Imperialismo y colonialismo, 1870-1914
En 1869 se inauguró el canal de Suez con una celebración grandiosa. El yate imperial L’Aigle, con la emperatriz Eugenia de Francia a bordo, entró en el canal el 17 de noviembre seguido por sesenta y ocho buques de vapor que portaban al resto de la comitiva: el emperador de Austria, el príncipe heredero de Prusia, el gran duque de Rusia y muchos dignatarios más. Discursos floridos fluyeron a raudales, al igual que el champán. La ceremonia costó la friolera de 1,3 millones de libras y, aun así, la magnitud de la celebración palidecía al compararla con el propio canal. Éste, el mayor proyecto de este tipo y una hazaña magistral de la ingeniería, discurría a lo largo de 160 kilómetros de desierto egipcio para conectar el mar Mediterráneo con el mar Rojo, lo que reducía a la mitad el viaje desde Londres hasta Bombay. Como ruta rápida, barata y eficaz hacia el este, el canal adquirió una importancia estratégica inmediata. Es más, evidenció de manera espectacular (y para muchos europeos, justificaba) la capacidad del poder y la tecnología occidentales para transformar el globo.
La construcción del canal llegó como resultado de medio siglo de participación francesa y británica cada vez más dominante en el ámbito comercial, financiero y político de Egipto. Las tropas francesas al mando de Napoleón encabezaron la marcha, pero los banqueros británicos no tardaron en seguirlos. Los intereses financieros europeos establecieron una relación estrecha con quienes gobernaban Egipto como un estado semiindependiente dentro del Imperio otomano. En 1875 el canal en sí quedó bajo control británico, país que había comprado el 44 por ciento de las acciones del canal al jedive (virrey) de Egipto cuando éste se vio al borde de la bancarrota. A finales de la década de 1870, estas relaciones económicas y políticas habían generado deudas e inestabilidad en Egipto, así como consternación entre los inversores europeos que aguardaban los réditos de sus préstamos. En un intento por conseguir un estado independiente y una nación egipcia (apenas diferente del modelo europeo) libre de «interferencias» extranjeras, un grupo de oficiales del ejército egipcio (dirigido por Urabi Pasha) tomó el control del gobierno en 1882.
Tras mucho debate, el gobierno británico decidió intervenir. No creía que Suez estuviera en peligro, pero se propuso proteger sus inversiones mediante el control de los presupuestos y la imposición de una fianza. La armada real bombardeó las fuerzas egipcias a lo largo del canal hasta reducirlas a escombros. Una fuerza especial de tropas al mando del general colonial británico más destacado, Garnet Wolseley, arribó a las costas del canal próximas a la base central de Urabi Pasha. Wolseley planeó el ataque hasta el último detalle (el orden de las maniobras se parecía mucho al itinerario de un ferrocarril) y abrumó a las líneas egipcias justo antes del amanecer hasta ponerlas contra las bayonetas. Este acontecimiento impresionante devolvió el apoyo popular nacional, pero tuvo unas consecuencias políticas mucho más profundas durante más de setenta años. Gran Bretaña tomó el control efectivo de la provincia de Egipto. Lord Evelyn Baring (apodado de inmediato como Over Baring[1] por los anticolonialistas británicos) asumió el papel de «procónsul» en una relación de poder compartido con las autoridades egipcias; una relación donde todo el poder real lo ostentaba Gran Bretaña. Ésta impuso condiciones para el reembolso de los préstamos que adeudaba el gobierno egipcio anterior y reguló el comercio egipcio de algodón que abastecía las fábricas textiles británicas. Pero lo más importante fue que la intervención aseguraba la ruta hacia la India y los mercados del este.
La confluencia tecnológica, monetaria y política que se produjo con el canal de Suez tipifica la interacción de la economía y el imperio en la Europa de finales del siglo XIX. Los años entre 1870 y 1914 conllevaron tanto una industrialización veloz de todo Occidente como la expansión vertiginosa del poder occidental en el extranjero. El «nuevo imperialismo» de finales del siglo XIX se diferenció por su alcance, intensidad y consecuencias a largo plazo. Transformó culturas, economías y estados. Proyectos tales como el canal de Suez modificaron (literalmente) el paisaje y el mapa del mundo. No sólo conllevaron nuevas fortunas y más ansias de poder, también representaban una ideología: la fe en la tecnología y en la superioridad de Occidente. Física y mentalmente, la apertura del canal de Suez socavó la noción de un «Oriente» separado de Occidente. En las mentes imperialistas, la eliminación de las barreras geográficas había abierto el mundo entero, sus tierras y pueblos, al poder administrativo de Occidente.
Sin embargo, el nuevo imperialismo no siguió una dirección única, ni se limitó a permitir que Occidente conquistara vastos territorios e impusiera sus condiciones al resto del mundo. Las nuevas relaciones políticas y económicas entre colonias y estados dependientes, por un lado, y la «metrópoli» (la potencia colonizadora), por otro, fluyeron en ambos sentidos, y comportaron cambios en ambas partes. La competencia feroz entre naciones arruinó el equilibrio de poder. El nuevo imperialismo fue una expresión de la fuerza europea, pero también resultó profundamente desestabilizador.
El «imperialismo» es el proceso de extender el control de un estado sobre otro, un proceso que adopta numerosas formas. Los historiadores comienzan por distinguir entre imperialismo formal e informal. El «imperialismo formal», o colonialismo, se ejercía en ocasiones mediante un gobierno directo: las naciones colonizadoras se anexionaban territorios enteros e instauraban gobiernos nuevos para subyugar y administrar otros estados y pueblos. A veces, el colonialismo funcionaba a través de un gobierno indirecto: los conquistadores europeos establecían acuerdos con los líderes locales y los gobernaban. No existió una fórmula única de gestión colonial; como se verá, la resistencia obligó a las potencias coloniales a cambiar de estrategia con frecuencia. El «imperialismo informal» alude a un ejercicio de poder más sutil y menos visible, donde el estado más fuerte permitía que el débil conservara su independencia al tiempo que limitaba su soberanía. El imperialismo informal se ejerció consiguiendo zonas de soberanía y privilegio para Europa, como el uso de puertos mediante tratados pertenecientes a otros estados. Podía significar que usando la influencia económica, política y cultural de Europa se lograran tratados o condiciones comerciales.
Tanto el imperialismo formal como el informal experimentaron una expansión espectacular en el siglo XIX. La «pelea por África» representó el caso más vertiginoso y sorprendente de imperialismo formal: de 1875 a 1902 los europeos se apoderaron del 90 por ciento del continente. El cuadro global no resulta menos impresionante: entre 1870 y 1900, un pequeño grupo de estados occidentales (Francia, Gran Bretaña, Alemania, Países Bajos, Rusia y Estados Unidos) colonizó alrededor de la cuarta parte de la superficie sólida del planeta. Además de estas actividades, los estados occidentales desplegaron imperios informales en partes de China y Turquía, por el sur y el este de Asia y en América del Sur y Central. La expansión del poder y la soberanía europeos fue tan impactante que los contemporáneos de finales del siglo XIX hablaban del «nuevo imperialismo».
El imperialismo no era nuevo. Resulta más acertado concebir los cambios del siglo XIX como una nueva fase de la construcción imperial europea. Los «segundos imperios europeos» tomaron el control después de que los primeros imperios, sobre todo los del Nuevo Mundo, se desmoronaran por completo. El Imperio británico en América del Norte quedó destrozado en 1776 por la Revolución americana. Las ambiciones imperiales francesas al otro lado del Atlántico se vinieron abajo con Napoleón. La dominación española y portuguesa en América del Sur y Central finalizó con las revoluciones latinoamericanas de comienzos del siglo XIX. ¿En qué aspectos se diferenciaban los segundos imperios europeos del siglo XIX?
Los imperios decimonónicos se desarrollaron contra el telón de fondo de los cambios mencionados en capítulos anteriores: la industrialización, las revoluciones liberales y el surgimiento de los estados-nación. Estas variaciones transformaron Europa, y también el imperialismo europeo. En primer lugar, la industrialización creó nuevas necesidades económicas de materias primas. En segundo lugar, la industrialización, el liberalismo y la ciencia forjaron una concepción distinta del mundo, de la historia y del futuro. Una característica particular del imperialismo decimonónico consistió en el convencimiento europeo de que el desarrollo económico y los avances tecnológicos llevarían el progreso de manera ineludible al resto del mundo. En tercer lugar, sobre todo en el caso de Gran Bretaña y Francia, las potencias imperiales del siglo XIX también eran en principio naciones democráticas, donde la autoridad gubernamental se basaba en el consentimiento y la igualdad de la mayoría de los ciudadanos. Esto dificultó la justificación de las conquistas y la subyugación, y planteó cuestiones cada vez más espinosas sobre la condición de los pueblos colonizados. Los imperialistas del siglo XIX aspiraron a distanciarse de historias de conquistas pasadas. No hablaban de captar almas para la Iglesia o súbditos para el rey, sino de la construcción de vías férreas y puertos, del fomento de reformas sociales y la consecución de la misión europea secular de civilizar el mundo.
Sin embargo, los aspectos «nuevos» del imperialismo decimonónico resultaron asimismo de los cambios y acontecimientos acaecidos fuera de Europa. La resistencia, la rebelión y el reconocimiento de los errores coloniales obligaron a los europeos a desarrollar estrategias de gobierno distintas. La Revolución haitiana de 1804, reproducida por las rebeliones esclavas de comienzos del siglo XIX, obligaron a británicos y franceses a acabar, de manera lenta, con el comercio de esclavos y la esclavitud en sus colonias entre las décadas de 1830 y 1840, aunque aparecieron otras formas de trabajos forzados para reemplazarlos. El ejemplo de la Revolución americana instó a Gran Bretaña a otorgar el autogobierno a los estados de colonos blancos de Canadá (1867), Australia (1901) y Nueva Zelanda (1912). En la India, como se verá, los británicos respondieron a la rebelión retirándole el territorio a la Compañía de las Indias Orientales y doblegándolo al control de la corona, la cual requirió servidores civiles para recibir un entrenamiento mayor y sometió a la población indígena a una vigilancia más estrecha. Casi en todas partes, los imperios del siglo XIX establecieron cuidadosos códigos de jerarquías raciales para organizar las relaciones entre europeos y distintos grupos indígenas. (El apartheid de Sudáfrica no es más que un ejemplo). En general, el imperialismo del siglo XIX guardó menos relación con una actividad «empresarial» independiente practicada por mercaderes y comerciantes (como la Compañía Británica de las Indias Orientales), y más con la «colonización y la disciplina». Esto convirtió el imperio en un vasto proyecto que implicó legiones de administradores, docentes de escuelas e ingenieros. El imperialismo del siglo XIX, pues, surgió por otros motivos. Generó formas nuevas de gobierno y gestión en las colonias. Y, por último, creó nuevas modalidades de interacción entre europeos y pueblos autóctonos.
EL NUEVO IMPERIALISMO Y SUS CAUSAS
Todos los hechos históricos responden a muchas causas. Las causas de un cambio con el alcance, la intensidad y la trascendencia a largo plazo del «nuevo imperialismo» provocan, inevitablemente, acaloradas controversias. La interpretación más influyente y duradera apunta a la dinámica económica del imperialismo. Ya en 1902, el autor británico J. A. Hobson criticó que lo que él denominaba la «pelea por África» la habían impulsado los intereses de un pequeño grupo de financieros ricos. Los contribuyentes británicos sufragaron ejércitos de conquista y ocupación, y los periodistas alentaron la «sed de patriotismo» del público, pero Hobson consideraba que los intereses primordiales del imperialismo eran los de los capitalistas internacionales. Según él, en una época en que la feroz competencia económica estaba generando proteccionismo y monopolios, y en que Europa occidental no brindaba los mercados que la industria necesitaba, los inversores buscaron oportunidades seguras de inversión al otro lado del mar, en las colonias. Hobson veía a los inversores y banqueros internacionales como actores principales: «Se han hecho grandes ahorros que no encuentran inversión rentable en este país; deben encontrar empleo en otros lugares». Pero los inversores no estaban solos. Sus intereses coincidían con los de los industriales envueltos en el comercio colonial y la industria militar y de armamentos. Hobson fue un reformador y un crítico social. Su visión era que las finanzas y negocios internacionales habían distorsionado el concepto de los verdaderos intereses nacionales de Inglaterra. Él confiaba en que la democracia real sirviera de antídoto contra las tendencias imperiales del país.
El análisis de Hobson, todavía muy leído, inspiró la crítica marxista más influyente del imperialismo, la cual provino del socialista y líder revolucionario ruso Vladímir Ilich Lenin (véase el capítulo 21). Como Hobson, Lenin hizo hincapié en la economía del imperialismo. A diferencia de Hobson, consideró el imperialismo como parte integrante del capitalismo de finales del siglo XIX. La competencia y los monopolios que generaba habían reducido los beneficios en territorio nacional. Lenin aducía que los capitalistas sólo podían ampliar sus mercados internos subiendo los sueldos de los trabajadores, lo que conllevaría el efecto de reducir las ganancias. Por tanto, las «contradicciones internas» del capitalismo producían el imperialismo, el cual incitaba a los capitalistas a invertir y buscar mercados nuevos al otro lado del mar. Si ése era el caso, entonces las esperanzas de Hobson en la reforma democrática eran vanas; sólo el derrocamiento del propio capitalismo permitiría contener la expansión imperialista, el conflicto y la violencia. Lenin publicó su libro (El imperialismo, fase superior del capitalismo, 1917) en plena Primera Guerra Mundial, una guerra que muchos consideraron imperialista. El momento atribuyó verdadera urgencia a su argumento de que sólo la revolución podría derrumbar el capitalismo, el imperialismo y las fuerzas que habían arrastrado el mundo al borde del desastre.
En la actualidad, los historiadores convendrían en que las presiones económicas fueron una causa importante del imperialismo, si bien sólo una. En el caso de Gran Bretaña, casi la mitad del conjunto de la inversión exterior, de cuatro mil millones de libras, se produjo dentro de su imperio. Tal como apuntaron Hobson, Lenin y sus contemporáneos con acierto, en las postrimerías del siglo XIX la ciudad de Londres se convirtió con rapidez en banquera del mundo. La demanda de materias primas favoreció que todos los países occidentales de Europa consideraran las colonias como una inversión necesaria, y contribuyó a convencer a los gobiernos de que la política imperialista valía la pena. El caucho, el estaño y los minerales de las colonias abastecían las industrias europeas, y los alimentos, el café, el azúcar, el té, la lana y los cereales abastecían a los consumidores de Europa. Pero la explicación económica tiene sus limitaciones. Los mercados coloniales eran, por lo común, demasiado pobres como para cubrir las necesidades de los industriales europeos. África, el continente por el que los europeos «pelearon» desesperadamente, era el más pobre y menos rentable para los inversores. En cuanto a la inversión al otro lado del Atlántico, antes de 1914 sólo una fracción muy pequeña del capital alemán se invirtió en sus colonias. En el caso de Francia, sólo la quinta parte del capital francés; de hecho, los franceses invirtieron más capital en Rusia, con la esperanza de consolidarla como aliada contra los alemanes, que en todas sus posesiones coloniales. Pero algunos de esos datos sólo se ven con claridad en retrospectiva. Muchos europeos del siglo XIX confiaban en que las colonias generaran beneficios. Los periódicos franceses, por ejemplo, informaron de que el Congo era «un territorio virgen rico, pujante y fértil», con «cantidades fabulosas» de oro, cobre, marfil y caucho. Esas esperanzas contribuyeron ciertamente al expansionismo, aun cuando los beneficios imperiales no cubrieran las expectativas de los europeos.
Una segunda interpretación del imperialismo incide en los motivos estratégicos y nacionalistas, más que en los intereses económicos. Las rivalidades internacionales reforzaron la idea de que estaban en juego intereses nacionales vitales, y aumentaron la determinación de las potencias europeas para controlar tanto los gobiernos como las economías de países y territorios menos desarrollados. Los políticos franceses respaldaron el imperialismo como un medio para restablecer el prestigio y el honor nacionales perdidos tras la humillante derrota ante Prusia en 1870-1871. Los británicos, por su parte, contemplaban alarmados el ritmo acelerado de la industrialización en Alemania y Francia, y temían perder sus mercados mundiales ya existentes o potenciales. Los alemanes, recién unificados en una nación moderna, veían el imperio exterior como una posesión «nacional» que les correspondía por derecho natural y como una vía para ingresar en el «club» de las grandes potencias.
Esta segunda interpretación, no económica, acentúa la relación entre el imperialismo y la construcción nacional o estatal decimonónica. No siempre era evidente que las naciones tuvieran que ser imperios. Otto von Bismarck, arquitecto de la unificación alemana, consideró durante mucho tiempo el colonialismo exterior como una distracción frente a cuestiones mucho más serias en el continente europeo. Pero hacia las últimas décadas del siglo, Alemania se había unido a Francia e Inglaterra en lo que parecía una carrera apremiante por conseguir territorios. Los defensores del colonialismo (desde empresarios y exploradores hasta escritores —como Rudyard Kipling— y politólogos) explicaron en detalle por qué era importante el imperio para una nación nueva. Las colonias evidenciaban algo más que potencial militar; revelaban el vigor de la economía de una nación, la firmeza de sus convicciones, la voluntad de su ciudadanía, la fuerza de sus leyes, el poder de su cultura. Una comunidad nacional fuerte podía asimilar a otras, llevar progreso a las tierras y gentes nuevas. Un defensor alemán de la expansión llamó colonialismo a «la prolongación nacional del deseo alemán de unidad». Los grupos de presión (o lobbies), como la Sociedad Colonial Alemana, el Partido Colonial Francés y el Real Instituto Colonial Británico, justificaban el imperio en términos similares, al igual que los periódicos, que reconocían además el atractivo de sensacionales historias de conquista en el exterior. Presentado de este modo, como parte de la construcción nacional, el imperialismo parecía elevarse por encima de intereses particulares o mundanos análisis sobre costes y beneficios. La cultura, la ley, la religión y la industria eran productos nacionales cruciales, y su valor crecía cuando se exportaban y defendían en el extranjero.
En tercer lugar, el imperialismo tuvo dimensiones culturales importantes. Un diplomático francés describió en cierta ocasión al aventurero imperial británico Cecil Rhodes como «una fuerza fundida en una idea»; lo mismo podría decirse del propio imperialismo. El imperialismo como idea entusiasmó a exploradores como el misionero escocés David Livingston, quien creía que la conquista británica de África erradicaría el comercio de esclavos en el este africano, e «introduciría a la familia negra en el conjunto de las naciones corporativas». Rudyard Kipling, poeta y novelista británico, escribió sobre la «carga del hombre blanco» (véase más adelante), una expresión famosa que aludía a la misión europea de «civilizar» lo que Kipling y otros consideraban las partes «bárbaras» y «descreídas» del mundo. Muchos europeos entendían la lucha contra el comercio de esclavos, el hambre, el desorden y el analfabetismo no ya como una razón para invadir África y Asia, sino también como un deber y una prueba para una civilización en cierto modo superior. Estas convicciones no causaron el imperialismo, pero ilustran la relevancia que cobró su desarrollo para la imagen que Occidente tenía de sí mismo.
En resumen, es difícil desenmarañar las «causas» económicas, políticas y estratégicas del imperialismo. De modo que parece más importante entender cómo se superpusieron los motivos. Los intereses estratégicos convencieron a menudo a los gobernantes de que estaban en juego cuestiones económicas. Diferentes sectores (el ejército, financieros internacionales, misioneros, grupos de presión coloniales dentro del país) sostuvieron visiones distintas y a menudo enfrentadas sobre el propósito y las ventajas del imperialismo. La «política imperial» era menos una cuestión de planificación a largo plazo que una serie de respuestas rápidas, a menudo improvisadas, a situaciones específicas. Las rivalidades internacionales condujeron a los políticos a redefinir sus ambiciones. Así ocurrió con los exploradores, empresarios o grupos individuales de colonos que reclamaron territorios desconocidos hasta entonces y que los gobiernos nacionales se sintieron obligados a reconocer y defender. Por último, los europeos no fueron los únicos participantes en la escena. Sus aspiraciones y actuaciones las modelaron los cambios sociales en los países donde intervinieron, los intereses independentistas de los lugareños, y la resistencia que, la mitad de las veces, fueron incapaces de entender y de contener.
¿Existe alguna razón para calificar como «nuevo» el imperialismo del siglo XIX? La integración económica o el desarrollo de líneas de inversión y comercio en beneficio de los europeos no eran nuevos. El ejercicio «informal» y soterrado del poder europeo que actuó en América Latina, China y el Imperio otomano fue un proceso a un plazo mucho más largo. Este tipo de poder se propagó de manera más o menos continua a lo largo de la era moderna. Pero el imperialismo decimonónico sí disfrutó de aspectos novedosos o de características específicas debidas a cambios dentro de Europa y a la resistencia indígena a los europeos.
La India constituía el centro del Imperio británico, la joya de la corona. También era una herencia del desarrollo imperial del siglo XVIII, consolidada bastante antes de la época del «nuevo» imperialismo. La conquista de la mayor parte del subcontinente comenzó en la década de 1750 y se aceleró durante la era revolucionaria. La conquista de la India contribuyó a compensar la «pérdida» de América del Norte. El general Cornwallis, derrotado en Yorktown (Virginia), logró realizar una carrera brillante en la India. A mediados del siglo XIX, la India se había convertido en el punto focal de la nueva potencia global británica, que abarcaba desde África del sur hasta Australia pasando por Asia meridional. La conservación de esta región implicaba un cambio de táctica y de forma de gobierno.
Hasta mediados del siglo XIX, los territorios británicos en el subcontinente se hallaban bajo el control de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Ésta contaba con un ejército propio formado por divisiones europeas e indias (mucho más extensas) y ostentaba el derecho de recaudar impuestos a los campesinos indios en las zonas rurales. Hasta comienzos del siglo XIX, la Compañía tuvo monopolios legales sobre el comercio de todas las mercancías, incluido el índigo, textiles, sal, minerales y, lo más lucrativo de todo, el opio. El gobierno británico había concedido monopolios comerciales en sus colonias de América del Norte. Pero, a diferencia de Norteamérica, la India nunca se convirtió en un estado colonizado. En la década de 1830, los europeos eran una minoría minúscula que ascendía a 45.000 entre una población india de 150 millones. El gobierno de la compañía era militar y represivo. Los soldados recaudaban impuestos; los servidores civiles llevaban uniforme militar; las tropas británicas requisaban con descaro los bueyes y carros del campesinado para usarlos a su antojo. Pero, en general, la Compañía no logró imponer su autoridad de manera uniforme. Gobernaba algunas áreas de forma directa, otras a través de alianzas con dirigentes locales, y otras, incluso, mediante el mero control de las mercancías y el dinero. Aquí, como en otros imperios, el gobierno indirecto implicaba la captación de colaboradores indígenas y la conservación de su buena voluntad. De ahí que los británicos fomentaran los grupos que habían aportado administradores en regímenes anteriores, los brahmanes y rajastaníes del norte de la India, a quienes consideraban soldados especialmente efectivos, y comerciantes de ciudades grandes como Calcuta. Ofrecían privilegios económicos, cargos estatales o puestos militares tanto a grupos como a naciones enteras dispuestos a aliarse con los británicos en contra de otros.
La política británica se movía entre dos polos: un grupo aspiraba a «occidentalizar» la India, el otro consideraba más seguro y más práctico ceder a la cultura local. Los misioneros cristianos, cuyo número aumentó a medida que se expandió la ocupación, estaban decididos a reemplazar la «superstición ciega» por la «afable influencia de la luz y la verdad cristianas». Indignados ante prácticas tales como los enlaces matrimoniales infantiles y el sati (la inmolación de las viudas en la pira funeraria de sus esposos), buscaron apoyo en Inglaterra para una ofensiva a gran escala contra la cultura hindú. Los reformadores seculares, muchos de ellos liberales, consideraban a hindúes y mahometanos propensos a formas de despotismo, tanto en la familia como en el estado, y orientaron su fervor reformador hacia cambios jurídicos y políticos. Pero otros administradores de la Compañía y de Gran Bretaña recomendaron a sus compatriotas que no se entrometieran en las instituciones y prácticas indias. «Los ingleses son tan fanáticos en política como los mahometanos en la religión. Creen que ningún país se puede salvar sin las instituciones inglesas», afirmó un administrador británico. El gobierno indirecto, aducían, sólo funcionaría con la cooperación de los poderes locales. Conflictos como éste evidenciaron que los británicos jamás se pusieron de acuerdo acerca de una política cultural única.
DEL MOTÍN A LA REBELIÓN
La gestión de la Compañía tropezó a menudo con resistencia y protestas. Entre 1857 y 1858 se vio especialmente sacudida por lo que los británicos llamaron la «rebelión de los cipayos [de los soldados]», y ahora se conoce en la India como la Gran Rebelión de 1857. El levantamiento comenzó cerca de Delhi, cuando el ejército disciplinó a un regimiento de cipayos (el término tradicional que empleaban los británicos para designar a los soldados indios) por negarse a usar cartuchos de rifles lubricados con grasa de cerdo (algo inaceptable tanto para hindúes como para musulmanes). Pero, tal como observó el primer ministro Disraeli con posterioridad, «el declive y la caída de los imperios no son una cuestión de cartuchos engrasados». Las causas del motín fueron mucho más profundas y guardaron relación con reivindicaciones sociales, económicas y políticas. Campesinos indios atacaron tribunales de justicia y quemaron registros fiscales en protesta por las deudas y la corrupción. En regiones como Oudh, anexionada recientemente, los rebeldes defendieron a sus líderes tradicionales, depuestos de manera fulminante por los británicos. Los oficiales del ejército procedentes de castas privilegiadas se quejaron del trato arbitrario que recibían por parte de los británicos; primero los habían ascendido como aliados leales, pero después los habían obligado a servir sin lo que ellos consideraban títulos y honores. El motín se difundió por grandes extensiones del noroeste de la India. Las tropas europeas, inferiores a la quinta parte de los alzados en armas, se encontraron con que perdían el control. Los líderes religiosos, tanto hindúes como musulmanes, aprovecharon la oportunidad para denunciar a los misioneros cristianos enviados por los británicos y sus ataques a las tradiciones y prácticas locales.
Al principio, los británicos se encontraron ante una situación desesperada, con las zonas que controlaban incomunicadas entre sí y ciudades pro británicas sitiadas. Las tropas indias leales marcharon al sur de las fronteras, y las tropas británicas, recién llegadas de la Guerra de Crimea, embarcaron directamente desde Gran Bretaña para reprimir la rebelión. El conflicto se prolongó más de un año y los británicos reprodujeron las primeras masacres y vandalismos de los rebeldes con una campaña sistemática de represión. Unidades enteras de rebeldes fueron asesinadas sin posibilidad de rendirse, o bien fueron procesadas y ejecutadas en el acto. Se quemaron poblaciones y localidades que apoyaron a los rebeldes, igual que éstos habían quemado las casas y puestos de avanzada europeos. Pero la derrota de la rebelión enardeció la imaginación del público británico. Tras el desastre sangriento y poco contundente de Crimea, la espantosa amenaza de la India británica y el heroico rescate de los rehenes europeos y del territorio británico por parte de las tropas se recibieron como noticias electrizantes. Las imágenes de los regimientos Highland de Escocia (vestidos con faldas escocesas de lana en medio del calor sofocante de la India) liberando a mujeres y niños blancos asediados llegaron a los hogares de todo el Reino Unido. En el plano político, los líderes británicos quedaron perplejos ante lo cerca que estuvo la revolución de llevarlos al desastre, y tomaron la determinación de no repetir jamás los mismos errores.
Tras el «motín», los británicos se sintieron obligados a reorganizar su imperio en la India mediante el desarrollo de estrategias distintas de gobierno. La Compañía de las Indias Orientales quedó abolida y sustituida por la corona británica. La soberanía británica se ejerció de manera directa, aunque los británicos también buscaron colaboradores y colectivos cooperadores. La India principesca quedó en manos de los príncipes locales, subordinados a los consejeros británicos. También se reorganizó el ejército e intentaron cambiarse las relaciones entre soldados. Las tropas indígenas se separaron unas de otras para evitar la «fraternización» que había resultado subversiva. Tal como lo expresó un oficial británico: «Si un regimiento se amotina, quiero que el siguiente lo considere tan extraño como para abrir fuego contra él». Más que antes incluso, los británicos intentaron mandar por medio de las clases altas indias en lugar de hacerlo en contra de ellas. La reina Victoria, ahora emperatriz de la India, estableció los principios del gobierno indirecto: «Respetaremos los derechos, la dignidad y el honor de los príncipes locales del mismo modo que los nuestros, y deseamos que ellos, al igual que nuestros propios súbditos, disfruten de la prosperidad y el progreso social que sólo se pueden asegurar mediante la paz interna y el buen gobierno». La reforma del servicio público permitió ocupar puestos nuevos a miembros de las clases altas indias. Los británicos tuvieron que replantearse su relación con las culturas indias. La actividad misionera se redujo, y los británicos encauzaron sus impulsos reformadores hacia proyectos más laicos relacionados con el desarrollo económico, vías férreas, carreteras, irrigaciones, etcétera. Aun así, el consenso en cuanto a estrategias coloniales efectivas fue complejo. Algunos administradores aconsejaron más reformas y cambios; otros tendieron a otorgar más apoyo a los príncipes; los británicos probaron ambas cosas a trancas y barrancas hasta el fin del mandato británico en 1947.
En la India, el representante más destacado del «nuevo imperialismo» fue lord Curzon, insigne conservador y virrey de la India de 1898 a 1905. Curzon intensificó los compromisos británicos con la región. Preocupado por la posición británica en el mundo, advirtió de la necesidad de fortificar las fronteras de la India lindantes con Rusia. Abogó por una inversión económica continua. Curzon hizo público su temor de que la resistencia al imperio desgastara a los británicos y que, enfrentados a su incapacidad aparente para transformar la cultura india, se convirtieran en escépticos, se «aletargaran y pensaran sólo en la madre patria». Del mismo modo que Rudyard Kipling instó a británicos y estadounidenses a «asumir la carga del hombre blanco», Curzon rogó a sus compatriotas que consideraran la importancia crucial de la India para la grandeza británica.
¿Qué aportaba la India a Gran Bretaña? En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la India era el mercado exportador británico más grande. La décima parte de todo el comercio del Imperio británico pasaba por las ciudades portuarias indias de Madrás, Bombay y Calcuta. La India tenía una relevancia fundamental para la balanza de pagos británica; los excedentes conseguidos allí compensaban los déficits con Europa y Estados Unidos. Los recursos humanos de la India tuvieron una importancia equivalente para Gran Bretaña. Mano de obra india trabajaba las plantaciones de té de Asam, junto a Birmania, y construyó asimismo vías férreas y embalses en África del sur y Egipto. El dominio británico supuso una enorme diáspora de trabajadores indios por todo el imperio. Más de un millón de sirvientes indios contratados abandonaron su país durante la segunda mitad del siglo. La India también dotó al Imperio británico de ingenieros, topógrafos, oficinistas, burócratas, profesores y comerciantes muy preparados. El líder nacionalista Mahatma Gandhi, por ejemplo, saltó a la escena pública por primera vez como joven abogado en Pretoria, Sudáfrica, donde trabajaba para una empresa india. Los británicos desplegaron tropas indias por todo el imperio. (Más tarde convocarían alrededor de 1,2 millones de soldados durante la Primera Guerra Mundial). Por todas estas razones, para hombres como Curzon era imposible imaginar el imperio, o incluso la nación, sin la India.
¿Cómo alteró la soberanía británica la sociedad de la India? La práctica británica del gobierno indirecto persiguió crear una élite india al servicio de los intereses británicos, un grupo «que pueda ejercer de intérprete entre nosotros y los millones que gobernamos, una clase de personas indias de color y sangre, pero con gustos, opinión, moral e intelecto inglés», tal como lo expresó un escritor británico. Con el tiempo, esta práctica creó un gran grupo social de sirvientes civiles y empresarios indios con formación británica, bien capacitados para gobernar y escépticos ante la afirmación británica de que la metrópoli aportaba progreso al subcontinente. Este grupo lideró el movimiento nacionalista que desafió el mandato británico en la India. Al mismo tiempo, este grupo se distanció cada vez más del resto de la nación. La mayoría aplastante de indios seguía formada por campesinos paupérrimos, muchos de ellos incapaces de pagar impuestos y, por tanto, endeudados con los terratenientes británicos y todos luchando por subsistir con parcelas de tierra cada vez más reducidas; trabajadores rurales del comercio textil obligados a bajar precios por las importaciones de productos manufacturados baratos procedentes de Inglaterra; habitantes todos de la nación que acabaría convertida en la más poblada del mundo.
En China, el imperialismo europeo también se desarrolló pronto, mucho antes de la era del «nuevo imperialismo». Pero allí adoptó formas distintas. Los europeos no conquistaron y anexionaron regiones enteras. En lugar de eso, forzaron acuerdos comerciales favorables a punta de pistola, crearon puertos mediante tratados donde los europeos vivían y trabajaban con una jurisdicción propia y establecieron avanzadas de actividad misionera europea (todo ello con tanta rapidez que los chinos decían que el país se lo estaban «repartiendo como un melón»).
Desde el siglo XVII, el comercio europeo con China (de lujos tan codiciados como la seda, la porcelana, los objetos de arte y el té) había tropezado con la resistencia del gobierno chino, que seguía la determinación de mantener a raya a los comerciantes extranjeros y, en general, la influencia exterior. Sin embargo, a comienzos del siglo XIX las ambiciones globales de Gran Bretaña y su poder creciente sentaron las bases de la confrontación. Liberados de las luchas contra Napoleón, los británicos centraron la atención en mejorar los términos del comercio chino mediante la exigencia del derecho de usar puertos abiertos y de gozar de privilegios comerciales especiales. La otra fuente de fricción constante estribaba en el trato severo que recibían los súbditos británicos por parte de los tribunales de justicia chinos, como ejecuciones sumarias de varios británicos condenados por delitos. Y en la década de 1830 esos conflictos diplomáticos se intensificaron con el comercio de opio.
EL COMERCIO DE OPIO
El opio procuró un enlace directo entre Gran Bretaña, la India británica y China. Desde el siglo XVI, el estupefaciente se había producido en la India y comercializado a través de holandeses, y más tarde, británicos. De hecho, el opio (derivado de la adormidera) era uno de los poquísimos productos que los europeos podían vender en China y, por esta razón, resultó crucial para equilibrar el comercio entre Oriente y Occidente. Cuando los británicos conquistaron el noreste de la India, también se anexionaron una de las regiones más florecientes para el cultivo de opio y se implicaron profundamente en su comercialización —tanto que los historiadores no se reprimen en calificar la Compañía de las Indias Orientales de «imperio narco-militar»—. Las agencias británicas designaron regiones específicas para el cultivo de adormidera y ofrecieron anticipos en metálico a los agricultores indios dispuestos a explotar este cultivo. La producción de opio conllevaba un proceso de trabajo intensivo: los agricultores extraían la savia de las cabezas de adormidera, otros limpiaban la savia y formaban con ella bolas de opio que debían secar antes de pesarlas y cargarlas en embarcaciones. En las regiones productoras de opio al noroeste de Calcuta, las «fábricas» llegaron a emplear hasta mil indios para dar forma y curar el opio, además de niños pequeños cuyo trabajo consistía en girar las bolas de opio cada cuatro días.
Desde la India, la Compañía de las Indias Orientales vendía el opio a «comerciantes nacionales», es decir, pequeñas flotas de navieras británicas, holandesas y chinas que llevaban el narcótico al sureste asiático y China. La plata pagada por el opio regresaba a la Compañía Británica de las Indias Orientales, la cual la empleaba a su vez en comprar productos chinos para el comercio europeo. Este comercio, por tanto, no sólo resultaba rentable, sino también clave para la relación económica triangular entre Europa, la India y China. La producción y la exportación experimentaron un crecimiento espectacular a finales del siglo XIX. Hacia la década de 1830, cuando el enfrentamiento británico-chino empezaba a aparecer, el opio reportaba a la India británica más ingresos que cualquier otra fuente, con la salvedad de los impuestos sobre la tierra.
Gente del mundo entero consumía opio, bien por razones médicas, bien por placer. El mercado chino era especialmente lucrativo. Durante el siglo XVIII, China había atravesado la fiebre del tabaco fumado que enseñó a fumar opio a los consumidores. Una élite amplia y adinerada de mercaderes y funcionarios del gobierno chinos sostuvieron buena parte del mercado, pero la moda de fumar opio también se extendió entre soldados, estudiantes y obreros. En el siglo XIX, el comercio del opio se extendió por todo el mundo siguiendo la emigración de la mano de obra china, desde el sureste asiático hasta San Francisco. El gobierno chino se afanó por controlar el problema e ilegalizó las importaciones de opio, prohibió la producción nacional, penalizó su consumo fumado y en la década de 1830 emprendió una campaña a gran escala para eliminar el narcótico de China. Aquella campaña abocó al emperador chino hacia un conflicto con los comerciantes británicos de opio. Durante un enfrentamiento, el comisario chino de estupefacientes, Lin, confiscó a los británicos más de millón y cuarto de kilogramos de opio puro, y los arrojó al mar. Durante otra refriega, las autoridades chinas bloquearon los barcos británicos atracados en puerto y la ciudadanía local se manifestó con ira ante las residencias británicas.
Las guerras del opio
En 1839, estos conflictos contenidos estallaron en lo que se denominó la primera «guerra del opio». El meollo del asunto no radicaba en las sustancias estupefacientes, sino que éstas pusieron de manifiesto problemas mayores relacionados con cuestiones de soberanía y de estatus económico: los «derechos» de los europeos para comerciar con quien les viniera en gana, saltándose los monopolios chinos; la creación de zonas de residencia europeas que desafiaban la soberanía china, y el proselitismo y la apertura de escuelas. La guerra estalló varias veces a lo largo del siglo. Tras la primera guerra de 1839-1842, en la que los barcos de vapor y las armas de los británicos abrumaron a la flota china, el Tratado de Nankín (1842) obligó a los chinos a conceder privilegios comerciales a los británicos, el derecho a residir en cinco ciudades y el puerto de Hong Kong «a perpetuidad». Tras la segunda guerra, los británicos consiguieron aún más tratados con concesiones de puertos y privilegios, incluido el derecho a enviar misioneros. En el período subsiguiente a esos acuerdos entre chinos y británicos, otras naciones demandaron derechos y oportunidades económicas similares. Hacia finales del siglo XIX, durante el período del nuevo imperialismo, franceses, alemanes y rusos ya habían reivindicado derechos de minería y permiso para construir vías férreas, para iniciar una industria manufacturera con mano de obra barata china y para establecer y supervisar comunidades europeas en ciudades chinas. En Shanghái, por ejemplo, residían diecisiete mil extranjeros con tribunales, escuelas, iglesias y servicios propios. Para no quedarse al margen, Estados Unidos reclamó su propia «política de puerta abierta». Japón era una potencia imperialista igualmente activa en el Pacífico, y la guerra chino-japonesa de 1894-1895 marcó un momento decisivo en la historia de la región. La victoria japonesa obligó a China a conceder privilegios comerciales, la independencia de Corea y la península de Liaotung en Manchuria. Inició una pugna por las esferas de influencia y por concesiones mineras y ferroviarias. La demanda de indemnizaciones obligó al gobierno chino a gravar con impuestos más altos. Todas estas medidas aumentaron el resentimiento y desestabilizaron el régimen.
Los privilegios que obtuvieron europeos y japoneses con la rendición socavaron gravemente la autoridad interna del emperador chino Qing (Ching) y sólo acentuaron la hostilidad popular hacia los intrusos extranjeros. Hacia 1900 la autoridad en el centro imperial llevaba más de un siglo sufriendo un desgaste que aceleraron las guerras del opio y la amplia rebelión Taiping (1852-1864), un conflicto enorme, amargo y que causó gran mortandad, con el que rebeldes cristianos radicales de China central meridional desafiaron la autoridad de los mismísimos emperadores. Durante la defensiva contra los rebeldes, la dinastía contrató a generales extranjeros para mandar a sus fuerzas, entre ellos el comandante británico Charles Gordon. La guerra devastó el corazón agrícola de China, y la cifra de muertos, jamás confirmada, pudo ascender a veinte millones de personas. Este desorden desastroso y la incapacidad creciente del emperador para mantener el orden y recaudar los impuestos necesarios para estabilizar el comercio y devolver los préstamos extranjeros, animaron a los países europeos a asumir un control cada vez más directo de su parte del «comercio chino».
LA REBELIÓN DE LOS BÓXERS
Desde una perspectiva occidental, la rebelión más importante contra las corrupciones del mandato foráneo durante el siglo XIX la representó la rebelión de los bóxers de 1900. Los bóxers eran una sociedad secreta de hombres jóvenes entrenados en artes marciales chinas y convencidos de poseer poderes espirituales. Ellos, contrarios a los extranjeros y a los misioneros, aportaron la chispa para el estallido de un levantamiento poco organizado pero muy generalizado en el norte de China. Bandas de bóxers atacaron a ingenieros extranjeros, despedazaron líneas férreas y en la primavera de 1900 se manifestaron en Pekín. Pusieron sitio a las legaciones extranjeras de la ciudad, hogar de varios miles de diplomáticos y comerciantes occidentales y sus familias. La pequeña guarnición de las legaciones defendió su recinto amurallado con poco más que rifles, bayonetas y artillería improvisada, pero resistió el cerco durante cincuenta y cinco días hasta que, para su gran alivio, llegó una columna. La rebelión, sobre todo el sitio de Pekín, movilizó una respuesta global. Las grandes potencias europeas, rivales en otras partes del mundo, se unieron como respuesta a la crisis para destruir China. Una expedición de veinte mil soldados (formada por la combinación de fuerzas británicas, francesas, estadounidenses, alemanas, italianas, japonesas y rusas) reprimió el movimiento bóxer de manera implacable. Las potencias exteriores reclamaron entonces indemnizaciones, nuevas concesiones comerciales y garantías del gobierno chino.
La rebelión bóxer fue uno de los movimientos antiimperialistas de finales del siglo XIX. La revuelta testimonió lo vulnerable que era la capacidad imperial europea. Puso de manifiesto los recursos que los europeos tendrían que destinar al mantenimiento de su vasta influencia. Durante la represión, los europeos se vieron abocados a apoyar gobiernos corruptos y frágiles para proteger sus acuerdos e intereses, y empujados a acallar levantamientos populares contra las desigualdades locales y el dominio extranjero.
En China, la era del «nuevo imperialismo» coronó un siglo de conflicto y expansión. Hacia 1900 los europeos se habían repartido prácticamente toda Asia. Japón, una potencia imperial activa en toda regla, se había limitado a conservar su independencia. La hegemonía británica se extendió desde la India hasta Birmania, Malasia, Australia y Nueva Zelanda. Los holandeses, viejos rivales comerciales de Gran Bretaña, consiguieron Indonesia. Durante la década de 1880, los franceses se desplazaron hacia Indochina. La competencia imperial (entre Gran Bretaña, Francia y Rusia; China y Japón; y Rusia y Japón) causó la pugna por adquirir ventajas económicas y de influencia en Asia; esta lucha exacerbó, a su vez, sentimientos nacionalistas. La expansión imperial, expresión del potencial europeo, estaba evidenciando sus efectos desestabilizadores.
EL IMPERIALISMO RUSO
Rusia se mantuvo constantemente como potencia imperialista durante el siglo XIX. Sus gobernantes defendieron una política de anexiones (mediante conquistas, tratados o ambas cosas) de las tierras lindantes con el estado ruso ya existente. Los zares iniciaron esta estrategia en 1801, con la adquisición de Georgia tras una guerra contra Persia, y continuaron la persecución de su sueño expansionista. Besarabia y Turkestán (arrebatados a los turcos) y Armenia (a los persas) ampliaron en gran medida las dimensiones del imperio. Esta colonización hacia el sur llevó a los rusos al borde de un conflicto armado contra Gran Bretaña en dos ocasiones: primero en 1881, cuando las tropas rusas ocuparon territorios en la región transcaspiana; y entre 1884 y 1887, cuando las fuerzas del zar avanzaron hasta la frontera de Afganistán. En ambos casos los británicos temieron incursiones en áreas que consideraban inmersas en su esfera de influencia en Oriente Medio. Pero, además, les preocupaba la posible amenaza de la India. Las maniobras, espionajes y acuerdos con gobiernos títeres amigos practicados por Rusia y Gran Bretaña acabaron conociéndose como el «gran juego», y prefiguraron las pesquisas de los países occidentales para hacerse con los recursos petroleros de la región durante el siglo XX.
La expansión rusa también se deslizó hacia el este. En 1875, los japoneses cambiaron a los rusos la mitad meridional de la isla Sajalín por las islas Kuriles. El avance hacia el este del zar fue detenido al fin en 1904. La expansión rusa en Mongolia y Manchuria tropezó con la expansión japonesa, y ambas potencias entraron en guerra. El descomunal ejército imperial ruso se encontró con la horma de su zapato en un conflicto salvaje y sanguinario. La armada rusa dio media vuelta al mundo para servir de refuerzo a sus acosadas tropas, pero sufrió una emboscada y acabó hundida por la flota japonesa, mejor entrenada y equipada. Esta humillación nacional (véase el capítulo 23) contribuyó al estallido de una revuelta en Rusia y dio lugar al tratado de paz de 1905, auspiciado por Estados Unidos. La derrota sacudió el régimen ya inestable del zar y evidenció que las naciones europeas no eran las únicas capaces de practicar el juego imperial con éxito.
Al igual que la expansión británica en la India, el colonialismo francés en el norte de África comenzó antes del llamado nuevo imperialismo de finales del siglo XIX. Hacia la década de 1830, los franceses habían creado un gobierno general de sus posesiones en Argelia, las más importantes de las cuales eran ciudades a lo largo de la costa mediterránea. Desde el principio, la conquista de Argelia difirió de la mayoría del resto de operaciones coloniales: Argelia se convirtió en un estado colonizado, uno de los pocos aparte de Sudáfrica. Algunos de los primeros colonos eran socialistas utópicos que marcharon allí para crear comunidades ideales; algunos eran trabajadores deportados por el gobierno francés después de la Revolución de 1848 para que se asentaran allí sin peligro como granjeros; y algunos eran vinicultores cuyos viñedos habían quedado destrozados por una plaga de insectos. Los colonos no eran sólo franceses; entre ellos había comerciantes y tenderos modestos, obreros y campesinos italianos, españoles y malteses. Hacia la década de 1870, esta nueva comunidad criolla superaba en número a los autóctonos de Argelia en varias ciudades costeras, y dentro de ella otros europeos superaban en número a los franceses. Con la ayuda militar francesa, los colonos se adueñaron de tierras y los intereses comerciales franceses tomaron bosques de alcornoques y fundaron minas de cobre, plomo y hierro. La actividad económica fue beneficiosa para los europeos. Los primeros ferrocarriles, por ejemplo, ni siquiera llevaron pasajeros, sino que transportaron mineral de hierro hasta la costa para exportarlo a Francia, donde se fundía y vendía.
Los colonos y el gobierno francés no siempre persiguieron los mismos objetivos. En la década de 1870, la nueva y aún frágil Tercera República (instaurada tras la derrota de Napoleón III en 1870; véase el capítulo 21) efectuó un esfuerzo por asegurarse la lealtad de los colonos convirtiendo la colonia en departamento de Francia. Esto otorgó a los colonos franceses todos los derechos de los ciudadanos de la república. También les confirió poder para aprobar leyes en Argelia que consolidaron sus privilegios y su comunidad (naturalizando a todos como europeos, por ejemplo) y que privaron aún más del derecho a voto a toda la población autóctona, que carecía por completo del derecho a voto. Los políticos franceses objetaron en ocasiones desde París el desdén con que los colonos trataban a los nativos, con el argumento de que eso pervertía el proyecto de «levantar» a los nativos. Los colonos franceses en Argelia tuvieron poco interés en aquel proyecto; aunque con la boca pequeña estaban de acuerdo con los ideales republicanos, querían para sí las ventajas de ser franceses. Los administradores coloniales y científicos sociales diferenciaban entre los «buenos» bereberes que vivían en las montañas, aptos para pertenecer a la sociedad francesa, y los «malos» árabes, cuya religión los hacía supuestamente inadmisibles. En Argelia, el colonialismo fue, como mínimo, una relación a tres, e ilustra la dinámica que convirtió el colonialismo en general en una empresa contradictoria.
Antes de la década de 1870, las actividades coloniales despertaron muy poco interés entre la población residente en Francia. Pero, tras la humillante derrota en la guerra franco-prusiana (1870-1871) y la instauración de la Tercera República, los grupos de presión coloniales y, poco a poco, también el gobierno, se volvieron cada vez más inflexibles en lo que se refería a los beneficios del colonialismo. Estos beneficios no se limitaban al terreno económico. La aceptación de la «misión civilizadora» reforzaría el proyecto de la república francesa y el prestigio del pueblo francés. Francia tenía la obligación de «contribuir a esta labor civilizadora». Jules Ferry, un líder político republicano, abogó con éxito por la expansión de la presencia francesa en Indochina diciendo: «Debemos creer que, si la Providencia se dignó a encomendarnos una misión convirtiéndonos en dueños de la tierra, esta misión no consiste en perseguir una fusión imposible de razas, sino simplemente en difundir o despertar entre las otras razas las nociones superiores que nosotros custodiamos». Entre esas «nociones superiores» figuraban un compromiso con el progreso económico y tecnológico y con la liberación de la esclavitud, la opresión política, la pobreza y la enfermedad. Irónicamente, Ferry atacó el racismo de sus contemporáneos aduciendo que «las razas superiores tienen un derecho con respecto a las razas inferiores […] el derecho de civilizarlas».
Bajo el mandato de Ferry, los franceses adquirieron Túnez (1881), el centro y el norte de Vietnam (Tonkin y Annam; 1883), y Laos y Camboya (1893). Asimismo, llevaron esta «misión civilizadora» a sus colonias en África occidental. El comercio europeo y atlántico de esclavos, oro y marfil con la costa oeste de África llevaba siglos bien instaurado. A finales del siglo XIX, el comercio dio paso a una administración formal. En el año 1895 se creó la Federación de África Occidental Francesa, una administración poco organizada para gobernar un territorio nueve veces mayor que Francia y que incluía Guinea, Senegal y Costa de Marfil. El control francés siguió siendo irregular incluso después de las reformas y la centralización de 1902. A pesar de las campañas militares de pacificación, la resistencia se mantuvo y los franceses trataron con cautela a los líderes tribales, cediendo unas veces ante su autoridad, y otras, intentando acabar con su poder. Implantaron leyes y tribunales franceses sólo en las ciudades, y permitieron el funcionamiento de los tribunales islámicos o tribales en otras áreas. La federación intentó racionalizar la exploración económica de la región y sustituir el «capitalismo saqueador» por una gestión y una explotación más cuidadosa de los recursos. Los franceses lo denominaron la «puesta en valor» de la región, lo cual formaba parte de la misión civilizadora de la república moderna. La federación se embarcó en un programa ambicioso de obras públicas. Un grupo de ingenieros reconstruyó el inmenso puerto de Dakar, el más importante de la costa, para adaptarlo al aumento de las exportaciones. Con un celo un tanto utópico rediseñaron ciudades antiguas, intentaron mejorar las condiciones higiénicas y sanitarias, el suministro de agua y demás. La república francesa sentía un orgullo justificado por el Instituto Pasteur, dedicado a la investigación bacteriológica, que se inauguró en Francia en 1888; los institutos en el extranjero formaron parte de la empresa colonial. Otro proyecto planteaba la construcción de una red ferroviaria a gran escala en África occidental que comunicara todo el territorio. Un programa de educación pública construyó escuelas gratuitas en localidades no controladas por misioneros. Aunque la escolarización no era obligatoria y a menudo era masculina.
Estos programas sirvieron claramente a los intereses de Francia. «Oficialmente, este proceso se denomina civilización, y al fin y al cabo se trata de un término adecuado, puesto que su ejecución sirve para aumentar el grado de prosperidad de nuestra civilización», señaló un francés contrario a la empresa colonial. Ninguna de las medidas aspiró a otorgar derechos políticos a la población autóctona. Tal como lo expresa cierto historiador, «el gobierno general francés no se dedicó a formar ciudadanos, sino a civilizar a sus súbditos». Pero lo más significativo es que el proyecto francés apenas tuvo éxito. El gobierno no disponía de recursos para llevar a cabo sus planes, los cuales se revelaron mucho más costosos y complejos de lo imaginado. Los costes del transporte eran muy elevados. La mano de obra planteó los mayores problemas. Aquí, como en otros lugares, los europeos se enfrentaron a una resistencia masiva por parte de los campesinos africanos, a quienes quisieron encomendar todo tipo de tareas, desde la construcción de vías férreas hasta el trabajo en las minas y el transporte de caucho. Los europeos recurrieron al trabajo forzado firmando acuerdos con líderes tribales locales para conseguir trabajadores, y además hicieron la vista gorda ante el uso continuado de mano de obra esclava en zonas del interior. Por todas estas razones, el proyecto colonial no reportó los beneficios que algunos esperaban. Sin embargo, en algunas cuestiones importantes, la inversión colonial francesa fue cultural. Las vías férreas, las escuelas y proyectos como el puerto de Dakar fueron, como la torre Eiffel (1889), símbolos de la modernidad, el poder y el protagonismo mundial de la nación francesa.
La expansión francesa hacia el oeste de África sólo fue un ejemplo de la voracidad de Europa en el continente africano. El alcance y la velocidad con que las mayores potencias europeas lo conquistaron y colonizaron ejerciendo un control formal resultaron pasmosos. Los efectos fueron profundos. En 1875, el 11 por ciento del continente estaba en manos europeas. Hacia 1902, la cifra era del 90 por ciento. Las potencias europeas vencieron problemas lógicos de transporte y comunicación; aprendieron a mantener las enfermedades a raya. También contaron con armas nuevas. La ametralladora Maxim, adoptada por el ejército británico en 1889 y usada por primera vez por las tropas británicas coloniales, lanzaba hasta quinientos disparos por minuto, lo que convirtió los enfrentamientos contra fuerzas indígenas en baños de sangre y volvió prácticamente imposible la resistencia armada.
EL ESTADO LIBRE DEL CONGO
En la década de 1870, los británicos habían establecido relaciones imperiales nuevas a lo largo de la costa sur y oeste de África, así como en el norte y el oeste. Pero hubo otra fase de intervención europea que golpeó el mismísimo corazón del continente. Hasta la recta final del siglo XIX los europeos habían tenido prohibida la entrada en este territorio. Los rápidos en el caudal de ríos tan estratégicos como el Congo y el Zambeze dificultaron el acceso al interior del continente, y las enfermedades tropicales, contra las que los europeos mostraban poca o ninguna resistencia, resultaron letales para la mayoría de los exploradores. Pero en la década de 1870 dio frutos una vía nueva para penetrar en África central. El objetivo se centró en los valles fértiles que bordeaban el río Congo, y los colonos europeos fueron un grupo de belgas con financiación privada pagada por su rey, Leopoldo II (1865-1909). Siguieron los pasos de Henry Morton Stanley, periodista y explorador estadounidense que más tarde se hizo súbdito británico y fue nombrado caballero del reino. Stanley se abrió camino por la densa jungla y el territorio que ningún europeo había hollado jamás. Sus viajes «científicos» estimularon la creación de una sociedad de investigadores y estudiosos de la cultura africana en Bruselas, en realidad, una asociación que sirvió de fachada al negocio comercial de Leopoldo. La Asociación Internacional para la Exploración y Civilización del Congo, de nombre muy ambicioso, se fundó en 1876 y funcionó mediante tratados con las élites locales que abrieron toda la cuenca del río Congo a la explotación comercial. Los ingentes recursos de aceite de palma y caucho natural, además de los minerales anunciados (entre ellos, diamantes), quedaron ahora al alcance de los europeos.
La mayor resistencia con la que se topó la empresa de Leopoldo provino del resto de potencias coloniales, sobre todo Portugal, que se opuso a este nuevo plan de ocupación. En 1884, se convocó una conferencia en Berlín para debatir sobre el control de la cuenca del Congo. El encuentro estuvo presidido por quien dominaba las relaciones de poder en la política europea, Otto von Bismarck, y a él acudieron todas las naciones coloniales importantes, además de Estados Unidos. Durante la conferencia se establecieron normas básicas para una fase nueva de expansión económica y política de Europa. Los dos grandes imperios europeos de ultramar, Gran Bretaña y Francia, y la mayor potencia emergente dentro de Europa, Alemania, se unieron entre sí para resolver la cuestión del Congo. Estos países emitieron dictados perfectamente acordes, en apariencia, con el liberalismo decimonónico. Los valles del río Congo quedarían abiertos al libre comercio; el comercio de esclavos, que aún practicaban algunos reinos islámicos de la región, se aboliría y dejaría paso al trabajo libre; además, se crearía un estado libre del Congo para evitar que la región fuera sometida al control formal de un único país europeo.
En realidad, el «estado libre del Congo» lo regentó la empresa privada de Leopoldo, y la región quedó abierta a una explotación sin restricciones por parte de una serie de grandes compañías europeas. El comercio de esclavos se suprimió, pero las empresas europeas recurrieron a la mano de obra «libre» de África garantizada en Berlín, y sometieron a los empleados a unas condiciones igualmente nefastas. Extensiones descomunales de tierra, mayores que países europeos enteros, se convirtieron en minas de diamantes o plantaciones para la extracción de aceite de palma, caucho o cacao. Los africanos trabajaban en unas condiciones espantosas, sin fármacos o una sanidad real, con muy poco alimento y siguiendo unos programas de producción que hacían que la actividad en las fábricas europeas pareciera leve en comparación. Cientos de miles de trabajadores africanos fallecieron de enfermedad o sobreesfuerzo. Como los empresarios europeos no respetaron los ciclos de las estaciones en África central, se perdieron cosechas de años enteros y aparecieron hambrunas. Los obreros que trabajaban bajo el calor de la estación seca solían acarrear a la espalda cargamentos que en las fábricas de Europa se habrían transportado con maquinaria pesada. Miles de africanos recolectaron los productos que Europa reclamó. Lo hicieron a cambio de pagas escasas o nulas, y bajo amenazas de maltratos físicos y mutilaciones rituales por docenas de ofensas insignificantes contra las empresas dueñas de las plantaciones, creadoras, a su vez, de las leyes del «estado libre». Con el tiempo, el escándalo del Congo creció demasiado como para proseguir de manera incondicional. Toda una generación de escritores y periodistas (el más famoso de los cuales fue Joseph Conrad con su relato El corazón de las tinieblas) hicieron pública la brutalidad y el inmenso grado de sufrimiento. En 1908, se obligó a Bélgica a que asumiera el control directo del Congo convirtiéndolo en colonia belga. Al menos se impusieron unas pocas restricciones a las actividades de las grandes empresas de plantaciones que habían aportado un almacén nuevo e inmenso de materias primas a la industria europea empleando todo lo relacionado con la esclavitud, salvo su nombre.
EL REPARTO DE ÁFRICA
La ocupación del Congo y su promesa de grandes riquezas materiales empujó a otras potencias coloniales a ampliar sus posesiones. Hacia la década de 1880, la «pelea por África» ya estaba bien instaurada, acelerada por relatos sobre bosques de caucho o minas de diamantes en otras partes de África central y meridional. Las garantías establecidas durante la conferencia de Berlín de 1884 permitieron el avance de los europeos. Los franceses y portugueses incrementaron sus posesiones. Italia se desplazó hacia territorios a orillas del mar Rojo, junto a tierras dominadas por Gran Bretaña y el reino independiente de Etiopía.
Alemania llegó relativamente tarde al imperio en el exterior. Bismarck fue reacio a embarcarse en una empresa que, a su parecer, reportaría pocas ventajas económicas o políticas. Pero tampoco quería que Gran Bretaña o Francia dominaran África, de modo que Alemania se apoderó de colonias en lugares estratégicos. Las colonias alemanas de Camerún y la mayor parte de la moderna Tanzania se separaron de territorios de potencias más antiguas y asentadas. Aunque los alemanes no practicaron el colonialismo más entusiasta de todos, sí se sintieron fascinados por la aventura imperial, y fueron celosos de sus territorios. Cuando el pueblo herero del África alemana del suroeste (actual Namibia) se rebeló a comienzos de la década de 1900, los alemanes se ensañaron con una campaña de quema de poblados y matanzas étnicas que casi aniquiló al pueblo herero.
Gran Bretaña y Francia tuvieron sus propias ambiciones. Los franceses aspiraron a avanzar por el continente de oeste a este, una razón importante para la expedición francesa a Fashoda (en Sudán) en 1898 (véase más abajo). La parte que logró Gran Bretaña durante la «pelea» se correspondió en gran medida con el sur y el este de África, y formó parte de los sueños y la carrera de un hombre: el magnate de diamantes, político colonial y visionario imperial Cecil Rhodes. Rhodes, que hizo una fortuna en las minas de diamantes de Sudáfrica entre las décadas de 1870 y 1880 y fundó la compañía minera de diamantes DeBeers, ocupó el puesto de primer ministro de la Colonia Británica de El Cabo en 1890. (Legó parte de su fortuna para la creación de la beca Rhodes, dedicada a formar a futuros dirigentes del imperio en Oxford). Mediante una alianza incómoda con los colonos bóers en las repúblicas independientes y diversos grados de apoyo por parte de Londres, Rhodes alcanzó dos grandes metas, una personal y otra imperial. La meta personal consistió en crear un imperio sudafricano basado en los diamantes. «Rodesia» enarbolaría la bandera del Reino Unido por conseguir reconocimiento, pero enviaría sus beneficios a las empresas de la propia Rodesia. Mediante sobornos, tratos dobles, cuidadas coaliciones políticas con los británicos y los colonos bóers, conflictos armados y robos manifiestos, Rhodes contribuyó a conseguir territorios que forman los estados actuales de Zambia, Zimbabwe, Malawi y Botswana, es decir, la mayor parte de la sabana de África meridional. Pero Rhodes tenía una idea imperial más amplia que compartió con el nuevo secretario colonial británico de finales de la década de 1890, Joseph Chamberlain. La primera parte de esa concepción consistía en la presencia británica en toda África oriental, simbolizada por el objetivo de construir una línea ferroviaria desde El Cabo hasta El Cairo. La segunda parte aspiraba a que el imperio hiciera autosuficiente a Gran Bretaña, de manera que la industria británica tuviera la capacidad de funcionar con las mercancías y las materias primas que recibiera desde las colonias, para exportar de nuevo después muchos productos terminados a esos lugares. Una vez que se tomaron los territorios de «Zambeziland» y Rodesia, Rhodes se enfrentó a los colonos europeos de la región y el conflicto dio lugar a una guerra abierta en 1899.
Esta batalla por obtener ventajas estratégicas, diamantes y orgullo europeo simbolizó la «pelea por África». Mientras cada potencia europea aspiraba a tener «suerte y éxito», según la célebre frase del káiser alemán Guillermo II, más y más partes de África fueron quedando sometidas a un control colonial directo. El saqueo adquirió unas dimensiones completamente desconocidas hasta entonces gracias a la creación y la gestión de empresas con el fin de despojar al continente de sus recursos, y los pueblos africanos se enfrentaron a una mezcla de control europeo directo e «indirecto» que permitió que las élites locales simpatizantes con los intereses europeos mandaran literalmente sobre quienes se opusieron a ellos. El reparto de África representó el ejemplo más impactante del nuevo imperialismo, y tuvo repercusiones tanto internacionales como nacionales.
La relación entre la metrópoli y las colonias no se mantuvo a distancia; el imperialismo se basó por completo en la cultura occidental de finales del siglo XIX. Las imágenes del imperio eran omnipresentes en la metrópoli. No sólo aparecían en los textos propagandísticos que distribuían los defensores de la expansión colonial, sino también en tintes de té o en cajas de cacao, de fondo en carteles de todo tipo, desde los anuncios de salones de baile hasta los de máquinas de coser. Los museos y exposiciones mundiales exhibían los productos del imperio y presentaban ante el público «pueblos exóticos» que ahora se beneficiaban de una «educación» europea. Los teatros de variedades sonaban al son de las canciones imperialistas. El imperio casi siempre aparecía en las novelas del período, en ocasiones como escenarios remotos de fantasías, aventuras o historias de descubrimiento personal. A veces, los temas y pueblos del imperio se presentaban a la metrópoli como una amenaza sutil. Hasta en las historias de Sherlock Holmes, que estaban ambientadas en Londres y no eran abiertamente imperialistas, el mobiliario del imperio brindaba signos de opulencia y decadencia al punto reconocibles. En La señal de los cuatro, Holmes visita a un caballero en un lujoso apartamento: «Dos pieles de tigre espléndidas atravesadas [sobre la alfombra] acentuaban los aires de lujo oriental, del mismo modo que un inmenso narguile situado sobre una estera en el rincón». En El hombre del labio retorcido, Watson deambula por uno de los supuestos fumaderos de opio del barrio londinense de East End, donde lo espera un «sirviente malayo cetrino». Los propios «fumaderos» ya eran en buena medida una invención; los registros policiales de la época revelan muy pocos lugares de Londres que suministraran el narcótico. En el contexto de la fantasía, los imperios de ultramar y los pueblos «exóticos» pasaron a formar parte de la cultura sexual del siglo. Las fotografías y postales de harenes en el norte de África o de mujeres árabes sin velo eran habituales en la pornografía europea, al igual que memorias coloniales que relataban las aventuras sexuales de sus autores.
Pero el imperio no sirvió únicamente como decorado, también fue un factor importante para la consolidación de la identidad europea. En el caso de Francia, la «misión civilizadora» expuso ante la ciudadanía francesa la grandeza de la nación. La construcción de vías férreas y el hecho de «llevar el progreso a otras tierras» ponían de manifiesto el vigor de la república francesa. Muchos escritores británicos se expresaron en términos parecidos. Unos calificaron el Imperio británico como «el mayor organismo laico para el buen conocimiento del mundo». Otros, usando un lenguaje más religioso, sostuvieron que «no sería arriesgado considerar la raza británica como raza misionera. Con razón o sin ella, el pueblo británico ha interpretado la orden de acudir a enseñar a todas las naciones como una misión que le ha correspondido de manera particular». La sensación de perseguir propósitos de elevada moralidad no se restringió a escritores varones o a grandes autoridades. En Inglaterra, Estados Unidos, Alemania y Francia, los discursos y proyectos de los movimientos femeninos de reforma estuvieron repletos de referencias al imperio y a la misión civilizadora. El movimiento británico por el sufragio femenino, por ejemplo, fue muy crítico con el gobierno nacional, pero a menudo igualmente nacionalista e imperialista. La llamada para que las mujeres participaran en la política británica parecía llevar implícita la aceptación de responsabilidades imperiales, además de las cívicas. Las reformadoras británicas escribieron sobre la opresión de las mujeres indias mediante enlaces matrimoniales infantiles y el sati, y se vieron soportando el peso de la «carga de la mujer blanca» para conseguir la reforma. La sufragista francesa Hubertine Auclert escribió un libro titulado Mujeres árabes en Argelia (1900), en el que acusó con enojo tanto a los administradores coloniales franceses por su indiferencia ante las condiciones de las mujeres en sus territorios, como a la república francesa por hacer caso omiso de las reivindicaciones de las mujeres en el interior del país. Sus argumentos molestaron precisamente porque se basaban en la afirmación de que la cultura europea debía ser progresista. Las mujeres árabes eran «víctimas del libertinaje musulmán», escribió Auclert, y la poligamia conducía a la «degeneración intelectual». La imagen de mujeres languideciendo en las colonias no sólo subrayó la necesidad de la reforma, también permitió que las mujeres europeas residentes en su país de origen se consideraran a sí mismas portadoras del progreso. El escritor liberal y teórico político John Stuart Mill (véase el capítulo 20) se sirvió con regularidad del mundo colonial como contraste. Cuando quería convencer sobre alguna cuestión relacionada con la libertad de expresión o religiosa, recurría a la India como contraejemplo, explotaba los estereotipos sobre el «oscurantismo» hindú o musulmán y apelaba a la convicción británica de que la suya era la civilización superior. Este contraste entre el atraso colonial o la degeneración moral y la civilización y estabilidad europeas moldeó la cultura occidental y el debate político.
La cultura imperial también otorgó nueva relevancia a las teorías raciales. En la década de 1850, el conde Arthur de Gobineau (1816-1882) había escrito un volumen enorme titulado La desigualdad de las razas, pero la obra despertó poco interés hasta el período del nuevo imperialismo, cuando se tradujo al inglés y se comentó ampliamente. Para Gobineau, la raza ofrecía la «llave maestra» para comprender los problemas del mundo moderno. Él afirmaba que «la cuestión racial eclipsa el resto de los problemas de la historia […] la desigualdad de las razas cuya fusión da lugar a los pueblos basta para explicar todo su destino». Algunas ideas de Gobineau procedían de proyectos ilustrados previos para comprar y estudiar diferentes culturas y gobiernos. Pero, en contraste con sus predecesores ilustrados, Gobineau no creía que el entorno tuviera alguna repercusión en la política, la cultura o la moral. La raza lo era todo. Él sostenía que los pueblos degeneraban cuando «por sus venas dejaba de correr la misma sangre, de forma que la adulteración continuada afectaba de manera gradual a la calidad de la sangre». Los pensadores ilustrados afirmaban a menudo que la esclavitud incapacitaba a sus víctimas para comprender la libertad. Gobineau, en cambio, sostenía que la esclavitud demostraba la inferioridad racial de sus víctimas.
Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), hijo de un almirante británico, intentó mejorar las teorías de Gobineau tornándolas más «científicas». Esto significaba vincular las teorías raciales con los nuevos textos científicos sobre evolución, con la ciencia natural de Charles Darwin y con las ideas de Herbert Spencer sobre la evolución de las sociedades. (Sobre Darwin y Spencer, véase el capítulo 23). Al igual que otros pensadores europeos preocupados por la raza, Chamberlain usó el concepto de cambio evolutivo para mostrar que las razas varían con el tiempo. Las obras de Chamberlain alcanzaron gran popularidad y se vendieron cientos de miles de copias en Inglaterra y Alemania. Francis Galton (1822-1911), científico británico que estudió la evolución, examinó asimismo cómo se transmitían los rasgos hereditarios de generación en generación. En 1883, Galton usó por primera vez el término «eugenesia» para aludir a la ciencia dedicada a mejorar las «cualidades raciales» de la humanidad mediante el cultivo selectivo de los «individuos superiores». Karl Pearson (1857-1936), que desarrolló una labor pionera en el uso de las estadísticas, dedicó sus análisis sistemáticos al estudio de la inteligencia y el «genio», y compartió con Galton la preocupación de que sólo políticas nuevas de control racial contendrían el deterioro inminente de Europa. Estas teorías no crearon por sí solas una mentalidad imperialista, y fueron muy unidas a otros cambios dentro de la cultura europea, en especial a un antagonismo renovado entre clases sociales y a una nueva oleada de antisemitismo europeo (véase el capítulo 23). Pero el creciente racismo científico en la Europa de finales del siglo XIX facilitó a muchos una reconciliación con la retórica del progreso, la libertad individual y la «misión civilizadora» con desprecio por otros pueblos. Asimismo, brindó una base lógica para la conquista imperial y una justificación para el derramamiento de sangre que conllevó el imperialismo, por ejemplo, en África.
Aun así, los europeos discreparon sobre estos asuntos. Los políticos y escritores que defendieron el imperialismo o lo justificaron con argumentos raciales encontraron opositores. Pensadores tales como Hobson y Lenin condenaron el proyecto imperial en su conjunto como un acto de avaricia y de arrogancia antidemocrática. Literatos como Joseph Conrad, quien compartió buena parte del racismo de sus contemporáneos, creyeron sin embargo que el imperialismo revelaba patologías profundamente arraigadas en la cultura europea. En resumen, el imperialismo dio lugar a un debate serio acerca de sus efectos y sus causas. Muchos antiimperialistas fueron hombres y mujeres procedentes de las propias colonias que expusieron su caso en la metrópoli. El Comité Británico del Congreso Nacional Indio, por ejemplo, reunía a muchos miembros de la comunidad india de Londres decididos a informar a la opinión pública británica sobre la explotación del pueblo y los recursos indios. Esta labor implicó la realización de giras para dar discursos, manifestaciones y encuentros con radicales y socialistas británicos potencialmente simpatizantes con el movimiento.
Tal vez la acción más desafiante de todas las antiimperialistas fue la conferencia panafricana de Londres celebrada en 1900 en plena «pelea por África» y durante la guerra de los bóers (véase más abajo). La conferencia surgió a partir de una tradición internacional de movimientos antiesclavistas afroamericanos, británicos y estadounidenses, y de grupos como la Asociación Africana (fundada en 1897), que usaron la retórica empleada con anterioridad para abolir la esclavitud con la finalidad de influir en las tácticas del imperialismo europeo. Éstos protestaban porque el trabajo forzado en los complejos mineros de África meridional se asemejaba a la esclavitud, y reclamaban en términos muy moderados alguna autonomía y representación para los pueblos nativos de África. La conferencia panafricana de 1900 fue reducida, pero atrajo delegados desde el Caribe, África occidental y Estados Unidos, entre quienes se encontraba el líder intelectual afroamericano de treinta y dos años y doctorado por Harvard W. E. B. Dubois (1868-1963). La conferencia emitió una proclama, «Para las naciones del mundo», con una introducción famosa redactada por Dubois. «El problema del siglo XX es el problema de la postura racial […]. En las metrópolis del mundo moderno, en este año que clausura el siglo XIX —versaba la proclama—, se ha celebrado un congreso de hombres y mujeres de sangre africana para debatir con seriedad sobre la situación actual y las perspectivas de las razas más oscuras de la humanidad». El gobierno británico ignoró la conferencia por completo. Pero el panafricanismo, como el nacionalismo indio, se multiplicó a pasos agigantados (e inquietantes para los imperialistas) después de la Primera Guerra Mundial.
En años recientes ha ido en aumento el interés de los historiadores por las culturas coloniales, o las consecuencias del impacto imperial en todo el mundo. Ciudades como Bombay, Calcuta y Shanghái experimentaron un crecimiento disparatado durante la época que triplicó su tamaño. Hong Kong y otros puertos sujetos a tratados y usados como puestos de avanzada para el comercio y la cultura de Europa, se fueron transformando a medida que los europeos crearon bancos, empresas navieras, escuelas y academias militares, y emprendieron actividades misioneras. La variedad de experiencias nacionales dificulta mucho establecer generalizaciones, pero cabría destacar algunos puntos. En primer lugar, el colonialismo creó culturas nuevas e híbridas. Tanto las instituciones y prácticas europeas como las indígenas, sobre todo religiosas, sufrieron una transformación debida al contacto entre ellas. En segundo lugar, aunque los europeos consideraron a menudo las regiones anexionadas como «laboratorios» para crear sociedades bien disciplinadas y ordenadas, los cambios sociales que depararon los europeos a su paso, confundieron esos planes. Tanto en el occidente como en el sur de África, la demanda europea de mano de obra sacó a los hombres de sus poblados, donde dejaron sus familias, y los hacinó a millares en los barrios de chabolas que rodeaban las nuevas ciudades en crecimiento descontrolado. Los individuos locales emprendedores generaron toda clase de negocios ilegales que abastecían a trabajadores masculinos eventuales y desconcertaban a las autoridades europeas. La esperanza de que la gestión europea creara mano de obra bien disciplinada y ciudades bien vigiladas se desvanecieron con rapidez.
En tercer lugar, las autoridades a ambos lados del choque colonial mostraron una preocupación enorme por preservar las tradiciones nacionales y la identidad ante una cultura colonial inevitablemente híbrida y constantemente cambiante. Sobre todo en China y la India, surgieron debates arduos sobre si la educación debía «occidentalizarse» o seguir líneas tradicionales. Las élites chinas, ya divididas por costumbres tales como el vendaje de pies o el concubinato (la práctica legal de que los hombres mantuvieran amantes formales fuera del matrimonio), vieron intensificados sus dilemas cuando el imperialismo adquirió poder. Indecisos sobre el rechazo o la defensa de tales prácticas, lucharon con gran angustia contra los cambios sufridos por su propia cultura debido a la corrupción del colonialismo. Los defensores de la reforma y el cambio en China y la India tuvieron que resolver su postura ante la «moderna» cultura occidental, la cultura de los colonizadores y la cultura popular «tradicional». Por su parte, las autoridades coloniales británicas, francesas y holandesas temían que un exceso de familiaridad entre colonizadores y colonizados debilitara las tradiciones europeas y socavara el poder europeo. En Phnom Penh, Camboya (que entonces formaba parte de la Indochina francesa), donde los franceses vivían en barrios separados del resto de la ciudad por un foso, las autoridades coloniales, así y todo, exigían el uso de una «vestimenta adecuada y mantener distancias con los nativos». Escandalizado por lo que él consideraba una falta de decoro entre los franceses de la ciudad, un periodista francés afirmó que a una mujer francesa no se la debía ver jamás en el mercado público. «Los asiáticos no entienden que se pueda caer tan bajo». Las mujeres europeas debían mantener la posición y el prestigio europeos.
No es de extrañar que las relaciones sexuales generaran la mayor inquietud y también las respuestas más contradictorias. «En este clima tórrido, las pasiones aumentan —escribió un administrador francés en Argelia—. Los soldados franceses buscan mujeres árabes porque son distintas y novedosas.» «Entre los ingleses solteros residentes en China existía la práctica común de citarse con niñas chinas, y yo hice lo mismo que el resto», contaba un británico asentado en Shanghái. Pero cuando siguió la convención y se casó con una mujer británica, aquel hombre envió a Inglaterra a su querida china y a sus tres hijos para evitar incomodidades. Los administradores europeos procuraron prohibir de forma intermitente los amoríos entre hombres europeos y mujeres autóctonas, tachando esas relaciones de «corruptas» y «casi siempre desastrosas». La hostilidad contra los hijos de tales uniones fue en aumento. Pero aquellas prohibiciones sólo encubrieron las relaciones, con lo que aumentaron el abismo que separaba la imagen pública de la gestión colonial de la realidad privada de la vida en las colonias. En este y otros ámbitos, la cultura colonial impuso una serie de compromisos sobre lo «aceptable» y creó jerarquías étnicas cambiantes y en ocasiones sutiles. Aquellos dramas locales y personales no fueron menos complejos que los enfrentamientos territoriales entre grandes potencias.
Los albores del siglo XX conllevaron una serie de crisis para los imperios occidentales. Estas crisis no acabaron con el mandato europeo, pero sí crearon agudas tensiones entre las naciones occidentales. Las crisis también animaron a las naciones imperiales a expandir su peso económico y militar en territorio extranjero. Debilitaron la confianza de Occidente. Por todos estos motivos resultaron cruciales para la cultura occidental durante los años previos a la Primera Guerra Mundial.
FASHODA
La primera crisis, del otoño de 1898, enfrentó a Gran Bretaña contra Francia en Fashoda, en el Sudán egipcio. La instauración británica de un «protectorado» en Egipto tras el conflicto del canal de Suez en la década de 1880 tuvo varios efectos importantes. Modificó la estrategia británica en África oriental de forma que apoyara las ideas de Rhodes para comunicar El Cabo con El Cairo. También reveló tesoros arqueológicos y culturales del pasado egipcio a aventureros y académicos británicos, estudiosos entusiastas de la historia (y amantes del autobombo). Daba la impresión de que la civilización más antigua se unía ahora a la más triunfal de la época presente, y los exploradores británicos podían acceder al «origen del Nilo» remontando las aguas administradas ahora bajo bandera británica.
Los exploradores no fueron los únicos británicos que se aventuraron a remontar el Nilo. Con la excusa de proteger al nuevo dirigente pro británico, Gran Bretaña intervino en un alzamiento islámico en Sudán. Enviaron una fuerza angloegipcia a la capital sudanesa, Jartum, al mando del más llamativo (y quizá el menos sensible) de todos los generales británicos coloniales, Charles Gordon, apodado Gordon «el chino», bien conocido por su actuación para reprimir la rebelión Taiping. Los rebeldes sudaneses, dirigidos por Mahdi (un líder religioso que afirmaba ser el sucesor del profeta Mahoma), sitiaron a Gordon. Las fuerzas británicas no estaban bien preparadas para desplazarse hacia el sur remontando el Nilo en gran número; Gordon murió como un héroe cuando los rebeldes asaltaron Jartum. La revancha por la suerte de Gordon mantuvo ocupados a los oficiales en Egipto y la imaginación popular durante más de una década. En 1898 hubo una segunda rebelión a gran escala que brindó la ocasión perfecta para vengarlo. Un ejército angloegipcio al mando de un ingeniero metódico y ambicioso, el general Horatio Kitchener, navegó hacia el sur remontando el Nilo y atacó Jartum. El uso de rifles modernos, artillería y ametralladoras les permitió masacrar al ejército de Mahdi en la localidad de Omdurman y recuperar Jartum. El cadáver de Gordon fue desenterrado para inhumarlo con pompa y ceremonia mientras el público británico celebraba una victoria famosa y fácil.
Pero aquella victoria conllevó complicaciones. Francia, que tenía territorios en África central lindantes con Sudán, interpretó la presencia británica a lo largo de la franja oriental de África como un preludio de la hegemonía británica en todo el continente. Se envió una expedición francesa a la localidad sudanesa de Fashoda para cuestionar las reivindicaciones británicas sobre la parte más meridional del territorio. Los franceses se encontraron con tropas del ejército de Kitchener. Durante unas pocas semanas de septiembre de 1898 la situación se tambaleó al borde del conflicto armado. Sin embargo, la desavenencia se resolvió cuando los británicos no sólo retaron a Francia a cumplir sus amenazas, sino que también garantizaron que no continuarían con su expansión poniendo cemento en las fronteras del nuevo «Sudán angloegipcio», una ampliación aún mayor del control político que había comenzado con el canal de Suez.
ETIOPÍA
Los métodos tradicionales de gestión imperial y el convencimiento sobre la superioridad militar y moral de Europa se toparon con otros desafíos en el cambio de siglo. La rebelión bóxer en China fue una de las numerosas revueltas indígenas que surgieron contra los métodos imperiales occidentales y sus consecuencias. La guerra ruso-japonesa fue un conflicto muy largo entre dos potencias imperiales que puso en duda la idea de la superioridad inherente a Europa sobre todos los demás pueblos del mundo.
Pero también surgieron otras complicaciones para las potencias europeas. Durante las décadas de 1880 y 1890, Italia había estado formando un pequeño imperio propio a lo largo de las costas del mar Rojo. Italia se anexionó Eritrea y partes de Somalia y, poco después de la muerte de Gordon en Jartum, repelió una invasión de sus nuevas colonias por parte de las fuerzas de Mahdi. Aquellos primeros éxitos coloniales animaron a los políticos italianos, dedicados aún a la construcción de una nación industrial moderna, a desarrollar un proyecto imperial mucho más ambicioso. En 1896 envió una expedición a conquistar Etiopía. Etiopía era un imperio interior montañoso, el último gran reino independiente de África. Su emperador, Menelik II, era un político inteligente y un caudillo militar sagaz. Sus súbditos eran cristianos en su mayoría y el comercio del imperio había permitido a Menelik invertir en la artillería europea más moderna para custodiar sus vastas propiedades. La expedición, consistente en varios miles de soldados italianos profesionales y muchos más reclutas somalíes, marchó hacia los pasos de montaña etíopes. Menelik los dejó entrar consciente de que, para seguir los caminos, los mandos italianos tendrían que dividir las fuerzas. El inmenso ejército de Menelik avanzó por las montañas y cuando el desorganizado ejército italiano intentó reagruparse cerca de la población de Adua en marzo de 1896, el ejército etíope se interpuso entre las columnas separadas y las destruyó por completo dando muerte a seis mil efectivos. Adua se convirtió en una humillación nacional para Italia y en un símbolo para los radicales políticos y reformadores africanos durante los albores del siglo XX. El próspero reino de Menelik pareció ser una excepción desconcertante, y tal vez peligrosa, a las ideas que circulaban en Europa acerca de las culturas africanas en general.
SUDÁFRICA: LA GUERRA DE LOS BÓERS
En otras partes de África, la ambición desmesurada condujo a una clase de conflicto aún más preocupante: europeos enfrentados a colonos europeos. Los afrikáneres, también llamados bóers (por la asimilación del término holandés para «granjero»), eran colonos procedentes de Holanda o Suiza que habían llegado a África del sur a comienzos del siglo XIX con la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, y que mantenían una relación vieja y agitada con sus vecinos imperiales, los británicos. En el transcurso del siglo XIX, los bóers fueron accediendo a tierras del interior desde El Cabo hasta fundar dos repúblicas independientes libres del influjo británico: Transvaal y el estado libre de Orange. A mediados de la década de 1880, se descubrieron reservas de oro en Transvaal. El británico imperialista y magnate de los diamantes Cecil Rhodes ya había intentado provocar una guerra entre Gran Bretaña y los bóers con la esperanza de unir las venturosas minas de diamantes y las tierras de pastos de los afrikáneres a su propio territorio de Rodesia. En 1899, como consecuencia de una serie de desavenencias, Gran Bretaña entró en guerra contra los bóers. A pesar de la reciente victoria británica en Sudán, el ejército británico estaba muy mal preparado para la guerra: el abastecimiento, las comunicaciones y las medicinas para el ejército en África del sur resultaron desastrosas. Estos problemas iniciales fueron seguidos por varias derrotas humillantes cuando las fuerzas bóers, que conocían el terreno, abrieron fuego contra las columnas británicas hasta despedazarlas. Las guarniciones británicas en las poblaciones de Ladysmith y Mafeking estaban cercadas. Enojado y desconcertado por estos primeros fracasos, el gobierno británico, sobre todo el secretario colonial Joseph Chamberlain, se negó a alcanzar un acuerdo. El nuevo comandante británico, sir Robert Roberts, se benefició de los soberbios recursos británicos y de las vías férreas construidas para las minas de diamantes. Las fuerzas británicas aplastaron a los bóers, liberaron las guarniciones británicas sitiadas y tomaron Pretoria, capital de los afrikáneres. Esto motivó celebraciones en Londres y alentó la esperanza de que la guerra hubiera terminado.
Sin embargo, los bóers estaban decididos a no rendirse jamás. Abastecidos por otras naciones europeas, en particular por Alemania y Holanda, los afrikáneres salieron de las ciudades, formaron comandos (pequeñas partidas de asalto) e iniciaron una guerra de guerrillas que se prolongó durante otros tres años. Las pérdidas británicas debidas a los comandos y a las enfermedades animaron a los generales británicos a adoptar la mayoría de las medidas globales y brutales a las que más tarde recurrirían con frecuencia los ejércitos occidentales al enfrentarse a guerrillas. Levantaron búnkeres blindados para proteger lugares estratégicos y dispararon a todo lo que se movía. Enviaron unidades especiales de caballería (formadas a menudo por jinetes irlandeses o australianos que luchaban por la «madre patria», es decir, Gran Bretaña) a enfrentarse a las guerrillas en sus mismos términos, y cada bando cometió sus atrocidades correspondientes. Los africanos negros, despreciados por ambos lados, sufrieron los efectos del hambre y la enfermedad a medida que la guerra fue destruyendo valiosas tierras de labranza. Los británicos crearon asimismo «campos de concentración» (la primera vez que se usó el término) donde reunieron a los civiles afrikáneres y los obligaron a vivir en unas condiciones espantosas para que fueran incapaces de prestar ayuda a los guerrilleros. En el transcurso de dos años murieron casi veinte mil civiles debido a enfermedades y malas condiciones higiénicas. Estas medidas provocaron una reacción internacional violenta. Los rotativos europeos y americanos reprendieron con severidad a los británicos tachándolos de matones imperiales. Los campos de concentración generaron una oposición en la propia Gran Bretaña, donde los contrarios a esas prácticas, calificados de «pro bóers» por la prensa conservadora, emprendieron campañas contra esas violaciones de los derechos de los europeos blancos, al tiempo que apenas decían nada sobre la suerte de los africanos autóctonos durante el conflicto. Al final, los afrikáneres transigieron. Sus representantes políticos cedieron legalmente sus viejas repúblicas a una nueva Unión de Sudáfrica británica que les otorgó una parte de poder político. El acuerdo estableció una alianza incómoda entre los colonos ingleses y los afrikáneres; los políticos de cada bando conservaron su elevado nivel de vida recurriendo a la mano de obra africana barata y, con el tiempo, a un sistema de segregación racial conocido como apartheid.
EL IMPERIALISMO ESTADOUNIDENSE
En la década de 1890 empezó a emerger otra potencia imperial: Estados Unidos de América. Durante la última parte del siglo XIX, los gobiernos americanos y los intereses privados que apoyaban la expansión imperial practicaron un juego doble. Estados Unidos actuó como paladín de los países subdesarrollados del hemisferio occidental cuando se veían amenazados por Europa. Pero Estados Unidos aspiró, siempre que le convino, a vivir a costa de sus vecinos, ya fuera en términos formales o «informales». Esto conllevó a la larga otro conflicto con otro imperio occidental frágil. El débil control que ejercía España sobre sus colonias en el Caribe y el Pacífico estuvo plagado de rebeliones en las décadas de 1880 y 1890. La prensa popular estadounidense hizo campaña a favor de la causa de los rebeldes y, cuando un acorazado estadounidense explotó de manera fortuita en el puerto de La Habana, Cuba, los imperialistas estadounidenses y la prensa reclamaron una guerra en venganza. La administración del presidente William McKinley mostró unas reticencias extremas para entrar en guerra, pero McKinley también comprendió la necesidad política. Estados Unidos intervino para defender sus inversiones, para garantizar la seguridad marítima de las rutas comerciales en América y el Pacífico, y para exhibir el potencial de la armada estadounidense recién construida. Declaró la guerra a España en 1898 basándose en falsas razones, y ganó con rapidez. En España, la guerra hispano-estadounidense dio lugar a toda una generación de escritores, políticos e intelectuales en busca de un sentimiento nacional. Esto condujo al fin de la monarquía española en 1912 y la gestación de tensiones políticas que acabarían estallando en la Guerra Civil española en la década de 1930.
Aquel mismo año en que Estados Unidos ganó su «espléndida pequeña guerra» contra España, se anexionó además Puerto Rico, estableció un «protectorado» en Cuba y libró una batalla breve pero brutal contra los rebeldes filipinos a quienes el colonialismo estadounidense no les gustaba más que su versión española. En América, Estados Unidos prosiguió con sus intervenciones. Cuando la provincia colombiana de Panamá amenazó con rebelarse en 1903, los estadounidenses se apresuraron a respaldar a los rebeldes, reconocieron Panamá como república, y entonces procedieron a garantizarle protección mientras aquéllos construían el canal de Panamá en un territorio arrendado al nuevo gobierno. Al igual que el canal de Suez británico, el canal de Panamá (abierto oficialmente en 1914) cimentó la hegemonía estadounidense en los mares de América y el Pacífico oriental. Intervenciones en Hawai y más tarde en Santo Domingo sirvieron como pruebas adicionales de que Estados Unidos no era una potencia imperial inferior a las naciones de Europa.
Durante el último cuarto del siglo XIX, la antigua relación entre las naciones europeas y el resto del mundo se internó en una fase nueva. Esta etapa se distinguió por la rapidez pasmosa con que se extendió el control formal de Europa, y por nuevos patrones disciplinarios y colonizadores. Vino impulsada por el aumento de las necesidades económicas del Occidente industrial, por conflictos territoriales y por el nacionalismo, que hacia finales del siglo XIX relacionó el sentimiento nacional con el imperio. Entre sus consecuencias inmediatas figuró la creación de una cultura «tímidamente imperial» en el oeste. Pero, al mismo tiempo, generó un malestar manifiesto en Europa y contribuyó con fuerza a la sensación de crisis que recorrió todo Occidente en las postrimerías del siglo XIX.
A pesar de todo su peso, esta expansión europea nunca permaneció libre de desafíos. El imperialismo provocó resistencia y exigió cambios constantes en las estrategias de gobierno. Durante la Primera Guerra Mundial, la movilización de los recursos del imperio resultaría crucial para la victoria. Tras ella, la reinstauración de las condiciones de finales del siglo XIX resultaría casi imposible. Y, a largo plazo, las estructuras políticas, los cambios económicos y las formas de relación entre razas que deparó este período acabarían impugnados a lo largo de todo el siglo XX.
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