Los años transcurridos entre 1870 y 1945 se han bautizado como la «era europea», y durante los mismos se produjeron tres grandes cambios. El primero consistió en la expansión veloz y espectacular de los imperios europeos. El desarrollo industrial de Europa occidental y Estados Unidos otorgó a estas naciones un poder sin precedentes dentro del circo mundial. El comercio, las guerras y los métodos de Occidente para ejercer el poder político funcionaron a escala planetaria. Ese peso mundial recién estrenado infundió confianza, pero también deparó crisis. Aunque la fuerza económica de las naciones occidentales les permitió dominar las partes menos desarrolladas del orbe, del mismo modo dio lugar a una competencia nueva y peligrosa entre ellas. El viejo sistema del «equilibrio de poder», pensado para basar la paz en la seguridad de que ningún país tuviera la capacidad de someter a otros, se tensó hasta romperse debido a las rivalidades que surgieron y se propagaron con rapidez por todo el mundo. El segundo cambio, más lento y más irregular, consistió en la emergencia de una política y una cultura de «masas»: la ampliación del sufragio y de las democracias liberales y parlamentarias, nuevas técnicas para movilizar (o manipular) a la ciudadanía y formatos culturales modernos que abarcaban desde periódicos y publicidad de masas hasta la radio y el cine. La tercera novedad guardó relación con las violentas transformaciones que conllevó la guerra. En dos ocasiones durante el período, en 1914 y 1939, estalló la presión nacional e internacional. En dos ocasiones durante este período, la guerra resultó terriblemente distinta de lo que habían esperado la ciudadanía, los soldados o los dirigentes políticos. Y en dos ocasiones durante este período, en 1918 y 1945, los europeos despertaron a un mundo apenas reconocible. Las dos guerras mundiales tuvieron consecuencias de gran alcance, entre las cuales figuraron la desmembración de los imperios europeos y la transformación del lugar que había ocupado Europa dentro del mundo.