmund Freud (1856-1939), postuló una teoría nueva, dinámica e inquietante sobre la mente, donde una serie de impulsos y deseos inconscientes se oponen a una conciencia racional y moral. Durante los numerosos años que pasó tratando a pacientes con dolencias nerviosas, Freud desarrolló un modelo de la psique compuesto por tres elementos: los deseos inconscientes, o indisciplinados, de placer, satisfacción sexual, agresión, etcétera; el superego, o conciencia, que registra las prohibiciones de la moral y la cultura; y el ego, el territorio donde se resuelve el conflicto entre el inconsciente y el superego. Freud opinaba que la mayoría de los casos de desórdenes mentales resultan de una tensión irreconciliable entre los impulsos naturales y las restricciones culturales, las cuales entierran los impulsos innatos en el subconsciente. Freud pensaba que el estudio de esos desórdenes, así como los sueños y lapsus, permitiría a los científicos vislumbrar las regiones más hondas de la conciencia y, por tanto, formular un conocimiento objetivo del comportamiento aparentemente «irracional». De hecho, la búsqueda de Freud de una teoría global de la mente se basó en gran medida en los principios de la ciencia decimonónica. En cambio, al hacer hincapié en lo irracional, las teorías de Freud alimentaron una preocupación creciente por el valor y las limitaciones de la razón humana. Asimismo, conllevaron fuertes críticas contra las limitaciones impuestas por los códigos morales y sociales de la civilización occidental.
EL ATAQUE DE NIETZSCHE A LA TRADICIÓN
Nadie acometió un ataque más radical o más influyente contra los valores occidentales que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900). Con una aceptación desbordante de la emoción, el instinto y la irracionalidad, Nietzsche criticó con dureza las certezas morales del siglo XIX. Como Freud, Nietzsche había observado una cultura de clase media dominada por ilusiones y autoengaños que él intentó desenmascarar. En una serie de obras donde rehusaba la argumentación racional en favor de una prosa elíptica, evocadora, Nietzsche presentó su crítica de la cultura occidental. En esencia, afirmaba que la fe burguesa en conceptos tales como la ciencia, el progreso, la democracia y la religión representaba una búsqueda vana, y por tanto reprensible, de seguridad y verdad. Nietzsche rechazó de forma categórica la posibilidad de conocer la «verdad» o la «realidad», puesto que todo el conocimiento nos llega filtrado a través de sistemas de representación lingüísticos, científicos o artísticos. También fue célebre su ridiculización de la moral judeocristiana por infundir una conformidad represiva que privaba a la civilización de su vitalidad. Aunque la filosofía de Nietzsche no planteó ningún objetivo político o social concreto, sí se hizo eco de temas relacionados con la liberación personal, en especial, de las imposiciones de la historia y la tradición. De hecho, el individuo ideal o «superhombre» de Nietzsche es aquel que se libera del peso de la conformidad cultural y crea una sarta independiente de valores basados en la visión artística y la fuerza del carácter. Nietzsche sólo auspiciaba la salvación de la civilización occidental a través de la lucha individual contra el universo caótico. Sus publicaciones, entre las que se cuentan Así habló Zaratustra (1883), Más allá del bien y del mal (1886) y La genealogía de la moral (1887), alcanzaron gran fama a comienzos de la década de 1890, justo cuando las tensiones de la modernización empezaban a resquebrajar los fundamentos de la sociedad europea.
LA RELIGIÓN Y SUS DETRACTORES
Frente a los diversos desafíos científicos y filosóficos, las instituciones responsables de conservar la fe tradicional se pusieron a la defensiva. La Iglesia católica de Roma respondió a los abusos de la sociedad laica apelando al dogma y a las tradiciones veneradas. En 1864, el papa Pío IX emitió un Syllabus (o programa) de Errores donde condenaba lo que él consideraba los principales «errores» religiosos y filosóficos de la época. Entre ellos figuraban el materialismo, el pensamiento libre y el «indiferentismo», o la idea de que cualquier religión es tan buena como las demás. El papa también convocó el primer concilio eclesiástico desde la Reforma católica, que en 1871 declaró el dogma de la infalibilidad papal. Esto significaba que, en su calidad de «pastor y doctor de todos los cristianos», el papa era infalible con relación a todos los asuntos de fe y moral. Aunque la proclamación de la infalibilidad papal fue aceptada en general por los católicos devotos, también provocó una tormenta de protestas y denuncias gubernamentales por parte de varios países católicos, incluidos Francia, España e Italia. En cambio, la muerte de Pío IX en 1878 y la llegada del papa León XIII conllevaron un ambiente más acomodaticio para la Iglesia. El nuevo papa reconoció que la civilización moderna albergaba el «bien» y el «mal». Incorporó una plantilla de científicos al Vaticano y abrió archivos y observatorios, pero no hizo más concesiones al liberalismo político.
Los protestantes también se sintieron impelidos a responder al mundo modernizado. Como se les enseñaba a conocer a Dios con poco más que la Biblia y una buena disposición, los protestantes, a diferencia de los católicos, apenas pudieron recurrir a la doctrina para defender su fe. Algunos fundamentalistas optaron por ignorar por completo las implicaciones de la indagación científica y filosófica, y siguieron creyendo en la verdad literal de la Biblia. Otros se mostraron dispuestos a aceptar la escuela de los filósofos estadounidenses conocidos como pragmatistas (cuyos representantes principales fueron Charles S. Peirce y William James), quienes afirmaban que la «verdad» era todo lo que producía resultados útiles y prácticos; según su lógica, si creer en Dios procuraba paz mental o satisfacción espiritual, entonces la creencia era verdadera. Otros protestantes aliviaron sus dudas religiosas fundando misiones, trabajando con los pobres o realizando otras buenas acciones. Muchos adeptos a este «evangelio social» fueron también «modernistas» que aceptaron las enseñanzas éticas de la cristiandad pero se negaron a creer en milagros y en el pecado original.
NUEVOS LECTORES Y LA PRENSA POPULAR
El efecto que ejercieron los diversos desafíos científicos y filosóficos en la gente de finales del siglo XIX no se puede medir con exactitud. Sin duda, millones de personas siguieron viviendo indiferentes a las implicaciones de la teoría evolucionista, contentos de creer en lo que habían creído hasta entonces. En efecto, la mayoría de la gente de clase media atribuyó al desafío del socialismo una «realidad» que probablemente no otorgó a los retos de la ciencia y la filosofía. El socialismo amenazó intereses específicos. Las teorías de Darwin y de Freud, aunque «flotaban en el ambiente» e inquietaban, no tuvieron la misma relevancia. Hombres y mujeres podían posponer la consideración de sus orígenes y destino último. Es más, como ya hemos visto, muchas personas religiosas lograron reconciliar su fe y religión con la nueva ciencia. Pero los cambios que acabamos de exponer tuvieron un impacto profundo a largo plazo. La teoría de Darwin no era demasiado complicada para alcanzar difusión. Si la gente instruida no disponía de tiempo ni de ganas para leer El origen de las especies, sí leía revistas y periódicos que resumían (no siempre de manera correcta) sus implicaciones. Se topó con los conceptos elementales de la teoría en otros ámbitos, desde discursos políticos hasta novelas y noticias sobre delitos.
La difusión de aquellas ideas se vio facilitada por el incremento de las tasas de alfabetización y por formas nuevas de cultura impresa para el gran público. Entre 1750 y 1870, el público lector se extendió desde la aristocracia hasta incluir círculos de clase media y, después, hasta una población general alfabetizada cada vez más amplia. En 1850 casi la mitad de la población europea era analfabeta. En décadas posteriores, cada país introdujo una enseñanza primaria y secundaria financiada por el estado para favorecer el progreso social, para difundir el conocimiento técnico y científico y para inculcar un orgullo cívico y nacional. Gran Bretaña instauró la enseñanza primaria en 1870; Suiza, en 1874, e Italia, en 1877. Francia amplió el sistema en vigor entre 1878 y 1881. Después de 1871, Alemania creó un sistema estatal de acuerdo con el modelo prusiano. En 1900 sabía leer alrededor del 85 por ciento de la población de Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Países Bajos, Escandinavia y Alemania. Había llegado la era del gran público lector. Otros lugares, en cambio, tenían porcentajes mucho más bajos que variaban entre el 30 y el 60 por ciento.
En los países con mayor grado de alfabetización, los editores comerciales, como Alfred Harmsworth en Gran Bretaña y William Randolph Hearst en Estados Unidos, se apresuraron a captar al nuevo público lector. Los lectores de clase media habían estado bien atendidos durante cierto tiempo por periódicos al servicio de sus intereses y punto de vista. El número de lectores del Times de Londres superaba con creces la cifra de cincuenta mil en 1850; en Francia, Presse y Siècle tenían una tirada de setenta mil ejemplares. Sin embargo, en 1900 aparecieron otras publicaciones que atrajeron a la gente recién alfabetizada mediante un periodismo sensacionalista y obras picantes y de lectura facilona por entregas. La publicidad abarató de forma radical el coste de los periódicos de masas, lo que permitió que hasta los obreros compraran uno o dos al día. La prensa «amarilla» de las penny-presses[2] mezcló pasatiempos y sensacionalismo con noticias con la intención de aumentar su circulación y, con ello, asegurarse ventas publicitarias más lucrativas. Pero los editores y publicistas no fueron los únicos deseosos de llegar a un mercado de masas. Según avanzó el nuevo siglo, artistas, activistas, políticos (y, sobre todo, gobiernos) mostraron una preocupación cada vez mayor por transmitir su mensaje a la gran masa.
LOS PRIMEROS MODERNOS: INNOVACIONES EN EL ARTE
En el crisol de la Europa de finales del siglo XVIII (rebosante de transformaciones científicas, tecnológicas y sociales) los artistas de todo el continente empezaron a examinar de manera crítica y sistemática la naturaleza del arte en el mundo moderno. Nuevas generaciones de pintores, poetas, escritores y compositores empezaron a cuestionar los valores morales y culturales de la sociedad liberal de clase media. Algunos lo hicieron con grandes vacilaciones, otros con un abandono descuidado. A través de una variedad abrumadora de experimentos, innovaciones, movimientos artísticos efímeros y rimbombantes manifiestos, los iniciadores de lo que más tarde se denominó modernismo desarrollaron las formas artísticas y los valores estéticos que acabaron imperando durante buena parte del siglo XX. Como todos los movimientos de este tipo, el modernismo resulta especialmente difícil de definir: incluyó una serie de teorías y prácticas diversas y a menudo opuestas que abarcaron todo el rango de la producción cultural, desde la pintura, la escultura, la literatura y la arquitectura hasta el teatro, la danza y la composición musical. Sin embargo, a pesar de esa diversidad los movimientos modernistas compartieron ciertas características clave: en primer lugar, un tímido sentimiento de ruptura con la historia y la tradición; en segundo lugar, un rechazo de los valores y supuestos establecidos; y, en tercer lugar, una insistencia radical en la libertad expresiva y experimental. Además de estas tendencias, el modernismo temprano se distinguió por una interpretación nueva de la relación entre el arte y la sociedad. Aunque algunos artistas y escritores se recluyeron hacia adentro, hacia el estudio de cuestiones puramente estéticas, muchos otros abrazaron la idea de que el arte podía motivar un cambio social y espiritual profundo. Por ejemplo, el pintor abstracto Vasili Kandinski (1866-1944), devoto del misticismo oculto (especialmente popular durante el cambio de siglo), creía que los artistas visionarios apartarían a la sociedad de «la vida material, carente de espiritualidad, del siglo XIX» para introducirla en «la vida psíquico-espiritual del siglo XX». La idea de que la sociedad contemporánea era materialista y desprovista de moral abundó en las críticas modernistas contra la cultura europea. Y, mientras artistas como Kandinski apuntaron hacia la salvación en un futuro utópico, otros usaron su arte para estudiar el presente con resolución explorando las patologías psicológicas y sociales de la sociedad urbana industrial. En el terreno político, la hostilidad modernista hacia los valores convencionales se tradujo en ocasiones en el apoyo a movimientos antiliberales en la periferia política, como el anarquismo radical de izquierdas y el protofascismo de derechas. Esta tendencia a los extremos ideológicos reflejó las tendencias estéticas de los modernistas. En palabras de un académico: «Después de que el siglo XIX hubiera creado un núcleo especialmente seguro e íntimo donde pudieran habitar el artista y el público, la época modernista tendió la mano a las caprichosas circunferencias del arte».
La revolución en el lienzo
Como la mayoría de los movimientos artísticos, el modernismo se definió en oposición a una serie de principios anteriores. Para los pintores en particular, esto significó la negación de la corriente principal del arte académico, que afirmaba la actitud casta y moral de los aficionados a los museos, y de la tradición realista de gran conciencia social (comentada en el capítulo 20), que se esforzó por representar la realidad material con una exactitud rigurosa, y hasta científica. Pero la rebelión de los artistas modernos llegó incluso más allá, puesto que descartaron por completo la tradición secular de la representación, o lo que el pintor francés Paul Gauguin (1848-1903) llamó las «trabas de la verosimilitud». Desde el Renacimiento, el arte occidental había aspirado a reproducir con precisión la realidad tridimensional visible; los cuadros se consideraban «espejos» o «ventanas» del mundo. Pero, durante las postrimerías del siglo XIX, los artistas dieron la espalda al mundo visible y se centraron, por el contrario, en formas de expresión personal subjetivas, o de orientación psicológica, y con gran carga emotiva. En palabras del pintor noruego Edvard Munch: «El arte es lo opuesto a la naturaleza. La obra de arte sólo puede salir del interior del hombre».
Aunque en épocas anteriores del siglo XIX ya se había cuestionado la tradición del arte figurativo, las primeras rupturas relevantes llegaron con los impresionistas franceses, los cuales destacaron ya como jóvenes artistas en la década de 1870. En rigor, los impresionistas fueron realistas. Tras empaparse de teorías científicas relacionadas con la percepción sensorial, procuraron reproducir los fenómenos naturales con objetividad. En lugar de pintar objetos en sí, captaron el juego transitorio de la luz sobre las superficies, con lo que confirieron a sus obras un aspecto impreciso, efímero, que las diferenció radicalmente del arte realista. Y aunque artistas posteriores se rebelaron contra lo que consideraron la objetividad estéril de este enfoque científico, los pintores impresionistas, cuyas celebridades fueron Claude Monet (1840-1926) y Pierre-Auguste Renoir (1841-1919), dejaron dos legados importantes a la vanguardia europea. En primer lugar, mediante el desarrollo de técnicas novedosas sin relación con estilos previos, los impresionistas allanaron el camino para que los artistas más jóvenes experimentaran con más libertad. En segundo lugar, como las salas de arte oficiales rechazaron sus obras, los impresionistas organizaron exposiciones independientes desde 1874 hasta 1886. Aquellas exhibiciones minaron con eficacia el monopolio secular de la Academia Francesa en cuanto a exposiciones artísticas y estándares estéticos, e instauraron una tradición de exposiciones autónomas de artistas independientes que ocupa un lugar destacado dentro de la historia del modernismo.
Después del impresionismo, unos cuantos artistas innovadores de finales de siglo sentaron las bases para el estallido de experimentación creativa que se produjo después de 1900. El más destacado de todos ellos fue Paul Cézanne (1839-1906), cuyos esfuerzos por «convertir el impresionismo en algo sólido y duradero» conllevaron la reducción de las formas naturales a sus equivalentes geométricos, el rechazo de la perspectiva tradicional y (lo más importante) el énfasis de la disposición subjetiva del color y la forma. Cézanne rompió, tal vez más que nadie, la ventana del arte figurativo. En lugar de ser un reflejo del mundo, la pintura se convirtió en un vehículo para la expresión personal del artista. El holandés Vincent van Gogh también exploró el potencial expresivo del arte, con mayor emoción y subjetividad aún. Para Van Gogh, pintar era una tarea de fe, una vía para canalizar sus violentas pasiones. Para Paul Gauguin, quien huyó a las islas del Pacífico en 1891, el arte garantizaba un refugio utópico contra la corrupción de Europa. Gauguin en concreto estuvo influido por el movimiento simbolista que surgió hacia el cambio de siglo. Los simbolistas fueron un grupo de pintores y escritores muy recelosos de la realidad material, y que buscaron la verdad trascendental a través de la imaginación, los sentimientos personales y las percepciones psicológicas.
En Alemania, sobre todo, los artistas de vanguardia manifestaron un desencanto atormentado con la sociedad moderna. Emil Nolde (1867-1956) clamó contra la «voracidad irresponsable» con que los imperios europeos «aniquilaban pueblos y razas, y siempre bajo el pretexto hipócrita de hacerlo con las mejores intenciones». Para enfatizar la corrupción paralela de la cultura artística, James Ensor (1860-1949), contemporáneo de Nolde, escribió que «todas las reglas, todos los cánones del arte vomitan muerte exactamente igual que sus hermanos con boca de bronce[3] en el campo de batalla». Bajo el nombre colectivo de expresionistas, estos pintores recurrieron a colores chillones, figuras muy distorsionadas y crudas representaciones de escenas de sexo que conmocionaron al público de clase media. Inspirado por el teatro psicológico de su compatriota Henrik Ibsen, Edvard Munch (1863-1944) intentó reproducir la conciencia interior de la mente humana. El austriaco Egon Schiele (1890-1918) exploró la sexualidad y el cuerpo con imágenes crudas y muy gráficas.
En los albores del nuevo siglo eclosionó en Europa una serie diversa de movimientos de vanguardia. En el París bohemio, el francés Henri Matisse (1869-1954) y el español Pablo Picasso (1881-1973) llevaron a cabo su innovadora experimentación estética con bastante tranquilidad. Por otra parte, reclamando la atención a voces, había grupos de artistas que disfrutaban con el enérgico dinamismo de la vida moderna. Los cubistas en París, vorticistas en Gran Bretaña y futuristas en Italia, todos ellos se aferraron a una estética dura y angular de la era de las máquinas. Mientras otros modernistas buscaron un antídoto contra el malestar finisecular volviendo la vista al «pasado», a las llamadas culturas primitivas, estos movimientos nuevos se aferraron al futuro y todas sus incertidumbres a menudo con el mismo lenguaje agresivo e hipermasculino que más tarde se erigió en sello distintivo del fascismo. En el manifiesto futurista, por ejemplo, F. T. Marinetti proclamó: «Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere.» Entretanto, en Rusia y Holanda unos cuantos pintores intensamente idealistas dieron lo que tal vez fuera el paso estético más revolucionario de los inicios del modernismo hacia una pintura totalmente abstracta o «sin objeto».
La amplitud y diversidad del arte moderno eluden categorías y explicaciones simples. Los cambios profundos que atravesaron las artes plásticas encontraron un paralelismo en todo el espectro cultural (transformaciones que se comentan en el capítulo 28). Y aunque se restringieron a un pequeño grupo de artistas e intelectuales antes de 1914, estas revisiones radicales de los valores artísticos se integraron en la corriente cultural dominante poco después de la Primera Guerra Mundial.
Muchos europeos cuya infancia había transcurrido durante el período de 1870 a 1914 pero vivieron las privaciones de la Primera Guerra Mundial contemplaron el período anterior a la guerra como una edad dorada de la civilización europea. En cierto sentido, esta idea retrospectiva es acertada. Al fin y al cabo, las potencias continentales habían logrado evitar grandes guerras y permitir así una segunda fase de industrialización que mejoró el nivel de vida de la población al alza de la sociedad de masas. Una sensación generalizada de confianza y de destino impregnó lo que se consideró la misión europea para ejercer un dominio político, económico y cultural en los confines del mundo. Pero la política, y también la cultura, de Europa registró asimismo la existencia de poderosas (y desestabilizadoras) fuerzas de cambio. La expansión industrial, la abundancia relativa y el aumento de la alfabetización crearon un clima político con más expectativas. Cuando llegó la época de la política de masas, demócratas, socialistas y feministas reclamaron a gritos el derecho a participar en la vida política mediante violencia, huelgas y revoluciones. El socialismo marxista, sobre todo, transformó la política radical al redefinir los términos del debate para el siglo siguiente. La ciencia, la literatura y las artes de Occidente exploraron nuevas perspectivas sobre el individuo y con ello socavaron algunas de las apreciadas creencias de los liberales decimonónicos. La competición y la violencia que constituyen el centro de la teoría de la evolución de Darwin, los impulsos del subconsciente que Freud detectó en el comportamiento humano y la rebelión contra las artes figurativas apuntaron hacia direcciones distintas y desconcertantes. Aquellos experimentos, hipótesis y cuestiones molestas acompañaron a Europa hasta la Gran Guerra de 1914. Ellos contribuirían a forjar las respuestas de Europa ante la gran cantidad de muerte y destrucción en masa que devastó el continente. Tras la guerra, los cambios políticos y la inquietud cultural que afloraron durante el período entre 1870 y 1914 resurgieron en forma de movimientos globales y transformaciones artísticas que definirían el siglo XX.
AIZPURU, Mikel, y Antonio RIVERA, Manual de historia social del trabajo, Madrid, Siglo XXI, 1994.
ARIÈS, Philippe, y Georges DUBY (dirs.), Historia de la vida privada. 9, La vida privada en el siglo XX, Madrid, Taurus, 1992.
—, (dirs.), Historia de la vida privada. 10, El siglo XX: diversidades culturales, Madrid, Taurus, 1992.
BERLÍN, Isaiah, Karl Marx: su vida y su entorno, Madrid, Alianza, 2007.
BON, Denis, El Caso Dreyfus, Barcelona, De Vecchi, 2000.
CAVA, M.ª Jesús, Rusia imperial 1800-1914: el ocaso del zarismo, Madrid, Eudema, 1995.
CHIPP, Herschel, Teorías del arte contemporáneo: fuentes artísticas y opiniones críticas, Madrid, Akal, 1995.
DUNCAN, Alastair, El Art Nouveau, Barcelona, Destino, 1995.
FRAISSE, Geneviève, y Michelle PERROT (dirs.), Historia de las mujeres en Occidente. 8, El siglo XIX, Madrid, Taurus, 1994.
GAY, Peter, La experiencia burguesa: de Victoria a Freud, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.
—, Freud: una vida de nuestro tiempo, Barcelona, Paidós, 2004.
HERBERT, Robert, El impresionismo: arte, ocio y sociedad, Madrid, Alianza, 1989.
HOBSBAWM, Eric, El mundo del trabajo: estudios históricos sobre la formación y evolución de la clase obrera, Barcelona, Crítica, 1987.
HUGHES, Stuart, Conciencia y sociedad: la reorientación del pensamiento social europeo, 1890-1930, Madrid, Aguilar, 1972.
JONES, Gareth Stedman, Lenguajes de clase: estudios sobre la historia de la clase obrera inglesa (1832-1982), Madrid, Siglo XXI, 1989.
KARADY, Victor, Los judíos en la modernidad europea: experiencia de la violencia y utopía, Madrid, Siglo XXI, 2000.
LANDES, David, Progreso tecnológico y revolución industrial, Madrid, Tecnos, 1979.
LLORCA, Carmen, 1905: la revolución burguesa en Rusia, Barcelona, Planeta, 1995.
LLOYD, Trevor, Las sufragistas: valoración social de la mujer, Barcelona, Nauta, 1970.
MILNER-GULLAND, Robin, Rusia: de los zares a los soviets, Barcelona, Folio, 1995.
MORANT, Isabel (dir.), Historia de las mujeres en España y América latina, Madrid, Cátedra, 2005.
TAYLOR, Arthur J. (ed.), El nivel de vida en Gran Bretaña durante la revolución industrial, Madrid, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1986.
WEBER, Eugen, Francia, fin de siglo, Madrid, Debate, 1989.
ZOLA, Émile, Yo acuso: la verdad en marcha, Barcelona, Tusquets, 1998.
ZUFFI, Stefano, y Francesca CASTRIA, La pintura moderna: los impresionistas y las vanguardias del siglo XX, Madrid, Electa, 1998.