Pocos eventos supusieron una alteración más profunda del perfil de la cultura occidental que la Revolución francesa y la revolución industrial. Estas dos revoluciones sirvieron de base para el gran desarrollo que se produjo a lo largo del siglo XIX y principios del siglo XX: el desmoronamiento de la aristocracia terrateniente y el auge de nuevos grupos sociales, el surgimiento de nuevas formas políticas, cambios en el pensamiento político y social, la expansión económica y la extensión de la hegemonía europea en el mundo.
La Revolución francesa y la revolución industrial acaecieron casi al mismo tiempo y afectaron en buena medida a la misma gente, aunque de maneras distintas y en diversos grados. Juntas condujeron al derrumbamiento del absolutismo, el mercantilismo y lo que quedaba del feudalismo. Juntas dieron lugar a la teoría y la puesta en práctica del individualismo económico y el liberalismo económico. Y juntas lograron que los cambios dolorosos que conllevaron polarizaran Europa durante varias generaciones. Lo que los historiadores llaman la «era de las revoluciones» se prolongó desde la década de 1770 hasta al menos la primera mitad del siglo XIX.
Cada una de estas revoluciones produjo, por supuesto, unos efectos particulares propios. La Revolución francesa contribuyó a que términos como ciudadano, nación y libertad ocuparan un lugar central en el vocabulario político de la época moderna. Alentó el desarrollo de los nacionalismos en sus dos variantes, la liberal y la autoritaria. La revolución industrial modificó el panorama económico y cultural de Europa, con ramificaciones hacia el mundo privado de hombres y mujeres, así como la organización económica del mundo. A pesar de sus aportaciones únicas, ambas revoluciones deben estudiarse juntas, ya que los efectos de cada una multiplicaron la importancia de la otra.