CAPÍTULO 16

La revolución científica

Desde el año 1500 hasta el fin de la centuria de 1600, una serie de ideas nuevas relacionadas con el mundo físico deparó cambios decisivos en la filosofía europea y, más ampliamente, en la concepción de los europeos sobre su lugar en el mundo. Lo que llamamos «revolución científica» conllevó tres cambios: la emergencia y confirmación de una cosmovisión heliocéntrica del universo, el desarrollo de una física nueva coherente con esa concepción y el establecimiento de un método de estudio. Los pensadores vinculados a la nueva «filosofía natural», tal como se denominaba entonces a la ciencia, explicaban que, aunque desafiara el sentido común, la Tierra podía girar en torno al Sol. Con ello reivindicaban asimismo la importancia de la razón, la experimentación y la observación para comprender el mundo natural. Ellos instauraron la «ciencia» como una forma nueva de conocimiento.

La revolución científica no se produjo como consecuencia de un esfuerzo organizado. A veces, teorías brillantes conducían a callejones sin salida; con frecuencia los hallazgos eran accidentales. Los artesanos que pulían las lentes para los telescopios tenían la misma relevancia que los grandes pensadores abstractos. Y, lo más importante, la concepción antigua y la moderna solían superponerse. La «ciencia» no siempre minaba la religión o la magia, y tampoco suplantó la «superstición». Todos los pensadores lucharon por conciliar sus descubrimientos con su fe o por desarrollar teorías (sobre los movimientos de la Tierra, por ejemplo) acordes con la experiencia cotidiana. Aun así, la nueva cosmovisión fue revolucionaria y sus ramificaciones llegaron mucho más allá de los círculos reducidos de científicos, teólogos y filósofos de los que surgió.

Los fundamentos intelectuales de la revolución científica

El interés entusiasta por el funcionamiento del mundo natural no fue una novedad del siglo XVI europeo. Tal como hemos visto, la vida artística europea se había caracterizado desde el siglo XII por su inclinación hacia el naturalismo. Los escultores medievales tallaron plantas y vides con una precisión tan notable que los botánicos actuales identifican con facilidad las especies representadas. Los escultores y pintores medievales derrocharon energías para reproducir con exactitud el rostro y las formas humanos. Los pintores del Renacimiento italiano perfeccionaron esas técnicas con el redescubrimiento de los principios de la perspectiva lineal. La preocupación intelectual de arquitectos y teólogos había recaído desde el siglo XVII sobre la naturaleza de la luz. Durante el siglo XIV, algunos pensadores habían ampliado el estudio de la luz y empezaban a explorar la ciencia de la óptica; en el proceso, inventaron las primeras gafas para leer. Los astrólogos también permanecieron activos durante los siglos XIV y XV y cartografiaron los cielos con el firme convencimiento de que las estrellas regían el destino de los seres humanos.

Tras esta fascinación por la naturaleza y el mundo natural durante la Alta Edad Media yacía una combinación de neoplatonismo cristiano y aristotelismo. Tomás de Aquino, en concreto, había defendido que Dios había estructurado el mundo natural de tal modo que las personas inquisitivas accederían a casi todas las verdades teológicas de la cristiandad, sin ninguna necesidad de recurrir a la fe. La fe ofrecía un camino más seguro y rotundo hacia Dios, pero la razón humana era un don de atribución divina, y ella podía guiar a la humanidad hacia la salvación. Estas ideas fomentaron el debate racional y la investigación. Pero subordinaban la observación natural a las verdades teológicas. Si la observación de la naturaleza contradecía las verdades de la teología, entonces debía triunfar la teología.

Sin embargo, hacia el siglo XIV los teólogos y filósofos llamados nominalistas empezaron a afirmar que la naturaleza no tenía por qué concordar con el cuadro estable e incuestionable que dibujara Aristóteles. Los seres humanos sólo conocerían las verdades de Dios a través de la revelación y la fe. Pero nada les impedía estudiar la naturaleza de manera racional y registrar sus regularidades, puesto que las leyes de la naturaleza no revelaban necesariamente nada sobre la naturaleza de Dios. Así, el desafío nominalista alimentó el estudio del mundo natural desde las limitaciones de la teología y allanó el camino para el surgimiento de la cosmovisión mecanicista, materialista, que se asocia con la ciencia moderna.

¿Qué le debió la revolución científica de los siglos XVI y XVII a los humanistas del Renacimiento? El programa educativo de los humanistas otorgó poco valor a la ciencia. Para los humanistas como Petrarca, Leonardo Bruni o Erasmo, la ciencia era parte integrante de la «especulación vana» de los escolásticos (en su mayoría nominalistas), a quienes atacaban. Ninguno de los grandes científicos del período renacentista perteneció al movimiento humanista. La revolución científica se produjo en gran medida como resultado de la fusión de la tradición escolástica y el desarrollo del estudio matemático.

Sin embargo, los humanistas del Renacimiento contribuyeron a despertar el interés por la ciencia. Tal vez la influencia más importante provino del neoplatonismo, el cual animó a los humanistas a buscar las estructuras ideales y perfectas ocultas, a su parecer, bajo las «sombras» del mundo cotidiano. Los neoplatónicos propusieron ideas que favorecerían la consecución de hallazgos científicos cruciales, como la posición central del Sol y la supuesta divinidad de ciertas figuras geométricas. Tanto Copérnico como Kepler, por ejemplo, estuvieron muy influidos por el neoplatonismo.

El humanismo también tuvo cierta relevancia en la creciente fascinación por los intrincados mecanismos que intervienen en el universo. El gran impulso del mecanicismo renacentista se debió a la publicación en 1543 de los trabajos del gran matemático y físico griego Arquímedes. Sus observaciones inmediatas y sus descubrimientos se contaban entre los más rigurosos y fiables de todo el conjunto de la ciencia griega. Arquímedes decía que el funcionamiento del universo se basa en fuerzas mecánicas, como una gran máquina. Estas enseñanzas chocaban directamente con la búsqueda de estructuras ideales que perseguían los neoplatónicos, y las propuestas mecanicistas tardaron cierto tiempo en alcanzar una aceptación generalizada. Con todo, el mecanicismo se granjeó algunos adeptos muy importantes durante el Renacimiento tardío, entre los cuales figuraba el científico italiano Galileo. A la larga, el mecanicismo tuvo una trascendencia enorme en el desarrollo de la ciencia moderna porque persistió en la búsqueda de causas y efectos observables y medibles en el mundo natural.

Otra novedad del Renacimiento que contribuyó a la emergencia de la ciencia moderna fue la creciente colaboración entre artesanos e intelectuales. Durante la Alta Edad Media, los clérigos cultos habían teorizado acerca del mundo natural, pero raras veces pensaron en enredar con máquinas ¡y mucho menos en diseccionar cuerpos! Por otra parte, los numerosos artesanos que habían desarrollado una experiencia amplia en ingeniería mecánica tenían poca formación oficial. Durante el siglo XV, esos dos mundos empezaron a converger. Artistas renacentistas muy respetados, como Leonardo da Vinci, fundieron ambos cometidos. No sólo fueron artesanos excelentes, sino que también ahondaron en las leyes de la perspectiva y la óptica, calcularon métodos geométricos para sostener el peso de cúpulas arquitectónicas inmensas, estudiaron las dimensiones y detalles del cuerpo humano y desarrollaron armas bélicas nuevas y más eficaces. Hombres y mujeres de las clases acomodadas se interesaron cada vez más por la alquimia y la astrología. Esta moda animó a muchos diletantes adinerados a construir laboratorios y a medir el curso de las estrellas ayudándose de telescopios, cuya aparición fue posible gracias al trabajo combinado de los intelectuales y los artesanos dedicados al pulido de lentes. Con estos adelantos nació la ciencia moderna de la astronomía.

Una revolución astronómica

Durante más de tres mil años, desde la época de los faraones hasta la centuria de 1500, la gente pensó que el Sol, las estrellas y los planetas giraban en torno a la Tierra. En la Edad Media, esta idea se consideraba obvia e inquebrantable. Derivaba de las teorías de las autoridades antiguas y de la creencia en la intencionalidad del universo de Dios. Concordaba con las complejas explicaciones griegas de la física, según las cuales cada elemento del universo tenía un lugar asignado, de manera que los elementos más pesados, el agua y la tierra, se formaban alrededor del centro. Así lo corroboraban las observaciones lógicas tanto de filósofos como de agricultores, quienes veían que el Sol y las estrellas se desplazan de un horizonte a otro día tras día y noche tras noche.

Los astrónomos de la Edad Media atribuían la máxima autoridad clásica en cuanto a filosofía natural a Aristóteles y Tolomeo. Ambos habían desarrollado estructuras para explicar el universo en su conjunto basándose en nociones de orden cósmico que encajaban con conceptos europeos más profundos relacionados con el pecado, la transformación y la perfección. Aristóteles había brindado una explicación completa del mundo natural, una visión basada en el orden aparente del cosmos. Sostenía que cada ser o sustancia procuraba alcanzar su «lugar natural». En la Tierra, los cuatro elementos fundamentales no cejaban en el intento de ordenarse para ocupar sus lugares naturales. Esta Tierra siempre cambiante residía en el centro del universo, separada de los cielos inmutables que se movían en círculos perfectos, regulares. La física aristotélica tuvo sus críticos, pero la mayoría de ellos se afanó por corregir errores menores de lógica y mejorar sus principios básicos, no por desmontarla.

Durante mucho tiempo se habían apreciado problemas en los círculos perfectos que supuestamente describían los objetos celestes. En ocasiones, los planetas, sobre todo Marte, parecían detenerse y retroceder en el cielo antes de continuar su camino. El matemático griego Tolomeo había introducido las fórmulas matemáticas más sofisticadas para responder de esas y otras irregularidades orbitales. Sin embargo, a finales de la Edad Media los astrónomos europeos empezaron a dudar de las complejas fórmulas tolemaicas. A finales del siglo XV, varios astrónomos europeos, en especial el alemán Johannes Müller (1436-1476), tuvieron acceso a los textos originales de Tolomeo en griego y descubrieron que los traductores no habían pervertido la obra de aquel gran astrónomo, pero sí la habían empañado con omisiones y unas matemáticas defectuosas.

LA REVOLUCIÓN COPERNICANA

Aquellos problemas se volvieron inmediatos y tangibles con la crisis inminente del calendario europeo, basado en los cálculos de Tolomeo y otros. A comienzos del siglo XVI, el viejo calendario romano acusaba un desfase considerable con los movimientos de los objetos celestes. Las festividades religiosas más importantes del año, como la Pascua, arrastraban un desajuste superior a una semana con respecto a la fecha que les correspondería de acuerdo con las estrellas. Las autoridades católicas dedicaron casi un siglo a corregir el problema, para lo que convocaron a matemáticos y astrónomos de toda Europa. Uno de esos estudiosos fue el clérigo polaco y astrónomo de universidad Nicolás Copérnico (1473-1543). Copérnico era un matemático concienzudo y un cristiano devoto. No podía creer que Dios hubiera creado un universo tan destartalado y embrollado como el de Tolomeo, repleto de trucos matemáticos y de círculos dentro de otros círculos. La solución que él proponía era tan simple como radical. A su parecer, el Sol no era uno de los planetas que orbitaba alrededor de una Tierra inmóvil, tal como había sostenido Tolomeo, sino que era la propia Tierra la que se movía por el cielo. Si se intercambiaban la posición de la Tierra y la del Sol, las matemáticas astronómicas se volvían más simples, las órbitas de los otros planetas cobraban más sentido y el calendario podría enmendarse.

Copérnico era, en muchos aspectos, un pensador extremadamente conservador. No veía su obra como una ruptura con la Iglesia o las autoridades de la antigüedad. Él consideraba que había recuperado una interpretación pura del diseño divino, la cual se había perdido durante siglos, y citaba a astrónomos griegos más antiguos aún que Tolomeo para respaldar su afirmación. Buscaba una explicación sencilla de la perfección celeste que eliminara la desmaña de los cálculos matemáticos de Tolomeo. Pero las implicaciones de su teoría lo inquietaban. Sus ideas contradecían los pasajes bíblicos que describían una Tierra fija y un cielo cambiante, y desechaban muchos siglos de conocimiento astronómico asumido. Asimismo, aparecieron problemas prácticos. Copérnico no era físico. No realizó observaciones de objetos reales. Si la Tierra se movía alrededor del Sol, tendría que viajar a una velocidad tremenda. Copérnico no halló manera de reconciliar su propuesta de que la Tierra orbitara alrededor del Sol con el hecho de que los objetos terrestres cayeran al suelo o se movieran «con normalidad». A medida que estudió el problema, su astronomía se tornó más engorrosa; siguió considerando las órbitas como círculos perfectos, y echó mano de algunos recursos tolemaicos para explicar errores en esos patrones circulares.

Estas frustraciones y complicaciones persiguieron a Copérnico durante sus últimos años de vida. Dudó si publicar sus descubrimientos hasta el mismo momento de su muerte, cuando en 1543 aceptó la aparición de su obra Sobre las revoluciones de los orbes celestes (De revolutionibus). Para eludir el escándalo, su editor luterano incorporó una introducción al libro donde declaraba que el sistema copernicano sólo era una abstracción, otro conjunto de herramientas matemáticas para la práctica astronómica, y no una afirmación temeraria de la naturaleza del cielo y la Tierra. Con la ayuda de esta negación del editor, las ideas de Copérnico se mantuvieron como políticamente inofensivas y confusas durante décadas, mientras que otros pensadores, menos innovadores, se afanaron en reparar el calendario.

EL SISTEMA DE TYCHO Y LAS LEYES DE KEPLER

Las ideas de Copérnico se reactivaron mediante el trabajo de dos astrónomos que también aspiraban a hallar una explicación perfecta del universo, aunque en este caso lo hicieron a través de la observación real del cielo. Tanto Tycho Brahe (1546-1601) como Johannes Kepler (1571-1630) fueron considerados los astrónomos más brillantes de su época. Tycho era un noble danés de alta alcurnia, un excéntrico con talento cuyo rey lo dotó de tierras y riquezas, pero que se había formado en su juventud como astrónomo. Primero se hizo conocido con la observación de una estrella completamente nueva. Pero, después, Tycho se propuso corregir otros defectos de la astronomía antigua mediante la observación de los movimientos celestes. Antes de la invención del telescopio, tomó una isla pequeña que formaba parte de sus posesiones y la convirtió en un laboratorio gigante especialmente diseñado para la observación. Durante más de veinte años, pasó noche tras noche registrando con esmero el movimiento de cada objeto destacado del firmamento y lo hizo con una precisión de una fracción mínima de grado. Antes de morir alcoholizado, Tycho ya había recopilado la serie de datos astronómicos más precisos jamás vistos en Europa.

Tycho no aceptaba la conclusión copernicana de que la Tierra gira alrededor del Sol. Él creó un modelo en el que el resto de planetas orbitaba alrededor del Sol, al tiempo que todo el sistema giraba en torno a una Tierra estática. El sistema «tiránico» resultó enormemente exitoso. Permitía efectuar predicciones astronómicas y astrológicas precisas con más facilidad que el viejo sistema tolemaico y, a la vez, evitaba las molestas implicaciones teológicas del sistema copernicano.

Anciano ya, Tycho trasladó su trabajo y sus tablas descomunales a Praga, donde se convirtió en astrónomo del emperador del Sacro Imperio Romano. Uno de los ayudantes de Tycho en Praga, un matemático joven y serio procedente de una familia turbulenta, estaba mucho más impresionado con las ideas de Copérnico que el propio Tycho. Aquel ayudante, Johannes Kepler, mezcló el sistema copernicano con su propio interés por la mística, la astrología y el poder religioso de las matemáticas. La obra de Kepler aportó la primera explicación física creíble de una Tierra en movimiento y la astronomía derivada de ella.

Kepler creía que toda la creación, desde las almas humanas hasta las órbitas planetarias, funcionaba de acuerdo a leyes matemáticas. Por tanto, la comprensión de esas leyes permitiría a los seres humanos participar de la sabiduría de Dios y de los secretos internos del universo. La búsqueda de ese patrón de perfección matemática llevó a Kepler a través de armonías musicales, figuras geométricas «anidadas» dentro de las órbitas planetarias y fórmulas numéricas. Kepler se guiaba por objetivos espirituales, pero también respetaba los datos empíricos. Basándose en las tablas astronómicas de Tycho, Kepler logró apreciar que dos de las afirmaciones de Copérnico acerca de los movimientos planetarios sencillamente no concordaban con los hechos observables. En concreto, Kepler sustituyó la idea de Copérnico de que las órbitas planetarias eran circulares por su «primera ley», por la cual la Tierra y el resto de los planetas siguen trayectorias elípticas alrededor del Sol. Asimismo, reemplazó la creencia de Copérnico en una velocidad planetaria uniforme por su «segunda ley», que afirma que la velocidad de los planetas varía con la distancia al Sol. Es más, él afirmaba que la atracción magnética entre el Sol y los planetas mantenía éstos en movimiento orbital. La mayoría de los científicos mecanicistas del siglo XVII rechazó este enfoque por considerarlo demasiado ligado a la magia, pero lo cierto es que preparó el camino para la ley de la gravitación universal de Isaac Newton a finales del siglo XVII.

CIELOS NUEVOS, TIERRA NUEVA Y POLÍTICA TERRENA:
GALILEO GALILEI, 1564-1642

Galileo logró que el copernicanismo pasara de ser una teoría sobre astronomía a convertirse en un debate más amplio sobre el papel de la filosofía natural para la comprensión del mundo. Él aportó evidencias de que la Tierra se mueve, descubrió diversos objetos celestes nuevos y llegó a intuir las distancias enormes que median entre las estrellas. Pero también brindó argumentos convincentes para establecer una relación nueva entre la religión y la ciencia, una propuesta que desafió a algunos de los eclesiásticos más poderosos de su tiempo. Su creencia firme en sus ideas nuevas y su inclinación por la controversia lo convirtieron en el filósofo natural más conocido de su época, aunque al final le supusieron un conflicto con las autoridades de la Iglesia católica.

Durante los primeros años del siglo XVII, Galileo ya era un matemático de éxito en la prestigiosa Universidad de Padua, al norte de Italia. Había empezado a trabajar en una de las grandes pasiones científicas de su vida, el problema del movimiento, en concreto, el movimiento de los objetos dentro de una Tierra móvil. Galileo consideraba insuficiente la explicación aristotélica del movimiento. En su lugar, él desarrolló la primera teoría tosca sobre la inercia, la cual sostenía que sólo un cambio de movimiento requería una causa; de otro modo, los objetos se mantendrían siempre en movimiento o siempre en reposo. También empezó a trabajar en teorías sobre objetos en movimiento, usando una mezcla de experimentos menores y prácticos con casos ideales obtenidos a partir de las matemáticas. Al final, este trabajo proporcionó las primeras fórmulas bien definidas que explicaban el movimiento de objetos sobre una Tierra móvil.

Sin embargo, Galileo no adquirió renombre por sus dotes matemáticas. La fama y la oportunidad científica le llegaron a través del uso innovador que le dio al telescopio y gracias a su habilidad para desenvolverse en los ambientes de mecenazgo italianos. En 1610, tras oír hablar del invento reciente del telescopio a través de un amigo flamenco, Galileo consiguió uno y, en lugar de practicar con él mirando objetos terrestres, lo dirigió hacia el firmamento nocturno. Los resultados cambiaron el curso de su carrera. Observó manchas solares, que dibujó y documentó como verdaderas irregularidades en la superficie del Sol. Asimismo, reveló que los cráteres lunares eran accidentes del paisaje y no sombras. Júpiter ostentaba el galardón más preciado: señales de lunas en órbita alrededor del planeta gigante, lo que aportaba pruebas contundentes de que la Tierra no es el único cuerpo orbitado por objetos. Galileo publicó estos resultados sorprendentes en su obra El mensajero de las estrellas (1610). Este libro lo introdujo en los centros italianos de poder y mecenazgo. El hecho de bautizar las lunas jovianas como «estrellas mediceas», y su gran destreza para debatir sobre cuestiones tan controvertidas, le granjearon el favor de los dirigentes Medici de Florencia. Un nombramiento público y el apoyo de los Medici le permitieron continuar con sus estudios astronómicos y con su convicción de que el modelo heliocéntrico (centrado en el Sol) del universo era correcto.

Poco después, los dos objetivos de Galileo (promover el copernicanismo y poner en duda el aristotelismo) lo enfrentaron a adversarios poderosos. Los grandes astrónomos jesuitas del momento aducían que los descubrimientos telescópicos de Galileo encajaban a la perfección con el sistema ticónico, de modo que no era necesario apartar la Tierra de su posición en el centro del universo. El cardenal Roberto Bellarmino (1542-1621) fue el más importante de aquellos críticos. Bellarmino, tal vez el jesuita más influyente de su tiempo, era un matemático avezado que había contribuido a enmendar el calendario durante su juventud y que, en las décadas siguientes, se había convertido en el mayor experto de la Iglesia católica para sostener debates teológicos con detractores protestantes. Las ideas de Copérnico ya estaban sometidas al escrutinio crítico de la Iglesia. Bellarmino sostenía que el copernicanismo era erróneo en la práctica por todas las razones que habían inquietado al propio Copérnico. En cambio, otros eclesiásticos veían el copernicanismo como una amenaza directa a la doctrina de la Iglesia. Bellarmino recibió orden de amonestar a Galileo por llevar demasiado lejos aquellas ideas. Galileo había estado esperando el aviso y respondió al punto. En la Carta a la Gran Duquesa Cristina de Lorena (1615), Galileo emitió su primera y más famosa respuesta a sus detractores, y su defensa más clara de la ciencia copernicana.

Galileo era un católico sincero y un copernicano sincero. Creía que si la Iglesia se negaba a reconocer la «ciencia nueva» y su explicación del mundo natural, la autoridad de la Iglesia se vería perjudicada. Galileo aspiraba a una vinculación nueva y más ecuánime entre la filosofía natural y la verdad demostrable. Los padres de la Iglesia realizaban la labor crucial de salvar almas, pero eso no significaba que la Iglesia, o los filósofos de universidad en los que confiaba tanto, tuvieran alguna capacidad para explicar el mundo físico. El filósofo natural, que elaboraba explicaciones matemáticas sólidas del mundo visible, estaba mucho mejor cualificado para brindar esas explicaciones. Cualquier conflicto entre lo que revelaran los filósofos naturales y una interpretación literal de la Biblia era un problema ficticio. La Biblia presentaba una complejidad notoria y los teólogos, afirmaba Galileo, lograrían reconciliar el lenguaje complejo de la Biblia con las conclusiones nuevas de la filosofía natural. Los filósofos naturales y los teólogos eran, pues, compañeros en la búsqueda de la verdad, pero con papeles muy diferentes por desempeñar. Galileo citaba a uno de los cardenales compañeros de Bellarmino contrario a él: el cometido de la Iglesia consistía en «decirnos cómo ir al Cielo, y no cómo va el cielo».

Galileo desarrolló su argumentación con gran destreza y lisonja. Impresionó a sus patrones Medici y conservó las simpatías de figuras destacadas de la Iglesia, en especial del cardenal aliado de los Medici Maffeo Barberini, no sólo protector de Galileo sino también amigo de confianza. Pero Bellarmino había puesto el mismo tiento en su propia argumentación; sabía, además, que los contactos políticos de Galileo se revelarían frágiles si se les presionaba. Bellarmino también tenía precedentes en su bando. Como respuesta a la Reforma, la Iglesia había otorgado a los padres de la Iglesia el derecho de apelación en última instancia en temas teológicos. A pesar de las protestas de Galileo, la Iglesia consideró que su obra cuestionaba su autoridad. En 1616 inscribió la obra de Copérnico en el Índice de Libros Prohibidos. Tanto los amigos como los oponentes de Galileo lo instaron entonces a abandonar tan sólo las ideas copernicanas y a poner límites a sus grandes ambiciones.

Después de la disputa con Bellarmino, Galileo acató estas demandas a lo largo de casi una década, y siguió trabajando guardándose sus opiniones para sí. Sin embargo, durante la década de 1620 pareció cambiar el clima político y filosófico. Fallecieron varios de los críticos más encarnizados de Galileo, entre ellos Bellarmino, y Barberini, viejo amigo de Galileo, se convirtió en el papa Urbano VIII. Aprovechando la ocasión, Galileo esbozó un «diálogo», un debate entre partidarios y detractores de la ciencia nueva y la vieja. Presentó aquel tratado copernicano (porque eso era exactamente) ante las autoridades eclesiásticas, quienes revisaron el contenido, propusieron el insulso título Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo y aceptaron su publicación en 1632. En esta obra, los contrarios a Galileo ganan el falso debate, pero, a lo largo de la obra, el autor expone un verdadero alegato en favor del copernicanismo con toda suerte de detalles y una inteligencia mordaz. El libro fue un éxito internacional, pero causó gran revuelo dentro de las redes de patrocinio sacras y laicas italianas. Galileo fue acusado de lanzar dos ataques peligrosos contra la autoridad de la Iglesia. En primer lugar, defendía el copernicanismo. En segundo lugar, en la obra insultaba a su antiguo amigo Barberini, al que cabría reconocer en el personaje Simplicio del Diálogo, contrario al copernicanismo en la obra. El retrato de Galileo ofendió a Barberini, el cual necesitaba, además, el apoyo de los eclesiásticos conservadores en aquel momento difícil de la Guerra de los Treinta Años. Su enojo ante la indiferencia que mostraba Galileo por las consideraciones políticas rompió la relación entre ambos. Galileo fue arrojado a sus detractores y acusado de herejía.

El juicio subsiguiente conmocionó a Europa. Galileo era el filósofo natural más célebre de su tiempo, el orgullo de uno de los mayores centros intelectuales del continente. El brazo legal de la Iglesia, la Inquisición de Roma, respaldó el caso inconsistente en contra del filósofo con amenazas de muerte y de excomunión. El anciano Galileo cedió en lugar de dejarse hundir. Renunció a su creencia en las tesis copernicanas; le prohibieron trabajar, y hasta debatir, sobre esas ideas, y lo condenaron a arresto domiciliario de por vida. Pero no fue tan fácil apartarlo del trabajo de su vida, y continuó refinando sus hipótesis cinéticas. Su física para una Tierra en movimiento, compilada bajo el título Las dos ciencias nuevas (1638), salió ilegalmente de Italia y se publicó en la Holanda protestante.

Galileo dejó dos grandes legados. Fundió las matemáticas abstractas con los experimentos prácticos para crear una física nueva, una que explicara el comportamiento «normal» de los objetos en una Tierra en movimiento. Pero el segundo legado de Galileo consistió justamente en el desastre que él siempre procuró evitar. Galileo confiaba en que el copernicanismo coexistiera pacíficamente con la sabiduría religiosa de la Iglesia católica. Su juicio imposibilitó esa coexistencia. El juicio silenció las voces copernicanas del sur de Europa, y los mandatarios eclesiásticos se recluyeron en una reacción conservadora. De ahí que fuera en el noroeste de Europa donde acabó floreciendo la «filosofía nueva» que Galileo había enarbolado.

Métodos para una filosofía nueva: Bacon y Descartes

A comienzos del siglo XVII las pujantes ciencias «copernicanas» de las matemáticas y la astronomía experimentaron cambios veloces. Al principio, esos cambios fueron casuales y desvinculados. Pero a medida que la práctica de las ciencias nuevas se fue concentrando en las zonas protestantes del noroeste de Europa, diversos pensadores importantes lograron no ya nuevos hallazgos, sino también nuevos principios y metas para la ciencia o la filosofía natural. Durante el proceso, los filósofos naturales fueron exponiendo los criterios prácticos, ideas nuevas sobre qué aspectos demostraban como correcta una teoría, consideraciones frescas sobre qué respuestas a interrogantes relacionados con el mundo natural resultaban más completas y satisfactorias, y qué métodos servían mejor para alcanzar dichas respuestas.

BACON Y DESCARTES

En especial, fueron dos los hombres que refinaron los métodos nuevos: el inglés sir Francis Bacon y el francés René Descartes. Ambos pensaban que vivían en un tiempo nuevo de cambios profundos y grandes oportunidades de descubrimiento. Asimismo, ambos opinaban que los cimientos de la filosofía natural, las ideas de Aristóteles, ya no encajaban con las necesidades de la época y que un enfoque distinto conduciría a los europeos «modernos» mucho más allá que los conocimientos de la antigüedad. Desarrollaron métodos muy distintos, pero entre ambos modelaron la práctica de la filosofía natural a finales del siglo XVII y dejaron una huella profunda en la evolución de la ciencia moderna.

Sir Francis Bacon (1561-1626), juez sobresaliente que llegó a presidente de la Cámara de los Lores de Inglaterra, fue un teórico muy influyente de la filosofía nueva. La idea de Bacon, cuya mejor exposición se halla en su Novum Organum (Instrumento nuevo) de 1620, era que la ciencia natural no podría avanzar a menos que se despojara de los errores heredados del pasado. El conocimiento de las autoridades antiguas ya no constituía la mejor guía hacia la verdad. O, expresado con más cautela, una reverencia excesiva de las doctrinas aceptadas podría bloquear el descubrimiento y la comprensión completa. El valor del conocimiento sólo podía probarse mediante «pasos progresivos de certeza», o lo que los filósofos denominarían un enfoque empírico. Para Bacon, esto significaba adquirir conocimientos sobre la naturaleza a través de los sentidos. Con el «método inductivo» los filósofos combinaban evidencias de una cantidad inmensa de observaciones particulares para extraer conclusiones generales. Bacon perseguía el «conocimiento útil», formas prácticas de comprensión basadas en el estudio detallado de cada parte del mundo natural. Es más, él sostenía que se accedía mejor a un conocimiento tal a través de la cooperación entre estudiosos, y mediante el registro cuidadoso de experimentos que pudieran repetirse y verificarse. Este conocimiento útil recompensaría a filósofos y artesanos por igual de todos los campos, desde la astronomía hasta la construcción naval. Refinaría las capacidades y tecnologías y, en última instancia, daría a la humanidad el mando sobre la naturaleza. Dos imágenes ilustran de manera muy vivida las ideas de Bacon. Una es la descripción de una «casa de Salomón» ficticia, una fábrica utópica de descubrimientos. Dentro de ella, los «examinadores» supervisarían y dirigirían los experimentos, y pasarían los hallazgos a estudiosos superiores encargados de extraer conclusiones y desarrollar aplicaciones prácticas. La otra la representa la portada de su Novum Organum, con sus intrépidos navíos surcando el estrecho de Gibraltar en dirección al mar abierto en busca de las grandes cosas desconocidas que están por llegar.

El filósofo francés René Descartes (1596-1650), contemporáneo de Bacon, coincidía con él en dos puntos. Primero, en la importancia de cuestionarse los conocimientos establecidos. En segundo lugar, en que el valor de las ideas dependía de su utilidad. En cambio, Descartes proponía un método completamente distinto para llegar al conocimiento útil. A diferencia de Bacon, Descartes era un racionalista y un defensor de la lógica pura y las matemáticas. En su Discurso del método (1637), Descartes explicaba que, durante un período de soledad, sometió todo el conocimiento y las ideas a un proceso de duda sistemática. La primera regla consistió en «no aceptar nunca como verdad algo que no conociera claramente como tal», y se encontró dudándolo todo hasta llegar a la conclusión de que el hecho mismo de razonar demostraba su propia existencia. A partir de su célebre premisa «cogito ergo sum» («pienso, luego existo»), Descartes tomó la lógica como el punto de partida para todo su proyecto filosófico. Expresó su voluntad de que la especulación satisficiera las más altas exigencias de la razón, que son las que se expresan en términos de leyes matemáticas.

El enfoque deductivo de Descartes o, dicho de otro modo, la reflexión a partir de una serie de principios elementales, tuvo una influencia enorme. Al organizar la lógica siguiendo unas pautas matemáticas, contribuyó en gran medida a dotar a las matemáticas de autoridad como herramienta válida para los filósofos naturales. La obra de Descartes aportó asimismo un sostén lógico a la concepción puramente «mecanicista» del mundo natural. La visión mecanicista de la naturaleza fue una corriente de pensamiento mucho más amplia durante el siglo XVII. Los mecanicistas sostenían que toda la materia, toda la creación, salvo los seres humanos, existían únicamente en términos de leyes físicas. Descartes, como muchos otros mecanicistas, creía que los propios seres humanos eran máquinas, aunque, como única excepción, máquinas dotadas de mentes racionales. La combinación del planteamiento lógico, deductivo de Descartes con la filosofía mecanicista permitió estudiar el mundo natural con una imparcialidad jamás practicada. Si el universo no era más que materia en movimiento, el sistema en su totalidad podía interpretarse de manera objetiva. Los filósofos naturales dejaban a un lado cuestiones relacionadas con el significado y la finalidad para centrarse en los meros mecanismos y sus causas. Las cualidades de la materia, como la luz, el color, el sonido, el gusto o el olor, no eran más que impresiones superficiales y podían ignorarse. Los mecanicistas estudiaron más bien cualidades relacionadas con el tamaño, la velocidad o la dirección (en un universo repleto de máquinas en funcionamiento constante, conectadas entre sí de manera ordenada), y reflexionaron sobre los mecanismos subyacentes que accionaban este gran dispositivo.

El poder del método y la fuerza de la curiosidad:
investigadores del siglo XVII

Durante casi un siglo después de Bacon y Descartes, la mayoría de los filósofos naturales ingleses fueron baconianos, mientras que la mayoría de sus equivalentes franceses y del norte de Europa fueron cartesianos (tal como se denominó a los seguidores de Descartes). Ambos grupos compartieron una fuerte preferencia por la concepción mecanicista del mundo, pero mantuvieron unas diferencias espectaculares en cuanto a metodología. Los seguidores ingleses de Bacon se centraron en la ejecución de experimentos en muchos campos diversos y obtuvieron resultados concretos, si bien dieron lugar a arduos debates. Los cartesianos, en cambio, se centraron en las matemáticas y la teoría filosófica. Esta predilección por lo abstracto no significó que su trabajo careciera de aplicaciones prácticas. Algunos cartesianos, como el holandés Christiaan Huygens (1629-1695), combinaron las demostraciones matemáticas con la experimentación para entender los problemas que planteaban los movimientos orbitales. El propio Descartes fue un precursor de la geometría analítica. Blaise Pascal (1623-1662) trabajó en la teoría de la probabilidad e inventó una máquina de computación antes de aplicar sus dotes matemáticas a la teología. Otro cartesiano holandés, el filósofo judío Baruch Spinoza (1632-1677), aplicó la geometría a la ética y creyó haber llegado más allá que Descartes al demostrar que el universo se compone de una sola sustancia que era divina a la vez que natural. El uso cartesiano del razonamiento deductivo contribuyó a la objetividad de la filosofía natural.

Los investigadores ingleses persiguieron el mismo objetivo mediante métodos muy distintos. Ellos partían de estudios prácticos logrados mediante nuevos usos del instrumento de la alquimia, el laboratorio. Además, buscaban llegar a otro tipo de conclusiones a partir de sus indagaciones: leyes empíricas consistentes en conclusiones generales basadas en hechos más que enunciados absolutos sobre el funcionamiento del universo. Entre los muchos científicos de laboratorio ingleses de aquella época figuraban el físico William Harvey (1578-1657), el químico Robert Boyle (1627-1691) y el biólogo Robert Hooke (1635-1703). La investigación de Harvey prosiguió la obra de Vesalio. Sin embargo, a diferencia de su predecesor, Harvey estaba dispuesto a diseccionar animales vivos y eso le permitió observar y describir la circulación de la sangre a través de las arterias para regresar al corazón por las venas. Boyle diseñó y usó una máquina neumática para establecer la «ley de Boyle», la cual sostiene que, a temperatura constante, el volumen de un gas desciende de forma proporcional a la presión a la que está sometido. Se trata de un ejemplo clásico de ley empírica en la práctica. El experimentador inglés Robert Hooke también contribuyó a incluir el microscopio entre las herramientas de los filósofos naturales. Al parecer, el primer microscopio compuesto data de 1619 y fue obra de Sacharias Janssen, un holandés. Pero en la década de 1660, Hooke y otros revelaron su potencial al estudiar la estructura celular de las plantas. Al igual que el telescopio, el microscopio abrió la puerta a una dimensión nueva e ilimitada de fenómenos materiales. Incluso la observación de los objetos más comunes revelaba estructuras detalladas de partes menores perfectamente entrelazadas y convenció a muchos de que la mejora del instrumento destaparía aún más complejidades del mundo. El microscopio aportó también nuevas muestras convincentes de la existencia de Dios. La manera en que cada estructura diminuta de cualquier organismo vivo se correspondía, según revelaba el microscopio, de manera armónica con la finalidad para la que se había adaptado testimoniaba no ya la existencia de Dios, sino además su magnificencia. Robert Hooke pensaba que sólo los «imbéciles» creerían que aquellas visiones eran «obra del azar» y no de la creación de Dios. Jan Swammerdam, pionero en el campo de la microscopia, escribió en su Ephemeri vita, donde detallaba sus descubrimientos sobre la cachipolla, que la naturaleza era una «Biblia natural» donde podían leerse «las grandes y asombrosas obras del Todopoderoso». Swammerdam se vio desbordado por las paradojas de su labor. Cuanto más descubría con el microscopio, más se convencía de la existencia de Dios. Pero, al final, decidió que la «curiosidad de la vista», que lo instaba a la investigación, era inmoral porque lo hacía desatender sus oraciones y apartaba su pasión de Dios. La «revolución microscópica» abrió mundos nuevos para el estudio, pero, al igual que otros adelantos, no alteró la concepción religiosa del universo.

LA CIENCIA, LA SOCIEDAD Y EL ESTADO

Boyle y Hooke compartieron una larga relación laboral y abrigaron grandes esperanzas en el poder de los experimentos. En 1660, cuando se restauró la monarquía de Inglaterra tras años de guerra civil y división religiosa, estos dos hombres contribuyeron a crear una sociedad oficial de filósofos naturales. El grupo captó la atención del recién coronado rey Carlos II, quien expresó su aprobación y le cedió el digno nombre de Real Sociedad. Los fundadores, y sobre todo Boyle, pensaban que la Real Sociedad podía desempeñar un papel crucial en la tarea, mucho más amplia, de restaurar el orden y el consenso en la sociedad inglesa. Boyle aspiraba a que la Sociedad compaginara el objetivo de investigación y descubrimiento colectivos de Bacon con la labor de ofrecer apoyo científico para restaurar el poder real y la autoridad de la Iglesia de Inglaterra. Los miembros de la Sociedad realizarían experimentos formales, registrarían los datos obtenidos y los intercambiarían con otros investigadores capaces de estudiarlos, reproducirlos y valorar los resultados. Esto dotaría a los filósofos naturales de Inglaterra de un propósito común y de un sistema de consenso razonado y noble sobre «hechos reales». También se trataba de un esfuerzo por separar el estudio sistemático de la naturaleza del peligroso lenguaje político y dogmático característico de la guerra civil. A través de su boletín Transactions, publicado por primera vez en 1666, la sociedad tendía la mano a académicos e investigadores profesionales de Inglaterra, Escocia y Europa continental. Poco después surgieron por toda Europa sociedades parecidas y, juntos, estos colectivos de caballeros filósofos brindaron un modelo nuevo de organización científica y nuevos niveles de éxito. El trabajo de los filósofos naturales pasó a formar parte de una empresa colectiva, y las sociedades científicas acordaron a grandes rasgos en qué consistía la investigación y la explicación lícita. La información y las teorías se intercambiaban con facilidad a través de fronteras nacionales y filosóficas, y apareció la costumbre científica actual de atribuir los hallazgos a las primeras personas que los publicaran entre sus resultados.

Oficialmente, la filosofía natural era una actividad de caballeros. Ni la Real Sociedad de Inglaterra ni la Academia Francesa de Ciencias admitían mujeres. Aunque por entonces las mujeres apenas tenían acceso a una formación académica oficial, algunas consiguieron instruirse uniéndose a hombres doctos. Margaret Cavendish (1623-1673), probablemente la filósofa natural más atrevida de su tiempo, recogió la información necesaria para iniciarse, en gran parte, de su familia; ella llamaba a su marido, William, el «mecenas de su ingenio», y aprendió mucho de su hermano, lord John Lucas, uno de los primeros miembros de la Real Sociedad. Ella se calificó a sí misma de mecanicista en sus tres obras principales: Philosophical Letters («Epistolario filosófico»), Observations upon Experimental Philosophy («Observaciones sobre filosofía experimental», 1666) y Grounds of Natural Philosophy («Fundamentos de filosofía natural», 1668). Las mujeres también participaron de las ciencias observacionales. Como muchos observatorios se construían en residencias privadas, las mujeres de esas viviendas trabajaron para iniciarse en el campo creciente de la astronomía. De hecho, el 14 por ciento de los astrónomos alemanes entre 1650 y 1710 eran mujeres. La más famosa de todas ellas fue Maria Winkelmann (1670-1720), quien no sólo descubrió un cometa, sino que además preparaba piscatores para la Academia de Ciencias de Berlín. La Academia se negó a admitirla con el argumento de que, si lo hacía, dañaría la reputación de la institución. Gottfried Leibniz, presidente de la Academia, escribió: «Ya en vida de su esposo, la sociedad quedaba en ridículo porque los piscatores los preparaba una mujer. Si ahora siguiera con esa labor, el escándalo sería mucho mayor». Maria Sibylla Merian (1647-1717) también siguió una carrera basada en la observación, en el campo de la entomología. Merian se ganó la vida y mantuvo a sus dos hijas vendiendo los exóticos insectos que recolectó en la colonia holandesa de Surinam. Combatió los rigores del clima y la malaria con el objeto de publicar su obra científica más importante, Metamorfosis de los insectos de Surinam, en la que detalla los ciclos de vida de los insectos de Surinam en sesenta ilustraciones muy elaboradas. Las Metamorfosis de Merian tuvieron una buena acogida en su época; de hecho, Pedro I de Rusia (uno de sus admiradores) exhibía con orgullo un retrato y los libros de Merian en su despacho.

La autoridad que otorgaban las nuevas sociedades científicas alentó la filosofía mecanicista, cuyo predominio en el estudio del mundo físico fue en aumento. El mecanicismo produjo mucha de la mejor ciencia del siglo XVII. Sin embargo, durante la década de 1690, esta filosofía se vio trastocada de pronto por la obra de un hombre: Isaac Newton.

«Y SE HIZO LA LUZ»: ISAAC NEWTON

Sir Isaac Newton (1642-1727), investigador inglés, empirista y matemático de universidad, es considerado una de las mayores mentes científicas de todos los tiempos. Su genio se ocultaba tras una personalidad poco atractiva, era reservado, obsesivo, vengativo y quisquilloso. Newton, hijo de una familia de pequeños terratenientes, recibió una beca de trabajo en Cambridge gracias a sus dotes matemáticas; consiguió una cátedra menor en el Trinity College de la universidad. Tenía pocos amigos de confianza y solía trabajar solo. Newton era casi tan diestro con las manos como con las matemáticas, y empleó esas capacidades para sus estudios de alquimia y óptica. También era un antitrinitario (una secta protestante disidente) y elaboró varios libros que combinaban su interés por la alquimia y por la teología y que, al final de su vida, consideró su logro más importante.

La obra de Newton, al igual que la de muchos mecanicistas, consistió en una mezcla de teorías y filosofías diversas, pero él las abordó con una mente extraordinaria y un dominio inigualable de las matemáticas. Compartió la convicción de los cartesianos sobre el poder de las matemáticas para describir la naturaleza, pero aborreció su árida lógica. Asimismo, discrepó de su indiferencia ante el estudio del comportamiento de los objetos en la naturaleza. Su respeto por la observación se vio alimentado por su personalidad obsesiva. Cuando se implicaba en un problema (la naturaleza de la luz, por ejemplo), le dedicaba todos sus esfuerzos durante meses o años enteros. Descomponía el gran interrogante en sus partes constitutivas y las estudiaba con minuciosidad. Si no disponía de las herramientas necesarias para realizar los experimentos de manera adecuada, las construía él mismo. Mejoró los prismas normales para conocer la naturaleza de la luz y el color, lo que lo condujo a dos descubrimientos importantes: que cada «color» de la luz era un componente de la luz blanca y que el enfoque de cada color se produce a diferentes distancias. No sólo demostró esta cuestión mediante la descomposición y la recombinación de la luz blanca entre dos prismas, sino que además logró fabricar una lente telescópica nueva que enfocaba los colores con precisión y arrojaba imágenes mucho más nítidas. Cuando se interesó por el problema de las órbitas, Newton desconocía las matemáticas necesarias para describir el movimiento curvo de los objetos celestes, de modo que desarrolló la primera versión del análisis matemático para ese cometido.

Los estudios de óptica lo sacaron de la oscuridad que lo cobijaba en Cambridge. Presentó sus resultados ante la Real Sociedad en 1672, unos resultados que le dieron celebridad inmediata y provocaron la primera de una serie de disputas con el presidente de la sociedad, Robert Hooke. Algunas de las polémicas fueron bastante acaloradas, ya que ambos hombres se consideraban el filósofo natural más brillante de su generación y estaban resueltos a demostrar que tenían razón. Hooke era un mecanicista sobresaliente. Consideraba que Newton había revelado la naturaleza de la luz, pero no podía decir nada acerca de causas mecánicas más profundas. Hooke objetó las teorías de Newton sobre los movimientos orbitales con el mismo argumento: describían, pero no explicaban. Dolido por aquellos intercambios, Newton se retiró a su college y continuó sus trabajos sobre alquimia y teología. Sin embargo, dos de sus pocos amigos de confianza, el astrónomo y arquitecto sir Christopher Wren (1632-1723) y el físico y astrónomo Edmond Halley (1656-1742) lo devolvieron a sus trabajos sobre las órbitas, y éstos le reportaron una fama aún mayor. Halley, que veía con escepticismo la explicación mecánica de las órbitas ofrecida por Hooke, pidió a Newton su opinión acerca del asunto. Éste confesó que había realizado algunas indagaciones sobre el problema, pero que había extraviado los papeles. El trabajo perdido lo sumió en una nueva obsesión que duró cinco años y lo condujo hasta los problemas cinéticos fundamentales.

Newton ya había trabajado con fuerzas de atracción con las que refino la teoría galileana de la inercia y señaló que cuando dos objetos entran en contacto intervienen «fuerzas» cinéticas iguales y opuestas. Lo que Newton buscaba era una respuesta descriptiva para el problema del movimiento, una que no se limitara a explicar cómo caen los objetos hacia una Tierra en movimiento, sino que además esclareciera por qué la Tierra y otros cuerpos se movían de un modo tan regular. Newton quería una descripción matemática sencilla, clara, de las fuerzas que actúan. Para lograrlo, tomó ejemplos aislados de objetos que caen sobre una Tierra en movimiento y objetos en órbita, y consiguió dar con una fórmula válida para todos los casos. Su explicación era cargante pero completa: «Toda partícula material del universo atrae al resto de partículas con una fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa y directamente proporcional al producto de sus masas». Esta fuerza era la gravitación universal, y Newton la explicó con la claridad de las matemáticas. Era una ley descriptiva y ofrecía un sistema sencillo para entender el movimiento tanto en el cielo como en la Tierra.

Newton se resistió a exponer sus conclusiones. Temía que provocaran más enfrentamientos con Hooke, y era lo bastante arrogante como para presumir que pocos filósofos entenderían la teoría. Tras muchos esfuerzos pacientes, Halley lo convenció para que las publicara. El resultado, los Principia Mathematica (Principios matemáticos de filosofía natural) de Newton, fue a imprenta en 1687. Newton no consiguió un beneplácito inmediato. Muchos filósofos mecanicistas, sobre todo cartesianos, elogiaron las dotes de Newton pero opusieron muchas objeciones a la importancia de las «fuerzas» en sus explicaciones. Aquellas explicaciones olían a misticismo y parecían carentes de un mecanismo motor.

Newton respondió de dos maneras a sus oponentes con las que, además, redefinió los métodos y los objetivos de las ciencias físicas. La primera parte de la respuesta de Newton residía en los propios Principia. Newton usó demostraciones geométricas enormes con las que habló el mismo idioma de los cartesianos para ilustrar cómo funcionan las fuerzas. El segundo logro marcó la transformación real. La geometría de Newton se basaba en pruebas firmes procedentes de la observación y la experiencia. Aquellas evidencias no sólo demostraban sus teorías, también revelaban que sus conclusiones se podían aplicar al mundo cotidiano.

¿Qué consecuencias prácticas tuvo esta majestuosa síntesis intelectual? Las leyes del movimiento de Newton ayudaron a los ingenieros a diseñar piezas nuevas para distintas maquinarias. El empuje y la atracción de la gravedad revelaron a los geógrafos que la Tierra no era una esfera perfecta, y este hallazgo cambió la naturaleza de la cartografía. Las matemáticas de la gravitación podían usarse para predecir el flujo y reflujo de las mareas, incluso en mares que los navíos europeos no hubieran surcado jamás, un paso gigantesco en una época de imperios navales y comercio marítimo. Su explicación global del movimiento no sólo proporcionó una imagen ordenada y comprensible del cielo y la Tierra, sino que además brindó a la humanidad más poder sobre el entorno.

Las teorías de Newton aunaron matemáticas, análisis meticuloso y capacidad de predicción. Los resultados fueron extraordinarios. Los historiadores modernos de ciencia aún consideran la ley de la gravitación universal de Newton como la mayor aportación a la física lograda jamás por una sola persona. En su época, Newton recibió los mismos elogios. Se convirtió en un héroe nacional inglés. También obtuvo reconocimiento en toda Europa, sobre todo en Francia, como un icono bien amado y envidiado. El poeta Alexander Pope, coterráneo de Newton, expresó la admiración que despertaba Newton en un famoso elogio: «La naturaleza y las leyes naturales yacían en tinieblas; / Dios dijo: “Hágase Newton”, y la luz se hizo».

Newton fue más cauto con respecto a sus propios logros. Hacia el final de su vida, en su General Scholium (1714), explicó la diferencia fundamental entre su labor y la de los mecanicistas, e insistió en ella durante su presidencia de la Real Sociedad. La expresó en latín: hypotheses non fingo, «yo no formulo hipótesis». Newton consideraba inútil y científicamente inadecuado buscar una explicación subyacente para lo que él seguía viendo como obra de Dios. El intento de comprender por qué el universo era como era sólo conduciría a la vana especulación. Lo accesible al entendimiento, con la certeza de las matemáticas, era cómo funciona el universo para mostrarse tal cual es.

La palabra científico fue una invención decimonónica. Incluso después de los métodos nuevos perfilados por Bacon y Descartes, de la importancia creciente de los experimentos y de los logros elogiadísimos de Newton, la filosofía natural continuó siendo un cambio amplio. Asimismo, las grandes mentes científicas del siglo XVII se guiaban por objetivos y prioridades que no diferían por completo de los que siguieron sus predecesores medievales. La filosofía natural no rompió con la religión. Muchos mecanicistas, lejos de ser ateos, aducían que un universo tan intrincado era «prueba del diseño» de Dios. Blaise Pascal afirmó la existencia de Dios basándose en la lógica y la probabilidad. Robert Boyle financió conferencias y aportó fondos para la investigación para demostrar la conexión divina con los procesos naturales. Los razonamientos clásicos se derrumbaron a la vista de los nuevos descubrimientos, pero los filósofos naturales rara vez cejaron en el intento de restaurar la imagen de un universo ordenado con explicaciones forzadas hacia la perfección.

Entonces, ¿qué había cambiado? Los filósofos naturales dieron diferentes respuestas a cuestiones fundamentales sobre el mundo físico. El trabajo científico adoptó formas nuevas. Durante el siglo XVII, la labor científica más innovadora se trasladó fuera de las universidades. Los filósofos naturales empezaron a comunicarse entre sí y a trabajar juntos desde organizaciones que desarrollaron unas pautas de estudio. La Real Sociedad de Inglaterra generó imitaciones por toda Europa, en Florencia, Berlín y más tarde en Rusia. La Real Academia de Ciencias de Francia mantenía una relación especialmente directa con la monarquía y el estado francés. Los estadistas franceses querían tener cierto control sobre esas sociedades y anhelaban participar de las compensaciones que pudiera conllevar cualquiera de los hallazgos.

Nuevo fue también el convencimiento acerca del sentido y la utilidad de la ciencia. La práctica de descomponer un problema complejo en partes menores que pudieran entenderse, abstraerse y explicarse con un lenguaje matemático claro permitió abordar más y diferentes cuestiones relacionadas con las ciencias físicas. El lenguaje y las soluciones de índole matemática adoptaron un papel más central en la «ciencia nueva» del que habían ostentado la lógica y la geometría clásicas en la cosmovisión medieval. Por último, en lugar de limitarse a demostrar verdades ya establecidas, los métodos nuevos dieron forma y sustancia a lo desconocido, y facilitaron la predicción de hallazgos venideros.

Conclusión

Los primeros filósofos naturales valoraron con prudencia sus capacidades. Asimismo, creyeron que su ciencia era plenamente compatible con su fe. Algunos filósofos naturales aspiraron a recelar el mecanismo interno de la naturaleza para mostrar cómo funcionaba el sistema en su conjunto. Otros consideraban que los humanos sólo estaban capacitados para catalogar y ordenar las regularidades observadas en la naturaleza, aunque jamás llegarían a comprenderlas verdaderamente. Newton, por ejemplo, trabajó para llegar a explicaciones con las que ilustrar que la lógica de la creación residía en las matemáticas. Pero, al final, dejó a un lado ese objetivo y se alegró de tener teorías sólidas que explicaban las acciones y sustancias observadas.

Los herederos del éxito newtoniano en el siglo XVIII fueron, con frecuencia, mucho más audaces. La ciencia de laboratorio y el trabajo de las sociedades científicas observaron con rigor, y durante mucho tiempo, las reglas y limitaciones establecidas por la experimentación. Pero, como veremos, los filósofos naturales que empezaron a estudiar las «ciencias humanas» dejaron de lado algunas de las cautelas de sus predecesores. La sociedad, la tecnología, el gobierno, la religión y hasta la mente humana individual parecían mecanismos o partes de una naturaleza más amplia a la espera de ser estudiados. Si pudieran explicarse en forma de leyes, como la gravedad, permitirían el perfeccionamiento de la propia humanidad. La revolución en la ciencia cambió la concepción europea del mundo, pero también inspiró a pensadores mucho más interesados por las revoluciones que se producen en el seno de la sociedad.

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