La Europa de los siglos XVII y XVIII la configuraron los efectos combinados del comercio, la guerra y una población en constante crecimiento. Una revolución mercantil estimuló el desarrollo de las colonias de ultramar y el comercio, al tiempo que se abrían nuevos mercados para la industria europea. La producción agrícola creció, e hizo posible que Europa alimentara a una población que ahora alcanzaba unas cifras sin precedentes. El crecimiento de la población, a cambio, alentó a los gobiernos europeos a financiar guerras cada vez más frecuentes y a mantener ejércitos más y más grandes.

Por otro lado, los monarcas continuaban encontrando oposición entre los diferentes estamentos de sus reinos, e impusieron cada vez más su poder como gobernantes absolutos. La guerra continuaba siendo el principal instrumento de la política exterior europea. Aunque lentamente, la noción de «equilibrio de poder» en lo diplomático y militar desplazó como primer objetivo de las relaciones de los estados europeos la consecución de un crecimiento desmedido.

Durante estos siglos, también ocurrían profundos cambios en la vida intelectual europea. Utilizando nuevos instrumentos y aplicando nuevas técnicas matemáticas, los astrónomos probaron, por encima de toda duda, que la Tierra no era el centro del universo. Los biólogos y los médicos lideraron una comprensión más compleja de la naturaleza y de los procesos por los cuales se creó y evolucionó la vida. Los físicos como sir Isaac Newton establecieron por primera vez una verdadera ciencia de la mecánica del universo. Durante el siglo XVIII, estos descubrimientos dieron lugar a una nueva certeza sobre la capacidad de la razón como único instrumento para comprender la naturaleza y de este modo mejorar la vida humana.