CAPÍTULO 21

¿Qué es una nación? Territorios,
estados y ciudadanos, 1848-1871

El año 1848 fue un año tumultuoso. Desde Berlín hasta Budapest o Roma, grupos de insurgentes se apresuraron a improvisar barricadas para obligar a reyes y príncipes a batirse en una retirada igualmente precipitada (aunque sólo temporal). Al otro lado del Atlántico, el Tratado de Guadalupe Hidalgo puso fin a la guerra entre México y Estados Unidos con una transacción territorial masiva: por la suma de 15 millones de dólares Estados Unidos adquirió más de un millón de kilómetros cuadrados de territorio occidental que incluía California. El intercambio casi completó la expansión continental estadounidense, pero también generó conflictos que condujeron a la Guerra Civil estadounidense. La Convención en Seneca Falls celebrada en julio de 1848 marcó la emergencia de un movimiento organizado en favor del sufragio femenino en Estados Unidos, que tuvo su paralelismo en Europa. El Herald de Nueva York detectó una conexión inquietante entre los eventos de aquel año y declaró con nerviosismo que «En cualquier lugar del mundo hacia donde dirijamos la atención, se desmorona la fábrica social y política […]. [L]a obra de la revolución ya no se limita al Viejo Mundo, ni al género masculino». También fue en 1848 cuando los mineros encontraron oro en California y desencadenaron un acontecimiento con resonancia trasatlántica: la fiebre del oro. Cuando las nuevas sobre el oro californiano llegaron a París en otoño de 1848 tras un verano de amargo conflicto social, Carlos Marx señaló con acidez que «los sueños del oro suplantarían los sueños socialistas de los obreros parisienses».

Los disturbios sociales y políticos de 1848 señalaron el punto culminante de la «era de la revolución» y sus fracasos marcaron el final de esa era. Pero la crisis de mediados de siglo resultó igualmente decisiva en la historia del nacionalismo y de la construcción nacional. El nacionalismo, tal como se definió en el capítulo anterior, es el sentimiento de pertenencia a una comunidad que comparte tradiciones históricas, geográficas, culturales o políticas. Tal como señalan los historiadores, este sentimiento es tan intenso como difuso y, por tanto, podían cultivarlo (y así sucedió) intelectuales, revolucionarios y gobiernos para propósitos distintos. El nacionalismo servía a las políticas y objetivos liberales o conservadores. Durante la primera mitad del siglo XIX, el nacionalismo se asociaba a menudo con los objetivos liberales; hacia final de siglo adquirió un significado conservador; 1848 fue un momento relevante en este gran cambio radical.

La construcción nacional alude al proceso de creación de estados nuevos y de reconstrucción de los antiguos, una transformación en la que el siglo XIX supuso una etapa crucial. Las alteraciones territoriales, como la del Tratado de Guadalupe Hidalgo, que supuso un cambio espectacular en las fronteras de Estados Unidos de América, fueron relevantes. Pero también lo fueron las reformas políticas y las nuevas estructuras estatales que alteraron el funcionamiento de los gobiernos y su manera de relacionarse con sus ciudadanos. La Guerra de Secesión americana, al igual que la unificación de Italia y de Alemania, implicaron cambios políticos y territoriales violentos, y los tres acontecimientos tuvieron ramificaciones de largo alcance en el orden internacional. Francia, Gran Bretaña, Rusia y Austria también experimentaron una remodelación durante este período; se revisó la burocracia y se amplió el electorado, las relaciones entre grupos étnicos se reorganizaron, y se abolieron la servidumbre rusa y la esclavitud americana. Las relaciones cambiantes entre los estados y sus súbditos ocuparon un lugar central durante la construcción nacional. Y esos cambios se vieron acelerados por las reacciones contra los disturbios revolucionarios de 1848.

El nacionalismo y la Revolución de 1848

En Europa central y oriental, la primavera de 1848 conllevó una sucesión vertiginosa de revolución y represión. Las raíces de la revolución radicaban en antagonismos sociales, crisis económicas y reivindicaciones políticas. Pero el nacionalismo también definió esos conflictos de manera decisiva. Sin duda, los reformadores y revolucionarios perseguían objetivos liberales: un gobierno representativo, el fin de los privilegios, el desarrollo económico, etcétera. Pero también aspiraban a cierta forma de unidad nacional. De hecho, los reformistas de Alemania, Italia, Polonia y el Imperio austriaco pensaban que sus objetivos liberales sólo se alcanzarían dentro de un estado-nación vigoroso y «moderno». La suerte de las revoluciones de 1848 en esas regiones demostró el poder del nacionalismo para movilizar a los contrarios al régimen, pero también su potencial para dividir alianzas revolucionarias y para anular por completo otros tipos de lealtades y valores.

¿QUIÉN FORMA UNA NACIÓN? ALEMANIA EN 1848

En 1815 «Alemania» no existía. El Congreso de Viena había creado una «Confederación Germánica», una organización inconexa de treinta y ocho estados que incluían Austria y Prusia, pero no sus territorios no germanos en zonas de Polonia y Hungría. La confederación se planeó únicamente para procurarse una defensa común. Carecía de un poder ejecutivo real. A efectos prácticos, Prusia era, junto con Austria, la gran potencia de la región, y desempeñaría un papel crucial en la política alemana.

En 1806, Prusia había sido derrotada por la Francia de Napoleón. Muchos prusianos interpretaron la derrota como una reprobación de la pasividad del país desde el reinado de Federico el Grande (1740-1786). Para reponer el «patriotismo y la honra e independencia nacionales», instauraron una serie de reformas agresivas impuestas desde arriba. Los reformadores prusianos reconstituyeron el ejército siguiendo el ejemplo napoleónico. El reclutamiento y la promoción de los oficiales pasaron a depender de los méritos más que de la cuna, aunque la inmensa mayoría siguió proviniendo de la clase de los junker (la aristocracia). Otras reformas modernizaron la instrucción en la escuela real de cadetes de Berlín e incitaron a la clase media a adoptar un papel más activo en la administración pública. En 1807 se abolió la servidumbre y el sistema de propiedades. Un año después, en un intento consciente por incrementar entre las clases medias el sentimiento alemán de sí mismas como ciudadanas, se permitió que cada ciudad y cada pueblo eligiera su concejo municipal y gestionara sus propios presupuestos. (La justicia y la seguridad siguieron administradas por el gobierno central en Berlín). Los reformadores prusianos ampliaron las facilidades para la educación primaria y secundaria, y fundaron la Universidad de Berlín, que contó entre su profesorado con varios nacionalistas entusiastas.

Prusia quiso establecerse como el estado alemán dominante y como contrapeso del poder austriaco en la región. La victoria más significativa de Prusia a este respecto llegó con la Zollverein, o Unión Aduanera, en 1834, y un arancel uniforme contra el resto del mundo, una política claramente proteccionista defendida por el economista Friedrich List. En la década de 1840, la unión incluía casi todos los estados alemanes, salvo los pertenecientes a Austria, y ofrecía a los fabricantes un mercado de casi 34 millones de personas. El despliegue de vías férreas después de 1835 aceleró el intercambio dentro de este mercado interior ampliado.

Durante la década de 1840, las asociaciones políticas estudiantiles y de otros sectores radicales se unieron a grupos de abogados, médicos y empresarios de clase media para presionar en favor de nuevas demandas de gobiernos representativos y reformas, tanto en Prusia como en otros estados alemanes menores. Los periódicos se multiplicaron desafiando la censura. Los reformadores liberales se quejaban por igual de la dominación prusiana en la Confederación Germánica y del conservadurismo de los Habsburgo que gobernaban el Imperio austriaco. La nacionalidad alemana, afirmaban ellos, quebrantaría la dominación austriaca o prusiana y acabaría con la fragmentación sectorial que tanto dificultaba la reforma.

Cuando Federico Guillermo IV (1840-1861) accede al trono de Prusia en 1840, las esperanzas se disparan. El nuevo káiser tuvo algún que otro gesto con las reformas liberales. Pero, cuando aparecieron los problemas económicos en la década de 1840, el régimen volvió al autoritarismo. Federico Guillermo envió el ejército a reprimir una revuelta entre los tejedores textiles de Silesia, quienes protestaban por las importaciones británicas y, más en general, irritados por el desempleo, la bajada de sueldos y el hambre. La brutalidad de la respuesta del régimen conmocionó a muchos. El káiser también se opuso al constitucionalismo y a cualquier participación representativa en asuntos legislativos y presupuestarios.

Como en Francia, los liberales y radicales de Prusia y los estados alemanes continuaron con sus campañas de reforma. Y cuando la revolución estalló en Francia en la primavera de 1848, los disturbios se propagaron por todo el Rin. En los estados alemanes más pequeños, los reyes y príncipes se rindieron con una rapidez sorprendente ante los movimientos revolucionarios. Los gobiernos garantizaron libertad de prensa, elecciones, ampliación del sufragio, juicios con jurado y otras reformas liberales. En Prusia, Federico Guillermo IV, debilitado por los disturbios rurales e impactado por la matanza de doscientas cincuenta personas en Berlín en un enfrentamiento entre el ejército y los revolucionarios, capituló al fin.

LA ASAMBLEA DE FRÁNCFORT Y LA NACIÓN ALEMANA

La segunda etapa, y más idealista, de la Revolución comenzó con la elección de delegados para la celebración de una asamblea de todos los alemanes en Fráncfort, donde representantes de Prusia, Austria y los estados alemanes menores se reunieron para negociar su unificación en una sola nación alemana. La mayoría de los delegados procedían de las clases profesionales (abogados, profesores, administradores) y eran liberales moderados. Muchos creyeron que la Asamblea de Fráncfort daría lugar a una constitución para una Alemania liberal y unida, del mismo modo que la Asamblea francesa de 1789 había hecho lo propio para ese país. El paralelismo adolecía de numerosas lagunas. En 1789 Francia ya era un estado-nación con un poder soberano centralizado que los franceses de la Asamblea pudieron reformar y reorientar. La Asamblea de Fráncfort, en cambio, no tenía recursos, ni un poder soberano que tomar ni un código legislativo único. Ni siquiera disponía de un lugar adecuado para reunirse: durante once meses los delegados trabajaron en una estancia pública sencilla de una vieja iglesia con una acústica terrible: un lugar nada propicio para debatir y tomar decisiones legislativas. Aunque la Asamblea se benefició de la energía, el idealismo y el fervor de los delegados, se encontró con numerosos obstáculos y, en ocasiones, se tambaleó al borde del caos. En la sala de la Asamblea, las cuestiones nacionalistas se revelaron polémicas y destructivas. ¿Qué alemanes pertenecerían al nuevo estado? Una mayoría de los delegados de la Asamblea sostenía que eran alemanes todos aquellos que, por lengua, cultura o geografía, se sintieran vinculados al proyecto de unificación. Consideraban que la nación alemana debía incluir al mayor número posible de alemanes, una postura alentada por el espectáculo de desintegración que ofrecía el Imperio habsburgués. Ésta era la postura de los «grandes alemanes», a la que se oponía una minoría que reclamaba una «Pequeña Alemania» que dejara fuera todos los territorios del Imperio habsburgués, incluida la Austria alemana. Los grandes alemanes eran mayoría, pero estaban bloqueados por otras nacionalidades que no querían pertenecer a su redil. Los checos de Bohemia, por ejemplo, no querían formar parte de la Gran Alemania. Tras un debate largo y complejo, y la retirada de apoyo por parte del emperador austriaco, la Asamblea se refugió en la solución de los «pequeños alemanes», y en abril de 1849 ofreció la corona de la nueva nación alemana a Federico Guillermo IV.

Federico Guillermo rechazó la oferta con el argumento de que la constitución propuesta por la Asamblea era demasiado liberal y que sería degradante deberle la corona al parlamento; él la llamó la «corona del hampa». El monarca prusiano quería la corona y un estado alemán más amplio, pero imponiendo sus propias condiciones. Tras una protesta breve reprimida rápidamente por los militares, los delegados se marcharon a casa desilusionados por la experiencia y convencidos de que sus aspiraciones liberales y nacionalistas eran incompatibles. Algunos huyeron de la represión emigrando a Estados Unidos. Otros se convencieron para sacrificar sus ideas liberales en pro de la meta aparentemente realista del nacionalismo. En la propia Prusia, el ejército despachó lo que quedaba de las fuerzas revolucionarias.

Fuera de los muros de la iglesia de Fráncfort, la revolución popular siguió su propio curso. Los campesinos desvalijaron oficinas de recaudación de impuestos y quemaron castillos; los obreros destrozaron máquinas. En los pueblos y ciudades, un torrente de actividad política creó milicias de ciudadanos, diarios nuevos, actuaciones panfletarias y asociaciones políticas. Por primera vez, muchas de esas asociaciones admitieron a mujeres, aunque les negaban el derecho a hablar. En Berlín y otras ciudades alemanas, asociaciones de mujeres recién creadas aspiraron a participar en un mundo político más amplio. Sin embargo, aquella conflictividad popular inquietó a los reformadores moderados; el sufragio universal masculino ya constituía por sí solo una expectativa muy preocupante. Las protestas campesinas y obreras habían obligado al rey a hacer concesiones a comienzos de la primavera de 1848. Ahora, los reformadores moderados sintieron los movimientos populares como una amenaza.

La unificación nacional atrajo cada vez más a los moderados como una vía para mantener el orden. «Para llevar a cabo nuestras ideas de libertad e igualdad, deseamos ante todo un gobierno fuerte y poderoso», declaró un candidato durante la campaña electoral para la Asamblea de Fráncfort. «La soberanía popular —prosiguió—, reforzada por la autoridad de una monarquía hereditaria, logrará reprimir con mano de hierro cualquier desorden y violación de la ley». En este contexto, la nación se convirtió en sinónimo de una constitución nueva y una comunidad política, pero también de un imperio de la ley aplicada con firmeza.

EL PUEBLO CONTRA EL IMPERIO: LOS TERRITORIOS HABSBURGUESES

Dentro del extenso Imperio austriaco, el nacionalismo ejerció una repercusión distinta y centrífuga. El imperio abarcaba una variedad amplia de grupos étnicos y lingüísticos: alemanes, checos, magiares, polacos, eslovacos, serbios e italianos, por mencionar tan sólo los más destacados. En algunas regiones del imperio, estos grupos vivían bastante separados y aislados. En otras coexistían, aunque no siempre con armonía. A medida que esos grupos incrementaron sus diversas demandas nacionalistas a partir de 1815, los Habsburgo encontraron cada vez más dificultades para mantener unido el imperio.

En los territorios polacos del imperio, el sentimiento nacionalista fue más intenso entre la aristocracia, especialmente consciente de su papel histórico como líderes de la nación polaca. Aquí, el Imperio habsburgués logró enfrentar a los siervos polacos con sus señores, asegurándose de que las reivindicaciones sociales frustraran el nacionalismo étnico. En la región húngara, las demandas nacionalistas también llegaron anticipadas por la aristocracia más bien reducida de los magiares. Pero encontraron amplia resonancia en el liderazgo habilidoso e influyente de Lajos (Luis) Kossuth. Éste, miembro de la baja nobleza, ejerció en épocas sucesivas como abogado, publicista, editor periodístico y líder político. Para protestar contra la política de puertas cerradas de la escasamente representativa Dieta imperial (o parlamento), Kossuth publicó transcripciones de los debates parlamentarios y las distribuyó entre un público amplio. Hizo campaña por la independencia y un parlamento húngaro separado, pero también (y esto tuvo más influencia) quiso llevar la política al pueblo. Kossuth organizó «banquetes» políticos como los de Francia, donde personalidades locales y nacionales pronunciaban discursos en forma de brindis, y los ciudadanos interesados comían, bebían y participaban en política. Aquel líder político húngaro combinaba el estilo aristocrático con la arenga política: un delicado malabarismo que, cuando funcionó, lo catapultó al centro de la política habsburguesa. Fue muy conocido en Viena, capital de los Habsburgo, al igual que en Pressburg (Bratislava) y Budapest.

El otro gran movimiento nacionalista que acosó al Imperio habsburgués fue el paneslavismo. Los eslavos incluían a rusos, polacos, ucranianos, checos, eslovacos, eslovenos, croatas, serbios, macedonios y búlgaros. Antes de 1848 el paneslavismo consistía, sobre todo, en un movimiento cultural unido por un sentimiento general proeslavo. Con todo, presentaba divisiones internas debidas a las distintas reivindicaciones de lenguas y tradiciones eslavas diversas. El paneslavismo inspiró las obras del historiador y líder político checo František Palacký, autor de la Historia de Bohemia, y del eslovaco Ján Kollár, cuya obra Slávy dcera («La hija de Slava») lamenta la pérdida de identidad entre los eslavos en el mundo germano. El movimiento también influyó en el poeta romántico polaco Adam Mickiewicz, quien aspiró a reavivar el sentimiento nacional polaco contra la opresión extranjera.

El zar Nicolás de Rusia intentó sacar provecho del paneslavismo incluyendo argumentos sobre la singularidad «eslava» en su ideología «autocrática, ortodoxa y nacionalista» después de 1825. Pero el paneslavismo de patrocinio ruso promovido por el zar ofendía a los eslavos de orientación occidental, resentidos con el gobierno ruso, lo que ofrece un buen ejemplo de la enmarañada red de alianzas y antagonismos a que dieron lugar los sentimientos nacionalistas. El paneslavismo fue una fuerza política volátil e impredecible en las zonas del este de Europa donde Austria y Rusia competían por ganar poder e influencia.

1848 EN AUSTRIA Y HUNGRÍA: LA PRIMAVERA DE LOS PUEBLOS Y EL OTOÑO DEL IMPERIO

El año 1848 hizo estallar la explosiva combinación imperial de tensiones políticas, sociales y étnicas. Los Habsburgo se enfrentaron a múltiples desafíos a su autoridad. La salva de apertura provino de los húngaros. Envalentonado por los alzamientos en Francia y Alemania, Kossuth reforzó sus campañas de reforma, en las que menospreciaba el «sistema Metternich» de autocracia y control habsburgueses, y reclamaba instituciones representativas en todo el imperio y autonomía para la nación húngara «magiar». La Dieta húngara se dispuso a redactar su propia constitución. En Viena, sede del poder de los Habsburgo, un movimiento popular de estudiantes y artesanos que demandaban reformas políticas y sociales construyó barricadas y atacó el palacio imperial. Se formó un comité central de ciudadanos, así como una milicia de clase media, o Guardia Nacional, decidida a mantener el orden y a presionar, a la vez, por las demandas de reforma. El régimen habsburgués intentó acallar el movimiento cerrando la universidad, pero sólo logró desatar aún más la ira popular. El régimen se vio obligado a batirse en retirada casi por completo. Metternich, cuyo sistema político había aplacado tantas tempestades, huyó a Gran Bretaña disfrazado (un buen indicativo del desorden político), y dejó al emperador Fernando I en Viena. El gobierno cedió ante las demandas radicales del sufragio masculino y de una sola cámara de representantes. Aceptó retirar las tropas de Viena e iniciar los trámites para la abolición de los trabajos forzados y la servidumbre. El gobierno se rindió asimismo a las reivindicaciones checas en Bohemia y garantizó a este reino una constitución propia. Al sur, los liberales y nacionalistas italianos atacaron los territorios imperiales en Nápoles y Venecia. En Milán, las fuerzas del rey Carlos Alberto del Piamonte vencieron a los austriacos, lo que aumentó las esperanzas de victoria. A medida que se extendía lo que luego se llamó «la primavera de los pueblos», parecía resquebrajarse el control habsburgués sobre sus diversas provincias.

Pero la explosión del sentimiento nacional que sacudió el imperio le permitió más tarde recuperar sus fortunas. La paradoja del nacionalismo en Europa central consistió en que ninguna mayoría étnica o cultural podía declararse independiente en una región determinada sin provocar la rebelión de otros grupos minoritarios residentes en la misma zona. En Bohemia, por ejemplo, los checos y alemanes que convivían en este lugar se habían unido para lograr las reformas que derribaran el feudalismo. Pero, en cuestión de un mes, el nacionalismo empezó a quebrar su alianza. Los bohemios alemanes partieron para participar en la importantísima Asamblea de Fráncfort, pero la mayoría checa se negó a enviar representantes y, de hecho, respondió convocando una confederación de eslavos en Praga. ¿Qué querían los delegados de la confederación eslava? Algunos eran hostiles a lo que el anarquista ruso Mijaíl Bakunin denominó el «monstruoso Imperio austriaco». Pero la mayoría de ellos prefería someterse a los Habsburgo (aunque con cierta autonomía) antes que dejarse gobernar por alemanes o rusos.

Este enredo de aversiones permitió a los austriacos dividir para vencer. En mayo de 1848, durante el congreso eslavo, estalló en Praga una insurrección encabezada por estudiantes y obreros. A petición del gobierno liberal recién instaurado, las tropas austriacas entraron en la ciudad para restablecer el orden, mandaron el congreso eslavo a freír espárragos y reafirmaron el control en Bohemia. Por razones económicas y políticas, el nuevo gobierno estaba decidido a mantener el imperio intacto. El régimen también envió tropas a recuperar el control en las provincias italianas de Lombardía y Véneto, y las disputas entre italianos favorecieron el éxito austriaco.

El nacionalismo y el contranacionalismo de Hungría prepararon el escenario para el acto final del drama. El parlamento húngaro había aprobado una serie de leyes que incluía nuevas disposiciones para la unión de Hungría y Austria. En el fragor de 1848, Fernando I tenía pocas alternativas a su acatamiento. Para evitar una insurrección campesina, el parlamento húngaro también abolió la servidumbre y puso fin a los privilegios de la nobleza. Asimismo, instauró la libertad de prensa y de religión, y modificó los requisitos para poder votar de manera que incluyeran también a los pequeños propietarios. Muchas de estas medidas (llamadas las Leyes de Marzo) las habían reivindicado los campesinos húngaros, las comunidades judías y los liberales. Pero otras disposiciones, sobre todo la ampliación del control magiar, provocaron la oposición de croatas, serbios y rumanos inmersos en Hungría. El gobierno austriaco aprovechó estas divisiones. Nombró gobernador de la provincia disidente de Croacia al antimagiar Josip Jelačić. Animado por Austria, en primer lugar, Jelačić rompió lazos con Hungría y, después, lanzó un ataque. En respuesta, Kossuth reunió las fuerzas húngaras y volvió las tornas en su favor. El 14 de abril de 1848, Kossuth subió la apuesta y rompió todas las relaciones entre Austria y Hungría. El nuevo emperador austriaco, Francisco José, jugó entonces su última carta: pidió apoyo militar a Nicolás I de Rusia. Los Habsburgo eran incapaces de ganar aquella «guerra santa contra la anarquía», pero al ejército ruso, que excedía los trescientos mil hombres, le resultó más sencillo. A mediados de agosto de 1849, la revuelta húngara quedó aplastada.

En la propia ciudad de Viena, el movimiento revolucionario había perdido terreno. Cuando la crisis económica y el desempleo favorecieron el estallido de una segunda revuelta popular, las fuerzas del emperador, con apoyo ruso, cayeron sobre la capital. El 31 de octubre capituló el gobierno liberal. El régimen restableció la censura, disolvió la Guardia Nacional y las organizaciones estudiantiles, y dio muerte a veinticinco líderes revolucionarios ante un pelotón de fusilamiento. Kossuth se ocultó en Turquía y pasó el resto de su vida en el exilio.

1848 Y LOS PRIMEROS ESTADIOS DE LA UNIFICACIÓN ITALIANA

La península italiana no había vuelto a unirse desde el Imperio romano. A comienzos del siglo XIX era un mosaico de pequeños estados. Austria ocupaba los estados más septentrionales de Lombardía y Véneto, que eran, asimismo, los más urbanizados e industriales. Los gobiernos de la Toscana, Parma y Módena también estaban sometidos a los Habsburgo, lo que extendía la influencia austriaca por todo el norte de la península. Entre los estados italianos independientes se contaban el reino meridional de las Dos Sicilias, gobernado por miembros de la dinastía borbónica; los Estados Pontificios, dirigidos por el papa Gregorio XVI (1831-1846); y el reino de Piamonte-Cerdeña, el más importante de todos, regido por el monarca reformista Carlos Alberto (1831-1849), de la Casa de Saboya. Carlos Alberto no se entregó de manera especial a la creación de un estado nacional italiano, pero dado el poder económico de Piamonte-Cerdeña, su localización geográfica y la larga tradición de oposición a los Habsburgo, el estado de Carlos Alberto desempeñó un papel crucial en el desarrollo de políticas nacionalistas y antiaustriacas.

El nacionalista italiano más destacado del período (cuya política republicana disgustaba a Carlos Alberto) fue Giuseppe Mazzini (1805-1872), de la ciudad de Génova, en Piamonte. Mazzini inició su carrera política como miembro de los carbonarios (véase el capítulo 20), una sociedad clandestina comprometida con la resistencia ante el control austriaco de la región y la instauración de un gobierno constitucional. En 1831, Mazzini fundó su propia sociedad, la Joven Italia, que era antiaustriaca y favorable a las reformas constitucionales, pero también dedicada a la unificación italiana. Carismático y persuasivo, Mazzini fue uno de los nacionalistas más conocidos de su tiempo. Hablaba en términos típicamente románticos sobre el despertar del pueblo italiano y sobre la misión de la gente común de llevar el republicanismo al mundo. Con él a la cabeza, los clubes de la Joven Italia se multiplicaron. Pero la táctica de la organización de tratar a sus miembros como los escogidos, la maquinación de motines y las rebeliones armadas se revelaron ineficaces. En 1834, Mazzini acometió una invasión del reino de Cerdeña. Sin apoyos suficientes, la organización se disolvió, y Mazzini marchó al exilio en Inglaterra.

La visión republicana de Mazzini de una Italia unida chocó con las aspiraciones de sus aliados potenciales. Muchos liberales compartían su compromiso con la creación de un solo estado italiano, pero no su entusiasmo por el pueblo y los movimientos populares. Más bien anhelaban una fusión de los gobiernos ya existentes en alguna forma de monarquía constitucional o, en unos pocos casos, un gobierno a las órdenes del papa. La insistencia de Mazzini en una república democrática entregada a una transformación social y política chocó a los liberales pragmáticos por utópica, y a los miembros acomodados de las clases medias, por peligrosa.

La confusión que barrió Europa en 1848 infundió esperanzas de cambio político y social, y situó la unificación italiana en el orden del día. Las revueltas populares obligaron a los reinos conservadores e independientes de la península a garantizar libertades civiles y un gobierno parlamentario. En el norte, las provincias de Véneto y Lombardía se rebelaron contra la ocupación austriaca. Carlos Alberto, del Piamonte-Cerdeña, les procuró apoyo militar y enarboló la bandera del nacionalismo italiano, aunque muchos lo acusaron de dar prioridad a la expansión de su propio poder. En Roma, un levantamiento popular desafió el poder del papa e instauró una república, con Mazzini a la cabeza. Estos movimientos no estuvieron coordinados ni tuvieron éxito a largo plazo. En cuestión de un año, los austriacos habían recuperado la ventaja en el norte. Fuerzas francesas al mando de Luis Napoleón intervinieron en los Estados Pontificios y, aunque hallaron una resistencia férrea por parte de los republicanos romanos reunidos por Giuseppe Garibaldi (véase más abajo), restauraron el poder del papa. Como la mayoría de los movimientos radicales de 1848, estos alzamientos fracasaron. Pero, eso sí, alentaron las esperanzas de los nacionalistas que hablaban de un risorgimento, o resurgimiento italiano, que devolvería la nación al puesto de liderazgo que había ocupado en la época romana y durante el Renacimiento.

Creación de un estado-nación

Las revoluciones de 1848 dieron lugar a la creación de nuevos estados-nación, a menudo, curiosamente, por parte de antiguos detractores del nacionalismo. Desde la Revolución francesa de 1789, los políticos conservadores habían asociado el sentimiento nacional con el liberalismo, las constituciones, reformas y nuevas comunidades políticas. El nacionalismo evocaba movimientos populares enfrentados a gobiernos autoritarios. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo se produjo un cambio espectacular en el terreno político. Los estados y gobiernos tomaron la iniciativa nacionalista. Alarmados por la agitación revolucionaria, promovieron el desarrollo económico, impulsaron reformas sociales y políticas, y persiguieron el reforzamiento de su base de apoyo. En lugar de permitir que los movimientos nacionalistas surgieran desde abajo, los estadistas consolidaron el poder de su gobierno y crearon naciones desde arriba.

FRANCIA BAJO NAPOLEÓN III

Napoleón III creía, como su tío, en su mandato personal y en el desarrollo de un estado centralizado. Su constitución, basada en la del primer Imperio francés, otorgaba al emperador el control de la economía, el ejército y los asuntos exteriores. La Asamblea, elegida por sufragio universal masculino, prácticamente carecía de poder y se limitaba a aprobar la legislación esbozada bajo la dirección del emperador por un Consejo de Estado. A pesar de la expansión burocrática, el régimen aspiró a someter las zonas rurales a un estado moderno que socavaba las élites tradicionales y fomentaba una relación nueva con el pueblo. «La confianza de nuestros rudos campesinos se puede ganar con una autoridad enérgica», tal como dijo uno de los representantes del régimen.

Napoleón III y su gobierno también adoptaron medidas para desarrollar la economía, con una fe casi utópica en la capacidad de la expansión industrial para generar prosperidad, apoyo político y gloria nacional. Un consejero del emperador lo expresó del siguiente modo: «Veo en la industria, la maquinaria y el crédito los auxilios indispensables para el progreso moral y material de la humanidad». El gobierno, pues, fomentó una serie de avances económicos progresistas, entre ellos el crédito y otras formas novedosas de financiación. Aprobó leyes nuevas de sociedades limitadas para impulsar el crecimiento y firmó un tratado de libre comercio con Gran Bretaña en 1860. El gobierno también respaldó la fundación de Crédit Mobilier, una institución bancaria de inversión que vendía acciones públicas y financiaba iniciativas tales como la creación de vías ferroviarias, compañías de seguros y gas, las industrias del carbón y la construcción, y la creación del canal de Suez (véase el capítulo 22). Con otro talante, Napoleón III también permitió con desgana la existencia de sindicatos y la legalización de huelgas. Apelando a obreros y clases medias, aspiró a simbolizar el resurgimiento de su país como una potencia líder mundial.

Tal vez el mejor ejemplo de la política del Segundo Imperio lo constituya la transformación de la capital de la nación. En París, como en otras ciudades decimonónicas, la infraestructura medieval empezaba a ceder bajo el peso del desarrollo industrial. Las epidemias de cólera habían matado a veinte mil almas en 1832 y a diecinueve mil en 1849. En 1850, sólo una casa de cada cinco tenía agua corriente. Los incentivos económicos y de sanidad pública para reconstruir se multiplicaron por intereses políticos, ya que aquellas «condiciones insalubres» no sólo engendraban enfermedades sino también delincuencia, y revolución. La reconstrucción masiva, financiada por Crédit Mobilier entre otras instituciones de inversión, arrasó con buena parte del centro medieval de la ciudad y erigió treinta y cuatro mil edificios nuevos, entre ellos hoteles elegantes con los primeros ascensores. La industria de la construcción instaló nuevas conducciones de agua y redes de alcantarillado (una atracción popular en la Exposición Internacional de 1867), trazó 200 kilómetros de calles nuevas y racionalizó la circulación del tráfico (tal vez sin éxito) alrededor del Arco de Triunfo. Amplios bulevares, muchos bautizados con el nombre de los generales más famosos de Napoleón I, radiaban desde el arco. Esta renovación integral no benefició a todos. Aunque el régimen construyó residencias obreras modélicas, las demoliciones y el incremento de los alquileres empujó a la gente obrera fuera del centro de la ciudad, a suburbios cada vez más aislados. El barón Haussmann, que dirigió el proyecto, consideró la ciudad un monumento a «la limpieza y el orden», pero otras personas lo llamaron el «artista de la demolición». Durante siglos, los monarcas habían acometido proyectos masivos de edificación, pero éste fue distinto, un esfuerzo estatal consciente y sin precedentes por cambiar lo que los contemporáneos imaginaban como la «mecánica» o el «sistema» de la vida urbana moderna.

Con unas aspiraciones parecidas de grandeza, Napoleón III siguió una política exterior agresiva. En primer lugar, obtuvo unos resultados confusos contra Rusia en Crimea; luego triunfó contra los austriacos en Italia; después envió una expedición aventurera a México, donde su intento por contribuir al establecimiento de otro imperio acabó convertido en un costoso fracaso. Por último, y esto fue lo más desastroso, el emperador se vio arrastrado a una guerra contra Prusia que conllevó el derrumbamiento de su régimen en 1870.

GRAN BRETAÑA VICTORIANA Y LA SEGUNDA LEY DE REFORMA (1867)

Gran Bretaña, menos alterada por la oleada revolucionaria de 1848, se mostró más dispuesta y capacitada para encauzar el curso de una reforma política y social significativa como continuación de un proceso iniciado ya en 1832 con la Primera Ley de Reforma. El gobierno recibió cada vez más demandas para que ampliara el sufragio más allá de las clases medias. La expansión industrial sostenía un estrato creciente de trabajadores muy cualificados y bastante bien pagados (formado casi en exclusiva por hombres). Estos obreros, concentrados en su mayoría en la industria textil, la ingeniería y la construcción, se apartaron de la tradición radical militante que había caracterizado la década de los cuarenta, los años del hambre, para volcarse, en su lugar, en la ayuda colectiva a través de cooperativas o sindicatos, cuya labor principal consistió en reunir fondos para cubrir seguros de vejez y desempleo. Consideraban la formación como una herramienta para el avance, y patrocinaron escuelas técnicas e instituciones similares financiadas por ellos o en su nombre. Estos trabajadores prósperos ejercieron verdadera presión para lograr la reforma electoral.

Algunos reclamaban el voto en nombre de la democracia. Otros retomaron argumentos de antiguas campañas de las clases medias para la reforma electoral: ellos eran trabajadores responsables, miembros respetables y honrados de la sociedad, con firmes convicciones religiosas y sentimientos patrióticos. Como indiscutibles leales al estado, merecían tanto como la clase media el derecho a votar y a contar con una representación directa. Estos trabajadores unieron en su lucha a muchos reformadores disidentes de clase media pertenecientes al partido liberal y cuyas creencias religiosas (como disidentes de la Iglesia de Inglaterra) los vinculó a las campañas obreras por la reforma. Los disidentes llevaban mucho tiempo discriminados. Tenían prohibido ejercer como funcionarios y formar parte del ejército, cuerpos a los que, según los liberales, debía accederse por méritos, y durante siglos habían estado excluidos de las principales universidades del país, Oxford y Cambridge, a menos que renegaran de su fe y suscribieran artículos de la Iglesia anglicana. Es más, se sentían agraviados por tener que pagar impuestos para mantener la Iglesia de Inglaterra, formada en buena medida por los hijos de la clase alta y regentada en pro de la sociedad terrateniente. El hecho de que la comunidad de «disidentes» atravesara la linde entre clases fue vital para la política del partido liberal y la campaña para la reforma del voto.

Los líderes de la clase obrera y los disidentes de clase media se unieron en una campaña nacional para lograr una ley de reforma nueva y una cámara de los comunes que respondiera a sus intereses. Obtuvieron el respaldo de algunos conservadores avispados, como Benjamín Disraeli (1804-1881), que esgrimieron que la vida política mejoraría, en lugar de trastocarse, con la incorporación de los «aristócratas del trabajo». En realidad, Disraeli apostó por que la nueva población de votantes apoyaría a los conservadores y, en 1867, llevó al Parlamento una ley que superaba con creces cualquiera de las propuestas de sus oponentes políticos. La Ley de Reforma de 1867 dobló el sufragio extendiendo el voto a todos los hombres que ganaran salarios bajos o pagaran diez libras o más al año en áreas urbanas (en general, todos los trabajadores cualificados), y los arrendatarios rurales que pagaran rentas de doce libras o más. Igual que en 1832, la ley redistribuyó escaños, de manera que las ciudades del norte ganaron representación a costa del sur rural. A la clase obrera «responsable» de ello la habían considerado digna de participar en los asuntos del estado.

La ley de reforma no decía nada acerca de las mujeres, pero una minoría importante insistió en que el liberalismo debía incluir el sufragio femenino. Sus defensores activaron un movimiento en pro del sufragio femenino basado en la notable participación de las mujeres en campañas previas de reforma, en especial, la Liga Anti-Leyes del Grano y las actuaciones para abolir la esclavitud. Esta causa encontró un seguidor apasionado en la figura de John Stuart Mill, tal vez el adalid de la libertad personal más brillante, entregado e influyente de todo el siglo. El padre de Mill había trabajado muy de cerca con el filósofo utilitario Jeremy Bentham, y el joven Mill había sido un utilitarista convencido (véase el capítulo 20). Sin embargo, siguió más allá hasta desarrollar ideas mucho más amplias sobre la libertad humana. En 1859, Mill escribió Sobre la libertad, una obra considerada por muchos la defensa clásica de la libertad individual frente al estado y la «tiranía de la mayoría». Durante el mismo período escribió conjuntamente con su amante, y más tarde esposa, Harriet Taylor, ensayos sobre los derechos políticos de las mujeres, la ley matrimonial y el divorcio. Por entonces, Taylor estaba presa en un matrimonio infeliz y para divorciarse necesitaba un decreto parlamentario. La relación de Taylor con Mill añadió, pues, cierta dosis de escándalo personal a sus ideas políticas, que sus coetáneos ya consideraban de por sí bastante escandalosas. La obra de Mill El sometimiento de las mujeres (1869), publicada después de fallecer Harriet, afirmaba lo que pocos alcanzaban siquiera a concebir: que las mujeres deben ser consideradas como individuos en el mismo plano que los hombres, y que la libertad de la mujer es una medida del progreso social. La obra fue un éxito internacional y, junto con Sobre la libertad, se convirtió en uno de los textos definitorios del liberalismo occidental. Pero los razonamientos de Mill no triunfaron. Sólo los movimientos activistas por el sufragio y la crisis de la Primera Guerra Mundial trajeron el voto a las mujeres.

El momento culminante del liberalismo británico se produjo más o menos durante la década posterior a la Ley de Reforma de 1867. Con la apertura de puertas a la participación política, el liberalismo había logrado una reestructuración pacífica de las instituciones políticas y la vida social. Pero lo consiguió sometido a una presión considerable desde abajo, y en Gran Bretaña, como en otros lugares, los líderes liberales dejaron claro que esas puertas no estarían abiertas a todos. Su oposición al sufragio femenino resulta interesante en tanto en cuanto evidencia sus ideas acerca de la «naturaleza» masculina y femenina y su insistencia en que la individualidad femenina es incompatible con la estabilidad familiar. Pero también revela su concepción sobre el voto: la introducción de una papeleta era un privilegio específico que se le concedía a grupos sociales específicos a cambio de sus aportaciones a la sociedad y sus intereses en ella. Los hombres con propiedades defendían la ley y el gobierno representativo, pero se paraban en seco ante la perspectiva de una política verdaderamente democrática y no rehusaban la política de mano dura, donde imperaran la ley y el orden. Pero la ampliación del sufragio había aportado nuevos votantes con aspiraciones nuevas, y allanó el camino a las políticas socialistas y laboristas durante el último cuarto del siglo. Estas tensiones en el seno del liberalismo permitieron a los liberales trabajar desde gran variedad de regímenes políticos distintos, pero también auspiciaban conflictos futuros.

LA UNIFICACIÓN ITALIANA: CAVOUR Y GARIBALDI

Los intentos fallidos por unificar Italia en 1848 dejaron tras de sí dos visiones distintas sobre la modalidad de estado italiano. La primera estaba más vinculada a Mazzini, quien, como se ha visto, creía en una Italia republicana construida por el pueblo. La causa de Mazzini la retomó la atractiva figura de Giuseppe Garibaldi. Lejos de ser un teórico político, Garibaldi fue un guerrillero que había marchado al exilio en dos ocasiones: primero a América Latina, donde luchó con los movimientos independentistas, y después a Estados Unidos de Norteamérica. Como Mazzini, Garibaldi se entregó a la consecución de la unificación nacional a través de un movimiento popular.

Los nacionalistas más moderados abogaron por una vía de unificación decididamente distinta (una monarquía constitucional) que aspiraba a instaurar reformas políticas y económicas pero destinadas a gobernar sin democracia y sin las fuerzas que ella desataría. En lugar de alentar movimientos populares, estos moderados depositaron sus esperanzas en el reino de Piamonte-Cerdeña, cuyo rey, Carlos Alberto, había asumido la causa antiaustriaca en 1848. Aunque Carlos Alberto fue derrotado y murió en el exilio, su hijo Víctor Manuel II (1849-1861) había captado para su gobierno a un hombre que encarnaría la concepción conservadora de nación: el conde Camillo Benso di Cavour (1810-1861), un habilidoso noble sardo. «En Italia, un movimiento democrático apenas tiene posibilidades de triunfo», declaró Cavour. Él persiguió más bien reformas políticas ambiciosas pero pragmáticas dirigidas por el estado. Como ministro de comercio primero y como primer ministro después, promovió la expansión económica, fomentó la construcción de una infraestructura moderna de transporte, reformó el sistema monetario y aspiró a incrementar la relevancia de Piamonte-Cerdeña en las relaciones internacionales. Garibaldi y Cavour, por tanto, representaron dos caminos diferentes para la unificación italiana: Garibaldi propugnaba la unificación desde abajo, Cavour, una unificación dirigida desde arriba.

El plan de Cavour dependía de la diplomacia. Como Piamonte-Cerdeña no tenía capacidad militar para oponerse a los austriacos en el norte de Italia, Cavour labró con destreza una alianza con uno de los rivales tradicionales de Austria: la Francia napoleónica. En 1858 Cavour mantuvo un encuentro secreto con Napoleón III, quien aceptó cooperar para expulsar a los austriacos de Italia si Piamonte cedía Saboya y Niza a Francia. En 1859, según lo previsto, provocaron una guerra con Austria, y durante un tiempo todo marchó bien para los aliados francoitalianos. Sin embargo, tras la conquista de Lombardía, Napoleón III acometió una retirada repentina inquieto ante la disyuntiva de tener que perder la batalla o enfrentarse a los católicos franceses enojados por la hostilidad de Cavour hacia el papa. Abandonado por los franceses, Piamonte no pudo expulsar a los austriacos de Véneto. Pero la campaña dio lugar a grandes ganancias. Piamonte-Cerdeña se anexionó Lombardía. Los ducados de Toscana, Parma y Módena aceptaron mediante plebiscito unirse al nuevo estado. Al final de este proceso en 1860, Piamonte-Cerdeña tenía más del doble de su tamaño original y era, con diferencia, el estado más poderoso de Italia.

Mientras Cavour consolidaba los estados del norte y el centro, los acontecimientos en los estados del sur parecían dejar también disponibles esos territorios. El impopular rey Borbón de las Dos Sicilias, Francisco II (1859-1860), tuvo que afrontar una revuelta campesina de expansión rápida que reavivó las esperanzas de insurrecciones anteriores en las décadas de 1820 y 1840. A su vez, aquella revuelta recibió el estímulo que necesitaba cuando Garibaldi arribó a Sicilia en mayo de 1860. «Los mil», tal como se llamaron a sí mismos los combatientes voluntarios de Garibaldi, personificaron el apoyo amplio para la unificación italiana: venían del norte y del sur, y entre sus filas se contaban miembros de la clase media, así como obreros y artesanos. Las tropas de Garibaldi tomaron Sicilia en nombre de Víctor Manuel (aunque Garibaldi insistía en que Sicilia mantuviera su autonomía), y luego continuó hacia el continente. En noviembre de 1860, las fuerzas de Garibaldi, junto con insurgentes locales, habían tomado Nápoles y derribado el reino de Francisco II. Animado por el triunfo, Garibaldi apuntó hacia Roma, donde las tropas francesas custodiaban al papa.

La creciente popularidad de Garibaldi lo encaminó a un enfrentamiento con Cavour. «¿Qué pasará ahora? Es imposible preverlo», escribió el primer ministro a un amigo reflexionando sobre los acontecimientos en el sur. Cavour temía que las fuerzas de Garibaldi provocaran una intervención francesa o austriaca de consecuencias desconocidas. Temía el prestigio «irresistible» de Garibaldi. Sobre todo, Cavour prefería que la unificación italiana ocurriera con rapidez, bajo la administración de Piamonte-Cerdeña, sin desórdenes internos ni embrolladas e impredecibles negociaciones con otros estados italianos. «Mientras [Garibaldi] permanezca fiel a su bandera, hay que marchar junto a él —escribió Cavour—. Esto no quita que lo más deseable para la revolución […] es que se consiga sin él.» Decidido a retomar la iniciativa, Cavour envió a Víctor Manuel y su ejército a Roma. Emocionado con el triunfo, el rey ordenó a Garibaldi que le cediera la autoridad militar, y éste obedeció. La mayor parte de la península se unió bajo un mismo mandato, y Víctor Manuel adoptó el título de rey de Italia (1861-1878). La idea de Cavour de la nación italiana había salido victoriosa.

Los pasos finales de la construcción de la nación territorial italiana llegaron de manera indirecta. Véneto siguió en manos austriacas hasta 1866, cuando Austria fue derrotada por Prusia y obligada a renunciar a sus últimos reductos italianos. Roma había resistido durante mucho tiempo a la conquista debido a la protección militar que Napoleón III acordó con el papa. Pero en 1870 el estallido de la guerra francoprusiana forzó a Napoleón a retirar las tropas. Aquel mes de septiembre, soldados italianos ocuparon Roma, y en julio de 1871 Roma se convirtió en la capital del reino unificado de Italia.

¿Qué ocurrió con la autoridad papal? El parlamento italiano aprobó una ley de garantías papales para definir y delimitar el estatus del papa, una ley que el pontífice de entonces, Pío IX, se apresuró a desafiar negándose a mantener ninguna relación con un gobierno secular irrespetuoso. Sus sucesores siguieron recluidos en el Vaticano hasta 1929, cuando una serie de acuerdos entre el gobierno italiano y Pío XI resolvió la disputa.

En 1871, Italia era un estado, pero la construcción nacional prosiguió con dificultades. Una minoría de la población «italiana» hablaba italiano; el resto usaba dialectos locales y regionales tan diversos que al personal docente enviado desde Roma a las escuelas de Sicilia lo tomaban por extranjero. Tal como comentó un político: «Hemos creado Italia; ahora hay que crear italianos». La tarea no resultó sencilla. El abismo que separaba el norte cada vez más industrializado del sur pobre y rural no disminuyó. Cavour y quienes lo sucedieron como primer ministro tuvieron que bregar con esas diferencias económicas y sociales, con tensiones crecientes entre terratenientes y trabajadores del campo en las zonas rurales y con viejos resentimientos hacia el estado centralizado y de talante norteño. El bandidaje en el territorio del antiguo reino de las Dos Sicilias obligó a la administración central a enviar tropas para aplastar levantamientos serios, las cuales mataron a más gente que durante la guerra de unificación. Las diferencias regionales y las tensiones sociales, por tanto, convirtieron la construcción de la nación italiana en un proceso todavía inconcluso.

LA UNIFICACIÓN DE ALEMANIA: REALPOLITIK

En 1853, el ex revolucionario August Ludwig von Rochau escribió una obra breve de extenso título: Los principios de la política realista aplicados a las circunstancias nacionales de Alemania. Rochau perdió el idealismo y el fervor revolucionario de su juventud. «La cuestión de quién debe mandar […] pertenece al ámbito de la especulación filosófica —escribió—. La política pragmática tiene que ver con el simple hecho de que sólo puede mandar el poder.» Según Rochau, el poder no se concentra en quienes persiguen una causa «justa», aquellos que apoyaban la constitución y los derechos concebidos por la Ilustración, sino que el poder llega de manera indirecta a través de vías diversas, como el desarrollo económico y las instituciones sociales. Las ideas de Rochau conquistaron la visión cambiante de amplios sectores de las clases medias alemanas. La Realpolitik se convirtió en el lema de las décadas de 1850 y 1860, y se asoció más con la figura profundamente conservadora y pragmática de Otto von Bismarck, cuya habilidad diplomática y política de fuerza desempeñaron un papel tan relevante en la unificación alemana. Pero la nación alemana no surgió a partir de los esfuerzos de un único estadista. Fue producto del desarrollo del sentimiento nacional, el replanteamiento de los intereses de la clase media, la diplomacia, la guerra y las pugnas entre el régimen y sus oponentes.

A pesar de la derrota decisiva que sufrió el liberalismo alemán en 1848, éste resurgió en el transcurso de una década enfrentado a dificultades considerables. El rey Federico Guillermo, firme antirrevolucionario, había garantizado a Prusia una constitución que instaurara un parlamento con dos cámaras, de manera que la cámara baja fuera elegida por sufragio universal masculino. Sin embargo, una serie de edictos modificaron el sistema electoral para reforzar las jerarquías de la riqueza y el poder. Las nuevas disposiciones dividieron a los votantes en tres grupos según la cantidad de impuestos que pagaban, de forma que sus votos se repartieran de manera acorde a ellos. (Este sistema se consideró un avance frente a la práctica tradicional de la representación por estados, que se suprimió en Francia en 1789). Por tanto, los escasos votantes ricos que juntos pagaban un tercio de los impuestos del país elegían un tercio de los legisladores, lo que implicaba que un gran terrateniente o industrial concentraba un potencial de voto casi cien veces mayor que un obrero común. En 1858 Guillermo I, que había mandado las tropas contra los revolucionarios de 1848 en su juventud, se convirtió en príncipe regente de Prusia. (Guillermo pasó a ocupar el trono en 1861 y lo conservó hasta 1888). Aunque Prusia era un estado claramente conservador, no era un monolito. Una década de desarrollo industrial había aumentado el tamaño y la confianza de la clase media. A finales de la década de 1850, Prusia contaba con una intelectualidad liberal activa, una prensa cabal y comprometida y una administración pública liberal al servicio de la modernización política y económica. Estos cambios contribuyeron a forjar un movimiento político liberal que logró la mayoría en las elecciones de la cámara baja y pudo enfrentarse al rey con toda confianza.

La manzana de la discordia más notable (aunque no la única) entre los liberales y el rey fue la de los gastos militares. Guillermo quería ampliar el ejército regular, reducir el papel de las fuerzas de reserva (un grupo más vinculado a la clase media) y, sobre todo, asegurarse de que los asuntos militares no estaban sujetos al control parlamentario. Sus oponentes parlamentarios recelaban que el rey convirtiera el ejército en su fuerza privada particular, o en un estado dentro del estado. Entre 1859 y 1862 se deterioraron las relaciones, y cuando las protestas liberales no obtuvieron respuesta, se negaron a aprobar los presupuestos generales. Ante esta crisis, Guillermo nombró a Otto von Bismarck primer ministro de Prusia en 1862. (Un primer ministro responde ante el parlamento, pero Bismarck no lo hizo). Este momento crucial en la política interior prusiana se convirtió en decisivo para la historia de la nación alemana.

Bismarck, nacido en el seno de los Junker, la clase de los aristócratas hacendados y conservadores, no sólo apoyó la monarquía durante el período revolucionario de 1848 a 1849, sino que se opuso con furor al movimiento liberal. No fue un nacionalista. Ante todo era prusiano. No emprendió reformas domésticas por favorecer los derechos de un grupo en cuestión, sino porque creía que esas políticas unirían y consolidarían Prusia. Cuando maniobró para captar otros estados alemanes bajo el dominio prusiano, no lo hizo persiguiendo el proyecto de una gran Alemania, sino porque pensaba que esa unión era en cierto modo inevitable y que Prusia debía tomar la iniciativa. Bismarck reconocía abiertamente que admiraba el poder y que se consideraba destinado a alcanzar grandeza. En cierto momento pensó en seguir la carrera militar, una elección habitual entre la aristocracia, y más tarde lamentó que lo obligaran a servir a su país desde detrás de un escritorio y no en el frente. Pero, con independencia del puesto que ocupara, él siempre procuró mandar y aprovechar las oportunidades que se le presentaron. «O toco el son que me gusta, o no toco nada», declaró. Tenía fama de egoísta, arrogante, y de expresar con toda franqueza sus opiniones. Pero la frase latina que más le gustaba citar resume su valoración más cautelosa de la política y de la relación entre los individuos, incluso los dominantes, y la historia: «No se puede crear o controlar el devenir del tiempo, sólo podemos movernos en su misma dirección e intentar conducirlo».

En Prusia, Bismarck desafió a la oposición parlamentaria. Cuando la mayoría liberal se negó a recaudar impuestos, él disolvió el Parlamento y los recaudó de todos modos, con el argumento de que la constitución, cualesquiera fueran sus propósitos, no se había diseñado para subvertir el estado. Con todo, las acciones más decisivas las acometió en política exterior. Aunque en su día se había opuesto al nacionalismo, Bismarck jugó con habilidad la carta nacional de adelantarse a sus adversarios liberales en casa y convertir la construcción de la nación alemana en un logro (y una prolongación) de la autoridad prusiana.

La otra potencia «alemana» era Austria, la cual ejercía una influencia considerable dentro de la Confederación Germánica y, en especial, sobre las regiones mayoritariamente católicas del sur. Bismarck apreciaba un fuerte contraste entre los intereses austriacos y los prusianos, creía que la utilidad de la Confederación ya había terminado, y explotaba con destreza las desventajas económicas de Austria y las luchas étnicas internas de los Habsburgo. Atizó las viejas ascuas de una disputa con Dinamarca por Schleswig y Holstein, dos provincias habitadas por alemanes y daneses, y reclamadas tanto por la Confederación Germánica como por Dinamarca. El sentimiento nacionalista liberal sobre las provincias se exaltó en la Confederación Germánica, y un noble liberal alemán que afirmaba ser el heredero legítimo de Schleswig-Holstein se convirtió en un héroe público menor. En 1864, el rey danés intentó anexionarse las provincias, con lo que instigó una protesta nacionalista alemana. Bismarck enfocó el conflicto como un problema prusiano, y convenció a Austria de que participara en la guerra contra Dinamarca. El conflicto armado fue breve y obligó al mandatario danés a ceder las dos provincias a Austria y Prusia. Tal como esperaba Bismarck, la victoriosa alianza no tardó en escindirse. En 1866 asignó a Prusia el papel de defensora de los grandes intereses alemanes y declaró la guerra a Austria. El conflicto, conocido como la Guerra de las Siete Semanas, acabó en victoria prusiana. Austria renunció a reclamar Schleswig y Holstein, entregó Véneto a los italianos y aceptó disolver la Confederación Germánica. En su lugar, Bismarck creó la Confederación Germánica del Norte, una unión de todos los estados alemanes situados al norte del río Meno.

Bismarck «aplicó políticas de fuerza con un ojo puesto en la opinión pública». Ambas guerras contaron con gran apoyo popular y las victorias prusianas debilitaron a los liberales que se oponían al rey y a su primer ministro. Después de la derrota de Austria, los liberales prusianos dejaron de batallar por los presupuestos, el ejército y las disposiciones constitucionales. Bismarck también neutralizó a sus oponentes por otras vías. Admiraba el uso que hacía Napoleón III de los plebiscitos para reforzar su régimen y, al igual que el emperador francés, buscó apoyos entre las masas. Comprendió que los alemanes no necesitaban respaldar a las élites comerciales, ni la burocracia de sus pequeños estados, o a la Casa de Austria. La constitución de la Confederación Germánica del Norte parecía un órgano político más liberal, con una asamblea legislativa formada por dos cámaras, libertad de prensa y sufragio universal masculino en la cámara baja. Sin embargo, su estructura brindó a Prusia y su conservador mandatario una ventaja decisiva en la Confederación Germánica del Norte, así como en lo que pronto se convertiría en la ampliación del imperio (véase el capítulo 20).

El último paso en la consecución de la unión alemana lo representó la guerra francoprusiana de 1870-1871. Bismarck confiaba en que un conflicto con Francia despertaría el nacionalismo en Baviera, Württemberg y otros estados alemanes meridionales que aún permanecían fuera de la confederación, y acabaría con sus recelos históricos hacia Prusia. Una tempestad diplomática relacionada con el derecho de los Hohenzollern (la dinastía de mandatarios prusianos) a ocupar el trono de España creó la ocasión perfecta para fomentar un malentendido francoalemán. El rey Guillermo accedió a reunirse con el embajador francés en el balneario de Ems, en Prusia, para debatir sobre la sucesión al trono de España. En un principio, Guillermo aceptó las demandas francesas, pero cuando los franceses cometieron la torpeza de reclamar que la estirpe Hohenzollern quedara «excluida a perpetuidad» del trono español, Bismarck aprovechó la oportunidad. Hizo público un telegrama del emperador y desveló a la prensa fragmentos del mismo para que pareciera que el rey Guillermo había desairado al embajador. Cuando la noticia llegó a Francia, la nación reaccionó con una declaración de guerra. Prusia repitió la declaración y Bismarck publicó pruebas que, a su parecer, desvelaban las aviesas intenciones de Francia en Renania.

En cuanto se declaró la guerra, los estados alemanes del sur se unieron al bando de Prusia. El conflicto acabó pronto. Ninguna potencia europea acudió al auxilio de Francia. Austria, la candidata más probable, seguía debilitada por la reciente guerra contra Prusia. Los magiares húngaros aceptaron con agrado aquella Prusia reforzada, puesto que cuanto más debilitada estuviera Austria como potencia «alemana», más peso tendrían las reivindicaciones magiares para compartir el poder dentro del imperio. En el campo de batalla, Francia no logró igualar a las fuerzas profesionales y espléndidamente equipadas de Prusia. La guerra comenzó en julio y terminó en septiembre con la derrota de los franceses y la captura de Napoleón III en Sedán, Francia. Fuerzas insurrectas de París siguieron resistiendo contra los alemanes durante el invierno de 1870-1871, pero el gobierno imperial francés se desplomó.

El 18 de enero de 1871, en la Sala de los Espejos de Versalles, símbolo del pasado glorioso del absolutismo francés, se proclamó el Imperio alemán. Todos los estados alemanes que aún no habían sido absorbidos por Prusia, a excepción de Austria, declararon lealtad a Guillermo I, en adelante emperador o káiser. Cuatro meses después, en Fráncfort, el tratado entre franceses y alemanes cedió la región fronteriza de Alsacia al nuevo Imperio alemán, e impuso a los franceses el pago de una indemnización de cinco mil millones de francos. Prusia reunía el 60 por ciento del territorio y la población del nuevo estado. El káiser de Prusia, el primer ministro, el ejército y la mayoría de la burocracia continuaron sin cambios, ahora convertidos en el estado-nación de Alemania. Aquélla no era la nueva nación a la que aspiraban los liberales prusianos. Fue una «revolución desde arriba», no desde abajo. Pero los más optimistas consideraron que el Imperio alemán evolucionaría en una dirección política distinta, que con el tiempo conseguirían «propagar la libertad por toda la unión».

ESTADO Y NACIONALIDAD: FUERZAS CENTRÍFUGAS EN EL IMPERIO AUSTRIACO

Alemania salió de la década de 1860 transformada en una nación más fuerte y unida. El Imperio austriaco se hallaba en una situación muy distinta, con recursos diferentes, y acabó la década más debilitada, con un equilibrio precario y una monarquía dual multiétnica denominada austrohúngara.

Como se ha visto, el nacionalismo étnico fue una fuerza poderosa para la monarquía habsburguesa en 1848. Pero el estado habsburgués, que combinaba la represión militar con las tácticas para dividir a sus enemigos, se había revelado más eficaz. Abolió la servidumbre pero brindó muy pocas concesiones más a sus detractores. Los húngaros, que casi habían logrado la independencia en la primavera de 1848, básicamente fueron reconquistados. El concilio imperial evolucionó hasta convertirse en una Cámara de los Lores, formada por representantes aparentemente acomodados de cada nacionalidad. Asimismo, se proyectaron otras mejoras para consolidar el estado habsburgués. Ciertas reformas administrativas crearon un sistema legal nuevo y más uniforme, racionalizaron la recaudación de tributos e impusieron una política monolingüe favorable al alemán. El problema de organizar las relaciones étnicas, en cambio, sólo fue a peor. Entre las décadas de 1850 y 1860 las nacionalidades súbditas, tal como se las denominaba a menudo, protestaron con firmeza por la escasa relevancia de sus dietas (o parlamentos) locales, por la represión militar, por la privación cultural del derecho a voto y por los distritos electorales que reducían su representación. El malestar de los checos de Bohemia, por ejemplo, fue en aumento con las políticas favorables a la minoría alemana de la provincia, lo que los animó a insistir cada vez más en su identidad eslava (un movimiento que alegró a Rusia, deseosa de convertirse en promotora de un amplio paneslavismo). Los húngaros, o magiares, la más poderosa de las nacionalidades súbditas, intentaron recuperar la autonomía que habían vislumbrado en 1848.

En este contexto, las dañinas derrotas de Austria ante Piamonte-Cerdeña en 1859 y Prusia en 1866 cobraron una relevancia muy especial. En 1866, la guerra en concreto obligó al emperador Francisco José a renegociar toda la estructura del imperio. Para evitar una revolución entre los húngaros, Francisco José acató una estructura federal nueva en forma de monarquía dual. Austria-Hungría usaban un sistema común de recaudación, un ejército común y seguían una política exterior y militar conjunta. Francisco José pasó a ser emperador de Austria y rey de Hungría. Pero los asuntos internos y constitucionales estaban separados. El Ausgleich, o acuerdo, permitió a los húngaros instaurar su propia constitución, su propia legislación y su propia capital uniendo las ciudades de Buda y Pest.

¿Y el resto de nacionalidades? La política oficial de la monarquía dual establecía que no debían ser discriminadas, y que podían usar sus idiomas particulares, pero la política oficial se impuso con laxitud. Tuvo más relevancia que los húngaros ascendieran y que les concedieran los beneficios de la nacionalidad política, puesto que esto sólo podía exacerbar sus relaciones con otros grupos. En la parte austriaca de la monarquía dual, las nacionalidades minoritarias como la polaca, checa y eslovena se resintieron de tener un estatus de segunda clase. En la parte húngara, el régimen se embarcó en un proyecto de magiarización con la finalidad de que el estado, la administración pública y las escuelas adquirieran un carácter más húngaro, unos esfuerzos que no sentaron nada bien a serbios y croatas.

Era imposible, pues, hablar de unificación nacional en territorio habsburgués. El emperador austriaco se opuso con firmeza al nacionalismo, por considerarlo, con razón, una fuerza centrífuga que destruiría su reino. A diferencia de los gobiernos de Francia, Inglaterra, Italia o Alemania, los Habsburgo no aspiraron a crear un estado-nación basado en una identidad cultural común. Más bien procuraron construir un estado y una estructura administrativa lo bastante robustos como para evitar que sus piezas constitutivas salieran centrifugadas, y para ello enfrentó entre sí a las diversas minorías y concedió la autonomía sólo en casos cruciales. A medida que avanzó el siglo XIX, las nacionalidades súbditas atrajeron a otras potencias (serbios, rusos, otomanos) y aquellos malabarismos ganaron dificultad.

Nación y estado: la construcción de Rusia, Estados Unidos y Canadá

Los retos del nacionalismo y la construcción nacional también afectaron a Rusia, Estados Unidos y Canadá. En esos tres países, la construcción nacional conllevó la expansión territorial y económica, la incorporación de pueblos ajenos y, en Rusia y Estados Unidos, el enfrentamiento a los grandes problemas de la servidumbre y la esclavitud.

EL TERRITORIO, EL ESTADO Y LA SERVIDUMBRE: RUSIA

La servidumbre en Rusia, legalizada en 1649, había empezado a generar protestas significativas entre la intelectualidad bajo el reinado de Catalina la Grande (1762-1796). Después de 1789 y, sobre todo, tras 1848, la abolición de la servidumbre en otros lugares de Europa añadió urgencia al problema en Rusia. La abolición de la servidumbre pasó a formar parte del gran proyecto de conversión de Rusia en una nación moderna. Los métodos para ejecutarla suscitaron gran debate. Surgieron dos escuelas de pensamiento. Los «eslavófilos», o nacionalistas románticos, aspiraban a conservar las características distintivas de Rusia. Idealizaron la cultura tradicional rusa y la comunidad campesina, rechazaron el secularismo occidental, el comercialismo urbano y la cultura burguesa. En cambio, los «occidentalistas» deseaban que Rusia adoptara los progresos científicos, tecnológicos y educativos de Europa, que consideraban como los pilares del liberalismo occidental y la protección de los derechos individuales. Ambas tendencias coincidían en que la servidumbre debía abolirse. La nobleza rusa, en cambio, se opuso con tenacidad a la emancipación. El avance en este asunto se vio frenado por enrevesados debates sobre cómo compensar a los nobles por la pérdida de «sus» siervos y cómo sobrevivirían los siervos emancipados sin una redistribución de la tierra a escala completa. La Guerra de Crimea (véase más adelante) desatascó la cuestión. Tras ella, Alejandro II (1855-1881) forzó las cosas. Preocupado porque la servidumbre había mermado la fuerza rusa y contribuido a su derrota en la guerra, y convencido de que la servidumbre sólo seguiría provocando violentos conflictos, acabó con ella por decreto en 1861.

El decreto de emancipación de 1861 fue una reforma masiva pero, paradójicamente, supuso un cambio limitado. Garantizó los derechos legales de unos 22 millones de siervos y autorizó su derecho a una porción de la tierra que habían trabajado. Asimismo, exigió que el estado compensara a los hacendados por las propiedades cedidas. Sin embargo, los grandes terratenientes inflaron considerablemente sus reclamaciones de compensación y consiguieron guardarse para sí gran parte de las tierras más rentables. Como consecuencia, la tierra garantizada al campesinado fue con frecuencia de peor calidad e insuficiente para mantenerse ellos y sus familias. Es más, los siervos recién liberados tenían que pagar sus tierras a plazos, lo que en realidad no se les concedía de manera individual sino a una comuna rural encargada de reunir sus pagos. Por consiguiente, el patrón de la vida rural rusa no experimentó un cambio radical. El sistema de pago retuvo al campesinado en los pueblos, no como agricultores libres e independientes, sino como trabajadores del campo para pagar a sus antiguos señores.

Mientras el estado ruso acometía reformas también incrementaba su territorio. Después de mediados del siglo, los rusos presionaron por el este y el sur. Invadieron y conquistaron varios reinos islámicos independientes situados en la vieja «ruta de la seda» y se expandieron por Siberia en busca de recursos naturales. La diplomacia rusa extrajo varias concesiones comerciales a los chinos que condujeron a la fundación de la ciudad siberiana de Vladivostok en 1860. Las diferencias raciales, étnicas y religiosas convirtieron el gobierno en una tarea desalentadora. En la mayoría de los casos, el estado ruso no aspiró a absorber las poblaciones de los territorios nuevos: la aceptación de las singularidades étnicas era una solución pragmática a las dificultades que entrañaba el gobierno de una población heterogénea. Cuando el estado hizo esfuerzos puntuales por imponer la cultura rusa, los resultados fueron desastrosos. Con el poder ostentado por los zares decimonónicos o, más tarde, por la Unión Soviética, las fuerzas centrífugas tiraron en contra de una verdadera unificación. La expansión ayudó a Rusia a crear un vasto imperio consistente en una sola pieza geográfica, pero en absoluto en una nación.

EL TERRITORIO, EL ESTADO-NACIÓN Y LA ESCLAVITUD:
LOS
ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA

La Guerra de Secesión americana había legado a los Estados Unidos de América un conjunto disperso de estados esclavos y libres unidos en parte por pretensiones de expansión territorial. La denominada revolución jeffersoniana combinó aspiraciones democráticas con una campaña para ampliar las fronteras de la nación. Los líderes del movimiento durante el mandato del presidente demócrata-republicano Thomas Jefferson (1801-1809) promovieron que se añadiera a la constitución una carta de derechos, y fueron los responsables casi en exclusiva de su éxito. Aunque apoyaban, en principio, la separación de poderes, creían en la supremacía de los representantes del pueblo y contemplaron alarmados los intentos de las ramas ejecutiva y judicial por incrementar su poder. Apoyaban un sistema político basado en la aristocracia de «virtud y talento» donde el respeto por la libertad personal representara el principio que se debía seguir. Se opusieron a la instauración de una religión nacional y de privilegios especiales, ya fueran de cuna o de poder. Pero la concepción jeffersoniana de la república se basaba en la independencia de los granjeros dueños de pequeñas tierras, y la independencia y la prosperidad de los mismos dependía de la disponibilidad de tierras nuevas. Esto convirtió la expansión territorial en un asunto clave para los Estados Unidos de Jefferson, tal como demostró la adquisición de Luisiana en 1803. La expansión acarreó complicaciones. Al tiempo que proporcionó tierras para muchos granjeros dueños de pequeñas parcelas en el norte y el sur, también incorporó millones de hectáreas de tierras algodoneras excelentes, lo que amplió el imperio de la esclavitud. La compra del puerto de Nueva Orleans rentabilizó el desarrollo de las tierras del sur, pero indujo a la república estadounidense a expulsar por la fuerza a los nativos del Viejo Sur al oeste del río Misisipí. Este proceso de expansión y expropiación se prolongó desde la administración de Jefferson hasta la era de Jackson, o la década de 1840.

Bajo la dirección de Andrew Jackson (1829-1837), los demócratas (tal como se llamaba ahora a algunos demócratas-republicanos) transformaron el liberalismo restringido de los jeffersonianos. Emprendieron campañas para ampliar el sufragio a todos los varones blancos; defendieron que todos los cargos públicos debían ser elegidos en lugar de nombrados, y persiguieron la rotación frecuente de los hombres que ocupaban puestos de poder político (una doctrina que permitía a los políticos usar el patronazgo para crear partidos políticos nacionales). Es más, la concepción jacksoniana de la democracia y la nación se extendió hasta convertirse en una cruzada para incorporar más territorios a la república. «El destino manifiesto» de Estados Unidos, según escribió un redactor de Nueva York, «consistía en la expansión del continente asignado por la Providencia para el desarrollo libre de los millones en que nos multiplicamos cada año». Esa «expansión» incorporó Oregón y Washington a la Unión a través de un acuerdo con los británicos, y captó Arizona, Texas, Nuevo México, Utah, Nevada y California mediante la guerra con México, y todos estos casos conllevaron la expropiación masiva de las tierras de los indígenas americanos. En el norte, estos cambios reforzaron la confianza en el «gobierno democrático» y el «trabajo libre»; en el sur, en cambio, alimentaron un sentimiento de aislamiento y acentuaron el empeño de los sureños por una economía y una sociedad basadas en las plantaciones esclavistas. Al final, los cambios empujaron a los líderes políticos del sur hacia la secesión.

La expansión territorial no permitió que el gobierno estadounidense eludiera la cuestión de la esclavitud. La revolución haitiana había iniciado el largo y escabroso proceso de desmantelamiento de la esclavitud. Gran Bretaña clausuró el comercio trasatlántico de esclavos en 1807, al igual que Estados Unidos; Gran Bretaña abolió la esclavitud en 1838. La América hispana abolió la esclavitud en las primeras décadas del siglo XIX; Francia, durante la Revolución de 1848. A pesar del desarrollo del sentimiento antiesclavista, los propietarios de las plantaciones del sur, al igual que los señores rusos con siervos, siguieron insistiendo en que sin el sistema esclavista se arruinarían. Como la nobleza rusa, respondieron a las aboliciones con argumentos basados en teorías de inferioridad hereditaria y en advertencias sobre el caos que, a su parecer, depararía la abolición. A medida que el país se expandió hacia el oeste, el norte y el sur se sumieron en un prolongado tira y afloja sobre si los nuevos estados debían ser «libres» o «esclavos». El fracaso de una serie de elaborados acuerdos condujo al estallido de la Guerra de Secesión (o guerra civil) en 1861.

Aquella pugna larga y costosa (una primera experiencia de los horrores de la guerra moderna) transformó la nación de manera decisiva. En primer lugar, abolió la esclavitud. En segundo lugar, instauró la superioridad del gobierno nacional sobre los derechos de cada estado. La decimocuarta enmienda de la Constitución establecía de manera específica que todos los estadounidenses eran ciudadanos de Estados Unidos, y no de un estado o territorio concretos. Al declarar que ningún ciudadano sería privado de vida, libertad o propiedad sin el debido proceso legal, estableció que el «debido proceso» debía definirlo el gobierno nacional, y no el estatal o territorial. En tercer lugar, durante el período subsiguiente a la guerra civil, la economía de Estados Unidos creció con una rapidez pasmosa. En 1865, existían unos 55.000 mil kilómetros de vías férreas en Estados Unidos; hacia 1900, había más de 300.000. La producción industrial y agrícola creció hasta situar Estados Unidos en condiciones de competir con Gran Bretaña. Como se verá más adelante, los industriales, banqueros y minoristas estadounidenses introdujeron innovaciones en las cadenas de montaje, en la organización corporativa y en publicidad que asombraron a sus homólogos europeos y otorgaron a Estados Unidos más peso en la política mundial. Todos estos avances formaron parte del proceso de construcción nacional, pero no superaron inveteradas divisiones raciales, regionales o clasistas. Aunque la guerra devolvió el sur a la Unión, el crecimiento del capitalismo del norte magnificó el atraso del sur como región agrícola subdesarrollada, cuya riqueza era explotada por los industriales del norte. Las compañías ferroviarias, que montaron la infraestructura nacional, se convirtieron en el enemigo clásico de los defensores de la reforma laboral y agraria. En estos aspectos, la Guerra de Secesión asentó las bases del estado-nación moderno estadounidense.

EXPANSIÓN TERRITORIAL: CANADÁ

La expansión de Estados Unidos también tuvo un efecto importante en su vecino del norte. En 1763, el Tratado de París había cedido territorios de Nueva Francia a Gran Bretaña. A lo largo del siglo XIX aumentaron las tensiones entre la población francófona, en su mayoría católica romana, de lo que acabó llamándose Quebec y los colonos británicos que llegaron con posterioridad, en su mayoría protestantes. Aunque la unidad entre colonos europeos era frágil, se vio reforzada, al igual que en Estados Unidos, a medida que la expansión hacia el oeste desposeía a las poblaciones indígenas y las obligaba a asentarse en territorios independientes. El avance hacia el oeste, que brindó vastas extensiones para cereales e ingentes recursos madereros en las praderas y bosques canadienses, alimentó las demandas de mayor autonomía. El temor a caer presos del empuje expansionista estadounidense, en cambio, redujo las ansias de los canadienses anglófonos por romper del todo con el gobierno británico. En 1867, un decreto parlamentario concedió la independencia a Canadá, pero el país siguió siendo un «dominio» dentro de la Mancomunidad (Commonwealth) Británica. Una vez adquirida la categoría de dominio, el gobierno canadiense, como su equivalente estadounidense, se afanó por desarrollar una política de expansión económica y colonización. Se anexionó territorios, ofreció interesantes subvenciones granjeras para atraer inmigrantes europeos, vigiló las relaciones entre colonos e indios, y construyó numerosas vías férreas. El gobierno fomentó avances económicos que conectaron las ciudades canadienses, con lo que forjó redes independientes de Estados Unidos. Las nuevas vías férreas canadienses comunicaron los extensos campos de cereales del oeste con los puertos de mar que embarcarían esos cereales con destino al mayor cliente de Canadá en ultramar: Gran Bretaña. En cuanto a cultura, comercio y cuestiones de defensa nacional, los lazos entre el país independiente de Canadá y la «madre patria» continuaron firmes.

Crisis orientales y relaciones internacionales

Durante el siglo XIX, las cuestiones relacionadas con la identidad nacional y el poder internacional fueron imposibles de separar de las disputas territoriales. La guerra y la diplomacia formaron y reformaron fronteras mientras las naciones europeas buscaban a tientas un equilibrio sostenible de poder. El surgimiento de potencias nuevas, sobre todo el Imperio alemán, planteó una serie de retos al orden continental. El poder decreciente de los viejos regímenes resultó igualmente desestabilizador. La Guerra de Crimea, que duró desde 1854 hasta 1856, representó un intento especialmente espantoso por afrontar el más serio de esos derrumbamientos. Cuando el Imperio otomano perdió el control sobre sus provincias del sureste de Europa, la «cuestión de Oriente» sobre quién se beneficiaría del debilitamiento otomano arrastró a Europa a una guerra. No sólo estaban en juego meras adquisiciones territoriales, sino también intereses estratégicos, alianzas y el equilibrio de poder en Europa. Y aunque la guerra se produjo antes de la unificación de los estados alemanes e italianos, estructuró el sistema de la política de grandes potencias que guió Europa hasta (y, de hecho, hacia) la Primera Guerra Mundial.

LA GUERRA DE CRIMEA, 1854-1856

Las causas fundamentales de la guerra radicaron en la «cuestión de Oriente». Pero la crisis que provocó guardó relación con la religión, en concreto, con las reivindicaciones francesas y rusas de proteger a las minorías religiosas y los lugares santos de Jerusalén dentro del Imperio otomano musulmán. En 1853, una disputa en tres direcciones entre Francia (en nombre de los católicos romanos), Rusia (representante de los cristianos ortodoxos orientales) y Turquía degeneró en un enfrentamiento ruso con el sultán turco. Confiada en que Turquía no lograría resistir, preocupada porque otras potencias sacaran provecho de la debilidad turca, y convencida (erróneamente) de que contaba con el apoyo británico, Rusia desplazó tropas hacia los territorios de gobierno otomano de Moldavia y Valaquia (territorios situados al norte y el oeste del punto donde el Danubio converge con el mar Negro). En octubre de 1853, convencida también de que tendría el apoyo británico, Turquía declaró la guerra a Rusia. El conflicto resultaría desastroso para los turcos, que en noviembre perdieron toda la armada en la batalla de Sinope. Pero el éxito de Rusia alarmó a británicos y franceses, quienes contemplaron la expansión rusa como una amenaza para sus intereses en los Balcanes, el este mediterráneo y, en el caso de los británicos, la ruta hacia la India. Decididas a contener la expansión, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Rusia en marzo de 1854. En septiembre, arribaron a la península rusa de Crimea con la intención de dirigirse hacia la base naval rusa de Sebastopol, la cual sitiaron. A franceses, británicos y otomanos se les unió en 1855 el pequeño pero ambicioso estado italiano de Piamonte-Cerdeña, todos ellos en lucha contra Rusia. Ésta fue la ocasión en que Europa se acercó más a una guerra global desde 1815.

La guerra fue bastante breve, pero su gestión resultó devastadora. Las condiciones en la península de Crimea fueron horribles, y la desastrosa falta de recursos e higiene entre los británicos y franceses causó epidemias entre las tropas. Por lo menos fallecieron tantos soldados de tifus y cólera como en combate. La lucha fue amarga y se caracterizó por estrategias tan ineptas como la «carga de la Brigada Ligera», donde una unidad de caballería británica fue masacrada por la concentrada artillería rusa. Considerables batallas enfrentaron a decenas de miles de tropas británicas y francesas contra formaciones rusas, combates a menudo resueltos con bayonetas. A pesar de la firmeza disciplinada de las tropas británicas y francesas, y a pesar de la hegemonía marítima de esos países en los alrededores de Crimea, los rusos se negaron a reconocerlos como claros vencedores. Sebastopol, asediada durante casi un año, no cayó hasta septiembre de 1855. El amargo e ingrato conflicto acabó con un tratado en 1856.

La bravura de las tropas francesas y sardas consolidó sentimientos nacionales positivos en sus respectivos países; en el caso de británicos y rusos, en cambio, la nefasta gestión bélica provocó oleadas de duras críticas. En lo que atañe a relaciones internacionales, los acuerdos de paz supusieron un revés severo para Rusia, cuya influencia en los Balcanes experimentó una caída espectacular. Las provincias de Moldavia y Valaquia se unieron para crear Rumania y convertirse en una nación independiente. Además, la renuncia de Austria a acudir en ayuda de Rusia le costó el apoyo de ese poderoso aliado oriental. La Guerra de Crimea puso a Francia en apuros y debilitó bastante a Rusia y Austria, lo que dio ventaja a Bismarck en la década de 1860, tal como se ha visto.

La Guerra de Crimea tuvo relevancia en otros aspectos. Aunque se libró esencialmente con los mismos métodos y la misma mentalidad empleados durante las guerras napoleónicas de cuarenta años antes, deparó unas cuantas novedades que auguraron la dirección que tomarían los conflictos bélicos de la modernidad. En ella se usaron por primera vez los rifles, las minas submarinas y la guerra de trincheras, así como el empleo táctico del ferrocarril y la telegrafía. Además, los primeros corresponsales de guerra y reporteros gráficos modernos cubrieron la guerra y la convirtieron en el conflicto armado más «público» hasta la fecha. La información se enviaba «en vivo» desde el escenario bélico por telégrafo a Gran Bretaña o Francia mediante detalles objetivos y concisos; el reportero del Times (de Londres) William Howard, por ejemplo, se deshizo en críticas al gobierno por las condiciones deplorables que soportaban sus soldados. La atención y el abastecimiento de las tropas se convirtieron en escándalos nacionales en la prensa popular, lo cual provocó cambios espectaculares en los sistemas de administración y logística militares, y convirtió en héroes a médicos y enfermeras como Florence Nightingale. El gobierno británico y algunas empresas editoriales enviaron fotógrafos para documentar la evolución de la guerra y, tal vez, también para rebatir las acusaciones de que las tropas estaban mal provistas y desnutridas. Roger Fenton, el más destacado y prolífico de aquellos fotógrafos de guerra, usó ese medio nuevo para captar las severas realidades de la vida en campaña, aunque las limitaciones técnicas y ciertas consideraciones políticas le impidieron retratar la carnicería más espantosa del campo de batalla. Con todo, las fotografías de Fenton carecían de las elegantes deformaciones de pinturas y grabados, y por tanto introdujeron un grado mayor de realismo e inmediatez en la idea pública de la guerra.

REALISMO: «LA DEMOCRACIA EN EL ARTE»

La información periodística procedente de la Guerra de Crimea fue extraordinaria, en parte, debido a que evitó el lenguaje heroico y jingoísta al que estaban habituados los lectores del siglo XIX. En este aspecto, reflejó el predominio de una tendencia cultural de mediados del siglo XIX: la emergencia del movimiento artístico que se conoce como realismo. Tanto en la pintura como en la literatura, el realismo significó una negación absoluta de las convenciones artísticas y las fórmulas hechas en pos de lo que los artistas consideraron representaciones más honestas, objetivas y auténticas del mundo. Si el romanticismo había perseguido verdades más elevadas, poniendo el énfasis en las emociones y la imaginación, el realismo centró la mirada en la realidad empírica. Tal como proclamó el pintor francés Gustave Courbet (1819-1877): «[E]l arte de la pintura sólo puede consistir en la representación de objetos visibles y tangibles para el artista».

La concentración realista en el mundo material debió mucho a los ideales de la ciencia decimonónica, que pareció abrirse paso entre la moral tradicional y las inquietudes filosóficas en busca de hechos empíricos. El novelista francés Émile Zola (1840-1902), que junto con Honoré de Balzac y Gustave Flaubert figura entre los escritores realistas más sobresalientes, aspiró a una representación exacta y científica de la sociedad. Leyó las teorías de Darwin sobre la evolución y a menudo modeló con severidad a sus personajes como víctimas de la herencia genética y las circunstancias sociales. Como muchos realistas, Zola también estuvo motivado por fuertes simpatías hacia la gente común y un deseo de justicia social. Sus novelas se enfrentaron a los numerosos problemas vitales de la clase obrera industrial (el alcoholismo, la pobreza, el hambre, las huelgas) al igual que las obras más célebres de Charles Dickens, las cuales incluyeron vividas descripciones de la miseria urbana, temperadas por un espíritu humanitario. Los pintores realistas también compartieron esta simpatía por el hombre (y la mujer) de a pie y sacudieron las sensibilidades refinadas convirtiendo en objeto de su obra a mendigos, mineros, lavanderas, trabajadores del ferrocarril, prostitutas y campesinos.

Las simpatías realistas por los pobres y los desposeídos llevaban inherente una crítica mordaz a la sociedad contemporánea. En paralelo con las demandas de democratización política y social, los artistas plásticos y literatos reclamaron la «democracia en el arte», la frase que usara Courbet para describir el realismo. Este movimiento, surgido después de los disturbios de 1848, se consideró a menudo como una manifestación directa del espíritu revolucionario y, de hecho, muchos de sus defensores fueron tímidos radicales políticos. Los críticos advirtieron con desdén que «la multitud vil, echada de la política, reaparecía en la pintura». Pero el realismo también estuvo marcado por la desilusión que caracterizó la era posrevolucionaria de reacción conservadora. Los movimientos políticos fueron ambivalentes. Lo que unía a los realistas era la creencia de que las clases inferiores tenían derecho a una representación artística y literaria, y que eso exigía una observación meticulosa de los personajes y su entorno.

En Rusia, los escritores sintieron un impulso similar de tratar temas sociales y políticos como la pobreza, la delincuencia y los papeles de cada género, pero enlazaron esos contenidos con temas filosóficos más amplios, de manera que crearon un híbrido muy particular entre realismo y romanticismo. Iván Turguéniev, que pasó buena parte de su vida en Francia, fue el primer novelista ruso que logró gran popularidad en Europa occidental. Su melancólica novela Padres e hijos (1861), que condenaba el orden social existente, inspiró a un grupo de jóvenes intelectuales rusos que aspiraron a reformar la sociedad apartándose de la importancia que atribuían sus padres a la posición social, la riqueza y el ocio para, en lugar de eso, entregarse a «servir al pueblo». Fiódor Dostoievski (1821-1881), cuyas novelas reflejaron su desgarradora vida personal, exploró en ellas la psicología de mentes angustiadas con gran compasión e intensidad morbosa. El tercer novelista destacado de finales del siglo XIX, León Tolstói, examinó la sociedad rusa en novelas épicas tales como Guerra y paz (1862-1869), centrada en la suerte de individuos inmersos en los grandes movimientos de la historia.

Conclusión

Los veinte años que mediaron entre 1850 y 1870 fueron una época de intensa construcción nacional en el mundo occidental. La unificación de Alemania e Italia modificó el mapa de Europa y conllevó consecuencias cruciales para el equilibrio de poder. La emergencia de Estados Unidos como gran potencia también tuvo ramificaciones internacionales. Tanto para los estados-nación antiguos como para los nuevos, el desarrollo económico y la transformación política (con frecuencia a gran escala) representaron medios importantes para incrementar y afianzar el poder del estado. Pero eso obligó a tener en cuenta asimismo las demandas de gobiernos más representativos, la abolición de los privilegios y las reformas agrarias, amén de los sistemas de esclavitud y servidumbre. El estandarte del nacionalismo dejó tras de sí una estela con una serie explosiva de cuestiones sobre cómo equilibrar el poder y los intereses de las minorías y las mayorías, de los ricos y los pobres, de los poderosos y los desposeídos. En resumen, la construcción nacional impuso la transformación de las relaciones entre los estados y la ciudadanía.

Pero estas transformaciones fueron de todo menos predecibles. El nacionalismo se reveló como una fuerza volátil, errática y maleable a mediados del siglo XIX. De él salió buena parte del combustible que alimentó los movimientos revolucionarios de 1848, pero también contribuyó a desmembrar esos movimientos, con lo que socavó los logros liberales. Quienes habían aunado sus fines democráticos para la creación de nuevos estados-nación sufrieron una gran decepción. Tras el fracaso de las revoluciones, la mayoría de las construcciones nacionales tomaron un rumbo conservador. El nacionalismo acabó sirviendo a los intereses de estadistas y burócratas contrarios al «despertar de los pueblos» y con serias reservas hacia la soberanía popular. Para ellos, las naciones sencillamente representaban estados modernos, organizados y más fuertes. Este ataque de construcción nacional dio como resultado una época de estabilidad notable en el continente, que marcó el comienzo de una era de expansión capitalista e imperial sin precedentes. No obstante, los antagonismos desatados por la unificación alemana y el derrumbamiento del Imperio otomano reaparecerían con la política de grandes potencias que precipitó la Primera Guerra Mundial.

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