La Revolución francesa
En 1789, un europeo de cada cinco residía en Francia. Muchos europeos consideraban Francia como el centro de la cultura europea. De ahí que una revolución en Francia centrara de inmediato la atención de toda Europa y cobrara relevancia internacional. Pero la Revolución francesa atrajo y alteró a hombres y mujeres por razones mucho más importantes. Tanto sus ideales filosóficos como sus realidades políticas reflejaron actitudes, intereses y conflictos que habían rondado las mentes de los europeos instruidos durante varias décadas. Cuando los revolucionarios se pronunciaron en favor de la libertad, no sólo hablaron con la voz de los philosophes del siglo XVIII, sino con la de la aristocracia inglesa de 1688 y la de los revolucionarios de América del Norte en 1776.
Asimismo, plantearon cuestiones que resonaron por toda Europa. El absolutismo envenenaba cada vez más un amplio espectro de opinión responsable. La aristocracia de toda Europa y las colonias se resentía de las intromisiones monárquicas en sus viejas libertades. Los miembros de la clase media, muchos de ellos muy pujantes, se impacientaban bajo un sistema de privilegios oficiales que cada vez les parecía más desfasado. El campesinado se resentía mucho de lo que ellos entendían como demandas interminables del gobierno central sobre sus recursos limitados. Pero los resentimientos no se concentraron en exclusiva en los monarcas absolutistas. Existían tensiones tanto entre los habitantes del campo y la ciudad como entre ricos y pobres, extraprivilegiados e infraprivilegiados, esclavos y libres. La Revolución francesa marcó parte de una crisis que sacudió toda la Europa de finales del siglo XVIII y sus colonias, lo que llevó los movimientos revolucionarios hasta el Imperio británico, Bélgica, los Países Bajos y América del Sur. La era de las revoluciones reestructuró las naciones occidentales.
El comienzo de la era de las revoluciones se produjo en las colonias de América del Norte. La Revolución americana de 1776 fue uno de los últimos conflictos de toda una serie de ellos relacionados con el control colonial del Nuevo Mundo, conflictos que sacudieron Inglaterra y Francia a lo largo de todo el siglo XVIII. Asimismo, se convirtió en una de las primeras crisis del Antiguo Régimen en territorio nacional. «Fue en el Nuevo Mundo donde los temores y aspiraciones […] se revelaron por primera vez, donde las asociaciones ilegales de ciudadanos comunes desafiaron decretos de un poder soberano, donde los ideales abstractos de filosofía política se apoyaron en actuaciones de hombres corrientes», tal como dijo un historiador recientemente. El éxito con que los ciudadanos de la nueva nación se habían librado del mando británico y habían formado una república basada en los principios ilustrados representó una fuente de tremendo optimismo para los europeos «ilustrados». El cambio llegaría. La reforma era posible y tendría unos costes modestos.
Si la Revolución americana puso de manifiesto en un primer momento los «temores y aspiraciones» de los europeos, los eventos de Francia los incrementaron. La Revolución francesa resultó ser un proyecto más radical, aunque eso no implica que fuera así desde el principio. Supuso unos costes desmesurados: prolongados, complejos y violentos. Infundió esperanzas mucho mayores y, en consecuencia, en muchos casos, desilusiones más amargas. Planteó cuestiones que sólo se resolverían en el transcurso de medio siglo.
En la obra de Charles Dickens titulada Historia de dos ciudades (1859), fuente de inspiración de muchas imágenes populares de la Revolución, el levantamiento francés se desdibuja en una imagen aterradora de multitudes sanguinarias mirando una guillotina. El cuadro es memorable pero engañoso. La «Revolución francesa» es una taquigrafía de una serie compleja de eventos acaecidos entre 1789 y 1799. (Napoleón gobernó de 1799 a 1814-1815). Para simplificar, los acontecimientos se pueden dividir en tres etapas. Durante la primera etapa, de 1788 a 1792, la lucha fue constitucional y bastante pacífica. Una élite cada vez más atrevida articuló sus reivindicaciones contra el rey. Como los revolucionarios de América del Norte, las élites se negaron a pagar impuestos sin representación, atacaron el «despotismo», o la autoridad arbitraria, y ofrecieron un programa de inspiración ilustrada para renovar la nación. Las reformas, muchas de ellas de una diversidad impresionante, comenzaron, algunas aceptadas o incluso propuestas por el rey, y otras pasando por alto sus protestas. La fase pacífica, constitucional, no duró. A diferencia de la Revolución americana, la francesa no se estabilizó alrededor de una constitución o una serie de líderes políticos por numerosas razones. Las reformas encontraron resistencia y dividieron el país. La amenaza de cambio en Francia creó tensiones internacionales. En 1792, esas tensiones estallaron en una guerra y la monarquía cayó para quedar reemplazada por una república. La segunda etapa de la Revolución, que duró de 1792 a 1794, fue de crisis y consolidación. Un gobierno estrictamente centralizado movilizó todos los recursos del país para repeler los ejércitos extranjeros y los contrarrevolucionarios internos, para acabar con traidores y cualquier vestigio del Antiguo Régimen. El Terror, tal como se denominó a aquella política, salvó la república pero se agotó a sí mismo a base de facciones y recriminaciones. Durante la tercera fase, de 1794 a 1799, el gobierno, aún en guerra con Europa, se desvió hacia la corrupción y, de manera casi inevitable, hacia el gobierno militar de Napoleón. Napoleón prosiguió con la guerra hasta su derrota final en 1815.
¿Cuáles fueron las causas que a la larga dieron lugar a la revolución en Francia? Los historiadores sostuvieron hace mucho tiempo que sus causas y resultados deben entenderse en términos de conflicto de clases. Según esta interpretación, la burguesía incipiente, o clase media, inspirada por la ideología política y económica de la Ilustración y por sus intereses propios, derrocó lo que quedaba del orden aristocrático. Esta interpretación dio lugar a los textos decimonónicos del filósofo Carlos Marx y a buena parte de la sociología del siglo XX.
Pero, con el tiempo, los historiadores han modificado bastante esta tesis bien definida. En efecto, para comprender los orígenes de la Revolución francesa hay que analizar en primer lugar la sociedad francesa de finales del siglo XVIII. Pero aquella sociedad no estaba sacudida por un conflicto entre una clase «burguesa» y la aristocracia. Más bien, cada vez se vio más dominada por una nueva élite o grupo social que aunó a aristócratas, titulares de cargos públicos, profesionales y, en menor medida, comerciantes y empresarios. Para entender la Revolución hay que entender este nuevo grupo social y sus conflictos con el gobierno de Luis XVI.
La sociedad francesa estaba dividida en tres estados. (El «estado» de cada individuo indicaba su posición, o estatus, y determinaba sus derechos legales, impuestos, etcétera). El Primer Estado comprendía a todo el clero; el Segundo Estado, a la nobleza. El Tercer Estado, el mayor de todos con gran diferencia, incluía al resto, desde abogados y empresarios poderosos hasta obreros urbanos y campesinos pobres. Dentro de la élite política y social del país, un grupo reducido pero poderoso, esas distinciones legales se consideraban a menudo artificiales. En primer lugar, en los estratos más altos de la sociedad las fronteras sociales entre nobles y plebeyos ricos estaban poco definidas. Los títulos nobiliarios estaban al alcance de quien pudiera permitirse la compra de un cargo ennoblecedor. Por ejemplo, entre 1700 y 1789 se crearon cerca de cincuenta mil nobles nuevos. Para conservar el vigor, esta clase dependía de una infusión constante de talento y poder económico procedente de los grupos sociales ricos del Tercer Estado.
El caso de la familia del revolucionario Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau, ilustra los cambios. Los antepasados del siglo XVI de Mirabeau habían sido comerciantes, pero en 1570 uno de ellos había logrado el señorío de Mirabeau. En el siglo siguiente alguien compró el título de marqués. Mirabeau, abogado, también tenía un cargo en la caballería que en otro tiempo se procuró su abuelo. La aristocracia diferenciaba entre la nobleza de «espada» y la de «toga», la primera supuestamente más antigua, de linaje más distinguido y derivada del servicio militar, mientras que los aristócratas de la segunda debían su condición al desempeño de cargos administrativos o judiciales (de ahí la toga). Sin embargo, tal como ilustra el ejemplo de la familia Mirabeau, hasta esta distinción podía ser ilusoria.
La riqueza no adoptaba formas predecibles. La mayoría de las fortunas nobles consistían en «propiedades», es decir, terrenos, bienes urbanos, cargos comprados y similares. Pero las familias nobles no desdeñaban la industria o el comercio, como han pensado los historiadores durante mucho tiempo. De hecho, la nobleza financió la mayoría de la industria, y también invirtió mucho en la banca y en empresas tales como compañías navieras, comercio de esclavos, minería y metalurgia. Es más, los miembros más adinerados del Tercer Estado también preferían invertir en valores seguros, en propiedad. De ahí que, a lo largo del siglo, gran parte de la riqueza «burguesa» se transformara en riqueza «noble», y un número significativo de «burgueses» ricos pasara a formar parte de la nobleza. Este grupo importante de burgueses no se veía a sí mismo como una clase distinta. Sus miembros se reconocían diferentes, y en ocasiones incluso opuestos, a la gente del vulgo, la que trabajaba con las manos. Pero sí se identificaban con los valores de una nobleza a la que con frecuencia aspiraban a pertenecer.
No obstante, había tensiones sociales acusadas. Los abogados menos pujantes (y su número fue en aumento) envidiaban la posición privilegiada de unos pocos escogidos con su misma profesión. En el transcurso del siglo aumentó el precio de los cargos, lo que dificultó la compra del acceso a la nobleza y creó tensiones entre los miembros medios del Tercer Estado y los grupos muy ricos dedicados a la industria y el comercio, que en términos generales eran los únicos capaces de permitirse el ascenso por la pirámide social. No sorprende, pues, que los nobles de economía más modesta se resintieran del éxito de los ricos plebeyos oportunistas cuyos ingresos les brindaban una vida de lujo que ellos mismos no podían permitirse. En suma, entre la élite y las clases medias discurrían diversas líneas de falla. Sin embargo, a pesar de esas fisuras, esos grupos sociales lograron unirse para atacar con una vehemencia creciente a un gobierno y una economía que no miraban por sus intereses.
La nueva élite aireó sus frustraciones en los amplios círculos del debate público (véase el capítulo 17). Aunque las ideas no «causaron» la Revolución, desempeñaron un papel crucial para articular las insatisfacciones que sentían la élite y las clases medias. Las teorías políticas de Locke, Voltaire y Montesquieu consiguieron atraer a ambos estratos descontentos, la nobleza y los miembros de la clase media. Voltaire adquirió popularidad con sus ataques a los privilegios nobles; Locke y Montesquieu se granjearon numerosos adeptos por su defensa de la propiedad privada y la soberanía restringida. Las ideas de Montesquieu congeniaron especialmente con los abogados nobles y los propietarios de cargos que controlaban los poderosos tribunales de justicia franceses, los parlements o parlamentos. Éstos interpretaron la doctrina de supervisiones y equilibrios de Montesquieu como una defensa de los parlamentos como órganos gubernamentales capaces de supervisar el despotismo de la gestión del rey. Cuando aparecieron conflictos, los líderes nobles se presentaron como defensores de una comunidad política nacional amenazada por el rey y sus ministros.
La campaña para el cambio también se alimentó con quienes proponían la reforma económica. Los «fisiócratas», tal como se los denominó en Francia, instaron al gobierno a simplificar el sistema tributario y a liberar la economía de las regulaciones mercantilistas. Instaron al gobierno a levantar los controles sobre el precio del grano, por ejemplo, los cuales se habían impuesto para mantener bajo el precio del pan, pero, a su entender, habían interferido en el funcionamiento natural del mercado.
Aceptara o no el público las recomendaciones de los fisiócratas, coincidía con ellos en el diagnóstico: la economía francesa atravesaba una recesión seria. Una subida generalizada de los precios durante buena parte del siglo XVIII, que permitió un crecimiento de la economía francesa gracias a la aportación de capital para inversión, puso en apuros al campesinado y a los comerciantes y trabajadores urbanos. Su situación incluso empeoró a finales de la década de 1780, cuando las malas cosechas elevaron aún más el precio del pan. En 1788 las familias gastaban más del 50 por ciento de sus ingresos en pan, que constituía el grueso de su dieta. Durante el año siguiente, esa cifra aumentó hasta el 80 por ciento. Las malas cosechas redujeron la demanda de bienes manufacturados y, a su vez, los mercados de contratación crearon desempleo. Muchos labriegos abandonaron el campo para marchar a las ciudades con la esperanza de encontrar trabajo, para descubrir al llegar que el desempleo en ellas era mucho mayor que en las zonas rurales. Los hechos indican que entre 1787 y 1789 la tasa de desempleo en muchos lugares rurales de Francia llegaba al 50 por ciento.
Los campesinos que permanecían en el campo estaban atrapados en una maraña de obligaciones para con sus señores, la Iglesia y el estado: un diezmo, o impuesto sobre la producción, pertenecía a la Iglesia; pagaban honorarios por usar el molino o el lagar del señor; y honorarios también para el señor cuando la tierra cambiaba de manos. Además, los campesinos pagaban una parte desproporcionada de impuestos tanto directos como indirectos (el más oneroso de los cuales lo constituía la tasa de la sal) recaudados por el gobierno. (Durante algún tiempo la producción de sal había sido un monopolio estatal; cada individuo debía comprar al menos tres kilos de sal al año de la producción del gobierno. El resultado fue un producto cuyo coste se multiplicaba a menudo cincuenta o sesenta veces por su valor real). Otras quejas provinieron del requerimiento de mantener las vías públicas (la corvée) y de los privilegios de caza que los nobles llevaban siglos considerando la insignia distintiva de su clase.
Un sistema tributario ineficaz debilitó aún más la situación financiera del país. Los impuestos no sólo diferían de un estamento a otro, sino que también variaban entre regiones (por ejemplo, algunas zonas estaban sujetas a tasas mucho más elevadas que otras). Circunstancias y exenciones especiales complicaban mucho más aún la labor de los recaudadores. El sistema financiero, gravado de por sí con las deudas contraídas bajo el mandato de Luis XIV, casi se desmoronó por completo con el incremento de los gastos que conllevó la participación francesa en la Revolución americana. El coste de cubrir la deuda nacional de unos cuatro mil millones de libras consumió en la década de 1780 el 50 por ciento del presupuesto nacional.
Los problemas de la economía reflejaban las debilidades de la estructura administrativa de Francia, responsabilidad en última instancia del monarca absolutista del país, Luis XVI (1774-1792). Deseoso de servir a su gente con métodos «ilustrados», Luis aspiró a paliar la inmensa pobreza, a abolir la tortura y a trasladar la carga tributaria a las clases más ricas. Pero carecía de habilidad para poner en marcha esas reformas. Sus amagos bienintencionados de reforma acabaron minando su propia autoridad. Nombró ministros de finanzas a reformadores tales como Anne-Robert-Jacques Turgot, filósofo, fisiócrata y antiguo intendente provincial, y como Jacques Necker, un banquero protestante suizo, sólo para alzar la oposición de las facciones tradicionalistas dentro de la corte. Permitió a su esposa, la joven pero obstinada María Antonieta (hija de María Teresa, de la casa de Austria), mano libre para dispensar patronazgos entre sus amigos. El resultado fueron intrigas constantes y alianzas administrativas que se reorganizaban a menudo en Versalles.
Las disputas entre el gobierno central y los parlamentos provinciales también retrasaron las reformas. Tal como hemos apuntado, los parlamentos habían reafirmado su independencia durante los primeros años del reinado de Luis XV. A lo largo del siglo habían insistido cada vez más en lo que empezaban a llamar sus derechos «constitucionales», o privilegios. Cuando Luis XVI presionó para que la nobleza y el resto de la comunidad pagaran impuestos nuevos tras la costosa Guerra de los Siete Años, los parlamentos defendieron con éxito el derecho de la nobleza a quedar exenta de los grandes tributos nacionales. A mediados de la década de 1770, este episodio se repitió cuando Turgot, principal ministro de finanzas de Luis XVI, propuso reducir la deuda recortando los gastos de la corte, sustituyendo la corvée por un pequeño impuesto para los terratenientes y aboliendo ciertas restricciones de los gremios para estimular la manufactura. El parlamento de París se negó en redondo a aplicar las novedades con el argumento de que Turgot estaba pisoteando prerrogativas y privilegios antiguos, y en efecto lo hacía.
Al final, sin embargo, el plan fracasó porque el rey retiró su apoyo a Turgot. Aunque los parlamentos eran celosos de sus prerrogativas, no podían rechazar de manera indefinida las reformas de un monarca concreto. Luis XVI, en cambio, no actuó con determinación. Hacia 1788, un monarca débil junto a una situación financiera caótica y tensiones sociales severas llevaron la Francia absolutista al borde del desastre político.
La crisis fiscal precipitó la Revolución. En 1787 y 1788 los principales ministros del rey, Charles de Calonne y Loménie de Brienne, intentaron instaurar una serie de reformas para evitar la bancarrota. Para afrontar el déficit creciente propusieron impuestos nuevos, en particular un impuesto del timbre y un impuesto directo sobre la producción anual del campo.
Con la esperanza de convencer a la nobleza para que aceptara estas reformas, el rey convocó una Asamblea de Notables procedentes de la aristocracia. Este grupo usó la emergencia financiera para intentar grandes reformas constitucionales. Y, lo más importante, insistió en que cualquier esquema tributario nuevo tendría que contar con la aprobación de los Estados Generales, el órgano representativo de los tres estados del reino, y en que el rey carecía de autoridad legal para arrestar y encarcelar de forma arbitraria. En esto imitaron a los aristócratas ingleses de 1688 y a los revolucionarios americanos de 1775.
Enfrentado a problemas económicos y al caos financiero, Luis XVI convocó los Estados Generales (que no se habían reunido desde 1614) en 1789. Muchos interpretaron esta actuación como la única solución posible para resolver los problemas crecientes de Francia. Las reivindicaciones a largo plazo y las penurias acuciantes habían dado lugar a motines del pan por todo el país en la primavera de 1789. Los saqueos en Bretaña, Flandes, Provenza y otros lugares fueron acompañados de la demanda de que el rey tomara medidas para que el pan fuera asequible. El temor a que las fuerzas de la ley y el orden se desmoronaran y a que la gente del vulgo arreglara las cosas por su cuenta acució a los delegados de los Estados Generales. Cada uno de los tres estamentos eligió sus propios diputados (el Tercer Estado lo hizo de forma indirecta a través de asambleas locales). Estas asambleas también tenían la responsabilidad de configurar listados de quejas (cahiers des doléances), lo que intensificó aún más las expectativas de una reforma fundamental.
Los delegados del Tercer Estado, aunque elegidos en asambleas nombradas a su vez por artesanos y campesinos, representaban el punto de vista de la élite. Sólo el 13 por ciento eran comerciantes. Alrededor del 25 por ciento eran abogados; el 43 por ciento eran dueños de alguna clase de cargo gubernamental.
Por tradición, cada estamento se reunía y votaba como un todo. En el pasado, esto había implicado por lo común que el Primer Estado (el clero) se aliara con el Segundo (la nobleza) para derrotar al Tercero. Ahora, el Tercer Estado dejó claro que no toleraría ese procedimiento. Los intereses del Tercer Estado los defendió de manera memorable el abad Emmanuel Sieyès, un miembro radical del clero. «¿Qué es el Tercer Estado?», preguntó Sieyès en su célebre opúsculo de enero de 1789. «Todo», respondió, y apeló a los cambios sociales del siglo XVIII para consolidar su argumentación. A comienzos de 1789, las ideas de Sieyés aún sonaban muy radicales. Pero los dirigentes del Tercer Estado coincidían con él en que los tres órdenes debían sentarse juntos y votar como individuos. Y, lo que es más importante, insistían en que el Tercer Estado debía tener el doble de miembros que el Primero y el Segundo.
El rey se opuso en principio a «doblar el Tercer Estado», y luego cambió de opinión. Su falta de voluntad para adoptar una postura firme en cuanto al método de votación le costó el apoyo que, de otro modo, habría obtenido por parte del Tercer Estado. Poco después de que los Estados Generales se reunieran en Versalles en mayo de 1789, el Tercer Estado, enojado por la actitud del rey, dio el paso revolucionario de abandonar el organismo y declararse a sí mismo Asamblea Nacional. Tras impedirles la entrada a la sala de reuniones de los Estados Generales el 20 de junio, el Tercer Estado y un puñado de simpatizantes de la nobleza y el clero se trasladaron a una pista cubierta de juego de pelota (jeu de paume) situada en las proximidades.
Allí, bajo la dirección del imprevisible, inconformista y aristócrata Mirabeau y el clérigo radical Sieyès, se comprometieron en juramento solemne a no disolverse hasta redactar el borrador de una constitución para Francia. Este Juramento del Juego de Pelota, celebrado el 20 de junio de 1789, se puede considerar el comienzo de la Revolución francesa. La Asamblea Nacional, que reclamó la autoridad para rehacer el gobierno en nombre del pueblo, no se limitó a protestar contra el mandato de Luis XVI, sino que afirmó su derecho a actuar como el máximo poder soberano de la nación. El 27 de junio el rey prácticamente le concedió este derecho al ordenar a todos los delegados que se unieran a la Asamblea Nacional.
PRIMERAS ETAPAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
La primera etapa de la Revolución francesa se prolongó desde junio de 1789 hasta agosto de 1792. En general, se trató de una etapa de moderación cuyas acciones estuvieron dirigidas por representantes liberales de la nobleza y el Tercer Estado. Si bien, tres acontecimientos ocurridos en el verano y el otoño de 1789 evidenciaron que la revolución iba a penetrar hasta el mismísimo corazón de la sociedad francesa.
Revueltas populares
Desde el comienzo, la crisis política despertó gran atención pública. Ésta no sólo provino del interés que suscitó la reforma política, sino también de la crisis económica que, como ya se ha visto, subió el precio del pan a cifras astronómicas. Muchos creían que la aristocracia y el rey estaban conspirando para castigar al Tercer Estado fomentando la escasez y el incremento de los precios. Durante los últimos días de junio de 1789, circularon por París rumores de que el rey estaba preparando un golpe de estado reaccionario. Los electores de París (que habían votado por el Tercer Estado —maestros de talleres, artesanos, tenderos—) no sólo temían al rey sino también a los pobres de París, quienes habían celebrado manifestaciones por las calles amenazando con violencia. El pueblo no tardó en recibir el apelativo de sans-culottes. El término se podría traducir como «sin calzas», en alusión a un símbolo que enorgullecía a la aristocracia: los hombres del vulgo usaban pantalones largos en lugar de los calzones, medias y zapatos de hebilla dorada de la aristocracia. El pueblo, dirigido por los electores, formó un gobierno municipal provisional y organizó una milicia de voluntarios para mantener el orden. Decididos a conseguir armas, el 14 de julio se encaminaron a la Bastilla, una fortaleza antigua donde se guardaban pistolas y munición. La Bastilla, construida en la Edad Media, había servido de prisión durante muchos años, pero ya apenas se usaba, si bien simbolizaba la odiada autoridad real. Cuando la multitud pidió armas al gobernador, éste en principio dio largas y después, temiendo un ataque frontal, abrió fuego y mató a noventa y ocho asaltantes. La muchedumbre se vengó tomando la fortaleza (que sólo custodiaba a siete prisioneros —cinco delincuentes comunes y dos personas encerradas por deficiencia mental—) y decapitando al gobernador. Grupos semejantes tomaron el control en otras ciudades de toda Francia. La caída de la Bastilla representó el primer ejemplo del papel que desempeñó la gente en el cambio revolucionario.
La segunda revuelta popular se produjo en el campo. También los campesinos previeron y temieron una contrarrevolución monárquica y aristocrática. Corrió el rumor de que los ejércitos reales estaban en camino, de que los austriacos, prusianos o «bandoleros» los estaban invadiendo. Asustados e inseguros, los campesinos y los habitantes rurales organizaron milicias; otros atacaron y quemaron casas señoriales, a veces en busca de grano, pero por lo general con el objeto de encontrar y destruir registros de derechos feudales. Este período del «Gran Miedo», tal como lo han bautizado los historiadores, agravó la confusión en el medio rural. Cuando estas noticias llegaron a París convencieron a los diputados de Versalles de que la administración sencillamente se había derrumbado.
El tercer caso de insurrección popular, los «Días de Octubre» de 1789, llegó con la crisis económica. Esta vez, las parisinas del distrito del mercado, asustadas por el precio creciente del pan y estimuladas por rumores de que el rey seguía sin querer cooperar con la Asamblea, marcharon a Versalles el 5 de octubre para exigir que se las escuchara. No contentas con que las recibiera la Asamblea, la multitud se abrió camino a través de las puertas del palacio reclamando que el rey regresara a París y abandonara Versalles. Durante la tarde del día siguiente, el rey se entregó. La Guardia Nacional, que simpatizaba con los agitadores, custodió a la muchedumbre hasta París; la procesión estuvo encabezada por un soldado que sostenía en alto una hogaza de pan pinchada en la bayoneta.
Cada uno de estos alzamientos populares forjó los eventos políticos de Versalles. La toma de la Bastilla convenció al rey y a los nobles para que aceptaran la creación de la Asamblea Nacional. El «Gran Miedo» forzó los cambios más decisivos de todo el período revolucionario. En un esfuerzo por aplastar el desorden rural, en la noche del 4 de agosto, la Asamblea dio un paso gigante para abolir toda suerte de privilegios. Eliminó el diezmo eclesiástico, el requerimiento de trabajo conocido como corvée, los privilegios de caza de la nobleza y gran variedad de exenciones tributarias y monopolios. En efecto, aquellas reformas eliminaron los vestigios feudales. Una semana después, la Asamblea abolió la venta de cargos oficiales, con lo que erradicó una de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen. El regreso del rey a París durante los Días de Octubre recortó su capacidad para resistirse a otros cambios.
La Asamblea Nacional y la Revolución liberal
La Asamblea emitió su carta de libertades, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en septiembre de 1789. En ella declaraba que la propiedad es un derecho natural junto con la libertad, la seguridad y la «resistencia a la opresión». Se declaraba libertad de expresión, tolerancia religiosa y libertad de prensa inviolable. Todos los ciudadanos debían recibir el mismo trato ante la ley. Nadie debía ser encarcelado ni castigado mediante ningún otro procedimiento salvo cuando se actuara de acuerdo al proceso legal correspondiente. Se afirmaba que la soberanía residía en el pueblo, y los agentes del gobierno quedaban sujetos a destitución si abusaban del poder que les fuera otorgado. No se trataba de ideas nuevas; eran resultado de las discusiones ilustradas y los debates y deliberaciones revolucionarios. La Declaración se convirtió en el preámbulo de la nueva constitución, finalizada por la Asamblea en 1791.
¿A quién aludía la Declaración con «hombre y ciudadano»? Los revolucionarios diferenciaban entre ciudadanos «pasivos», con derechos garantizados bajo ley, y ciudadanos «activos», quienes pagaban ciertas cantidades en impuestos y, por tanto, podían votar y ocupar cargos oficiales. Alrededor de la mitad de los hombres adultos de Francia contaban como ciudadanos «activos». Hasta su poder estaba limitado porque sólo podían votar a «electores», hombres cuyas haciendas les permitían desempeñar cargos públicos. En épocas posteriores de la Revolución, la república más radical abolió la distinción entre activos y pasivos, y los regímenes conservadores la reinstauraron. A qué hombres se les podía confiar la participación en política y en qué términos constituyeron dos cuestiones muy disputadas.
Lo mismo sucedió, en cierto modo, con los derechos de las minorías religiosas. La Revolución otorgó derechos civiles plenos a los protestantes, aunque en áreas divididas desde mucho tiempo atrás por conflictos religiosos los católicos objetaron tales derechos. La Revolución sí concedió, aunque vacilante, derechos civiles a los judíos, una medida que provocó protestas en zonas orientales de Francia. La tolerancia religiosa, un tema crucial de la Ilustración, implicaba el fin de la persecución, pero no que el régimen estuviera preparado para adaptarse a la diferencia religiosa. La Asamblea abolió la servidumbre y prohibió la esclavitud en la Francia continental. Pero guardó silencio sobre la esclavitud colonial y, aunque hubo delegaciones que presionaron para que dotara de derechos políticos a la población negra libre, la Asamblea eximió a las colonias de lo contemplado en la constitución. Los acontecimientos en el Caribe, como veremos, forzaron la cuestión algo más tarde.
Los derechos y funciones de las mujeres fueron foco de reñidos debates, aunque la mayor parte de la discusión se centró en el futuro de los gremios de mujeres trabajadoras o en las organizaciones mercantiles, el matrimonio y el divorcio, la ayuda a los pobres y la educación. La inglesa Mary Wollstonecraft escribió su obra cumbre Vindicación de los derechos de la mujer durante la polémica revolucionaria sobre educación nacional. ¿Debían las niñas recibir una formación? ¿Con qué finalidad? Wollstonecraft, como hemos visto, insistía en que eso conllevaba nada menos que el derrocamiento de las ideas imperantes sobre la forma de ser femenina y la creación de un concepto nuevo de feminidad independiente e igualitario. Sin embargo, hasta Wollstonecraft aludió tan sólo de manera indirecta a la representación política, consciente de que esa idea sólo «provocaría risas». El marqués de Condorcet escribió un panfleto en 1790 en favor de los derechos políticos de las mujeres.
Los derechos políticos de las mujeres encontraron una defensora interesante en la persona de Marie Gouze, también conocida como Olympe de Gouges. Esta hija de carnicero fue una autodidacta que se convirtió en intelectual y dramaturga. Como mucha gente «común» que encontró en el estallido de la actividad revolucionaria la oportunidad de dirigirse al público escribiendo discursos, opúsculos o periódicos, Gouges compuso su propio manifiesto, la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791). Partiendo de la premisa de que «las diferencias sociales sólo pueden basarse en la utilidad común», declaró que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres, incluidos la resistencia a la opresión, la participación en el gobierno y el derecho a dar el nombre del padre a los hijos ilegítimos, lo que constituye un guiño revelador a las cuestiones relacionadas con los apuros económicos, la vergüenza y el aislamiento que padecían las mujeres de la época. Las mujeres intervinieron en las actividades cotidianas de la Revolución, participaron en los clubes, en las manifestaciones y en los debates; las organizaciones de artesanas desempeñaban un papel bien consolidado en la vida municipal; las mujeres del mercado eran figuras públicas conocidas, a menudo cruciales para la circulación de las noticias y las manifestaciones populares espontáneas. El régimen celebró el apoyo de las «ciudadanas» y las figuras femeninas sirvieron como alegorías de la libertad. Pero aquellas concepciones se unieron cada vez más a una imagen de las mujeres como madres compasivas, educadoras y cariñosas de la esfera privada, que no se inmiscuían en la vida pública.
En esta etapa temprana de la Revolución, la cuestión que más dividió y enfrentó a la Asamblea fue la relacionada con la religión. En noviembre de 1789, la Asamblea Nacional decidió confiscar las tierras del clero y usarlas como garantía bancaria para el problema de los asignados, billetes con interés que acabaron funcionando como papel moneda. La Asamblea abrigaba la esperanza vana, tal como se reveló después, de que esta medida resolvería la crisis inflacionaria del país. En julio del año siguiente, promulgó la Constitución Civil del Clero, la cual estipulaba que todos los obispos y sacerdotes quedaban sujetos a la autoridad del estado. Sus salarios debían salir de las arcas públicas y estaban obligados a jurar lealtad al nuevo estado, para dejar claro que servían a Francia y no a Roma. La intención de la Asamblea consistía en transformar la Iglesia católica de Francia en una verdadera institución nacional y civil.
La reforma eclesiástica polarizó grandes sectores de Francia. La posición privilegiada de la Iglesia durante el Antiguo Régimen, que incluía la posesión de vastas extensiones de tierras monásticas, le valió el resentimiento de muchos. Pero, por otro lado, la labor durante siglos había convertido las parroquias en instituciones de gran trascendencia local. El cura de la localidad no sólo bautizaba, casaba y enterraba a la gente, sino que también la ayudaba con los documentos escritos. La Iglesia procuraba ayuda a los pobres y otros servicios. En muchas zonas, los campesinos dependían de sus sacerdotes y los respetaban. Los cambios espectaculares que introducía la Constitución Civil del Clero hallaron, pues, una resistencia considerable en ciertas zonas rurales de Francia. Cuando el papa amenazó con excomulgar a los sacerdotes que firmaran la Constitución Civil, se alzaron las estacas y mucha gente de las regiones más católicas del oeste de Francia emprendieron la contrarrevolución.
La Asamblea Nacional emprendió una serie de cambios económicos y gubernamentales de efecto duradero. Para subir el dinero, vendió a bajo precio las tierras de la Iglesia, aunque pocos de los que pasaban auténtica necesidad pudieron permitirse comprarlas. Para fomentar el crecimiento económico, abolió los gremios. Para librar al país del poder aristocrático local, reorganizó los gobiernos locales. Francia quedó dividida en ochenta y tres departamentos iguales. Estas medidas pretendían defender la libertad individual y acabar con antiguos privilegios. Los principales beneficiarios fueron, en su mayoría, miembros de la élite, gente pujante bajo el régimen anterior que supo aprovechar las oportunidades que se presentaron con el nuevo, como la adquisición de tierras o el acceso a un cargo público por votación.
En el verano de 1792, la Revolución entró en una segunda fase. Los dirigentes moderados fueron derribados y reemplazados por «republicanos» mucho más radicales que reclamaban el gobierno en nombre de la gente del pueblo. ¿A qué se debió este cambio brusco y drástico? ¿Acaso la revolución se «desvió de su curso»? Esta es una de las cuestiones más complejas de la Revolución francesa. Las respuestas deben tener en cuenta tres factores: los cambios en la política popular, una crisis de liderazgo y una polarización internacional.
En primer lugar, la Revolución generó una politización notable del pueblo, sobre todo en las ciudades. La falta de restricciones a la prensa multiplicó la aparición de periódicos repletos de comentarios políticos y sociales. A partir de 1789, gran variedad de clubes políticos pasaron a formar parte de la vida política cotidiana. Algunos eran formales, casi como partidos políticos, que congregaban a miembros de la élite para debatir sobre los problemas que aquejaban al país y para condicionar las decisiones de la Asamblea. Otros clubes abrieron sus puertas a quienes quedaron al margen de la política formal, y en ellos se leían periódicos en voz alta y se discutían las posibilidades del país, desde las disposiciones de la constitución hasta la fidelidad del rey y sus ministros. Esta conciencia política aumentó con la crisis de unas carencias y una fluctuación de precios casi constantes. Los precios exasperaron en especial a los obreros de París, quienes habían demandado cambios en 1789 y llevaban esperándolos con anhelo desde entonces. Las manifestaciones urbanas, a menudo encabezadas por mujeres, exigían el abaratamiento del pan, mientras que en los clubes y periódicos los líderes políticos pedían al gobierno que controlara la inflación creciente. Estos cabecillas también articularon las frustraciones de una masa de hombres y mujeres que se sentían estafados por la constitución.
La segunda gran causa del cambio de rumbo radicó en la falta de un liderazgo nacional eficaz. Luis XVI continuó siendo un monarca débil y vacilante. Se vio obligado a apoyar medidas que personalmente no le agradaban, en especial, la Constitución Civil del Clero. De modo que apoyó las maquinaciones de la reina, que mantenía contactos con su hermano Leopoldo II de Austria. A instancias de María Antonieta, Luis aceptó intentar huir de Francia en junio de 1791 con la esperanza de conseguir apoyo extranjero para la contrarrevolución. Los miembros de la familia real lograron burlar la guardia de palacio en París, pero fueron apresados cerca de la frontera en Varennes y conducidos de vuelta a la capital. Aunque la Constitución de 1791 declaraba Francia como monarquía, después de Varennes, Luis se convirtió en poco más que un prisionero de la Asamblea.
La tercera gran causa del giro espectacular de los acontecimientos lo constituyó la guerra. Desde el principio de la Revolución, los hombres y mujeres de toda Europa se sintieron impelidos, dada la gravedad de los eventos de Francia, a posicionarse ante el conflicto. En los años inmediatamente siguientes a 1789, la Revolución francesa obtuvo el apoyo entusiasta de gran variedad de pensadores. El poeta británico William Wordsworth, que más tarde se desencantó, recordaba su emoción inicial: «Qué dicha estar vivo aquella madrugada…». Sus sentimientos los compartieron poetas y filósofos de todo el continente, incluido el alemán Johann Gottfried von Herder, quien consideró la Revolución como el momento histórico más importante desde la Reforma. Las sociedades políticas de Gran Bretaña proclamaron su lealtad a los principios de la nueva Revolución, a menudo debido a una idea muy errónea de ella como una mera versión francesa de los acontecimientos de 1688. En los Países Bajos, un grupo «patriótico» organizó huelgas y urdió una revolución propia contra la oligarquía dominante de comerciantes. Los revolucionarios políticos de Alemania occidental y de Italia vieron con agrado la posibilidad de una invasión francesa como un medio para lograr cambios radicales dentro de sus propios países.
LA CONTRARREVOLUCIÓN
Otros se opusieron a la Revolución desde sus comienzos. Los nobles exiliados, que habían huido de Francia en busca de cortes reales compasivas en Alemania y otros lugares, hicieron todo lo posible para despertar un sentimiento contrarrevolucionario. En Gran Bretaña, la causa conservadora se reforzó con la publicación en 1790 de Reflexiones sobre la revolución en Francia, de Edmund Burke. Este político whig que había simpatizado con los revolucionarios americanos atacó en cambio la revolución de Francia por considerarla un crimen monstruoso contra el orden social. El fracaso de los franceses a la hora de prestar el respeto adecuado a la tradición y la costumbre había destruido los cimientos de la civilización francesa, tejidos durante siglos de historia nacional.
El célebre opúsculo de Burke, en el que esbozó una imagen romántica y muy inexacta del rey y la reina de Francia, contribuyó a despertar simpatías por la causa contrarrevolucionaria, aunque esos sentimientos no se tradujeron en una oposición activa hasta que Francia se convirtió en una amenaza para la estabilidad internacional y las ambiciones particulares de las grandes potencias. Esa amenaza fue la que condujo a la guerra en 1792 y la que mantuvo al continente en armas durante una generación.
Los primeros estados europeos que expresaron de manera pública su preocupación ante los acontecimientos de la Francia revolucionaria fueron Austria y Prusia. En agosto de 1791, proclamaron que la restauración del orden y los derechos del monarca de Francia eran cuestiones de «interés común para todos los soberanos de Europa». Los dirigentes del gobierno francés declararon la proclama una afrenta a la soberanía nacional, con la esperanza de que el entusiasmo por una guerra uniría al pueblo francés y fortalecería la Revolución. Los monárquicos, tanto los de dentro como los de fuera de Francia, le hicieron el juego a las intrigas y los pronunciamientos contra el gobierno. El 20 de abril de 1792, la Asamblea declaró la guerra contra Austria y Prusia.
Casi todas las facciones políticas de Francia acogieron la guerra con agrado. Los líderes de la Asamblea confiaban en que una política agresiva reforzara la lealtad de la gente y llevara libertad al resto de Europa. Los contrarrevolucionarios esperaban que la intervención de Austria y Prusia empezara a deshacer todo lo sucedido desde 1789. Los radicales, recelosos de los líderes aristócratas y del rey, creían que la guerra serviría para desenmascarar a todos los «traidores» que albergaban dudas sobre la Revolución y sacaría a la luz a quienes simpatizaban con el rey y con los contrarrevolucionarios europeos. Tal como esperaban los radicales, las fuerzas francesas se encontraron con serios reveses. En agosto de 1792, los ejércitos aliados de Austria y Prusia habían cruzado la frontera y amenazaban con tomar París. Muchos, también soldados, creían que los desastres militares evidenciaban la traición del rey. El 10 de agosto, las multitudes parisienses, organizadas por sus líderes radicales, atacaron el palacio real. Se encarceló al rey y con ello comenzó una segunda revolución mucho más radical.
LOS JACOBINOS
A partir de aquí, el liderazgo del país pasó a manos de los líderes más igualitarios del Tercer Estado. A estos dirigentes nuevos se los conocía como jacobinos, debido al nombre del club político al que pertenecían. Aunque tenían sede en París, contaban con acólitos por toda Francia. Entre sus miembros figuraban gran cantidad de profesionales, cargos públicos y abogados, pero se proclamaron portavoces del pueblo y la nación. Un número cada vez mayor de artesanos se unió a los clubes jacobinos a medida que creció el movimiento, y también se expandieron otros clubes más democráticos.
Una Convención Nacional, elegida por hombres blancos libres, se convirtió en el verdadero órgano de gobierno del país durante los tres años siguientes. La elección se produjo en septiembre de 1792, cuando los disturbios por toda Francia alcanzaron un nuevo máximo. Las denominadas Masacres de Septiembre se produjeron cuando, ante el rumor de que los prisioneros políticos planeaban la fuga, hordas de revolucionarios parisienses respondieron sometiéndolos a juicios sumarios y a ejecuciones rápidas. Mataron a más de mil supuestos enemigos de la Revolución en menos de una semana. Lyón, Orleans y otras ciudades francesas se sumieron en disturbios similares.
La Convención recién elegida era mucho más radical que su predecesora, la Asamblea, y sus dirigentes estaban decididos a acabar con la monarquía. El 21 de septiembre, la Convención declaró la república en Francia. En diciembre se procesó al rey, y en enero se le condenó a muerte por poca diferencia de votos. El heredero de la gran tradición absolutista de Francia afrontó el fin de su vida con valentía degradado como «ciudadano Luis Capeto», decapitado en la guillotina, el espantoso verdugo mecánico que se erigiría en símbolo del fervor revolucionario.
Mientras, la Convención dirigió la atención hacia reformas internas adicionales. Entre sus logros más significativos a lo largo de los tres años siguientes se contaron la abolición de la esclavitud en las colonias francesas (véase más adelante) y la derogación de la primogenitura, de modo que el patrimonio no lo heredaría en exclusiva el hijo varón mayor, sino que se repartiría del modo más equitativo posible entre todos los herederos directos. La Convención también confiscó los bienes de los enemigos de la Revolución en beneficio del gobierno y de las clases más bajas. Algunas propiedades grandes se dividieron y se ofrecieron en venta a los ciudadanos más pobres en unas condiciones bastante favorables. Canceló de golpe la política de compensación de la nobleza por los privilegios perdidos. Para frenar la subida de los precios, el gobierno estipuló un precio máximo para el grano y otras necesidades básicas. En un intento asombroso por erradicar el cristianismo de la vida cotidiana, la Convención adoptó un calendario nuevo. En él, el año comenzaba con el nacimiento de la república (el 22 de septiembre de 1792) y los meses se repartían de manera que desaparecía el domingo católico.
Buena parte de aquel programa, sobre todo la limitación de precios y las requisiciones, fue consecuencia de unas necesidades políticas desesperadas y de la presión de los sans-culottes urbanos. Durante los tres años posteriores a 1790, los precios habían experimentado incrementos pasmosos: el trigo, del 27 por ciento; la ternera, del 136 por ciento, y las patatas, del 700 por cien. Mientras el gobierno imponía máximos en París, pequeños ejércitos de sans-culottes urbanos atacaban a quienes ellos consideraban acaparadores y explotadores. Si los dirigentes jacobinos hubieran seguido sus propias inclinaciones económicas, habrían desarrollado políticas acordes con el pensamiento liberal y reformista que había desafiado a la centralización y el control absolutistas. Pero las nefastas circunstancias bélicas continentales y los desórdenes interiores obligaron a los líderes a ceder a las demandas de los sans-culottes.
La Convención logró asimismo reorganizar el ejército con un éxito sorprendente. En febrero de 1793, Gran Bretaña, Holanda, España y Austria estaban en campaña contra Francia. El ingreso de Gran Bretaña en la guerra lo dictaron razones estratégicas y económicas. Los británicos temían la incursión directa de Francia en los Países Bajos a través del Canal de la Mancha; además, les preocupaba que la expansión francesa supusiera una amenaza seria para la propia hegemonía económica creciente de Gran Bretaña en todo el orbe. La coalición aliada, aunque unida sólo por el deseo de contener aquel temible fenómeno revolucionario, constituía sin embargo una fuerza formidable. Para repelerla, los franceses organizaron un ejército capaz de ganar una batalla tras otra a lo largo de esos años. En agosto de 1793, el gobierno revolucionario reunió a todos los hombres capaces de empuñar un arma. Se enviaron catorce ejércitos improvisados a batallar bajo el mando de oficiales jóvenes e inexpertos. Las carencias en cuanto a instrucción y disciplina las compensaron con organización, movilidad, flexibilidad, coraje y moral. (En la armada, en cambio, donde la técnica tenía una importancia primordial, los revolucionarios franceses jamás lograron igualar el rendimiento de los británicos). En 1793-1794, los ejércitos franceses conservaron su patria. En 1794-1795, ocuparon los Países Bajos, Renania y regiones de España, Suiza y Saboya. En 1796, invadieron y ocuparon zonas clave de Italia y acabaron con la coalición formada en su contra.
EL REINADO DEL TERROR
Aquellos acontecimientos se cobraron un duro precio. Para asegurar sus triunfos, los dirigentes de Francia recurrieron a un autoritarismo sangriento que con el tiempo se conoció como el Terror. Aunque en 1793 la Convención logró redactar un borrador de una nueva constitución democrática basada en el sufragio masculino, la premura de la guerra obligó a posponer su aplicación. En su lugar, la Convención prolongó su existencia año tras año y fue delegando cada vez más sus responsabilidades en un grupo de doce dirigentes que formaban el Comité de Salvación Pública.
Los dirigentes políticos más destacados fueron Jean Paul Marat, Georges Jacques Danton y Maximilien Robespierre; los dos últimos, miembros del Comité de Salvación Pública. Jean Paul Marat había estudiado medicina y hacia 1789 ya había destacado bastante en la profesión como para recibir un título honorario de la Universidad de Saint Andrews de Escocia. Marat se opuso a casi todas las determinaciones de sus colegas moderados, incluida su admiración por Gran Bretaña, que él consideraba corrupta y déspota. No tardó en convertirse en víctima de la persecución y se vio obligado a refugiarse en cloacas y mazmorras insalubres, aunque perseveró como editor de la popular hoja informativa El amigo del pueblo. Con tanta exposición a infecciones contrajo una enfermedad crónica en la piel que sólo conseguía aliviar con baños frecuentes. En el verano de 1793, en pleno auge de la crisis revolucionaria, fue apuñalado en la bañera por Charlotte Corday, una joven monárquica, y se convirtió en un mártir de la Revolución.
Georges Jacques Danton fue, como Marat, un líder político popular, muy conocido en los clubes más humildes de París. Elegido miembro del Comité de Salvación Pública en 1793, tuvo mucho que ver en la organización del Terror. Sin embargo, a medida que transcurrió el tiempo se cansó de tanta crueldad y manifestó cierta tendencia a establecer acuerdos, con lo que les brindó a sus oponentes en la Convención la oportunidad que esperaban. En abril de 1794 Danton fue enviado a la guillotina. Cuentan que al subir al patíbulo dijo: «Enseñad mi cabeza al pueblo, ella bien lo merece».
El más famoso y tal vez más grande de los líderes radicales fue Maximilien Robespierre. Nacido en una familia de supuesta ascendencia irlandesa, Robespierre estudió leyes y logró un éxito modesto y rápido como abogado. Su elocuencia y su insistencia constante, o implacable, en que los dirigentes respetaran la «voluntad del pueblo» le reportaron a la larga un grupo de seguidores dentro del club jacobino. Más tarde se convirtió en presidente de la Convención Nacional y en miembro del Comité de Salvación Pública. Aunque guardó poca relación con el comienzo del Terror, fue responsable de que ampliara su alcance. Llegó a justificar la crueldad como necesaria para el progreso revolucionario.
Los dos años del Terror depararon una dictadura severa en Francia. Presionado desde fuera por enemigos extranjeros, el Comité se encontró con la oposición tanto de la derecha como de la izquierda política en el interior. Para dar respuesta a la necesidad del control político absoluto, los líderes de la «Montaña», un partido de radicales aliado con los artesanos parisinos, expulsaron de la Convención a los moderados en junio de 1793. Estallaron rebeliones en ciudades de provincias, como Lyón, Burdeos y Marsella, que sufrieron una represión despiadada por parte del Comité y sus representantes locales. El gobierno también se enfrentó a la contrarrevolución por el oeste. Los campesinos estaban ofendidos por el ataque del gobierno a sus instituciones religiosas. Los intentos del gobierno por reclutar tropas para los ejércitos revolucionarios avivaron los viejos rescoldos del resentimiento hasta convertirlos en una rebelión abierta. Hacia el verano, las fuerzas campesinas del oeste plantearon una amenaza seria a la Convención. El Comité, decidido a estabilizar Francia a toda costa, envió comisarios al campo para acabar con los enemigos del estado.
Durante la época del Terror, de septiembre de 1793 a julio de 1794, las estimaciones más fiables establecen el número de ejecuciones entre veinticinco mil y treinta mil en todo el conjunto de Francia, de las cuales menos de veinte mil fueron condenadas por los tribunales. Además, hubo alrededor de quinientas mil encarcelaciones entre marzo de 1793 y agosto de 1794. Algunas víctimas del Terror fueron aristócratas, pero muchas más fueron campesinos y obreros acusados de acaparamiento, traición o actividad contrarrevolucionaria. Cualquiera que pareciera una amenaza para la república, con independencia de su posición social o económica, estaba en peligro. Cuando un poco más tarde le preguntaron al abad Sieyès a qué actividades que lo honraran se había dedicado durante el Terror, respondió con sequedad: «Viví».
EL LEGADO DE LA SEGUNDA REVOLUCIÓN FRANCESA
Antes de nada, deben quedar claras algunas cuestiones relacionadas con esta «segunda» Revolución francesa. En primer lugar, durante algún tiempo el entusiasmo revolucionario repercutió de un modo muy directo en la vida cotidiana de hombres, mujeres y niños. Los sans-culottes de las ciudades impusieron su modo de vestir a sus conciudadanos. Los pantalones de los obreros reemplazaron las calzas que habían constituido una insignia indumentaria de las clases medias y la nobleza. Una gorra roja, que al parecer simbolizaba la liberación de la esclavitud, se convirtió en un tocado popular, y las pelucas desaparecieron. Hombres y mujeres se llamaban entre sí «ciudadanos» y «ciudadanas». La vida pública estaba marcada por ceremonias pensadas para enfatizar la ruptura con el Antiguo Régimen. Durante las primeras etapas de la Revolución, estos festivales estimulaban y expresaban el entusiasmo popular por las nuevas formas de vida y de pensamiento. Con el Comité de Salvación Pública se volvieron didácticos y falsos.
En segundo lugar, la Revolución radical de 1792-1793 invirtió de manera espectacular la tendencia a la descentralización. La Asamblea sustituyó a los funcionarios locales, algunos de ellos aún monárquicos por solidaridad, por «suplentes en misión», cuyo cometido consistió en reclutar tropas y generar fervor patriótico. Cuando aquellos suplentes se mostraban demasiado ávidos por actuar de forma independiente, se los reemplazaba a su vez por «agentes nacionales» con instrucciones para informar directamente al Comité. En otro intento por estabilizar la autoridad, la Asamblea cerró todos los clubes políticos de mujeres decretándolos un peligro político y social.
En tercer lugar, la Revolución mermó el valor de las instituciones tradicionales que habían servido a la gente como lazo de unión durante siglos (la Iglesia, los gremios, las parroquias). En su lugar aparecieron ahora organizaciones patrióticas y una cultura que insistía en la lealtad a una causa nacional única. Estas instituciones nacieron con las campañas electorales, los mítines y las guerras panfletarias de 1788 y el interés que despertaron. Entre ellas se contaban los clubes políticos y las asambleas locales, que en pleno auge revolucionario (1792-1793) se reunían todos los días de la semana y brindaban un bagaje político. Además del ejército nacional (fédérés), incluían los ejércitos populares, formados por grupos vigilantes de sans-culottes enviados desde la ciudad al campo para requisar alimentos y materiales.
Los que apoyaron la Revolución no fueron los únicos que se movilizaron. Los movimientos contrarrevolucionarios también fueron «populares» y reclutaron a campesinos y artesanos que consideraban invadidas sus zonas locales y que lucharon a favor de sus sacerdotes locales o contra las convocatorias revolucionarias de levas forzosas. La Revolución dividió Francia. Pero también forjó nuevos vínculos. Es incuestionable que la identidad nacional francesa se vio reforzada por el sentimiento de que el resto de Europa, portando lo que los versos de la Marsellesa, el himno más famoso de la Revolución, llamaban la «bandera manchada de sangre de la tiranía», aplastaría la nueva nación y a sus ciudadanos.
DEL TERROR A BONAPARTE: EL DIRECTORIO
El Comité de Salvación Pública, aunque capaz de salvar Francia, no logró salvarse a sí mismo. La inflación se volvió catastrófica. La larga ristra de victorias militares convenció cada vez a más gente de que las demandas del Comité para seguir con el autosacrificio, así como su insistencia en la necesidad del Terror, carecían ya de toda justificación. En julio de 1794, el Comité se quedó prácticamente sin aliados. El 27 de julio (9 de termidor, en el nuevo calendario), Robespierre fue abucheado por sus enemigos mientras intentaba hablar en la sala de la Convención. Al día siguiente fue guillotinado, junto con otros veintiún conspiradores más, como enemigo del estado.
El fin del Terror no conllevó una «moderación» instantánea. Los jacobinos tuvieron que ocultarse y fueron perseguidos por grupos vigilantes monárquicos. La derogación del Maximum, o los controles de precios, combinada con el peor invierno de todo el siglo, deparó una miseria generalizada. Otras medidas que habían formado parte del Terror se revocaron de manera gradual. En 1795, la Convención Nacional adoptó una constitución nueva y más conservadora que garantizaba el sufragio a todos los ciudadanos varones adultos que supieran leer y escribir. Pero instauró elecciones indirectas: los ciudadanos votaban a unos electores que, a su vez, elegían el órgano legislativo. Por tanto, los ciudadanos más ricos asumieron la autoridad. Para evitar dictaduras personales, la autoridad ejecutiva recayó sobre un consejo de cinco hombres conocido como el Directorio, elegido por el órgano legislativo. La nueva constitución no sólo incluyó una declaración de derechos, sino también una declaración de deberes del ciudadano.
Aunque el Directorio duró más que el órgano revolucionario que lo antecedió, no consiguió estabilizar el gobierno. Sus miembros se enfrentaron al descontento de ambos bandos, tanto el de la izquierda radical como el de la derecha conservadora. En el seno de la izquierda, el Directorio acalló con éxito varios movimientos radicales para abolir la propiedad privada y el gobierno de estilo parlamentario, incluido el movimiento encabezado por el radical «Gracchus Babeuf», cuyos seguidores, en su mayoría, fueron ejecutados o deportados. El despacho de las amenazas de la derecha planteó más desafíos. Las elecciones de marzo de 1797, las primeras elecciones libres celebradas en Francia como república, devolvieron a gran cantidad de monárquicos constitucionalistas a los consejos de gobierno. Esto desató la alarma entre los principales políticos, entre los cuales figuraban algunos que habían votado a favor de la ejecución de Luis XVI. Con el apoyo del ejército, el Directorio anuló la mayoría de los resultados electorales. Dos años después, tras otras rebeliones y purgas y con el país sumido aún en una inflación severa, aumentó la desesperación de los Directores. En esta ocasión pidieron auxilio al brillante y joven general Napoleón Bonaparte.
La primera victoria militar de Bonaparte en 1793, la reconquista de Tolón, que había caído en manos de las fuerzas monárquicas y británicas, le había valido el ascenso de capitán a brigadier a los veinticuatro años. Aunque lo arrestaron por terrorista tras la caída de Robespierre, con posterioridad se ganó la gratitud del Directorio. En octubre de 1795, lanzó lo que él denominó un «poco de metralla» que salvó la Convención del ataque de los detractores de la nueva constitución. Había acumulado una serie de victorias notables en Italia que forzaron una retirada (temporal) de Austria de la guerra. Más tarde, intentó derrotar a Gran Bretaña organizando un ataque a las fuerzas británicas en Egipto y Oriente Próximo. Esta campaña se desarrolló bien en tierra, pero cuando la flota francesa fue derrotada por el almirante Horatio Nelson (bahía de Abukir, 1798), Bonaparte se encontró atrapado por los británicos. Un año más de lucha no lo situó más cerca de una victoria decisiva.
Fue en este momento cuando llegó la llamada del Directorio. Bonaparte se escabulló de Egipto y apareció en París, habiendo aceptado previamente participar en un golpe de estado con el Director líder, aquel antiguo defensor revolucionario del Tercer Estado, el abad Sieyès. El 9 de noviembre de 1799 (18 de brumario), Bonaparte fue declarado «cónsul provisional». Él encarnó la respuesta a las plegarias del Directorio: un líder fuerte y popular que no era rey. Sieyès declaró que Bonaparte brindaría «confianza desde abajo y autoridad desde arriba». Con estas palabras Sieyès proclamó el fin del período revolucionario.
LA REVOLUCIÓN HAITIANA
Durante el transcurso de todos estos eventos, las colonias francesas del Atlántico fueron remodelando la Revolución y su legado. Las islas caribeñas de Guadalupe, Martinica y Santo Domingo ocupaban un lugar central en la economía francesa debido al comercio del azúcar. Las élites plantadoras ejercían una influencia capital en París. La Asamblea Nacional francesa (al igual que su equivalente americana) se negó a discutir el tema de la esclavitud en las colonias para no entrometerse en los derechos de propiedad de los dueños de esclavos y temerosa de perder las lucrativas islas azucareras en beneficio de sus rivales británicos o españoles en caso de que los esclavistas descontentos propusieran independizarse de Francia. Para los hombres franceses de la Asamblea fue más difícil la cuestión de los derechos de los negros libres, un grupo que incluía un número considerable de ricos dueños de tierras (y esclavos).
Santo Domingo alojaba unos cuarenta mil blancos de diferentes clases sociales, treinta mil personas libres de color y quinientos mil esclavos, en su mayoría recién esclavizados desde el oeste de África. En 1790, la gente negra libre de Santo Domingo envió una delegación a París para que formara parte de la Asamblea, subrayando que se trataba de hombres con propiedades y, en muchos casos, de ascendencia europea. La Asamblea rehusó aceptarlos. Su negativa provocó una rebelión mulata en Santo Domingo. Las autoridades coloniales reprendieron el movimiento con rapidez y brutalidad capturando a Vincent Ogé, un miembro de la delegación mulata de París y uno de los cabecillas de la rebelión, al que ejecutaron públicamente junto a sus secuaces con el suplicio de la rueda y la decapitación. Los diputados radicales de París, incluido Robespierre, expresaron su indignación, pero poco pudieron hacer para cambiar la política de la Asamblea.
En agosto de 1791 estalló en Santo Domingo la mayor rebelión esclava de la historia. No está claro cuánto influyó en este alzamiento la propaganda revolucionaria; como muchos levantamientos del período, tuvo sus propias raíces y siguió su propia lógica. Británicos y españoles invadieron Santo Domingo con la esperanza de aplastar la rebelión y tomar la isla. En la primavera de 1792, el gobierno francés, al borde del colapso y en guerra con Europa, luchó por granjearse aliados en Santo Domingo proclamando la libertad de los ciudadanos negros. Poco después de la revolución de agosto de 1792, la nueva república francesa envió comisarios a Santo Domingo con tropas e instrucciones para retener la isla. La inestable combinación de tropas españolas y británicas junto a los plantadores y esclavos rebeldes de Santo Domingo se reveló muy superior a lo que podían controlar por sí solas las fuerzas de la república. En este contexto, los comisarios franceses locales se doblegaron al éxito de una revolución esclava, y en 1793 prometieron libertad a los esclavos que se unieran a los franceses. Un año después, la Asamblea de París extendió a todas las colonias lo que ya se había llevado a cabo en Santo Domingo.
La nueva situación sacó líderes nuevos a la palestra, entre los cuales destacó sobre todo un antiguo esclavo, Toussaint Bréda, más tarde llamado Toussaint L’Ouverture, que significa «el que abrió el camino». En el transcurso de los cinco años siguientes, Toussaint y sus soldados, ahora aliados con el ejército francés, vencieron a los plantadores franceses, a británicos (en 1798) y a españoles (en 1801). Toussaint también quebró el poder de sus generales rivales en los ejércitos de mulatos y de antiguos esclavos y se convirtió en el estadista de la Revolución. En 1801 creó una constitución que juraba lealtad a Francia pero la privaba de todo derecho a intervenir en los asuntos de Santo Domingo. La constitución abolió la esclavitud, reorganizó a los militares, instauró el cristianismo como religión del estado (esto supuso el rechazo del vudú, una combinación del cristianismo con diversas tradiciones del oeste y el centro de África) y convirtió a Toussaint en gobernador vitalicio. Se trató de un momento extraordinario del período revolucionario: la formación de una sociedad autoritaria, pero también un símbolo absolutamente inesperado del potencial universal de las ideas revolucionarias.
Sin embargo, los logros de Toussaint lo encaminaron a un enfrentamiento directo con el otro general francés que tanto admiraba y con una carrera tan parecida a la suya: Napoleón Bonaparte. Santo Domingo se situó en el centro de las ambiciones de Bonaparte en el Nuevo Mundo, y en enero de 1802 envió veinte mil hombres para tomar el control de la isla. A Toussaint, capturado cuando acudió a tratar con los franceses, lo embarcaron bien custodiado para trasladarlo a una prisión en las montañas del este de Francia, donde murió en 1803. Con todo, la lucha continuó en Santo Domingo, con disparos alimentados ahora por la determinación de Bonaparte de reinstaurar la esclavitud. La guerra se convirtió en una pesadilla para los franceses. La fiebre amarilla mató a miles de soldados franceses, incluido uno de los mejores generales de Napoleón. Los ejércitos de ambos bandos cometieron atrocidades. En diciembre de 1803 el ejército francés se había derrumbado. En enero de 1804, Jean-Jacques Dessalines, un general del ejército de antiguos esclavos, declaró el estado independiente de Haití.
La Revolución haitiana siguió siendo, en muchos sentidos, una anomalía. Fue la única revolución esclava de la historia que triunfó y, con mucho, la revolución más radical de todas las sucedidas en este período. Puso de manifiesto que las ideas emancipadoras de la Revolución y la Ilustración podían aplicarse a pueblos no europeos y a personas esclavizadas, una constatación que los europeos intentaron ignorar pero que hirió de lleno a las élites que regentaban plantaciones en el norte y sur de América. Sumada a las rebeliones posteriores en las colonias británicas, favoreció la decisión de Gran Bretaña en 1838 de acabar con la esclavitud. Y proyectó largas sombras sobre las sociedades esclavistas del siglo XIX desde el sur de Estados Unidos hasta Brasil.
Pocas figuras de la historia occidental han centrado la atención del mundo como lo hizo Napoleón Bonaparte durante los quince años que duró su mandato en Francia. Pocos hombres perduraron tanto como mito, no sólo en su propio país, sino en todo Occidente. Para la inmensa mayoría de los europeos medios, los recuerdos de la Revolución francesa estuvieron dominados por los de las guerras napoleónicas, que devastaron Europa, convulsionaron su política y traumatizaron a su gente durante toda una generación. Lo que había comenzado como revolución política y revuelta popular terminó en una guerra y el intento de crear una modalidad nueva de imperio europeo. Para muchos observadores, aquella transformación pareció encarnarse en la trayectoria de un solo hombre. Desde el advenimiento de la guerra en 1792, los revolucionarios franceses habían acudido al ejército de Francia para defenderse y sobrevivir. Parecía de lo más natural que el futuro de la Revolución fuera unido a los éxitos de su general más excelso, Napoleón Bonaparte.
Sin embargo, la relación de Bonaparte con la Revolución no fue sencilla. Su régimen consolidó algunos de los cambios políticos y sociales de la Revolución pero repudió otros con contundencia. Se presentaba a sí mismo como el hijo de la Revolución, pero también recurrió con generosidad a otros regímenes muy diversos para declararse heredero de Carlomagno o del Imperio romano. Su régimen rehízo la política revolucionaria y el estado francés, transformó la naturaleza de las guerras europeas y legó conflictos y leyendas de gloria francesa que perduraron en los sueños, o pesadillas, de estadistas y ciudadanos europeos durante más de un siglo.
CONSOLIDACIÓN DE AUTORIDAD, 1799-1804
La carrera inicial de Napoleón reforzó la proclama de que la Revolución recompensaba los esfuerzos de los hombres capaces. Como hijo de un noble corso de provincias, estudió en la École Militaire de París. En la Francia prerrevolucionaria, no habría podido ascender más allá del rango de comandante, que requería la compra de un mando de regimiento. La Revolución, en cambio, había abolido la adquisición de cargos militares, y Bonaparte se convirtió rápidamente en general. En este caso, pues, se trataba de un hombre que había emergido de la oscuridad debido a sus dotes, las cuales dedicó con alegría al servicio de la Revolución de Francia. También su carácter parecía encajar bien con la época, al menos para sus primeros admiradores, quienes advirtieron la gran diversidad de sus capacidades y aficiones intelectuales. Se interesó con seriedad por la historia, las leyes y las matemáticas. Sus virtudes específicas como líder radicaban en su habilidad para desarrollar proyectos financieros, legales o militares y luego supervisarlos hasta el más mínimo detalle; en su capacidad para incentivar a los demás, incluso a quienes se oponían a él de entrada; y en su convencimiento de que estaba destinado a erigirse en salvador de Francia.
Durante los cinco primeros años de su mandato, Bonaparte consolidó su poder personal con rapidez. Cuando derrocó al gobierno en 1799, adoptó el título de Primer Cónsul, y gobernó en nombre de la república. Una constitución nueva estableció el sufragio universal para los varones blancos y creó dos órganos legislativos. Sin embargo, las elecciones eran indirectas, y el poder de los órganos legislativos, muy limitado. «¿El gobierno? —dijo un observador—. Ahí está Bonaparte.» Bonaparte inició lo que desde entonces se convirtió en un recurso autoritario habitual, el plebiscito, que sometía cualquier cuestión al voto directo del pueblo. Esto permitía al jefe del estado eludir a los políticos u órganos legislativos que discreparan con él, al tiempo que dejaba que los funcionarios locales manipularan las urnas electorales. En 1802, eufórico con las victorias en el extranjero, pidió a la asamblea legislativa que lo proclamara cónsul vitalicio. Cuando el senado se negó, intervino el Consejo de Estado de Bonaparte, le ofreció el título y logró su ratificación mediante plebiscito. Su régimen mantuvo en todo momento la apariencia de que consultaba con la gente, pero su característica más importante consistió en la centralización de la autoridad.
Esa autoridad provino de la reorganización del estado. El régimen de Bonaparte confirmó la abolición de privilegios con la promesa de «carreras abiertas al talento». Mediante la centralización de los departamentos administrativos, fundó lo que ningún régimen reciente de Francia había logrado aún: un sistema tributario metódico y bastante justo. Una recaudación de impuestos y una administración fiscal más eficaces también lo ayudaron a contener la espiral inflacionaria que había invalidado los gobiernos revolucionarios, aunque el régimen de Bonaparte se basó en gran medida en los recursos de las regiones conquistadas para financiar sus operaciones militares. Como hemos visto, los revolucionarios emprendieron el trabajo de reorganizar la administración aboliendo los antiguos feudos y sus gobiernos independientes e instaurando un sistema uniforme de departamentos. Bonaparte continuó esa labor, pero poniendo el acento en la centralización. Sustituyó a los funcionarios electos y las autonomías locales por «prefectos» y «subprefectos» nombrados desde el gobierno central, cuyas tareas administrativas se definían en París, donde se desarrollaban asimismo las políticas de los gobiernos locales. El estado de Napoleón fue una modalidad intermedia entre el absolutismo y el estado moderno.
El logro más significativo de Napoleón, y uno de los que exportó a las zonas conquistadas, fue la conclusión de las reformas legales iniciadas durante el período revolucionario, así como la promulgación de un código civil nuevo en 1804. El Código Napoleónico reflejaba dos principios que se habían abierto camino entre todos los cambios constitucionales acaecidos desde 1789: uniformidad e individualismo. El código sorteó la maraña de tradiciones legales diversas y brindó una ley uniforme. Confirmó la abolición de toda clase de derechos feudales: no sólo los privilegios de la nobleza y el clero, sino también los derechos especiales de gremios de artesanos, municipalidades, etcétera. Creó las condiciones para el ejercicio de los derechos de propiedad: la exigencia de contratos, arrendamientos y sociedades de acciones. Las disposiciones del código sobre la familia, desarrolladas personalmente por Napoleón, incidían en la importancia de la autoridad paterna y la subordinación de la mujer y los hijos. En 1793, durante el período más radical de la Revolución, los hombres y mujeres habían sido declarados «iguales en el matrimonio»; ahora, el código de Napoleón sostenía la «supremacía natural» del marido. Las mujeres casadas no podrían vender bienes, regentar negocios ni tener una profesión sin permiso del marido. Sólo los padres tenían derecho a controlar los asuntos financieros de los hijos, autorizar su matrimonio y (bajo la ley antigua de corrección) privarlos de libertad hasta seis meses sin explicar la causa. El divorcio siguió siendo legal, pero en condiciones de desigualdad; un hombre podía pedir el divorcio por adulterio, pero una mujer sólo podía hacerlo en el caso de que su esposo trasladara a la «concubina» al domicilio familiar. Lo más importante para la gente corriente era que el código prohibía demandas de paternidad para hijos ilegítimos. El nuevo código penal consolidó algunos de los logros de la Revolución al tratar a todos los ciudadanos como iguales ante la ley e ilegalizar los arrestos y encarcelamientos arbitrarios. Pero también reintrodujo medidas más severas que los revolucionarios habían abolido, como marcar a fuego o cortar las manos a los parricidas. El Código Napoleónico fue más igualitario que la ley del Antiguo Régimen, pero se mostró tan preocupado como él por la autoridad.
Bonaparte también racionalizó el sistema educativo. Ordenó la creación de liceos (lycées o escuelas de enseñanza secundaria) en todas las localidades grandes con el fin de formar funcionarios civiles y oficiales del ejército, y una escuela en París para formar profesores. Como complemento a estos cambios, sometió las escuelas militares y técnicas al control del estado y fundó una universidad nacional para supervisar todo el sistema. Como casi todas sus reformas, ésta también consolidó las reformas introducidas durante la Revolución y estuvo destinada a abolir los privilegios y crear «carreras abiertas al talento». Napoleón se interesó asimismo por las ciencias sociales y físicas de la Ilustración. Patrocinó la Académie Française y conservó varias de las medidas más prácticas que tomaron los revolucionarios para racionalizar la sociedad y el comercio, como el sistema métrico.
¿Quién se benefició de estos cambios? Al igual que el resto de instituciones napoleónicas nuevas, los nuevos centros de enseñanza contribuyeron a confirmar el poder de una élite también nueva. Ésta estaba formada por empresarios, banqueros y comerciantes, pero aún seguía compuesta sobre todo por grandes terratenientes. Es más, al menos la mitad de las becas en escuelas secundarias recayeron sobre los hijos de cargos militares y altos funcionarios civiles del estado. Por último, como la mayoría de las reformas de Bonaparte, los cambios en educación aspiraron a consolidar el poder del estado: «Mi intención al crear un cuerpo docente es tener un medio para dirigir la opinión política y moral», declaró Napoleón sin rodeos.
Las primeras medidas de Napoleón fueron ambiciosas. Para conseguir apoyos, hizo aliados sin tener en cuenta afiliaciones políticas del pasado. Readmitió en el país a exiliados de cualquier color político. Los otros dos cónsules que codirigieron con él fueron un regicida del Terror y un burócrata del Antiguo Régimen. Su ministro de policía había sido un republicano extremadamente radical; el ministro de asuntos exteriores era el aristócrata y oportunista Charles Talleyrand. El acto más destacado de reconciliación política llegó en 1801 con el concordato de Napoleón con el papa, un acuerdo que puso fin a más de una década de hostilidades entre el estado francés y la Iglesia católica. Aunque sorprendió a los revolucionarios anticlericales, Napoleón, siempre pragmático, consideró que la reconciliación generaría armonía dentro de Francia y la solidaridad internacional. El acuerdo otorgó al papa el derecho de destituir obispos franceses y disciplinar al clero francés. A cambio, el Vaticano renunció a cualquier reclamación de las tierras eclesiásticas expropiadas por la Revolución. Esos bienes seguirían en manos de sus nuevos propietarios rurales y urbanos de clase media. El concordato no revocó el principio de libertad religiosa instaurado por la Revolución, pero dio a Napoleón el apoyo de los conservadores, que habían temido que la futura Francia se convirtiera en un estado ateo.
Estas actuaciones de equilibrio político aumentaron la popularidad general de Bonaparte. Unidas a sus primeras victorias militares (la paz con Austria en 1801 y con Gran Bretaña en 1802), acallaron cualquier oposición a sus ambiciones personales. Napoleón había contraído matrimonio con Joséphine de Beauharnais, criolla de Martinica y señora influyente del período revolucionario. Joséphine había brindado legitimidad al soldado-político corso y lo había introducido en la élite revolucionaria al comienzo de su trayectoria. Sin embargo, ni Bonaparte ni su ambiciosa esposa se conformaron con ser primeros entre sus iguales y, en diciembre de 1804, Napoleón dejó a un lado cualquier traza de republicanismo. En una ceremonia que recordaba el esplendor de la realeza medieval y el absolutismo monárquico, se coronó a sí mismo como el emperador Napoleón I en la catedral de Notre-Dame en París. Napoleón hizo mucho para crear el estado moderno, pero no dudó en evidenciar sus vínculos con el pasado.
EN EUROPA COMO EN FRANCIA:
GUERRAS DE EXPANSIÓN NAPOLEÓNICAS
Las naciones de Europa se habían limitado a contemplar (algunas con admiración, otras con horror, todas con asombro) el fenómeno de Napoleón. Una coalición de potencias europeas encabezada por Austria, Prusia y Gran Bretaña se había enfrentado a Francia desde 1792 hasta 1795 con la esperanza de mantener la estabilidad europea. Esta primera coalición se deshizo en confusión, derrotada por los ejércitos franceses y el agotamiento financiero. La coalición se restableció en 1798, a las órdenes de Gran Bretaña, pero al final no le fue mejor que al primer intento. A pesar de la derrota de Napoleón en Egipto, las victorias francesas en Europa quebraron la alianza. Rusia y Austria se retiraron en 1801, y hasta la intransigente Gran Bretaña se vio obligada a firmar la paz el año siguiente.
A partir de estas victorias, Napoleón creó su nuevo imperio y estados afiliados. Entre ellos figuraba una serie de pequeñas repúblicas arrancadas al Imperio austriaco y a los viejos reinos germánicos. Éstos se presentaban como el regalo de independencia de la Francia revolucionaria a los patriotas de cualquier lugar de Europa, pero en la práctica constituían un colchón militar y un sistema de estados en relación clientelar con el nuevo Imperio francés. Una federación dispersa de estados alemanes, conocida como Confederación del Rin, pareció glorificar el papel de Francia como «libertadora» de Europa, pero también llevó a las puertas de Europa las consecuencias prácticas de la Revolución francesa: un estado poderoso y centralizador y el fin del antiguo sistema de privilegios. Para Gran Bretaña, aquellos triunfos se propagaron más allá de Europa cuando los británicos se vieron obligados a devolver territorios recién capturados en las guerras coloniales, aunque conservaron las islas cruciales de Trinidad y Ceilán.
El gobierno de Napoleón aceleró los acontecimientos que ya se estaban produciendo en Europa central. Los franceses introdujeron un sistema de administración basado en la noción de carreras abiertas al talento, igualdad ante la ley y la abolición de las viejas costumbres y privilegios. El programa napoleónico de reformas aplicó al imperio los principios que ya habían transformado Francia. Eliminó los tribunales señoriales y eclesiásticos. Unió provincias que antes estaban separadas en una inmensa red burocrática que convergía directamente en París. Creó códigos legales y modernizó los sistemas tributarios, además de otorgar libertad a los individuos para trabajar en el negocio que eligieran. Pero estas libertades legales, de propiedad y de profesión no llegaron hasta el ámbito político. Toda la dirección gubernamental procedía de París y, por tanto, de Napoleón.
Estos cambios ejercieron un efecto profundo en los hombres y mujeres que los experimentaron. En los pequeños principados gobernados con anterioridad por príncipes (los minúsculos estados germanos, por ejemplo, o el represivo reino de Nápoles), la mayoría de la población recibió de buen grado las reformas que conllevaron una administración más efectiva y menos corrupta, así como una estructura tributaria viable y el fin de los privilegios acostumbrados. Sin embargo, la presencia napoleónica fue una bendición con matices. Los estados vasallos aportaban una contribución considerable al mantenimiento del poder militar del emperador. Los franceses imponían tributos, reclutaban hombres y exigían a los estados que apoyaran al ejército de ocupación. En Italia, esta política se denominó de «libertad y requisas», y los italianos, alemanes y holandeses pagaron un precio especialmente elevado por las reformas. Desde el punto de vista del pueblo, el señor feudal y el sacerdote local fueron reemplazados por el recaudador de impuestos francés y los órganos de reclutamiento para el ejército.
Esta arrogancia le costó a Napoleón de manera lenta pero irremediable el apoyo de los revolucionarios, los viejos pensadores ilustrados y los liberales de todo el continente. Al principio, el compositor alemán Ludwig van Beethoven pensó dedicar a Napoleón su tercera sinfonía, la Heroica. Como tantos otros idealistas europeos, Beethoven había confiado en que Bonaparte trajera la libertad a todo el continente. Pero su valoración experimentó un giro repentino y amargo tras la construcción de la estructura imperial napoleónica y su autocoronación en 1804. Beethoven anuló la dedicatoria a Bonaparte declarando que: «Ahora también él pisoteará todos los derechos del hombre y tolerará únicamente su ambición».
El intento más osado de Napoleón para lograr la consolidación, una política que prohibía los productos británicos en el continente, se convirtió en un fracaso peligroso. Gran Bretaña se había opuesto con rotundidad a cada uno de los regímenes revolucionarios de Francia desde la muerte de Luis XVI; ahora intentó unir Europa contra Napoleón con promesas de generosos préstamos financieros y actividades comerciales. El Sistema Continental, introducido en 1806, pretendía sitiar el comercio británico y forzar su rendición. El sistema fracasó por diversas razones. Durante la guerra, Gran Bretaña mantuvo el control marítimo. El bloqueo naval británico del continente, iniciado en 1807, contraatacó con eficacia el sistema de Napoleón. Mientras el Imperio francés se esforzaba por transportar bienes y materias primas por tierra para evitar el bloqueo británico, los británicos mantuvieron un comercio próspero y activo con América del Sur. Otra razón del fracaso del sistema consistió en los aranceles internos. Europa se dividió en cuarteles económicos peleados entre sí mientras intentaban subsistir tan sólo con lo que el continente era capaz de producir y fabricar. Por último, el sistema dañó al continente más que Gran Bretaña. El estancamiento del comercio en los puertos europeos y el desempleo en los centros manufactureros socavaron la fe del pueblo en el sueño napoleónico de crear un imperio europeo viable.
El Sistema Continental supuso el primer error serio de Napoleón. Un segundo motivo de su caída se encuentra en su indómita ambición. El objetivo de Napoleón consistía en reconvertir Europa en un nuevo Imperio romano, gobernado desde París. Los símbolos del Imperio (plasmados en los cuadros, la arquitectura y el diseño de muebles y de vestidos) estaban inspirados deliberadamente en la cultura romana. Esto no era una novedad; los primeros revolucionarios, sobre todo los jacobinos, tomaron la república romana como modelo de virtud y se sirvieron de sus imágenes artísticas y de su retórica política. Pero las columnas conmemorativas y los arcos de triunfo que Napoleón había erigido para celebrar sus victorias recordaban a los ostentosos monumentos de los emperadores romanos. Convirtió a sus hermanos y hermanas en monarcas de los reinos recién creados que Napoleón controlaba desde París mientras su madre, al parecer, permanecía sentada en la corte retorciéndose las manos con inquietud y repitiéndose a sí misma «¡Ojalá dure!». En 1809, Napoleón se divorció de la emperatriz Joséphine y se aseguró un sucesor de sangre real casándose con María Luisa, hija de Francisco I de Austria, de la poderosa y respetable casa de Habsburgo. Hasta los admiradores de Napoleón empezaron a preguntarse si su imperio no representaría simplemente un absolutismo más vasto, más eficaz y, a la larga, más peligroso incluso que el de las monarquías del siglo XVIII.
La guerra había estallado de nuevo en 1805, con rusos, prusianos, austriacos y suecos aliados con los británicos en un intento por contener a Francia. Sus esfuerzos fueron vanos. La superioridad militar de Napoleón conllevó la derrota sucesiva de los tres aliados continentales. Napoleón era un maestro de los ataques por sorpresa bien dirigidos en el momento oportuno. Capitaneaba un ejército que había transformado el arte de la guerra en Europa: creado en un principio como milicia revolucionaria, ahora consistía en un ejército de reclutas franceses leales instruido y bien abastecido por una nación cuya economía estaba al servicio de la empresa bélica, y dirigido por generales que habían ascendido en gran medida por sus dotes. Esta modalidad nueva de ejército dirigido con la habilidad letal de Napoleón sometió a sus enemigos a derrotas aplastantes. La batalla de Austerlitz, en diciembre de 1805, supuso un gran triunfo de los franceses contra las fuerzas conjuntas de Austria y Rusia, y se convirtió en un símbolo de la aparente invencibilidad del emperador. Su siguiente victoria contra los rusos en Friedland en 1807 sólo aumentó su fama.
Con el tiempo, la amarga tónica de la derrota empezó a hacer mella en los enemigos de Napoleón, quienes dejaron de pensar en librar batallas como respuesta a sus devastadoras victorias. Después de que el ejército prusiano fuera humillado en Jena en 1806 y obligado a abandonar la guerra, toda una generación de oficiales prusianos jóvenes reformó el ejército y el estado demandando una instrucción rigurosamente práctica para los mandos y un ejército verdaderamente nacional formado por ciudadanos prusianos patriotas en lugar de mercenarios bien instruidos.
El mito de la invencibilidad de Napoleón también se volvió contra él, puesto que cada vez asumió más riesgos con el ejército francés y las fortunas nacionales. Los efectivos rusos y la artillería austriaca causaron pérdidas tremendas entre los franceses en Wagram en 1809, aunque estos contratiempos se olvidaban en el fragor de la victoria. Los aliados y seguidores de Napoleón minimizaron la victoria del almirante británico Horatio Nelson en Trafalgar en 1805 como una mera contención transitoria de las ambiciones del emperador. Pero Trafalgar rompió el poder naval francés en el Mediterráneo y contribuyó a crear una grieta con España, la cual había participado en la batalla a partes iguales junto a Francia y sufrió del mismo modo con la derrota. En América, Napoleón también se vio obligado a contener las pérdidas crecientes dando por perdido Santo Domingo a pesar del desastre y vendiendo a Estados Unidos los territorios franceses a orillas del Misisipí para conseguir la financiación que necesitaba con urgencia.
Un momento crucial para la perdición de Napoleón llegó con la invasión de España en 1808. La invasión apuntaba, en última instancia, a la conquista de Portugal, que se había mantenido como firme aliado de los británicos. Napoleón derrocó al rey español, sentó a su propio hermano en el trono y a continuación impuso una serie de reformas similares a las que había introducido en otros lugares de Europa. Pero no contó con dos factores que al final condujeron al fracaso de la misión española: la presencia de las fuerzas británicas al mando de sir Arthur Wellesley (con posterioridad duque de Wellington) y la resistencia decidida del pueblo español. Éste detestaba sobre todo la intromisión napoleónica en los asuntos eclesiásticos. Las guerras peninsulares, como se llamó a las contiendas españolas, fueron largas y amargas. La pequeña fuerza británica aprendió a concentrar un volumen devastador de fuego en pleno campo de batalla durante los precisos ataques franceses, y pusieron sitio a las plazas fuertes francesas. Los españoles empezaron pronto a desgastar a los efectivos, los suministros y la moral de los franceses mediante lo que se denomina guerra de «guerrillas». Ambos bandos cometieron atrocidades terribles; la tortura y ejecución practicada por los franceses a los guerrilleros y civiles españoles quedaron inmortalizadas en los grabados y pinturas del pintor español Francisco de Goya (1746-1828). Aunque en cierto momento el propio Napoleón asumió el mando del ejército, no pudo conseguir nada más que una victoria pasajera. La campaña española constituyó el primer indicativo de que se podía vencer a Napoleón, y eso alentó la resistencia en otros lugares.
La segunda fase, y la más dramática, de la caída de Napoleón comenzó con la quiebra de su alianza con Rusia. Como país agrícola, Rusia había sufrido una crisis económica severa cuando ya no pudo comerciar con sus excedentes de grano para la fabricación británica. Como consecuencia, el zar Alejandro I empezó a hacer la vista gorda con el comercio con Gran Bretaña y a ignorar o eludir las protestas provenientes de París. En 1811 Napoleón decidió que ya no toleraría más esta burla del acuerdo contraído entre ambos. En consecuencia, reunió un ejército de seiscientos mil hombres y partió hacia Rusia en la primavera de 1812. Sólo un tercio de los soldados de aquel «Grande Armée» estaba formado por franceses: casi la misma proporción era de polacos y alemanes, y el resto consistía en soldados y aventureros del resto de estados clientes de Francia. Aquélla fue la expedición imperial más grandiosa de Napoleón, un ejército reclutado por toda Europa y enviado a castigar al zar autocrático. Acabó en desastre. Los rusos se negaron a oponer resistencia, lo que adentró cada vez más a los franceses en el corazón del país. Justo antes de que Napoleón llegara a Moscú, la antigua capital del país, el ejército ruso arrastró a las fuerzas francesas a una batalla sangrienta y aparentemente innecesaria entre las calles estrechas de una localidad llamada Borodino, donde ambos bandos sufrieron terribles pérdidas de hombres y provisiones, peores para los franceses al hallarse tan lejos de casa. Tras la batalla, los rusos permitieron que Napoleón ocupara Moscú. Pero la noche de su llegada, los partisanos rusos incendiaron la ciudad y dejaron poco más que las paredes ennegrecidas de los palacios del Kremlin para cobijar a las tropas invasoras.
Confiado en que el zar acabaría rindiéndose, Napoleón se demoró más de un mes entre las ruinas. El 19 de octubre ordenó al fin la retirada. Aquel retraso supuso un error fatal. Mucho antes de llegar a la frontera, el terrible invierno ruso se les echó encima. Arroyos congelados, acumulaciones gigantescas de nieve y barro sin fin entorpecieron la retirada hasta casi detenerla. Para colmo de males, aparte de la congelación, las enfermedades y el hambre, cosacos a caballo galopaban entre la ventisca para hostigar al ejército exhausto. Cada mañana, el abatido resto que reanudaba la marcha dejaba tras de sí círculos de cuerpos tendidos alrededor de las fogatas de la noche anterior. El 13 de diciembre unos pocos miles de soldados destrozados cruzaron la frontera alemana, una parte minúscula de lo que otrora había constituido el soberbio Grande Armée. Casi trescientos mil soldados y millares incalculables de rusos perdieron la vida en esta aventura de Napoleón.
Tras la retirada de Rusia, las fuerzas antinapoleónicas abrigaron esperanzas renovadas. Unidas por el convencimiento de que al fin lograrían derrotar al emperador, Prusia, Rusia, Austria, Suecia y Gran Bretaña reanudaron el ataque. Los ciudadanos de muchos estados alemanes, sobre todo, entendieron la contienda como una guerra de liberación y, de hecho, la mayoría de las batallas se libró en territorio germano. El clímax de la campaña se produjo en octubre de 1813, cuando los aliados infligieron a los franceses una derrota sonada en lo que más tarde se conocería como la Batalla de las Naciones, librada junto a Leipzig. Entretanto, los ejércitos aliados lograron victorias significativas en los Países Bajos y España. A comienzos de 1814, habían cruzado el Rin en dirección a Francia. Napoleón, que sólo contaba con un ejército inexperto de jóvenes sin formación, se retiró a París, donde instó al pueblo francés a resistir aún más a pesar de los constantes reveses que les imponían los ejércitos invasores superiores en número. El 31 de marzo, el zar Alejandro I de Rusia y el rey Federico Guillermo III de Prusia hicieron su entrada triunfal en París. Obligaron a Napoleón a abdicar sin condiciones y lo mandaron exiliado a la isla de Elba, frente a las costas italianas.
Napoleón regresó a suelo francés en menos de un año. En el ínterin, los aliados habían restituido la dinastía borbónica al trono de Francia con Luis XVIII, hermano de Luis XVI. A pesar de sus dotes administrativas, Luis no pudo llenar el vacío dejado por la abdicación de Napoleón. Por eso no sorprende que, cuando el antiguo emperador organizó su fuga de Elba, sus compatriotas volvieran a apoyarlo. Para cuando Napoleón llegó a París, ya había conseguido suficientes apoyos como para provocar la huida de Luis del país. Los aliados, reunidos en Viena para ultimar los tratados de paz con los franceses, quedaron estupefactos con la noticia del regreso de Napoleón. Organizaron precipitadamente un ejército y lo enviaron a contener la ofensiva decidida, tan típica del emperador, lanzada contra los Países Bajos. En la batalla de Waterloo, librada a lo largo de tres días sangrientos, desde el 15 hasta el 18 de junio de 1815, las fuerzas de dos de los enemigos más tenaces de Napoleón, Gran Bretaña y Prusia, pararon al emperador, quien sufrió su derrota final. Esta vez los aliados no corrieron ningún riesgo y embarcaron al prisionero hasta la isla desoladora de Santa Elena, en el Atlántico Sur. El poderoso emperador de antaño, convertido ahora en el deportado Bonaparte, llevó una existencia mísera escribiendo sus memorias, hasta que murió en 1821.
Los tumultuosos acontecimientos de Francia formaron parte de una tendencia general de finales del siglo XVIII a las convulsiones democráticas. La Revolución francesa fue la más violenta, prolongada y conflictiva de las acaecidas en su tiempo, pero siguieron casi la misma dinámica en todas partes. Una de las novedades más importantes de la Revolución francesa consistió en el surgimiento de un movimiento popular que incluyó la aparición de clubes políticos para representar a gente previamente excluida de la política, periódicos leídos por y para el pueblo, y dirigentes políticos que hablaban en nombre de los sans-culottes. En la Revolución francesa, como en otras revoluciones, el movimiento popular cuestionó a los primeros líderes revolucionarios moderados. Y, como en otras revoluciones, el movimiento popular francés fue acallado y la autoridad se restableció mediante una figura casi militar. Del mismo modo, las ideas revolucionarias de libertad, igualdad y fraternidad no fueron exclusivas de Francia; sus raíces yacen en las estructuras sociales del siglo XVIII y en la cultura de la Ilustración. Pero los ejércitos franceses las llevaron, literalmente, hasta la mismísima puerta de muchos europeos.
¿Cuál fue el mayor impacto de la Revolución y la era napoleónica? Su legado se resume en parte en tres conceptos clave: libertad, igualdad y nación. La libertad significó derechos y deberes individuales y, más en concreto, la liberación de una autoridad arbitraria. Como hemos visto, con igualdad los revolucionarios aludieron a la abolición de diferencias legales de rango entre los hombres europeos. Aunque usaron un concepto limitado de igualdad, se convirtió en una poderosa fuerza movilizadora durante el siglo XIX. Pero tal vez el legado más importante de la Revolución fue el término nuevo de nación. La condición de nación era un concepto político. Una «nación» estaba formada por ciudadanos, no por súbditos de un rey. Una nación se regía por la ley y consideraba a los ciudadanos iguales ante la ley. La soberanía no recaía en las dinastías o los feudos históricos, sino en los ciudadanos de la nación. La lealtad y la simpatía hacia este nuevo tipo de nación medraron en el corazón del pueblo francés a medida que sus ejércitos de ciudadanos repelían los ataques contra las libertades recién adquiridas. Durante el período napoleónico, este organismo político nuevo de ciudadanos libremente asociados se incorporó con más fuerza a un estado centralizado, su ejército, su excelso general convertido en emperador de Francia, y una especie de ciudadanía definida por el compromiso individual con las necesidades de «la nación» durante la guerra.
El concepto revolucionario de nación se propagó por toda Europa en respuesta a la agresión francesa. Los franceses no dudaron en defender sus principios revolucionarios en el extranjero. Los enemigos de Francia respondieron con una conciencia creciente de sus propios intereses comunes. En los principados germanos e italianos la dominación de un emperador extranjero y sus molestos representantes contribuyó a forjar una oposición y una identidad nacional propia.
Cuando terminó el período revolucionario, los tres conceptos de libertad, igualdad y nacionalidad ya no consistían en meras ideas. Habían tomado forma en comunidades e instituciones nuevas. Habían creado alianzas nuevas entre países. Pero también polarizaron Europa y buena parte del mundo suscitando debates, reivindicaciones y conflictos que modelarían el siglo XIX.
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