CAPÍTULO 15

Absolutismo e imperialismo,
1660-1789

El período que abarca desde alrededor de 1660 (cuando se restauró la monarquía inglesa y Luis XIV de Francia inició su mandato personal) hasta 1789 (cuando estalló la Revolución francesa) se conoce tradicionalmente como la era absolutista. El absolutismo fue una teoría política que instó a los gobernantes a reclamar la soberanía absoluta dentro de sus territorios. Para los absolutistas de los siglos XVII y XVIII, la soberanía absoluta significaba que un dirigente podía instaurar leyes, administrar justicia, crear y dirigir una burocracia, declarar guerras y recaudar impuestos a su voluntad, sin necesidad de la aprobación formal de ninguna otra autoridad de gobierno. Con frecuencia, las declaraciones de autoridad absoluta se reforzaban mediante afirmaciones tales como que los dirigentes gobernaban su territorio por el mismo derecho divino que otorgaba a un padre la autoridad absoluta sobre su casa. Tras el caos del «siglo de hierro» muchos europeos llegaron a creer que sólo la exaltación de la soberanía de aquellos gobernantes absolutistas, «patriarcales», podría devolver el orden a la vida europea.

La era del absolutismo fue también una época imperial. Hacia 1660, los franceses, españoles, portugueses, ingleses y holandeses ya habían fundado colonias importantes en América y Asia. Entre esas potencias coloniales en liza imperó una rivalidad intensa y repleta de consecuencias. A finales del siglo XVII, las guerras europeas casi siempre tuvieron un matiz colonial. Hacia mediados del siglo XVIII, sin embargo, los conflictos bélicos europeos los promovieron criterios coloniales y conflictos imperiales, a medida que el comercio mundial fue cobrando trascendencia en la economía europea.

El absolutismo no constituyó la única teoría política con la que aspiraron a gobernar los dirigentes europeos durante este período. Inglaterra, Escocia, la República de Holanda, Suiza, Venecia, Suecia y Polonia-Lituania eran o bien monarquías restringidas o repúblicas; en Rusia empezaba a emerger una autocracia extrema que otorgaba al zar un grado de control sobre la vida y los bienes de sus súbditos muy superior a todo lo imaginado por los absolutistas de Europa occidental. Pero el absolutismo jamás llegó a ser tan ilimitado en la práctica como en la teoría, ni siquiera en Rusia. Hasta los monarcas europeos más absolutos de los siglos XVII y XVIII sólo tuvieron capacidad para gobernar de manera efectiva hasta el punto en que sus súbditos (y, en particular, la nobleza) estuvieron dispuestos a consentir sus políticas, al menos de forma tácita. Cuando surgieron oposiciones serias, incluso los absolutistas se vieron forzados a retractarse. Y cuando estalló una revolución política abierta en 1789, la estructura del absolutismo se desplomó por completo.

La reivindicación y la justificación del absolutismo

La promesa de estabilidad, prosperidad y orden del absolutismo supuso una alternativa atractiva al desorden del «siglo de hierro» que lo precedió. Éste fue, en especial, el caso del monarca absolutista por excelencia, Luis XIV (1643-1715) de Francia. Los disturbios políticos acaecidos durante su minoría de edad dejaron una huella imperecedera en el joven rey. Cuando unos merodeadores parisinos entraron en sus aposentos una noche de 1651, Luis interpretó la invasión como una afrenta horrible no sólo a su propia persona, sino también a la majestuosidad del estado francés que él personificaba. Las pugnas internobiliarias y las críticas a la política real por parte del parlamento parisiense durante su minoría de edad lo convencieron de que debía reinar con firmeza y sin restricciones para que Francia perdurara como un gran estado europeo.

Los monarcas absolutistas aspiraron a concentrar en su mano el mando de las fuerzas armadas del estado, el control del sistema legal y el derecho a cobrar y gastar los recursos financieros del estado a su antojo. Para lograr estos objetivos también era necesario forjar una burocracia eficiente y centralizada que rindiera lealtad directamente al monarca. La creación y el mantenimiento de tal burocracia resultaron costosos pero esenciales para el objetivo absolutista más amplio de debilitar a los «grupos de presión» privilegiados que en el pasado habían impedido el libre ejercicio del poder real. Los estados con privilegios legales nobiliarios y clericales, la autoridad política de regiones semiautónomas y las aspiraciones de asambleas representativas con ideas independentistas como parlamentos, dietas o Estados Generales, suponían obstáculos, a los ojos absolutistas, para reforzar el gobierno monárquico centralizado. La historia del absolutismo es, por encima de todo, la historia de los intentos acometidos por aspirantes a absolutistas para someter tales instituciones.

En la mayoría de los países protestantes, el poder independiente de la Iglesia ya había quedado subordinado a los intereses del estado cuando comenzó la era absolutista. Sin embargo, en Francia, España y Austria, donde el catolicismo de Roma se había mantenido como la religión del estado, los monarcas absolutistas centraron ahora la atención en «nacionalizar» la Iglesia y el clero dentro de sus territorios. Estos esfuerzos se apoyaron en los concordatos que las monarquías francesa y española habían conseguido del papado durante los siglos XV y XVI, pero consolidaron mucho más la autoridad de la monarquía sobre la Iglesia. Incluso Carlos III, el devoto rey español que gobernó desde 1759 hasta 1788, presionó con éxito para lograr un concordato que le garantizara el control sobre los nombramientos eclesiásticos y el derecho de anular cualquier bula papal que afectara a España y no contara con su aprobación.

No obstante, los adversarios potenciales más importantes del absolutismo real no pertenecían al clero sino a la nobleza. Los monarcas combatieron esta amenaza de diversos modos. Luis XIV privó a la nobleza francesa de poder político en las provincias mientras que incrementó su prestigio social instándola a residir en su lujosa corte de Versalles. Pedro el Grande de Rusia (1689-1725) obligó a todos sus nobles a servir al gobierno de por vida. Algo después, durante el mismo siglo, Catalina II de Rusia (1762-1796) cerró un trato por el cual, a cambio de vastos estados y diversos privilegios sociales y económicos (incluida la exención tributaria), la nobleza rusa prácticamente se rendía al poder administrativo y político del estado en manos de la emperatriz. En Prusia, el personal del ejército estaba formado por nobles, igual que ocurría en general en España, Francia e Inglaterra. Pero en la Austria del siglo XVIII, el emperador José II (1765-1790) adoptó una política de confrontación, y no de conveniencia, denegando a la nobleza la exención tributaria y atenuando deliberadamente las diferencias entre los nobles y los plebeyos.

Las disputas entre monarquía y nobleza también afectaron con frecuencia a las relaciones entre los gobiernos central y local. En Francia, la monarquía intentó socavar la autonomía de las instituciones provinciales regentadas por nobles exigiendo a la alta nobleza que residiera en el palacio real. La monarquía española, con sede en Castilla, combatió contra los nobles con aspiraciones independentistas de Aragón y Cataluña. Los dirigentes prusianos se inmiscuyeron en el gobierno de las antiguas ciudades «libres» reclamando el derecho de custodiar y gravar con impuestos a sus habitantes. Los emperadores Habsburgo intentaron, sin éxito, acabar con la nobleza de Hungría, autónoma en su mayoría. Sin embargo, la senda de la confrontación entre la corona y la nobleza rara vez tuvo éxito a la larga. Las monarquías absolutistas más eficaces del siglo XVIII instauraron un modus vivendi con su nobleza donde los nobles vieron sus intereses unidos a los de la corona. Por esta razón, la cooperación caracterizó con más frecuencia que la confrontación las relaciones entre reyes y nobles del «antiguo régimen» (ancien régime) del siglo XVIII.

Alternativas al absolutismo

Aunque el absolutismo constituyó el modelo dominante que siguieron los monarcas europeos de los siglos XVII y XVIII, no fue en modo alguno el único sistema empleado por los europeos para gobernarse. En Venecia, una oligarquía republicana siguió dirigiendo la ciudad. En los Países Bajos, los territorios que habían logrado independizarse de España a comienzos del siglo XVII se unieron para crear las Provincias Unidas, el único país auténtico que fue cobrando forma en los albores de la era moderna. Las guerras españolas sembraron grandes desconfianzas entre los holandeses hacia monarcas de cualquier índole. Como consecuencia, la casa de Orange holandesa, que había encabezado las guerras de independencia, nunca intentó que el nuevo país se transformara de república en monarquía, a pesar de la supremacía de Holanda en las Provincias Unidas. Incluso después de 1688, cuando Guillermo de Orange se convirtió además en Guillermo III de Inglaterra, las Provincias Unidas continuaron siendo una república.

MONARQUÍA RESTRINGIDA: EL CASO DE INGLATERRA

En una época en que se estaban minando los poderes de las asambleas representativas en buena parte de Europa, el parlamento inglés era el organismo de este tipo más duradero y más desarrollado del continente. Los politólogos de Inglaterra llevaban siglos entendiendo su gobierno como una monarquía «mixta», compuesta por agentes monárquicos, nobles y ajenos a la nobleza. Sin embargo, durante el siglo XVII, estas tradiciones se vieron amenazadas, en primer lugar, por las tentativas de Carlos I para gobernar sin el parlamento y, después, durante el protectorado dictatorial de Oliver Cromwell. La restauración de la monarquía en 1660 resolvió la cuestión de si Inglaterra sería una república o una monarquía en el futuro, pero la clase de monarquía en que se convertiría Inglaterra seguía siendo una cuestión abierta cuando comenzó el reinado de Carlos II.

El reinado de Carlos II

Aunque era hijo del decapitado y aborrecidísimo Carlos I, Carlos II (1660-1685) fue bien recibido por la mayoría de la población inglesa en un primer momento. Cuando accedió al trono proclamó una tolerancia religiosa limitada para los protestantes «disidentes» (los protestantes que no pertenecían a la Iglesia oficial de Inglaterra). Asimismo, prometió acatar la Carta Magna y la Petición de Derechos declarando, con su buen humor característico, que no aspiraba a «reanudar sus viajes». El ambiente de distensión moral que imperaba en su corte, con sus juegos atrevidos, bailes y desenfrenos sexuales, reflejaba un afán público por olvidar las restricciones del pasado puritano. Algunos críticos señalaron que Carlos, «ese enemigo público de la virginidad y la castidad», se tomó demasiado en serio el papel de padre del país, pero, en realidad, no dejó ningún heredero legítimo y un solo hijo ilegítimo para luchar por el trono.

Carlos, criado en Francia durante el exilio, era un admirador de todo lo francés. Pero, a lo largo de la década de 1670, empezó a basar abiertamente su monarquía en el absolutismo de Luis XIV. Como resultado, los grandes de Inglaterra no tardaron en dividirse públicamente entre quienes apoyaban a Carlos (llamados por sus oponentes los tories, el nombre popular de los bandidos de la Irlanda católica), y sus contrarios (llamados whigs por sus contrarios, un apodo de presbiterianos escoceses). Ambos bandos temían el absolutismo tanto como temían el regreso de los «malos viejos tiempos» de la década de 1640, cuando la oposición a la corona había conllevado una guerra civil y, con el tiempo, el republicanismo. En lo que no se ponían de acuerdo era a cuál de las alternativas debían temer más.

La religión también continuó siendo una cuestión separadora. Carlos simpatizaba tanto con el catolicismo de Roma que en su lecho de muerte, en 1685, incluso se convirtió a él. Durante la década de 1670, suspendió durante un lapso breve las penas contra los disidentes católicos y protestantes reclamando su derecho como rey a ignorar las leyes del parlamento. La consiguiente protesta pública lo obligó a retractarse, pero esta controversia, junto con la creciente oposición a Jacobo, ferviente católico hermano de Carlos, como heredero al trono, conllevó una serie de victorias electorales de los whigs entre 1679 y 1681. En cambio, cuando un grupo de whigs radicales intentó excluir a Jacobo de la sucesión al trono de su hermano mediante una ley, Carlos ganó el pulso a la oposición en la llamada crisis de la exclusión. A partir de entonces, Carlos se encontró con que sus crecientes ingresos procedentes de derechos de aduana, unidos a una subvención secreta de Luis XIV, le permitían gobernar sin depender económicamente del parlamento. Además, Carlos alarmó a los políticos whigs ejecutando a varios de ellos por cargos de traición, y remodelando el gobierno local para volverlo más sumiso al control real. Carlos murió en 1685 con su poder reforzado, pero dejó tras de sí un legado político y religioso que se traduciría en la perdición de su sucesor, menos capaz y menos hábil.

El reinado de Jacobo II

Jacobo II era el polo opuesto a su mundanal hermano. Este celoso católico converso ofendió a sus seguidores tories, casi todos ellos miembros de la Iglesia oficial de Inglaterra, al retirar las leyes que impedían a los disidentes católicos y protestantes desempeñar cargos políticos. Jacobo también hizo gala de su catolicismo romano declarando abiertamente el deseo de que todos sus súbditos se convirtieran y exhibiendo públicamente legados papales por las calles de Londres. Cuando, en junio de 1688, ordenó que todos los clérigos de la Iglesia de Inglaterra leyeran su decreto de tolerancia religiosa desde los púlpitos, siete obispos se negaron y fueron enviados de inmediato a prisión acusados de difamación sediciosa. En cambio, durante el proceso judicial fueron declarados no culpables, para gran satisfacción de la población protestante inglesa.

El juicio de los obispos fue uno de los eventos críticos. El otro lo constituyó el nacimiento inesperado en 1668 de un hijo de Jacobo y su segunda esposa, María de Módena. Aquel niño, que debía educarse en el catolicismo, destituía a la hija protestante y mucho mayor de Jacobo, María Estuardo, como heredera del trono de Escocia e Inglaterra. Este nacimiento fue tan inesperado que corrieron numerosos rumores de que el niño no era en realidad hijo de Jacobo, sino que lo habían introducido a escondidas en los aposentos reales dentro de un calentador de cama.

Con el nacimiento del «niño del calentador de cama» los acontecimientos se precipitaron con rapidez hacia el clímax. Una delegación de whigs y tories cruzó el canal de la Mancha camino de Holanda para invitar a María Estuardo y su esposo protestante, Guillermo de Orange, a viajar a Inglaterra con un ejército invasor que preservara el protestantismo y las libertades del país mediante la convocatoria de un nuevo parlamento. Como jefe de una coalición continental a la sazón en guerra con Francia, Guillermo también recibió con agrado la oportunidad de convertir Inglaterra en un aliado contra la política exterior expansionista de Luis XIV.

La Revolución Gloriosa

La invasión de Guillermo y María se convirtió en un golpe sin derramamiento de sangre (aunque cuentan que Jacobo sufrió una hemorragia nasal en el momento de la crisis). Como Jacobo huyó del país, el parlamento pudo declarar el trono vacante y allanar el camino para que Guillermo y María accedieran a él como soberanos conjuntos por derecho de sucesión. Una Carta de Derechos, aprobada por el parlamento y aceptada por los nuevos monarcas en 1689, reafirmó libertades civiles inglesas como los juicios con jurado, el hábeas corpus (la garantía de que nadie podía ir a prisión sin cargos delictivos) y el derecho a reclamar al monarca compensación de agravios a través del parlamento. La Carta de Derechos también declaraba que la monarquía estaba sujeta a la ley del país. Un Acta de Tolerancia, aprobada asimismo en 1689, garantizó a los protestantes disidentes el derecho de culto, aunque no estaban autorizados a ocupar cargos políticos. Además, en 1701, un Acta de Sucesión dispuso que todos los monarcas futuros de Inglaterra tendrían que pertenecer a la Iglesia oficial del estado. Eso implicaba que, ahora que la reina María había fallecido sin descendencia, el trono pasaría, tras la muerte del rey Guillermo, en primer lugar a la hermana protestante de María, Ana (1702-1714), y a continuación, si Ana tampoco dejaba descendencia, a Jorge, elector del principado alemán de Hannover y biznieto protestante de Jacobo I. En 1707, un Acta de Unión formal entre Escocia e Inglaterra garantizó que en el futuro los herederos católicos del rey Jacobo II no tendrían más derecho a ocupar el trono de Escocia del que tenían a ocupar el trono de Inglaterra.

Los ingleses no tardaron en bautizar los eventos de 1688 y 1689 como la «Revolución Gloriosa», gloriosa porque se produjo sin derramamiento de sangre y también porque con ella Inglaterra se estableció con firmeza como una monarquía mixta gobernada por el «rey en el parlamento». Aunque Guillermo, María y sus sucesores siguieron ejerciendo grandes dosis de poder ejecutivo, después de 1688 ningún monarca inglés intentó gobernar sin el parlamento, el cual se ha reunido anualmente desde entonces. El parlamento y, en especial, la cámara de los comunes consolidaron asimismo su control sobre los impuestos y los gastos. En particular, los protestantes celebraron la Revolución Gloriosa como otro signo del favor especial que Dios concedía a Inglaterra, subrayando los vientos favorables («protestantes») que guiaron tan rápido a Guillermo y María hasta Inglaterra para evitar que la flota del rey Jacobo organizara una resistencia efectiva.

Sin embargo, no todo fue glorioso en 1688. La revolución reforzó la posición de los grandes terratenientes, cuyo control sobre el gobierno local estuvo amenazado por Carlos II y Jacobo II. Por tanto, restauró el statu quo en beneficio de una clase adinerada de magnates que pronto adquirirían más riquezas gracias al patrocinio del gobierno y a los réditos de la guerra. Pero también deparó miseria a la minoría católica de Escocia y a la mayoría católica de Irlanda. Después de 1690, cuando el rey Guillermo logró una victoria decisiva ante las fuerzas de Jacobo II en la batalla de Boyne, el poder en Irlanda recaería con firmeza en manos de una «ascendencia protestante», cuyo dominio en la sociedad irlandesa iba a perdurar hasta los tiempos modernos.

John Locke y la teoría del contrato social

La Revolución Gloriosa fue producto de una situación política única, pero también reflejaba teorías políticas antiabsolutistas que estaban tomando forma a finales del siglo XVII en respuesta a ideas de escritores tales como Bodin, Hobbes, Filmer y Bossuet. El más destacado de aquellos detractores del absolutismo fue el inglés John Locke (1632-1704), quien escribió sus Dos tratados sobre el gobierno civil antes de la revolución, aunque no se publicaron por primera vez hasta 1690.

Locke sostenía que los humanos vivieron en sus orígenes en un estado natural caracterizado por la libertad y la igualdad absolutas, y carente de cualquier clase de gobierno. Su única ley era la ley de la naturaleza (que Locke equiparaba con la ley de la razón), en virtud de la cual los propios individuos hacían cumplir los derechos naturales a la vida, la libertad y la propiedad. Sin embargo, los humanos no tardaron en notar que los inconvenientes del estado natural pesaban más que sus ventajas. De ahí que accedieran, en primer lugar, a instaurar una sociedad civil basada en la igualdad absoluta y, después, a constituir un gobierno que arbitrara las desavenencias que pudieran surgir en el seno de dicha sociedad civil. Pero no otorgaron un poder absoluto al gobierno. El gobierno consistía sencillamente en el poder conjunto de todos los miembros de la sociedad; como tal, su autoridad no podía «ser mayor que la que tuvieran esas mismas personas en el estado natural antes de entrar en la sociedad y de entregársela a la comunidad». Todos los poderes no cedidos al gobierno estaban reservados a la propia gente; como resultado, la autoridad gubernamental era contractual y condicional. Si un gobierno se excedía o abusaba en el ejercicio de la autoridad que se le había otorgado, la sociedad tenía el derecho de disolverlo y crear otro.

Locke condenaba cualquier clase de absolutismo. Censuraba la monarquía absoluta pero no era menos crítico con las demandas de soberanía por parte de los parlamentos. El gobierno, aducía él, se ha creado para proteger la vida, la libertad y la propiedad; ninguna autoridad política podía infringir los derechos naturales de los individuos para preservarlos inviolados. La ley de la naturaleza, que encarnaba esos derechos, representaba, por tanto, una limitación automática y absoluta de cualquier rama del gobierno, ya fuera legislativa, ejecutiva o judicial.

A finales del siglo XVIII, las ideas de Locke se convertirían en un elemento relevante en el contexto intelectual de las revoluciones de América y Francia. Sin embargo, entre 1690 y 1720 sirvieron para un propósito mucho menos radical. Los magnates terratenientes que reemplazaron a Jacobo II por Guillermo y María interpretaron a Locke como un defensor de su revolución conservadora. En lugar de salvaguardar su libertad y propiedad, Jacobo II había puesto ambas en peligro, de ahí que aquellos potentados tuvieran derecho a derrocar la tiranía impuesta por él y a sustituirla por un gobierno que defendiera sus intereses mediante la conservación de esos derechos naturales. Después de 1689, el gobierno inglés estuvo regido por el parlamento; y el parlamento, a su vez, estuvo controlado por la aristocracia hacendada cuyos intereses comunes pesaban mucho más que su incesante pugna por el poder o sus desavenencias ocasionales en cuanto a principios.

El absolutismo de Luis XIV

En el retrato de estado de Luis XIV casi resulta imposible discernir el ser humano que se esconde tras la fachada del monarca absoluto, vestido con el atuendo de su coronación y rodeado por los símbolos de su autoridad. Esta fachada la labró con esmero y habilidad el propio Luis, quien reconocía, quizá con más claridad que ningún otro gobernante de principios de la era moderna, la importancia del teatro para una monarquía eficaz. Luis y sus sucesores escenificaron deliberadas exhibiciones teatrales de su soberanía para realzar su posición como dirigentes dotados de poderes divinos muy alejados del común de los mortales.

LA ESCENIFICACIÓN DE LA REALEZA EN VERSALLES

Las exhibiciones de soberanía más elaboradas de Luis tenían lugar en el palacio de Versalles, la villa en las afueras de París donde trasladó la corte. El palacio y los jardines se convirtieron en el teatro donde Luis hipnotizaba a la nobleza para que le rindiera pleitesía mediante la escenificación de rituales cotidianos y manifestaciones de realeza. La fachada principal del palacio medía medio kilómetro de longitud. En su interior, tapices y cuadros celebraban las victorias militares francesas y los triunfos reales, los espejos reflejaban una luz resplandeciente por todo el edificio. En los vastos jardines exteriores, estatuas de Apolo, el dios griego del Sol, recordaban que Luis se había proclamado el «Rey Sol» de Francia. La nobleza competía por atenderlo cuando se levantaba de la cama, cuando asistía a sus comidas (por lo común heladas después de haber viajado una distancia equivalente a varias manzanas de casas en una ciudad, desde la cocina hasta llegar a la mesa), cuando paseaba por los jardines (hasta el primer bailarín real escenificaba una coreografía por los lugares que recorría el rey) o cuando montaba para ir de cacería. La corte de Luis era el epicentro de su brillante resplandor real, tal como corresponde a la residencia del Rey Sol. Se invitaba a los nobles más importantes de Francia a residir con él en Versalles durante cierto período del año; el esplendor de la corte estaba estudiado de forma deliberada para impedir que concibieran la posibilidad de desobediencia al tiempo que elevaba el prestigio de quienes se relacionaban con su persona. En lugar de tramar alguna traición menor en sus dominios, un marqués podía disfrutar del placer de saber que al día siguiente podía disfrutar del privilegio de dedicarle al rey dos o tres minutos de conversación mientras el cortejo real realizaba su majestuoso recorrido por los extensos corredores del palacio. Pero, al mismo tiempo, el protocolo (elaboradísimo y con un grado de detalle casi imposible) en torno a la corte mantenía a aquellos nobles en una tensión constante ante el temor sempiterno de ofender al rey con alguna violación trivial de los modales adecuados.

Luis entendía aquella farándula como parte de su obligación como soberano, un deber que cumplió con suma seriedad. Lejos de ser brillante, era una persona trabajadora y concienzuda. Pronunciara o no aquello de «L’état c’est moi» («El estado soy yo»), es indudable que se veía a sí mismo como un servidor de los intereses del estado. Como tal, se atribuía personalmente la buena marcha de sus asuntos. «La deferencia y el respeto que recibimos de nuestros súbditos —escribió en una memoria que preparó para su hijo sobre el arte de gobernar— no son un regalo gratuito, sino el pago por la justicia y la protección que esperan de nosotros. Del mismo modo que ellos deben honrarnos, nosotros les debemos protección y amparo.»

ADMINISTRACIÓN Y CENTRALIZACIÓN

Luis definió sus responsabilidades en términos absolutistas: tanto para concentrar el poder real como para crear tranquilidad nacional. Al tiempo que desplazó a la nobleza a su teatro real privado, concilio a la alta burguesía reclutando a sus miembros como administradores reales y, sobre todo, como intendentes, responsables de administrar las treinta y seis generalités en que estaba dividida Francia. Los intendentes solían servir fuera de la región donde habían nacido y, por tanto, no mantenían ningún vínculo con las élites locales sobre las que ejercían su autoridad. Ocupaban cargos según la voluntad del rey y eran claramente «sus» hombres. Otros administradores, a menudo procedentes de familias recién ascendidas al estamento de la nobleza como recompensa por sus servicios, colaboraban en asuntos directos de estado desde Versalles. Estos hombres no eran los actores del teatro de Luis, el Rey Sol, sino que eran los trabajadores que asistían a Luis, guardianes reales del bienestar del país.

Los administradores de Luis dedicaban buena parte de su tiempo y energías a recaudar los impuestos necesarios para financiar el inmenso ejército del que dependía su agresiva y personalísima política exterior. Es importante comentar aquellos elementos personales del incipiente absolutismo moderno. A pesar de sus pretensiones para traducirse en una teoría política, el absolutismo fue, en esencia, un sistema de gobierno que permitió a monarcas ambiciosos multiplicar su poder mediante conquistas y alardes. Y, como tal, resultó extraordinariamente costoso. Aparte de la talla (taille) o el impuesto sobre la tierra, que subió a lo largo del siglo XVII y que, además, se cargó con un gravamen adicional, el gobierno de Luis introdujo una capitación (capitation; un impuesto general) y presionó con éxito para recaudar tributos indirectos sobre la sal (la gabelle o gabela), el vino, el tabaco y otros bienes de consumo. Como la nobleza estaba exenta de la talla, esta carga recaía con toda dureza sobre el campesinado, cuyas rebeliones locales aplastó Luis con facilidad.

La oposición regional se apaciguó, pero en modo alguno desapareció durante el reinado de Luis. Al trasladar la nobleza de provincias a Versalles, Luis la aisló de los núcleos de poder e influencia locales. Para acabar con los poderes obstruccionistas de los parlamentos locales, Luis decretó también que los miembros de cualquier parlamento que se negaran a acatar y aplicar sus leyes sufrirían un exilio inmediato. Asimismo, invalidó la autoridad de los Estados Provinciales (États provinciaux) de Bretaña, Languedoc y Franco Condado. Los Estados Generales (États généraux), la asamblea representativa nacional de Francia convocada por última vez en 1614, no se reunió jamás durante el reinado de Luis y no volvería a hacerlo hasta 1789.

LA POLÍTICA CONFESIONAL DE LUIS XIV

Tanto por razones de estado como de conciencia personal, Luis estaba decidido a imponer la unidad religiosa en Francia, con independencia del coste social y económico que conllevara. Creía firmemente que a cambio de aquella fidelidad se granjearía el favor de Dios.

Aunque la inmensa mayoría de la población francesa era católica, los católicos franceses estaban divididos entre quietistas, jansenistas, jesuitas y galicanos. Los quietistas predicaban un retiro de misticismo personal que enfatizaba una relación directa entre Dios y el corazón del individuo. Aquella doctrina, que prescindía de los servicios intermediarios de la Iglesia, resultaba sospechosa a los absolutistas aferrados a la consigna de un roi, une loi, une fou (un rey, una ley, una fe). El jansenismo (un movimiento que porta el nombre de su fundador, Cornelius Jansen, obispo de Ypres en el siglo XVII) sostenía un ideario agustino de predestinación que quizá sonaba y se parecía mucho a una especie de calvinismo católico. Luis persiguió con resolución a quietistas y jansenistas, y los obligó a escoger entre la retractación o la prisión y el exilio. En cambio, apoyó a los jesuitas en sus esfuerzos por crear una Iglesia católica contrarreformista en Francia. Sin embargo, el favor de Luis hacia los jesuitas disgustó a los católicos galicanos, con gran tradición en Francia, quienes deseaban una Iglesia francesa independiente de la influencia papal, jesuita y española (las cuales tendían a equiparar). Como resultado de esta discordia entre católicos, el aura religiosa del reinado de Luis menguó en el transcurso de su mandato.

En cambio, Luis libró una batalla implacable contra los protestantes hugonotes. Se destruyeron las iglesias y escuelas protestantes, y se prohibió que los protestantes ejercieran buen número de profesiones, entre ellas la medicina y la imprenta. En 1685, Luis revocó el Edicto de Nantes, la base legal de la tolerancia que habían disfrutado los hugonotes desde 1598. Se exilió a los clérigos protestantes; los legos fueron enviados a galeras como esclavos; y a sus hijos se les impuso el bautismo católico. Muchas familias se convirtieron, pero doscientos mil refugiados protestantes huyeron a Inglaterra, Holanda, Alemania y América, y se llevaron consigo sus dotes profesionales y artesanales. Esto supuso una gran pérdida para Francia. Entre muchos otros ejemplos, cabe mencionar que las industrias de la seda de Berlín y Londres las fundaron hugonotes huidos de la persecución de Luis XIV.

COLBERT Y LAS FINANZAS REALES

La campaña de Luis para unificar y centralizar Francia dependió de un incremento considerable de los ingresos reales, gestionados por Jean Baptiste Colbert, secretario de finanzas del rey desde 1664 hasta su muerte en 1683. Colbert diseñó un procedimiento más eficaz para la recaudación de impuestos y eliminó, siempre que le fue posible, la práctica publicana que permitía a los recaudadores retener para sí un porcentaje de los tributos recaudados para el rey. Cuando Colbert asumió el puesto, sólo el 25 por ciento de los impuestos recaudados en todo el reino llegaba al erario. Hacia su muerte, esa cifra había aumentado hasta el 80 por ciento. Bajo el mandato de Colbert, el estado vendió cargos públicos, incluidas judicaturas y alcaldías, y los gremios compraban el derecho de hacer valer las regulaciones del ramo. Colbert también intentó incrementar los ingresos de la nación mediante el control y la regulación del comercio exterior. Como mercantilista consagrado, Colbert creía que la riqueza de Francia crecería si se reducían las importaciones y aumentaban las exportaciones. De ahí que impusiera aranceles a las mercancías extranjeras importadas a Francia, al tiempo que invirtió dinero del estado para promocionar la fabricación nacional de bienes de consumo antes importados, como seda, encajes, tapices y vidrio. Manifestó una inquietud especial por crear industrias nacionales capaces de producir todos los pertrechos que Francia precisaría para la guerra. Para fomentar el comercio interior, también mejoró las carreteras, puentes y vías fluviales de Francia.

A pesar de los esfuerzos de Colbert por incrementar los ingresos de la corona, su política fracasó en última instancia debido a las insaciables demandas de las guerras de Luis XIV. El propio Colbert previo el desenlace cuando explicó al rey en 1680: «El comercio es la fuente de la hacienda pública, y la hacienda pública es la nervadura vital de la guerra… Ruego a su majestad que me permita decir tan sólo que, tanto en la guerra como en la paz, nunca ha consultado la cantidad de dinero disponible para decidir sus gastos». Pero Luis no le prestó ninguna atención. Como consecuencia, hacia el final de su reinado, aquella política exterior agresiva era una ruina, y las finanzas del país estaban hechas añicos por el coste insostenible de la guerra.

Las guerras de Luis XIV hasta 1697

El absolutismo nunca fue un fin en sí mismo para Luis. Más bien fue un medio para alcanzar un fin: la gloria interior lograda a través de victorias militares en el exterior. Desde 1661, cuando Luis inició su mandato personal, hasta su muerte en 1715, el monarca mantuvo Francia en pie de guerra casi constante. Sus campañas bélicas tuvieron dos objetivos principales: reducir la amenaza que suponían para Francia las potencias habsburguesas que la asediaban desde España, los Países Bajos españoles y el Sacro Imperio Romano, y promover los intereses dinásticos de su propia familia. Por fortuna para Luis, ambos objetivos coincidían a menudo. En 1667-1668 atacó los Países Bajos españoles, los cuales reclamó en nombre de su esposa, y logró capturar el territorio de Lille. En 1672, ofendido por el papel desempeñado por los holandeses para frustrar sus ataques previos a los Países Bajos españoles, y por la propaganda de los holandeses para humillarlo, Luis atacó Holanda y a su nuevo mandatario Guillermo de Orange (1672-1702). Guillermo de Orange, biznieto de Guillermo I de Orange, el Taciturno, defensor de los protestantes en el siglo XVI, se convertiría en la principal figura de Europa que resistió las campañas de conquista de Luis.

La guerra holandesa finalizó en 1678-1679 con el Tratado de Nimega. Aunque Luis consiguió pocos progresos en los Países Bajos, sí logró conquistar y conservar el territorio oriental del Franco Condado. Animado con ello, ahora dirigió la atención hacia el oeste, donde capturó la ciudad libre de Estrasburgo (1681), Luxemburgo (1684) y Colonia (1688). Entonces lanzó ofensivas por el Rin para saquear y quemar Renania central, la cual reclamaba en nombre de su desdichada cuñada e hija del dirigente de aquel territorio, el elector palatino.

En respuesta a estas nuevas agresiones, Guillermo de Orange organizó la Liga de Augsburgo, que con el tiempo acabaría uniendo Holanda, Inglaterra, España, Suecia, Baviera, Sajonia, el Palatinado del Rin y los Habsburgo de Austria contra Luis. El conflicto bélico resultante, la Guerra de los Nueve Años (1689-1697), causó una devastación extraordinaria. La mayoría de las campañas se libraron en los Países Bajos, pero el conflicto se extendió desde Irlanda hasta la India y América del Norte (donde se conoció como la Guerra del Rey Guillermo). Por último, en 1697, la Paz de Ryswick obligó a Luis a devolver la mayoría de las recientes adquisiciones de Francia, salvo Estrasburgo y el territorio circundante de Alsacia. Este tratado reconoció además a Guillermo de Orange como nuevo rey de Inglaterra, y con ello legitimó la Revolución Gloriosa de 1688 que reemplazó al rey católico Jacobo II por la monarquía protestante de Guillermo y María.

LA GUERRA DE SUCESIÓN ESPAÑOLA

La Liga de Augsburgo reflejó la emergencia de un nuevo objetivo diplomático en Europa occidental y central: el mantenimiento de un «equilibrio de poder» diseñado para impedir que un solo país, como Francia, alcanzara tanto predominio como para amenazar la posición del resto de grandes potencias inmersas en el sistema de estados europeos. Esta meta alentaría a la diplomacia europea durante los dos siglos siguientes, hasta el desmoronamiento que sufrió todo el sistema del equilibrio de poder en 1914 con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Los principales defensores de una diplomacia para el equilibrio de poder fueron Inglaterra, las Provincias Unidas, Prusia y Austria. Pero un equilibrio de poder no era un objetivo que suscribiera Luis XIV. Luis aceptó la paz con la Liga de Augsburgo en 1697 porque su país estaba exhausto por la guerra y la hambruna (la gran hambruna francesa de 1693-1694 aniquiló a casi un millón de personas, alrededor del 5 por ciento de toda la población). Pero también porque no consideraba el verdadero galardón: la reivindicación francesa del trono de España y, con ella, el control del imperio español en el Nuevo Mundo, Italia, Países Bajos y Filipinas.

En primeras nupcias, Luis había contraído matrimonio con la hija mayor del rey Felipe IV de España (1621-1665). La hija menor de Felipe se había desposado con el emperador del Sacro Imperio Romano, Leopoldo I de Austria (1658-1705). Ninguna de las hijas era heredera del trono español. Pero el único hijo varón de Felipe, el rey Carlos II de España (1665-1700), padeció una enfermedad mental y física durante toda la vida. Cuando, a lo largo de la década de 1690, se vio con claridad que no viviría mucho más tiempo, todas las grandes potencias europeas empezaron a interesarse por la sucesión del trono de España. Los riesgos eran altos. Si uno de los hijos de Leopoldo se convertía en el sucesor, entonces Francia quedaría rodeada por todas partes por el poder unido de los Habsburgo. En cambio, si ocupaba el trono el hijo o el nieto de Luis XIV, entonces Francia se tornaría la potencia preponderante en Europa y América.

Se propusieron varias combinaciones para resolver la crisis durante la década de 1690. Una habría concedido la sucesión al trono de España al príncipe de Baviera y nieto de Carlos II, de seis años, pero el chico falleció antes de que el plan se llevara a cabo. Otra oferta consistía en ceder a Luis XIV las posesiones de España en Italia, y el resto del imperio español a Leopoldo; pero Leopoldo lo impidió aduciendo que los territorios italianos tenían que pertenecerle a él de todos modos como emperador del Sacro Imperio Romano, y reconociendo, al menos de manera tácita, que Austria no disponía de capacidad naval para gobernar los territorios coloniales de España en Asia y América.

Ninguno de estos planes se consultó con los consejeros de Carlos II. Sus intereses se centraban en evitar por completo la partición y transferir todo el imperio español a un solo heredero. Para lograrlo, ordenaron a Carlos que en su testamento dejara todas sus posesiones al nieto más joven de Luis XIV, Felipe de Anjou, con dos condiciones: que Felipe renunciara al trono de Francia en favor de su hermano mayor Luis (que, de todos modos, tenía prioridad para heredarlo) y que conservara intacto el imperio español. Las condiciones del testamento se mantuvieron en secreto pero se dispusieron de acuerdo con Luis XIV. Por tanto, en cuanto Carlos II expiró, Felipe V (1700-1746) fue proclamado nuevo rey de España, y Luis XIV se apresuró a mandar las tropas francesas a los Países Bajos españoles. Luis también envió comerciantes franceses a la América española y retiró a Guillermo de Orange el reconocimiento como rey de Inglaterra.

La guerra resultante enfrentó a Inglaterra, las Provincias Unidas, Austria y Prusia contra Francia, Baviera y España. Guillermo de Orange falleció en 1702, justo al comenzar el conflicto. Su papel como primer general de la coalición pasó a dos estrategas brillantes, el inglés John Churchill, duque de Marlborough, y el príncipe Eugenio de Saboya, un soldado austriaco de fortuna perteneciente a la clase alta. Bajo su mando, las fuerzas aliadas libraron una serie de batallas encarnizadas en los Países Bajos y Alemania, que incluyeron una incursión extraordinaria en Baviera, donde infligieron una derrota devastadora a los franceses y sus aliados bávaros en Blenheim (1704) en la que mataron o capturaron treinta mil de los cincuenta mil efectivos formados en su contra. Poco después, la marina inglesa tomó Gibraltar y la isla de Menorca, con lo que estableció así una posición estratégica y comercial en el Mediterráneo y abrió una escena militar nueva dentro de la propia España.

Hacia 1709, Francia estaba al borde de la derrota. Pero los aliados se extralimitaron al exigirle a Luis que se uniera a ellos contra su propio nieto en España. De ahí que la guerra continuara, con un coste enorme para ambos bandos. En la batalla de Malplaquet (1709), ochenta mil soldados franceses se enfrentaron a ciento diez mil combatientes aliados. El duque de Marlborough y Eugenio de Saboya obligaron a los franceses a batirse en retirada, pero sufrieron veinticuatro mil bajas, el doble que los franceses. El general de Luis le escribió tras la batalla: «Si Dios nos concede la gracia de perder otra batalla como ésta, su majestad ya puede contar con la destrucción de sus enemigos».

La reina Ana de Inglaterra (hermana de María y sucesora de Guillermo) se fue desencantando poco a poco con la guerra y destituyó al duque de Marlborough, su general más competente. Los comerciantes ingleses y holandeses también manifestaron grandes quejas por el daño que la guerra estaba causando en la industria y el comercio. Un nuevo gobierno tory en Inglaterra sucedió a los whigs, y empezó a lanzar tentativas de paz a Francia. Entretanto, la situación diplomática de Europa también estaba cambiando. Leopoldo I de Austria había muerto en 1705. Cuando su hijo mayor y sucesor, José I, falleció en 1711, la monarquía austriaca recayó sobre el hijo menor de Leopoldo, el archiduque Carlos, quien había encarnado la candidatura de los aliados para el trono de España. Con Carlos VI (1711-1740) como nuevo mandatario austriaco y emperador del Sacro Imperio Romano, las expectativas de que accediera al trono de España volvieron a amenazar con romper el equilibrio de poder en Europa.

EL TRATADO DE UTRECHT

Al fin, la guerra terminó en 1713 con el Tratado de Utrecht. Los términos del mismo resultaron bastante razonables para todas las partes. Felipe V, nieto de Luis XIV, continuó en el trono de España y conservó intacto el imperio colonial español; pero, a cambio, Luis aceptó que Francia y España jamás se unirían bajo el mismo mando. Austria obtuvo territorios en los Países Bajos españoles e Italia, entre ellos Milán y Nápoles. A los holandeses se les garantizó la protección de sus fronteras contra invasiones futuras de Francia, pero los franceses conservaron Lille y Estrasburgo. Quien más ganó, con amplia diferencia, fue Gran Bretaña (tal como se conoció después de 1707 la unión de los reinos de Inglaterra y Escocia), que retuvo Gibraltar y Menorca y consiguió, además, gran parte de los territorios franceses en el Nuevo Mundo, incluidos Terranova, la zona continental de Nueva Escocia, la Bahía de Hudson y la isla caribeña de San Cristóbal. Sin embargo, lo más valioso fue que Gran Bretaña consiguió de España el derecho a transportar y vender esclavos africanos en la América hispana. Esto situó a los británicos, en una posición privilegiada para convertirse en los principales comerciantes de esclavos y la potencia colonial y comercial dominante del mundo en el siglo XVIII.

El Tratado de Utrecht conllevó una reestructuración fundamental del equilibrio de poder en la Europa occidental. El desmoronamiento de España ya era inminente; hacia 1713 era completo. España quedaría reducida al «enfermo de Europa» durante los dos siglos siguientes. El declinar de Holanda fue más gradual, pero hacia 1713 sus días de gloria también pertenecían al pasado. Los holandeses siguieron controlando las Islas de las Especias, pero en el mundo atlántico Gran Bretaña y Francia se convirtieron ahora en las potencias dominantes. Continuarían librando un duelo durante medio siglo más por el control de América del Norte, pero en Utrecht, el equilibrio del poder colonial se decantó de manera decisiva en favor de Gran Bretaña. En el seno de Europa se desmoronó el mito de la supremacía militar francesa. El nuevo mundo imperial y comercial ya no estaría gobernado por el ejército francés, sino por la marina británica.

La reconstrucción de Europa central y oriental

Las décadas entre 1680 y 1720 resultaron igualmente decisivas para la reconstrucción del equilibrio de poder en Europa central y oriental. A medida que disminuía la supremacía otomana, el imperio austrohúngaro de los Habsburgo se fue erigiendo en la potencia hegemónica de Europa central y suroriental. Al norte, Brandeburgo-Prusia también era una potencia en auge. Sin embargo, los cambios más espectaculares se estaban produciendo en Rusia, que, tras una guerra larga contra Suecia, emergería como la potencia dominante del mar Báltico, y pronto se volvería una amenaza mortal para el reino conjunto de Polonia-Lituania.

EL IMPERIO HABSBURGUÉS

En 1683 los turcos otomanos lanzaron su última ofensiva contra Viena. Sólo la llegada de las huestes polacas formadas por setenta mil hombres salvó la capital austriaca de la toma. Después, en cambio, el poder otomano en Europa suroriental declinó con rapidez. En 1699 Austria ya había reconquistado la mayoría de Hungría a los otomanos; en 1718, controlaba toda Hungría además de Transilvania y Serbia. En 1722 Austria también consiguió de Polonia el territorio de Silesia. Convertida Hungría ahora en un «estado tapón» entre Austria y los otomanos, Viena emergió como una de las grandes capitales culturales y políticas del siglo XVIII en Europa, y Austria se convirtió en uno de los árbitros del equilibrio de poder europeo.

Aunque los Habsburgo de Austria conservaron el título de emperadores del Sacro Imperio Romano y tras 1713 también ocuparon tierras en los Países Bajos e Italia, su verdadero poder radicaba en Austria, Bohemia, Moravia, Galitzia y Hungría. Entre estos territorios contiguos geográficamente mediaban inveteradas divisiones étnicas, religiosas y lingüísticas. A pesar de los esfuerzos centralizadores de diversos dirigentes habsburgueses, el imperio seguiría siendo una confederación más bien disgregada de territorios y posesiones muy dispares.

En Bohemia y Moravia, los Habsburgo animaron a los terratenientes a producir cultivos para exportar obligando a los campesinos a servir a sus señores con tres días de trabajo no remunerado por semana. A cambio, las élites hacendadas de esos territorios permitirían a los emperadores reducir la independencia política de sus estados legislativos tradicionales. Sin embargo, la nobleza húngara, poderosa e independiente, se opuso a semejantes zalamerías. Los esfuerzos habsburgueses por gobernar Hungría con el ejército y por imponer una uniformidad religiosa católica también se toparon con una resistencia firme. Como resultado, Hungría se mantuvo como una región semiautónoma dentro del imperio, cuyo respaldo nunca dieron por garantizado los austriacos.

Después de 1740, la emperatriz María Teresa (1740-1780) y su hijo José II (1765-1790; ambos codirigentes desde 1765 hasta 1780) fueron precursores de un estilo nuevo de «absolutismo ilustrado» dentro del imperio; centralizaron la administración en Viena, aumentaron los impuestos, crearon un ejército profesional permanente y reforzaron su control sobre la Iglesia, al tiempo que crearon un sistema estatal de educación primaria, relajaron la censura y fundaron un código penal nuevo y más liberal. Pero, en la práctica, el absolutismo habsburgués, ilustrado o no, siempre estuvo limitado por la diversidad de sus territorios imperiales y por la flaqueza de las instituciones gubernamentales locales.

EL ASCENSO DE BRANDEBURGO-PRUSIA

Tras el desmoronamiento otomano, la principal amenaza para Austria provino del poder creciente de Brandeburgo-Prusia. Al igual que Austria, Prusia consistía en un estado compuesto que comprendía diversos territorios divididos geográficamente y adquiridos por la familia Hohenzollern a través de herencias. Sin embargo, las dos propiedades principales eran Brandeburgo, centrada en su capital, Berlín, y el ducado de Prusia Oriental. Entre ambos territorios se hallaba Pomerania (reclamada por Suecia) y una parte importante del reino de Polonia, que incluía el puerto de Gdarísk (Danzig). Los Hohenzollern pretendían unir su estado adquiriendo esos territorios intermedios. En el transcurso de más de un siglo de construcción constante del estado, al fin acabaron lográndolo. Durante el proceso, Brandeburgo-Prusia se convirtió en la potencia militar dominante de Europa central y en un elemento clave de diplomacia para el equilibrio de poder a mediados del siglo XVIII.

Los fundamentos de la grandeza prusiana los había asentado Federico Guillermo, el «Gran Elector» (1640-1688). Uniéndose a Polonia en una guerra contra Suecia a finales de la década de 1650, logró la renuncia del rey polaco a la jefatura suprema nominal de Prusia Oriental. A través de algunos movimientos diplomáticos ladinos durante la década de 1670, también protegió sus provincias occidentales de la ofensiva francesa devolviendo Pomerania, tomada en una guerra reciente, al aliado sueco de Francia. Pero tras aquellos triunfos diplomáticos se ocultaba el éxito del Elector en la creación de un ejército y la movilización de recursos para costearlo. Al conceder a los poderosos nobles de sus territorios (conocidos como junkers) el derecho de tomar como siervos a sus campesinos, al confiarles el cuerpo oficial del ejército y garantizarles inmunidad tributaria, Federico Guillermo se ganó su apoyo para el eficaz y muy autocrático sistema tributario que impuso al resto del país. Seguros del control que ejercían sobre sus estados y del incremento de poder que les procuraban los beneficios del comercio de grano con Europa occidental, los junkers cedieron contentos el gobierno de Prusia a una burocracia centralizada cuya labor principal consistía en ampliar y fortalecer el ejército prusiano. Por su parte, el ejército se convirtió en el instrumento más importante del Gran Elector para reforzar su propio control sobre sus dominios más remotos.

Al apoyar a Austria en la Guerra de Sucesión española, el hijo del Gran Elector, Federico I (1688-1713), recibió el derecho de proclamarse rey de Prusia. (Como emperador del Sacro Imperio Romano, el monarca austriaco tenía el derecho de coronar nuevos reyes). Y, tras entrar en la gran Guerra del Norte del lado de Rusia y en contra de Suecia (véase más abajo), Federico allanó el camino para que Prusia recuperara Pomerania y afianzara su control sobre ella. Sin embargo, como rey dedicó la máxima atención al desarrollo de la vida cultural en su nueva capital real, Berlín, de acuerdo con las pautas establecidas por Luis XIV en Francia.

Federico Guillermo I (1713-1740) recuperó las políticas de su abuelo. Su interés primordial consistió en crear un ejército de primera categoría; persiguió ese objetivo con tanta perseverancia que acabaron apodándolo «el rey sargento». Durante su reinado, el ejército prusiano aumentó de treinta mil a ochenta y tres mil efectivos y pasó a ser el cuarto ejército más grande de Europa precedido por los de Francia, Rusia y Austria. Asimismo, amplió el tamaño del ejército prusiano por otra vía, mediante la creación de un regimiento privado, «los gigantes de Potsdam», compuesto en exclusiva por soldados con más de 185 centímetros de altura. Para costear el ejército, Federico Guillermo I aumentó los impuestos y racionalizó su recaudación, al tiempo que evitó los caros lujos de la vida cortesana. Era tan reacio a gastar los recursos del estado en procurarse placeres personales, que se decía que tenía que autoinvitarse a la mesa de los nobles para disfrutar de una buena comida. Para él, el «teatro» del absolutismo no lo constituía el palacio, sino el despacho donde supervisaba personalmente su querido ejército y las oficinas del estado que lo mantenían.

Federico Guillermo I, un hombre duro y poco imaginativo, apenas soportaba a su hijo Federico, cuya pasión no era el ejército, sino la flauta, y quien admiraba la cultura francesa tanto como su padre la desdeñaba. No es de extrañar, pues, que el joven Federico se rebelara; en 1730, con dieciocho años, huyó de la corte con un amigo. Al apresarlos, ambos compañeros fueron devueltos al rey, quien ejecutó al amigo de su hijo en presencia de éste. La horripilante lección surtió efecto. Aunque Federico nunca dejó de amar la música y la literatura, después de aquello se ciñó a sus obligaciones reales viviendo de acuerdo con la imagen que tenía de sí mismo como «primer servidor del estado» y ganándose el título histórico de Federico el Grande.

Federico Guillermo I había hecho de Prusia un estado fuerte. Federico el Grande (1740-1786) elevó su país a la categoría de gran potencia. En cuanto se convirtió en rey en 1740, Federico movilizó el ejército que su padre jamás había enviado a batallar y ocupó la provincia austriaca de Silesia. Prusia carecía de cualquier reivindicación posible de Silesia, pero se trataba de un territorio tan rico como poco protegido, de modo que Federico se apoderó de él con el respaldo de Francia. La nueva emperatriz habsburguesa, María Teresa, contraatacó, pero, a pesar del apoyo de Gran Bretaña y Hungría, fue incapaz de recuperar Silesia. Envalentonado con aquel éxito temprano, Federico pasó el resto de su reinado consolidando sus conquistas en Silesia y ampliando su control sobre los territorios polacos situados entre Prusia y Brandeburgo. Mediante una diplomacia tenaz y conflictos armados frecuentes, hacia 1786 Federico había transformado Prusia en un reino poderoso con continuidad territorial.

Para asegurar un frente interior unido contra los enemigos de Prusia, Federico se cuidó de garantizarse el apoyo de los junkers hacia sus políticas. Su padre había reclutado servidores civiles de acuerdo con sus méritos y no con su linaje, pero Federico confió en la nobleza para formar el ejército y su administración en expansión. Curiosamente, la estrategia de Federico funcionó. La nobleza se mantuvo leal mientras Federico moldeó la burocracia más profesionalizada y eficaz de Europa.

Federico mostró el mismo interés por las sensibilidades de los junkers en cuanto a política interior. Al igual que su contemporáneo José II de Austria, Federico fue un absolutista ilustrado que supervisó una serie de reformas sociales, prohibió la tortura judicial de acusados de algún delito y el soborno de jueces, e instauró un sistema de escuelas elementales. Aunque era un firme antisemita, alentó la tolerancia religiosa hacia los cristianos y hasta declaró que no le importaría construir una mezquita en Berlín si hubiera suficientes musulmanes para llenarla. En sus propios estados reales abolió la pena capital, redujo los servicios de trabajos forzados al campesinado y le garantizó arrendamientos prolongados de las tierras que trabajaba. Asimismo, fomentó la silvicultura y la explotación de cultivos nuevos. Despejó tierras en Silesia y mandó miles de inmigrantes a labrarlas. Cuando las guerras arruinaban las granjas, reponía a los campesinos el ganado y las herramientas. Sin embargo, nunca intentó extender esas reformas a los estados de la nobleza. De haberlo hecho, habría ofendido al mismísimo grupo del que dependía el mandato de Federico.

Autocracia en Rusia

Rusia experimentó una transformación más espectacular aún bajo el dinámico gobierno del zar Pedro I (n. 1672-m. 1725). Sólo los logros de Pedro ya le habrían valido el título de «Grande», pero su altura imponente (medía 2,03 metros), así como su personalidad veleidosa (bromeando un instante y enfurecido al siguiente) se sumaron sin duda a la impresión de grandeza que causaba en sus contemporáneos. Pedro no fue el primer zar que puso su país en contacto con Europa occidental, pero sí desarrolló una política decisiva para convertir Rusia en una gran potencia europea.

LOS PRIMEROS AÑOS DEL REINADO DE PEDRO

Desde 1613 Rusia había estado gobernada por miembros de la dinastía Romanov, quienes habían intentado con cierto éxito restaurar la estabilidad política tras la caótica «época de los disturbios» que siguió al fallecimiento del sanguinario y medio demente zar Iván el Terrible en 1584. Pero los Romanov se toparon con una grave amenaza para su gobierno entre 1667 y 1671, cuando un jefe cosaco (los cosacos rusos eran bandas semiautónomas de soldados de caballería de origen campesino) llamado Stenka Razin encabezó una rebelión en el sureste de Rusia. Este alzamiento encontró un apoyo amplio no sólo entre los siervos oprimidos, sino también entre las tribus no rusas de la región del bajo Volga que anhelaban liberarse del dominio de Moscú. Pero, al fin, el zar Alexis I (1645-1676) y la nobleza rusa consiguieron derrotar las celosas aunque desorganizadas bandas de rebeldes de Razin, masacrando a más de cien mil de ellos en el proceso.

Como Luis XIV de Francia, Pedro accedió al trono siendo aún niño y su infancia estuvo marcada por la disensión política y las intrigas en la corte. Sin embargo, en 1689, con diecisiete años, derrocó la regencia de su hermanastra Sofía y asumió el control personal del estado. Decidido a convertir Rusia en una gran potencia militar, el joven zar viajó a Holanda e Inglaterra en la década de 1690 para estudiar ingeniería naval y para reclutar trabajadores extranjeros cualificados que crearan una flota. Pero, durante su estancia en el exterior, se rebeló la guardia de palacio de élite (los streltsy) con la intención de devolver el trono a Sofía. Pedro se apresuró a regresar desde Viena y aplastó la rebelión con un salvajismo impresionante. Mil doscientos sospechosos de conspiración fueron condenados a muerte en procesos sumarios, muchos de ellos ahorcados fuera de los muros del Kremlin, donde los cuerpos permanecieron pudriéndose durante meses como advertencia gráfica del destino que les aguardaba a quienes osaran desafiar la autoridad del zar.

LA TRANSFORMACIÓN DEL ESTADO ZARISTA

Pedro se hizo conocido, sobre todo, como el zar que intentó occidentalizar Rusia imponiendo una serie de reformas sociales y culturales en la nobleza tradicional rusa: ordenó a los hombres de la nobleza que se cortaran las barbas y las mangas largas; publicó un manual de modales que prohibía escupir en el suelo y comer con los dedos; incitó a la conversación cortés entre sexos; y exigió que tanto las mujeres como los hombres de la nobleza se ataviaran al estilo occidental en bodas, banquetes y otros acontecimientos públicos. Se envió a los hijos de la nobleza rusa a las cortes occidentales para que se educaran, y se trajeron miles de expertos del oeste de Europa a Rusia para trabajar en las escuelas y academias que Pedro construyó, y para servir en el ejército, la armada y la administración.

Estas medidas fueron importantes, pero sería erróneo pensar que respondieron a los deseos del zar de «modernizar» u «occidentalizar» Rusia. Las políticas de Pedro transformaron la vida rusa en profundidad, pero su verdadero objetivo consistía en convertir Rusia en una gran potencia militar, más que en rehacer la sociedad rusa. El nuevo sistema tributario (1724), por ejemplo, que calculaba los impuestos por individuos en lugar de hacerlo por familias, dejó obsoletas muchas de las divisiones tradicionales de la sociedad campesina rusa. Sin embargo, se creó para recaudar más dinero para la guerra. La Tabla de Rangos que impuso en 1722 ejerció un impacto parecido en la nobleza. Empeñado en que todos los nobles debían ganarse el ascenso de la clase baja (la de los terratenientes) a la clase administrativa (más alta que la anterior) y la clase militar (la más elevada de todas), Pedro invirtió la jerarquía tradicional de la nobleza rusa, la cual valoraba a los hacendados por cuestiones de nacimiento por encima de los administradores y los soldados, que ascendían por méritos. Pero Pedro también creó otro incentivo nuevo y poderoso para atraer a la nobleza al servicio administrativo y militar del zar.

Como autócrata de todas las Rusias, Pedro el Grande actuó como el dueño y señor de su imperio hasta unos niveles sin parangón en cualquier otro lugar de Europa. Después de 1649, los campesinos rusos pasaron a ser propiedad legal de sus hacendados; hacia 1750, la mitad eran siervos y la otra mitad eran campesinos del estado que residían en tierras pertenecientes al propio zar. Los campesinos del estado podían ser reclutados para servir como soldados en el ejército del zar, como obreros en sus fábricas (cuya capacidad productiva aumentó enormemente durante el reinado de Pedro) o para realizar trabajos forzados en la construcción de los edificios que proyectaba. Pero el zar podía gravar con impuestos y reclutar para el servicio militar tanto a los siervos como a sus señores. Por tanto, el zar contaba con que todos los rusos, de cualquier rango, podían entrar a su servicio, y en cierto modo consideraba que toda Rusia le pertenecía.

Para consolidar aún más su poder, Pedro suplantó la duma (la rudimentaria asamblea nacional del país) por un senado elegido a dedo, un grupo de nueve administradores que supervisaban los asuntos militares y civiles. En materia religiosa, Pedro asumió el control directo de la Iglesia ortodoxa rusa mediante la designación de un funcionario imperial para dirigirla. Para hacer frente a las demandas de la guerra, también instauró una administración nueva, más amplia y más eficaz, para la cual reclutó tanto a nobles como a no nobles. Pero los grados dentro de la burocracia recién creada no dependían del linaje. Uno de los consejeros principales del zar, Alexánder Menshikov, inició su carrera como cocinero y acabó como príncipe. Este grado de movilidad social habría resultado imposible en cualquier país contemporáneo de Europa occidental. En Rusia, por el contrario, el estatus de nobleza dependía del servicio al gobierno, donde se esperaba que todos los nobles formaran parte del ejército o la administración de Pedro. Pedro no triunfó en la imposición de este requerimiento, pero la maquinaria administrativa que desarrolló el zar aportó a Rusia la clase dirigente de los dos siglos siguientes.

LA POLÍTICA EXTERIOR DE PEDRO

El objetivo de la política exterior de Pedro consistió en asegurarse puertos permanentes para Rusia en el mar Negro y el Báltico. En el mar Negro, los enemigos eran los otomanos, y Pedro tuvo poco éxito; aunque tomó el puerto de Azov en 1696, se vio obligado a devolverlo en 1711. Rusia no consolidaría su posición en el mar Negro hasta finales del siglo XVIII. En el norte, en cambio, Pedro consiguió mucho más. En 1700 inició lo que acabaría siendo una guerra de veintiún años contra Suecia, hasta entonces la potencia hegemónica del mar Báltico. En 1703, Pedro había alcanzado una posición firme en el golfo de Finlandia y de inmediato empezó a erigir una nueva capital allí que bautizó con el nombre de San Petersburgo. Tras 1709, cuando los ejércitos rusos, apoyados por Prusia, infligieron una derrota decisiva a los suecos en la batalla de Poltava, se aceleraron los trabajos en la nueva capital de Pedro. Ahora se reclutó todo un ejército de siervos para construir la ciudad, cuya pieza principal la encarnaba un palacio real diseñado para imitar y rivalizar con el Versalles de Luis XIV.

La gran Guerra del Norte contra Suecia finalizó en 1721 con la Paz de Nystad. Este tratado marca una redistribución de poder en Europa oriental comparable a la que conllevó el Tratado de Utrecht en el oeste. Suecia perdió los territorios del mar del Norte en favor de Hannover, y los territorios germanos del Báltico para Prusia. Sus posesiones orientales, entre ellas la totalidad del golfo de Finlandia, Livonia y Estonia, pasaron a Rusia. Suecia quedó transformada ahora en una potencia de segunda clase en el mundo europeo septentrional. Polonia-Lituania sobrevivió, pero al oeste lindaba con la potencia en expansión de Prusia, y al este, con la potencia en expansión de Rusia. También ella pasó a ser una potencia en declive; hacia finales del siglo XVIII, el reino desaparecería por completo y sus territorios serían absorbidos por los vecinos más poderosos. Los vencedores de Nystad fueron los prusianos y los rusos, ya que ambos consolidaron su posición a lo largo de la costa báltica y, por tanto, lograron una buena posición para beneficiarse del lucrativo comercio de grano que Europa oriental mantenía con la occidental.

La victoria de Pedro supuso un coste enorme. Los impuestos directos subieron un 500 por cien durante su reinado y, en la década de 1720, el ejército ascendía a más de trescientos mil hombres. Pedro había convertido Rusia en una fuerza con la que había que contar en la escena europea; pero, con ello, también despertó grandes resentimientos, sobre todo entre la nobleza. El único hijo y heredero de Pedro, Alexis, se convirtió en el foco de las conspiraciones contra el zar, hasta que al final Pedro lo arrestó y ejecutó en 1718. Como resultado, cuando Pedro murió en 1725, no dejó ningún hijo para sucederlo. Le siguió una serie de zares incompetentes, en su mayoría criaturas de la guardia de palacio, bajo cuyo mando los nobles resentidos revocaron muchas de las reformas acometidas por Pedro el Grande. No obstante, en 1762 la corona pasó a manos de Catalina la Grande, una mandataria cuya ambición y determinación igualarían las de su gran predecesor.

CATALINA LA GRANDE Y LA PARTICIÓN DE POLONIA

Catalina fue una alemana que accedió al trono en 1762 a la muerte de su esposo, el débil (y tal vez demente) zar Pedro III, depuesto y ejecutado durante un golpe en palacio que la propia Catalina pudo haber contribuido a organizar. Aunque forjó una imagen de sí misma como dirigente ilustrada (mantenía correspondencia con filósofos franceses, componía obras de teatro y empezó a escribir una historia de Rusia), Catalina estaba decidida a no perder el apoyo de la nobleza que la había llevado al trono. De ahí que sus esfuerzos en cuanto a reformas sociales no llegaran mucho más allá de la fundación de hospitales y orfanatos, así como la creación de un sistema educativo elemental para los hijos de la nobleza de provincias. Al igual que sus contemporáneos «absolutistas ilustrados» José de Austria y Federico el Grande de Prusia, también ella convocó una comisión, en 1767, para revisar y confeccionar un código de legislación ruso. Pero pocas de sus propuestas extremas (como la abolición de la pena capital, el fin de la tortura judicial y la prohibición de la venta de siervos) se llevaron a cabo. Cualquier posibilidad de imponer esas medidas desapareció entre 1773-1775, cuando una revolución en masa del campesinado encabezada por el cosaco Yemelián Pugachov puso en peligro, brevemente, la mismísima ciudad de Moscú. Catalina respondió a la rebelión centralizando aún más su gobierno y reforzando el control de la aristocracia sobre el campesinado.

Catalina conquistó sus grandes logros a través de la guerra y la diplomacia. En 1769 reanudó la ofensiva de Pedro el Grande para asegurarse un puerto de mar permanente, libre de hielos, en el mar Negro. En la guerra resultante contra los turcos otomanos (que finalizó en 1774), Rusia incrementó su control sobre la costa norte del mar Negro, consiguió la independencia de Crimea (que Rusia se anexionaría en 1783) y ganó un paso seguro para los barcos de Rusia a través del Bósforo con acceso al mar Mediterráneo. En el transcurso de esta campaña, Rusia logró controlar además varias provincias otomanas a lo largo del río Danubio.

Sin embargo, los progresos de Rusia en los Balcanes alarmaron a Austria, que ahora se encontró con el poderoso imperio ruso a un paso desde el sur. También Prusia corría el riesgo de verse envuelta en la guerra como aliada de los otomanos. Pero los verdaderos intereses de Federico el Grande se hallaban mucho más cerca de casa. Para mantener la paz entre Rusia, Prusia y Austria, propuso como alternativa la partición de Polonia. Rusia abandonaría sus conquistas en el Danubio y, a cambio, recibiría los campos de cereales del este de Polonia junto con una población que rondaba entre uno y dos millones de polacos. Austria adquiriría Galitzia, con sus dos millones y medio de polacos. Mientras que Prusia tomaría las regiones costeras de Polonia, incluido el puerto de Gdarísk (Danzig), que separaba Brandeburgo y Pomerania de Prusia oriental. Como consecuencia de este acuerdo, que concluyó en 1772, Polonia perdió alrededor del 30 por ciento de su territorio y la mitad de su población.

Polonia pagó ahora el precio de su conservadurismo político. Sola en medio de las mayores potencias de Europa central, la nobleza polaca había conseguido repeler cualquier cambio en favor de la centralización monárquica, que suponía una amenaza para sus libertades, entre las cuales se contaba el derecho de veto por parte de cualquier individuo noble a cualquier medida propuesta por la asamblea representativa polaca, la Dieta. Pero, por si fuera poco, la aristocracia polaca también se prestaba bastante a aceptar sobornos de potencias extranjeras a cambio de su voto en la elección del rey polaco. En 1764, Catalina la Grande intervino de este modo para asegurarse la elección de uno de sus ex amantes, Stanislav Poniatovski, como nuevo rey de Polonia. En 1772, el rey Stanislav aceptó de mala gana la partición de su país porque era demasiado débil para resistirse. Sin embargo, en 1788 se benefició de una nueva guerra ruso-turca para intentar consolidar su control sobre lo que le quedaba de su reino. En mayo de 1791 se adoptó una Constitución nueva que instauró una monarquía mucho más firme que la anterior. Pero ya era demasiado tarde. En enero de 1792 concluyó la guerra ruso-turca y Catalina la Grande se abalanzó sobre él. Juntos, los rusos y los prusianos arrancaron dos enormes bocados adicionales a Polonia en 1793 destruyendo en el proceso la reciente Constitución. Una última dentellada de Rusia, Austria y Prusia en 1795 ya no dejó nada en absoluto de Polonia o Lituania.

Comercio y consumo

A pesar del auge como potencias militares de Rusia, Prusia y Austria, durante el siglo XVIII el equilibrio de poder dentro de Europa se fue desplazando de manera gradual hacia el oeste. En concreto, las economías del Atlántico norte crecieron con más rapidez que las de cualquier otro lugar del continente. Como resultado, Francia y Gran Bretaña se fueron convirtiendo en potencias preponderantes tanto en Europa como en el resto del mundo.

CRECIMIENTO ECONÓMICO EN LA EUROPA DEL SIGLO XVIII

Las razones de este veloz crecimiento económico y demográfico en Europa noroccidental son complejas y siguen debatiéndose entre los historiadores. En Gran Bretaña y Holanda, nuevos sistemas agrícolas más intensivos produjeron más alimento por acre que nunca en tiempos anteriores. Unidos a la mejora de los sistemas de transporte, los nuevos métodos de labranza favorecieron la atenuación de hambrunas y una población mejor alimentada. Los cultivos nuevos, en especial el maíz y la patata (ambos introducidos en Europa desde América), también contribuyeron a aumentar las reservas de comida disponibles para alimentar la creciente población europea. Pero, aunque las hambrunas se volvieron menos frecuentes y menos generalizadas, las enfermedades contagiosas siguieron aniquilando a la mitad de los europeos antes de que cumplieran veinte años. Pero incluso a este respecto se lograron ciertos progresos. En concreto, la peste dejó de ser tan mortal cuando empezó a aparecer cierto grado de inmunidad (tal vez como resultado de una mutación genética) entre la población europea. Junto a las mejoras en la dieta, los avances en las condiciones de salubridad también pudieron ejercer ciertos efectos en la reducción del índice de contagios por males tan mortíferos como la fiebre tifoidea, el cólera, la viruela o el sarampión.

El noroeste del continente también se fue urbanizando cada vez más. En el conjunto de Europa, el número total de habitantes de las ciudades no experimentó variaciones significativas entre 1600 y 1800. En ambas fechas unas doscientas ciudades europeas reunían una población conjunta algo superior a diez mil almas. Lo que cambió fue, en primer lugar, que esas ciudades se concentraron cada vez más en el norte y oeste de Europa; y, en segundo lugar, el extraordinario crecimiento de las ciudades más grandes. El comportamiento de la industria y el comercio guarda gran relación con estas mudanzas. Ciudades como Hamburgo en Alemania, Liverpool en Inglaterra, Tolón en Francia y Cádiz en España crecieron alrededor de un 250 por cien entre 1600 y 1750. Ámsterdam, eje del incipiente comercio moderno internacional, pasó de treinta mil habitantes en 1530 a 115.000 en 1630 y 200.000 hacia 1800. Nápoles, concurrido puerto mediterráneo, pasó de una población de 300.000 en 1600 a casi medio millón a finales del siglo XVIII. Pero más espectacular aún fue el crecimiento demográfico que se produjo en las capitales administrativas de Europa. Londres creció de 674.000 en 1700 hasta 860.000 un siglo después. París pasó de 180.000 personas en 1600 a más de 500.000 en 1800. Berlín aumentó la población de 6.500 personas en 1661 a 60.000 en 1721 y 140.000 en 1783, de las cuales unas 65.000 eran empleados del estado o miembros de sus familias.

El aumento de las reservas alimentarias se tornó necesario para mantener a esas ciudades florecientes; pero la prosperidad del conjunto del noroeste europeo se vio más favorecida por los avances en la industria y la manufactura que en la agricultura. Alentados por la mejora de los transportes (como la remodelación de carreteras y puentes o la construcción de canales), los contratistas empezaron a promover la producción de textiles en el campo mediante la distribución («despliegue») de lana y lino entre los trabajadores rurales para que los cardaran, hilaran y tejieran telas con ellos que luego cobraban a destajo. Después, el empresario reunía las telas acabadas y las vendía en un mercado que ahora se extendía desde las localidades del entorno hasta los exportadores internacionales. Para los habitantes del campo, este sistema (en ocasiones llamado «protoindustrialización») procuraba un empleo muy bien recibido durante las épocas del año en que la agricultura escaseaba. Para los empresarios-comerciantes que lo administraban, el sistema les permitía eludir las costosas restricciones de los gremios urbanos y reducir la inversión de capital, lo que rebajaba los costes totales de la producción. Los trabajadores textiles de las ciudades se veían perjudicados, pero, aun así, el sistema incrementó considerablemente el empleo y los niveles de producción industrial, no sólo de textiles, sino también de hierro, metales y hasta juguetes y relojes.

A pesar de la protoindustrialización rural, el papel de las ciudades como centros manufactureros siguió aumentando durante el siglo XVIII. En el norte de Francia, buena parte del millón aproximado de hombres y mujeres empleados en la industria textil vivían y trabajaban en ciudades como Amiens, Lille y Reims. La política de los dirigentes de Prusia pretendía transformar Berlín en un centro manufacturero aprovechando la influencia de los protestantes franceses para fundar allí una fábrica de tejido de la seda y construyendo canales para conectar la ciudad con Breslau y Hamburgo. La mayoría de las manufacturas urbanas seguían produciéndose en pequeñas tiendas de cinco a veinte oficiales que trabajaban bajo la supervisión de un dueño. Pero la magnitud de aquellas empresas fue en aumento, y también creció la especialización cuando los talleres empezaron a unirse para formar una sola zona manufacturera que empleaba a varios miles de obreros para elaborar el mismo producto.

Algunos oficios continuaron en buena medida con las mismas técnicas usadas durante siglos. En otros, en cambio, los inventos alteraron las pautas de trabajo así como la naturaleza del producto. Los telares de garrote, ingenios mecánicos simples que aceleraban la manufactura de textiles, hicieron su aparición en Gran Bretaña y Holanda. Las máquinas de trefilar y los molinos de rodillos cortantes para acero (que permitían a los fabricantes de clavos convertir barras de hierro en varillas) se extendieron desde Alemania hasta Gran Bretaña. De Asia se importaron las técnicas para estampar motivos en color directamente sobre tejidos de calicó. Aparecieron nuevas imprentas más eficaces, primero en Holanda y luego en otros lugares. Los holandeses inventaron incluso una máquina que llamaron «camello», que permitía elevar el casco de los barcos en el agua para facilitar su reparación.

Los obreros no aceptaron de inmediato las innovaciones de este tipo. Las máquinas que ahorraban trabajo dejaban a la gente sin ocupación. Los artesanos, sobre todo los organizados en gremios, eran conservadores por naturaleza, celosos por salvaguardar no ya sus derechos, sino también sus «misterios», los secretos de su oficio. A menudo, pues, los gobiernos intervenían para impedir el uso generalizado de las máquinas que amenazaban con aumentar el desempleo o, en cierto modo, crear descontento. Los holandeses y algunos estados alemanes, por ejemplo, prohibieron la utilización de lo que se calificó de «invento diabólico», un telar de cintas capaz de confeccionar dieciséis o más cintas al mismo tiempo. Pero los estados también intervenían para defender los intereses de los poderosos promotores comerciales y financieros. Para beneficiar a los fabricantes de textiles locales y los importadores de productos de las Indias, tanto Gran Bretaña como Francia ilegalizaron la estampación de calicó durante algún tiempo. Las doctrinas mercantilistas también obstaculizaron la innovación. Tanto en París como en Lyón, por ejemplo, se vedó el uso de tintes índigos porque se fabricaban en el extranjero. Pero las presiones para la renovación económica resultaron irresistibles, porque tras ellas yacía el apetito insaciable de bienes de consumo del siglo XVIII.

UN MUNDO DE PRODUCTOS

En el siglo XVIII apareció por primera vez en Europa, y en especial en Europa del noroeste, un comercio masivo de bienes de consumo. Las viviendas se volvieron más grandes, sobre todo en las ciudades, pero más sorprendente aún es que las casas de la población relativamente normal empezaron a llenarse de lujos insólitos hasta entonces como azúcar, tabaco, té, café, chocolate, periódicos, libros, cuadros, relojes, juguetes, porcelanas, cristalerías, platos de peltre, y hasta de plata, jabón, navajas de afeitar, muebles (incluidas camas con colchones, sillas y cómodas), zapatos, paños de algodón y ropa de repuesto. La demanda de estos productos superó con creces la oferta, y eso elevó los precios de dichos artículos más deprisa que el de los productos alimenticios a lo largo del siglo. Pero la demanda siguió sin descender. Eran productos de lujo, por supuesto, pero también servían como depósitos de valor en los que las familias invertían el dinero sobrante sabiendo que podían empeñarlos si venían tiempos difíciles y necesitaban efectivo.

El estallido de economía de consumo que se produjo en el siglo XVIII aceleró la demanda de productos elaborados de toda clase. Pero también estimuló la creación de servicios. En la Gran Bretaña del siglo XVIII, los servicios representaron el sector de la economía que creció más deprisa, aventajó tanto a la agricultura como a la manufactura. En casi todas las zonas urbanas de Europa, el siglo XVIII se erigió en la edad dorada de los pequeños comerciantes. La gente compraba más alimentos preparados y más ropa confeccionada (en lugar de hacerla en casa). La publicidad se convirtió en una parte importante del comercio, ya que contribuía a crear demanda para los productos nuevos y modelaba el gusto popular por las modas nuevas.

El consumo permitía incluso manifestar los gustos políticos, ya que la gente adquiría platos y vasos conmemorativos de sus dirigentes o de sus causas.

Todos estos cambios trajeron como resultado una economía europea más compleja, más especializada, más integrada, más comercializada y más productiva de lo que el mundo había conocido jamás.

La colonización y el comercio en el siglo XVII

Muchos de los nuevos productos de consumo que impulsaron la economía del siglo XVIII en Europa, algunos tan básicos como el azúcar, el tabaco, el té, el café, el chocolate, la porcelana y los paños de algodón, provenían de los imperios coloniales europeos en Asia, África y América. La recuperación de la salud europea no se debió tan sólo a sus posesiones coloniales, pero esta prosperidad resultaría inconcebible sin ellas. Por tanto, debemos examinar estos imperios europeos y el papel que desempeñaron en el desarrollo económico del mundo del siglo XVIII. Pero para ello hay que empezar analizando los modelos de colonialismo que se aplicaron a lo largo del siglo XVII.

EL COLONIALISMO ESPAÑOL

Tras las hazañas de los conquistadores, los españoles instauraron gobiernos coloniales en Perú y en México, controlados desde Madrid. De acuerdo con las doctrinas del mercantilismo, el gobierno de España sólo permitía a los españoles comerciar con sus colonias americanas mediante la exigencia de que todas las importaciones y exportaciones coloniales pasaran por un solo puerto español (que primero fue Sevilla y después se trasladó al puerto más navegable de la ciudad de Cádiz), donde se supervisaban en la aduana dirigida por el gobierno. Durante el siglo XVI, el sistema funcionó bastante bien. La economía colonial española estuvo dominada por la minería; el lucrativo mercado de la plata en el este de Asia incluso volvió rentable el establecimiento de un puesto avanzado en Manila, donde los comerciantes españoles intercambiaban seda de Asia por lingotes de oro y plata de América del Sur. Pero España también tomó medidas para fomentar la creación de granjas y haciendas en América Central y del Sur y fundó asentamientos en Florida y California.

La salud de los negocios coloniales españoles tentó a los comerciantes de otros países a sacar tajada del tesoro. Probablemente los aspirantes más osados fueron los ingleses, cuyo principal bucanero era el «perro del mar», sir Francis Drake. Drake asaltó tres veces las costas este y oeste de la América española. En 1587 atacó la flota española anclada en el puerto de Cádiz; y en 1588 desempeñó un papel crucial en la derrota de la armada española. Su vida ilustra la mezcla de piratería y patriotismo que caracterizó los primeros esfuerzos ingleses por entrar en el comercio colonial. Sin embargo, hasta la década de 1650, los ingleses sólo consiguieron reducir el lucrativo comercio español de lingotes de oro y plata, pieles, sedas y esclavos.

EL COLONIALISMO INGLÉS

Las colonias americanas de Inglaterra no tenían una riqueza mineral significativa. Como consecuencia, los colonos ingleses buscaron sacar provecho del establecimiento de asentamientos agrícolas en América del Norte y la cuenca caribeña. La primera colonia permanente, aunque a la larga infructuosa, se fundó en 1607 en Jamestown, Virginia. Durante los cuarenta años siguientes, ochenta mil emigrantes ingleses zarparon con destino a los más de veinte asentamientos autónomos existentes en el Nuevo Mundo. Muchos de aquellos primeros colonos llegaron empujados por motivos religiosos. Los peregrinos que arribaron a Plymouth, Massachusetts, en 1620, eran uno de los muchos grupos disidentes, tanto protestantes como católicos, que aspiraban a huir de la pretensión del gobierno inglés de imponer la conformidad religiosa emigrando a América del Norte. Sin embargo, resulta curioso que los colonos ingleses mostraran poco interés en intentar convertir al cristianismo a los nativos de América. La evangelización tuvo mucho más peso en los esfuerzos españoles por colonizar América central y meridional, y los esfuerzos franceses por acceder al interior de América del Norte.

La mayoría de aquellos asentamientos ingleses tempranos se organizaba de manera privada. En cambio, cuando prosperaron, tanto el gobierno de Oliver Cromwell como el de Carlos II empezaron a intervenir en su gestión. Las actas de navegación de inspiración mercantilista, aprobadas en 1651 y 1660 y aplicadas con rigor en fechas posteriores, decretaban que todas las exportaciones procedentes de las colonias inglesas con destino a la madre patria debían transportarse en buques ingleses, y prohibían la exportación directa de ciertos productos «enumerados» desde las colonias hasta puertos continentales.

Los productos coloniales más valiosos de todos eran el azúcar y el tabaco. El azúcar, prácticamente desconocido en la Europa cristiana durante la Edad Media, se convirtió en un popular artículo de lujo a finales del siglo XV, cuando los europeos empezaron a producirlo en sus colonias mediterráneas y africanas. No obstante, sólo en el Nuevo Mundo alcanzó la producción azucarera tal volumen como para originar un mercado masivo del producto. A mediados del siglo XVII, la demanda europea de azúcar había alcanzado ya unas proporciones descomunales. En el siglo XVIII, el azúcar que Inglaterra importaba desde sus minúsculas colonias en las Indias Occidentales de Barbados y Jamaica valía más que todas sus importaciones procedentes de China y la India juntas.

Pero el azúcar sólo se podía cultivar en una región geográfica y climática bastante limitada. El tabaco era mucho más adaptable. Aunque el tabaco lo importaron a Europa los españoles por primera vez a mediados del siglo XVI, aún transcurrió otro medio siglo antes de que los europeos adoptaran el hábito de fumar. Al principio se creyó que la planta tenía propiedades curativas milagrosas y recibió el apelativo de «tabaco divino» y «bendita hierba nicotiana». (La palabra nicotina deriva del nombre del embajador francés en Portugal, Jean Nicot, quien introdujo la planta del tabaco en Francia). La práctica de fumar la popularizaron los exploradores ingleses, en especial sir Walter Raleigh, quien había aprendido a fumar durante el período que vivió entre los indios de Virginia. Después se extendió con rapidez por todas las clases de la sociedad europea. Al principio, los gobiernos se unieron a la Iglesia en la condena del uso del tabaco, pero hacia finales del siglo XVII, tras comprobar los beneficios que sacaban de él, iniciaron una campaña activa para estimular su producción y consumo.

EL COLONIALISMO FRANCÉS

La política colonial francesa maduró durante la gestión del secretario de finanzas de Luis XIV, Jean Baptiste Colbert, quien consideró la expansión de ultramar como parte integrante de la política económica estatal. Para competir con los ingleses, favoreció el desarrollo de las colonias productoras de azúcar en las Indias Occidentales, la mayor de las cuales era Santo Domingo (la actual Haití). Francia también dominó el interior continental de América del Norte, donde los comerciantes franceses compraban pieles, y los misioneros predicaban el cristianismo a los indios en un vasto territorio que se extendía desde Acadia hasta Quebec y Luisiana. Sin embargo, el rendimiento financiero de aquellas tierras nunca fue proporcional a su tamaño. Pieles, pescado y tabaco se exportaban a los mercados europeos en grandes cantidades, pero jamás igualaron los beneficios que generaban las colonias azucareras caribeñas o los puestos avanzados comerciales que Francia mantenía en la India.

EL COLONIALISMO HOLANDÉS

Hasta la década de 1670, los holandeses controlaron la mayor parte del próspero imperio comercial del siglo XVII. Aunque se establecieron algunos asentamientos holandeses, incluido uno en el cabo de Buena Esperanza, actualmente Sudáfrica, el colonialismo holandés siguió en general el modelo de «fortificación y factoría» que instauraron los portugueses en Asia. En el sudeste asiático, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602, tomó el control de Sumatra, Borneo y las Molucas (las Islas de las Especias) expulsando a los comerciantes portugueses de una región que con anterioridad dominaban, y creando un monopolio holandés en el interior de Europa de pimienta, canela, nuez moscada, macis y clavo. Los holandeses también se aseguraron el derecho en exclusiva de comerciar con Japón y mantuvieron puestos militares y comerciales tanto en China como en la India. En cambio, en el hemisferio occidental consiguieron logros menos espectaculares. Tras una serie de guerras comerciales con Inglaterra, en 1667 renunciaron formalmente a la colonia de Nueva Ámsterdam (rebautizada con posterioridad como Nueva York) y sólo conservaron Surinam (a cierta distancia de la costa septentrional de América del Sur) y Curaçao y Tobago (en las Indias Occidentales). Aunque durante el siglo XVII dominaron el comercio de esclavos con África, después de 1713 los holandeses también perderían esa posición en favor de los británicos.

Como principales financieros del siglo XVII europeo, los holandeses también desarrollaron sistemas pioneros para invertir en empresas coloniales. Uno de los más importantes lo representó el de las compañías por acciones, de las cuales la Compañía Holandesa de las Indias Orientales se contó entre las primeras. Estas compañías concentraron dinero en efectivo mediante la venta a inversores de acciones de la empresa. Aunque los inversores no desempeñaban ningún papel en la gestión de la compañía, eran copropietarios del negocio y, por tanto, tenían derecho a obtener unos beneficios proporcionales a las cantidades invertidas. En un principio, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales pensaba pagar a sus inversores diez años después de su fundación, pero los directores repararon pronto en la inviabilidad de la idea. Hacia 1612, los bienes de la compañía (buques, muelles, almacenes y cargamentos) se encontraban dispersos por todo el globo. Es más, sus expectativas comerciales aumentaban de manera gradual. De ahí que los directivos animaran a los inversores ansiosos por cobrar sus beneficios a vender las acciones a otros inversores en la Bolsa de Ámsterdam, lo que aseguraba el funcionamiento continuado de la empresa y, en el proceso, establecía un método de financiación prolongada del negocio que no tardaría en extenderse a otras partes de Europa.

DISTINTAS FÓRMULAS DE ASENTAMIENTO COLONIAL

Las diversas relaciones comerciales que los países europeos establecieron con las colonias del Nuevo Mundo reflejaban diferencias importantes en cuanto a las fórmulas de asentamiento que se siguieron en cada colonia. En América Central y del Sur, un número bastante reducido de españoles había conquistado complejas sociedades de nativos americanos muy pobladas. Para gobernar esos territorios, los españoles reemplazaron rápidamente las élites nativas con administradores y eclesiásticos españoles. Pero, en términos generales, no aspiraban a erradicar o eliminar las culturas nativas existentes. Más bien, España concentró esfuerzos para controlar y explotar el trabajo de los nativos, así como para sacar el máximo provecho posible para la corona de los recursos minerales de las colonias. Los indios de la América española ya vivían en su mayoría en grandes aldeas y ciudades bien organizadas. La política colonial española consistió en recaudar impuestos en esas comunidades y convertirlas al catolicismo, pero sin necesidad de destruir los fundamentos de modo de vida.

Como resultado se produjo una asimilación cultural generalizada entre los colonos españoles y la población indígena, combinada con un grado bastante elevado de enlaces matrimoniales entre ellos. De esta realidad surgió un sistema complejo y peculiar de castas raciales y sociales donde los españoles puros ocupaban la cúspide, la gente de ascendencia mixta se situaba en el medio (combinaciones diversas de españoles, americanos y africanos), y los indios no tribales ocupaban la base. En teoría, estas categorías raciales se correspondían con las diferencias de clase, pero, en la práctica, la raza y la clase no siempre coincidían, y la raza en sí era con frecuencia una ficción social. Los individuos mezclados que alcanzaban cierta prosperidad económica solían hallar maneras de certificar la pureza de su ascendencia española adoptando prácticas sociales características de la élite (es decir, de los españoles). En cambio, los españoles siempre ocupaban la cima de la jerarquía social, aunque cayeran en la pobreza.

Al igual que las colonias españolas, las francesas se fundaron y administraron como iniciativas directas de la corona. Los asentamientos coloniales franceses se concibieron en su mayoría como puestos avanzados militares y centros de comercio; de ahí que tuvieran una población abrumadora de hombres. Los miembros selectos de la sociedad colonial francesa los encarnaban los oficiales militares y administradores enviados desde París. Pero por debajo de esta categoría existía una amplia comunidad de gente con intereses varios formada por pescadores, comerciantes de pieles, pequeños granjeros y soldados corrientes que conformaban el grueso de los colonizadores de América del Norte. Salvo en el Caribe, las colonias francesas dependían en gran medida del comercio de pieles y la pesca; ambas actividades dependían de las relaciones de cooperación con los indígenas. De ahí que surgiera una interdependencia económica entre aquellas colonias francesas y la gente de la región circundante. Los matrimonios mixtos, sobre todo entre comerciantes de pieles franceses y mujeres nativas americanas, eran comunes. Pero la mayoría de las colonias francesas en el norte de América siguió dependiendo de los salarios y las provisiones enviadas desde la madre patria. Sólo algunas excepciones raras se convirtieron en sociedades económicas autosuficientes.

Las colonias inglesas a lo largo de la costa atlántica siguieron un modelo diferente. No empezaron como empresas de la corona. Fueron creadas o bien por compañías por acciones (como las colonias de Virginia o la Bahía de Massachusetts) o bien como colonias privadas, de propiedad (como Maryland y Pensilvania). Basándose en la experiencia de Irlanda, los colonos ingleses establecieron asentamientos planificados conocidos como plantaciones, donde intentaron reproducir al máximo las características de la vida inglesa. La geografía también contribuyó a la concentración resultante de los patrones de asentamiento inglés. Los ríos y las bahías del este de América del Norte procuraron los primeros asientos de los colonos ingleses en el Nuevo Mundo, y el océano Atlántico favoreció la conexión entre aquellos asentamientos separados entre sí. Pero, aparte del río Hudson, no había grandes ríos que permitieran a los colonos aventurarse mucho tierra adentro. En su lugar, las colonias inglesas se aferraron al litoral y, por tanto, unas a otras.

Al igual de las colonias francesas, las primeras colonias inglesas basaron sus exportaciones en la pesca y el comercio de pieles. Pero, sobre todo, las colonias inglesas eran comunidades agrícolas habitadas por terratenientes a escala pequeña y mediana para quienes la clave de la riqueza consistía en tomar el control de la tierra. En parte, esto era reflejo del tipo de gente que aquellas empresas coloniales basadas en capital privado lograban convencer para que emigrara al Nuevo Mundo. Pero esta concentración en la agricultura también se debió a la catástrofe demográfica que había aquejado a la población nativa de la costa atlántica durante la última mitad del siglo XVI. Las enfermedades europeas, traídas por los ejércitos españoles y por los pescadores franceses, ingleses y portugueses que frecuentaban los ricos bancos de pesca frente a las costas de Nueva Inglaterra, ya habían diezmado a los indígenas del este de América del Norte incluso antes de que los primeros colonos europeos pusieran el pie allí. A comienzos del siglo XVII, gran cantidad de tierras ricas para la agricultura estaban abandonadas sencillamente porque ya no quedaban suficientes labradores nativos para trabajarlas (ésta fue una de las razones por las que, en un primer momento, muchos grupos indígenas recibieron con buenos ojos a los recién llegados).

Por tanto, a diferencia de los españoles, los colonos ingleses de la costa oriental no tuvieron ni la necesidad ni la oportunidad de controlar una gran fuerza de trabajo nativa. Más bien aspiraron a un control absoluto y exclusivo de aquellas tierras. Para lograrlo, los colonos ingleses no tardaron en emprender la eliminación, mediante la expulsión o la masacre, de los indígenas de sus colonias. Sin duda hubo excepciones. En la colonia cuáquera de Pensilvania, los colonos y los lugareños mantuvieron una relación pacífica durante más de medio siglo. En cambio, en ambas Carolinas, se produjo un sometimiento generalizado de los indígenas a la esclavitud, bien para venderlos a las Indias Occidentales o bien, a partir de la década de 1690, para trabajar en las plantaciones de arroz a lo largo de la costa. No obstante, en otros lugares fracasaron por completo todos los intentos de esclavizar a los nativos de América del Norte. De ahí que, cuando los hacendados ingleses buscaban trabajadores con cadenas, reclutaran sirvientes procedentes de Inglaterra (la mayoría de los cuales quedaba libre tras un período específico de servicio) o bien compraban cautivos africanos (que por lo común eran esclavizados de por vida).

Las relaciones sociales entre los colonos ingleses y los oriundos de América también diferían del resto de pautas que encontramos en otras partes del Nuevo Mundo. A diferencia de las colonias española y francesa, los matrimonios mixtos entre colonos ingleses e indígenas americanos eran raros. Más bien surgió una división racial estricta que distinguía a todos los europeos, con independencia de su clase, de todos los nativos de América o África. Los matrimonios mixtos entre americanos y africanos eran bastante comunes, pero entre los ingleses y los indígenas de sus colonias no tardó en formarse un abismo insalvable.

RIVALIDADES COLONIALES

Las fortunas de estos imperios coloniales experimentaron una transformación espectacular a lo largo del siglo XVII y comienzos del XVIII. España, enfangada en un estancamiento económico continuo y enredada en una serie de guerras y rebeliones internas de mucho coste, se reveló incapaz de defender el monopolio del comercio colonial. Durante una guerra contra España en la década de 1650, Inglaterra consiguió no sólo la isla de Jamaica, sino barcos cargados de tesoros fondeados en el puerto de Cádiz. Pero aún sacó más provecho del soborno a gran escala de los aduaneros españoles. Durante la segunda mitad del siglo, dos tercios de los bienes importados que se vendían en las colonias españolas los introducían de contrabando comerciantes holandeses, ingleses y franceses. Hacia 1700, el imperio colonial que España poseía aún estaba a merced de sus rivales más dinámicos. El breve repunte de las fortunas logrado por una gestión más inteligente a mediados del siglo XVIII no sirvió de nada para evitar el eclipse final.

A Portugal también le resultó imposible evitar la intromisión extranjera en su imperio colonial. Inglaterra, sobre todo, trabajó con diligencia para lograr ventajas comerciales allí. En 1703, los ingleses firmaron un tratado con Portugal que permitía a los comerciantes ingleses exportar prendas de lana libres de impuestos a Portugal, y a los barcos portugueses enviar sus vinos a Inglaterra sin pago de aranceles. El incremento del comercio inglés con Portugal favoreció asimismo el comercio de Inglaterra con la colonia portuguesa de Brasil, un productor importante de azúcar y el mayor mercado de esclavos africanos de todo el Nuevo Mundo. En el siglo XVIII, los comerciantes ingleses dominarían esas rutas de comercio brasileño.

Colonialismo e imperio

El Tratado de Utrecht de 1713 inició una era nueva para esas pugnas coloniales. Como ya se ha visto, los grandes perdedores de aquellas negociaciones fueron los holandeses, que sólo lograron garantizar la seguridad de sus propias fronteras, y los españoles, que se vieron obligados a conceder a Gran Bretaña el derecho de comerciar con esclavos en sus colonias. Los vencedores fueron los británicos (que consiguieron grandes extensiones de territorio francés en América del Norte) y, en menor medida, los franceses, que conservaron la isla de Cabo Bretón, Quebec, las regiones interiores de América del Norte y su posición en la India. El siglo XVIII presenciaría una disputa continua entre Gran Bretaña y Francia por el control del comercio en expansión que ahora ligaba la economía europea a América y Asia.

EL COMERCIO TRIANGULAR DE AZÚCAR Y ESCLAVOS

Durante el siglo XVIII, el comercio colonial europeo se vio dominado por las rutas transatlánticas que se desarrollaron como consecuencia de la lucrativa industria del azúcar en las Indias Occidentales y la demanda de esclavos de África para trabajar en esas plantaciones caribeñas. En este comercio «triangular», la superioridad naval otorgó a Gran Bretaña una ventaja decisiva sobre sus rivales franceses, españoles, portugueses y holandeses. Un barco británico típico podía iniciar su singladura en Nueva Inglaterra con una remesa de ron y navegar hasta África, donde cambiaba el ron por un cargamento de esclavos. Después, desde la costa occidental africana, la nave cruzaba el Atlántico sur hasta las colonias azucareras de Jamaica y Barbados, donde entregaba esclavos a cambio de melaza. Y, entonces, cubría la última etapa del viaje de vuelta a Nueva Inglaterra, donde la melaza se trataba para obtener ron. Otra variante del triángulo consistía en enviar bienes manufacturados y quincallas desde Europa hasta África, donde se cambiaban por esclavos, los cuales viajaban hasta Virginia y se canjeaban por tabaco, que se mandaba en barco hasta Inglaterra, donde se procesaría para venderlo por toda Europa.

El cultivo del azúcar y el tabaco del Nuevo Mundo dependía del trabajo de los esclavos. A medida que aumentó la demanda europea de esos productos, también creció el tráfico de esclavos africanos. En el auge del comercio de esclavos por el Atlántico durante el siglo XVIII, se enviaron entre 75.000 y 90.000 africanos al año al otro lado del océano: al menos seis millones de personas a lo largo del siglo XVIII de un total superior a 11 millones a lo largo de toda la historia del comercio. Alrededor del 35 por ciento acabó en plantaciones caribeñas de Inglaterra y Francia; el 5 por ciento (unas 500.000 personas) fue a América del Norte; y el resto, a la colonia portuguesa de Brasil y a las colonias españolas en América Central y del Sur. En la década de 1780, había más de 500.000 esclavos en la isla con plantaciones más grande de Francia, Santo Domingo, y al menos 200.000 en su equivalente inglesa, Jamaica.

Aunque el comercio de esclavos se gestionó como un monopolio por parte de varios gobiernos durante el siglo XVI y comienzos del XVII, durante el siglo XVIII el mercado se abrió a empresarios privados que controlaban puertos en la costa occidental de África. Estos comerciantes cambiaban telas indias, utensilios de metal, ron y armas de fuego con los negreros de África por cargamentos humanos que, hacinados a centenares en las bodegas de los barcos de esclavos, emprendían la espantosa «travesía intermedia» a través del Atlántico (así llamada para distinguirla del recorrido que cubrían los barcos negreros de Europa a África y, con posterioridad, desde las colonias de vuelta hasta Europa). Atados con grilletes bajo cubierta y sin ninguna medida sanitaria, los hombres, mujeres y niños cautivos vivían un sufrimiento horrible. Sin embargo, la tasa de mortalidad se mantuvo alrededor del 10 y el 11 por ciento, no mucho más alta que la tasa habitual de las travesías con una duración de cien días o más. Como los tratantes invertían hasta 10 libras por esclavo en esta empresa, por lo común se aseguraban de que el porte llegara a destino en unas condiciones lo bastante buenas como para sacarle beneficio durante la venta.

LA RIVALIDAD COMERCIAL ENTRE GRAN BRETAÑA Y FRANCIA

La dominación británica del comercio de esclavos le procuró una ventaja decisiva en sus pugnas comerciales con Francia. Según escribió un inglés en 1749, el comercio de esclavos había supuesto «una fuente inagotable de riqueza para esta nación». Pero incluso al margen de este comercio de esclavos, el valor del comercio colonial experimentó un incremento espectacular durante el siglo XVIII. El comercio colonial francés, valorado en 25 millones de libras francesas en 1716, aumentó hasta 263 millones en 1789. En Inglaterra, hacia el mismo período, el comercio exterior aumentó su valor de 10 a 40 millones de libras; esta última cantidad supera en más del doble la cifra de Francia.

El incremento del valor del comercio colonial fundió los intereses de los gobiernos y los comerciantes transoceánicos en un abrazo cada vez más estrecho. Los comerciantes dedicados al comercio colonial dependían de que el gobierno protegiera y defendiera sus inversiones en ultramar; pero, a su vez, los gobiernos necesitaban a los comerciantes y sus promotores financieros para construir los barcos y mantener el comercio de los que dependía el poder nacional. En el siglo XVIII, hasta la posibilidad de afrontar una guerra dependía en gran medida (y cada vez más) de la capacidad del gobierno para pedir prestados los fondos necesarios a los inversores más ricos y para, después, devolver esas deudas, con intereses, al cabo del tiempo. Igual que en el comercio, también en las finanzas Gran Bretaña pasó a disfrutar de una ventaja decisiva frente a Francia. El Banco de Inglaterra, fundado en la década de 1690, gestionó la deuda nacional inglesa con gran éxito, ya que consiguió los fondos necesarios para la guerra vendiendo acciones a inversores que luego les devolvió a unos tipos de interés moderados. En Francia, en cambio, el endeudamiento crónico del gobierno obligó a la corona a pedir préstamos a unos tipos de interés tan altos que resultaron ruinosos y provocaron una serie de crisis fiscales que al final, en 1789, desencadenaron el hundimiento de la monarquía francesa.

LAS GUERRAS Y LOS IMPERIOS EN EL MUNDO DEL SIGLO XVIII

Después de 1713, Europa occidental permaneció mucho tiempo en paz durante una generación. En 1740, en cambio, aquella paz se vio ensombrecida cuando Federico el Grande de Prusia sacó provecho del ascenso de una mujer al trono de Austria, la emperatriz María Teresa, para apoderarse de la provincia austriaca de Silesia (véase más arriba). En la consiguiente Guerra de Sucesión austriaca, Francia y España lucharon del lado de Prusia con la esperanza de remediar alguna de las pérdidas que sufrieron con el Tratado de Utrecht. Tal como habían hecho desde la década de 1690, Gran Bretaña y la República de Holanda apoyaron a Austria. Al igual que otros conflictos previos, éste se extendió con rapidez más allá de las fronteras europeas. En la India, la Compañía Británica de las Indias Orientales perdió el control sobre la región costera de Madrás en favor de su rival francesa; pero en América del Norte, los colonos británicos de Nueva Inglaterra capturaron el importante fuerte francés de Louisbourg, en la isla de Cabo Bretón, con la intención de detener la intromisión francesa en sus empresas pesqueras y de navegación. Cuando finalizó la guerra en 1748, Gran Bretaña recuperó Madrás y devolvió Louisbourg a Francia.

Ocho años después, estos conflictos coloniales se reavivaron cuando Prusia volvió a atacar Austria. Pero en esta ocasión, Prusia se alió con Gran Bretaña. Austria encontró el apoyo de Francia y Rusia. En Europa, la Guerra de los Siete Años (1756-1763) acabó en tablas. En la India y América del Norte, en cambio, tuvo unas consecuencias decisivas. En la India, las tropas mercenarias pagadas por la Compañía Británica de las Indias Orientales se unieron a aliados nativos para eliminar a la competencia francesa. En América del Norte (donde el conflicto se conoció como la guerra franco-india), las tropas británicas tomaron tanto Louisbourg como Quebec y también expulsaron a las fuerzas francesas del valle del río Ohio y de los Grandes Lagos. En virtud del Tratado de París de 1763, que puso fin a la Guerra de los Siete Años, Francia entregó formalmente Canadá y la India a los británicos. Seis años después se disolvió la Compañía Francesa de las Indias Orientales.

LA REVOLUCIÓN AMERICANA

A lo largo del litoral atlántico, en cambio, las colonias británicas, que experimentaban un crecimiento veloz, empezaron a molestarse con la gestión desde Londres. Para recuperar algunos de los gastos generados por la Guerra de los Siete Años y sufragar los costes constantes de la protección de los súbditos coloniales, el parlamento británico gravó a las colonias americanas con una serie de impuestos nuevos cuya impopularidad fue inmediata. Los colonos se quejaban de que, al carecer de representantes en el parlamento, les imponían tributos sin su consentimiento, lo que constituía una violación esencial de sus derechos como ciudadanos británicos. Asimismo, protestaban porque las restricciones británicas al comercio colonial, en especial, la exigencia de que ciertas mercancías pasaran previamente por puertos británicos antes de ser enviadas al continente, estaba estrangulando los medios de subsistencia americanos, lo que imposibilitaba el pago incluso de los impuestos legítimos de la corona.

El gobierno británico, encabezado desde 1760 por el joven e inexperto rey Jorge III, respondió a las quejas con una mezcla mal calculada de vacilación y fuerza. Se impusieron varios tributos que más tarde se retiraron ante la resistencia colonial. En cambio, en 1773, cuando colonos rebeldes volcaron el té de la Compañía de las Indias Orientales en el puerto de Boston porque se oponían a los aranceles impuestos a esta mercancía, el gobierno británico cerró este puerto y redujo las instituciones representativas de la colonia. Estos «Actos Coactivos» estimularon el apoyo del resto de colonias americanas a Massachusetts. En 1774, los representantes de todas las colonias americanas se reunieron en Filadelfia para formar un Congreso Continental que negociara sus reivindicaciones con la corona. Sin embargo, en abril de 1775, los milicianos locales de Lexington y Concord tuvieron un enfrentamiento con las tropas regulares británicas enviadas para desarmarlos. Poco después, el Congreso Continental empezó a reclutar un ejército y estalló una rebelión abierta contra el gobierno británico.

El 4 de julio de 1776, las trece colonias declararon formalmente su independencia de Gran Bretaña. Durante los dos primeros años de guerra, parecía improbable que aquella independencia llegara a convertirse en una realidad. Pero en 1778, Francia, deseosa de socavar la hegemonía colonial instaurada por Gran Bretaña desde 1713, se sumó a la contienda del lado de los americanos. España entró en el conflicto en apoyo de Francia con la esperanza de recuperar Gibraltar y Florida (esta última perdida en 1763 en favor de Gran Bretaña). En 1780, Gran Bretaña también declaró la guerra a la República de Holanda por seguir comerciando con las colonias rebeldes. Ahora, enfrentada a una coalición formada por sus rivales coloniales, Gran Bretaña vio cómo la guerra se volvió contra ella. En 1781, la acción combinada de operaciones por tierra y mar de las tropas francesas y americanas forzó la rendición del ejército principal británico en Yorktown, Virginia. En el momento en que los soldados británicos vencidos depusieron las armas, su banda tocó una canción titulada The World Turned Upside Down (o sea, «El mundo al revés»).

Las negociaciones de paz comenzaron poco después de la derrota en Yorktown, pero no concluyeron hasta septiembre de 1783. El Tratado de París dejó a Gran Bretaña el control de Canadá y Gibraltar. España conservó sus posesiones al oeste del río Misisipí y recuperó Florida. Los Estados Unidos obtuvieron la independencia, su frontera occidental se fijó en el río Misisipí, y aseguraron valiosos derechos de pesca en la costa oriental de Canadá. Francia sólo ganó la satisfacción de derrotar a su rival colonial; pero hasta eso le duró poco. Seis años después, las deudas ingentes que contrajo Francia para apoyar la Revolución americana contribuyeron a provocar otra revolución, de una clase muy distinta, en Francia que alteraría para siempre el curso de la historia de Europa.

Conclusión

Visto así, la Guerra de Independencia americana representó el último conflicto militar de una batalla secular entre Gran Bretaña y Francia por la supremacía colonial. Pero las consecuencias de la derrota de Gran Bretaña en 1783 fueron mucho menos significativas de lo esperable. Incluso después de la independencia de las colonias, Gran Bretaña siguió siendo el socio comercial más importante de sus antiguas colonias americanas, mientras que, en otras partes del globo, continuó creciendo la preponderancia comercial que Gran Bretaña ya había establecido. Los beneficios de la esclavitud ciertamente contribuyeron a alimentar la economía británica del siglo XVIII; sin embargo, hacia el fin del siglo el comercio y las manufacturas británicos habían alcanzado un nivel tan elevado de productividad que incluso la abolición del comercio negrero (en 1808) y de la propia esclavitud (en 1833) no impidieron su crecimiento progresivo.

La prosperidad económica de Gran Bretaña en las postrimerías del siglo XVIII reverberó en cierta medida sobre el noroeste de Europa. La mejora de los sistemas de transporte y la mayor fiabilidad de las provisiones alimentarias mejoraron el nivel de vida de gran número de europeos, aun cuando la población global de Europa creció a partir de 1750 más deprisa que nunca con anterioridad. El crecimiento demográfico fue especialmente veloz en las ciudades, donde empezó a emerger una nueva clase media urbana cuyos gustos impulsaron el mercado de bienes de consumo y cuyas opiniones remodelaron el mundo de las ideas.

Pero la prosperidad de finales del siglo XVIII en Europa siguió estando repartida de manera muy desigual. En las ciudades, los ricos y los pobres llevaban vidas distintas en barrios distintos. En el campo, las regiones circunvaladas por la economía comercial en desarrollo del período siguieron sufriendo las mismas necesidades y hambrunas que en los siglos XVI y XVII. En el este de Europa, los contrastes entre ricos y pobres eran más extremos aún, puesto que muchos campesinos cayeron en una forma nueva de servidumbre que perduraría hasta finales del siglo XIX. También la guerra siguió siendo una constante en la vida europea que trajo la muerte y la destrucción a cientos de miles de personas de todo el continente y el resto del mundo (otra consecuencia más del alcance universal de aquellos imperios coloniales europeos).

Los cambios políticos fueron más graduales. En toda Europa aumentó de manera progresiva el poder de los gobiernos. Los administradores se volvieron más numerosos, más eficientes y más exigentes, en parte para afrontar los costes crecientes de la guerra, pero también porque los gobiernos empezaron a asumir una cantidad mucho mayor de responsabilidades en pro del bienestar de sus súbditos. A pesar de lo mucho que creció el ámbito del gobierno, su estructura y sus principios, sin embargo, cambiaron bastante poco. Aparte de Gran Bretaña y la República Holandesa, las grandes potencias de Europa en el siglo XVIII aún seguían gobernadas por dirigentes que se autodenominaban monarcas absolutistas al estilo de Luis XIV. Sin embargo, hacia 1789 el mundo europeo era un lugar muy diferente al que había sido un siglo antes, cuando el Rey Sol había dominado la política europea, y esas diferencias estaban a punto de revelarse en toda su extensión.

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