La revolución industrial y la sociedad
del siglo XIX
La Revolución francesa deparó una transformación drástica y repentina del paisaje político y diplomático de Europa. La transformación de la industria llegó de forma más gradual. Sin embargo, entre las décadas de 1830 y 1840 los escritores y pensadores sociales tomaron cada vez más conciencia de los cambios inesperados y extraordinarios que estaba experimentando el mundo económico. Hablaron de una «revolución industrial» que parecía igualar a la que se estaba produciendo en el ámbito político. El término se quedó con nosotros. La revolución industrial abarcó los cien años siguientes a 1780. Representó la primera transición de una economía agrícola, artesana y mayoritariamente rural a otra caracterizada por la fabricación a gran escala, empresas con más concentración de capital y la urbanización. Implicó nuevas fuentes energéticas y de propulsión, transportes más veloces, mecanización, mayor productividad y nuevas formas de organización del trabajo humano. Desencadenó cambios sociales con consecuencias revolucionarias para Occidente y su relación con el mundo.
Tal vez el cambio más revolucionario afectó a la mismísima raíz del esfuerzo humano: nuevas formas de energía. En el espacio de dos o tres generaciones, una sociedad y una economía que recurrían al agua, el viento y la madera para cubrir la mayoría de sus necesidades energéticas, pasaron a depender de máquinas de vapor y del carbón. En 1800, el mundo produjo 10 millones de toneladas de carbón. En 1900, produjo mil millones: cien veces más. La revolución industrial conllevó el comienzo de la «era de los combustibles fósiles». Abatió las limitaciones de épocas anteriores, abrió un tiempo de crecimiento económico sin precedentes y empezó a alterar de manera irrevocable el equilibrio de la humanidad y del entorno. En unas pocas generaciones más, hacia finales del siglo XIX, el nuevo sistema energético incluiría el petróleo y la electricidad, aunque los historiadores denominan a este período la segunda revolución industrial.
Las máquinas se adueñaron de la imaginación de los contemporáneos, lo que deslumbró a unos e inquietó a otros. El novelista Charles Dickens, por ejemplo, comparó el pistón de una máquina de vapor que «subía y bajaba con monotonía» con «la cabeza de un elefante enloquecido de melancolía». La mecanización posibilitó un incremento enorme de la productividad en algunos sectores; con ello desplazó la base de la economía y creó, en algunos casos, medios de vida completamente nuevos, al tiempo que otros quedaban obsoletos. Pero centrarse en la mecanización podría confundir. Sobre todo al principio, la mecanización se limitó a unos pocos sectores de la economía y no siempre condujo a una ruptura radical con las técnicas usadas en el pasado. Sobre todo, la tecnología no prescindió del esfuerzo humano. Los historiadores insisten en que, mucho más que facilitar el trabajo humano, la revolución industrial lo intensificó (acarreo de agua o raíles de hierro, excavación de zanjas, recolección de algodón, costura manual o azote de pieles).
Un historiador propone hablar de «revolución industriosa». La «revolución» no radicó en las propias máquinas, sino en el desarrollo velocísimo de un sistema económico basado en la movilización del capital y el trabajo a una escala mucho mayor. Sus efectos decisivos redistribuyeron la riqueza, la influencia y el poder. Creó clases sociales nuevas y produjo otras tensiones sociales.
Asimismo, estimuló cambios culturales profundos. El crítico cultural inglés Raymond Williams ha señalado que, en el siglo XVIII, el término industria aludía a una cualidad humana: una mujer trabajadora era «industriosa», un empleado ambicioso manifestaba «industria». Hacia mediados del siglo XIX, industria pasó a referirse a un sistema económico, aquel que seguía su propia lógica interna y funcionaba por sí solo, en apariencia, independiente de los humanos. Ésta es la concepción moderna del término, y sus orígenes se remontan a los albores del siglo XIX. La revolución industrial alteró tanto los fundamentos de la economía como los supuestos que la gente atribuía a la economía y la concepción del papel de los seres humanos dentro de ella. Los nuevos supuestos tal vez generaron cierto sentimiento de poder, pero también la ansiedad de la impotencia.
Como personas de comienzos del siglo XXI, una época de transformaciones económicas y tecnológicas, podríamos identificarnos con la sensación de cambios extraordinarios, de gran alcance y apenas comprendidos, que imperó en la década de 1840. Notamos que el mundo económico y social cambia, pero somos incapaces de concebir sus efectos, y las alteraciones resultan al mismo tiempo emocionantes e inquietantes. Los efectos en cascada de las nuevas tecnologías, los nuevos medios de comunicación y los nuevos imperativos económicos dificultan la diferenciación entre resultados y causas. ¿Constituyen las nuevas tecnologías la fuerza que provoca el cambio, o son ellas el producto de otras transformaciones estructurales? ¿Qué sectores de la economía y qué clase de empleos se expandirán y cuáles quedarán obsoletos? ¿Beneficiará a los trabajadores el incremento vertiginoso de la productividad? ¿Compartirán todos los grupos sociales el crecimiento económico? Estos interrogantes y otros que nos rondan en la actualidad surgieron durante la primera revolución industrial. Sólo de manera retrospectiva podemos reconstruir las respuestas.
Los cambios espectaculares que se produjeron a finales del siglo XVIII y principios del XIX partieron de novedades acaecidas en tiempos anteriores. La exploración y el desarrollo comercial exteriores habían abierto territorios nuevos al comercio europeo. Los continentes de la India, África y América habían quedado urdidos al entramado de expansión económica europea. Las redes comerciales y financieras en crecimiento crearon mercados nuevos para productos y fuentes de materias primas, y facilitaron la movilización de capital para inversión. Todas estas evoluciones prepararon el terreno de la industrialización. Los siglos XVII y XVIII habían presenciado una «protoindustrialización» considerable, o la propagación de la manufactura en áreas rurales de determinadas regiones (véase el capítulo 15). Sobre todo en Inglaterra, como veremos, también deparó cambios en la agricultura y la tenencia de propiedades con ramificaciones de mayor alcance. El crecimiento demográfico, que comenzara en el siglo XVIII, también representó un factor clave. Por último, avances sociales y culturales más sutiles, como derechos más seguros sobre la propiedad privada o nuevas formas de movilidad social, desempeñaron un papel esencial en la revolución que dio lugar al mundo industrial moderno.
La revolución industrial en sí comenzó en el norte de Inglaterra y el oeste de Escocia a finales del siglo XVIII, y desde allí experimentó un desplazamiento lento y desigual hacia el continente europeo. Varios factores (materiales de trabajo, recursos o capital) y mejoras importantes (innovaciones tecnológicas, la emergencia de nuevas instituciones económicas, subsidios estatales o cambios legales) se combinaron de diversas formas en distintos momentos. Por esta razón, la industrialización no siguió un patrón único en todas las regiones de Europa. Ni tampoco dejó de lado viejas formas de producción. Las máquinas nuevas coexistieron con un trabajo manual intensivo y a la antigua usanza. Dentro de un mismo país se desarrollaron regiones manufactureras junto a vastas áreas aparentemente inalteradas de subsistencia agrícola. Comenzaremos con los inicios de la industrialización en Gran Bretaña, y luego nos centraremos en los cambios más diversos que se produjeron con posterioridad en otros lugares.
En el siglo XVIII Gran Bretaña contaba con una afortunada combinación de recursos naturales, económicos y culturales. Era un país insular pequeño y seguro con un imperio robusto y el control sobre rutas oceánicas cruciales. Tenía amplias provisiones de carbón, ríos y una red bien desarrollada de canales, todo lo cual se demostró relevante en las distintas etapas de la primera industrialización.
Las raíces de la industrialización se hunden en la agricultura. Hacia mediados del siglo XVIII, la agricultura en Gran Bretaña se comercializaba más que en cualquier otro lugar. La agricultura británica había sufrido una transformación por la combinación de técnicas nuevas, cultivos nuevos y cambios en las normas sobre la propiedad privada, en especial, sobre el «cercado» de campos y pastos, lo que convirtió las pequeñas propiedades, y en muchos casos tierras comunales, en grandes extensiones privadas cercadas y gestionadas de manera individual por dueños dedicados a comerciar con ellas. El parlamento británico fomentó los cercados con una serie de leyes durante la segunda mitad del siglo XVIII. La comercialización de la agricultura resultaba más productiva y brindaba más alimento para una población creciente y cada vez más urbana. La concentración de la propiedad en pocas manos expulsó del campo a los pequeños agricultores y los obligó a buscar trabajo en otros sectores de la economía. Por último, la comercialización de la agricultura aportó más beneficios y más riqueza a cierta clase de inversores hacendados, riqueza que se invertiría en la industria.
Una condición previa clave para la industrialización radicó en el crecimiento del capital disponible, en forma de riqueza privada e instituciones bancarias y de crédito bien desarrolladas. Londres se había convertido en centro por excelencia del comercio internacional, y la ciudad era el cuartel general de la transferencia de materias primas, capital y productos manufacturados por todo el mundo. Sólo Portugal canalizaba a través de Londres hasta 22.500 kilos de oro por semana. Pero la banca no se limitaba a Londres; también estaba bien instaurada en las provincias. Los comerciantes y financieros británicos habían acumulado recursos sustanciosos y bien organizados, y habían creado un sistema bancario bastante fiable. Esto aportó inmediatez a la hora de disponer de capital para suscribir proyectos económicos nuevos y facilitó la transferencia de dinero y productos, como por ejemplo la importación de seda desde Oriente o del algodón de Egipto o América del Norte.
Las condiciones sociales y culturales también fomentaron la inversión en empresas. Mucho más que en el continente, en Gran Bretaña la persecución de la riqueza se percibía como un objetivo respetable. Desde el Renacimiento, la nobleza europea había cultivado la noción de conducta «caballeresca», en parte para mantener el linaje frente a quienes ascendían desde abajo. Los aristócratas británicos, que apenas conservaban privilegios antiguos comparados con los nobles continentales, respetaron a los comunes con habilidad para hacer dinero y no dudaron en invertir por sí mismos. El empeño por cercar sus tierras reflejaba un interés especial por el comercio y la inversión. Fuera de la aristocracia, una barrera aún menor separaba a los comerciantes de la clase rural acomodada. De hecho, muchos de los empresarios de principios de la revolución industrial procedían de la pequeña nobleza o de la clase agrícola independiente (pequeños terratenientes). En el siglo XVIII Gran Bretaña no estaba libre en absoluto de esnobismo social: los señores miraban con desdén a los banqueros, y los banqueros desdeñaban a los artesanos. Pero el desdén de un señor bien podía templarse si su propio abuelo había trabajado como contable.
El desarrollo del comercio interior e internacional aportó prosperidad a la Gran Bretaña del siglo XVIII. Los británicos eran unos consumidores voraces. La élite cortesana seguía y compraba las modas anuales, y lo mismo le sucedía a la mayoría de la sociedad hacendada y profesional del país. «La naturaleza se satisface con poco —declaraba un empresario londinense—, pero son los caprichos de la moda y el deseo de novedad quienes crean el comercio». El tamaño reducido del país y el hecho de que fuera una isla favorecieron el desarrollo de un mercado interior muy estable. A diferencia de la Europa continental, Gran Bretaña carecía de un sistema de aduanas y aranceles internacionales, de modo que las mercancías se desplazaban con libertad a los lugares donde consiguieran el mejor precio. La mejora constante del sistema de transporte incentivó esa libertad de movimientos. Y lo mismo sucedió con un clima político favorable. Algunos miembros del parlamento también tenían negocios propios; otros eran inversores, y ambos grupos aspiraban a fomentar la construcción de canales, el establecimiento de bancos y el cercado de tierras comunales a través de la legislación. A finales del siglo XVIII, el parlamento aprobó decretos para financiar la construcción de cuarenta vías de peaje al año, la creación de canales y la apertura de puertos y ríos navegables.
Los mercados extranjeros prometían más rendimiento aún que los interiores, aunque con más riesgos. La política exterior británica respondía a sus necesidades comerciales. Al final de cada gran guerra del siglo XVIII, Gran Bretaña arrebataba territorios a sus enemigos. Al mismo tiempo, este país estaba penetrando en territorios que hasta entonces habían permanecido sin explotar, como la India y América del Sur, en busca de más mercados y recursos potenciales. En 1759, más de un tercio de todas las exportaciones británicas partieron hacia las colonias; hacia 1784, si se incluyen las antiguas colonias en América del Norte, esa cifra había crecido un 50 por ciento más. La producción para la exportación aumentó un 80 por ciento entre 1750 y 1770, mientras que la producción para el consumo interior sólo creció el 7 por ciento a lo largo del mismo período. Los británicos contaban con una marina mercante capaz de transportar productos por todo el mundo, y una armada experta en el arte de proteger su flota comercial. En la década de 1780, los mercados británicos, junto con su flota mercante y su posición sólida en el centro del mercado mundial, brindaron a los empresarios unas oportunidades comerciales y lucrativas incomparables. Estos factores permitieron a Gran Bretaña experimentar los primeros grandes cambios que terminarían convertidos en una «revolución industrial».
INNOVACIONES EN LAS INDUSTRIAS TEXTILES
La revolución industrial comenzó con adelantos tecnológicos espectaculares en unas pocas industrias bien situadas, la primera de las cuales fue la de los textiles de algodón. Esta industria ya se había consolidado hacía tiempo. Los aranceles que había impuesto el parlamento para impedir las importaciones de algodón del este indio y proteger así los productos de algodón británicos habían espoleado la manufactura del algodón nacional. Los manufactureros textiles británicos importaban materias primas de la India y América del Sur, y copiaban los modelos de los hilanderos y tejedores de la India. Entonces, ¿en qué consistieron los avances «revolucionarios»?
En 1733, la lanzadera volante ideada por John Kay aceleró el proceso del tejido. La tarea del hilado de hebras, en cambio, no continuó. Una serie de instrumentos mecánicos bastante simples eliminó el obstáculo de tener que hilar para tejer. El artilugio más importante lo representó la hiladora mecánica llamada «jenny», inventada por James Hargreaves, un carpintero y tejedor con telar manual, en 1764 (patentada en 1770). La jenny, que debía su nombre a la esposa del inventor, era una rueca compuesta capaz de producir dieciséis hebras a la vez (aunque las hebras no eran lo bastante fuertes como para usarlas con fibras longitudinales, o urdimbres, de tela de algodón). La invención de la hiladora hidráulica por el barbero Richard Arkwright en 1769 posibilitó la producción de urdimbres y tramas (fibras latitudinales) en grandes cantidades. En 1799, Samuel Compton ideó la selfactina de hilar, que combinaba las características de la jenny y las de la hiladora hidráulica. Todas estas novedades tecnológicas fundamentales se lograron a finales del siglo XVIII.
La hiladora hidráulica y la selfactina de hilar supusieron grandes avances frente a la rueca. La jenny hilaba entre seis y veinticuatro veces más hilo que una rueca. Hacia finales del siglo XVIII, una selfactina podía rendir doscientas o trescientas veces más. Y, algo igual de importante, las nuevas máquinas brindaban hebras de mejor calidad (más fuertes y más finas). Estos artilugios revolucionaron la producción en toda la industria textil. Por último, la desmotadora de algodón inventada por el estadounidense Eli Whitney en 1793 mecanizó el proceso de quitar las semillas al algodón, lo que aceleró la producción de algodón y redujo su precio. Esto permitió que el suministro de los tejidos de algodón se expandiera para situarse al nivel de la demanda creciente de los manufactureros de ropa de algodón. Esta desmotadora tuvo muchos efectos, incluida, paradójicamente, la transformación de la economía de la comunidad esclava en Estados Unidos. Las plantaciones esclavistas productoras de algodón en el sur de Estados Unidos resultaron mucho más rentables, y su labor quedó enredada ahora en la intensa actividad y los pingües beneficios del comercio con los exportadores de algodón puro y los manufactureros que fabricaban textiles de algodón en el norte de Estados Unidos e Inglaterra.
El precio de las primeras máquinas textiles era lo bastante reducido como para que los hilanderos las usaran en su propia casa. Pero a medida que aumentaron de tamaño y de complejidad, se instalaron en talleres o fábricas próximos a lugares con agua para impulsarlas con ella. Con el tiempo, el desarrollo progresivo de los equipamientos propulsados con vapor permitió a los manufactureros construir fábricas dondequiera que pudieran usarse. Con frecuencia, esas instalaciones se levantaron en pueblos y ciudades del norte de Inglaterra, lejos de los antiguos núcleos comerciales y marineros, pero donde los políticos locales mostraron interés por la manufactura textil, y el dinero y el desarrollo que conllevaba. A partir de 1780, los textiles de algodón británicos invadieron el mercado mundial. Los números atestiguan los cambios revolucionarios que se produjeron en la industria en expansión. Entre 1760 y 1800, las exportaciones británicas de productos de algodón pasaron de tener un valor de 250.000 libras al año a 5 millones. En 1760, Gran Bretaña importó poco más de un millón de kilos de algodón puro; en 1787, casi 10 millones; en 1837, 166 millones. Hacia 1815, las exportaciones de textiles de algodón supusieron el 40 por ciento del valor de todos los productos nacionales exportados desde Gran Bretaña. Aunque el precio de los productos de algodón manufacturados experimentó una caída espectacular, el mercado se expandió con tanta rapidez que los beneficios continuaron subiendo.
Tras estas estadísticas yace una revolución textil. El algodón transformado en muselinas y calicós era lo bastante fino como para atraer a los consumidores ricos. Pero el algodón también era ligero y lavable. Por primera vez, la gente común podía tener sábanas, mantelerías, cortinas y ropa interior. (La lana resultaba demasiado áspera). Tal como comentó un escritor en 1846, la revolución textil había supuesto una «transformación resplandeciente» en el vestir. «Todas las mujeres solían llevar un vestido azul o negro que conservaban sin lavar durante años por temor a que se deshiciera en pedazos. Hoy, sus maridos pueden cubrirlas de algodón estampado de flores con el sueldo de un día».
El crecimiento explosivo de los textiles también promovió un debate sobre los beneficios y la «tiranía» de las nuevas industrias. El poeta romántico británico William Blake escribió un texto célebre en términos bíblicos sobre la plaga de las fábricas textiles en las zonas rurales inglesas.
¿Y siguió brillando el semblante divino
sobre estas colinas cubiertas de nubes?
¿Y se construyó Jerusalén en este lugar
entre estas diabólicas fábricas oscuras?
Hacia la década de 1830, la Cámara de los Comunes británica estaba atenta al trabajo y las condiciones laborales en las factorías y registró información sobre jornadas laborales que se prolongaban desde las 3 de la madrugada hasta las 10 de la noche, sobre el empleo infantil desde muy corta edad y sobre trabajadores que perdían el pelo o los dedos en las máquinas de las fábricas. Las mujeres y los niños constituían aproximadamente dos tercios de la mano de obra en el sector textil. Sin embargo, el principio de regulación de cualquier empleo (en especial el de los hombres adultos) creó controversia. Sólo de manera gradual, una serie de «decretos industriales» prohibieron contratar a niños menores de nueve años y limitaron el trabajo de las personas menores de dieciocho años a diez horas al día.
EL CARBÓN Y EL HIERRO
Entretanto, cambios decisivos estaban transformando la producción del hierro. Al igual que en la industria textil, a lo largo del siglo XVIII se produjeron numerosas novedades tecnológicas cruciales. Una serie de innovaciones (la fundición, el laminado y la pudelación de coque) permitieron a los británicos usar el carbón, que tenían en abundancia, en lugar de la madera, un bien escaso y menos eficaz, para calentar el metal fundido y fabricar hierro. El nuevo «hierro en lingotes» tenía más calidad y podía usarse para la construcción de una variedad enorme de productos: máquinas, motores, raíles ferroviarios, aperos de labranza y ferretería. Esos productos de hierro se convirtieron, literalmente, en la infraestructura de la industrialización. Gran Bretaña se encontró de golpe capacitada para exportar carbón y hierro a los mercados de expansión rápida de todas las regiones del mundo en vías de industrialización. Entre 1814 y 1852, las exportaciones de hierro británico se duplicaron y aumentaron hasta más de un millón de toneladas, más de la mitad de la producción total mundial.
El aumento de la demanda de carbón exigía la extracción de vetas más profundas. En 1711, Thomas Newcomen había desarrollado una máquina de vapor voluminosa pero muy eficaz para bombear el agua de las galerías. Aunque resultó inmensamente valiosa para la industria del carbón, tuvo una utilidad limitada en otros sectores debido a la cantidad de combustible que consumía. En 1763, James Watt, que construía instrumentos científicos en la Universidad de Glasgow, recibió el encargo de reparar un modelo de la máquina de Newcomen. Mientras enredaba con el ingenio, se le ocurrió un modo de mejorarlo: la incorporación de una cámara separada para condensar el vapor eliminaba la necesidad de enfriar el cilindro. Watt patentó la primera máquina que incorporó este dispositivo en 1769. La genialidad de Watt como inventor superaba con creces sus dotes de empresario. Él admitía que prefería «enfrentarse a un cañón cargado que al ajuste de unas cuentas dudosas o al cierre de un trato». De ahí que contrajera deudas al intentar poner sus máquinas en el mercado. Lo rescató Matthew Boulton, un rico ferretero manufacturero de Birmingham. Ambos hombres formaron una sociedad en la que Boulton aportó el capital. Hacia 1800 la empresa había vendido 289 máquinas para usar en fábricas y minas. Watt y Boulton debieron su fortuna a la eficacia de sus inventos; el precio de las máquinas de Watt consistía en porcentaje fijo de los beneficios adicionales logrados por cada mina que operara con una de ellas.
La propulsión con vapor aún consumía mucha energía y resultaba cara, de modo que sólo poco a poco fue reemplazando la energía hidráulica tradicional. Una serie de innovaciones aparecidas en el curso del siglo XIX aportaron a las máquinas de vapor una potencia mucho mayor de la que habían tenido en la época de Watt. Sin embargo, incluso en sus variantes iniciales, la máquina de vapor transformó de manera decisiva el mundo decimonónico a través de una aplicación: la locomotora a vapor. El ferrocarril revolucionó la industria, los mercados, la financiación pública y privada, y el concepto común de espacio y tiempo.
El advenimiento del ferrocarril
Los transportes habían mejorado durante los años previos a 1830, pero el traslado de materiales pesados, sobre todo el carbón, siguió planteando un problema. Es significativo que el primer ferrocarril moderno, construido en Inglaterra en 1825, discurriera desde el yacimiento de carbón de Stockton, en Durham, hasta Darlington, cerca de la costa. Tradicionalmente, el carbón se había remolcado en distancias cortas sobre raíles, o por caminos por donde los caballos tiraban de carros repletos de carbón. La vía férrea de Stockton a Darlington fue la prolongación lógica de una vía de raíles diseñada para cubrir las necesidades de transporte que creaba la industrialización en constante expansión. El responsable del diseño de la primera locomotora a vapor fue George Stephenson, un ingeniero autodidacto que no aprendió a leer hasta los diecisiete años. Las locomotoras de la línea Stockton-Darlington viajaban a 25 kilómetros por hora, la velocidad más rápida a la que las máquinas habían transportado hasta entonces productos por tierra. Pronto trasladarían también a personas, transformando los transportes en el proceso.
La construcción de vías ferroviarias se convirtió en una empresa masiva y en una oportunidad arriesgada pero potencialmente rentable para invertir. En cuanto se inauguró el primer servicio combinado de pasajeros y mercancías en 1830 entre Liverpool y Mánchester (Inglaterra), surgieron planes y se proyectó la financiación para ampliar los sistemas de raíles por toda Europa, América y más lejos aún. En 1830 no existían más que unas cuantas docenas de kilómetros de vías en el mundo. Hacia 1840 había más de 7.000 kilómetros; en 1850, más de 36.000. Los ingenieros, industriales e inversores británicos tuvieron agilidad para reparar en las oportunidades globales que brindaba la construcción de vías férreas en el exterior; buena parte del éxito industrial británico a finales del siglo XIX provino de la construcción de infraestructuras en otros países. El contratista inglés Thomas Brassey, por ejemplo, construyó vías férreas en Italia, Canadá, Argentina, la India y Australia.
Un verdadero ejército de obreros construyó vías férreas por todo el mundo. En Gran Bretaña recibieron el nombre de navvies (traducido como «peones»), un término derivado de la palabra navigator («navegante»), usada por primera vez con los obreros que trabajaban en la construcción de los canales del siglo XVIII en Gran Bretaña. Los peones eran un grupo de hombres rudos que vivían con unas pocas mujeres en campamentos temporales que iban migrando por la campiña. A menudo eran obreros inmigrantes y se topaban con la hostilidad de la gente de la zona. Una señal puesta por residentes locales en el exterior de una mina escocesa en 1845 exigía a los peones irlandeses que se marcharan «fuera del territorio y fuera del país» en el plazo de una semana, o bien serían expulsados «por la fuerza de nuestros brazos y a golpes con palos de pico». Más tarde durante este mismo siglo, los proyectos de construcción de vías férreas en África y América estaban surcados por campamentos de obreros inmigrantes indios y chinos, quienes se convirtieron asimismo en el blanco de las iras de los nativistas (un término que significa oposición a los forasteros).
La labor de estos peones tuvo una magnitud extraordinaria. En Gran Bretaña y buena parte del resto del mundo, las vías férreas de mediados del siglo XIX se construyeron casi en su totalidad sin recurrir a maquinaria. Un ayudante de ingeniería de la línea Londres-Birmingham calculó que el trabajo realizado era equivalente al levantamiento de 700 millones de metros cúbicos de tierra y piedra hasta una altura de 30 centímetros. Él mismo comparó esta hazaña con la construcción de la Gran Pirámide, una tarea que, según sus estimaciones, conllevó el alzamiento de unos 16.000 millones de toneladas. En cambio, la construcción de la pirámide había requerido más de doscientos mil hombres y veinte años de ejecución, mientras que la construcción de la vía de tramo Londres-Birmingham la acometieron veinte mil hombres en menos de cinco años. Si esto se traduce a términos individuales, cada peón hubo de mover un promedio de veinte toneladas de tierra al día. Las vías férreas se ejecutaron con tanto esfuerzo como tecnología, tanto con trabajo humano como con ingeniería; ellas revelan por qué algunos historiadores prefieren usar el término «revolución industriosa».
Las máquinas de vapor, las máquinas textiles, las innovaciones para fabricar hierro y las vías férreas estaban interconectadas. Los cambios en un sector alentaron novedades en otros. Las bombas accionadas con máquinas de vapor posibilitaron la extracción de vetas más hondas de carbón; las locomotoras a vapor posibilitaron el transporte del carbón. La mecanización favoreció la producción de hierro para máquinas y la extracción de carbón para accionar máquinas de vapor. La fiebre del ferrocarril multiplicó la demanda de productos de hierro: raíles, locomotoras, vagones, señales, agujas y el hierro para construir todo ello. La construcción de vías férreas fomentó los estudios de ingeniería: cómo salvar montañas, diseño de puentes y túneles. La construcción ferroviaria, que requirió la inversión de capital más allá de la capacidad de un solo individuo, forjó nuevas formas de financiación pública y privada. Los niveles de producción se expandieron y el ritmo de la actividad económica se aceleró, espoleando con ello la búsqueda de más carbón, la producción de más hierro, la movilización de más capital y el reclutamiento de más mano de obra. El vapor y la velocidad empezaron a convertirse en la base de la economía y de un estilo de vida nuevo.
La Europa continental, con recursos naturales, económicos y políticos distintos, siguió una trayectoria diferente. En el siglo XIX, Francia, Bélgica y Alemania contaban ya con núcleos manufactureros en regiones con materias primas, acceso a mercados y una larga tradición artesana y técnica. Pero, por diversas razones, hasta la década de 1830 los cambios no se produjeron en la misma línea que en Gran Bretaña. Gran Bretaña contaba con un sistema de transportes muy desarrollado, mientras que Francia y Alemania no. Francia era mucho más extensa que Inglaterra; sus ríos, más difíciles de navegar; los puertos marítimos, los núcleos urbanos y los depósitos de carbón, más alejados entre sí. Buena parte de Europa central estaba dividida en pequeños principados, cada uno de ellos con sus propias aduanas y aranceles, lo que complicó el transporte de materias primas o productos manufacturados a distancias considerables. El continente poseía menos materias primas, sobre todo carbón, que Gran Bretaña. La madera, abundante y más barata, desalentó la exploración en busca de nuevos hallazgos de carbón. También implicó que las máquinas de vapor de alto consumo alimentadas con carbón resultaran menos económicas en el continente. También existía menos capital disponible. Las primeras fases de la industrialización británica se financiaron con dinero privado; esto resultó menos viable en otros lugares. Y las diversas modalidades de tenencia de tierras crearon obstáculos para la comercialización de la agricultura. En el este, la servidumbre feudal fue un poderoso factor desincentivador de las innovaciones que ahorraban trabajo. En el oeste, especialmente en Francia, el gran número de pequeños campesinos o granjeros siguió explotando la tierra.
Las guerras de la Revolución francesa y Napoleón aceleraron cambios legales y la consolidación del poder del estado, pero trastornaron la economía. Durante el siglo XVIII, la población había crecido y la mecanización había comenzado en unas pocas industrias clave. Pero los disturbios políticos, la presión financiera de las guerras y el atronador galope de los ejércitos apenas contribuyeron al desarrollo económico. El Sistema Continental de Napoleón y la destrucción de la flota mercante francesa por parte de Gran Bretaña acarrearon consecuencias graves para el comercio. La prohibición del algodón recibido a través de Gran Bretaña estancó el desarrollo de los textiles de algodón durante décadas, aunque la demanda creciente de ropa de lana por parte del ejército mantuvo atareado al sector textil. El tratamiento del hierro aumentó para satisfacer las crecientes necesidades del ejército, pero las técnicas para fabricar hierro permanecieron sin cambios durante mucho tiempo. Probablemente la novedad revolucionaria más beneficiosa para el avance de la industria en Europa consistió en la eliminación de restricciones previas a la movilidad monetaria y laboral, como, por ejemplo, la abolición de los gremios artesanales y la reducción de barreras arancelarias en todo el continente.
Después de 1815 una serie de factores se combinaron para cambiar el ambiente económico. En las regiones con una base industrial y comercial bien asentada (el noreste de Francia, Bélgica y franjas de territorio a través de Renania, Sajonia, Silesia y el norte de Bohemia) el crecimiento demográfico siguió estimulando el desarrollo económico. Sin embargo, el incremento de la población no conllevaba por sí solo la industrialización: en Irlanda, donde no existían otros factores indispensables, más gente significó menos comida.
Los transportes mejoraron. El imperio austriaco creó unos 50.000 kilómetros de carreteras entre 1830 y 1847; Bélgica casi dobló su red de calzadas durante el mismo período; Francia no sólo construyó carreteras nuevas, sino también 3.000 kilómetros de canales. Estos avances, sumados a la construcción de vías férreas durante las décadas de 1830 y 1840, abrieron nuevos mercados y fomentaron métodos nuevos de manufactura. Sin embargo, se dio el caso de que, en muchas regiones manufactureras del continente, los empresarios pudieron continuar durante mucho tiempo explotando grandes reservas de mano de obra especializada pero barata. De ahí que los viejos métodos industriales y manufactureros coexistieran junto a las factorías más novedosas.
¿En qué otros aspectos se diferenció el modelo de industrialización del continente? Los gobiernos intervinieron de un modo bastante más directo en la industrialización. Francia y Prusia, por ejemplo, destinaron numerosos subsidios a las compañías privadas que construyeron las vías ferroviarias. Después de 1849, el estado prusiano asumió la tarea por sí mismo, igual que Bélgica y, más tarde, Rusia, una empresa que exigió la importación de materias y conocimientos, pero que con frecuencia reportó considerables beneficios. En Prusia, el estado gestionó asimismo buena parte de las minas del país. Los gobiernos del continente ofrecieron incentivos y leyes favorables a la industrialización. Las leyes para crear sociedades de responsabilidad limitada, por mencionar el ejemplo más significativo, animaron a los inversores a tener acciones en una empresa o compañía sin contraer responsabilidades sobre las deudas de la sociedad y, a su vez, permitieron a las empresas contar con muchos inversores pequeños para reunir el capital necesario para inversiones masivas en vías férreas u otras modalidades de industria y comercio.
La movilización de capital para la industria fue uno de los retos del siglo. En Gran Bretaña, el comercio de ultramar había creado mercados financieros bien organizados; en el continente, el capital era disperso y escaso. Los nuevos bancos por acciones, a diferencia de los bancos privados, podían vender bonos a particulares y pequeñas empresas, así como ingresar sus depósitos. Ofrecían capital de partida en forma de préstamos comerciales a largo plazo y bajo interés a empresarios en ciernes. La Société Générale de Bélgica databa de la década de 1830; el Creditanstalt austriaco y el Crédit Mobilier francés, de la década de 1850. El Crédit Mobilier, por ejemplo, fundado en 1852 por los hermanos Périere, ricos y con buenos contactos, concentró suficiente capital como para financiar compañías de seguros, los autobuses de París, seis compañías de gas municipales, navieras trasatlánticas, empresas en otros países europeos y, con el patrocinio del estado, la orgía masiva de construcción de vías ferroviarias de la década de 1850. El éxito de los Périere les valió la fama de especuladores oportunistas y el Crédit Mobilier se derrumbó en escándalos, pero la revolución en la banca ya iba bien encaminada.
Por último, los europeos continentales promovieron activamente la invención y el desarrollo tecnológicos. Se mostraron dispuestos a que los estados establecieran sistemas educativos con la finalidad, entre otras, de crear una élite bien formada capaz de contribuir al desarrollo de tecnología industrial. En suma, lo que Gran Bretaña generó casi por azar, en Europa empezó a reproducirse de manera planificada.
LA INDUSTRIALIZACIÓN DESPUÉS DE 1850
Hasta 1850, Gran Bretaña se mantuvo como la potencia industrial por excelencia. Las fábricas británicas privadas eran pequeñas comparadas con las que se instalaron más tarde durante este mismo siglo, y mucho más si se confrontan con las de los tiempos modernos. Pero producían un rendimiento imponente y no tenían parangón en cuanto a capacidad de ventas en mercados interiores y exteriores. Sin embargo, entre 1850 y 1870, Francia, Alemania, Bélgica y Estados Unidos desafiaron el potencial y la posición de los manufactureros británicos. La industria británica del hierro continuó siendo la más grande del mundo (en 1870 Gran Bretaña seguía produciendo la mitad del hierro en lingotes de todo el mundo), pero creció más despacio que la de Francia o Alemania. La mayoría de las ganancias de Europa continental llegaron como resultado de cambios continuos en ámbitos que se consideran relevantes para un crecimiento industrial sostenido: el transporte, el comercio y la política gubernamental. La difusión del ferrocarril favoreció la libre circulación de mercancías. Se crearon uniones monetarias internacionales y se eliminaron las restricciones de vías fluviales internacionales, como el Danubio. El comercio libre fue unido a la eliminación de barreras gremiales para asumir oficios y el fin de las restricciones para los negocios. El control de los gremios sobre la producción artesana quedó abolido en Austria en 1859 y en la mayor parte de Alemania a mediados de la década de 1860. Las leyes en contra de la usura, que en su mayoría ya no se cumplían, quedaron suspendidas oficialmente en Gran Bretaña, Holanda, Bélgica y muchas zonas de Alemania. El estado prusiano renunció a la regulación minera gubernamental en la década de 1850, con lo que dio libertad a los empresarios para crear los recursos que consideraran convenientes. Siguieron fundándose bancos de inversión, alentados por el incremento del dinero disponible y la relajación de los créditos tras la apertura de los campos auríferos de California en 1849.
Un experto en historia económica nos recuerda que la primera fase de la «revolución industrial» se redujo a una serie reducida de industria, y se resume con mucha facilidad: «ropa más barata y mejor (sobre todo de algodón), metales mejores y más baratos (hierro en lingotes, hierro forjado y acero) y transportes más rápidos (sobre todo en ferrocarril)». La segunda mitad del siglo llevó los cambios mucho más lejos, y a zonas donde las ventajas iniciales de Gran Bretaña ya no resultaban decisivas. Los telegramas trasatlánticos (que comenzaron en 1865) y el teléfono (inventado en 1876) establecieron la base para una revolución en las comunicaciones. Aparecieron nuevos procesos químicos, tintes y productos farmacéuticos. Lo mismo sucedió con las fuentes energéticas: la electricidad, cuya invención y desarrollo comercial encabezaron Estados Unidos y Alemania; y el petróleo, que empezó a refinarse en la década de 1850 y cuyo uso ya se había extendido en 1900. Entre los primeros explotadores de los hallazgos petroleros rusos se contaron los hermanos Nobel de Suecia y los Rothschild de Francia. Los avances que acabaron convergiendo para el advenimiento del automóvil llegaron sobre todo de Alemania y Francia. En la década de 1880, Cari Benz y Gottlieb Daimler desarrollaron el motor de combustión interna, cuya importancia radicaba en su tamaño reducido, su eficacia y la posibilidad de usarlo en gran variedad de situaciones. El neumático desmontable fue patentado en 1891 por Édouard Michelin, un pintor que se unió a su hermano ingeniero para dirigir la pequeña empresa familiar de material agrícola. Todos estos adelantos se exponen en detalle en el capítulo 23, pero la celebridad de los pioneros ilustra que la industria y la invención se fueron diversificando a lo largo del siglo.
En el este de Europa, el siglo XIX deparó distintos patrones de desarrollo económico. Espoleados por la demanda siempre al alza de alimentos y cereales, grandes sectores de Europa del Este evolucionaron hasta convertirse en regiones agrícolas concentradas y comercializadas dedicadas específicamente a la exportación de alimentos al oeste. Muchas de estas empresas agrícolas grandes se basaban en la servidumbre, y continuaron así, a pesar de la presión creciente para la reforma, hasta 1850. Las protestas del campesinado y las demandas liberales para la reforma sólo fueron minando de manera gradual la determinación de la nobleza de conservar sus privilegios y sistema de trabajo. La servidumbre quedó abolida en la mayor parte de Europa del Este y del sur hacia 1850, y en Polonia y Rusia durante la década de 1860.
Aunque la industria seguía yendo a remolque de la agricultura, el este de Europa contaba con varias regiones manufactureras importantes. En la década de 1880, el número de hombres y mujeres empleados en la industria del algodón en la provincia austriaca de Bohemia excedía el del estado alemán de Sajonia. En la región checa continuó el florecimiento de las industrias textiles, desarrolladas durante el siglo XVIII. En la década de 1830, ya había fábricas de algodón y fundiciones de hierro checas mecanizadas. En Rusia, se desarrolló una industria de textiles bastos (en su mayoría de lino) alrededor de Moscú. A mediados de siglo, Rusia compraba el 24 por ciento del total de las exportaciones británicas de maquinaria para mecanizar sus propias fábricas. Muchas de las personas que trabajaban en la industria rusa mantuvieron la condición de siervos hasta la década de 1860, alrededor del 40 por ciento de ellas dedicado a la minería. Aunque en 1860 había más de ochocientos mil rusos ocupados en la manufactura, la mayoría de ellos estaban empleados en pequeños talleres de unas cuarenta personas.
Por tanto, hacia 1870 las principales naciones industriales de Europa las encarnaban Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos y Suiza. Austria se mantuvo al margen. Rusia, España, Bulgaria, Grecia, Hungría, Rumania y Serbia constituían la periferia industrial (y algunas regiones de estos países parecía que no habían sido prácticamente tocadas por los adelantos de la industria). Es más, hasta en Gran Bretaña, el país con una industrialización más extendida, los trabajadores agrícolas seguían formando la categoría ocupacional individual más grande en 1860 (aunque sólo sumaban el 9 por ciento de la población total). En Bélgica, Países Bajos, Suiza, Alemania, Francia, Escandinavia e Irlanda, entre el 25 y el 50 por ciento de la población siguió trabajando la tierra. En Rusia, la cifra ascendía al 80 por ciento. Además, lo «industrial» no implicaba la automatización o la producción mecánica, la cual siguió limitada a unos pocos sectores de la economía durante mucho tiempo. A medida que las máquinas se fueron introduciendo en algunos sectores para realizar tareas específicas, a menudo intensificaron el ritmo del trabajo manual en otros colectivos. Por tanto, incluso en las regiones industrializadas, buena parte del trabajo siguió realizándose en pequeños talleres, o en casa.
INDUSTRIA E IMPERIO
Desde una perspectiva internacional, la Europa del siglo XIX fue la región más industrializada del mundo. Los europeos, sobre todo los británicos, protegieron con celo sus ventajas internacionales. Preferían hacerlo a través de presiones financieras. Gran Bretaña, Francia y otros países del continente lograron controlar la deuda nacional de China, el Imperio otomano, Egipto, Brasil, Argentina y otras potencias no europeas. También otorgaron grandes préstamos a otros estados, que los vincularon a sus inversores europeos. Si los países deudores manifestaban descontento, como hizo Egipto en la década de 1830 al intentar crear su propia industria textil de algodón, se encontraban con presiones financieras y exhibiciones de fuerza. En cambio, la coacción no siempre era necesaria o unilateral. Los cambios sociales en otros imperios (China, Persia y el Imperio mughal de la India, por ejemplo) renovaron su vulnerabilidad y dieron oportunidades nuevas a las potencias europeas y a sus socios locales. Las ambiciosas élites locales solían establecer acuerdos con los gobiernos occidentales o grupos como la Compañía Británica de las Indias Orientales. Estos acuerdos comerciales transformaron las economías regionales de tal suerte que los mayores beneficios se mandaban a Europa tras una gratificación sustanciosa a los socios locales del continente. Cuando no se podían establecer acuerdos, prevalecía la fuerza, y Europa se adueñaba de los territorios y el comercio mediante conquista.
La industrialización consolidó las conexiones globales entre Europa y el resto del mundo a través de la creación de redes nuevas de comercio e interdependencia. En cierto modo, la economía mundial se dividió entre los productores de mercancías manufacturadas (la propia Europa) y los proveedores de las materias primas necesarias y compradores de los productos terminados (todos los demás). Los cultivos de algodón del sur de Estados Unidos, los cultivos de azúcar del Caribe y los cultivos de trigo de Ucrania aceptaron acuerdos con el Occidente industrializado y, por regla general, sacaron provecho de ellos. En cambio, cuando surgían disputas, los proveedores solían encontrarse con que Europa podía buscar la misma mercancía en otros lugares o dictar los términos comerciales desde un mostrador bancario o desde la boca de un cañón.
En 1811, Gran Bretaña importaba el 3 por ciento del trigo que consumía. Hacia 1891, esa cifra había aumentado hasta el 79 por ciento. ¿Por qué? En una sociedad cada vez más urbana se reduce la cantidad de gente que vive del campo. La comercialización de la agricultura, que empezó pronto en Gran Bretaña, se había consolidado en otros lugares y había convertido otras zonas (Australia, Argentina y América del Norte —Canadá y Estados Unidos—) en el centro de la producción de cereales y trigo. Formas nuevas de transporte, de financiación y de comunicación facilitaron el tráfago de mercancías y capital por las redes internacionales. En otras palabras, esos simples porcentajes ponen de manifiesto la nueva interdependencia del siglo XIX; ilustran tan bien como cualquier estadística hasta qué punto la vida de los británicos de a pie (como la de sus equivalentes de otros países) se sumió en una economía cada vez más global.
Ya hemos mencionado el crecimiento demográfico como uno de los factores del desarrollo industrial, pero esta cuestión merece un tratamiento específico. En cierta medida, el siglo XIX constituyó un momento crítico de la historia demográfica europea. En 1800, la población de Europa ascendía a un total estimado en unos 205 millones de personas. Hacia 1850, había aumentado hasta 274 millones; en 1900, 414 millones; en vísperas de la Primera Guerra Mundial ascendía a 480 millones. (En el transcurso del mismo espacio de tiempo, la población mundial pasó de unos 900 a 1.600 millones de almas.) Gran Bretaña, con su elevado nivel de vida comparativo, vio crecer su población de 16 a 27 millones. Pero el incremento también se produjo en las zonas mayoritariamente rurales. En Rusia, la población ascendió de 39 a 60 millones durante el mismo período.
POBLACIÓN
¿Cómo explican los historiadores esta explosión? Algunos consideran que la intensidad cíclica de los microbios pudo reducir la virulencia de ciertas enfermedades mortales. A partir de 1796, la técnica de vacunación contra la viruela de Edward Jenner cobró una aceptación gradual y la enfermedad resultó menos mortífera. Las mejoras sanitarias contribuyeron a frenar el cólera, aunque muy entrado ya el siglo XIX. Los gobiernos tenían más capacidad y determinación para supervisar y mejorar la vida de la gente. Alimentos menos caros de alto valor nutricional (sobre todo la patata) y la posibilidad de transportar productos alimenticios de forma más barata en tren implicaron que mucha gente de Europa estuviera mejor alimentada y, por tanto, fuera menos susceptible a enfermar por debilidad. Pero los verdaderos cambios en cuanto a mortalidad y esperanza de vida no llegaron hasta finales del siglo XIX o comienzos del XX. En 1880, la esperanza de vida femenina en la ciudad de Berlín no superaba los 30 años, y en las zonas urbanas de los alrededores ascendía a 43. Los historiadores atribuyen ahora el crecimiento demográfico decimonónico al aumento de la fertilidad, más que a la caída de la mortalidad. La gente se casaba antes, lo que incrementó la fertilidad (el número de nacimientos por mujer) y el tamaño de las familias. El campesinado tendía a crear un hogar a edades más tempranas. La propagación de la manufactura rural permitía a las parejas del campo casarse y fundar un hogar antes incluso de heredar tierras. No sólo se redujo la edad de contraer matrimonio, sino que aumentó el número de casamientos. Y el crecimiento demográfico sigue una dinámica propia que incrementa el número de gente joven y fértil y, por tanto, eleva de manera considerable la razón de nacimientos frente a la población total.
LA VIDA EN EL CAMPO: EL CAMPESINADO
Aunque el este experimentó un desarrollo más industrial, la mayoría de la gente siguió dependiendo de la tierra. Las condiciones en el campo eran duras. El campesinado (como se denominaba en Europa a los granjeros de origen humilde) seguía realizando la mayor parte de la siembra y la recolección a mano. Millones de granjas diminutas producían, como mucho, una vida básica de subsistencia, y las familias tejían, hilaban, hacían cuchillos y vendían mantequilla para llegar a fin de mes. La dieta media diaria de una familia completa en años de «bonanza» podía ascender a no más de un kilo o kilo y medio de pan, que en total sumaban alrededor de 3.000 calorías diarias. Por diversas causas, las condiciones de vida de los habitantes rurales de muchas regiones de Europa empeoraron durante la primera mitad del siglo XIX, un hecho que cobró una importancia política considerable en la década de 1840. El aumento de la población presionó más al campo. El arrendamiento de terrenos pequeños y el endeudamiento constituían problemas crónicos en las regiones donde el campesinado vivía con lo justo de la tierra que trabajaba. Las incertidumbres del mercado agravaban el carácter imprevisible del tiempo atmosférico y las cosechas. En el transcurso del siglo, unos 37 millones de personas (en su mayoría campesinas) abandonaron Europa, lo que testimonia con elocuencia la crudeza de la vida rural. Se marcharon para instalarse en lugares con tierras abundantes y baratas: la inmensa mayoría a Estados Unidos y otras a zonas de América del Sur, el norte de África, Nueva Zelanda, Australia y Siberia. En muchos casos, los gobiernos alentaron la emigración para paliar la masificación.
La combinación más trágica de hambruna, pobreza y superpoblación durante el siglo XIX se produjo en Irlanda con la Gran Hambruna de 1845-1849. Las patatas, que habían llegado a Europa desde el Nuevo Mundo, transformaron de manera radical la dieta de los campesinos europeos, ya que aportaban mucha más nutrición por menos dinero que el maíz y los cereales. También crecían con más densidad, lo que supuso una ventaja enorme para los agricultores que subsistían con pequeñas parcelas de tierra. En ningún lugar adquirieron tanta importancia como en Irlanda, donde el clima y el suelo dificultaban el cultivo de cereales, y tanto la superpoblación como la pobreza iban en aumento. Cuando un hongo atacó los patatales, primero en 1845 y luego, con consecuencias fatales, en 1846 y 1847, no existían alimentos alternativos. Al menos un millón de irlandeses murió de inanición, de disentería por alimentos en mal estado o de fiebre, la cual se propagó por aldeas y por las abarrotadas casas humildes. Antes de la hambruna, cientos de miles de irlandeses ya habían cruzado el Atlántico con destino a América del Norte; ellos sumaron un tercio de toda la migración voluntaria al Nuevo Mundo. Durante los diez años posteriores a 1845, un millón y medio de personas se fue de Irlanda para no volver. La plaga de la patata también aquejó a Alemania, Escocia y los Países Bajos, pero con resultados menos catastróficos. Europa había sufrido hambrunas mortales durante siglos. Pero la trágica hambruna irlandesa llegó tarde, en un momento en que mucha gente creía que el hambre empezaba a pertenecer al pasado, y puso de manifiesto lo vulnerable que seguía siendo el campo del siglo XIX a las malas cosechas y la escasez.
Los cambios agropecuarios dependieron en parte de cada gobierno particular. Los estados que simpatizaban más con la comercialización de la agricultura aprobaron leyes para facilitar la transferencia y la reorganización de la tierra, lo que favoreció la desaparición de granjas pequeñas y la creación de unidades de producción más grandes y eficientes. En Gran Bretaña, más de la mitad de la extensión total de campo, sin contar los terrenos baldíos, consistía en propiedades de 400 hectáreas o más. En España, las fortunas de la agricultura comercial a gran escala fluctuaron con los cambios de régimen político: en 1820, el régimen liberal aprobó leyes que fomentaban la transferencia libre de la tierra; con la restauración del absolutismo en 1823, aquella legislación quedó abolida. En Rusia, la tierra se trabajaba en vastos bloques; algunos de los mayores terratenientes poseían más de doscientas mil hectáreas. Hasta la emancipación de los siervos en la década de 1860, los hacendados reclamaban el trabajo de varios días por semana de la población campesina sujeta a servidumbre. Pero el sistema de servidumbre no aportaba grandes incentivos ni a terratenientes ni a siervos para mejorar las técnicas de labranza o de gestión de la tierra.
La servidumbre europea, que mantuvo a cientos de miles de hombres, mujeres y niños ligados a propiedades particulares durante generaciones, dificultaba la compra y la venta libre de tierras, y obstaculizó la comercialización y la consolidación de la agricultura. Pero también se dio el caso contrario. En Francia, los campesinos propietarios de tierras que se habían beneficiado de la venta de terrenos y las leyes de herencia durante la Revolución francesa, se quedaron en el campo y siguieron explotando sus pequeñas granjas. Aunque el campesinado francés era pobre, podía vivir de la tierra. Esto tuvo consecuencias relevantes. Francia sufrió menos los apuros agrícolas, incluso durante la década de 1840, que otros países europeos; el éxodo del campo a la ciudad se produjo con más lentitud que en otros lugares; muchos menos campesinos abandonaron Francia para marchar a otros países.
La industrialización llegó a las zonas rurales por otras vías. La mejora de las redes de comunicación no sólo brindó a la población rural una conciencia mayor sobre los acontecimientos y oportunidades en otros lugares, sino que también permitió a los gobiernos inmiscuirse en la vida de esos hombres y mujeres a niveles imposibles en épocas previas. A la burocracia central le resultó más fácil recaudar impuestos entre los campesinos y reclutar a sus hijos para el ejército. Algunos productos de artesanía casera se enfrentaron a la competencia directa de las fábricas, lo que implicaba menos trabajo o precios más bajos por unidad y la caída de los ingresos familiares, sobre todo durante los meses de invierno. En otros sectores de la economía, la industria se expandió por el campo convirtiendo regiones enteras en productoras de zapatos, camisas, cintas, cubiertos, etcétera, en pequeñas tiendas o en las casas de los propios trabajadores. Los cambios en el mercado podían representar la llegada de la prosperidad o arrastrar regiones enteras al borde de la inanición.
La vulnerabilidad condujo con frecuencia a la violencia política. Las rebeliones rurales se dieron con frecuencia a comienzos del siglo XIX. A finales de la década de 1820, los pequeños agricultores y los jornaleros del sur de Inglaterra sumaron sus fuerzas para quemar graneros y almiares en protesta por la introducción de trilladoras mecánicas, un símbolo del nuevo capitalismo agrícola. Enmascarados y camuflados de otros modos, salían de noche a caballo bajo el estandarte de su mítico líder el «Capitán Swing». Sus asaltos iban precedidos por amenazas anónimas, como la recibida por un granjero a gran escala en el condado de Kent: «Deshazte de la trilladora o, de lo contrario, [cuenta con que] arderá sin tardanza. Somos cinco mil hombres [una cifra bastante inflada] y nada nos detendrá». En el suroeste de Francia, los campesinos, de noche y camuflados, atacaban a las autoridades locales que les habían prohibido extraer madera de los bosques. Como la madera de bosque se demandaba para las nuevas calderas, habían acabado con los derechos tradicionales de espigado de los campesinos. Disturbios rurales similares estallaron en toda Europa entre las décadas de 1830 y 1840: insurrecciones contra propietarios, contra diezmos o tasas para la Iglesia, contra leyes que recortaban los derechos habituales, contra gobiernos irresponsables. En Rusia, los alzamientos de siervos se produjeron como reacción a las malas cosechas continuas y la explotación.
Muchos espectadores consideraban las ciudades decimonónicas como peligrosos semilleros de sedición. Pero las condiciones en el campo y los estallidos frecuentes de protestas rurales siguieron siendo la mayor fuente de problemas para los gobiernos y la política rural saltó por los aires, como veremos, en la década de 1840. El campesinado poseía pocas tierras, estaba sumido en deudas y tenía una dependencia precaria de los mercados. Pero lo más importante es que la incapacidad de los gobiernos para contener la miseria rural les valió la consideración de autocráticos, indiferentes o ineptos, todos ellos defectos políticos.
EL PAISAJE URBANO
El crecimiento de las ciudades supuso uno de los hechos más significativos de la historia social del siglo XIX y, además, tuvo considerables repercusiones culturales. Como se ha visto, en el transcurso del siglo se dobló la población global de Europa. El porcentaje de la población residente en las ciudades se triplicó, es decir, la población urbana se multiplicó por seis. Al igual que la industrialización, la urbanización se desplazó en general desde el noroeste de Europa hacia el sureste, pero también respondió a demandas muy concretas de recursos, trabajo y transportes. En las regiones mineras y manufactureras, o a lo largo de las vías férreas recién construidas, a veces daba la impresión de que las ciudades (como Mánchester, Birmingham o Essen) surgían de la nada. La industrialización incrementó el tamaño de ciudades portuarias como Danzig (la actual Gdańsk), El Havre y Róterdam. Pero lo que más sorprendió a los contemporáneos fue la velocísima expansión de las viejas ciudades de Europa, en ocasiones con un ritmo de crecimiento de vértigo. Entre 1750 y 1850, la población de Londres (la ciudad más grande de Europa) pasó de 676.000 a 2,3 millones. La población de París pasó de 560.000 a 1,3 millones, ¡a los que sumó 120.000 residentes más tan sólo entre 1841 y 1846! Berlín, que como París se convirtió en el eje de un sistema ferroviario de expansión rápida, casi triplicó su tamaño únicamente durante la primera mitad del siglo. Esta expansión rauda se produjo casi por necesidad, sin ninguna planificación, y la combinación de un crecimiento desordenado y las tensiones de la masificación acarreó nuevos problemas sociales.
Casi todas las ciudades del siglo XIX adolecían de superpoblación e insalubridad. Las infraestructuras, medievales en su mayoría, se resintieron con la carga de más población y las demandas de la industria. La construcción se quedó muy rezagada frente al crecimiento de la población, sobre todo en los barrios obreros de la ciudad. En muchas de las grandes ciudades, las viejas y las nuevas, los obreros y obreras que se habían dejado a la familia en el campo vivían en casas de huéspedes de manera temporal. Los más pobres habitaban sótanos inmundos o habitaciones en áticos, a menudo sin luz o alcantarillado. Un comité local creado en la ciudad manufacturera británica de Huddersfield (que no era en absoluto el peor de los núcleos urbanos del país) para estudiar las condiciones de vida, informó de que había grandes zonas sin pavimentar, sin alcantarillado o desagües «donde basura y porquería de toda índole se depositan en el suelo hasta que fermentan y se pudren; donde los charcos de aguas estancadas son casi constantes; donde las viviendas colindantes deben calificarse, pues, en términos inferiores y hasta de inmundicia; donde, por tanto, se engendra la enfermedad y se pone en peligro la salud de toda la localidad».
Gradualmente, los gobiernos adoptaron medidas para remediar lo peor de esos males, aunque sólo fuera para prevenir la propagación de epidemias catastróficas. Se planificaron leyes para acabar con los barrios más mugrientos de las ciudades destruyéndolos y para mejorar las condiciones sanitarias mediante el suministro de agua y la instalación de alcantarillado. Pero, hacia 1850, estos proyectos acababan de comenzar. París, tal vez la ciudad con mejor suministro de agua que cualquier otra en Europa, sólo disponía de una cantidad suficiente para dos baños por persona al año; en Londres, los residuos humanos permanecían sin recoger en doscientos cincuenta mil pozos negros domésticos; en Mánchester, menos de un tercio de las viviendas contaba con equipamientos sanitarios de alguna índole.
INDUSTRIA Y MEDIO AMBIENTE EN EL SIGLO XIX
La revolución industrial inició muchas de las alteraciones medioambientales del período moderno. En ningún lugar resultaron tan manifiestos esos cambios como en las florecientes ciudades. La descripción de Dickens del aire asfixiante y el agua contaminada de Coketown, la ciudad ficticia de Tiempos difíciles, es merecidamente conocida:
Era una ciudad de ladrillo rojo, es decir, de ladrillo que habría sido rojo si el humo y la ceniza se lo hubieran permitido […]. Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas por las que salían interminables serpientes de humo que se arrastraban eternamente sin acabar nunca de desenroscarse. Había en ella un canal negro y un río que fluía púrpura del tinte maloliente, y había también grandes bloques de edificios repletos de ventanas que registraban ruidos y temblores durante todo el día […].
Hacía mucho tiempo que la manufactura y la calefacción doméstica alimentadas con leña vomitaban humo a las ciudades, pero la nueva concentración de actividad industrial y la transición al carbón empeoraron el aire de manera sustancial. En Londres, sobre todo, donde hasta las viviendas se pasaron pronto al carbón, el humo de las fábricas, los ferrocarriles y las chimeneas domésticas flotaba denso sobre la ciudad, y el último tercio del siglo sumió la ciudad en la polución más intensa de toda su historia. En toda Inglaterra, la contaminación del aire se cobró un precio muy alto en salud, puesto que contribuyó a los ataques de bronquitis y tuberculosis que sumaban el 25 por ciento de las muertes en toda Gran Bretaña. Las regiones ricas en carbón e industriales de América del Norte (especialmente Pittsburgh) y Europa central fueron otras concentraciones de polución; el Ruhr, sobre todo a finales del siglo, tuvo el aire más contaminado de Europa.
El agua tóxica (generada por la actividad industrial y los desechos humanos) supuso el segundo peligro medioambiental crítico para las zonas urbanas. Londres y París fueron pioneras en la construcción de alcantarillados municipales, aunque vertían al Támesis y al Sena. El cólera, el tifus y la tuberculosis eran depredadores naturales en áreas sin facilidades adecuadas de aguas residuales o sin agua dulce. El río Rin, que bañaba el corazón industrial de Centroeuropa y convergía con el Ruhr, estaba repleto de detritos procedentes de minas de carbón, de la transformación del hierro y de la industria química. Como consecuencia de diversas epidemias de cólera, a finales del siglo XIX las ciudades más grandes empezaron a purificar el suministro de agua, pero las condiciones del aire, los ríos y el suelo siguieron empeorando hasta, por lo menos, mediados del siglo XX.
EL SEXO EN LAS CIUDADES
La prostitución floreció en las ciudades decimonónicas; de hecho, ofrece un microsoma de la economía urbana del siglo XIX. El número de prostitutas en Viena a mediados de siglo se estimó en quince mil; en París, donde la prostitución era un negocio lícito, había cincuenta mil; en Londres, ochenta mil. Los reportajes periodísticos londinenses de la década de 1850 catalogan las elaboradas jerarquías de los vastos bajos fondos de prostitutas y clientes. En ellas figuraban empresarios con nombres como Swindling Sal, quien regentaba casas de huéspedes; los chulos y «amantes» que controlaban el comercio de la prostitución en la calle, y las relativamente pocas «prima donne» o cortesanas que disfrutaban de la protección de amantes ricos de clase media-alta y pasatiempos lujosos, cuya economía les permitía moverse al margen de una alta sociedad más respetable. Las protagonistas de la novela de Alejandro Dumas La dama de las camelias y de la ópera de Giuseppe Verdi La Traviata («la perdida») se inspiraron en aquellas mujeres. Pero la inmensa mayoría de las prostitutas no eran cortesanas sino mujeres (y algunos hombres) que trabajaban durante largas y peligrosas horas en los barrios portuarios de las ciudades o en casas de citas de los distritos obreros, donde existía una concentración abrumadora de hombres. En su mayoría se trataba de mujeres jóvenes recién llegadas a la ciudad o mujeres obreras que recurrían al oficio para arreglárselas durante un período de desempleo.
Muchos observadores consideraban la prostitución uno de los peligros y las corrupciones de la vida urbana. Los barrios pobres y superpoblados de las ciudades y sus problemas anejos llamaron la atención de quienes contemplaban los cambios que se estaban produciendo. Dirigentes políticos, científicos sociales y funcionarios de salud pública de toda Europa aportaron miles de informes (muchos de ellos de varios volúmenes) sobre criminalidad, abastecimiento de agua, alcantarillado, prostitución, tuberculosis y cólera, alcoholismo, amas de cría, salarios y desempleo. Contra el telón de fondo de la Revolución francesa de 1789 y revoluciones posteriores del siglo XIX (que veremos en los próximos capítulos), las nuevas ciudades y sus habitantes pobres parecían plantear peligros que ya no se limitaban a lo político o lo social. Estudios y exámenes como éstos (o los primeros sobre ciencia social) sirvieron como inspiración directa a novelistas como Honoré de Balzac, Charles Dickens y Victor Hugo. En la novela Los miserables (1862), Hugo recurrió incluso a las alcantarillas de París como metáfora central de las condiciones generales de la existencia urbana. Tanto Hugo como Dickens escribieron con benevolencia sobre los pobres, la delincuencia juvenil y el trabajo infantil; la revolución nunca se les fue de la mente. El escritor francés Honoré de Balzac sentía poca simpatía por los pobres pero compartía con los dos anteriores algunas ideas acerca de la corrupción de la vida moderna. Su Comedia humana (1829-1855) consistió en una serie de 95 novelas e historias entre las que se cuentan Eugenia Grandet, Papá Goriot, Las ilusiones perdidas y Esplendor y miseria de las cortesanas. Balzac era mordaz en sus observaciones sobre los jóvenes desalmados y sobre los fríos cálculos que se ocultaban tras las uniones románticas. Y fue uno de los numerosos autores que usó la prostitución como metáfora de lo que consideraba el materialismo y la desesperación deplorables de su tiempo.
Las novelas de Balzac aspiraban a ser un retrato general de la sociedad de clase media de comienzos y mediados del siglo XIX. Están pobladas por personajes de todas las profesiones, como periodistas, cortesanos, alcaldes de pequeñas poblaciones, dueños de minas, tenderos y estudiantes. El argumento principal de Balzac en todos los casos está claro: él consideraba que los cambios políticos de la Revolución francesa y los cambios sociales de la industrialización sólo habían sustituido a la antigua aristocracia (que Balzac añoraba) por una clase media nueva y materialista (que él despreciaba). A su entender, las viejas jerarquías expresadas a través del rango, la posición y los privilegios, habían dado paso a gradaciones basadas en la riqueza o la clase social. No sorprende que Balzac (aunque profundamente conservador) fuera el autor preferido de Carlos Marx. Esta idea de Balzac se repite en muchos otros escritores: en Dickens, cuyos personajes de clase media suelen ser crueles, inflexibles y obtusos; en el artista Honoré Daumier, cuyas célebres caricaturas de los jueces de principios del siglo XIX son auténticos retratos de poder y arrogancia; y en el novelista británico William Makepeace Thackeray en su Feria de las vanidades, igualmente panorámica. Uno de los personajes de Thackeray señala de manera cáustica: «La nuestra es una sociedad de dinero inmediato. Vivimos rodeados de banqueros y peces gordos de ciudad […] y todo hombre, mientras habla contigo, hace tintinear las guineas que lleva en el bolsillo». Las obras literarias deben abordarse con cautela, ya que los personajes expresan las opiniones del autor. Pero la literatura y el arte nos dotan de fuentes extraordinarias para conocer los detalles y percepciones de la historia social. Y podemos afirmar con seguridad que la creciente visibilidad de las clases medias así como su nuevo poder político y social (deplorado por algunos escritores pero aclamado por otros) fueron un factor crucial de la sociedad del siglo XIX. ¿Quiénes formaban las clases medias? (Otro término común para nombrar este grupo social, burguesía, significó en sus orígenes «habitante de ciudad» —o del burgo—). La clase media no constituía una unidad homogénea, ni en términos de profesión ni de ingresos. La movilidad dentro de la clase media era posible con frecuencia en el transcurso de una o dos generaciones. En cambio, muy pocos se movían de la clase obrera a la clase media. La mayoría de las historias de prosperidad dentro de la clase media comenzaban dentro de esta misma clase, con los hijos de granjeros, artesanos especializados o profesionales bastante acomodados. La movilidad hacia arriba era casi imposible sin una formación académica, y ésta era un lujo raro, aunque no inalcanzable, para los hijos de los obreros. Las carreras abiertas al talento, aquel objetivo logrado por la Revolución francesa, significaban con frecuencia abrir los puestos de trabajo a los jóvenes de clase media que conseguían superar los exámenes. El sistema de evaluación era un camino ascendente importante dentro de las burocracias gubernamentales.
El viaje de la clase media a la sociedad aristocrática terrateniente era igualmente difícil. En Gran Bretaña, este tipo de movilidad resultaba más fácil de lograr que en el continente. Los hijos de las familias adineradas pertenecientes a la clase media alta conseguían ascender si asistían a escuelas y universidades de élite, y si abandonaban el mundo comercial o industrial para hacer carrera política. William Gladstone, hijo de un comerciante de Liverpool, estudió en el coto educativo exclusivo de Eton (un internado privado) y de la Universidad de Oxford, se unió en matrimonio a la aristocrática familia Grenville y llegó a ser primer ministro de Inglaterra. Pero Gladstone fue la excepción que confirma la regla incluso en Gran Bretaña, y el ascenso social fue mucho menos espectacular.
Así y todo, la clase media europea contribuyó a su mantenimiento con el convencimiento de que ascender socialmente era posible con inteligencia, valor y una entrega seria al trabajo. En el libro Ayúdate (1859) del inglés Samuel Smiles, que versa sobre cómo triunfar y que tuvo un éxito extraordinario, el autor predicaba un evangelio muy querido por la clase media. «El espíritu de la autoayuda es la raíz de todo el desarrollo real del individuo —escribió Smiles—. Manifiesto en la vida de muchos, constituye el verdadero origen del vigor y la fuerza nacional.» Como Smiles también indicó, quienes triunfaban estaban obligados a seguir las ideas de respetabilidad de la clase media. La aspiración de las clases medias al poder político y a la influencia cultural se basaba en los argumentos de que constituían una élite social nueva y meritoria, superior a la gente común aunque muy diferente de la vieja aristocracia, y de que ellas custodiaban el futuro de la nación. De ahí que la respetabilidad de la clase media, como un código, representara muchos valores. Significaba independencia financiera, el mantenimiento responsable de la propia familia y la elusión del juego y las deudas. Señalaba el mérito y el carácter como opuestos a los privilegios aristocráticos, y trabajar duro como lo contrario de vivir a costa de las propiedades nobles. Los caballeros respetables de la clase media podían ser ricos, pero debían vivir con recato y sobriedad, evitar el consumo ostentoso, las ropas de lujo y el carácter mujeriego y otros «dandismos» asociados a la aristocracia. Debemos enfatizar que se trataba de aspiraciones y códigos, no de realidades sociales, aunque siguieron siendo claves para la concepción que tenía la clase media de sí misma y para su visión del mundo.
LA VIDA PRIVADA Y LA IDENTIDAD DE LA CLASE MEDIA
La familia y la casa desempeñaron un papel central para la formación de la identidad de la clase media. Pocos temas fueron más frecuentes en la literatura de ficción del siglo XIX que hombres y mujeres en busca de movilidad y estatus a través del matrimonio. Las familias servían para propósitos enormemente prácticos: los hijos, nietos y primos varones asumirían responsabilidades en las empresas familiares cuando les llegara el turno, las esposas llevaban las cuentas y los suegros procuraban contactos comerciales, crédito, herencia, etcétera. Pero, en la concepción de la clase media, la importancia de la familia no se limitaba a esas consideraciones prácticas; la familia formaba parte de una cosmovisión más amplia. Un hogar bien gobernado ofrecía un contrapunto a los negocios y la confusión del mundo, y las familias ofrecían continuidad y tradición en un tiempo de rápido cambio.
EL GÉNERO Y EL CULTO A LA VIDA DOMÉSTICA
No existía un solo tipo de familia o casa de «clase media». Pero mucha gente tenía firmes convicciones sobre cómo debía organizarse una casa respetable y acerca de qué rituales, jerarquías y distinciones debían prevalecer en ella. Según los manuales, la poesía y los periódicos de las clases medias, se suponía que las madres y esposas ocupaban una «esfera separada» de la vida, donde vivían subordinadas a sus maridos. «El hombre para el campo y la mujer para el hogar; el hombre para la espada, y para la aguja ella […]. Todo lo demás es confusión», escribió el poeta británico Alfred Lord Tennyson en 1847. Estos preceptos se aplicaban directamente a los jóvenes. Los chicos se educaban en escuelas secundarias; las chicas, en casa. Esta concepción decimonónica de las «esferas separadas» debe entenderse en relación con tradiciones mucho más antiguas basadas en la autoridad paterna y que se hallaban codificadas en la ley. En toda Europa, las leyes sometían a las esposas a la autoridad del marido. El Código Napoleónico, que sirvió de modelo a otros países después de 1815, clasificaba juntos a mujeres, niños y enfermos mentales como incompetentes legales. En Gran Bretaña, la mujer transfería todos sus derechos de propiedad al marido al casarse. Aunque las mujeres solteras disfrutaban de cierto grado de independencia legal en Francia y Austria, por lo general las leyes las situaban a cargo de la «protección» del padre. Las relaciones de género durante el siglo XIX descansaban sobre estos fundamentos de desigualdad legal. Pero la idea o doctrina de las «esferas separadas» pretendía subrayar que las esferas del hombre y la mujer se complementaban entre sí. De manera que, por ejemplo, los escritos de la clase media estaban repletos de referencias a la igualdad espiritual entre hombres y mujeres, y la gente de clase media escribió con orgullo sobre matrimonios donde la esposa era una «amiga» y «compañera».
Conviene recordar que los miembros de la clase media articulaban sus valores en oposición a las costumbres aristocráticas, por una parte, y a la vida de la gente común, por otra. Sostenían, por ejemplo, que los matrimonios de clase media no aspiraban a fundar dinastías aristócratas y no se disponían para acumular poder y privilegio; en su lugar, debían basarse en el respeto mutuo y la división de responsabilidades. Una mujer respetable de clase media debía estar libre del implacable y duro trabajo que constituía la suerte de una mujer del pueblo. La mujer de clase media, apodada en la Gran Bretaña victoriana el «ángel de la casa», era responsable de la educación moral de su descendencia. Se daba por supuesto que ser una buena madre y esposa constituía una labor exigente que requería un carácter elevado. Este convencimiento, a veces denominado el «culto a lo doméstico», era crucial en la concepción victoriana de la clase media acerca de las mujeres. La vida en casa y, por extensión, el papel de la mujer en esa vida adoptaron un significado nuevo. Tal como lo expresa una joven después de leer un libro popular sobre educación femenina: «¡Qué esfera tan importante cubre la mujer! ¡Cómo debería estar cualificada para ello! Considero la suya una labor más honorable que la del hombre». En suma, los albores del siglo XIX trajeron una revisión general de la feminidad. Las raíces de este replanteamiento residen en la religión de principios de siglo y en los esfuerzos por moralizar la sociedad, en gran medida para protegerla de los desórdenes de la Revolución francesa y la industrial.
Como ama de casa, la mujer de clase media tenía la función de lograr que la casa funcionara como la seda y con armonía. Ella mantenía la contabilidad y dirigía las actividades del servicio. Tener al menos un sirviente era un signo de nivel de clase media, y en las familias más ricas las institutrices y niñeras cuidaban de la prole, a pesar de la visión idealizada de la maternidad. Pero las clases medias incluían muchos grados de riqueza, desde un banquero bien acomodado con institutriz y cinco sirvientes, hasta un predicador de pueblo con uno solo. Además, llevar la casa y mantenerla suponía un trabajo enorme. Había que confeccionar y remendar la ropa blanca y la de vestir. Sólo los ricos disfrutaban del lujo de tener agua corriente, mientras que otros tenían que acarrear y calentar agua para cocinar, lavar la colada y limpiar. El calentamiento mediante carbón y la iluminación con queroseno conllevaban horas de limpieza, y así con muchas más cosas. Si el «ángel de la casa» era un ideal cultural, en parte se debía a que la mujer tenía un valor económico real.
Fuera de la casa, las mujeres contaban con muy pocas opciones respetables para ganarse la vida. Las solteras podían ejercer de señoras de compañía y de institutrices; así lo hizo Jane Eyre, la protagonista de la novelista británica Charlotte Brontë, y, en general, llevó una vida miserable hasta que su difícil patrón la «rescata» a través del matrimonio. Pero las convicciones decimonónicas acerca de la naturaleza moral de las mujeres, unidas como iban a las aspiraciones de la clase media al liderazgo político, animó a muchas esposas a ejecutar obras de caridad voluntarias o a emprender campañas para lograr reformas sociales. En Gran Bretaña y Estados Unidos, las mujeres desempeñaron un papel crucial en la lucha para abolir el comercio de esclavos y la esclavitud en el Imperio británico. Muchos de estos movimientos también se sirvieron de las energías de organizaciones religiosas, sobre todo protestantes, entregadas a la erradicación de los males sociales y al progreso moral. Gran cantidad de movimientos para mejorar las condiciones de los pobres en escuelas y hospitales, de campañas antialcohol, contra la prostitución o a favor de una legislación sobre las horas de trabajo en las fábricas, a menudo estuvieron encabezados por mujeres en toda Europa. Florence Nightingale, que marchó a la península de Crimea en Rusia para prestar asistencia sanitaria a los soldados británicos que batallaron allí en la década de 1850, sigue siendo la más célebre de aquellas mujeres cuya determinación ante las verdaderas injusticias sociales las instó a desafiar las ideas convencionales sobre la esfera «adecuada» de las mujeres. La misma fama (o infamia, en su época) cosechó la novelista francesa George Sand (1804-1876). Su nombre real eran Amandine Aurore Dupin Dudevant. Sand se vestía como un hombre y fumaba puros, y sus novelas solían contar historias de mujeres independientes frustradas por la convención y un matrimonio desdichado.
La reina Victoria, que accedió al trono británico en 1837, se esforzó por lograr que su solemne imagen pública reflejara las virtudes femeninas contemporáneas de probidad moral y de debida dedicación doméstica. Su corte fue sumamente correcta, en marcado contraste con la de su tío Jorge IV, cuyos modos arrogantes habían forjado el estilo de la alta sociedad en la generación precedente. Aunque tenía mal carácter, Victoria se afanó por apaciguarlo en deferencia a sus ministros y a su marido ultrarrespetable y de gran espíritu cívico, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo. Fue una reina afortunada porque personificó los rasgos importantes para las clases medias, cuyo triunfo ella parecía tipificar y cuya forma de pensar ha acabado denominándose victoriana. Las ideas del siglo XIX sobre género tuvieron impacto tanto en la masculinidad como en la feminidad. Poco después del período revolucionario y napoleónico, los hombres empezaron a vestir con sobriedad y con un estilo práctico, y a considerar «afeminados» o «dantistas» los cuellos fruncidos, las pelucas y las calzas ajustadas que con anterioridad habían sido el orgullo de la masculinidad aristocrática.
«DESAPASIONAMIENTO»: GÉNERO Y SEXUALIDAD
Las ideas «victorianas» sobre sexualidad se cuentan entre las características más destacadas de la cultura del siglo XIX. Prácticamente se han convertido en sinónimo de angustia, mojigatería e ignorancia. Cuentan que el consejo que dio una madre inglesa a su hija para la noche de bodas fue «recuéstate y piensa en el Imperio». Al parecer, la etiqueta exigía que se cubrieran las patas del piano. En cambio, muchas de estas inquietudes y prohibiciones se han caricaturizado. En épocas más recientes, los historiadores han intentado separar las enseñanzas y prescripciones de los libros de etiqueta y los manuales matrimoniales de las creencias reales de hombres y mujeres y, lo que es igual de importante, han procurado entender a cada uno en sus propios términos. Las opiniones sobre sexualidad derivaban de las convicciones recién descritas acerca de las «esferas separadas». De hecho, uno de los aspectos definitorios de las ideas decimonónicas sobre hombres y mujeres radica en el grado en que se basaban en argumentos científicos relacionados con la naturaleza. Los códigos de moralidad y los métodos científicos se combinaron para reforzar la certeza de que existen características específicas inherentes a cada sexo. Hombres y mujeres desempeñaban papeles sociales distintos, y estas diferencias radicaban en el cuerpo. El pensador francés Auguste Comte brinda un buen ejemplo: «La filosofía biológica nos enseña que, en toda la escala animal y mientras se preserve la categoría específica, existen diferencias radicales, físicas y morales, que distinguen a los sexos». Comte también expuso las implicaciones de la diferencia biológica: «La igualdad de los sexos, de la que tanto se ha hablado, es incompatible con cualquier existencia social […]. La economía de la familia humana jamás podrá invertirse sin un cambio completo de nuestro organismo cerebral». Las mujeres no eran aptas para una formación superior porque tenían el cerebro más pequeño, o porque tenían el cuerpo frágil. «Durante quince o veinte días de veintiocho (cabría decir, casi siempre) la mujer no sólo es una inválida, sino una inválida herida. Sufre sin cesar de herida eterna de amor», escribió el conocido autor francés Jules Michelet sobre la menstruación.
Por último, los científicos y médicos creían que la superioridad moral atribuida a las mujeres iba literalmente asociada a una falta de apetito sexual, o «desapasionamiento», y consideraban natural, cuando no admirable, el deseo sexual masculino (una fuerza indomable que debía canalizarse). Muchos gobernantes legalizaron y regularizaron la prostitución (lo que incluyó la obligación de que las mujeres se sometieran a reconocimientos médicos para detectar enfermedades venéreas) precisamente porque servía para desahogar el deseo sexual masculino. Los médicos discrepaban acerca de la sexualidad femenina, pero el doctor británico William Acton se sumó a los que afirmaban que las mujeres funcionan de un modo distinto:
Me he esforzado mucho por conseguir y comparar pruebas abundantes sobre esta materia, y el resultado de mis estudios se puede resumir como sigue: cabe afirmar que a la mayoría de las mujeres (por fortuna para la sociedad) no le preocupan mucho los apetitos sexuales de ningún tipo. Lo que en el hombre es habitual, en las mujeres sólo es excepcional.
Como otros hombres y mujeres del siglo XIX, Acton también creía que las expresiones sexuales más abiertas eran vergonzosas y, además, que las mujeres de la clase obrera eran menos «femeninas».
Convicciones como éstas dicen mucho acerca de la ciencia y la medicina victorianas, pero eso no implica que determinaran la vida privada de la gente. En lo que atañe a la sexualidad, la ausencia de anticonceptivos fiables tenía más repercusión en las experiencias y los sentimientos de la gente que las opiniones de médicos y sociólogos. La abstinencia y el coitus interruptus constituían las únicas técnicas habituales para prevenir el embarazo. Su eficacia era limitada porque hasta la década de 1880 los médicos siguieron creyendo que la mujer era más fértil durante la menstruación y los días próximos a ella. Las comadronas y prostitutas conocían otros métodos anticonceptivos y abortivos (todos ellos peligrosos y en su mayoría ineficaces), y sin duda también los conocían algunas mujeres de la clase media, pero esa información no formaba parte de la respetabilidad propia de su clase. Físicamente, pues, las relaciones sexuales estaban directamente relacionadas con los peligros realísimos de los embarazos frecuentes. En Inglaterra, uno de cada cien nacimientos concluía con la muerte de la madre, una expectativa muy seria en una época en que las mujeres tenían ocho o nueve embarazos a lo largo de la vida. Los riesgos variaban con la clase social, pero incluso entre las mujeres más ricas y mejor atendidas se cobraba sus víctimas. No sorprende, por tanto, que los diarios y cartas de las mujeres de clase media estén repletos de previsiones de partos, tan alegres como inquietas. La reina Victoria, que tuvo nueve hijos, declaró que los partos son el «lado oscuro» del matrimonio, ¡y fue de las primeras en usar anestesia!
LA VIDA PÚBLICA DE LAS CLASES MEDIAS
La vida pública de las familias de clase media remodeló literalmente el paisaje del siglo XIX. Las casas y el mobiliario actuaron como poderosos símbolos de seguridad material. Las sólidas construcciones y la decoración abigarrada proclamaban la riqueza monetaria y la respetabilidad social de sus moradores. En las ciudades de provincias las viviendas consistían a menudo en «villas» independientes. En Londres, París, Berlín o Viena, podían tratarse de edificios de cinco o seis plantas, o de pisos grandes. Con independencia de la forma que tuvieran, las viviendas se construían para durar. Las habitaciones eran sin duda para llenarlas de muebles, objetos de arte, alfombras y tapices. El tamaño de las estancias, la elegancia de los muebles, el número de sirvientes, todo ello dependía, por supuesto, del nivel de ingresos de cada cual. Un empleado de banca no vivía con tanta elegancia como un director de banco. Pero compartían muchos criterios y aspiraciones, y esos valores comunes contribuían a unirlos en la misma clase, a pesar de las diferencias existentes en su forma de vida material.
A medida que las ciudades crecían, ellos se segregaban cada vez más. La gente de la clase media residía lejos de las vistas y olores desagradables de la industrialización. Sus zonas residenciales, por lo común construidas en el oeste de las ciudades, apartadas de la trayectoria de la brisa predominante y, por tanto, de la contaminación industrial, eran refugios contra la aglomeración. Los edificios públicos del centro, muchos construidos durante el siglo XIX, se celebraban como signos de desarrollo y prosperidad. Las clases medias fueron controlando cada vez más los asuntos de su ciudad, aunque la aristocracia conservaba un poder considerable, sobre todo en Europa central. Y fueron esos líderes urbanos de la nueva clase media quienes estamparon muchas de sus señas arquitectónicas en las ciudades industriales: ayuntamientos, sedes de la Bolsa, museos, teatros de ópera, salas de conciertos al aire libre y grandes almacenes. Un historiador ha calificado esos edificios como las nuevas catedrales de la era industrial; como proyectos concebidos para expresar los valores de la comunidad y representar la cultura pública, fueron monumentos al cambio social.
Los barrios periféricos también cambiaron. El advenimiento del ferrocarril popularizó la asistencia a conciertos, parques y zonas de baño. Posibilitó que las familias con ingresos modestos pasaran una o dos semanas de recreo en la montaña o en la costa. Se abrieron centros de vacaciones nuevos que ofrecían hipódromos, baños en manantiales minerales y casetas de playa. El turismo en masa no llegaría hasta el siglo XX, pero las pinturas impresionistas de las décadas de 1870 y 1880, con las que ya nos hemos familiarizado, dan fe de algo radicalmente nuevo durante el siglo XIX: todo un abanico de actividades de ocio para la clase media.
LA VIDA DE LA CLASE OBRERA
Al igual que la clase media, la clase obrera se dividía en varios subgrupos y categorías dependiendo, en este caso, de la destreza, el salario, el género y el lugar de trabajo. La vida de los trabajadores variaba en función del lugar de trabajo, el lugar de residencia y, sobre todo, el monto de sus ingresos. Un obrero textil cualificado llevaba una vida muy distinta a la de otro que cavara zanjas. El primero podía permitirse la comida, el abrigo y la ropa necesarios para disfrutar de una existencia decente, mientras que el último apenas podía vivir con lo justo.
El paso del rango no cualificado al cualificado era posible si los hijos recibían o se autoimpartían al menos una formación rudimentaria. Pero la formación de los hijos suponía un lujo para muchos padres, en especial porque los niños podían ponerse a trabajar a una edad temprana para complementar los ingresos de una familia pobre. La movilidad hacia abajo, del escalafón cualificado al no cualificado, también era posible porque los cambios tecnológicos (la introducción de telares mecánicos, por ejemplo) arrastraron a los obreros muy bien pagados al sector de los trabajadores no cualificados e indigentes.
Las viviendas de la clase obrera eran insalubres y no cumplían las normas de habitabilidad. En las ciudades viejas, las viviendas unifamiliares se dividían en apartamentos, que a menudo no tenían más que una habitación por familia. En los centros manufactureros de nueva aparición se construían, en lugares próximos a las fábricas humeantes, hileras de casas diminutas unidas unas a otras por la parte de atrás, lo que impedía la ventilación o cualquier hueco para jardines. La masificación era lo habitual. Un reportaje periodístico de la década de 1840 señalaba que la vivienda «media» de un obrero no medía más de 45 metros cuadrados, y que en la mayoría de los casos estaban «abarrotadas de seres humanos casi hasta la asfixia tanto de día como de noche».
Las tareas domésticas, absorbentes en las clases medias, eran agotadoras para los pobres. La familia era una máquina de supervivencia, donde cada cual desempeñaba un papel decisivo. Además de trabajar para ganar un sueldo, las mujeres tenían que alojar, alimentar y vestir a la familia con el poco dinero que ganaban los diferentes miembros. Una «buena esposa» conseguía llegar a fin de mes incluso en los malos tiempos. La vida cotidiana de las mujeres obreras incluía viajes constantes para acarrear y hervir agua, limpiar, cocinar y hacer la colada en apartamentos de una o dos habitaciones abarrotadas, mal ventilados y con poca luz. Las familias no podían recurrir al jardín de casa para procurarse un suplemento alimenticio. Los mercados urbanos cubrían sus necesidades de alimentos baratos, pero a menudo estaban pasados, casi podridos o peligrosamente adulterados. Se añadía formaldehído a la leche para evitar que se estropeara. El arroz molido se mezclaba con azúcar. Se introducía tierra fina marrón en el cacao.
Las mujeres trabajadoras en el paisaje industrial
Pocas figuras infundieron mayor preocupación y protestas durante el siglo XIX que la mujer trabajadora. Los contemporáneos se esforzaron mucho por resolver la «promiscua mezcla de sexos» en los talleres masificados y húmedos. Los escritores decimonónicos, primero en Inglaterra y Francia, describieron lo que ellos consideraron los horrores económicos y morales del trabajo femenino: niños desatendidos correteando por las calles, niños pequeños accidentados en las fábricas o las minas, mujeres embarazadas acarreando carbón o mujeres trabajando junto a hombres en tiendas.
El trabajo femenino no era nuevo. La industrialización lo tornó más visible. Las mujeres y los niños conformaban casi la mitad de la mano de obra en algunas de las industrias más «modernas», como la textil. Las mujeres cobraban menos y se las consideraba menos propensas a crear conflictos; los manufactureros procuraban reclutar mano de obra femenina para las fábricas en las villas de los alrededores pagándoles buenos salarios en comparación con otras actividades abiertas a las mujeres; en algunos casos pedían a los funcionarios de la Poor Law («Ley de Pobres») que buscaran «familias necesitadas y adecuadas» para las fábricas. La mayoría de las mujeres empezaba a trabajar a los diez u once años; y cuando tenían hijos, los dejaban a cargo de nodrizas o los llevaban a la fábrica, o bien seguían aportando dinero a la familia trabajando a destajo (cobrando por trabajo realizado y no por jornal) desde casa. Uno de los motivos más frecuentes de protesta laboral durante este período radicó en la incorporación de mujeres trabajadoras a la ejecución de trabajos considerados «propios» de hombres.
Pero la mayoría de las mujeres no trabajaba en fábricas y la división del trabajo por sexos continuó casi sin cambios. La mayoría de las mujeres trabajaba en casa o en talleres pequeños (en inglés recibieron el nombre de sweatshops) a cambio de pagas especialmente bajas que no se cobraban por horas trabajadas, sino por la cantidad de camisas confeccionadas o el número de cajas de cerillas pegadas. Y, con mucha diferencia, la mayoría de las mujeres solteras de la clase obrera se dedicaba al servicio doméstico, una actividad que resultaba menos visible, estaba mal pagada y, según el testimonio de una cantidad abrumadora de mujeres, implicaba la práctica coactiva de relaciones sexuales con el señor de la casa o con sus hijos varones. No obstante, el servicio doméstico brindaba habitación y comida. En una época en que una mujer sola sencillamente no podía sobrevivir por sus propios medios, las jóvenes recién llegadas a la ciudad tenían pocas alternativas: casarse, lo que era improbable que sucediera en seguida; alquilar una habitación en una pensión, muchas de las cuales eran núcleos de prostitución; el servicio doméstico, o vivir con alguien. Los métodos que seguían las mujeres para cuadrar las necesidades monetarias con el tiempo que dedicaban a la casa variaban con el número y la edad de los hijos. En el caso de las madres, solían trabajar mientras los niños eran muy pequeños, puesto que entonces había más bocas que alimentar y los niños aún no tenían edad suficiente para trabajar.
La pobreza, la falta de intimidad y la vulnerabilidad de las mujeres de la clase obrera establecían grandes diferencias entre la sexualidad en este escalafón y la de la clase media. Los embarazos ilegítimos aumentaron de forma espectacular entre 1750 y 1850. En Fráncfort, Alemania, por ejemplo, la tasa de nacimientos ilegítimos, que a comienzos de la década de 1700 suponía un mero 2 por ciento, alcanzó un 25 por ciento en 1850. En Burdeos, Francia, un tercio de los nacimientos registrados en 1840 fueron ilegítimos. Las razones de este incremento resultan difíciles de establecer. El aumento de la movilidad y la urbanización implicó un debilitamiento de los lazos familiares, más oportunidades para la gente joven, tanto hombres como mujeres, y más vulnerabilidades. El sexo prematrimonial se admitía en los pueblos preindustriales, pero, debido al control social que imperaba en la vida del pueblo, casi siempre iba seguido del matrimonio. Pero ese control era más laxo en un pueblo industrial o una ciudad comercial, lugares mucho más anónimos. La incertidumbre económica que caracterizó los inicios de la era industrial comportó que la promesa de matrimonio de un joven obrero basada en las expectativas de un trabajo resultara con frecuencia difícil de cumplir. La inestabilidad económica condujo a muchas mujeres a mantener relaciones pasajeras que conllevaban hijos y un ciclo continuo de pobreza y abandono. Sin embargo, los historiadores han revelado que, tanto en la ciudad como en el campo, muchas de aquellas relaciones eventuales pasaban a ser duraderas: los progenitores de hijos ilegítimos se casaban con posterioridad. De nuevo, los escritores del siglo XIX subrayaron lo que ellos veían como la sexualidad vergonzosa de las «clases peligrosas» en las ciudades. Algunos de ellos atribuyeron la ilegitimidad, la prostitución, etcétera, a la debilidad moral de la gente de la clase obrera; otros, a los cambios sistemáticos que acarreó la industrialización. Ambas posturas exageraron el desmoronamiento de la familia y la destrucción de la moralidad tradicional. Las familias de la clase trabajadora transmitían sus expectativas acerca del papel de cada género y el comportamiento sexual: de las niñas se esperaba que trabajaran, las hijas eran responsables de cuidar de sus hermanos menores así como de ganar dinero, el sexo formaba parte de la vida, las comadronas prestaban ayuda a las niñas embarazadas desesperadas, el matrimonio era el camino hacia la respetabilidad, etcétera. El abismo que separaba estas expectativas y códigos de los de las mujeres de clase media constituyó uno de los factores más importantes para el desarrollo de la conciencia de clase del siglo XIX.
UNA VIDA POR SEPARADO: LA CONCIENCIA DE «CLASE»
Las nuevas demandas de la vida industrial también crearon experiencias y dificultades comunes. El sistema industrial, que acentuaba lo unificado en lugar de los patrones del trabajo individual, negaba a los trabajadores cualificados el placer de enorgullecerse por el trabajo realizado. Muchos obreros se vieron despojados de la protección de los gremios y de los aprendizajes convencionales que habían vinculado a sus predecesores a un comercio o un lugar determinados, y que quedaron ilegalizados o muy limitados por la legislación en Francia, Alemania y Gran Bretaña durante la primera mitad del siglo XIX. Las horas en la fábrica eran muchas; antes de 1850 la jornada de trabajo solía durar entre doce y catorce horas. Las fábricas textiles carecían de ventilación, de modo que partículas diminutas de material se depositaban en los pulmones de los trabajadores. Las máquinas funcionaban sin protección y suponían un peligro especial para los obreros infantiles, a menudo contratados por su supuesta agilidad para limpiar la parte baja y el interior de las piezas móviles. Estudios realizados por médicos británicos en la década de 1840 catalogaron los efectos de las muchas horas de trabajo y las duras condiciones laborales, sobre todo en trabajadores jóvenes, como desviaciones en la columna y otras malformaciones óseas debidas a la adopción de posturas contra natura durante horas y horas a pie de máquina. Y las circunstancias que se daban en las fábricas se repetían asimismo en las minas, donde Gran Bretaña empleó a más de cincuenta mil niños y personas jóvenes en 1841. Los niños servían para acarrear carbón por vías o pozos profundos. Los más pequeños se encargaban de controlar las puertas de ventilación de las minas (a menudo durante doce horas seguidas). Cuando se quedaban dormidos en el transcurso de turnos largos, ponían en peligro la seguridad de toda la mano de obra.
Las fábricas también impusieron rutinas y disciplinas nuevas. Los artesanos de tiempos anteriores trabajaban muchas horas a cambio de poco dinero. Pero al menos, en cierto modo, podían decidir la duración de su jornada y organizar a su antojo su actividad: salir del taller de casa a su pequeño jardín y volver al trabajo cuando les pareciera oportuno. En una fábrica, todas las «manos» aprendían la disciplina del silbato. Para funcionar con eficacia, la fábrica exigía que todos los empleados empezaran y terminaran a la misma hora. La mayoría de los trabajadores no podían medir el tiempo; pocos tenían reloj. Ninguno estaba acostumbrado al ritmo implacable de la máquina. Para aumentar la producción, el sistema industrial fomentó la división del proceso de manufactura en pasos especializados con una asignación de tiempo específica, una novedad que trastornó a los trabajadores habituados a empezar y acabar una tarea a su propio ritmo. Los obreros empezaron a ver la máquina en sí como la tirana que les había cambiado la vida y los había atado a una especie de esclavitud industrial. Una canción obrera radical británica de la década de 1840 expresaba esta sensación: «Hoy hay un rey y un rey implacable; / no es rey de poetas soñable; / es vil tirano de esclavos blancos, / vapor llaman al rey implacable».
Pero el rasgo definitorio de la vida de la clase obrera era la vulnerabilidad (ante el desempleo, la enfermedad, la accidentalidad en trabajos de riesgo, los problemas familiares y las subidas en el precio de los alimentos). El desempleo estacional, elevado en casi todos los sectores, no permitía tener ingresos regulares. Los mercados de productos manufacturados eran pequeños e inestables, y generaban depresiones económicas cíclicas; cuando se producían, miles de trabajadores se veían despedidos sin un seguro de desempleo para mantenerse. Las primeras décadas de la industrialización también estuvieron marcadas por desplomes severos de la agricultura y crisis económicas. Durante los años de crisis de la década de 1840, la mitad de la población obrera de las ciudades industriales británicas se quedó en paro. En París, ochenta y cinco mil personas precisaron ayuda estatal en 1840. Las familias sobrevivían realizando diversos trabajos pequeños, empeñando sus pertenencias y comprando al fiado en la tienda de vinos y de comestibles del barrio. La inseguridad crónica de la vida de la clase trabajadora fomentó la creación de sociedades obreras de ayuda, asociaciones fraternales y organizaciones socialistas tempranas. Asimismo, implicaba que las crisis económicas podrían tener consecuencias explosivas (véase el capítulo 20).
Hacia mediados de siglo, diversas experiencias contribuyeron a que la gente obrera tomara conciencia de sí misma en oposición a las clases medias. Los cambios de trabajo (la incorporación de máquinas y trabajo industrial, agilizaciones, subcontratas para conseguir mano de obra más barata, o la pérdida de protecciones gremiales) formaban parte del cuadro. La segregación social en las ciudades en rápida expansión del siglo XIX también acrecentó la sensación de que la gente trabajadora vivía una vida aparte. Las diferencias de clase parecían estampadas en gran diversidad de experiencias y convicciones cotidianas: el trabajo, la vida «privada», las expectativas para los hijos, la función de hombres y mujeres, y la definición de respetabilidad. La industrialización no se limitó a crear una sociedad de clases, sino que a lo largo del siglo XIX todas esas experiencias distintas atribuyeron un significado concreto, específico, al término clase.
Entre 1800 y 1900, la población de Europa se multiplicó por dos. A lo largo del mismo período, el producto nacional bruto de Europa creció más del doble. Pero hasta las sorprendentes estadísticas sobre el crecimiento sólo alcanzan a insinuar de forma incipiente la honda transformación que experimentaron la economía, la política y la cultura europeas. La revolución industrial representó uno de los instantes decisivos de la historia del mundo. No se produjo de la noche a la mañana, pero tampoco llegó de manera gradual. En 1900 la agricultura aún constituía el mayor sector aislado de empleo. Numerosos pueblos y granjas de vastas extensiones de Europa parecían absolutamente inalterados por la industria. Los terratenientes ejercían aún una influencia política y social enorme, aunque tuvieran que repartirse el poder con las nuevas élites. Pero los cambios fueron en cierta medida extraordinarios; llegaron a todo el orbe y a la vida privada de la gente común. Las estructuras familiares cambiaron. La industria alteró el paisaje de Europa y, lo que es más fundamental aún, la relación de la humanidad con el entorno. Como veremos en capítulos posteriores, las transformaciones revolucionarias en comunicación, transporte y economía conllevaron, entre sus muchos efectos, la expansión de los estados nacionales y la burocracia. El despegue económico de Europa también trastornó de manera decisiva el equilibrio global de poder inclinando la balanza hacia un Occidente cada vez más industrializado. El desarrollo económico se convirtió en un valor nuevo, la tecnología, en una medida del progreso. El «Occidente» se fue identificando cada vez más con (o incluso definiendo como) las naciones con una economía industrial avanzada.
La industrialización generó formas nuevas de riqueza al mismo tiempo que formas nuevas de pobreza. También favoreció una conciencia profunda de la disparidad entre grupos sociales. En el siglo XVIII esas diferencias se habrían expresado en términos de abolengo, rango o privilegio. En el siglo XIX se midieron cada vez más en términos de clase. Los defensores y detractores del nuevo orden hablaron por igual de «sociedad de clases», y las nuevas identificaciones de clase constituyeron otro de los rasgos clave del período. Las encarnaban los barrios crecientes y masificados de la clase trabajadora en las ciudades nuevas, las experiencias laborales cotidianas, la nueva concepción de «respetabilidad» y las viviendas de las clases medias. Estas identificaciones nuevas se forjaron en los acontecimientos políticos que se estudian a continuación.
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