CAPÍTULO 17

El Siglo de las Luces

En 1762, el Parlement (el tribunal de justicia) de Toulouse, Francia, declaró culpable ajean Calas de la muerte de su hijo. Calas era protestante y las tensiones entre católicos y protestantes estaban exaltadas en la región. Los testigos llamados a declarar ante el tribunal afirmaron que el joven Calas había querido romper con su familia y convertirse al catolicismo, y convencieron a los magistrados de que Calas había matado a su hijo antes de permitir que abandonara la fe protestante. La justicia francesa estipuló el castigo. Calas sufrió dos torturas: la primera, con la finalidad de que confesara; la segunda, como parte formal de ciertas sentencias a muerte, para obligarlo a nombrar a supuestos cómplices. Le descoyuntaron los brazos y las piernas tirando poco a poco de esas extremidades, le arrojaron litros de agua en la garganta y le quebraron el cuerpo públicamente bajo el suplicio de la rueda, lo que significaba el aplastamiento de cada uno de los miembros con una barra de hierro. Después, el verdugo le cortó la cabeza. Durante el juicio, la tortura y la ejecución, Calas persistió en su inocencia. Dos años después, el Parlement rectificó el veredicto, declaró a Calas no culpable y ofreció a la familia una suma como compensación.

François Marie Arouet, también conocido como Voltaire, fue uno de los que acogieron con horror el veredicto y el castigo. Cuando tuvo lugar este caso, Voltaire era uno de los pensadores ilustrados más afamados de Europa. Como escritor bien relacionado y prolífico, Voltaire empuñó la pluma para limpiar el nombre de Calas; contactó con amigos, contrató abogados para la familia y redactó expedientes, cartas y ensayos para captar la atención pública sobre el caso. El incidente de Calas ejemplificaba casi todo aquello a lo que Voltaire se oponía en su cultura. La intolerancia, la ignorancia y lo que él calificó a lo largo de toda su vida de «fanatismo», era «el infame» que había trocado la justicia en una parodia. «Alzad la voz por doquier, os lo suplico, por Calas y contra el fanatismo, porque él es l’infâme que causó su sufrimiento», escribió Voltaire a su amigo Jean Le Rond d’Alembert, otro pensador ilustrado. El empleo de la tortura para conocer la verdad evidenciaba el poder de prácticas seculares e indiscutidas. Los procedimientos legales que incluían interrogatorios secretos, juicios a puerta cerrada, procesos sumarios (Calas fue ejecutado al día siguiente de que lo declararan culpable, sin ninguna revisión por parte de un tribunal superior), y los castigos bárbaros iban en contra de la razón, la moralidad y la dignidad humana. Cualquier delincuente, por canalla que sea, «es un hombre», escribió Voltaire, «y somos responsables de su sangre».

Los comentarios de Voltaire acerca del caso Calas ilustran las preocupaciones típicas del Siglo de las Luces: los peligros de una autoridad arbitraria y sin limitaciones, el valor de la tolerancia religiosa y la importancia capital de la ley, la razón y la dignidad humana en todos los casos. Él tomó de otros casi todos sus razonamientos, de su predecesor el barón de Montesquieu y del literato italiano Cesare Beccaria, cuya obra Sobre los delitos y las penas apareció en 1764. La fama de Voltaire no reside en su originalidad como filósofo. Proviene de su eficacia como escritor y defensor, de su intención y capacidad para acceder a un público amplio. También en eso fue representativo del proyecto ilustrado.

Los fundamentos del Siglo de las Luces

La Ilustración fue un fenómeno del siglo XVIII que duró casi todo el siglo. No todos los pensadores importantes que vivieron y trabajaron en el siglo XVIII desfilaron bajo el estandarte del Siglo de las Luces. Algunos, como el filósofo de historia italiano G. B. Vico (1668-1744), se opusieron a casi todo lo que representaba, mientras que otros, en especial Jean Jacques Rousseau, aceptaron ciertos valores ilustrados pero rechazaron otros con rotundidad. Las pautas del pensamiento ilustrado variaron de un país a otro, y dentro de cada país también cambiaron en el transcurso del siglo. No obstante, muchos pensadores del siglo XVIII compartieron la sensación de hallarse inmersos en un entorno intelectual nuevo donde el «partido de la humanidad» prevalecería sobre las costumbres y el pensamiento tradicional.

Los escritores del Siglo de las Luces compartieron varias características esenciales. En primer lugar, se distinguían por la confianza en el poder de la razón humana. Esta seguridad en sí mismos provenía de los logros de la revolución científica (véase el capítulo 16). Aunque los detalles de la física de Newton apenas se entendían, sus métodos aportaron un modelo para el análisis científico de otros fenómenos. La naturaleza se regía por leyes accesibles al estudio, la observación y la reflexión. Pero la comprensión y el ejercicio de la razón humana exigían liberarse de las autoridades y tradiciones del pasado. «¡Atrévete a saber!», desafió el filósofo alemán Immanuel Kant a sus contemporáneos en el clásico ensayo de 1784 titulado «¿Qué es la Ilustración?». Para Kant, la Ilustración representaba una declaración de independencia intelectual. La denominó una huida de la «inmadurez autoimpuesta» de la humanidad, y una ruptura necesaria hace mucho tiempo con la figura parental autoimpuesta de la humanidad, la Iglesia católica. Alcanzar la mayoría de edad equivalía a alcanzar la «determinación y el coraje de pensar sin dejarse dirigir por nadie», como individuo. La razón precisaba autonomía y libertad.

A pesar de sus declaraciones de independencia del pasado, los pensadores ilustrados reconocían su gran deuda con sus predecesores inmediatos. Voltaire llamó a Bacon, Newton y John Locke su «Santísima Trinidad». De hecho, buena parte de la Ilustración del siglo XVIII consistió en traducir, reeditar y reflexionar sobre las implicaciones de las grandes obras del siglo XVII. Los ilustrados recurrieron mucho a los estudios de Locke sobre el conocimiento humano, en especial, su Essay Concerning Human Understanding (Ensayo sobre el entendimiento humano, 1690), que tuvo más repercusión incluso que su filosofía política. Las teorías de Locke sobre el conocimiento otorgaban a la educación y al entorno una importancia fundamental en la forja del carácter humano. Todo el conocimiento, sostenía Locke, surge de la percepción de los sentidos. Al nacer, la mente humana es una «tablilla en blanco» (en latín, tabula rasa). Sólo cuando el bebé empieza a sentir las cosas, a percibir el mundo exterior con los sentidos, empieza a registrarlo en la mente. Locke partía de la bondad y la perfección de la humanidad, lo que se convirtió en la premisa fundamental de sus seguidores. Basándose en Locke, los pensadores del siglo XVIII consideraron la educación el centro de su proyecto, puesto que la educación auguraba la mejora de la moral individual y el progreso social. Debemos señalar aquí que las teorías de Locke tenían implicaciones potenciales más radicales: la educación lograría equilibrar las jerarquías de nivel social, sexo y raza. Como veremos, sólo unos pocos ilustrados emplearon esos argumentos igualitarios. Pero, eso sí, el optimismo y la creencia en el progreso humano universal constituyeron un segundo rasgo definitorio de casi todo el pensamiento ilustrado.

En tercer lugar, los pensadores ilustrados tuvieron grandes ambiciones y mucho alcance. Aspiraron nada menos que a organizar todo el conocimiento. El «método científico», con lo que designaban la observación empírica de fenómenos concretos con la finalidad de acceder a leyes generales, servía para practicar la investigación en todos los campos, tanto humanos como naturales. De ahí que recopilaran datos para conocer qué leyes rigen el ascenso y la caída de las naciones, y compararon las constituciones gubernamentales para llegar a un sistema político ideal y de aplicación universal. Tal como declaraba el poeta inglés Alexander Pope en su Essay on Man (Ensayo sobre el hombre) de 1733, «la ciencia de la naturaleza humana [debe] reducirse, como todas las demás ciencias, a unos pocos puntos claros», y los pensadores ilustrados se empeñaron en conocer cuáles eran exactamente esos «pocos puntos claros». Abordaron una cantidad sorprendente de temas diversos de ese modo sistemático: conocimiento y mente, historia natural, economía, gobierno, creencias religiosas, costumbres de los indígenas del Nuevo Mundo, naturaleza humana y diferencias sexuales (que ahora llamaríamos de género) y raciales.

Los historiadores han calificado la Ilustración de «proyecto cultural» para enfatizar el interés de los ilustrados por el conocimiento práctico, aplicado, así como su empeño por difundir el conocimiento y fomentar los debates públicos libres. Pretendían, tal como escribió Denis Diderot, «cambiar la forma habitual de pensar» y avanzar en pro de la «ilustración» y la humanidad. Aunque compartieron muchos de los temas teóricos de sus predecesores, escribieron con un estilo muy distinto y para un público mucho mayor. Hobbes y Locke habían publicado tratados para grupos reducidos de lectores instruidos del siglo XVII. Voltaire, en cambio, escribió obras de teatro, ensayos y cartas; Rousseau compuso música, publicó sus Confesiones y escribió novelas que conmovieron a los lectores hasta las lágrimas; David Hume, uno de los colosos del Siglo de las Luces escocés, escribió historia para un público amplio. Un aristócrata británico o un gobernador de las colonias de América del Norte habría leído a Locke. Pero es muy posible que una mujer de clase media leyera las novelas de ficción de Rousseau, y los tenderos y artesanos estaban familiarizados con folletos populares de orientación ilustrada. Entre la élite, «academias» de nueva fundación patrocinaban concursos de ensayos, y hombres y mujeres acomodados charlaban sobre asuntos de estado en los salones. En otras palabras, los logros intelectuales y los objetivos del Siglo de las Luces derivaron de los cambios culturales que se produjeron en el siglo XVIII. Esos cambios incluyeron la expansión de la alfabetización y el interés creciente por los libros, nuevas redes de lectura, nuevos sistemas de intercambio intelectual y el surgimiento de lo que algunos historiadores denominan el primer «ámbito público».

En suma, los pensadores ilustrados se enfrentaron a su cultura exponiendo a la «luz» reluciente de la razón las actuaciones, creencias y autoridades trasnochadas. Esto implicaba a menudo críticas y sátiras. Aunaron una irreverencia por la costumbre y la tradición con la certeza de la perfección humana y el progreso, la confianza en su capacidad para entender el mundo con un interés apasionado por la relación entre la «naturaleza» y la cultura, o el entorno, la historia y el carácter y la sociedad humanas. Su programa de reforma tuvo implicaciones políticas inmediatas; en muy poco tiempo cambió las premisas del gobierno y la sociedad en todo el mundo atlántico.

El mundo de los philosophes

El pensamiento ilustrado fue europeo en un sentido tan amplio que incluye no sólo el sur y el este de Europa, sino también las colonias europeas en el Nuevo Mundo. Sin embargo, Francia aportó algunas de las obras ilustradas más leídas y las luchas vigiladas más de cerca. De ahí que, con independencia de su lugar de residencia, se denomine philosophes a los pensadores del Siglo de las Luces. Pero los philosophes (con la salvedad de David Hume e Immanuel Kant) difícilmente fueron filósofos en el sentido de pensadores abstractos de gran originalidad. En Francia, sobre todo, los pensadores ilustrados evitaron formas de expresión que parecieran incomprensibles, y más bien se jactaron de su claridad y estilo. En francés, philosophe significaba tan sólo «pensador libre», una persona cuyas reflexiones carecían de cualquier clase de restricción religiosa o dogmática.

VOLTAIRE

El más conocido de los philosophes de la época fue Voltaire, seudónimo de François Marie Arouet (1694-1778). Del mismo modo que Erasmo había encarnado el humanismo cristiano dos siglos antes, Voltaire prácticamente personificó la Ilustración con la consideración de una serie enorme de temas en gran variedad de formas literarias. Educado por los jesuitas, destacó desde muy joven como un escritor dotado e incisivo. Su gusto por la provocación lo llevó a la Bastilla (conocida prisión de París) por difamación, y poco después, a un exilio temporal en Inglaterra. En los tres años que pasó allí, Voltaire se convirtió en un admirador de las instituciones políticas, la cultura y la ciencia británicas; sobre todo, se convirtió en un converso muy persuasivo a las ideas de Newton, Bacon y Locke. Su único gran logro pudo consistir en popularizar la obra de Newton en Francia y, en un sentido más general, en liderar la causa del empirismo británico y el método científico contra los franceses más cartesianos.

Las Cartas filosóficas de Voltaire (o Cartas inglesas), publicadas tras su regreso en 1734, causaron sensación de inmediato. En ellas abordaba temas sobre libertad política y religiosa, y empleaba las comparaciones como armas. Su admiración por la cultura y la política británicas se trocó en una crítica urticante de Francia (y otros países absolutistas del continente). Elogiaba la amplitud de miras y el empirismo británicos: el respeto del país por los científicos y el apoyo que les brindaba para investigar. Consideraba la relativa debilidad de la aristocracia británica un signo de la salud política de aquel país. A diferencia de los franceses, los británicos respetaban el comercio y a la gente que se dedicaba a él, escribió Voltaire. El sistema tributario británico era racional, carecía de las complejas exenciones para los privilegiados que estaban arruinando las finanzas francesas. La Cámara de los Comunes británica representaba a las clases medias y, a diferencia del absolutismo francés, aportaba equilibrio al gobierno británico y vigilaba el poder arbitrario. En uno de los pasajes más incendiarios del libro, sostenía que en Gran Bretaña la revolución violenta había conllevado una auténtica moderación y estabilidad política: «[E] el ídolo del poder despótico se ahogó en mares de sangre… La nación inglesa es la única del mundo que ha logrado limitar el poder de sus reyes oponiéndose a ellos». De todas las supuestas virtudes británicas, la tolerancia religiosa era la más importante. Gran Bretaña, afirmaba Voltaire, aunaba ciudadanos de distinta religión en una cultura armoniosa y productiva. En ésta como en otras cuestiones, Voltaire simplificó en exceso: los católicos británicos, disidentes y judíos no disfrutaban de los mismos derechos civiles. Pero la política de «tolerancia» británica contrastaba con la intolerancia de Luis XIV hacia los protestantes. La revocación del Edicto de Nantes (1685) había dejado a los protestantes franceses sin derechos civiles, y había contribuido a crear una atmósfera donde Jean Calas y otros sufrían persecución.

La famosa consigna de Voltaire «Écrasez l’infâme» se traduce como «Aplastad al infame», y él llamaba infame a cualquier forma de represión, fanatismo e intolerancia. La siguiente frase, escrita por Voltaire a uno de sus detractores, se cita a menudo como el primer principio de libertad civil: «No comparto con vos ni una sola palabra de lo que decís, pero defenderé hasta la muerte vuestro derecho a decirlo». De todas las formas de intolerancia existentes, Voltaire se opuso sobre todo a la religiosa, y denunció con verdadera pasión el «fraude» religioso, la fe en milagros y la superstición. «A menor superstición, menor fanatismo; y cuanto menos fanatismo, menos miseria». Él no se oponía a la religión en sí; más bien aspiraba a rescatar la moralidad, que consideraba proveniente de Dios, del dogma (rituales complejos, leyes dietéticas, oraciones con fórmulas fijas) y de la poderosa burocracia eclesiástica. Él abogaba por el sentido común y la sencillez, convencido de que extraerían la bondad inmersa en la humanidad e instaurarían una autoridad estable. «Cuanto más simples son las leyes, más respetados son los magistrados; cuanto más simple sea la religión, más reverenciados serán sus ministros. La religión puede ser sencilla. Si la gente ilustrada proclama un solo Dios, premiador y vengador, nadie reirá, todos obedecerán».

Voltaire disfrutó con su condición de crítico, y nunca dejó de reportarle éxitos. Lo exiliaban con regularidad de Francia y otros países, sus libros se prohibieron y quemaron. En cambio, como sus obras de teatro atraían a grandes audiencias, el rey francés era consciente de que debía ser tolerante con el autor. Voltaire contaba con un público internacional atento que incluía a Federico de Prusia, quien lo invitó a su corte en Berlín, y a Catalina de Rusia, con la cual mantuvo una correspondencia sobre las reformas que podía introducir en Rusia. Voltaire se describía a sí mismo como un autor «de contrabando», pero eso sólo parecía servir para que fuera más valorado. Cuando murió en 1778, unos meses después de su regreso triunfal a París, posiblemente era el escritor más conocido en Europa.

MONTESQUIEU

El barón de Montesquieu (1689-1755) fue una figura muy distinta del Siglo de las Luces. Nació en una familia noble. Heredó un patrimonio y, como los cargos estatales eran en propiedad y pasaban de padres a hijos, un puesto como magistrado en el Parlamento, o tribunal de justicia, de Burdeos. Ni era un estilista ni era un provocador como Voltaire, sino un jurista bastante prudente. Llegó a escribir una novela satírica, Las cartas persas (1721), que publicó de manera anónima (para preservar su reputación) en Ámsterdam. La novela está compuesta en forma de cartas redactadas por dos turcos que visitan Francia. Los visitantes detallan las extrañas supersticiones religiosas que han presenciado, comparan las costumbres de la corte francesa con las de los harenes turcos y contrastan el absolutismo francés con sus propias formas de despotismo.

El tratado serio de Montesquieu El espíritu de las leyes (1748) tal vez fue la obra más influyente de la Ilustración. Era un estudio innovador sobre lo que cabría denominar sociología histórica comparativa, y muy newtoniano en su enfoque concienzudo y empírico. Montesquieu preguntaba qué estructuras modelan la ley. ¿Cómo se combinaron el entorno, la historia y las tradiciones religiosas de cada lugar para crear semejante variedad de instituciones gubernamentales? ¿Cuáles eran las distintas formas de gobierno: qué «espíritu» caracterizaba cada cual y en qué consistían sus respectivas virtudes y deficiencias? Montesquieu propuso una clasificación triple de los estados. Las repúblicas están gobernadas por la mayoría, que, a su entender, podía estar formada por una élite aristocrática o por el pueblo. En el segundo tipo, la monarquía, una autoridad única gobernaba de acuerdo con la ley. El «despotismo», el ejemplo negativo más importante de Montesquieu, permitía que un solo dirigente gobernara sin la supervisión de la ley ni de otros poderes, lo que sembraba la corrupción y la veleidad. El alma o el espíritu de una república era la virtud; el de la monarquía, el honor; el del despotismo, donde ningún ciudadano se sentía seguro y el castigo suplantaba a la educación, el miedo. Para que esto no pareciera una abstracción, Montesquieu dedicaba dos capítulos a la monarquía francesa en los que exponía en detalle lo que consideraba una tendencia peligrosa hacia el despotismo en su propia tierra. Al igual que otros pensadores ilustrados, Montesquieu admiraba el sistema británico con su separación y equilibrio de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), lo que garantizaba la libertad en el sentido de independencia de cualquier poder absoluto procedente de un gobernante único, ya fuera individual o colectivo. Su idealización de «supervisiones y equilibrios» tuvo una influencia formativa en los teóricos políticos ilustrados y los miembros de las élites gobernantes, sobre todo en los que redactaron la Constitución de Estados Unidos en 1787.

DIDEROT Y LA ENCICLOPEDIA

Los escritos de Voltaire y Montesquieu representan los temas y el estilo de la Ilustración francesa. Pero la publicación francesa más notable del siglo la representó un proyecto colectivo: la Enciclopedia. La Enciclopedia pretendió resumir y difundir todo el conocimiento contemporáneo más avanzado sobre filosofía, ciencia y técnica. En cuanto a envergadura, ésta fue la exposición más grandiosa de los objetivos de los philosophes. Mostraba cómo aplicar el análisis científico a casi todos los ámbitos del pensamiento. Con ella aspiraron al replanteamiento de una cantidad enorme de tradiciones e instituciones, y a emplear la razón para lograr la felicidad y el progreso de la humanidad. El espíritu que encabezó el proyecto fue Denis Diderot, con la ayuda del matemático newtoniano Jean Le Rond d’Alembert (1717-1783) y otros «hombres de letras» destacados como Voltaire y Montesquieu. La Enciclopedia se publicó, por entregas, entre 1751 y 1772; en el momento de su terminación ascendía a diecisiete volúmenes grandes de texto y once más de ilustraciones. Como se trató de una empresa común, contribuyó a la imagen de los philosophes como el «partido de la humanidad».

La Enciclopedia intentó «cambiar la forma general de pensar». Diderot encargó artículos que explicaran los logros científicos y tecnológicos recientes, que mostraran cómo funcionaban las máquinas y que ilustraran los nuevos procesos industriales. La cuestión era mostrar cómo la aplicación de la ciencia a la vida cotidiana podía favorecer el progreso y aliviar cualquier clase de miseria humana. Diderot recurrió a los mismos métodos para temas de religión, política y los fundamentos del orden social, e incluyó artículos sobre economía, impuestos y comercio de esclavos. La censura complicaba la redacción de artículos abiertamente contrarios a la religión. De ahí que Diderot manifestara su desprecio por la religión de manera soslayada; así, en la entrada Eucaristía, el público se encontraba con una escueta remisión: «Véase Canibalismo». Dicterios como éste desencadenaron tormentas de controversias cuando aparecieron los primeros volúmenes de la Enciclopedia. El gobierno francés revocó el permiso para su publicación declarando en 1759 que los enciclopedistas estaban intentando «propagar el materialismo», lo que equivalía al ateísmo, «destruir la religión, infundir un espíritu de independencia y alimentar la corrupción de la moral». Los volúmenes se vendieron bastante bien a pesar de aquellas prohibiciones y su precio considerable. Los compradores pertenecían a la élite: aristócratas, oficiales del estado, comerciantes prósperos y algún que otro miembro del alto clero. Si bien esa élite se extendía por toda Europa, incluidas las colonias de ultramar.

Aunque los philosophes franceses arremetían contra el estado y la Iglesia, aspiraban a la estabilidad y la reforma política. Montesquieu abrigaba la esperanza de que una aristocracia ilustrada presionara para conseguir reformas y para defender la libertad contra un rey déspota, lo cual no extraña a la vista de su cuna y posición. Voltaire, convencido de que los aristócratas sólo defenderían sus estrechos intereses particulares, confiaba en el liderazgo de monarca ilustrado. Ninguno fue demócrata y ninguno concibió las reformas desde abajo. Aun así, sus leidísimos escritos fueron subversivos. Sus sátiras del absolutismo y, en sentido más amplio, del poder arbitrario, hicieron mella. En la década de 1760, la crítica francesa del despotismo ya había aportado el lenguaje con el que mucha gente de toda Europa expresó su oposición a los regímenes existentes.

Internacionalización de los temas ilustrados

El «partido de la humanidad» fue internacional. El francés se convirtió en la lengua franca de muchos debates del Siglo de las Luces, pero los libros «franceses» se publicaron con frecuencia en Suiza, Alemania y Rusia. Como ya se ha visto, los pensadores ilustrados admiraban las instituciones y la intelectualidad británicas, y tomaron ambas como puntos de referencia. Gran Bretaña también aportó algunos de los pensadores más importantes de la Ilustración: el historiador Edward Gibbon y los filósofos escoceses David Hume y Adam Smith. Los philosophes consideraban a Thomas Jefferson y Benjamin Franklin como parte de su grupo. La Ilustración floreció también por Europa central y meridional, a pesar de enfrentarse allí a una resistencia más rígida de las autoridades religiosas, a censores estatales más estrictos y aunque contara con redes menos desarrolladas de élites instruidas para discutir y apoyar el pensamiento progresista. Federico II de Prusia alojó a Voltaire durante uno de sus exilios de Francia, aunque el philosophe no tardó en agotar la buena acogida. Federico también patrocinó un grupo pequeño, aunque extraordinariamente productivo, de pensadores ilustrados. El norte de Italia fue un núcleo importante del pensamiento ilustrado. En toda Europa se plantearon temas similares: el humanitarismo, o la dignidad y el valor de todos los individuos, la tolerancia religiosa y la libertad.

LOS TEMAS DE LA ILUSTRACIÓN: EL HUMANITARISMO Y LA TOLERANCIA

Entre los autores más influyentes de todo el Siglo de las Luces figura el jurista italiano (milanés) Cesare Beccaria (1738-1794). Su obra Sobre los delitos y las penas (1764) tocaba los mismos temas generales que trataron los philosophes franceses (el poder arbitrario, la razón y la dignidad humana) y brindó a Voltaire la mayoría de los argumentos para el caso Calas. Beccaria también proponía reformas legales concretas. Atacaba la idea imperante de que los castigos debían representar la venganza de la sociedad sobre el delincuente. La única base lógica legítima del castigo consistía en mantener el orden social y la prevención de otros delitos. Beccaria abogaba por la máxima clemencia posible compatible con la disuasión; el respeto por la dignidad individual y por la humanidad dictaba que los humanos no debían castigar a otros humanos más de lo necesario. Sobre todo, el libro de Beccaria se oponía con elocuencia a la tortura y la pena de muerte. El espectáculo de las ejecuciones públicas, que intentaba poner de manifiesto el poder del estado y los horrores del infierno, sólo servía para deshumanizar a la víctima, al juez y al público. En 1766, pocos años después del caso Calas, otro juicio francés se erigió como ejemplo de lo que horrorizaba a Beccaria y a los philosophes. A un noble francés de diecinueve años, acusado de blasfemia, le arrancaron la lengua y le cortaron una mano antes de quemarlo en la hoguera. Cuando el tribunal supo que el blasfemo había leído a Voltaire, ordenó quemar el Diccionario filosófico junto con el cuerpo. Casos tan impresionantes como éste ayudaron a publicar la obra de Beccaria, y Sobre los delitos y las penas se tradujo con rapidez a una docena de idiomas. Debido principalmente a su influencia, hacia el año 1800 la mayoría de los países europeos abolieron la tortura, las marcas a fuego, los azotamientos y varias formas de mutilación, y reservaron la pena de muerte a delitos capitales.

El humanitarismo y la razón también aconsejaban la tolerancia religiosa. Los pensadores ilustrados hablaron casi al unísono de la necesidad de terminar con las guerras confesionales y con la persecución de «herejes» y de minorías religiosas. No obstante, es importante distinguir entre la Iglesia como institución y dogma, contra la cual se rebelaron muchos ilustrados, y la creencia religiosa, aceptada por la mayoría de ellos. Sólo un número reducido de ilustrados, en particular, Paul Henri d’Holbach (1723-1789), abrazaba el ateísmo, y muy pocos se declaraban incluso agnósticos. Muchos (Voltaire, por ejemplo) eran deístas, una concepción religiosa que veía a Dios como un «relojero divino» que, al principio de los tiempos, construyó un reloj perfecto y luego lo puso a funcionar con una regularidad predecible. La investigación ilustrada se probó compatible con posturas religiosas muy dispares.

La «tolerancia» era limitada. La mayoría de los cristianos consideraba a los judíos heréticos y asesinos de Cristo. Y, aunque los ilustrados condenaban la persecución, solían ver el judaísmo y el islam como religiones atrasadas y enfangadas en superstición y rituales oscurantistas. Una de las pocas figuras ilustradas que trató a los judíos con comprensión fue el philosophe alemán Gotthold Lessing (1729-1781). El drama extraordinario de Lessing Nathan el sabio (1779) se desarrolla en Jerusalén durante la cuarta cruzada y comienza con un pogromo, o ataque violento y orquestado, en el que mueren asesinados la esposa y los hijos de Nathan, un comerciante judío. Nathan sobrevive para convertirse en una figura paterna compasiva y sabia. El protagonista adopta una hija de origen cristiano y la educa en tres religiones: el cristianismo, el islam y el judaísmo. En varias situaciones, las autoridades lo obligan a elegir la única religión verdadera, y Nathan expone que ninguna existe. Las tres grandes religiones monoteístas son tres versiones de la verdad. La religión es auténtica, o verdadera, sólo cuando hace virtuosos a sus creyentes.

Lessing creó el personaje basándose en su amigo Moses Mendelssohn (1729-1786), un rabino autodidacta y tenedor de libros (y abuelo del compositor Felix Mendelssohn). Moses Mendelssohn se movía (aunque con cierta dificultad) entre los círculos ilustrados de Federico II y la comunidad judía de Berlín. Mendelssohn intentó sin éxito evitar el tema de la religión. En repetidas ocasiones recibió ataques e invitaciones para convertirse al cristianismo y, al final, abordó la cuestión de la identidad judía. En una serie de escritos, el más conocido de los cuales fue Sobre la autoridad religiosa del judaísmo (1783), defendió a las comunidades judías frente a las políticas antisemíticas, y la religión judía frente a las críticas ilustradas. Al mismo tiempo, también promovió una reforma dentro de la comunidad judía, con el argumento de que su comunidad tenía razones especiales para abrazar el amplio proyecto ilustrado: la fe religiosa sería voluntaria, los estados promoverían la tolerancia y el humanitarismo traería progreso a todos.

ECONOMÍA, GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN

Las ideas ilustradas encontraron verdadera aceptación en los asuntos de estado. Los philosophes defendían la razón y el conocimiento por razones humanitarias. Pero también auguraban reforzar las naciones, hacerlas más eficaces y prósperas. Las reformas legales propuestas por Beccaria representaban un buen ejemplo; él no sólo pretendía que las leyes fueran más justas, sino también más eficaces. En otras palabras, la Ilustración le hablaba a los individuos, pero también a los estados. Los philosophes abordaron el tema de la libertad y los derechos, pero también trataron cuestiones relacionadas con la administración, la recaudación de impuestos y la política económica.

Las crecientes demandas fiscales de los estados e imperios del siglo XVIII convirtieron en urgentes esos asuntos. ¿Qué recursos económicos resultaban más valiosos a los estados? ¿Cómo podían explotarlos los gobiernos? Los estudiosos ilustrados de la economía, como los fisiócratas, afirmaban que las políticas mercantilistas imperantes desde hacía tanto tiempo eran equivocadas. Hacia el siglo XVIII, el mercantilismo ya se había traducido en un término que designaba una variedad muy amplia de políticas que compartían la regulación gubernamental del comercio de bienes manufacturados y metales preciosos. Los fisiócratas, en su mayoría franceses, sostenían que la riqueza verdadera provenía de la tierra y la producción agrícola. Y, lo que es más importante, abogaban por simplificar el sistema tributario y seguir una política de laissez faire, procedente de la expresión francesa laissez faire la nature («dejar que la naturaleza siga su curso»), permitiendo que la riqueza y los bienes circulen sin interferencia del gobierno.

La expresión ahora clásica de una economía de laissez faire proviene, en cambio, del economista escocés Adam Smith (1723-1790) y, en particular, del histórico tratado de Smith titulado Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776). Smith discrepaba de los fisiócratas en cuanto al valor de la agricultura, pero compartía su oposición al mercantilismo. Para Smith, los puntos cruciales radicaban en la productividad del trabajo y en el uso que se le daba al trabajo en los distintos sectores de la economía. Las restricciones mercantiles (como los impuestos elevados de los bienes de importación, que constituía una de las reivindicaciones de los colonos de todos los imperios en América) no fomentaban el despliegue productivo del trabajo y, por tanto, no creaban una salud económica real. Para Smith, el mejor modo de lograr la prosperidad general consistía en permitir que la famosa «mano invisible» guiara la actividad económica. Los individuos, en otras palabras, perseguirían sus intereses propios sin la competencia de monopolios o restricciones legales con autorización estatal. Tal como escribió Smith en su Teoría de los sentimientos morales (1759), obra previa a la anterior, los individuos dedicados al interés propio podían «dejarse llevar por una mano invisible… sin necesidad de conocerla, planificarla, [para] favorecer el interés de la sociedad».

La riqueza de las naciones exponía, con detalles más técnicos e históricos, las distintas etapas del desarrollo económico, el funcionamiento real de la mano invisible y los aspectos beneficiosos de la competición. Su perspectiva tenía mucho de Newton y de la idealización ilustrada tanto del mundo natural como de la naturaleza humana. Smith quería seguir lo que él denominó, en términos clásicos de la Ilustración, el «obvio y simple sistema de la libertad natural». Se consideraba un defensor de la justicia en contra del privilegio económico patrocinado por el estado y los monopolios. Fue un teórico de los sentimientos humanos y de las fuerzas del mercado. Smith se erigió en el pensador más influyente de todos los nuevos teóricos de la economía que surgieron en el siglo XVIII. Paradójicamente, a lo largo del siglo siguiente su obra y sus seguidores se convirtieron en el blanco de los reformadores y críticos del nuevo mundo económico.

Los imperios y el Siglo de las Luces

La riqueza de las naciones de Smith formaba parte de un debate sobre la economía del imperio: tanto los philosophes como los hombres de estado se plantearon cómo hacer rentables las colonias y para quién. El mundo colonial apareció mucho en el pensamiento ilustrado por otros motivos diversos. El «nuevo» mundo allende el Atlántico ofrecía un contraste con la «vieja» civilización de Europa o, dicho de otro modo, un retrato a menudo idealizado de la humanidad y la sencillez naturales comparado con el cual Europa se revelaba decadente y corrupta. En segundo lugar, las actividades coloniales de los europeos (en especial, en el siglo XVIII, el comercio de esclavos) sólo podían contribuir al surgimiento de temas de presión sobre humanitarismo, derechos individuales y ley natural. Los efectos del colonialismo en Europa fueron un tema central del Siglo de las Luces.

Adam Smith escribió en La riqueza de las naciones que el «descubrimiento de América y el de un paso hacia las Indias Orientales por el cabo de Buena Esperanza eran dos de los eventos más grandes y relevantes de la historia de la humanidad». Y proseguía diciendo que los beneficios o las desgracias que conllevaran en adelante para la humanidad «no puede preverlos ninguna sabiduría humana». El lenguaje de Smith era casi idéntico al de un francés llamado Abbé Guillaume Thomas François Raynal. La gruesa Historia filosófica… de los europeos en las dos Indias (1770), otra obra colectiva como la Enciclopedia, fue una de las más leídas de la Ilustración, con veinte impresiones y al menos cuarenta ediciones clandestinas. Raynal se inspiró en la Enciclopedia y con ella quiso realizar nada menos que una historia completa de la colonización: costumbres y civilizaciones indígenas, historia natural, exploración y comercio en el mundo Atlántico y la India. También intentó redactar un balance preguntándose, como había hecho Smith, si la colonización había vuelto a la humanidad más feliz, más pacífica o mejor. Si el interrogante encajaba por completo en el espíritu de la Ilustración, lo mismo le ocurría a la respuesta. Raynal pensaba que la industria y el comercio depararon mejoras y progreso. Pero, al igual que otros autores ilustrados, él y quienes colaboraron con él en la obra veían la sencillez natural como un antídoto contra las corrupciones propias de su cultura. Persiguieron e idealizaron lo que consideraban ejemplos de humanidad «natural», muchos de ellos en el Nuevo Mundo. Escribieron, por ejemplo, que lo que los europeos consideraban «vida salvaje» podía ser «cien veces preferible a las sociedades corruptas por el despotismo», y lamentaron la pérdida de la «libertad natural» de la humanidad. Condenaron las tácticas de los españoles en México y Perú, las de los portugueses en Brasil y las de los británicos en América del Norte. Repitieron la idea de Montesquieu de que el buen gobierno requiere supervisión y equilibrio contra la autoridad arbitraria. En el Nuevo Mundo, aducían, los europeos se encontraron con un poder prácticamente ilimitado que los incitó a ser arrogantes, crueles y despóticos. En una edición posterior, tras el estallido de la Revolución americana, el libro llegaba incluso más allá y establecía un paralelismo entre la explotación en el mundo colonial y la desigualdad en casa: «Impera la locura en nuestro modo de actuar con las colonias, y la inhumanidad y la locura en nuestra conducta ante los campesinos de aquí», afirmaba un autor. Los radicales del siglo XVIII advirtieron repetidas veces de que los imperios demasiado dispersos sembraban las semillas de la decadencia y la corrupción en casa.

LA ESCLAVITUD Y EL MUNDO ATLÁNTICO

El debate sobre las colonias y la economía europea sacó a colación de forma inevitable el tema de la esclavitud. Las islas azucareras del Caribe se contaban entre las posesiones más valoradas del mundo colonial, y el comercio del azúcar fue uno de los sectores principales de la economía occidental. El comercio atlántico de esclavos alcanzó su auge en el siglo XVIII. Los negreros europeos enviaron al menos un millón de africanos a la esclavitud del Nuevo Mundo a finales del siglo XVII, y un mínimo de seis millones durante el siglo XVIII. En cambio, hasta los pensadores más radicales, como Raynal y Diderot, vacilaron acerca de esta cuestión, y sus dudas revelan las tensiones del pensamiento ilustrado. El pensamiento ilustrado partía de la premisa de que los individuos están capacitados para razonar y gobernarse a sí mismos. La libertad moral individual ocupaba el centro de lo que la Ilustración consideraba una sociedad justa, estable y armoniosa. La esclavitud desafiaba la ley natural y la libertad natural. Montesquieu, por ejemplo, escribió que la ley civil creaba cadenas, pero la ley natural siempre las rompería. Casi todos los pensadores ilustrados condenaban la «esclavitud» en un sentido metafórico. Aquello de que la «mente debía liberarse de sus cadenas» o «el despotismo esclavizaba a los súbditos del rey» fueron frases recurrentes en muchos textos del siglo XVIII. Era muy común que los protagonistas de las novelas de este siglo, como el Cándido de Voltaire, se toparan con gente esclavizada e incluyeran la compasión en su educación moral. Sin embargo, los escritores trataron con más cautela la esclavitud real y el trabajo esclavo de los africanos.

Algunos pensadores ilustrados esquivaron el tema de la esclavitud. Otros reconciliaron los principios y la práctica de formas diversas. Adam Smith condenó la esclavitud por su escasa rentabilidad. Voltaire, impaciente por desenmascarar la hipocresía de sus contemporáneos, se preguntó si los europeos mirarían para otro lado en caso de que fueran ellos, y no los africanos, los esclavizados. En cambio, Voltaire no cuestionó su convencimiento de que los africanos eran inferiores. Montesquieu (oriundo de Burdeos, uno de los puertos principales del comercio atlántico) consideraba que la esclavitud degradaba por igual a amos y esclavos. Pero también sostenía que todas las sociedades equilibran sus sistemas de trabajo de acuerdo con sus necesidades concretas, y que el trabajo de los esclavos constituía uno de esos sistemas. Por último, como muchos pensadores ilustrados, Montesquieu defendía los derechos de propiedad, incluidos los de los dueños de esclavos.

El artículo de la Enciclopedia dedicado al comercio de esclavos sí condenaba esa práctica en los términos más claros posibles, como una violación del autogobierno. Los movimientos humanitarios antiesclavistas, que aparecieron en la década de 1760, expusieron argumentos similares. Pero de la condena de la esclavitud a la libertad de los esclavos resultó haber un gran paso que pocos se mostraron dispuestos a dar. Al final, el determinismo ambiental ilustrado (la creencia de que el entorno determina el carácter) proporcionó una vía común para posponer la cuestión en su conjunto. La esclavitud corrompía a sus víctimas, destruía su virtud natural y aplastaba su amor natural por la libertad. Pero, por esta misma lógica, la gente esclavizada no estaba preparada para la libertad. La Sociedad de Amigos de los Negros de Brissot de Warville se caracterizó por exigir la abolición del comercio de esclavos, y también invitó a Thomas Jefferson, dueño de esclavos, a sumarse a la organización. Muy pocos abogaron por la abolición de la esclavitud y, así y todo, insistiendo en que la emancipación fuera gradual. La esclavitud resultó ser uno de los pocos temas en los que diferentes corrientes del pensamiento ilustrado llegaron a conclusiones distintas.

LA EXPLORACIÓN Y EL MUNDO DEL PACÍFICO

El mundo del Pacífico también ocupó un lugar destacado en el pensamiento ilustrado. La cartografía sistemática de zonas nuevas del Pacífico representó uno de los avances cruciales de la época que, además, ejerció un impacto tremendo en la imaginación del público. Aquellas expediciones también fueron misiones científicas, patrocinadas como parte del proyecto ilustrado consistente en difundir el conocimiento científico. En 1767 el gobierno francés envió a Louis-Anne de Bougainville (1729-1811) al Pacífico Sur en busca de una ruta nueva para llegar a China, tierras nuevas adecuadas para la colonización y especias nuevas para el comercio lucrativo. Con él envió a científicos y artistas para registrar sus hallazgos. Como muchos otros exploradores, Bougainville no encontró nada de lo que buscaba, pero los relatos de sus viajes (sobre todo sus descripciones con detalles fabulosos del paraíso terrenal de Nouvelle-Cythère, o Tahití) acapararon la atención y la imaginación de muchos franceses. El capitán británico James Cook (1728-1779), que siguió a Bougainville, realizó dos viajes al Pacífico Sur (1768-1771 y 1772-1775) con unos resultados impresionantes. Cartografió el litoral de Nueva Zelanda y Nueva Holanda, e incorporó las Nuevas Hébridas y Hawai a los mapas europeos. Exploró los límites exteriores del continente antártico, las costas del mar de Bering y el océano Ártico. Los científicos y artistas que acompañaron tanto a Cook como a Bougainville expandieron enormemente las fronteras de la botánica, la zoología y la geología de Europa. Sus dibujos, como los retratos extraordinarios de los maoríes de Sydney Parkinson, atrajeron a un público amplio. Lo mismo sucedió con los relatos de los peligros que hubo que vencer y de los pueblos descubiertos. Un malentendido al intentar comunicarse con los isleños del Pacífico Sur, tal vez con la intención de llevarlos a Europa, acabó con las muertes horripilantes de Cook y cuatro infantes de la marina real en Hawai a finales de enero de 1779, lo que sin duda multiplicó la fascinación de los lectores europeos por los viajes del capitán. Mucha gente en Europa leyó con avidez los relatos de aquellos viajes. Cuando Cook y Bougainville trajeron isleños a la metrópoli, congregaron grandes multitudes. Joshua Reynolds pintó retratos de los isleños.

El impacto de las misiones científicas

En Europa, los pensadores ilustrados se sirvieron con generosidad de los relatos de las misiones científicas. Como ya se habían entregado a la comprensión de la naturaleza humana y los orígenes de la sociedad, y al estudio de la repercusión del entorno en el carácter y la cultura, las historias relacionadas con las culturas y pueblos nuevos los fascinaron de inmediato. En 1772 Diderot, uno de los muchos lectores ávidos de los relatos de Bougainville, publicó sus reflexiones personales sobre el significado cultural de aquella información, el Supplément au voyage de Bougainville. Para Diderot, los tahitianos eran los seres humanos originales y, a diferencia de los moradores del Nuevo Mundo, estaban prácticamente libres de la influencia europea. Según él, representaban a la humanidad en estado natural, desinhibidos en cuanto a sexualidad y carentes de dogmas religiosos. Su sencillez dejaba al descubierto la hipocresía y la rigidez de la excesiva civilización europea. Otros equiparaban a los indígenas del Pacífico con las civilizaciones clásicas de griegos y romanos y, por ejemplo, asociaban a las mujeres tahitianas con Venus, la diosa romana del amor. Todas estas ideas decían más sobre Europa y las utopías europeas que sobre las culturas indígenas del Pacífico. A los pensadores ilustrados les resultaba imposible contemplar el resto de culturas como algo distinto a versiones «primitivas» de los europeos. Sin embargo, incluso estas concepciones marcaron un cambio frente a épocas anteriores. Los europeos habían entendido que el mundo se dividía entre la cristiandad y los «otros», los paganos. En definitiva, durante el siglo XVIII, la comprensión religiosa de la identidad occidental dio paso a más concepciones laicas.

Uno de los exploradores científicos más importantes de este período fue el científico alemán Alexander von Humboldt. Humboldt pasó cinco años en los territorios españoles de América con la única intención de evaluar la civilización y los recursos naturales del continente. Fue equipado con los instrumentos científicos más avanzados que Europa pudo suministrarle. Entre 1814 y 1819, produjo una obra impresionante en varios volúmenes titulada Narraciones personales de viajes, muy similar a los informes con lujosas ilustraciones de Cook y Bougainville. Los gastos lo arruinaron y lo obligaron a acudir a la corte de Prusia en busca de apoyo financiero. Los estudios de Humboldt constituyen un lazo de unión importante entre la ciencia del Siglo de las Luces y la del siglo XIX. Humboldt, con buen criterio ilustrado, intentó demostrar que la climatología y el entorno geográfico determinan qué formas de vida sobreviven en una región dada. Estas investigaciones continuarán en los debates decimonónicos sobre los cambios evolutivos. Charles Darwin se refirió a Humboldt como «el viajero científico más grande que vivió jamás», y los textos del científico alemán alentaron el viaje de Darwin a las islas Galápagos, frente a las costas de Ecuador.

En suma, los europeos que miraron hacia el exterior lo hicieron por múltiples razones y llegaron a conclusiones muy distintas. Para algunos pensadores y dirigentes ilustrados, los informes científicos procedentes de ultramar encajaban dentro de una investigación amplia sobre «civilización» y «naturaleza humana». Esa investigación instaba a veces a la autocrítica, mientras que otras se limitaba a reforzar el sentimiento europeo de superioridad. Las revoluciones de finales del siglo XVIII acabaron con este debate ilustrado. Aunque estos temas reaparecieron durante el siglo XIX, con la aparición de imperios nuevos y con el replanteamiento del lugar que ocupa Occidente en el mundo.

Naturaleza, género y radicalismo ilustrado: Rousseau y Wollstonecraft

¿Hasta qué punto fue «revolucionaria» la Ilustración? El pensamiento ilustrado socavó, en efecto, principios fundamentales de la cultura y la política del siglo XVIII. Asimismo, su enorme repercusión llegó mucho más allá de un grupo reducido de intelectuales. Pero los pensadores ilustrados no mantuvieron una postura política única. Hasta a los más radicales les disgustaron las implicaciones de su pensamiento. Jean-Jacques Rousseau y Mary Wollstonecraft constituyen dos buenos ejemplos de pensadores radicales.

EL MUNDO DE ROUSSEAU

Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) fue un «independiente» que discrepó del resto de philosophes y contradijo muchas de sus afirmaciones. Compartió con ellos la aspiración de libertad intelectual y política, atacó los privilegios heredados y creyó en la bondad de la humanidad y en la posibilidad de construir una sociedad justa. Sin embargo, introdujo otras tensiones en el pensamiento ilustrado, en especial la moral y lo que entonces se denominaba «sensibilidad», o el culto a los sentidos. Asimismo fue bastante más radical que sus coetáneos, ya que fue uno de los primeros en hablar sobre soberanía popular y democracia. Fue, sin duda, el más utópico, lo que popularizó su obra ya entonces y ha dado lugar a diferentes interpretaciones desde entonces. A finales del siglo XVIII era el philosophe más influyente y más citado de todos, el pensador que extendió la Ilustración a una audiencia más amplia.

La obra cumbre y difícil tratado político de Rousseau, El contrato social, partía de una paradoja que ya se ha hecho célebre en nuestros días. «El hombre nace libre pero está encadenado por todas partes». ¿Cómo se habían forjado los humanos esas cadenas de forma libre? El planteamiento de esta pregunta implicaba la reformulación de cuestiones clave del pensamiento de los siglos XVII y XVIII. ¿Cuáles eran los orígenes del gobierno? ¿Era legítima la autoridad del gobierno? Si no lo era, preguntaba Rousseau, ¿cómo llegó a convertirse en legítima? Rousseau sostenía que en el estado natural, todos los hombres habían sido iguales. (Sobre mujeres, hombres y naturaleza, véase más adelante). La desigualdad social, anclada en la propiedad privada, corrompía profundamente «el contrato social», o la formación del gobierno. En condiciones de desigualdad, los gobiernos y las leyes sólo representaban a los ricos y los privilegiados. Se transformaban en instrumentos de represión y esclavitud. Según Rousseau, los gobiernos legítimos son viables. «El problema estriba en hallar un modo de asociación… donde cada cual, además de unirse a todos los demás, siga obedeciéndose a sí mismo y continúe tan libre como lo era antes». Libertad no significa ausencia de limitaciones, significa que ciudadanos iguales acatan las leyes creadas por ellos mismos. Rousseau difícilmente concibió la nivelación social, y con «igualdad» sólo se refería a que nadie fuera «lo bastante rico como para comprar a otro, ni lo bastante pobre como para tener que venderse».

Rousseau consideraba que la autoridad legítima provenía tan sólo de la gente. Su razonamiento consta de tres partes. En primer lugar, la soberanía no debe escindirse en distintas ramas de gobierno (tal como propusiera Montesquieu), y bajo ningún concepto podía ser «usurpada» por un rey. A finales del siglo XVII, Locke había expuesto el derecho de la gente a rebelarse contra un rey tiránico. Rousseau afirmaba que, para empezar, un rey jamás se convertía en soberano. Más bien, el propio pueblo actuaba como legislador, ejecutor y juez. En segundo lugar, el ejercicio de la soberanía transformaba la nación. Rousseau esgrimía que cuando los ciudadanos individuales formaban un «cuerpo político», ese cuerpo pasaba a ser algo más que la suma de sus partes. Él ofrecía lo que muchos consideraban una imagen atractiva de una nación regenerada y más poderosa, donde los ciudadanos estaban unidos por obligaciones mutuas, y no por leyes coercitivas, y unidos en igualdad, y no divididos y debilitados por los privilegios. En tercer lugar, la comunidad nacional estaría unida por lo que Rousseau denominaba la «voluntad general». Este término entraña una dificultad notoria. Él lo propuso como una vía para comprender el interés común, el cual se alzaba por encima de las particulares demandas individuales. La voluntad general favorecía la igualdad; eso la volvía general y, en principio al menos, la igualdad garantizaba que los intereses comunes de los ciudadanos estuvieran representados en su totalidad.

La falta de interés de Rousseau por sopesar los intereses privados y la voluntad general lleva a algunos teóricos de la política a considerarlo autoritario, coactivo o moralizador. Otros interpretan la voluntad general como una expresión de su utopismo. En el siglo XVIII, El contrato social fue la obra peor comprendida de Rousseau. Sin embargo, aportó argumentos radicales influyentes y, lo que es más importante, imágenes y frases poderosísimas y muy citadas durante la Revolución francesa.

Rousseau fue más conocido por sus textos sobre la educación y la virtud moral. Su leidísima novela Emilio (1762) cuenta la historia de un joven que aprende la virtud y la autonomía moral, pero en la escuela de la naturaleza, no en la académica. Rousseau discrepaba con el énfasis que ponían otros philosophes en la razón y, en su lugar, insistió en que «los primeros impulsos de la naturaleza siempre son correctos». No debía obligarse a los niños a razonar al principio de su vida. Los libros, que «sólo nos enseñan a hablar de cosas que desconocemos», no deben ocupar el centro de la enseñanza hasta la adolescencia. De ahí que el tutor de Emilio pasee con él por los bosques estudiando la naturaleza y sus preceptos sencillos, cultivando la conciencia del chico y, sobre todo, su sensación de independencia. «Criado en la libertad más absoluta, el peor mal que alcanza a imaginar es la servidumbre».

Esa educación pretendía otorgar autonomía moral a los hombres y convertirlos en buenos ciudadanos. Rousseau sostenía que las mujeres debían tener una educación muy distinta. «Toda la educación de las mujeres debe estar relacionada con los hombres, para complacerlos, resultarles de utilidad, criarlos cuando son pequeños y cuidarlos en la vejez, aconsejarlos, consolarlos, hacerles la vida placentera y agradable; ésas han sido las funciones de las mujeres desde el principio de los tiempos». Las mujeres debían ser útiles a la sociedad como madres y como esposas. En Emilio, Rousseau expuso esa misma educación para la futura esposa de Emilio, Sofía. En ocasiones, Rousseau parecía convencido de que las mujeres tendían de forma «natural» a desempeñar ese papel: «La dependencia es un estado natural para las mujeres, las niñas se sienten creadas para obedecer». Otras veces, insistía en que las niñas necesitaban disciplina para apartarlas de sus vicios «naturales».

Las contradicciones de Rousseau con respecto a la naturaleza femenina constituyen un buen ejemplo del significado cambiante que adquirió el término «naturaleza», un concepto clave del pensamiento ilustrado. Los intelectuales usaban la «naturaleza» como un criterio para medir las deficiencias de la sociedad. Lo «natural» era mejor, más simple, incorrupto. Pero ¿qué era la «naturaleza»? Podía designar el mundo físico. Podía referirse a las sociedades «primitivas». A menudo era una invención útil.

Las novelas de Rousseau se vendieron muy bien, sobre todo entre el público femenino. De Julia (subtitulada La nueva Eloísa), publicada justo después de Emilio, se hicieron setenta ediciones en tres décadas. Julia cuenta la historia de una joven que se enamora de un hombre, pero obedece con sumisión la orden paterna de casarse con otro. Al final, después de muchas penalidades y giros de la historia, ella muere por congelación tras rescatar a sus hijos de un lago helado, y se erige así en un ejemplo perfecto de virtud doméstica y maternal. Uno de los philosophes calificó la historia de «histérica y obscena». Sin embargo, lo atractivo para el público residía en la historia de amor, la tragedia, y la convicción de Rousseau de que el corazón guía a los seres humanos en la misma medida que la cabeza, que la pasión es más importante que la razón. Las novelas de Rousseau pasaron a formar parte de un culto más amplio de la sensibilité («sensibilidad») en círculos aristocráticos y de clase media, un énfasis en la importancia de las expresiones espontáneas del sentimiento, y un convencimiento de que el sentimiento era expresión de la verdadera humanidad. Desde el punto de vista temático, este aspecto de la obra de Rousseau contradecía en gran medida el culto ilustrado a la razón, y guarda una relación más estrecha con las inquietudes del romanticismo del siglo XIX.

¿Cómo encajaron las ideas de Rousseau con la concepción ilustrada de género? Como hemos visto, los pensadores del Siglo de las Luces consideraban clave la educación para el progreso humano. Muchos lamentaron la educación pobre de las mujeres, en especial porque, como madres, institutrices y maestras, muchas se encargaban de criar y enseñar a los hijos. Pero ¿qué clase de educación debían recibir las niñas? Una vez más, los ilustrados se dejaron guiar por la naturaleza y redactaron montones de ensayos y libros sobre filosofía, historia, literatura y medicina relacionados con la «naturaleza» o el «carácter» de cada sexo. ¿Eran diferentes hombres y mujeres? ¿Eran naturales esas diferencias, o provenían de la costumbre y la tradición? Humboldt y Diderot escribieron ensayos sobre la naturaleza de los sexos; la literatura de viajes científicos informaba sobre las estructuras familiares de los pueblos indígenas de América, el Pacífico Sur y China. La historia de la civilización de Adam Smith, entre otros muchos autores, hablaba de las familias y el papel de cada sexo en las distintas etapas de la historia. El espíritu de las leyes de Montesquieu incluía un análisis sobre cómo afectaban a las mujeres las diferentes clases de gobierno. La especulación sobre el tema, tal como hizo Rousseau, fue un ejercicio habitual durante la Ilustración.

Algunos discrepaban de sus conclusiones. Diderot, Voltaire y el pensador alemán Theodor von Hippel, entre otros muchos, deploraban las restricciones legales aplicadas a las mujeres. Los preceptos de Rousseau para la educación de las mujeres despertaron críticas especialmente acres. La escritora e historiadora inglesa Catherine Macaulay se dedicó a rebatir sus argumentos. El marqués de Condorcet afirmó en la víspera de la Revolución francesa que la promesa de progreso de la Ilustración no podría cumplirse a menos que las mujeres recibieran una formación, y prácticamente fue el único que defendió que debían garantizarse los derechos políticos de las mujeres.

EL MUNDO DE WOLLSTONECRAFT

Las críticas más mordaces contra Rousseau provinieron de la escritora británica Mary Wollstonecraft (1759-1797). Wollstonecraft publicó su obra más conocida, Vindicación de los derechos de la mujer, en 1792, durante la Revolución francesa. No obstante, su razonamiento estaba anclado en los debates ilustrados. Compartía las ideas políticas de Rousseau y admiraba su escritura y su influencia. Al igual que Rousseau y su compatriota Thomas Paine, escritor británico que apoyó a los revolucionarios americanos y franceses, Wollstonecraft era republicana. Definió la monarquía como «la púrpura pestífera que trueca en desgracia el progreso de la civilización y deforma el conocimiento». Ella arremetió de manera más enérgica aún que Rousseau contra la desigualdad y las distinciones artificiales de clase, cuna o riqueza. Convencida de que la igualdad constituye la base de la virtud, afirmó con un estilo ilustrado típico que la sociedad debía perseguir «la perfección de nuestra naturaleza y capacidad de felicidad». Sostuvo con más brío que ningún otro pensador ilustrado que: las mujeres poseen la misma capacidad innata para la razón y el autogobierno que los hombres; la «virtud» debe significar lo mismo para los hombres y para las mujeres; y las relaciones entre ambos sexos deben basarse en la igualdad.

Wollstonecraft hizo lo que muchas de sus contemporáneas no alcanzaron siquiera a imaginar. Aplicó a la familia las críticas radicales ilustradas contra la monarquía y la desigualdad. Las desigualdades legales de la ley matrimonial que, entre otras cosas, privaba a las mujeres casadas del derecho a la propiedad y otorgaba a los maridos un poder «despótico» sobre sus esposas. Así como los reyes cultivaban la deferencia de sus súbditos, la cultura, afirmaba ella, cultivaba la debilidad de las mujeres. «Las mujeres civilizadas… están debilitadas, de este modo, por el falso refinamiento, de manera que, desde un punto de vista moral, se hallan en una posición muy inferior a la que ocuparían si se las dejara en un estado más cercano a lo natural». Las niñas de clase media aprendían buenos modales, pautas de elegancia y de seducción para conseguir un marido; se las enseñaba a convertirse en criaturas dependientes. «Confío en que las personas de mi sexo me disculpen si las trato como criaturas racionales, en lugar de ensalzar sus gracias fascinantes y verlas como si atravesaran un estado de niñez permanente, incapaces de sostenerse por sí solas. He puesto el máximo empeño en señalar en qué consiste la verdadera dignidad y felicidad humana. Deseo convencer a las mujeres de que se esfuercen por ganar fuerza, tanto espiritual como física…». La cultura que fomentaba la debilidad femenina generaba mujeres inmaduras, ladinas, crueles y vulnerables. Con esto, Wollstonecraft se hacía eco de temas propios del siglo XVIII. Las intrigas de las mujeres aristócratas que aparecen en la obra Las amistades peligrosas de Choderlos de Laclos, escrita en la década de 1780, pretendían ilustrar esos mismos aspectos. Ante las prescripciones específicas de Rousseau para la educación femenina que incluían enseñarles a ser tímidas, castas y modestas, Wollstonecraft respondía que Rousseau quería que las mujeres usaran la razón para «bruñir sus cadenas y no para romperlas». La educación de las mujeres debía promover la libertad y la independencia.

Wollstonecraft fue una mujer de su tiempo. Defendía que hombres y mujeres tienen una humanidad común, pero les atribuía funciones diferentes, y creía que la responsabilidad más destacada de las mujeres consistía en ser madres y educar a los hijos. Como muchos otros pensadores ilustrados, Wollstonecraft pensaba que existía una división natural del trabajo y que ésta aseguraría la armonía social. «No permitamos ninguna coacción establecida en la sociedad y, con la prevalencia de la ley común de la seriedad, los sexos ocuparán sus puestos correspondientes». Como otros, ella escribió sobre las mujeres de la clase media, para quienes la educación y la propiedad constituían un problema. Se la consideró una radical escandalosa por el mero hecho de insinuar que las mujeres debían contar con derechos políticos.

La Ilustración en su conjunto dejó un legado variado en cuanto a géneros, casi equiparable al relacionado con la esclavitud. Los escritores del Siglo de las Luces desarrollaron y popularizaron razonamientos sobre derechos naturales. También elevaron las diferencias naturales a un plano superior al proponer que la naturaleza debía dictar funciones sociales distintas, muy posiblemente desiguales. Mary Wollstonecraft y Jean-Jacques Rousseau compartieron una oposición radical al despotismo y la esclavitud, una concepción moralista de las sociedades corruptas y un interés por la virtud y la comunidad. Su divergencia en asuntos de género es característica de las discrepancias ilustradas sobre la «naturaleza» y sus imperativos, y un buen ejemplo de las direcciones diversas hacia las que podía conducir la lógica del pensamiento ilustrado.

El Siglo de las Luces y la cultura del siglo XVIII

EL COMERCIO DE LIBROS

¿Qué estructuras sociales alentaron aquellos debates y acogieron tales ideas? Para empezar, la Ilustración fue unida a una expansión mucho mayor de la edición de libros y la cultura impresa. La publicación y la venta de libros florecieron a partir de los inicios del siglo XVIII, sobre todo en Gran Bretaña, Francia, los Países Bajos y Suiza. Pero las fronteras nacionales importaban muy poco. Buena parte del comercio de libros fue internacional a la vez que clandestino. Los lectores compraban libros en las tiendas, a través de suscripciones y mediante envíos especiales procedentes de distribuidores de libros en el extranjero. El abaratamiento del precio de impresión y la mejora de la distribución también contribuyeron a multiplicar el número de publicaciones periódicas, algunas especializadas en temas literarios o científicos y otras bastante generales. Favorecieron el envío de diarios (cuyos primeros ejemplares aparecieron en Londres en 1702) a Moscú, Roma y ciudades y poblaciones de toda Europa. Hacia 1780, los británicos podían leer hasta ciento cincuenta revistas distintas, y treinta y siete poblaciones inglesas contaban con periódicos locales. Estos cambios se han calificado como una «revolución de la comunicación» y constituyen una parte crucial del gran cuadro de la Ilustración.

Los gobiernos apenas intervinieron para controlar esta transformación revolucionaria. En Gran Bretaña, la prensa se topó con pocas restricciones, aunque el gobierno gravara los artículos impresos con un impuesto de estampación para elevar el precio de los periódicos y libros, y disuadir a los compradores. En otros lugares, las leyes exigían a los editores que solicitaran por adelantado la licencia o el privilegio (en el sentido de «derecho privado») para imprimir y vender cualquier obra concreta. Algunos regímenes concedían más permisos que otros. El gobierno francés, por ejemplo, prohibió y permitió de forma alterna distintos volúmenes de la Enciclopedia, dependiendo de los asuntos que se trataran en cada número, del clima político en la capital y de consideraciones económicas. En la práctica, los editores publicaban libros a menudo sin permiso previo con la esperanza de que el régimen no reparara en ello, pero preparándose para la multa, la prohibición de los libros y la revocación temporal de sus privilegios. Las censuras rusa, prusiana y austriaca toleraron muchas menos disidencias, pero esos gobiernos también se afanaron por estimular la edición y, en cierta medida, permitieron el debate público. Viena alojó un imperio editorial importante durante el gobierno de José y María Teresa. Catalina de Rusia fomentó el desarrollo de un pequeño proyecto editorial que, hacia 1790, distribuía trescientos cincuenta títulos al año. En los estados más pequeños de Alemania e Italia, dirigidos por muchos príncipes locales, resultó más sencillo encontrar mecenas locales progresistas, y las obras inglesas y francesas también circularon mucho por esas regiones. El hecho de que esos gobiernos actuaran como mecenas y como censores a la vez de la nueva erudición ilustra la compleja relación existente entre la era del absolutismo y la Ilustración.

Como dice cierto historiador, la censura sólo sirvió para encarecer los libros prohibidos y apartarlos del alcance de los pobres. Los vendedores clandestinos de libros, afincados en su mayoría en las proximidades de la frontera de Francia con Suiza y con Renania, pasaron miles de libros de forma ilegal a librerías, distribuidores y clientes privados del otro lado de la frontera. ¿Qué demandaban los lectores y qué revela esa demanda acerca de la acogida que tuvo la Ilustración? Muchos comerciantes clandestinos se especializaron en lo que ellos denominaban «libros filosóficos», lo que equivale a todo tipo de literatura subversiva: historias de padecimientos en la cárcel, memorias chismosas sobre la vida en la corte, fantasías pornográficas (a menudo relacionadas con personalidades religiosas y políticas) y relatos de crímenes y criminales. Cualquier contrabandista de libros llevaba varias copias de La vida privada de Luis XIV o La gaceta negra, los comentarios de Voltaire sobre la Enciclopedia y, con menos frecuencia, el Contrato social de Rousseau. Buena parte de esa «clandestinidad literaria» (tal como la denomina el historiador Robert Darnton) que medró en el siglo XVIII se hacía eco de los temas radicales de la Ilustración, sobre todo la corrupción de la aristocracia y la degeneración de la monarquía hacia el despotismo. Sin embargo, otros textos políticos menos explícitos, como la Historia de Raynal, las novelas de Rousseau, los relatos de viajes, biografías o fantasías futuristas como El año 2440 de Louis Sebastien Mercier, demostraron gozar de la misma popularidad. Hasta los volúmenes caros, como la Enciclopedia, se vendían especialmente bien, lo que atestigua el interés entusiasta del público. Conviene subrayar que la producción ilustrada circulaba de manera generalizada, y que las novelas de Rousseau se vendían igual de bien que sus obras sobre teoría política.

ALTA CULTURA, NUEVAS ÉLITES Y LA «ESFERA PÚBLICA»

La «Ilustración» no sólo se encarnó en los libros; se desarrolló en organizaciones de lectores y nuevos modos de sociabilidad y debate. La élite o «alta» cultura del siglo XVIII era reducida pero cosmopolita y muy culta, y entabló debates con seriedad. Una élite nueva procedente de las clases medias se unió a los miembros de la nobleza y la gente adinerada. Entre las instituciones que generaron esta élite nueva se contaban las «sociedades eruditas»: la Sociedad Filosófica Americana de Filadelfia, las sociedades literarias y filosóficas británicas y la Sociedad Selecta de Edimburgo. Estos grupos organizaban la vida intelectual fuera de las universidades, y la dotaron de bibliotecas, lugares de encuentro para debatir y revistas que publicaban artículos de sus miembros u organizaban debates sobre cuestiones que abarcaban desde temas literarios e históricos hasta económicos y éticos. Las élites también se reunían en «academias», financiadas por los gobiernos para el avance del conocimiento, bien a través del estudio de las ciencias naturales (como la Real Sociedad de Londres y la Academia Francesa de Ciencias, ambas fundadas en 1660), promocionando la lengua nacional (la Académie Française, o Academia Francesa de Literatura) o salvaguardando las tradiciones artísticas (como las diversas academias de pintura). La Real Academia de Berlín, por ejemplo, se fundó en 1701 para manifestar el compromiso del estado prusiano con el aprendizaje. Entre sus miembros figuraban eruditos residentes, miembros por «correspondencia» de otros países y socios honorarios, de modo que tuvo un alcance bastante amplio, y el gobierno prusiano se cercioró de atraer eruditos de otros países. En concreto, bajo el mandato de Federico II, promotor entusiasta de investigaciones nuevas, la Academia de Berlín eclosionó como un centro del pensamiento ilustrado. Cada año, la revista de la academia publicaba artículos de sus miembros en francés con el objeto de llegar a un público europeo. En Francia, las academias provinciales desempeñaron un papel casi idéntico. Obras como el Discurso sobre el origen de la desigualdad de Rousseau se presentaron a concursos ensayísticos patrocinados por la academia. Entre los miembros de las academias se contaban funcionarios militares y del gobierno, comerciantes ricos, médicos, terratenientes nobles y académicos. En las sociedades y academias eruditas convergieron grupos de distinta clase social (la mayoría procedente de la élite) y, con ello, favorecieron un sentimiento de objetivo y seriedad comunes.

Los salones

Los «salones» realizaron la misma labor pero con un funcionamiento más informal. Por lo común los regentaban mujeres aristócratas cultas y bien relacionadas. El papel predominante de las mujeres diferenció los salones de las academias y universidades. Los salones congregaron a hombres y mujeres de letras junto a miembros de la aristocracia para conversar, debatir, beber y comer. Rousseau aborrecía esta clase de ceremonias y consideraba los salones un signo de superficialidad y vacuidad en un mundo privilegiado y ultracivilizado. Thomas Jefferson opinaba que la influencia de las mujeres en los salones había llevado a Francia a una «situación desesperada». Algunos salones se deleitaban con los juegos de salón. Otros, como el que organizó en París madame Necker, esposa del futuro ministro reformista francés, permanecieron muy próximos a las puertas del poder y sirvieron de base experimental para las nuevas ideas políticas. Madame Marie-Thérèse Geoffrin, otra afamada salonière francesa, se convirtió en promotora fundamental de la Enciclopedia y ejerció su influencia para situar eruditos en academias. Moses Mendelssohn mantuvo una casa abierta para intelectuales en Berlín. Los salones de Londres, Viena, Roma y Berlín funcionaban del mismo modo y, como las academias, fomentaban entre sus participantes un sentimiento de pertenencia a una élite activa y culta.

A lo largo del siglo XVIII surgieron montones de sociedades similares. Las logias masónicas, organizaciones con elaborados rituales secretos cuyos miembros se comprometían a regenerar la sociedad, atrajeron una variedad notable de hombres aristócratas y de clase media. Mozart, Federico II y Montesquieu fueron masones. Tras sus puertas cerradas, las logias eran igualitarias y contraían el compromiso de aspirar a un proyecto común de pensamiento racional y acción benéfica, y a eliminar la religión y las diferencias sociales (al menos entre sus filas).

Otras estructuras de sociabilidad fueron menos exclusivas. Los cafés se multiplicaron con el comercio colonial de azúcar, café y té, y ocuparon un lugar central para la circulación de las ideas. Un grupo de comerciantes que se reuniera, por ejemplo, para hablar del mercado podía desviarse hacia temas políticos, y los numerosos periódicos que yacían sobre las mesas proporcionaban un vínculo inmediato entre sus pequeñas discusiones y las noticias y debates de cualquier otro lugar.

El filósofo Immanuel Kant señaló que el aumento de la conciencia pública parecía una de las marcas distintivas de su tiempo. «Si participamos en una conversación con compañías mixtas formadas no sólo por eruditos y pensadores perspicaces sino también por comerciantes y mujeres, notamos que, aparte de narrar historias o bromear, tienen otra afición que es la de debatir». La capacidad para pensar de forma crítica y hablar con libertad sin ceder a la religión o la tradición constituía un motivo de orgullo, y no sólo para los intelectuales. Los cambios culturales del siglo XVIII (la expansión de las estructuras de sociabilidad, el florecimiento del mercado librero, los nuevos géneros literarios y la circulación de las ideas ilustradas) ampliaron los círculos de lectura y debate, y eso expandió lo que algunos historiadores y politólogos denominan la «esfera pública». Lo que, a su vez, empezó a modificar la política. Las deliberaciones informales, los debates sobre cómo regenerar la nación, las discusiones sobre civismo y los esfuerzos para lograr consensos tuvieron una importancia capital para desplazar la política fuera de los confines de la corte.

El siglo XVIII gestó la idea misma de «opinión pública». Un observador francés describió los cambios del siguiente modo: «Sólo en los últimos treinta años nuestras ideas han experimentado una inmensa revolución trascendental. Hoy, la opinión pública ejerce una fuerza preponderante en Europa imposible de repeler». Pocos pensaban que lo «público» englobara más que la élite. Pero, hacia finales del siglo XVIII, los gobiernos europeos reconocieron la existencia de un grupo con conciencia cívica que se extendía desde los salones a los cafés, las academias y los círculos gubernamentales, y a los que, en cierta medida, debían dar respuesta.

CULTURA Y LECTURA DE LA CLASE MEDIA

La ilustración constituía sólo una parte de los nuevos intereses culturales de la clase media del siglo XVIII. En estratos sociales más bajos, los tenderos, pequeños comerciantes, abogados y profesionales leían cada vez más tipos diversos de libros. En lugar de una Biblia gastada para leer en voz alta, las familias de clase media compraban y prestaban libros para leer de manera informal, para cedérselos a otros y para comentarlos. Esa literatura incluía mucha más ciencia, historia, obras biográficas, relatos de viajes y ficción. Buena parte de ella iba dirigida a las mujeres de clase media, las cuales se contaron entre los colectivos de lectores de crecimiento más rápido durante el siglo XVIII. Las obras de etiqueta se vendían muy bien, al igual que los manuales sobre el hogar. Montones de libros sobre modales, moral y educación de las hijas, versiones populares de tratados ilustrados sobre educación y el espíritu, revelan muchas semejanzas entre la vida intelectual de la Ilustración alta y los temas habituales de lectura de la clase media.

La emergencia de un público lector de clase media, formado en buena medida por mujeres, ayuda a explicar el incremento de popularidad y producción que experimentaron las novelas, sobre todo en Gran Bretaña. Las novelas representaron el único género literario nuevo más popular del siglo XVIII. Un estudio de los préstamos bibliotecarios a finales del siglo XVIII en Gran Bretaña, Alemania y América del Norte reveló que el 70 por ciento de los libros solicitados eran novelas. Durante siglos, los europeos habían leído literatura medieval como las historias de los caballeros de la Mesa Redonda. Las novelas, en cambio, no trataban temas cuasimíticos, la redacción era menos recargada y la ambientación y las situaciones se situaban literalmente más cerca de casa. Los personajes más reconocibles y ajenos a la aristocracia de las novelas parecían más acordes con la experiencia común de la clase media. Es más, la inspección de las emociones y de los sentimientos íntimos también conectaron la composición de novelas con una preocupación mayor durante el siglo XVIII por los rasgos propios de las personas y la humanidad. Tal como hemos visto, los escritores clásicos del Siglo de las Luces como Voltaire, Goethe y Rousseau escribieron novelas de gran éxito que deben entenderse junto a obras como Pamela o Clarisa de Samuel Richardson (1689-1761), Moll Flanders o Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1660-1731); o Tom Jones de Henry Fielding (1707-1754).

Muchos historiadores han señalado que figuraron muchas mujeres entre los escritores de ficción. En la Francia del siglo XVII, los autores más leídos de novelas rosa fueron Madeleine de Scudéry y la condesa de La Fayette. Con posterioridad, en Inglaterra, Fanny Burney (1752-1840), Ann Radcliffe (1764-1823) y Maria Edgeworth (1767-1849) escribieron novelas de una popularidad extrema. Las obras de Jane Austen (1775-1817), sobre todo Orgullo y prejuicio y Emma, constituyen para muchos lectores la cúspide del arte de la novela. Pero las mujeres no fueron las únicas que escribieron novelas, ni tampoco fueron las únicas que prestaron atención al ámbito doméstico o privado. Sus obras trataron temas cruciales del siglo XVIII, como naturaleza humana, moral, virtud y reputación. Sus novelas, como muchas de las obras de no ficción del período, exploraron esos temas tanto en ambientes domésticos como públicos.

LA CULTURA POPULAR: URBANA Y RURAL

¿Hasta qué punto repercutieron los libros y la cultura impresa en la vida de la gente corriente? Los índices de alfabetización presentaban oscilaciones espectaculares en cuanto a sexo, clase social y región, pero en general eran más elevados en el norte que en el sur y este de Europa. No es de extrañar que el nivel de alfabetización fuera más alto en las ciudades y los núcleos urbanos, más alto, de hecho, de lo que cabría esperar. En París, el 85 por ciento de los hombres y el 60 por ciento de las mujeres sabían leer a comienzos del siglo XVIII. Bastante más de la mitad de los habitantes de los barrios más bajos parisienses (sobre todo pequeños tenderos, sirvientes domésticos, ayudas de cámara y artesanos) sabía leer y firmar con su nombre. Sin embargo, hasta los analfabetos vivían inmersos en la cultura impresa. Veían periódicos de una sola página y andanadas u hojas volantes pegadas por las calles y en las paredes de las tabernas, y también las oían leer en voz alta con regularidad. Es más, las imágenes (sobre todo grabados en madera de poco valor, pero también grabados en papel, dibujos y caricaturas satíricas) tenían tanta relevancia como el texto en muchas de las lecturas populares. Por tanto, en muchos aspectos, los círculos de lectura y debate fueron más amplios incluso de lo que pudieran sugerir los índices de alfabetización, sobre todo en las ciudades.

Sin duda, los hogares más pobres guardaban pocos libros en los anaqueles, y éstos solían ser textos religiosos: una Biblia abreviada, El progreso del peregrino de John Bunyan o un libro ilustrado de oraciones comprados o regalados en alguna ocasión especial y leídos en voz alta una y otra vez. Pero la lectura popular creció cuando aumentó el material disponible. Desde las postrimerías del siglo XVII, una empresa francesa publicó una serie de libros pequeños y asequibles en rústica que los vendedores ambulantes llevaban de las ciudades a las aldeas rurales para un mercado popular en alza. La biblioteca azul incluía literatura popular tradicional, es decir, catecismos, historias milagrosas casi religiosas y la vida de los santos, con la que la Iglesia esperaba dar formación religiosa. También incluía piscatores, obras de astrología y manuales de remedios médicos para personas o animales de granja. En el siglo XVIII, los vendedores ambulantes de libros empezaron a distribuir novelas abreviadas y sencillas, y a vender libros sobre temas populares entre la clase media, como viajes e historia. Los libros incentivaron la lectura.

Ni Inglaterra ni Francia precisaron una escuela primaria, sino que dejaron la educación en manos de iniciativas locales imprevistas. En Europa central, algunos regímenes se esforzaron por desarrollar una educación estatal. Catalina de Rusia convocó a un asesor austriaco para instaurar un sistema de escuelas primarias, pero hacia finales del siglo XVIII sólo 22.000 personas, de una población de 40 millones, habían asistido a algún tipo de escuela. A falta de un sistema de educación primaria, la mayoría de los europeos fue autodidacta. La variedad de textos que portaba el carro de los vendedores ambulantes (tanto religiosos como de propaganda política o entretenimiento) atestiguan un incremento generalizado y veloz del interés popular por los libros y la lectura.

Al igual que su equivalente en la clase media, la cultura popular se basó en las estructuras de sociabilidad. Los gremios ofrecían conversación y compañía. Las actuaciones teatrales ambulantes y los músicos callejeros que se mofaban de figuras políticas locales llevaban cultura a gente de distintas clases sociales. Las dificultades para desentrañar la cultura popular son considerables. La mayoría de los testimonios procede de personas de fuera que consideraban a la gente corriente perdidamente supersticiosa e ignorante. Aun así, los estudios históricos empiezan a revelar datos nuevos. En primer lugar, han mostrado que la cultura popular no existe de manera aislada. Sobre todo en las zonas rurales, los días de mercado y de fiesta local congregaban a todas las clases sociales, y los espectáculos populares llegaban a un público de gran alcance social. Los cuentos populares y las canciones tradicionales no admiten ninguna clasificación ni como cultura de élite, ni de clase media, ni del pueblo, ya que pasaron de un mundo cultural a otro sufriendo revisiones y reinterpretaciones en el proceso. En segundo lugar, la cultura oral y la escrita se superpusieron. En otras palabras, hasta la gente que no sabía leer solía tener amplios «conocimientos literarios»: discutía con seriedad sobre cuestiones procedentes de libros y creía que los libros confieren autoridad. Así, por ejemplo, un grupo de aldeanos escribió este encomio a un amigo fallecido: «leyó durante toda la vida, y murió sin siquiera saber leer». La lógica y la cosmovisión de la cultura popular deben entenderse en sus justos términos.

Cierto es que las zonas rurales, sobre todo las situadas en lugares con menor desarrollo económico, padecían una pobreza extrema. La vida era mucho más aislada allí que en los núcleos urbanos. Un profundo abismo separaba a los campesinos del mundo de la alta Ilustración. Los philosophes, bien establecidos en la cima de la sociedad europea, miraban la cultura popular con desconfianza e ignorancia. Consideraban a la gente corriente de Europa de un modo muy similar a como veían a los pueblos indígenas de otros continentes. Eran humanitarios, pensadores críticos y reformadores; pero no demócratas. La Ilustración, aunque bien arraigada en la élite cultural del siglo XVIII, conllevó cambios que trascendieron con creces la sociedad de los selectos.

LA MÚSICA DEL SIGLO XVIII

Las élites europeas sustentaron otras formas de alta cultura. Los caballeros ingleses que leían en voz alta artículos científicos en clubes también encargaban a arquitectos el diseño de casas de campo con reminiscencias clásicas para pasar los fines de semana. Las cortes reales respaldaban las academias de pintura, que conservaban el gusto y la estética aristocráticos; los salones austriacos que acogían debates de Voltaire también organizaban actuaciones de Mozart. Ya hemos señalado que la obra de los philosophes abarcó muchos campos, desde la teoría política hasta la ficción. Rousseau no sólo escribió discursos y novelas, también compuso música y escribió una ópera. Una de las características más importantes del siglo XVIII la constituyó una cultura musical floreciente.

Bach y Händel

Los albores del siglo XVIII trajeron la última etapa de la música barroca y dos de los compositores más grandes de todos los tiempos: Johann Sebastian Bach (1685-1750) y Georg Friedrich Händel (1685-1759). Bach fue un hombre muy devoto que permaneció toda la vida en la tranquilidad de la Alemania de provincias. Como músico de iglesia en Leipzig durante la mayor parte de su actividad profesional adulta, Bach tenía la obligación de componer música para el servicio litúrgico de casi todos los domingos y fiestas de guardar, y combinó la imaginación y la brillantez con una autodisciplina férrea y grandes dotes para componer música a petición. Fue un protestante ferviente al que no le afectó en absoluto el laicismo de la Ilustración: cada una de sus piezas sacras está repleta de tal fervor que la salvación del mundo parece suspendida en cada nota. También fue prolífico y escribió toda la gama de géneros contemporáneos (salvo ópera), desde piezas para instrumentos solistas hasta obras de gran magnitud para solistas vocales, coro y orquesta. Gran parte de su obra consiste en cantatas religiosas (se conservan más de doscientas), motetes y varias Pasiones, pero también escribió conciertos y suites para orquesta, y compuso la más pura de la música «pura», es decir, fugas sutiles y complejas para clavecín.

Händel, en cambio, fue un cosmopolita amante del público que buscó auditorios grandes y profanos. Tras pasar sus años de juventud enseñando técnicas de composición barroca en Italia, Händel se estableció en Londres. Intentó ganarse la vida escribiendo óperas italianas, pero tras el éxito inicial, la ópera sonaba extraña y florida a los oídos británicos. Con el tiempo, encontró un género más vendible, el oratorio: un drama musical que se representaba en forma de concierto, en inglés, y sin escenificar. Los oratorios de Händel solían ambientarse en historias bíblicas, pero ofrecían una música muy mundana, repleta de una instrumentación recargada y frecuentes toques de tambores y trompetas. Aquellas obras épicas lograron llenar las salas londinenses de británicos prósperos que interpretaban las victorias de los antiguos hebreos en oratorios tales como Israel en Egipto y Judas Macabeo, como celebraciones implícitas de la renaciente grandeza nacional propia. El oratorio maestro de Händel, El Mesías, aún se canta hoy en todo el mundo de habla inglesa cada Navidad; el conmovedor coro del «Aleluya» sigue siendo la pieza coral aislada más popular de todo el repertorio de la música clásica.

Haydn y Mozart

Bach y Händel se cuentan entre los últimos y más grandes compositores de la música barroca; los austriacos Joseph Haydn (1732-1809) y Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791) fueron los principales representantes del estilo «clásico», que arrasó en Europa durante la segunda mitad del siglo XVIII. En este caso, el clasicismo no guarda ninguna relación con la imitación de la música escrita en la antigüedad clásica. Con él se intentó imitar los principios clásicos de orden, claridad y simetría, en otras palabras, que la música sonara tal como se muestran los templos griegos. El clasicismo introdujo los cuartetos de cuerda y las obras sinfónicas, más impresionantes, a veces denominadas las novelas musicales, que se han revelado como el género musical más versátil y popular de todos los del clasicismo. Los compositores de la escuela clásica crearon una música sujeta con rigor a ciertos principios estructurales. Por ejemplo, casi todas las sinfonías clásicas constan de cuatro movimientos, y casi todas ellas comienzan con un primer movimiento en forma de sonata que se caracteriza por la presentación sucesiva de temas, el desarrollo y la recapitulación.

Las últimas tres sinfonías de Mozart (de un total de cuarenta y una) son incomparables en cuanto a gracia, variedad y perfección técnica. Pero la vida de Mozart, breve y con célebres dificultades, concentra los problemas que hasta los artistas con un talento prodigioso tuvieron que afrontar en el siglo XVIII. Wolfgang empezó a componer a los cuatro años, se hizo conocido como virtuoso del clave a los seis y escribió su primera sinfonía a los nueve. Su padre lo promocionó llevándolo como niño prodigio por las cortes de Europa: «Con ocho años, mi hijo sabe todo lo esperable en un hombre de cuarenta. En resumen: quien no lo ve o lo oye no alcanza a creerlo». Era la década de 1760, pleno auge de la Ilustración, y el padre de Mozart lamentaba el clima de escepticismo e incredulidad. «Hoy en día, la gente ridiculiza todo lo que se califica de milagro —escribió—. Para mí supuso un gran placer y una gran victoria que un seguidor de Voltaire me dijera: “Hoy, por primera vez en la vida, he visto un milagro; es el primero”.» Wolfgang cosechó premios y honores del papa y la emperatriz austriaca María Teresa, llamó la atención por toda Europa y se convirtió en una fuente de ingresos para su familia. Pero, cuando dejó de ser niño prodigio, como casi todos los artistas y escritores del siglo XVIII, pasó a depender de un patronazgo. Mozart, persona difícil de por sí, sufrió al servicio del malhumorado arzobispo de Salzburgo, una localidad que él odiaba. Intentó financiarse como compositor independiente y clavecinista en Viena. A pesar de su inmensa productividad y de su afamado genio, apenas podía llegar a fin de mes. Llevó una vida precaria, con el dinero prestado por sus compañeros masones de la Logia de Beneficencia. Sólo tenía treinta y cinco años cuando falleció de fiebre reumática. De acuerdo con las prácticas médicas de la época, sus médicos lo sangraron con frecuencia durante el último mes de vida y tal vez aceleraron su muerte envenenándole la sangre con instrumentos sin esterilizar. No es cierto que fuera enterrado sin ser reconocido en una fosa común. Su funeral fue sencillo y modesto, acorde a su pobreza, pero también a sus principios masónicos y a la oposición ilustrada a los ritos católicos. El compositor coetáneo Joseph Haydn lamentó la pérdida del «más grande de todos nosotros».

La carrera de Joseph Haydn (1732-1809) presenta un contraste revelador. Supo cuidar de sí mucho mejor que Mozart, y pasó la mayoría de su vida empleado por una familia austrohúngara, aristócrata y extremadamente rica que contaba con una orquesta privada propia. Pero esa seguridad conllevó la humillación de tener que llevar el uniforme de los Esterházy, como un mayordomo cualquiera. Sólo al final de su vida, en 1791, y ya famoso, Haydn se vio obligado a ganarse la vida por su cuenta, lo que lo llevó a Londres, donde pasó cinco años (con la salvedad de un intervalo breve) y ganó bastante dinero componiendo encargos del público, en lugar de hacerlo para mecenas privados. En el siglo XVIII, Londres era uno de los pocos lugares que contaban con un mercado cultural. En este aspecto, Londres estaba en la cresta de la ola del futuro, ya que, en el siglo XIX, la música seria abandonaría los salones de la aristocracia para pasar a ocupar las salas de conciertos de toda Europa. En la Austria profundamente aristocrática de entonces Haydn se vio obligado a usar librea de sirviente; en Londres lo recibieron como genio creador, y fue uno de los primeros compositores considerados como tal. Su sinfonía El milagro, compuesta para interpretarla en una sala de conciertos londinense, debe su nombre a que durante una actuación se estampó contra el suelo una lámpara de araña y faltó poco para que acabara con la multitud congregada para ver dirigir al «genio». Aunque no fue el primer compositor de sinfonías, con frecuencia se lo denomina el «padre de la sinfonía». En más de un centenar de obras sinfónicas (pero sobre todo en las doce últimas, que compuso en Londres) Haydn formuló las técnicas más duraderas de la composición sinfónica y demostró el inmenso potencial creativo de este género.

La ópera

Por último, la ópera floreció en el siglo XVIII. Fue una creación del siglo XVII desarrollada sobre todo por el compositor barroco italiano Claudio Monteverdi (1567-1643), quien combinó música y teatro para lograr mayor intensidad dramática. La nueva modalidad operística de Monteverdi gustó de inmediato: en el transcurso de una sola generación las óperas pasaron a representarse en todas las ciudades importantes de Italia, y en el siglo XVIII ya habían llamado la atención en toda Europa. La ópera, que se escenificaba dentro de ambientaciones magníficas y reunía a cantantes, músicos, actores y diseñadores de escena de talento, expresaba con más claridad que ninguna otra modalidad artística la consagración de los artistas barrocos a la grandiosidad, el teatro y la exhibición. Durante el período clasicista, la ópera ganó popularidad gracias a Christoph Willibald von Gluck (1714-1787). Gluck, que se trasladó de Austria a París para ejercer como tutor musical de la joven María Anto-nieta, insistió en que los libretos eran tan importantes como la música. Simplificó las arias, enfatizó la acción dramática y brindó espectáculos de lujo a la corte francesa. Sin embargo, el mayor compositor de ópera del clasicismo lo encarnó Mozart. Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y La flauta mágica siguen contándose entre las óperas preferidas de todos los tiempos.

Los músicos del siglo XVIII, como sus contemporáneos escritores, vieron modelados su actividad y su arte por estructuras culturales cambiantes. A pesar de la tendencia al laicismo, la Iglesia seguía financiando mucha música cotidiana. En muy pocos casos (el de Haydn en Londres fue uno de ellos), los compositores pudieron vivir del mercado. Pero el patrocinio aristócrata y cortesano continuaron como pilares básicos de sustentación de músicos. Y los músicos, como los escritores ilustrados, mantuvieron una relación ambivalente con sus patrocinadores y la cultura. En su faceta de compositor, Rousseau se quejaba de que la aristocracia estableciera el tono de las producciones operísticas del momento. Deploraba las escenografías pretenciosas y la falta de falsedad emotiva. En sus óperas intentó llevar a escena distintos temas, como la naturaleza, la sencillez y la virtud. El escritor británico Samuel Johnson calificó a los mecenas de «canallas insolentes». Mozart dependía del dominante arzobispo de Salzburgo para los trabajos de encargo y, lo que era igual de importante, para su interpretación, pero se quejaba de su situación: «No sabía que fuera un ayuda de cámara». Una de las óperas más populares de Mozart, Las bodas de Fígaro, basada en una obra de teatro francesa, trataba precisamente esos temas: las relaciones entre señores y sirvientes, los abusos de los privilegios y la presuntuosidad de la nobleza europea.

En realidad, Las bodas de Fígaro siguió una senda de popularidad típica del siglo XVIII. El autor de la obra de teatro se llamaba Pierre Caron y era hijo de un relojero. Caron ascendió hasta convertirse en relojero del rey, compró cargo de noble, se casó bien, adoptó el nombre de Pierre Augustin de Beaumarchais y escribió varias comedias en tono ilustrado para satirizar a la nobleza francesa. Fígaro tuvo problemas con la censura francesa, pero, como tantas otras obras prohibidas, la obra se vendió bien. Se tradujo al italiano, el masón Mozart le puso música y se escenificó ante atentas audiencias selectas desde París hasta Praga. La sátira, la autocrítica, la reprobación de la jerarquía, el optimismo, la movilidad social y la concepción cosmopolita de una sociedad tradicional en muchos aspectos, todo ello reúne las claves para entender la cultura del siglo XVIII y la Ilustración.

Conclusión

La Ilustración surgió a partir de una revolución científica, de un sentimiento nuevo de poder y posibilidades generado por la ciencia, y del arranque de entusiasmo por las nuevas formas de conocimiento. Juntas, la Ilustración y la revolución científica convirtieron la ciencia en una forma de conocimiento. Los pensadores del siglo XVIII examinaron un abanico muy amplio de temas: la naturaleza humana, la razón y los procesos de entendimiento, la religión, la fe, la ley, los orígenes de la autoridad gubernamental, la economía y las costumbres sociales. Tanto philosophes célebres como periodistas clandestinos plantearon problemas que incomodaban a los regímenes, a sus contemporáneos y hasta a ellos mismos. Las ideas circularon en formatos populares, desde obras de teatro y óperas hasta publicaciones periodísticas. Los cambios intelectuales se produjeron a la par que los sociales y culturales: los esfuerzos de los gobiernos por cimentar el estado sobre una base nueva, la emergencia de una élite nueva y la expansión de la esfera pública.

Las revoluciones atlánticas (la Revolución americana de 1776, la Revolución francesa de 1789 y los levantamientos en América Latina de la década de 1830) se empaparon del lenguaje del Siglo de las Luces. Las constituciones de las naciones a que dieron lugar esas revoluciones siguieron las ideas básicas del liberalismo ilustrado: ni la religión ni el estado podían impedir la libertad de conciencia individual; la autoridad del gobierno no podía ser arbitraria; la igualdad y la libertad eran naturales; los humanos perseguían la felicidad, la prosperidad y la expansión de sus capacidades. Estos razonamientos ya se habían planteado de forma provisional con anterioridad. Pero cuando los colonos de América del Norte se declararon independientes de Gran Bretaña en 1776, calificaron esas ideas de «verdades evidentes». Aquella declaración atrevida dio muestras tanto del camino recorrido desde finales del siglo XVII como del sello distintivo de la Ilustración: la seguridad en uno mismo.

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