CAPÍTULO 20

De la Restauración a la Revolución,
1815-1848

Cuando Napoleón abandonó el campo de batalla en Waterloo el 18 de junio de 1815, regresó a su palacio del Elíseo y, por último, se retiró a su exilio solitario en la isla de Santa Elena en el Atlántico Sur, sus victoriosos oponentes confiaban en que la era de la Revolución había terminado. El ministro austriaco de asuntos exteriores, Klemens von Metternich, tal vez el diplomático conservador más influyente de principios del siglo XIX, tildó la Revolución de «mal», «plaga» y «cáncer», y junto a sus aliados emprendió la vacunación de Europa contra insurrecciones futuras. En opinión de Metternich y otros tantos, la Revolución generaba guerra. La paz, por tanto, dependía de la prevención de desórdenes políticos y del control férreo de los asuntos internos de todos los países de Europa.

Sin embargo, en el espacio de tiempo que vivió Metternich oleadas revolucionarias volvieron a recorrer toda Europa, en las décadas de 1820 y de 1830, y de nuevo en 1848. Los esfuerzos conservadores para restaurar el viejo orden sólo consiguieron éxitos parciales. ¿Por qué? Para comenzar, los logros del siglo XVIII se revelaron difíciles de revocar. Prosiguió la expansión de un público lector informado, un avance que se remontaba al Siglo de las Luces. El término ciudadano (y los derechos políticos que implicaba) fue controvertido durante el tumultuoso período que siguió a la Revolución francesa, pero también difícil de desterrar del vocabulario occidental. Cada vez más gente opinaba sobre política y participaba en ella. Las nuevas ideologías políticas, los nuevos grupos y lealtades políticos convirtieron el mundo del siglo XIX en uno muy distinto al que los conservadores aspiraban a recuperar. En segundo lugar, la industrialización y los cambios de gran alcance estudiados en el capítulo anterior minaron los cimientos del orden conservador. Las planchas de vapor transformaron la imprenta; el ferrocarril alteró la velocidad a la que viajaban los periódicos. Las ciudades se convirtieron en núcleos de actividad política. Sobre todo, los cambios sociales dieron lugar a antagonismos y conflictos nuevos.

Esto no quiere decir que los revolucionarios triunfaran. Muchas revoluciones fracasaron o fueron reprimidas. Y aunque no se restaurara el viejo orden, el conservadurismo, renovado y adaptado, volvió a conseguir una buena posición. Este período ofrece un estudio fascinante de cambios repentinos, grandes esperanzas, logros parciales, consecuencias involuntarias y adaptación política para revolucionarios y conservadores por igual.

En la cultura, como en la política, la imaginación y cierto sentido de la oportunidad se contaban entre las características definitorias de la primera mitad del siglo. El Romanticismo rompió con lo que muchos artistas consideraban el frío Clasicismo y la formalidad del arte del siglo XVIII. La Ilustración había defendido la razón; los románticos valoraron la subjetividad, el sentimiento y la espontaneidad. Su rebelión contra las convenciones del siglo XVIII tuvo ramificaciones mucho más allá del ámbito de la literatura y la pintura. Los románticos no siguieron un credo político único: algunos fueron revolucionarios fervientes, y otros, tradicionalistas fervientes que miraron al pasado, a la religión o a la historia en busca de inspiración. Pero su sensibilidad infundió políticas y cultura. Y, mirando hacia delante, su búsqueda colectiva de otros medios de expresión orientó el arte del siglo XIX hacia una nueva dirección.

Regreso al futuro: restauración del orden, 1815-1830

En 1814, las potencias europeas victoriosas se reunieron en el Congreso de Viena. El establecimiento de la paz apuntó muy alto, ya que aspiró a satisfacer las ambiciones territoriales de las grandes potencias y garantizar la tranquilidad internacional. El congreso se convirtió en un acontecimiento prolongado y dio lugar a dos tratados de paz: uno en 1814 y otro en 1815, tras la sorprendente fuga de Napoleón del exilio y su derrota final en Waterloo. Por tanto, los conservadores tuvieron meses para celebrar la derrota del advenedizo emperador revolucionario durante los cuales oficiaron costosos banquetes de elaborada etiqueta aristocrática, en los que los dignatarios y miembros relevantes de la realeza y la nobleza europeas maniobraron para conseguir una posición en la mesa.

EL CONGRESO DE VIENA Y LA RESTAURACIÓN

El reparto principal del congreso lo constituyeron las mayores potencias, con el zar Alejandro I (1801-1825) y el diplomático austriaco Klemens von Metternich (1773-1859) como figuras destacadas. Sorprendió la influencia del príncipe francés Charles Maurice de Talleyrand (1754-1838) en las decisiones, considerando que representaba a la nación derrotada. Después de la caída de Napoleón, Rusia había emergido como el estado continental más poderoso. El zar Alejandro de Rusia, criado en la corte de Catalina la Grande, había adoptado tanto las doctrinas ilustradas de su tutor francés como nociones de autoridad absolutista por parte de su autocrático padre, el zar Pablo. En 1801 sucedió a su padre asesinado, y durante las guerras napoleónicas se presentó a sí mismo como el «libertador» de Europa. Muchos temieron que reemplazara la Francia todopoderosa con una Rusia todopoderosa. Talleyrand, el representante francés durante el congreso, había sido obispo y revolucionario, había sobrevivido al Terror exiliándose a Estados Unidos y había regresado para servir a Napoleón como ministro de asuntos exteriores antes de volverse contra el emperador y convertirse en ministro de asuntos exteriores del restaurado Luis XVIII. El hecho de que estuviera presente en Viena evidenció su destreza diplomática, u oportunismo.

Klemens von Metternich, arquitecto de la paz, era hijo de un diplomático austriaco en el inestable mosaico de los pequeños estados alemanes. Durante su época de estudiante en la Universidad de Estrasburgo, el joven Metternich presenció la violencia popular relacionada con la Revolución francesa y a ello atribuyó el odio que profesó durante toda la vida al cambio político. Había intentado deshacer la alianza de 1807 entre Napoleón y el zar Alejandro de acuerdo con los intereses de Austria, y había intervenido en la consecución del matrimonio de Napoleón con la archiduquesa austriaca María Luisa. Metternich dijo en cierta ocasión que admiraba a las arañas, «siempre afanadas en la confección de su casa con la mayor pulcritud del mundo». Durante el Congreso de Viena, procuró en todo momento organizar las cuestiones internacionales con esa misma pulcritud de acuerdo con sus propios propósitos diplomáticos. Sus intereses fundamentales, casi obsesiones, consistían en contener la expansión de Rusia e impedir el cambio político y social. Temía que el zar Alejandro provocara una revolución para instaurar la supremacía de Rusia en Europa. Por esta razón, favoreció que se tratara con moderación a la derrotada Francia. De hecho, en cierto momento estuvo dispuesto a reponer a Napoleón como emperador de los franceses, aunque bajo la protección y la supervisión de la monarquía habsburguesa. Metternich fue un ultraconservador que recurrió gustoso a duras tácticas represivas entre las que se contaban la policía secreta y el espionaje. Pero la paz que trazó tuvo una relevancia inmensa y contribuyó a evitar una gran guerra europea hasta 1914.

El congreso aspiró a restablecer el orden y la autoridad «legítima». Reconoció a Luis XVIII como soberano legítimo de Francia y confirmó la restauración de los Borbones en España y las Dos Sicilias. El resto de monarcas europeos no tenía ningún interés en socavar la restauración francesa: Luis XVIII era un baluarte contra la revolución. Pero en 1815, después de los Cien Días de Napoleón, cuando el pueblo francés le dio la bienvenida a su regreso del exilio, los aliados se volvieron más estrictos; obligaron a Francia a pagar una indemnización de 700 millones de francos y a aceptar un ejército aliado de ocupación durante cinco años. Sus fronteras se limitarían aproximadamente a las que tenía en 1789, más reducidas que las de la «gran Francia» de los años revolucionarios, pero las sanciones fronterizas no fueron tan severas como pudieron haber sido.

La paz erigió fuertes barreras contra cualquier nueva expansión francesa. En este caso, el principio director fue el del equilibrio de poder, según el cual ningún país debía contar con la capacidad suficiente para desestabilizar las relaciones internacionales. La República Holandesa, conquistada por Francia en 1795, se restauró como el Reino de los Países Bajos. Ahora su territorio se expandió hasta Bélgica, antiguos Países Bajos Austriacos. Esta adquisición sustancial de poder disuadiría cualquier expansión futura de Francia. Por la misma razón, los aliados cedieron la margen izquierda del Rin a Prusia. Austria amplió su imperio al norte de Italia, con lo que recobró los territorios perdidos con Napoleón.

La paz de 1815 tuvo unas consecuencias especialmente relevantes para Alemania y Polonia. Napoleón había reestructurado los estados alemanes en la Confederación del Rin. En Viena, las grandes potencias redujeron el número de los estados y principados alemanes de más de 300 a 39 y los unieron a Prusia en una dispersa Confederación Germánica bajo la presidencia honoraria de Austria. Esta confederación se convertiría más tarde en la base de la unificación alemana, pero no era ésa la intención de quienes confeccionaron la paz. Para contener una eventual agresión rusa, las otras naciones europeas apoyaron la Confederación Germánica y el mantenimiento de los reinos independientes de Baviera, Württemberg y Sajonia. Polonia, que en la década de 1790 se habían repartido Rusia, Austria y Prusia hasta acabar con su existencia, se convirtió en la manzana de la discordia y en objeto de las aspiraciones territoriales de las grandes potencias. Al final, las partes llegaron a un acuerdo. Crearon un reino de Polonia en teoría independiente, pero otorgaron el control del mismo al zar Alejandro. Partes de Polonia también pasaron a Prusia y Austria. Prusia se quedó con una parte de Sajonia. Como el resto de potencias vencedoras, Gran Bretaña reclamó una compensación por los largos años de conflicto armado y recibió territorios que habían permanecido bajo dominio francés en el sur de África y América del Sur, así como la isla de Ceilán. Las victorias militares británicas durante las guerras napoleónicas contribuyeron a afianzar el crecimiento de su imperio comercial (véase el capítulo 19).

El Congreso de Viena también reclamó un «pacto europeo» para garantizar la paz y crear una estabilidad permanente. Gran Bretaña, Austria, Prusia y Rusia formaron la Cuádruple Alianza (rebautizada como Quíntuple Alianza cuando se admitió a Francia en 1818). Sus miembros se comprometían a reunirse con regularidad y a cooperar para la supresión de cualquier disturbio, ya se tratara de tentativas para derrocar a los gobiernos legítimos o para cambiar las fronteras internacionales. El zar Alejandro I convenció a los aliados para que se unieran a él en la declaración de una «Santa Alianza» dedicada a instaurar la justicia, la caridad cristiana y la paz. Pero esta segunda alianza sólo causó recelos entre los dirigentes europeos acerca de las intenciones de Alejandro. Muchos de los estadistas aristócratas reunidos en Viena estaban imbuidos de los valores de la Ilustración y desconfiaban de las cruzadas. Tal vez muchos compartieran la convicción del ministro británico de asuntos exteriores de que la Santa Alianza era «una empresa de un misticismo y un disparate sublimes». En todo caso, intentaron forjar un concepto distinto de autoridad, centrado en la «legitimidad». La «legitimidad» y la consolidación del poder de un dirigente no provenían del derecho divino sino de los tratados, el respaldo y una serie de garantías internacionales.

El rey Leopoldo de Bélgica, elevado al trono por los aliados, señaló que la guerra amenazaba ya con traducirse en «un conflicto de principios», un conflicto provocado por ideas revolucionarias y que situaba a los «pueblos» en contra del emperador. «Por lo que sé de Europa —continuó—, un conflicto tal cambiaría su forma y derribaría toda su estructura.» Metternich y muchos de los diplomáticos que lo apoyaron en Viena consagraron el resto de la vida a asegurarse de que ese conflicto no se produjera jamás.

REBELIÓN CONTRA LA RESTAURACIÓN

La Restauración se topó con adversarios desde un principio. Buena parte de la primera resistencia fue encubierta, concentrada en organizaciones secretas enviadas a la clandestinidad por las tácticas represivas. En la mismísima puerta de Metternich, por ejemplo, los carbonarios (un grupo italiano que tomó su nombre del carbón que usaba para pintarse la cara de negro) juraron oponerse al gobierno de Viena y a sus aliados conservadores, cuyo poder se extendía hasta la península italiana. La influencia de los carbonarios se propagó por el sur de Europa y Francia durante la década de 1820. Los miembros de la organización se identificaban entre sí mediante rituales ocultos y se reunían en secreto. Sus ideas políticas eran confusas. Algunos carbonarios reclamaban constituciones, representación política y otras reformas liberales. Otros cantaban elogios entusiastas a Bonaparte. De hecho, el ex emperador se volvió más popular en el exilio (donde se convirtió en una alternativa mitificada a la restauración borbónica) de lo que había sido durante su mandato arrasado por la guerra. Los veteranos del ejército napoleónico contribuyeron a crear lo que acabaría llamándose la leyenda napoleónica, y los oficiales del ejército tenían un papel destacado entre las filas de los carbonarios.

En España, y en Nápoles y Piamonte, en la península italiana, la oposición a la Restauración se convirtió en insurrección. En ambos casos, los monarcas restaurados que se habían comprometido a respetar las reformas constitucionales faltaron a su palabra e intentaron aplastar las elecciones y reinstaurar los privilegios. Alarmado por la precariedad del poder austriaco en la península italiana pero decidido a conseguir apoyo internacional, Metternich emplazó a representantes austriacos, prusianos y rusos a una reunión. Promulgaron el Memorando de Troppau (1820), en el que declaraban que se brindarían ayuda mutua para reprimir la revolución. Francia y Gran Bretaña se negaron a firmar. Aunque coincidían con el resto en que cualquier revolución suponía una amenaza para la estabilidad internacional, no querían atarse con tratados. Metternich consideró que tenía permiso diplomático para acallar los levantamientos en Italia, y envió a los rebeldes a prisión o al exilio. Los franceses intervinieron en la revolución española. Enviaron doscientas mil tropas a la península Ibérica en 1823. Esta fuerza aplastó a los revolucionarios españoles y restauró la asediada autoridad del rey Fernando. Éste torturó y ejecutó públicamente a cientos de rebeldes.

REVOLUCIÓN EN AMÉRICA LATINA

Sin embargo, la Restauración no llegaría al imperio de Fernando en América Latina. La conquista previa de España por parte de Napoleón (1807) había sacudido los cimientos del gobierno colonial. Las élites de las colonias españolas llevaban mucho tiempo molestas por el control colonial, los impuestos ofensivos, las políticas comerciales restrictivas y los privilegios de los peninsulares (personas nacidas en España). Cuando el rey fue sometido a arresto domiciliario custodiado por tropas francesas, vieron la ocasión propicia para el autogobierno (lo que tornó improbable que aceptaran la restauración de la autoridad de Fernando tras la expulsión de los franceses de España). A partir de 1810, los movimientos independentistas cobraron impulso; empezaron en Río de la Plata (en la actual Argentina), que declaró su independencia en 1816. El general de las fuerzas del Río de la Plata, José de San Martín (1778-1850), encabezó una marcha extraordinaria a través de los Andes para enfrentarse a las fuerzas reales y liberar Chile y Perú. La otra figura militar y política clave de las revoluciones sudamericanas, Simón Bolívar (1783-1830), dirigió una serie de alzamientos desde Venezuela hasta Bolivia para acabar uniéndose a las fuerzas de San Martín. Ambos hombres tenían visiones muy distintas sobre el gobierno posrevolucionario. San Martín era monárquico. Bolívar, en cambio, era un republicano que pretendía movilizar a los negros libres, los esclavos y los indios para luchar contra el gobierno español con la idea de crear una gran república panamericana en el continente junto con las líneas estadounidenses o la Francia napoleónica. Ninguno de los dos cumplió sus ambiciones. La rebelión política desató el conflicto y, en muchos casos, violentas guerras civiles. Por una parte se hallaban las élites que sólo aspiraban a librarse de España y, por otra, grupos más radicales que querían reformas del suelo, el fin de la esclavitud o el desmantelamiento de las jerarquías sociales y raciales. Al final, los movimientos radicales fueron reprimidos y las naciones recién independizadas se vieron sometidas a una alianza de terratenientes conservadores y mandos militares.

Metternich y sus aliados conservadores habrían preferido evitar las revoluciones latinoamericanas. Pero se toparon con dos fuerzas en contra: la reciente y ambiciosa nación de Estados Unidos y Gran Bretaña. En 1823, el presidente estadounidense James Monroe promulgó la Doctrina Monroe, en la que advertía a las grandes potencias de Europa que consideraría como acto hostil cualquier intento por intervenir en los asuntos del Nuevo Mundo. Sin embargo, la nueva doctrina de EE UU se habría convertido en letra muerta sin el apoyo británico. Gran Bretaña se mostró dispuesta a reconocer la independencia de las repúblicas sudamericanas para conseguir nuevos socios comerciales y usó la armada para impedir la intervención de España. A mediados de la década de 1820, pues, el inmenso Imperio español de antaño en el Nuevo Mundo se había desvanecido. La base colonial portuguesa en América Latina también finalizó cuando Brasil se declaró independiente en 1822. Estas revoluciones que depararon cambios radicales en todo el continente probablemente marcaron el fin de una era que había comenzado en 1492. Asimismo, pusieron de manifiesto la relevancia global de la Revolución francesa de 1789, cuya repercusión se extendió mucho más allá del seno de los estados europeos y remodeló estados en una porción considerable del planeta.

RUSIA: LOS DECEMBRISTAS

La revolución también irrumpió en Rusia, centro de la alianza conservadora. En 1825 falleció el zar Alejandro, y la incertidumbre sobre su heredero detonó una rebelión entre un grupo de oficiales del ejército. Muchos de los decembristas, como se los denominó, procedían de familias nobles y pertenecían a regimientos de élite. Muchos de ellos habían servido en los ejércitos zaristas que forzaron la vuelta a Francia de Napoleón, y fueron destinados a los cuerpos de élite durante los años dedicados a negociar la paz. Jóvenes e idealistas, se habían tomado en serio la proclama del zar Alejandro de que Rusia era la «libertadora» de Europa. Pero, para asumir semejante «grandeza moral», Rusia necesitaba reformas. El sistema feudal contradecía la promesa de liberación, y lo mismo sucedía con el monopolio autocrático del zar sobre el poder político. No sólo estaba esclavizado el campesinado ruso, afirmaban, sino que también los nobles eran «esclavos del zar».

Los decembristas no siguieron un programa político único. Entre ellos había desde monárquicos constitucionalistas hasta republicanos jacobinos. Los rebeldes confiaban en convencer a Constantino, hermano de Alejandro de tendencia liberal, para que asumiera el trono y garantizara una constitución. El intento fracasó. Constantino no quiso usurpar el poder al heredero legítimo, un tercer hermano: Nicolás. Los oficiales, por su parte, no lograron granjearse el apoyo de los soldados rasos del campesinado, y sin ese respaldo estaban condenados al fracaso. Esto no significa que la represión resultara sencilla. El nuevo zar, Nicolás I (1825-1855), interrogó sin piedad a cientos de soldados amotinados y condenó a muchos a trabajos forzados y a la deportación. Los cinco cabecillas, sentenciados a muerte, resultaron más fastidiosos. Como miembros jóvenes de la élite, representaban la flor y nata y candidatos atractivos para el martirio. El zar ordenó que los colgaran cabeza abajo dentro de las murallas de la fortaleza de Pedro y Pablo de San Petersburgo y que fueran sepultados en tumbas secretas, para que ni su funeral ni el lugar de los enterramientos pudieran generar disturbios.

Nicolás siguió gobernando al estilo de su predecesor. Entre sus actuaciones autocráticas figuró la creación de la Tercera Sección, una fuerza policial política para prevenir más desórdenes internos. Al igual que la policía secreta de tantas otras potencias conservadoras, estaba desbordada y contaba con escasos efectivos, pero su mera existencia contribuyó a una cultura del miedo y la sospecha. Nicolás se convirtió en el conservador más inflexible tal vez de toda Europa. Aun así, Rusia mostró signos de cambio. La burocracia se tornó más centralizada y eficaz, y menos dependiente de la nobleza para obtener apoyo político y para su funcionamiento cotidiano. El gobierno codificó leyes de forma sistemática en 1832. El aumento de la demanda de grano ruso animó a los grandes terratenientes a reorganizar su patrimonio para obtener producciones más eficaces, y al estado a construir vías ferroviarias para el transporte del grano a los mercados occidentales. Otros detractores del régimen, como Alexánder Herzen, admirador de los decembristas, continuarían con el legado político pendiente de los decembristas.

EUROPA SURORIENTAL: GRECIA Y SERBIA

Las potencias europeas conservadoras se mostraron más abiertas a la rebelión cuando iba dirigida contra imperios rivales. Éste fue el caso de Grecia y Serbia, ambas provincias balcánicas del desparramado y otrora poderoso Imperio otomano, donde los movimientos locales empezaron a reclamar autonomía y a pedir a los europeos que respaldaran su lucha. El primer alzamiento griego de 1821 lo encabezó Alejandro Ypsilantis, antiguo oficial del ejército ruso que había mantenido estrechas relaciones con el zar Alejandro. Éste se negó a intervenir. Sin embargo, el segundo levantamiento no sólo logró el apoyo del gobierno británico sino también cientos de voluntarios de toda Europa.

De todas las revueltas de comienzos del siglo XIX, ninguna captó más atención y simpatía que la guerra de independencia de Grecia (1821-1827). ¿Por qué fue significativo este conflicto? La respuesta guarda escasa relación con la situación en los Balcanes; más bien reside en conceptos de identidad europea. Los cristianos de Europa vieron la rebelión como una prolongación de la batalla entre la cristiandad y el islam. Desde un punto de vista secular, la lucha griega podía interpretarse tanto como una cruzada por la libertad como una pugna por preservar la antigua herencia clásica del territorio. Los europeos hablaban cada vez más de Grecia como la cuna de Occidente. «Todos somos griegos —escribió Percy Shelley, el poeta romántico—. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. De no ser por Grecia […] todavía seríamos salvajes e idólatras.» George Gordon, conocido como Lord Byron (1788-1824), otro poeta romántico, combatió en Grecia. El pintor romántico francés Eugène Delacroix conmemoró la lucha griega en su Matanza de Quíos (1824). Comités «filohelénicos» (amantes de la Grecia clásica) de ciudades de toda Europa recaudaron fondos y enviaron voluntarios; los hombres y las mujeres de París portaban cintas azules y blancas para mostrar que apoyaban la causa griega. La exaltación de lo griego fue unida a la demonización de los turcos y la recuperación del tema del «despotismo turco», que tuvo un papel relevante durante la Ilustración. Un oficial británico comentó: «Casi toda la Turquía europea exhibe un cuadro espantoso de anarquía, rebelión y barbarismo». Los europeos de distintas opiniones políticas procuraron identificarse con una herencia griega que contraponían a imágenes de tiranía «oriental» o «islámica». Los europeos, en resumen, vieron el conflicto a través de su propia lente.

En territorio griego, ambos bandos actuaron con brutalidad. En varias ocasiones, las fuerzas griegas asediaron localidades turcas y mataron a sus habitantes. En marzo de 1822, los griegos invadieron y proclamaron la independencia de la isla de Quíos, entonces poblada por turcos y griegos leales a los otomanos. Cuando las tropas otomanas acudieron para recuperar la isla, los invasores griegos mataron a los turcos que tenían prisioneros y huyeron. En venganza, los turcos masacraron a miles de griegos y esclavizaron a cuarenta mil más. La matanza de Quíos de Delacroix describía tan sólo, como es natural, la brutalidad turca.

Al final, la independencia griega dependió de la política de las grandes potencias. En 1827, tropas británicas, francesas y, ahora sí, rusas intervinieron contra los turcos. (El sucesor del zar Alejandro, Nicolás, aprobó la intervención). Dos Protocolos de Londres, de 1829 y 1830, promulgaron la independencia de Grecia del Imperio otomano, aunque un año después los aliados pusieron al hijo del rey de Baviera en el trono griego.

La pugna entre las potencias europeas y los otomanos contribuyó asimismo a crear el estado independiente de Serbia en 1828. Gracias al estímulo y la ayuda de Rusia, Serbia se volvió semiindependiente: un principado cristiano ortodoxo (con considerables minorías étnicas) de gobierno otomano. Serbia presionó para lograr más territorio reclamando regiones pertenecientes a otra potencia de la zona, el Imperio austriaco, un conflicto que se intensificaría a finales del siglo XIX.

En suma, cuando los líderes de los movimientos independentistas podían beneficiarse de los conflictos entre grandes potencias, o cuando esos movimientos coincidían con la pugna que mantenía Europa contra el Imperio otomano, como en el caso de Grecia y Serbia, las probabilidades de éxito fueron mayores. Sin embargo, esas dos naciones recién creadas eran pequeñas y frágiles. En el nuevo estado griego sólo residían en realidad ochocientos mil griegos. La existencia de Serbia disfrutó de la protección de las grandes potencias hasta 1856. Es más, ninguno de esos dos estados interrumpió su estrecha relación con los otomanos. Los comerciantes, banqueros y administradores griegos y serbios siguieron cómodamente instalados en el Imperio otomano. La región, pues, continuó siendo una de las zonas fronterizas del oeste, un punto de encuentro multiétnico y multirreligioso entre Europa y el Imperio otomano, una región en la que sus gentes alternaban la coexistencia tolerante con el amargo conflicto.

Toma de partido: nuevas ideologías políticas

Estos alzamientos evidenciaron que las cuestiones planteadas por la Revolución francesa seguían muy vigentes. En la política de comienzos del siglo XIX no existían partidos como los de hoy en día. Pero durante esta época fueron tomando forma grupos y doctrinas, o ideologías, contrapuestos. Cabría definir la ideología como un sistema coherente de pensamiento relacionado con el orden social y político, que compite de manera deliberada con otras concepciones sobre cómo es o debería ser el mundo. Las principales ideologías políticas de los tiempos modernos (conservadurismo, liberalismo, socialismo y nacionalismo) empezaron a articularse en este período. Sus raíces se remontan a épocas previas, pero las pugnas políticas del momento las pusieron de manifiesto. La misma incidencia tuvieron la revolución industrial y los cambios sociales asociados a ella, los cuales se revelaron como acicates extraordinarios para el pensamiento político y social. ¿Qué generaría el avance de la industria, progreso o miseria? ¿Cuáles eran los «derechos del hombre», y quiénes disfrutarían de ellos? ¿Iría unida la igualdad necesariamente a la libertad? Este período de una fertilidad excepcional gestó varias respuestas distintas. Un breve examen del horizonte político revelará cómo fueron tomando forma las diversas alternativas, y evidenciará los cambios de postura que se produjeron desde el siglo XVIII.

LOS PRINCIPIOS DEL CONSERVADURISMO

En el Congreso de Viena y, en general, durante la Restauración, el concepto más importante fue el de «legitimidad». La legitimidad tenía gran atractivo como política general antirrevolucionaria. Podría entenderse mejor como palabra clave para un orden político nuevo. Los conservadores aspiraban a legitimar (y, por tanto, consolidar) tanto la autoridad monárquica como un orden social jerárquico. Los conservadores más clarividentes del período no creyeron que el viejo orden sobreviviría completamente intacto, ni que se pudiera retroceder en el tiempo, sobre todo después de que los eventos de la década de 1820 dejaran claro que la Restauración sería desafiada. Pero sí creían que la monarquía garantizaba la estabilidad política, que en la nobleza se hallaban los líderes legítimos de la nación y que ambas debían desempeñar un papel activo y eficaz en la vida pública. Insistían en que, por estrategia, la nobleza y la corona compartían un interés común, a pesar de sus discrepancias pretéritas. Los conservadores consideraban que el cambio debía ser lento, progresivo y dirigido con la finalidad de reforzar las estructuras de autoridad. La conservación del pasado y el fomento de la tradición asegurarían un futuro ordenado.

Los textos de Edmund Burke se convirtieron en un punto de referencia para los conservadores del siglo XIX. Sus Reflexiones sobre la revolución en Francia influyeron más en este nuevo contexto que en la década de 1790, cuando se publicaron por primera vez. Burke no se oponía a todos los cambios; él había sostenido, por ejemplo, que los británicos debían permitir la marcha de Estados Unidos. Pero rechazaba hablar de derechos naturales, los cuales tachaba de abstracciones arriesgadas. Consideraba erróneo el entusiasmo por las constituciones, y peligroso el énfasis ilustrado en lo que él denominaba el «poder triunfador de la razón». Burke abogaba más bien por defender la experiencia, la tradición y la historia. Otros conservadores, como los escritores franceses Joseph de Maistre (1753-1821) y Louis-Gabriel-Ambroise Bonald (1754-1840), escribieron defensas cuidadosamente elaboradas de la monarquía absoluta y la base fundamental de sus cimientos, la Iglesia católica. De Maistre, por ejemplo, culpaba de la Revolución francesa a la crítica que hizo la Ilustración de la Iglesia católica, y atacó el individualismo ilustrado por ignorar los lazos y las instituciones colectivas (como la Iglesia o la familia) que, a su entender, mantenían unida la sociedad. Según los conservadores, la monarquía, la aristocracia y la Iglesia representaban los pilares del orden social y político. Esas instituciones debían mantenerse unidas ante los retos del nuevo siglo.

El conservadurismo no era una provincia exclusiva de intelectuales. Un resurgimiento de la religión de fundamentos más amplios a comienzos del siglo XIX también expresó una reacción popular contra la revolución y la acentuación del orden, la disciplina y la tradición. Es más, los pensadores conservadores también influyeron en círculos muy alejados del suyo más inmediato. Su énfasis en la historia, en la manera confusa e impredecible en que transcurría la historia, y su conciencia del pasado ocuparon un lugar cada vez más central en el pensamiento social y las visiones artísticas de la primera mitad del siglo.

LIBERALISMO

La clave del liberalismo consistía en un compromiso con las libertades, o derechos, individuales. Los liberales consideraban que la función más importante del gobierno consiste en proteger las libertades, lo cual beneficiaría a todos, puesto que promovería la justicia, el conocimiento, el progreso y la prosperidad. El liberalismo tuvo tres componentes. En primer lugar, reclamaba igualdad ante la ley, lo que implicaba el fin de los privilegios tradicionales y la restricción del poder del rango y la autoridad hereditaria. En segundo lugar, sostenía que el gobierno debía basarse en derechos políticos y en el consentimiento de los gobernados. En tercer lugar, en el ámbito económico, el liberalismo significaba la creencia en los beneficios de una actividad económica sin trabas, o el individualismo económico.

Las raíces del liberalismo legal y político se remontan a finales del siglo XVII, en la obra de John Locke, quien había defendido la rebelión del parlamento inglés contra el absolutismo y los derechos «inalienables» del pueblo británico (véase el capítulo 15). El liberalismo lo habían desarrollado los escritores ilustrados del siglo XVIII y, sobre todo, los textos fundacionales de las revoluciones americana y francesa (la Declaración de Independencia y la Declaración de los Derechos del Hombre). Liberación de la autoridad, el encarcelamiento o la censura arbitrarios; libertad de prensa, el derecho de reunión y deliberación: estos principios representaron los puntos de partida del liberalismo decimonónico. Los liberales creían en los derechos individuales, que esos derechos eran inalienables y que debían garantizarse en constituciones escritas. (Los conservadores, como hemos visto más arriba, consideraban las constituciones abstractas y peligrosas). La mayoría de los liberales apelaban a lo constitucional en oposición a la monarquía hereditaria; todos coincidían en que era legítimo derrocar a cualquier monarca que practicara abuso de poder.

Los liberales abogaban por la representación directa en el gobierno, al menos para quienes tenían las propiedades y prestigio público para confiarles las responsabilidades del poder. El liberalismo no reclamaba democracia en modo alguno. Al contrario; una de las cuestiones más debatidas fue la de quién debía tener derecho a voto. Los liberales del siglo XIX, con recuerdos frescos de la Revolución francesa de 1789, se debatían entre su creencia en los derechos y sus temores a desórdenes políticos. Consideraban la propiedad y la educación como requisitos previos fundamentales para participar en política. Los liberales adinerados se oponían a ampliar el voto a la gente común. De hecho, la reclamación del sufragio universal masculino se consideraba radical, y más aún hablar de conceder el derecho al voto a las mujeres o las personas negras. En lo que atañe a la esclavitud, el liberalismo del siglo XIX heredó las contradicciones de la Ilustración. La creencia en la libertad individual chocaba con los intereses económicos privados, el propósito de preservar el orden y la propiedad, y la aparición creciente de teorías «científicas» sobre la desigualdad intrínseca de las razas (véase el capítulo 19).

El liberalismo económico era más reciente. Su texto fundacional fue La riqueza de las naciones (1776) de Adam Smith, en el que se atacaba el mercantilismo (la práctica gubernamental de regular la fabricación y el mercado para mejorar los ingresos) en nombre de los mercados libres. El argumento de Smith de que la economía debía basarse en un «sistema de libertad natural» cobró fuerza con una segunda generación de economistas y ganó popularidad a través de periódicos como The Economist, fundado en 1838. Los economistas (o economistas políticos, como se los llamó) aspiraron a identificar leyes económicas básicas: la ley de la oferta y la demanda, el equilibrio comercial, la ley de rendimientos decrecientes, etcétera. Sostenían que la política económica debía comenzar por reconocer esas leyes. El británico David Ricardo (1772-1823), por ejemplo, propuso leyes de salario y de renta en un intento por determinar los resultados a largo plazo de fluctuaciones en cada uno de esos campos. Los economistas políticos creían que la actividad económica no debía estar regulada. La mano de obra debía contratarse libremente, sin trabas de gremios o uniones. La propiedad no debía soportar restricciones feudales. Las mercancías debían circular con libertad, lo que, en concreto, significaba el fin de los monopolios de concesión gubernamental y de las tradicionales prácticas estatales de regulación del mercado, en especial con productos valiosos como el grano, la harina o el maíz. En la época de la hambruna irlandesa, por ejemplo, estos textos contribuyeron a endurecer la oposición a la intervención o ayuda gubernamental (véase el capítulo 19). Las funciones del estado debían reducirse al mínimo. El papel del gobierno consistía en preservar el orden y proteger la propiedad, pero no en interferir en el juego natural de las fuerzas económicas, una doctrina que se conoce como laissez faire, que podría traducirse como «dejar que las cosas marchen a su antojo». Esta oposición estricta a la intervención gubernamental establece una diferencia significativa entre el liberalismo del siglo XIX y el liberalismo actual.

Libertad y liberación significaban cosas distintas en cada país. En los territorios ocupados por otras potencias, los partidos liberales reclamaban la liberación del dominio extranjero. Las colonias de América Latina demandaban liberarse de España, y luchas similares acometieron Grecia y Serbia contra el Imperio otomano, el norte de Italia contra los austriacos, Polonia contra el dominio ruso, etcétera. En Europa central y sureste, libertad significaba la eliminación de los privilegios feudales y la aceptación de que al menos la élite formada accediera al poder político, más derechos para los parlamentos locales y la creación de instituciones políticas nacionales representativas. Algunos tomaban como modelo el sistema británico de gobierno; otros, la Declaración de Derechos del Hombre de Francia. La mayoría rehuía el radicalismo de la Revolución francesa. La cuestión residía en un gobierno constitucional, representativo. En países como Rusia, Prusia o la Francia de la monarquía borbónica restaurada, libertad implicaba licencias políticas, como el derecho a voto, de reunión y de publicar opiniones políticas sin censura.

En Gran Bretaña, donde las libertades políticas estaban bastante bien instauradas, los liberales se centraron en la ampliación del derecho a voto, en la economía de laissez faire y el libre comercio, y en reformas para crear un gobierno restringido y eficiente. A este respecto, uno de los liberales británicos más influyentes fue Jeremy Bentham (1748-1832). La obra más importante de Bentham, Principios de moral y de legislación (1789), revela que el liberalismo del siglo XIX continuó con el legado de la Ilustración y, además, lo transformó. A diferencia, por ejemplo, de Smith, Bentham no creía que los intereses humanos fueran armoniosos por naturaleza, o que de manera natural pudiera emerger un orden social estable a partir de un cuerpo de individuos que actúen según sus propios intereses. En lugar de eso, él proponía que la sociedad adoptara el principio organizador del utilitarismo. Las instituciones y leyes sociales (un sistema electoral, por ejemplo, o un arancel) debían valorarse dependiendo de su utilidad social, según depararan o no «la máxima felicidad al mayor número». Las leyes que superaran este examen podían seguir en los libros; las que lo suspendieran, debían desecharse. Los utilitaristas reconocieron la importancia del individuo. Cada cual conoce mejor que nadie sus intereses propios y, por tanto, lo mejor era otorgar la mayor libertad posible a los individuos para que persiguieran los intereses que cada cual estimara conveniente. Sólo cuando los intereses individuales entraran en conflicto con los intereses (la felicidad) de la mayoría, debía acotarse la libertad individual. El espíritu profundamente práctico del utilitarismo aumentó su influencia como una doctrina para la reforma.

RADICALISMO, REPUBLICANISMO Y SOCIALISMO TEMPRANO

Los liberales estaban flanqueados a su izquierda por dos grupos radicales: republicanos y socialistas. Si los liberales abogaban por una monarquía constitucional (en nombre de la estabilidad y del mantenimiento del poder en manos de quienes tenían la propiedad), los republicanos, como su propio nombre indica, presionaron más allá en demanda de un gobierno del pueblo, la ampliación del derecho a voto y la participación democrática en política. Mientras los liberales reclamaban individualismo y políticas de laissez faire, los socialistas pusieron el acento en la igualdad. Expresado en los términos de la época, los socialistas plantearon la «cuestión social». ¿Cómo podían remediarse el aumento de la desigualdad social y las miserias de la gente trabajadora? La «cuestión social», insistían, era un asunto político urgente. Los socialistas ofrecieron varias respuestas a esta cuestión y distintas alternativas para redistribuir el poder económico y social. Las soluciones iban desde la cooperación y nuevas formas de organización de la vida cotidiana, hasta la propiedad colectiva de los medios de producción; algunas eran especulativas, otras, inmensamente prácticas.

El socialismo era un sistema de pensamiento decimonónico y una respuesta en gran medida a los problemas visibles que introdujo la industrialización: la intensificación del trabajo, la pobreza de los barrios obreros en ciudades industriales y la percepción generalizada de que las jerarquías basadas en rangos y privilegios sólo se habían abolido para reemplazarlas por otras basadas en la clase social. Para los socialistas, los problemas de la sociedad industrial no eran fortuitos; derivaban de los principios fundamentales de la competencia, el individualismo y la propiedad privada. Los socialistas no se oponían al desarrollo industrial y económico. Al contrario, lo que tomaron de la Ilustración fue el compromiso con la razón y el progreso de la humanidad. Creían que la sociedad podía ser industrial y, al mismo tiempo, humana.

A menudo, estos pensadores radicales se revelaron utópicos de manera explícita. Robert Owen, un industrial rico convertido en reformador, compró una fábrica de algodón de grandes dimensiones en New Lanark, Escocia, y empezó a organizar el complejo y la localidad que lo rodeaba de acuerdo con los principios de cooperación y no de rentabilidad. New Lanark tuvo viviendas de calidad y condiciones de salubridad, buenas condiciones de trabajo, atención infantil, escolarización libre y un sistema de seguridad social para el personal de la fábrica. Owen abogaba por una reorganización global de la sociedad basada en la cooperación y el respeto mutuo, e intentó convencer a otros empresarios de la probidad de su causa. También el francés Charles Fourier intentó organizar comunidades utópicas basadas en la abolición del sistema salarial, la división del trabajo de acuerdo con las disposiciones naturales de la gente, la igualdad absoluta de sexo, y la organización colectiva de atención infantil y de tareas domésticas. La carismática socialista Flora Tristan (1803-1844) recorrió Francia hablando a la gente trabajadora sobre los principios de cooperación y de igualdad entre hombres y mujeres. Gran número de hombres y mujeres accedieron a participar en comunidades experimentales siguiendo a líderes de opiniones idénticas. El hecho de que tantas personas consideraran en serio las ideas utópicas es un indicador de la infelicidad de la gente durante los inicios de la industrialización, y su convencimiento de que la sociedad podía organizarse siguiendo líneas radicalmente distintas.

Otros socialistas propusieron reformas más sencillas y prácticas. Louis Blanc, político y periodista francés, hizo campaña a favor del sufragio universal masculino con miras a otorgar el control del estado a los hombres de la clase obrera. En lugar de proteger la propiedad privada y la clase manufacturera, el estado transformado se convertiría en «banquero de los pobres», de forma que concedería créditos a quienes los necesitaran y crearía «asociaciones de producción», una serie de talleres regentados por obreros y que garantizarían trabajo y seguridad para todos. Estos talleres habían aparecido, de manera fugaz, durante la Revolución francesa de 1848, al igual que los clubes que promovían los derechos de las mujeres. Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) propuso asimismo establecer cooperativas de productores que venderían los productos a un precio asequible para los obreros, uniones obreras de crédito, etcétera. El texto de Proudhon «¿Qué es la propiedad?» (cuya célebre respuesta era «la propiedad es el robo») se convirtió en uno de los panfletos socialistas más leídos, conocido por artesanos, obreros e intelectuales de clase media, incluido Carlos Marx. Como se verá, un período de depresión económica y miseria generalizada en la década de 1840 aportó a los socialistas muchos más adeptos de la clase obrera.

EL SOCIALISMO DE CARLOS MARX

El padre del socialismo moderno, Carlos Marx (1818-1883), apenas era conocido a comienzos del siglo XIX. Su fama creció más tarde, después de 1848, cuando una oleada de revoluciones y enfrentamientos violentos pareció confirmar su particular teoría sobre la historia y reveló ingenuo el énfasis de los primeros socialistas en la cooperación, la instauración de comunidades experimentales y la reestructuración pacífica de la sociedad industrial.

Marx se crió en Tréveris, en la parte occidental de Alemania, en el seno de una región y una familia muy interesadas en los debates políticos y los movimientos de la era revolucionaria. Su familia era judía, pero su padre se había convertido al protestantismo para poder ejercer la abogacía. Marx estudió derecho durante un tiempo breve en la Universidad de Berlín antes de pasarse a la filosofía y, en particular, a las ideas de Georg Friedrich Hegel. Con los denominados Jóvenes Hegelianos, un grupo de estudiantes rebeldes molestos con las estrechas miras de un sistema universitario prusiano profundamente conservador, Marx se apropió de los conceptos de Hegel para desarrollar su política radical. Su radicalismo (y ateísmo, porque repudiaba todas las afiliaciones religiosas de su familia) le impidió conseguir un puesto en la universidad. Se hizo periodista escribiendo artículos famosos sobre, por ejemplo, el «robo» de madera por parte de campesinos en bosques que antes eran tierras comunales. De 1842 a 1843 editó la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung). Las críticas del periódico a los privilegios legales y a la represión política lo llevaron a un enfrentamiento con el gobierno prusiano, el cual cerró la publicación y envió a Marx al exilio (primero a París, luego a Bruselas y, por último, a Londres).

Durante su estancia en París, Marx estudió las primeras teorías socialistas, economía y la historia de la Revolución francesa. También comenzó una relación intelectual y política con Friedrich Engels (1820-1895) que se prolongaría durante toda la vida. Engels era hijo de un empresario textil de la Renania alemana; lo habían enviado a aprender el oficio de los negocios a una empresa comercial de Mánchester, uno de los núcleos centrales de la revolución industrial inglesa (véase el capítulo 19). Pero, en lugar de seguir los pasos de su padre, Engels empuñó la pluma para denunciar las miserables condiciones de trabajo y de vida de Mánchester, y lo que él consideraba las desigualdades sistemáticas del capitalismo (La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1844). Marx y Engels se unieron a un pequeño grupo internacional de artesanos radicales llamado la Liga de los Justos, que en 1847 fue rebautizado como la Liga Comunista. La liga encargó a Marx la redacción de un borrador de sus principios que se publicó en 1848 como Manifiesto comunista.

El Manifiesto comunista exponía resumida la teoría histórica de Marx. La historia mundial había atravesado tres grandes etapas, cada una de ellas caracterizada por el conflicto entre grupos sociales: amos y esclavos en los sistemas esclavistas antiguos, señores y siervos durante el feudalismo, y burguesía y proletariado en el capitalismo. Según la teoría de Marx, la etapa de las relaciones de propiedad feudales o aristocráticas había finalizado en 1789, cuando la Revolución francesa derrocó el viejo orden y dio paso al poder político y al capitalismo industrial de la burguesía. En el Manifiesto comunista, Marx y Engels elogiaban los logros revolucionarios del capitalismo, afirmaban que la burguesía había «creado fuerzas productivas más impresionantes y más colosales que todas las generaciones precedentes juntas». Pero, según aducían, el carácter revolucionario del capitalismo también socavaría el orden económico burgués. A medida que el capital se concentrara cada vez más en manos de unos pocos, un ejército creciente de obreros asalariados iría tomando conciencia de sus escasos derechos económicos y políticos; la lucha entre estas clases era crucial para el propio capitalismo industrial. El Manifiesto comunista predecía que, a la larga, las crisis económicas recurrentes, debidas a la eterna necesidad capitalista de nuevos mercados y a la inestabilidad cíclica de la superproducción, conducirían al desplome del capitalismo. Los trabajadores tomarían el estado, redistribuirían los medios de producción, abolirían la propiedad privada y, por último, fundarían una sociedad comunista.

¿Qué particularidades caracterizaban la versión del socialismo de Marx? Abordaba la disparidad entre las proclamaciones públicas de progreso y las experiencias cotidianas de los obreros de un modo sistemático y académico. Marx fue un lector y pensador inagotable, con una amplitud temática extraordinaria. Tomó ideas de todas las fuentes donde las halló: en la economía británica, en la historia de Francia, en la filosofía alemana. Urdió las ideas ajenas de que el trabajo era la fuente de valor y de que la propiedad era expropiación, para tejer una teoría nueva de la historia que también constituía una crítica minuciosa del liberalismo decimonónico.

De Hegel, Marx importó la visión de la historia como un proceso dinámico que sigue una lógica propia y avanza hacia la libertad humana. (Éste es un buen ejemplo de la gran influencia del pensamiento histórico conservador). Según la concepción de Hegel, el devenir histórico no transcurre de manera simple y predecible. Más bien, la historia sigue una evolución «dialéctica», o a través del conflicto. Hegel situaba este conflicto en el ámbito de las ideas: una «tesis» produce una «anti-tesis», y el choque entre ambas da lugar a una «síntesis» nueva y diferenciada. Marx aplicó las nociones de Hegel a los detalles específicos de la historia. Él no partió de las ideas, como había hecho Hegel, sino de las fuerzas materiales (sociales y económicas) que, a su parecer, regían la historia. De ahí proviene el término materialismo histórico que se emplea para describir el pensamiento marxista.

Marx sintetizó las contracorrientes internacionales del pensamiento y la política de Europa en la década de 1840. Su interés por la relación entre economía y política era característico de su tiempo. Al igual que otros radicales, abordó la separación que existía entre las demandas liberales de libertad y el silencio liberal sobre igualdad social. Sin embargo, no fue más que un socialista entre muchos y, antes de las revoluciones de 1848, uno de los menos conocidos. Esas revoluciones estallaron el mismo año en que se publicó el Manifiesto comunista, pero mucho antes de que éste ejerciera algún efecto. El marxismo no se convirtió en la principal doctrina socialista hasta la segunda mitad del siglo.

CIUDADANÍA Y COMUNIDAD: NACIONALISMO

De todas las ideologías políticas de comienzos del siglo XIX, el nacionalismo es la más difícil de concebir. Sus premisas son elusivas. ¿Qué se entendía exactamente por nación? ¿Quién demandaba una nación, y qué significaba esta demanda? A comienzos del siglo XIX, el nacionalismo se aliaba a menudo con el liberalismo. Pero, a medida que el siglo avanzó, se fue evidenciando cada vez más que el nacionalismo podía modelarse para hacerlo encajar con cualquier doctrina.

El significado de nación ha ido cambiando con el tiempo. El término procede del verbo latino nasci, «nacer», e indica «nacimiento común». En el siglo XVI, la «nación» designaba en Inglaterra la aristocracia, o quienes compartían derechos nobles de nacimiento. La nobleza francesa también se refería a sí misma como la «nación». Estos usos iniciales y poco conocidos son importantes. Ponen de relieve el logro más importante de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX: la Revolución francesa redefinió la nación para que pasara a significar el «pueblo» o el «pueblo soberano». Los revolucionarios de 1789 reclamaron con arrojo que la nación, y no el rey, fuera la soberana del poder. Vive la nation! o «¡Viva la nación!» (una frase omnipresente, tanto en decretos gubernamentales como en festivales revolucionarios, sepulturas y recuerdos históricos) celebraba una nueva comunidad política, no un territorio ni una etnia. Desde un punto de vista filosófico, los revolucionarios franceses y quienes desarrollaron sus ideas tomaron de Jean-Jacques Rousseau el argumento de que una nación regenerada, basada en la igualdad entre sus miembros (sobre los límites de dicha igualdad véase el capítulo 18), no sólo era más justa sino también más poderosa. A un nivel más específico, los revolucionarios construyeron un estado, un ejército y un sistema legal nacionales cuya jurisdicción triunfó sobre los viejos poderes regionales de la nobleza, un sistema nacional legislativo y un ejército nacional. En el período posterior a la Revolución francesa de 1789, la «nación» se convirtió en lo que un historiador denomina «la imagen colectiva de la ciudadanía moderna».

A comienzos del siglo XIX, pues, el término nación simbolizaba igualdad legal, gobierno constitucional y unidad, o el fin de los privilegios y las divisiones feudales. A los conservadores no les gustaba el término. La unidad nacional y la creación de instituciones políticas nacionales amenazaban con erosionar el poder local de las élites aristocráticas. Las naciones nuevas se basaban en constituciones que, como se ha visto, los conservadores consideraban abstracciones peligrosas y productoras de derechos. El nacionalismo se convirtió en una importante proclama unificadora para los liberales de toda Europa a comienzos del siglo XIX precisamente porque iba asociado a una transformación política. Celebraba las conquistas y el «despertar» político de la gente común.

El nacionalismo también fue de la mano de las demandas liberales de modernidad económica. Economistas como el influyente alemán Friedrich List (1789-1846) aspiraron a desarrollar economías e infraestructuras nacionales: sistemas de banca, comercio, transporte, producción y distribución más amplios, más sólidos y mejor integrados. List asoció el fin de la fragmentación de los estados alemanes y el desarrollo de la manufactura a «la cultura, la prosperidad y la libertad».

Pero el nacionalismo podía minar con facilidad otros valores liberales. Cuando éstos insistían en la trascendencia e importancia de las libertades individuales, quienes se habían entregado a la creación de naciones replicaban que su labor vital requeriría el sacrificio de cierto grado de libertad de cada ciudadano. El ejército napoleónico, un símbolo especialmente intenso de nacionalidad, atrajo tanto a los defensores conservadores de la fuerza y la autoridad militar como a los liberales que querían un ejército de ciudadanos.

Los nacionalistas del siglo XIX escribieron como si el sentimiento nacional fuera algo natural, grabado en el mecanismo de la historia. Hablaron en tono poético sobre el despertar repentino de sentimientos que permanecían latentes en la conciencia colectiva del pueblo «alemán», «italiano», «francés» o «británico». Esto es engañoso. La identidad nacional (como la identidad religiosa, de género o étnica) evolucionó y cambió a lo largo de la historia. Se apoyó en cambios políticos y económicos específicos del siglo XIX, o en la alfabetización creciente, en la creación de instituciones nacionales, como escuelas o el ejército, y en la importancia que cobraron los rituales nacionales, desde ir a votar hasta las vacaciones y los festivales de los pueblos. Los gobiernos del siglo XIX intentaron desarrollar un sentimiento nacional para que los súbditos estrecharan lazos con el estado. Los sistemas educativos estatales enseñaron una lengua «nacional», con lo que se enfrentaron a las fuerzas centrífugas de los dialectos tradicionales. El italiano se convirtió en el idioma oficial de la nación italiana, aunque sólo lo hablaba el 2,5 por ciento de la población. En otras palabras, hasta una minoría podía definir una cultura «nacional». Los libros de texto y el teatro, la poesía y la pintura de tímidos tintes nacionalistas contribuyeron a elaborar y, en ocasiones, a inventar una herencia nacional.

Los líderes políticos asociaban la nación a causas específicas. Pero las actividades ordinarias, como la lectura matinal de diarios, ayudaban a la gente a imaginarse a sus conciudadanos y a identificarse con ellos. Tal como lo expresa un prestigioso historiador: «Todas las comunidades mayores que las aldeas primitivas en contacto directo (y tal vez incluso éstas) son entes imaginados». La nación se imagina como «limitada», «soberana» y «por último, se imagina como una comunidad porque, con independencia de la desigualdad y la explotación reales que prevalezcan sobre cada cual, la nación siempre se concibe como una profunda camaradería horizontal». Los diferentes significados de nacionalidad, las diversas concepciones políticas que evocaba y las intensas emociones que inspiraba convirtieron los nacionalismos en algo impredecible.

Éstas fueron las principales ideologías políticas de los albores del siglo XIX. Sus raíces se hundían en el siglo XVIII, pero los desórdenes políticos de principios de siglo las situaron en un primer plano. Algunas eran continuación del tridente revolucionario francés: libertad (de la autoridad arbitraria), igualdad (o el fin de los privilegios legales) y fraternidad (la creación de nuevas comunidades de ciudadanos). Otras, como el conservadurismo, fueron reacciones contra la Revolución francesa. Todas podían reinterpretarse. Todas se convirtieron cada vez más en puntos de referencia comunes a medida que avanzó el siglo.

Rebelión cultural: el Romanticismo

El Romanticismo, el movimiento cultural más significativo de comienzos del siglo XIX, también tomó forma durante el período posterior a la Ilustración y la Revolución. Este movimiento, de una diversidad intelectual excepcional, tocó todas las artes y permeó asimismo la política. En términos más sencillos, marcó una reacción contra el Clasicismo del siglo XVIII y contra muchos de los valores del Siglo de las Luces. El arte clásico del siglo XVIII había perseguido la razón, la disciplina y la armonía. El Romanticismo, en cambio, enfatizó la emoción, la libertad y la imaginación. Los artistas románticos apreciaban al individuo, la individualidad y la experiencia subjetiva; muchos eran rebeldes de verdad y buscaron vivencias intensas. En contraste con los pensadores ilustrados, consideraban la intuición, la emoción y los sentimientos mejores guías para llegar a la verdad (y a la felicidad humana) que la razón y la lógica.

POESÍA ROMÁNTICA BRITÁNICA

El Romanticismo se desarrolló en Inglaterra y Alemania antes que en otros lugares, donde surgió como parte de una reacción contra la Ilustración y el Clasicismo francés; a Francia llegó con posterioridad. Como cualquier movimiento intelectual o artístico, el Romanticismo no rompió por completo con sus predecesores. De hecho, los primeros románticos trataron temas planteados por primera vez por figuras contrarias a la Ilustración, sobre todo Jean-Jacques Rousseau (véase el capítulo 17). Los temas clave de Rousseau (la naturaleza, la sencillez y el sentimiento) aparecen en las prestigiosas Baladas líricas (1798) de William Wordsworth (1770-1850) y Samuel Taylor Coleridge (1772-1834). Wordsworth consideraba las emociones, o el alma, el núcleo de la humanidad; para él, la poesía era «la emanación espontánea de los poderosos sentimientos». Como Rousseau, Wordsworth también hizo hincapié en los lazos de compasión y sentimiento que unen a todo el género humano, con independencia de la clase social. «Todos tenemos un corazón humano —escribió—; los hombres que no usan ropas finas sienten con más hondura.» Como Rousseau, Wordsworth veía la naturaleza como la instructora más fidedigna de la humanidad, y consideraba la experiencia de la naturaleza como la fuente del sentimiento verdadero. Las percepciones poéticas las podían inspirar paisajes y los recuerdos que éstos evocan, que, en el caso de Wordsworth, consistían en las colinas agrestes y las casitas destartaladas del Distrito de los Lagos de Inglaterra. Para encabezar su poema «The Ruined Cottage» («La casa rural en ruinas»), Wordsworth citaba los siguientes versos del poeta romántico escocés Robert Burns:

Una chispa del fuego de la Naturaleza

es la mejor enseñanza que yo ansió […].

Aunque mi musa vista casero el atavío

acierta al corazón si le interesa.

Los poetas de los lagos, como se denominó a veces a Wordsworth y Coleridge, aportaron un tema clave del Romanticismo decimonónico: una visión de la naturaleza que rechazaba el mecanismo abstracto del pensamiento del siglo XVIII. La naturaleza no era un sistema que hubiera que observar con ojos críticos. Más bien, la humanidad estaba inmersa en la naturaleza; el alma humana debía abrirse al poder sublime (literalmente, que infunde asombro y admiración) de la naturaleza.

Como Wordsworth, el poeta William Blake (1757-1827) defendió la imaginación individual y la visión poética, y consideró que ambas trascendían las estrechas limitaciones del mundo material. Blake fue un crítico implacable y brillante de la sociedad industrial y sus corrupciones cotidianas, de las fábricas (que él llamó «oscuras fábricas satánicas») que estropeaban el paisaje inglés y de los valores de una cultura comercial donde todo estaba en venta. Para Blake, la imaginación no sólo llevaba a la poesía. La imaginación podía despertar las sensibilidades humanas y mantener la creencia en valores diferentes para romper los «grilletes forjados en la mente» de la humanidad o las coacciones del mundo contemporáneo. En esto, la poesía de Blake corría pareja con los esfuerzos de los primeros socialistas por imaginar un mundo mejor. Y, al igual que muchos románticos, Blake volvió la vista a un pasado cuya sociedad, a su parecer, había sido más orgánica, unida y humana.

El romanticismo inglés alcanzó su culmen con la siguiente generación de poetas románticos: George Gordon, Lord Byron (1788-1824), Percy Bysshe Shelley (1792-1822) y John Keats (1795-1821). Las vidas y amoríos de algunos de estos poetas atrajeron tanto como su escritura, porque sus aventuras parecían personificar los temas poéticos que trataban. Lord Byron, por ejemplo, llevó a niveles nuevos el énfasis romántico en la creatividad, la imaginación y la espontaneidad. La poesía, escribió, es la «lava de la imaginación, cuya erupción evita un terremoto». Byron también era un aristócrata, bien conocido como hombre rico, apuesto y desafiador de las convenciones inglesas del siglo XIX. Sus innumerables aventuras amorosas contribuyeron a asociar el Romanticismo con la rebeldía contra la conformidad y la inhibición. Pero aquellas relaciones no le evitaron pesares. Byron contrajo un matrimonio malhadado con una mujer infeliz a la que trató con crueldad y abandonó después de un año. Las poderosas imágenes de su poesía permiten entrever su aguda confusión interna. Byron se rebeló asimismo contra el convencionalismo político; su Romanticismo fue inseparable de la política liberal. Tachó a los políticos británicos de corruptos, de estrechas miras y de represores, defendió los movimientos obreros en nombre de la libertad y se embarcó rumbo a Grecia para luchar por su independencia de los turcos otomanos. Cuando falleció en Grecia (de tuberculosis, no en el frente), pareció personificar al héroe romántico liberal. Percy Shelley, amigo íntimo de Byron, prosiguió con la elevación de la poesía y la política románticas a nuevas alturas. El tema de la obra de Shelley Prometeo liberado (1820) define prácticamente el heroísmo romántico y su culto a la audacia individual. Prometeo, desafiando a Zeus, robó el fuego para dárselo a la humanidad y, como castigo, se vio encadenado a una roca mientras un águila le arrancaba el corazón.

ESCRITORAS, GÉNERO Y ROMANTICISMO

Pero tal vez la obra romántica de ficción más conocida la represente Frankenstein de Mary Godwin Shelley (1818). Mary era hija de dos «celebridades» literarias radicales: el filósofo William Godwin y la feminista Mary Wollstonecraft (véase el capítulo 17), quien falleció al nacer su hija. Mary Godwin conoció a Shelley a los dieciséis años, tuvo tres hijos con él antes de casarse y publicó Frankenstein a los veinte años. La novela capta especialmente bien la condena romántica de la razón ilustrada, así como la ambivalencia de la ciencia a principios del siglo XIX. La propia Shelley sentía fascinación por las innovaciones científicas de su tiempo (desde la electricidad hasta el mesmerismo), tan arriesgadas como prometedoras. La historia gira en torno a un científico suizo excéntrico y terriblemente ambicioso decidido a descubrir el secreto de la vida humana. Para lograrlo, merodea por depósitos donde se guardan los muertos antes de darles sepultura, estudiando los cadáveres, las partes del cuerpo y las fases de descomposición. Shelley decía que le preguntaban a menudo cómo una muchacha joven había «llegado a plantearse y dilatarse sobre una idea tan espantosa». Al final, el doctor Frankenstein fabrica vida en la forma de un extraño monstruo. Aunque el monstruo se crea de manera artificial, tiene sentimientos humanos y, al verse rechazado por su horrorizado creador, se consume de soledad, melancolía y odio homicida hacia sí mismo, y lo echa todo a perder. Shelley configuró la novela con estilo romántico, como un mito de creación tergiversado, la historia de un genio individual fallido y un estudio del sentimiento terriblemente poderoso. Por todas estas razones, la novela se convirtió en un punto de referencia para la cultura occidental. El doctor Frankenstein, obligado a reconocer que «había sido autor de maldades irreversibles», se convirtió en una de sus caracterizaciones más memorables de los límites de la razón y la imposibilidad de controlar la naturaleza.

En primer lugar, pues, el Romanticismo hacía hincapié en los límites de la razón y el poder de las emociones. En segundo lugar, insistía en la singularidad y subjetividad de la experiencia individual. La mente no es una «tabla rasa» donde las vivencias de cada cual van grabando conocimientos, la imagen que había propuesto John Locke y que se convirtió en el centro de la filosofía ilustrada. Los románticos consideraban el alma como una fuente de imaginación y creatividad. La fe romántica en la individualidad y la creatividad orientó en muchas direcciones. Derivó en un culto al genio artístico, al «individuo singular e inexplicablemente creativo» capaz de ver cosas que otros no ven. Animó a artistas (y gente común) a buscar experiencias que causaran emociones intensas y erupciones de imaginación y creatividad, experiencias que iban desde viajar a lugares «exóticos» hasta el consumo de opio. El estilo romántico alentó la audacia de desafiar el convencionalismo, como hicieron Lord Byron, los Shelley o las escritoras francesas Germaine de Staël y George Sand (Amandine Aurore Lucile Dupin, 1804-1876). George Sand, al igual que Lord Byron, cultivó una imagen. En su caso eso implicó ganarse la vida como escritora, tener amantes a su antojo y usar ropa de hombre, todo ello para rebelarse contra los códigos morales de la clase media.

Las mujeres desempeñaron un papel crucial en los epistolarios románticos, y el Romanticismo fomentó pensamientos nuevos acerca de los sexos y la creatividad artística. En los siglos XVIII y XIX se afirmaba con frecuencia que los hombres son racionales y las mujeres emocionales o intuitivas. El Romanticismo, en cambio, valoró lo emocional o intuitivo como creativo. Madame de Staël (1766-1817), que emigró de Francia a Alemania durante el período revolucionario, ejerció una influencia clave para popularizar el Romanticismo alemán en Francia a través de su Alemania (1810), y escribió muchos libros de historia. El lenguaje del Romanticismo ayudó a Madame de Staël a calificarse como «genial». La reivindicación de la genialidad artística sirvió a muchas mujeres para subvertir las normas sociales. El Romanticismo también sugería que los hombres podían ser emocionales, y que hombres y mujeres compartían una naturaleza humana común. Por último, y tal vez lo más relevante para los literatos de clase media, insistiendo en la búsqueda de individualidad y la exaltación de las emociones y el alma así como de la sensualidad, los románticos forjaron formas nuevas para escribir (y, en realidad, pensar) sobre el amor. Algunos historiadores han calificado el Romanticismo de «estilo cultural», y como tal traspasó con creces los círculos reducidos de artistas para llegar a la escritura y el pensamiento cotidianos de hombres y mujeres.

LA PINTURA ROMÁNTICA

Los pintores de principios de siglo trasladaron al lienzo el interés romántico por la subjetividad y la imaginación. En Gran Bretaña, la mejor representación de la pintura romántica se encuentra en John Constable (1776-1837) y J. M. W. Turner (1775-1851). Ambos pintores británicos intentaron desarrollar enfoques más emotivos y poéticos de la naturaleza. «Es el alma quien mira», escribió Constable, repitiendo a Wordsworth. Constable estudió con detenimiento los prismas newtonianos para conocer las propiedades de la luz, pero con un ojo puesto en capturar el «lirismo» de un arco iris. Sus paisajes enfatizaron la técnica y el modo de mirar particulares del artista. Las pinturas profundamente subjetivas, personales e imaginativas de Turner fueron menos convencionales aún. Turner experimentó con los trazos y el color para crear algunos de los cuadros más notables de su tiempo. Los críticos atacaron aquellas obras diciendo que eran demasiado abstractas, incomprensibles. «No las pinto para que se entiendan», replicó Turner en cierta ocasión. Las inquietudes de Turner coincidieron con las de sus contemporáneos: la imaginación, la creatividad del artista y la fuerza de la naturaleza, aunque sus técnicas situaron la pintura romántica en un nuevo nivel.

En Francia, los pintores románticos más destacados fueron Théodore Géricault (1791-1824) y Eugène Delacroix (1799-1863). Los cuadros de Delacroix son muy distintos de los de Turner, pero compartía con éste muchas de sus ideas sobre la subjetividad y el proceso creativo, las cuales expuso en diarios detallados. El poeta Charles Baudelaire, que representa las últimas etapas del Romanticismo francés, atribuyó a Delacroix el mérito de haberle enseñado formas nuevas de ver: «Todo el universo visible no es más que un almacén de imágenes y signos […]. Todas las facultades del alma humana deben subordinarse a la imaginación». El Romanticismo abrió ventanas nuevas para contemplar el mundo y mostró el camino hacia la experimentación que, más tarde en el mismo siglo, fundó el modernismo.

POLÍTICAS ROMÁNTICAS: LIBERTAD, HISTORIA Y NACIÓN

El Romanticismo tuvo muchas dimensiones, y los artistas románticos defendieron causas contradictorias. «El Romanticismo, tan a menudo mal definido, no es más que […] el liberalismo en la literatura. Libertad en el arte, libertad en la sociedad, ésa es la doble bandera que reúne a la inteligencia». Así se expresaba Victor Hugo (1802-1885), cuya poesía, obra teatral y novelas históricas inmensamente influyentes se centraron con benevolencia en las vivencias de la gente común. Nuestra Señora de París (1831) y Los miserables (1862) son las más conocidas. La Libertad guiando al pueblo de Delacroix representaba el Romanticismo revolucionario, al igual que la poesía de Shelley y Byron.

Pero los románticos también podían ser conservadores fervientes. La obra conservadora francesa El genio de la cristiandad (1802) de François Chateaubriand sostenía que el presente estaba tejido con las experiencias religiosas del pasado nacional, y no podía deshacerse sin destruir la fábrica de la cultura. En términos típicamente románticos, Chateaubriand ponía el acento en la emoción, el sentimiento y la subjetividad religiosos. El interés artístico y literario por la religión tuvo una resonancia mucho más amplia, y el período vivió un resurgimiento generalizado y popular de la religión. Asimismo, renovó el interés por la literatura, el arte y la arquitectura medievales. El Romanticismo no respetó tendencias políticas y aportó imágenes tanto a conservadores como a liberales.

El nacionalismo de principios del siglo XIX estaba inundado de imágenes románticas. El énfasis romántico en la individualidad se transmutó con facilidad en una insistencia en la unicidad de las culturas. Entre los pensadores nacionalistas más influyentes figuró el alemán Johann von Herder, pastor y teólogo protestante y autor de Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad. Para Herder, la civilización no surgió de una élite instruida, cultivada e internacional (en esto, como en otras cuestiones, los pensadores románticos se apartaron de los philosophes de la Ilustración), sino que, según afirmaba, la civilización nació de la cultura del pueblo; en alemán, Volk. Cada cultura tenía que expresar su propio carácter histórico único, o Volksgeist, el espíritu (genio) de la gente. Si algunos románticos valoraron el genio individual, Herder ensalzó el genio particular de cada pueblo, e insistió en que cada nación debía permanecer fiel a su propio patrimonio, en el caso de Alemania, su cultura e idioma.

El inmenso interés de los románticos por la evolución histórica y el destino también decidió su lugar dentro de la tradición nacionalista. Los hermanos Grimm, editores de la célebre colección de cuentos infantiles (1812-1815), viajaron por toda Alemania para estudiar los dialectos autóctonos y recopilaron cuentos populares que se publicaron como parte de un patrimonio nacional. El poeta Friedrich Schiller reescribió la historia del héroe suizo Guillermo Tell (1804) para erigirlo en el grito que reúne la conciencia nacional alemana, aunque, irónicamente, el compositor italiano Gioacchino Rossini convirtió el drama en verso de Schiller en una ópera que promovía el nacionalismo italiano. En Gran Bretaña, sir Walter Scott volvió a contar en muchas de sus novelas la historia popular de Escocia; las Baladas líricas de Wordsworth aspiraban a evocar la sencillez y la virtud del pueblo inglés. El polaco Adam Mickiewicz escribió la epopeya nacional Don Tadeo como una visión de un modo de vida perdido recientemente.

ORIENTALISMO

Estas mismas corrientes culturales (la pasión por grandiosas teorías sobre culturas, por sus características distintivas y su evolución histórica) también provocaron oleadas de interés por Oriente. Napoleón había invadido Egipto en 1798 con la intención de obtener ventaja militar frente a los británicos, pero también, y tal vez esto fuera lo más importante a largo plazo, en busca de conocimiento, esplendor cultural y gloria imperial. «Esta Europa nuestra es una topera —escribió Napoleón con el estilo que lo caracterizaba—. Sólo en el este, donde viven 600 millones de seres humanos, se pueden fundar grandes imperios y llevar a cabo grandes revoluciones.» Las decenas de expertos que acompañaban al Ejército de Oriente de Napoleón crearon el Instituto Egipcio, con la finalidad de recopilar de manera sistemática pruebas relacionadas con la historia natural, la cultura y la industria egipcias. Otros descubrimientos durante el mismo período abrieron un mundo nuevo de conocimiento. Entre los muchos artefactos que los franceses se llevaron de Egipto se encontraba la Piedra Roseta, una losa que pronto cobraría celebridad porque los estudiosos descubrieron que portaba versiones del mismo texto en tres idiomas y escrituras distintos: la escritura jeroglífica (pictográfica), demótica (una variante de la primera escritura alfabética) y griega, que, como era conocida, permitió a los estudiosos empezar a descifrar las dos anteriores. Los obeliscos egipcios, con sus inscripciones jeroglíficas ahora descifrables, aportaron más claves sobre el Egipto antiguo. La Descripción de Egipto, de veintitrés volúmenes con lujosas ilustraciones que se publicó en francés entre 1809 y 1828, se convirtió en un acontecimiento intelectual en Europa que intensificó el trepidante interés por los idiomas y la historia de Oriente. «Ahora todos somos orientalistas», escribió Victor Hugo en 1829. Las rivalidades de las grandes potencias en Egipto, las incursiones británicas en la India, la guerra civil griega, la invasión francesa de Argelia en 1830: todas estas novedades incrementaron el interés europeo por la región y fueron el acompañamiento político del «renacimiento oriental».

Los europeos del siglo XIX atribuyen a «Oriente» un papel político y cultural específico. En palabras de un estudioso, «[E]l Oriente ha contribuido a definir Europa (u Occidente) como su imagen, idea, personalidad, experiencia opuesta». Más arriba ya vimos que durante el levantamiento griego de la década de 1820 contra los turcos otomanos, los europeos se identificaron con un patrimonio griego y contra lo que, según insistían, constituía la crueldad y el despotismo «oriental» o «islámico». Al rebelarse contra las reglas del clasicismo del siglo XVIII, las convenciones sociales y el racionalismo ilustrado, los artistas e intelectuales europeos no sólo sintieron fascinación por la etnografía y deseos de explorar regiones nuevas, sino que además se apresuraron a clasificar el este como la tierra de los colores vivos, la sensualidad, el misterio y la irracionalidad. Los cuadros de Delacroix y, con posterioridad, los de Renoir que reproducen mujeres argelinas constituyen buenos ejemplos de esta concepción. El resurgimiento religioso del período tuvo efectos similares; los eruditos y artistas que buscaban las raíces de la cristiandad esperaban hallarlas en lo que consideraban las «costumbres inalteradas del este». La fascinación por la historia y la religión medievales también infundió imágenes de cruzadas medievales (temas relevantes para románticos tales como Scott y Chateaubriand). El «renacimiento oriental» aportó gran cantidad de metáforas a la pintura, la literatura y la erudición decimonónicas de Occidente. Asimismo, favoreció la creación de lo que acabarían siendo vicios mentales bien asentados. Los europeos se formaron una idea muy simplificada de las diferencias que existen entre «Oriente» y «Occidente».

GOETHE Y BEETHOVEN

Muchos artistas de principios de siglo resultan difíciles de clasificar. Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) ejerció una influencia enorme en el movimiento romántico y en los escritores alemanes que intentaban desechar el estilo francés y desarrollar un lenguaje y una voz propios. Su novela temprana Las desventuras del joven Werther (1774), la historia de los anhelos y los agitados amores de un joven, cautivó al público de toda Europa. Pero Goethe se fue apartando de lo que él calificaba como exceso del Romanticismo: el culto al sentimiento por encima de la moderación y el orden, lo que Goethe consideraba autocomplaciente y «morboso». En 1790 publicó la primera parte de su obra maestra, Fausto, un drama en verso que finalizó un año antes de morir en 1832. La obra retoma la leyenda alemana de un hombre que vende el alma al diablo a cambio de la juventud eterna y el conocimiento universal. Está escrita en un tono más clásico que otras obras románticas, pero, aun así, refleja el interés romántico por la libertad espiritual y la audacia de la humanidad.

El compositor Ludwig van Beethoven (1770-1827) se consideraba clasicista y estaba imbuido de los principios del siglo XVIII. La glorificación de la naturaleza y la individualidad romántica resuenan con claridad en su obra, y su insistencia en que la música instrumental (sin acompañamiento vocal) tenía más potencial poético y más capacidad para expresar emociones lo convirtió en la figura clave de los compositores románticos posteriores. «La música es una revelación más sublime que toda la sabiduría y toda la filosofía —escribió—, [y] es el vino que inspira y conduce a creaciones frescas.» Sus logros musicales, de hecho, elevaron la música a la categoría de forma artística y la situaron en el centro del movimiento romántico. La vida y la política de Beethoven también pasaron a formar parte de su legado. Como muchos de sus contemporáneos, se vio inmerso en el estallido de entusiasmo por la Revolución francesa de 1789. La desilusión llegó cuando Napoleón, al que había admirado como revolucionario y en cuyo honor había titulado la sinfonía Heroica, se coronó emperador y repudió aquellos principios. La decepción de Beethoven continuó con las guerras napoleónicas. Al mismo tiempo, hacia los treinta y dos años, Beethoven se enteró de que estaba perdiendo oído. Confiaba en que el problema pudiera curarse, pero poco a poco arruinó su carrera como pianista virtuoso y hacia 1819 padecía una sordera absoluta. A medida que la enfermedad empeoraba y la desilusión iba en aumento, se dedicó cada vez más a componer y su soledad se convirtió en un símbolo poderoso de enajenación y extraordinaria creatividad.

Beethoven y Goethe fueron figuras de transición entre los siglos XVIII y XIX. También revelan la dificultad de hallar una definición simple de Romanticismo. El movimiento romántico se compuso de muchas corrientes distintas que a veces se entrecruzaron: la crítica del clasicismo del siglo XVIII, la visión casi mística de la naturaleza, el retorno a la historia, el culto al heroísmo, el desafío y la creatividad, y la búsqueda de un nuevo modo de mirar. En el centro del Romanticismo reside la insistencia en que las artes debían encontrar nuevas vías para expresar las emociones y los sentimientos, una búsqueda que orientó el arte decimonónico en una dirección nueva.

Reforma y revolución

En la década de 1820, la Restauración conservadora se enfrentó a una oposición dispersa. El golpe más decisivo en su contra tuvo lugar en Francia en 1830. Allí, el Congreso de Viena había devuelto el trono a la monarquía borbónica. Luis XVIII era el mayor de los hermanos vivos del antiguo rey. Luis reclamó poder absoluto, pero en nombre de la reconciliación garantizó unos «fueros» y concedió algunos derechos importantes: igualdad legal, carreras profesionales abiertas al talento y un gobierno parlamentario con dos cámaras. Los derechos de voto excluyeron del gobierno a la mayoría de los ciudadanos. Este mandato con mala base, unido al escozor de la derrota militar, la nostalgia de un pasado napoleónico glorioso y, en el caso de muchos, los recuerdos de la Revolución, socavaron por completo la Restauración en Francia.

LA REVOLUCIÓN DE 1830 EN FRANCIA

En 1824, a Luis lo sucedió su hermano mucho menos conciliador Carlos X (1824-1830), quien estaba decidido a acabar con el legado de la era revolucionaria y napoleónica. Bajo el mando de Carlos la Asamblea francesa votó a favor de compensar a los miembros de la nobleza cuyas tierras habían sido confiscadas y vendidas durante la Revolución. Esto apaciguó a los ultramonárquicos, tal como se denominaba a la extrema derecha, pero enojó a los propietarios que se habían beneficiado con la Revolución. El régimen de Carlos devolvió a la Iglesia católica el lugar que había ocupado tradicionalmente en las aulas francesas. Estas políticas provocaron un descontento generalizado, varios votos de censura al monarca y una serie de elecciones que llevaron a la oposición liberal del régimen a la Cámara de los Diputados de Francia. La mala situación económica también nutrió la oleada creciente de opinión pública liberal. En París y las provincias, inquietos informes policiales indicaban el grado de desempleo, hambre e ira. Ante la evidencia alarmante de la impopularidad del régimen, Carlos y sus ministros convocaron elecciones, y cuando éstas se volvieron en su contra, el rey intentó básicamente derrocar el régimen parlamentario. Las llamadas Ordenanzas de Julio de 1830 disolvían la Cámara de Diputados recién elegida antes incluso de que se hubiera reunido; imponían una censura estricta a la prensa; restringían aún más el sufragio hasta excluir casi por completo a cualquier persona ajena a la nobleza, y convocaban elecciones nuevas.

En respuesta a estas medidas, Carlos recibió la revolución. Los parisienses (sobre todo obreros, artesanos, estudiantes y escritores) tomaron las calles. Siguieron tres días de intensas batallas callejeras durante los cuales los revolucionarios, parapetados tras barricadas improvisadas, desafiaron al ejército y a la policía, aunque ninguno de estos cuerpos deseaba abrir fuego contra la multitud. Consciente de que había perdido todos los apoyos, Carlos abdicó. Muchos revolucionarios de las barricadas reclamaban una república. Pero otros líderes del movimiento querían evitar los desórdenes internos e internacionales de la Revolución de 1789. Proclamaron como rey al duque de Orleans, Luis Felipe (1830-1848), y lo apoyaron como monarca constitucional responsable del pueblo: rey de los franceses, no rey de Francia. El nuevo régimen, bautizado como la Monarquía de Julio, dobló el número de personas con derecho a voto. Pero votar siguió siendo un privilegio, no un derecho, y aún se basaba en requisitos excesivos de tenencia de propiedades. Quienes más se beneficiaron de la revolución fueron las clases hacendadas. Pero, aun así, la Revolución de 1830 devolvió al pueblo a la política, con lo que revivió los recuerdos de la Revolución de 1789 y espoleó movimientos en otros lugares.

Para los contrarios a la Restauración en toda Europa, 1830 adquirió una importancia capital. Sugería que la historia se movía en una dirección nueva y que el paisaje político había cambiado y abría nuevas posibilidades.

BÉLGICA Y POLONIA EN 1830

En 1815, el Congreso de Viena había aceptado unir Bélgica (entonces llamada Países Bajos Austriacos) a Holanda para dar lugar a un estado más grande que amortiguara el peso de Francia. La unión jamás gozó de popularidad en Bélgica y las noticias de la revolución de julio en Francia catalizaron la oposición belga. La ciudad de Bruselas se rebeló; el rey holandés envió tropas; al encontrarse con barricadas e intensos disturbios callejeros, las tropas se retiraron. Las grandes potencias, preocupadas por otros asuntos y sin deseos de permitir la intervención de alguien del grupo, aceptaron garantizar la neutralidad de Bélgica (una medida que se mantuvo vigente en 1914).

La revuelta también se extendió a Polonia, donde se enfrentó a las fuerzas mucho más impresionantes del imperio ruso. Polonia no era un estado independiente; según las disposiciones del Congreso de Viena, estaba supeditada al gobierno ruso. Sin embargo, sí tenía un parlamento propio (la dieta), un electorado bastante amplio, una constitución y la garantía de libertades básicas de expresión y prensa, una garantía ignorada cada vez más por el jefe del estado impuesto por Rusia, Constantino, hermano del zar. En Polonia, como en Bélgica, las noticias de la Revolución francesa de 1830 animaron al país a la sublevación. Los revolucionarios, una coalición en principio bien organizada de aristócratas polacos que defendían su autonomía, y de estudiantes, mandos militares y gente de la clase media que demandaba reformas políticas, expulsaron a Constantino. Sin embargo, en menos de un año, las fuerzas rusas retomaron Varsovia. El zar Nicolás, ultraconservador, aplastó la revuelta polaca con la misma mano dura que acababa de aplicar contra los decembristas en su propio país y sometió Polonia a un mandato militar.

LA REFORMA EN GRAN BRETAÑA

¿Por qué no hubo revolución en Gran Bretaña? Una respuesta es que casi la hubo. Tras una época de conservadurismo político paralela a la del continente, la política británica tomó un rumbo diferente y Gran Bretaña se convirtió en uno de los países más liberales de Europa.

El fin de las guerras napoleónicas trajo consigo una depresión agrícola enorme en Gran Bretaña, y la confluencia de sueldos bajos, desempleo y malas cosechas provocó un descontento social continuado. En las nuevas ciudades industriales del norte, donde existían unas condiciones económicas especialmente malas, los miembros radicales de la clase media se unieron a los obreros para demandar más representación en el Parlamento. En 1819, una multitud de sesenta mil personas se congregó para manifestarse a favor de reformas políticas en St. Peter’s Field, en Mánchester. La milicia y algunos soldados a caballo cargaron contra el gentío, mataron a once personas e hirieron a cuatrocientas, entre ellas 113 mujeres. Los radicales británicos condenaron lo que ellos llamaron «Peterloo», un Waterloo nacional donde el ejército del país se había vuelto en contra de sus propios ciudadanos. El Parlamento se apresuró a aprobar las Seis Actas (1819) que ilegalizaron la literatura «sediciosa y blasfema», aumentaron la tasa de estampación de los periódicos, permitieron el registro de viviendas para buscar armas y restringieron los derechos de reunión pública.

Espoleados por la presión desde abajo, los líderes políticos británicos dejaron de oponerse a las reformas. Curiosamente, las reformas las emprendió el partido conservador tory. La política exterior británica se volvió menos conservadora y se permitió que los católicos y protestantes disidentes (los no anglicanos, como baptistas, congregacionistas y metodistas) participaran en la vida política pública. Los tories, en cambio, se negaron a reformar la representación política en la Cámara de los Comunes. Durante siglos, el Parlamento había representado los intereses de la clase más hacendada. Alrededor de dos tercios de sus miembros eran elegidos directamente o debían su elección indirectamente al patrocinio de los terratenientes nobles más ricos del país. Muchos de los distritos electorales parlamentarios, o municipios, que elegían a los miembros de la Cámara de los Comunes estaban controlados por terratenientes que empleaban su poder para la elección de candidatos que simpatizaban con sus intereses. Eran los municipios «corruptos» o «de bolsillo», así llamados porque se decía que quienes los controlaban se los habían metido en el bolsillo. Los defensores del sistema sostenían que el Parlamento velaba por los intereses del país en su conjunto, los cuales consideraban coincidentes con los de los propietarios de tierras.

Los liberales del partido de la oposición Whig, la nueva clase media industrial y los artesanos radicales defendían con pasión las reformas. Los liberales en concreto no proponían la democracia; aspiraban a conceder el derecho a voto tan sólo a los ciudadanos «responsables». Pero hicieron causa común con radicales bien organizados de las clases media y obrera para presionar más por la reforma. Un banquero de Birmingham llamado Thomas Attwood, por ejemplo, organizó una Unión Política de la Clase Baja y Media del Pueblo. En julio de 1830, organizaciones similares habían surgido en varias ciudades de provincias, algunas dispuestas a mantener sangrientos enfrentamientos con las unidades del ejército y la policía. Los comerciantes de clase media anunciaron que no pagarían impuestos y, si era necesario, crearían una guardia nacional. Acosado, además, por un brote de cólera, el país parecía al borde de un desorden serio y generalizado, cuando no una revolución abierta. Lord Grey, dirigente del partido Whig, aprovechó la ocasión para presionar por la reforma.

La Ley de Reforma de 1832 eliminó los «municipios corruptos» del Parlamento. Reasignó al norte industrial 143 escaños parlamentarios, la mayoría de ellos procedentes del sur rural. Amplió el sufragio, pero sólo un hombre de cada seis reunía los requisitos necesarios para votar. La ley, desarrollada en unas condiciones casi revolucionarias, acabó convertida en una medida bastante modesta. Redujo pero no anuló el peso político de los intereses de la aristocracia terrateniente. Aceptó que los liberales británicos, incluidos algunos de las clases medias industriales, fueran socios menores de la élite hacendada que había gobernado Gran Bretaña durante siglos y que seguiría gobernándola durante, al menos, una generación más.

¿Qué cambios conllevó el nuevo régimen? El ejemplo más impresionante de poder de la clase media lo constituyó la derogación de las Leyes del Grano en 1846. Las Leyes del Grano protegían a los hacendados y productores de grano británicos de la competencia extranjera. Aunque aquellas leyes se habían modificado en la década de 1820, seguían manteniendo el precio del pan artificialmente alto. Pero más importante aún era que las clases medias industriales las consideraban medidas protectoras especiales para la aristocracia. La campaña para lograr su abolición se orquestó de un modo magnífico e implacable que combinó el apoyo de quienes creían, en principio, en la reforma y el comercio libre, y quienes tenían un interés económico directo en la aplicación de un sistema nuevo. La Liga Anti-Leyes del Grano, que curiosamente consiguió respaldo exterior, organizó encuentros multitudinarios por el norte de Inglaterra y presionó a miembros del Parlamento. Al final, la Liga logró una victoria crucial al convencer al primer ministro, sir Robert Peel, de que la derogación de las Leyes del Grano era tan inevitable como necesaria para la salud de la economía británica y su peso en el mundo. La política de libre comercio inaugurada en 1846 duró hasta la década de 1920.

EL RADICALISMO BRITÁNICO Y EL MOVIMIENTO CARTISTA

La decepción ante las pocas ventajas logradas con la reforma de 1832 centró la atención en un cambio político de mayor alcance consistente en la aplicación de lo que se llamó People’s Charter o «Carta del Pueblo». Este documento que los comités de cartistas, como se los conocía, hicieron circular por todo el país y que firmaron millones de personas, contenía seis demandas: el sufragio universal masculino, la instauración del voto secreto, abolición del requisito de ser propietario para formar parte de la Cámara de los Comunes, elecciones parlamentarias anuales, pago de salarios a los miembros de la Cámara de los Comunes y circunscripciones electorales iguales.

A medida que las condiciones económicas se fueron deteriorando en la década de 1840, el cartismo se difundió. El movimiento también se valió de las tradiciones locales de ayuda y organización de obreros. Dentro del cartismo hubo discrepancias en cuanto a tácticas y objetivos. ¿Debían incluirse en el movimiento los inmigrantes irlandeses católicos, o debían quedar excluidos como competencia peligrosa para los escasos puestos de trabajo? ¿Debía ampliarse el sufragio sólo a los hombres trabajadores, los cuales representaban a sus familias como miembros respetables e «interesados» de la sociedad, o también a las mujeres? Tres ejemplos ilustrarán las distintas posturas cartistas. El cartista William Lovett, un fabricante de armarios, era un creyente ferviente en la autosuperación, como cualquier miembro de la clase media. Él abogaba por una unión de trabajadores instruidos para conseguir la parte que les correspondía de la creciente riqueza industrial del país. El cartista Feargus O’Connor, miembro de una familia angloirlandesa de pequeños hacendados pero un político radical, atrajo a la clase obrera, la más empobrecida y desesperada. Criticó la industrialización y el asentamiento de los pobres en parcelas públicas arrendadas para su explotación agrícola. Otro cartista, Bronterre O’Brien, admiraba abiertamente a Robespierre y sorprendió a las masas con sus ataques contra la «aristocracia de grandes panzas, cerebros minúsculos y barriguda, de mentes estrechas y cerebros entumecidos». El cartismo aglutinó numerosos movimientos menores de diferente énfasis, pero su objetivo consistió en lograr una democracia política como un medio para la consecución de la justicia social.

La democracia era una demanda muy radical en la década de 1840. No es de extrañar, pues, que los cartistas encontraran una oposición férrea. Los comités presentaron peticiones masivas para los cartistas en el Parlamento en 1839 y 1842; en ambas ocasiones se rechazaron sumariamente. En el norte de Inglaterra, las demandas políticas tomaron forma con el telón de fondo de una serie de huelgas, manifestaciones sindicales y ataques contra fábricas y manufactureros que imponían salarios bajos y largas jornadas, o que hostigaban a los sindicalistas. La combinación del radicalismo político y social no hizo titubear al gobierno; los conservadores veían la anarquía y los liberales repudiaban cualquier interés revolucionario. El movimiento alcanzó su momento culminante en abril de 1848. Los líderes cartistas, inspirados en parte por la revolución en la Europa continental, planearon una manifestación multitudinaria y una demostración de fuerza en Londres. Se congregó una procesión de veinticinco mil obreros que llevaron al Parlamento una petición con seis millones de firmas que reclamaba las seis demandas cartistas. Enfrentados una vez más al fantasma de un conflicto abierto entre clases, los agentes de la policía especial y contingentes del ejército regular, ahora al mando del ya envejecido duque de Wellington, héroe de la batalla de Waterloo, recibieron orden de repeler aquella amenaza para el orden establecido. Al final, sólo una delegación reducida de líderes presentó la petición al Parlamento. La lluvia, una organización vacilante y la desgana de muchos de enfrentarse al cuerpo de policía bien armado pusieron fin a la campaña cartista. Un observador liberal aliviado, Harriet Martineau, señaló: «Desde aquel día quedó claro que Inglaterra estaba a salvo de una revolución».

LA DÉCADA DE 1840: LOS AÑOS DEL HAMBRE

Las condiciones económicas y políticas que sembraron inquietud en Inglaterra causaron la revolución en el continente. Las malas cosechas llegaron a comienzos de la década de 1840. Entre 1845 y 1846, la crisis se volvió aguda. Durante dos años seguidos, la recolección de grano se desplomó por completo. La plaga de la patata atacó y causó inanición en Irlanda y hambre en Alemania, otra zona productora de patata. Entre 1846 y 1847, el precio de los alimentos se multiplicó, en promedio, por dos. El pan disparó los disturbios por toda Europa. Los habitantes del campo y la ciudad atacaron los carros que transportaban grano para impedir que los comerciantes lo llevaran a otros mercados o, simplemente, para quedarse el grano y venderlo al precio que consideraban justo. El problema se agravó por una deceleración industrial cíclica en toda Europa que dejó en el paro a miles de trabajadores. Campesinos hambrientos y obreros desempleados invadieron los organismos de ayudas públicas. Los años 1846 y 1847 fueron «probablemente los peores de todo el siglo en términos de miseria y sufrimiento humano», y la década se ganó el apelativo de los «años del hambre».

El hambre en sí no es motivo de revoluciones. Pero sí pone a prueba las capacidades de los gobiernos y su legitimidad. Cuando en Francia se fundaron sistemas de ayudas públicas ineficaces, cuando se movilizaron tropas para reprimir los motines de patatas en Berlín, o cuando los regímenes armaron a los ciudadanos de clase media para que se defendieran de los pobres, los gobiernos se revelaron tan autoritarios como ineptos. En estas circunstancias, los estados perdieron la confianza de sus secuaces y generaron una oleada de revolución que barrió toda Europa y estalló en primer lugar en Francia.

LA REVOLUCIÓN DE 1848 EN FRANCIA

La monarquía francesa instaurada tras la revolución de julio de 1830 parecía diferir un tanto de su predecesora. El nuevo rey, Luis Felipe, reunió a su alrededor a representantes de la élite de la banca y la industria. El régimen dio a menudo una impresión de autocomplacencia. Cuando el primer ministro recibía demandas de ampliar el derecho a voto a más gente de la clase media, respondía con sorna que cualquiera era libre de ascender y situarse al nivel de los ricos. «Enriqueceos», recomendaba. Los proyectos de construcción y expansión del sistema ferroviario ofrecían vastas oportunidades de trabajo duro. El régimen frustró las grandes esperanzas que había infundido. Proliferaron las asociaciones republicanas, sobre todo en ciudades como París y Lyón, donde las asociaciones de obreros y artesanos gozaban de largas tradiciones políticas. En 1834, el gobierno declaró ilegales las organizaciones políticas radicales. En Lyón y París estallaron rebeliones que conllevaron dos días de represión, muerte y arrestos. La imagen autoritaria del gobierno y su negativa a ampliar el derecho a voto situó en la oposición hasta a los moderados. Para 1847 la oposición había emprendido una campaña a favor de la reforma electoral por toda Francia. Como los mítines políticos eran ilegales, la oposición organizaba «banquetes» políticos donde los detractores del régimen bebían a la salud de la reforma, aunque no de la revolución abierta. Desafiando las amenazas del rey, la oposición convocó un gigantesco banquete final para el 22 de febrero de 1848. Cuando el gobierno prohibió el encuentro, estalló la revolución. Luis Felipe abdicó del trono con una rapidez sorprendente.

El gobierno provisional de la nueva república consistió en un grupo extraordinario formado por una combinación de liberales, republicanos y, por primera vez, socialistas. Éste se entregó a la redacción de una constitución nueva con elecciones basadas en el sufragio masculino universal. Pero entonces resurgieron las tensiones entre los republicanos y los socialistas de clase media, las cuales se habían desvanecido de manera transitoria para oponerse a Luis Felipe. Entre los hombres y mujeres de la clase obrera, la demanda más respaldada era el «derecho al trabajo», lo que significaba la capacidad de ganar un sueldo suficiente del que poder vivir. El gobierno provisional tuvo la cautela de apoyar esta demanda y crear lo que se denominaron talleres nacionales, un programa de obras públicas dentro y en los alrededores de París. Los primeros proyectos no emplearon a más de diez o doce mil personas. Pero cuando el paro alcanzó valores de hasta el 65 por ciento en el sector de la construcción y el 51 por ciento en los textiles y la confección de ropa, entraron trabajadores a raudales y las cifras ascendieron hasta los sesenta y seis mil en abril y ciento veinte mil en junio de 1848.

Se produjo una eclosión del interés popular por la política. El gobierno provisional levantó las restricciones relacionadas con la libertad de expresión y de actividad política. En cuestión de semanas se fundaron ciento setenta periódicos nuevos y más de doscientas asociaciones. Por la ciudad desfilaban libremente delegaciones que afirmaban representar a los oprimidos de todos los países europeos (cartistas, húngaros, polacos) y que atraían la atención, cuando no a seguidores fervientes. Aparecieron asociaciones y publicaciones femeninas con nombres como La voz de las mujeres o La opinión de las mujeres, y sus demandas abarcaban desde el sufragio universal, real, hasta salarios suficientes para vivir. Pero este resurgimiento del interés popular por la política convenció a un número cada vez mayor de espectadores de clase media de la necesidad de tomar medidas severas. Las elecciones reforzaron la preocupación por el orden. El sufragio universal masculino no garantizaba en absoluto una victoria radical, y los votantes rurales, alarmados por un París revolucionario, eligieron a republicanos moderados y monárquicos.

A finales de la primavera de 1848, una mayoría de la Asamblea francesa consideraba que el sistema de talleres se había convertido en un agujero financiero y, lo que es peor, una amenaza seria para el orden social. A últimos de mayo el gobierno cerró los talleres a inscripciones nuevas, excluyó a todos los que habían residido durante menos de dos meses en París y envió a todos los miembros con edades comprendidas entre dieciocho y veinticinco años al ejército. El 21 de junio, el gobierno sencillamente clausuró el programa y desestimó cualquier responsabilidad por la cuestión social. La reacción causó algunos de los conflictos más sangrientos del período. Trabajadores del campo, oficiales, desempleados, artesanos tradicionales, socialistas y algunos dirigentes republicanos levantaron una vez más barricadas por todo París. Durante cuatro días, del 23 al 26 de junio, se defendieron en una batalla militarmente desesperada en última instancia contra las fuerzas armadas reclutadas, en parte, entre la población de provincias ansiosa por contribuir a la represión de la clase obrera urbana. La represión en sí fue brutal y conmocionó a muchos observadores. Murieron unas tres mil personas, y doce mil más fueron arrestadas, la mayoría de las cuales fueron deportadas a los campos argelinos de trabajos forzados.

En el período posterior a los Días de Junio, el gobierno francés se movió con rapidez para poner orden en el país. Los miembros de la Asamblea confiaban en que un líder fuerte sometiera a los disidentes. Cuatro candidatos aspiraron a la presidencia de la república: Alphonse de Lamartine, el republicano moderado; el general Louis Eugène Cavaignac, que había estado al mando de las tropas de junio; Alexandre Auguste Ledru-Rollin, un socialista; y Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del ex emperador, quien obtuvo más del doble de votos que los otros tres candidatos juntos.

«Todos los hechos y personajes más relevantes en la historia del mundo ocurren dos veces […] la primera como tragedia, la segunda como farsa». Así resumió Carlos Marx (que no era un admirador de Napoleón I) la relación existente entre Luis Napoleón y su tío. Este oportunista, que otros detractores tildaron de ilegítimo, había pasado la mayor parte de la vida en el exilio. El atractivo que le confirió su nombre fue amplio y de una imprecisión idónea. Los conservadores creyeron que protegería la propiedad y el orden. Alguna gente de izquierdas había oído hablar de su obra La extinción de la indigencia, o de la correspondencia que mantenía con socialistas de peso. La palabra Napoleón evocaba gloria y grandeza. Con independencia de sus orígenes, tal como dice un historiador, «era exactamente el hijo del mito napoleónico». Su papel como «personaje multiusos» ayudó a consolidar su victoria electoral. En palabras de un anciano campesino: «¿Cómo podría no votar a este caballero, yo que sufrí congelación de nariz en Moscú?».

No es de extrañar que Luis Napoleón se valiera de su posición para consolidar su poder. Se granjeó el apoyo de los católicos devolviendo a la Iglesia su peso en educación y enviando una expedición a Roma en 1849 para salvar al papa de los revolucionarios. El régimen se apresuró a desmovilizar a los radicales de todo el país mediante la prohibición de encuentros, asociaciones obreras, etcétera. En 1851 pidió al pueblo que lo autorizara para redactar una constitución nueva. Poco después, un plebiscito autorizó sus medidas. Un año después Luis Napoleón Bonaparte dispuso otro plebiscito y, con la aprobación de más del 95 por ciento de los votos, instauró el Segundo Imperio y adoptó el título de Napoleón III (1852-1870), emperador de los franceses.

¿Por qué fue significativa la Revolución francesa de 1848? En primer lugar, su dinámica se repetiría por doquier. Las clases medias desempeñaron un papel político central. El régimen de Luis Felipe había sido espléndidamente «burgués», pero acabó alejando a muchos de sus seguidores. Cuando se les negó la posibilidad de tener voz política directa, grupos clave de la clase media se pasaron a la oposición y se aliaron con radicales que jamás habrían derrocado el régimen por sí solos. Pero las demandas de reforma pronto se toparon con temores al desorden y el deseo de un estado fuerte. Esta dinámica conocida condujo al derrumbamiento de la república y al mandato de Luis Napoleón Bonaparte. En segundo lugar, muchos contemporáneos contemplaron los Días de Junio como una lucha de clases pura y dura. La violencia de los Días de Junio frustró muchas de las aspiraciones liberales del período anterior. Ahora la imagen romántica de la unidad revolucionaria que ofrece la obra de Delacroix La Libertad guiando al pueblo parecía ingenua. Después de 1848, los intereses y la política de las clases media y obrera se diferenciaron con más nitidez y mantuvieron un enfrentamiento más directo. El socialismo se convertiría en una fuerza política independiente.

Conclusión

La Revolución francesa de 1789 había polarizado Europa; tras ella surgieron nuevas identidades políticas y se expusieron ideologías políticas también nuevas. El Congreso de Viena, o el acuerdo de paz de 1815, había aspirado al establecimiento de un sistema internacional distinto y a vacunar Europa contra la revolución. Triunfó con el primer objetivo, pero sólo en parte con el segundo. La combinación de políticas nuevas con la industrialización y vertiginosos cambios sociales socavó el orden conservador. Desde la década de 1820 hasta la de 1840, una confluencia de reivindicaciones sociales y decepciones políticas dio lugar a poderosos movimientos por el cambio, primero en América del Sur y los Balcanes y, más tarde, en Europa occidental y Gran Bretaña.

La Revolución francesa de 1848 (la segunda desde la derrota de Napoleón) se convirtió en el primer acto de un drama mucho más largo. En Europa meridional y central, como veremos en el próximo capítulo, los problemas se desarrollaron de un modo distinto. Aun así, la dinámica de la revolución de Francia prefiguró el curso de los acontecimientos en otros lugares: eventos revolucionarios arrebatadores fueron seguidos por la ruptura de alianzas revolucionarias y la emergencia de otras formas de gobiernos conservadores. En todo Occidente, la crisis de mediados de siglo se convirtió en un momento decisivo. Tras ella, las modalidades de grandes alianzas revolucionarias que habían deparado la revolución fueron vencidas por la política de clases, y el socialismo utópico dio paso al marxismo. En la cultura, como en política, el Romanticismo se desvaneció, su sentido expansivo del potencial fue reemplazado por la visión más mordaz del Realismo. La economía y los estados cambiaron. El conservadurismo, el liberalismo y el socialismo se adaptaron a las nuevas condiciones políticas. El modo en que sucedió todo ello y la naturaleza explosiva que fue adoptando el nacionalismo en el proceso se tratan en el próximo capítulo.

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