Las guerras de religión y la construcción
del Estado, 1540-1660
Por extraño que parezca al mirar hacia atrás, Martín Lutero nunca pretendió fracturar la unidad religiosa de Europa. Creía sinceramente que, una vez que todos pudieran leer la Biblia en una traducción fiel en lengua vernácula, la interpretarían del mismo modo que lo hacía él. Por supuesto, el resultado fue muy diferente, como descubrió en seguida en sus agrias disputas con Zuinglio y Calvino. Tampoco el catolicismo se derrumbó frente a las enseñanzas reformadas, como Lutero había dado por sentado que sucedería, sino que se multiplicaron las divisiones religiosas, que cristalizaron deprisa con arreglo a las líneas políticas. A la muerte de Lutero en 1546 ya había surgido un patrón claro. Con raras excepciones, el protestantismo triunfó en las zonas donde las autoridades políticas apoyaron a los reformistas. Donde los gobernantes continuaron siendo católicos, también lo hicieron sus territorios.
Éste no era el resultado que Lutero había pretendido, pero sí reflejaba fielmente las presunciones más básicas de la vida europea del siglo XVI. Dejando aparte a los anabaptistas, ni los reformistas protestantes ni los católicos se habían propuesto poner en tela de juicio el criterio medieval establecido de que existía una interdependencia mutua entre religión y política, sino todo lo contrario. Los europeos del siglo XVI continuaban creyendo que el papel primordial del estado era hacer que sus súbditos respetaran la verdadera religión, y los gobernantes del siglo XVI continuaban convencidos de que el pluralismo religioso causaría desunión y deslealtad en cualquier estado que lo permitiera. En definitiva, tanto católicos como protestantes creían que Europa occidental tenía que volver a una única fe religiosa impuesta por autoridades políticas debidamente constituidas. En lo que no podían ponerse de acuerdo era en qué fe y qué autoridades.
El resultado fue una serie brutal de guerras de religión entre 1540 y 1660, cuyas reverberaciones se sentirían hasta el siglo XVIII. Estas guerras, muy caras y destructivas, afectaron a todos los habitantes de Europa, de los campesinos a los príncipes. No brotaron sólo por los conflictos sobre la religión; el regionalismo, el dinasticismo y el nacionalismo contribuyeron también en gran medida al caos en el que se vio sumida Europa. En su conjunto, sin embargo, estas fuerzas de división y desorden pusieron en entredicho la continuidad del orden político europeo que había surgido a partir del siglo XIII. Enfrentados a la perspectiva del colapso político, en 1660 los europeos se vieron obligados a aceptar de forma gradual y a regañadientes una noción que en 1540 habría parecido imposible de concebir: que tal vez la tolerancia religiosa, si bien de alcance limitado, fuera el único modo de conservar el orden político, social y económico de su mundo.
Los problemas que sumieron a Europa durante el dramático siglo comprendido entre 1540 y 1600 hallaron desprevenidos a los contemporáneos. Desde mediados del siglo XV la mayoría de Europa había disfrutado de un crecimiento económico constante, y el descubrimiento del Nuevo Mundo pareció augurar que estaba por llegar una mayor prosperidad. Asimismo, las tendencias políticas se antojaban prometedoras, puesto que la mayoría de los gobiernos de la región aumentaban su eficacia y proporcionaban mayor paz interna a sus súbditos. Sin embargo, a mediados del siglo XVI ya se estaban formando las nubes negras que pronto descargarían en terribles tormentas.
LA REVOLUCIÓN DE LOS PRECIOS
Aunque las causas de esas tormentas estuvieran interconectadas, las examinaremos por separado, y comenzaremos con la gran inflación de precios. Nunca antes había sucedido nada semejante a la espiral ascendente de precios que afectó a Europa en la segunda mitad del siglo XVI. En Flandes, el coste del trigo se triplicó entre 1550 y 1600, los precios del grano se cuadruplicaron en París, y el coste general de la vida en Inglaterra se duplicó con creces. Aunque en el siglo XX habría unas inflaciones mucho más desbocadas que ésta, la mayoría de los historiadores coinciden en denominarla «revolución de los precios» porque en su época constituyó una novedad.
Esta subida de precios se debió a dos motivos en particular. El primero fue demográfico. Desde finales del siglo XV, la población europea empezó a crecer de nuevo tras la disminución inducida por la peste: según un cálculo aproximado, Europa tenía unos 50 millones de habitantes en torno a 1450 y 90 millones hacia 1600. Puesto que el abastecimiento de alimentos permaneció más o menos constante debido a la falta de avances significativos en la tecnología agrícola, los precios tendieron a aumentar de manera considerable a causa de la mayor demanda. Al mismo tiempo, los salarios se estancaron o incluso descendieron. Como resultado, en torno a 1600 los trabajadores pagaban una proporción mayor que antes de su sueldo para comprar comida, aun cuando sus niveles nutricionales básicos estuvieran decreciendo.
Las tendencias demográficas son parte de la explicación, pero si se tiene en cuenta que la población europea no aumentó con tanta rapidez en la segunda mitad del siglo XVI como lo hicieron los precios, resulta evidente que la gran inflación tuvo que deberse además a otros factores añadidos. El primordial fue la enorme afluencia de plata proveniente de la América española. De 1556 a 1560 entró por el puerto de Sevilla plata por valor de unos 10 millones de ducados. Entre 1576 y 1580 la cifra se duplicó y entre 1591 y 1595 se cuadruplicó con creces. La mayor parte de dicha plata la usó la corona española para pagar a sus acreedores extranjeros y a sus ejércitos en el exterior, lo que hizo que en seguida circulara por Europa, donde buena parte se acuñó en monedas. Este espectacular aumento del volumen del dinero en circulación avivó la espiral de precios ascendentes. «He aprendido un dicho —comentó un viajero francés que se hallaba en España en 1603—: Aquí todo cuesta mucho, menos la plata.»
Los empresarios osados y los agricultores a gran escala fueron los que más provecho sacaron del cambio de circunstancias económicas, mientras que las masas de jornaleros fueron las más perjudicadas. Los terratenientes se beneficiaron de los precios en ascenso de la producción agrícola, y los comerciantes, de la creciente demanda de artículos de lujo. Pero los jornaleros pasaban aprietos porque los sueldos aumentaban con mucha más lentitud que los precios debido a la existencia de una oferta de mano de obra más que suficiente. Además, como el precio de los productos básicos subía a un ritmo mayor que el coste de la mayoría de los restantes bienes de consumo, los pobres tenían que gastar en lo imprescindible un porcentaje aún mayor de sus escasos ingresos. Cuando desastres como las guerras o malas cosechas dejaban fuera del alcance los precios del grano, algunos de los pobres morían literalmente de hambre. El cuadro que surge es el de unos ricos que cada vez son más ricos y de unos pobres que cada vez son más pobres; festines espléndidos disfrutados en medio del sufrimiento más atroz.
Asimismo, la revolución de los precios sometió a nuevas presiones a los estados soberanos de Europa. Como la inflación reducía el valor real del dinero, los ingresos fijos de impuestos y peajes producían cada vez menos, con lo cual los gobiernos se vieron obligados a aumentar la carga fiscal sólo para mantener sus ingresos constantes. Pero para complicar más las cosas, la mayoría de los estados necesitaban ingresos mucho mayores que antes porque libraban más guerras, y éstas, como siempre, eran cada vez más caras. Así pues, el único recurso era aumentar los impuestos vertiginosamente, pero medidas tan draconianas suscitaban gran resentimiento. De ahí que los gobiernos arrostraran continuas amenazas de rebeldía y una potencial resistencia armada.
Desde 1600 los precios subieron con menor rapidez cuando el crecimiento demográfico se ralentizó y la afluencia de plata americana comenzó a declinar. Sin embargo, en su conjunto, el período comprendido entre 1600 y 1660 fue de estancamiento económico más que de crecimiento, si bien algunas zonas —en especial Holanda— se resistieron tenazmente a la tendencia. Los ricos, por lo general, mantuvieron su posición, pero los pobres como grupo no mejoraron, pues la relación entre precios y salarios continuó fija en su desventaja. En realidad, en todo caso la suerte de los pobres se deterioró en muchos lugares porque a mediados del siglo XVI se libraron algunas guerras particularmente onerosas y destructivas en las que los civiles indefensos fueron despojados por recaudadores de impuestos rapaces o soldados saqueadores, e incluso a veces por ambos. Asimismo, regresó la Peste Negra, que causó estragos en Londres y otros lugares durante la década de 1660.
LOS CONFLICTOS RELIGIOSOS
Huelga señalar que a la mayoría de la gente le habría ido mucho mejor si hubiera habido menos guerras durante este penoso siglo, pero debido a las actitudes prevalecientes, las rivalidades religiosas recién surgidas las hicieron inevitables. Expresado en pocas palabras, hasta que las pasiones religiosas no se empezaron a enfriar a finales del período, la mayoría de los católicos y los protestantes se veían mutuamente como esbirros de Satanás a quienes no debía permitirse vivir. Y lo que es peor, los estados soberanos intentaban imponer la uniformidad religiosa en virtud de que «la corona y el altar» se ofrecían apoyo mutuo y en la creencia de que los gobiernos se tambalearían allí donde prevaleciera la diversidad de fe. Los monarcas de ambos bandos consideraban seguro que si dejaban sobrevivir en sus reinos a las minorías religiosas, era inevitable que participaran en la sedición, y no estaban muy equivocados, pues había calvinistas y jesuitas militantes dedicados a subvertir los poderes constituidos en regiones donde sus bandos todavía no habían triunfado. Así pues, los estados trataron de extirpar toda resistencia religiosa potencial, pero en el proceso a veces provocaron guerras civiles en las que cada parte tendió a asumir que no habría victoria hasta que el rival fuera aniquilado. Y, por supuesto, las guerras civiles podían internacionalizarse si había potencias extranjeras dispuestas a ayudar a sus aliados religiosos en la batalla.
INESTABILIDAD POLÍTICA
Las debilidades inherentes de los principales reinos europeos vinieron a complicar los problemas existentes. La mayoría de los estados importantes de comienzos de la Edad Moderna en Europa habían crecido durante finales de la Edad Media absorbiendo territorios menores tradicionalmente independientes, a veces por la conquista, pero más a menudo mediante alianzas matrimoniales o acuerdos hereditarios entre sus respectivas familias reinantes (política conocida como «dinasticismo»). Al principio se mantuvo cierto grado de autonomía provincial en esos territorios recién absorbidos, pero entre 1540 y 1660, cuando los gobiernos establecieron mayores cargas financieras sobre todos sus súbditos o intentaron imponer la uniformidad religiosa, solieron atropellar dichos derechos. Una vez más, el resultado fue la guerra civil, en la que el regionalismo, las afrentas económicas y las animosidades religiosas se fusionaron en una mezcla volátil y destructiva. Pero esto no era todo, pues la mayoría de los gobiernos en busca de dinero o uniformidad religiosa trataron de gobernar con mano más firme que antes y, de este modo, a veces provocaron la resistencia armada de súbditos que pretendían mantener sus libertades constitucionales tradicionales. Teniendo en cuenta esta enorme variedad de motivos para la revuelta, no resulta sorprendente que el largo siglo comprendido entre 1540 y 1660 fuera uno de los más turbulentos de la historia europea.
La mayor causa bélica durante este período fue el conflicto religioso. Las guerras se dividieron en cuatro fases: una serie de guerras alemanas desde la década de 1540 hasta 1555; las guerras francesas de religión desde 1562 hasta 1598; las guerras holandesas con España entre 1566 y 1609; y la Guerra de los Treinta Años en Alemania entre 1618 y 1648.
LAS GUERRAS ALEMANAS DE RELIGIÓN HASTA 1555
Las guerras entre católicos y protestantes en Alemania comenzaron en la década de 1540, cuando el sacro emperador romano Carlos V, católico devoto, intentó restablecer la unidad católica en la región lanzando una campaña militar contra varios príncipes que habían instituido el culto protestante en sus territorios. A pesar de varias victorias notables, los esfuerzos de Carlos por derrotar a los príncipes protestantes fracasaron, debido en parte a que a la vez estaba envuelto en guerras contra Francia y, por tanto, no podía dedicar su entera atención a los asuntos alemanes. Sin embargo, Carlos fracasó primordialmente porque los príncipes católicos de Alemania temieron que, si lograba derrotar a los protestantes, también podría acabar con su propia independencia. Como resultado, el apoyo de estos príncipes católicos al emperador extranjero fue cuando mucho tibio; a veces incluso se unieron en la batalla con los príncipes protestantes contra el emperador. De este modo, la guerra de religión se prolongó de manera intermitente hasta que se alcanzó un compromiso en la paz religiosa de Augsburgo (1555), que se basó en el principio de cuius regio, cuius religio («de tal rey, tal religión»): en los principados en los que gobernaban príncipes luteranos, el luteranismo sería la única religión estatal; donde gobernaban príncipes católicos, sus territorios también serían católicos. Aunque la paz de Augsburgo constituyó un hito histórico en la medida en que por primera vez los gobernantes católicos reconocieron la legalidad del protestantismo, fue de mal agüero para el futuro al asumir que ningún estado soberano mayor que una ciudad libre (para la que se establecían excepciones) toleraría la diversidad religiosa. Es más, al excluir por completo el calvinismo, consiguió que los calvinistas alemanes se convirtieran en rivales agresivos del statu quo.
LAS GUERRAS FRANCESAS DE RELIGIÓN
A partir de la década de 1560, las guerras religiosas de Europa se hicieron mucho más brutales debido, en parte, a que los combatientes se habían vuelto más intransigentes (en general, calvinistas y jesuitas llevaron la delantera en sus bandos respectivos), y en parte, a que las contiendas se vieron agravadas por hostilidades regionales, políticas y dinásticas. Puesto que Ginebra lindaba con Francia y el mismo Calvino era francés y ansiaba convertir a su madre patria, el acto siguiente en la tragedia de la contienda confesional europea se representó en ese suelo. Los misioneros calvinistas hicieron avances considerables en Francia entre 1541 (cuando Calvino tomó el poder en Ginebra) y el estallido de la guerra de religión en 1562. En esta última fecha los calvinistas ya comprendían entre el 10 y el 20 por ciento de la población francesa, y la cifra se incrementaba a diario. La conversión de muchas aristócratas ayudó en gran medida a la causa de los calvinistas (hugonotes). Estas mujeres convencían con frecuencia a sus esposos, quienes a su vez sostenían grandes ejércitos privados. El ejemplo más notable es el de Juana de Albret, soberana del diminuto reino pirenaico de Navarra, quien llevó al calvinismo a su esposo, el prominente aristócrata francés Antonio de Borbón, y a su cuñado, el príncipe de Condé. Éste se puso al mando del bando hugonote francés cuando estalló la guerra civil en 1562 y después fue sucedido por el hermano de Juana, Enrique de Navarra, quien llegó a gobernar toda Francia al finalizar el siglo como el rey Enrique IV. Pero el calvinismo en Francia también se nutrió de las viejas hostilidades regionales dentro del reino, sobre todo en el sur, donde continuaban enconadas las animosidades suscitadas por la cruzada albigense del siglo XIII.
Entre las fuerzas católicas y calvinistas se prolongó una paz inestable hasta 1562, pero ese mismo año el rey francés murió de forma inesperada y dejó como heredero a un niño. De inmediato se desató una lucha entre el hugonote Condé y el ultracatólico duque de Guisa por el control del gobierno de regencia, y puesto que tanto los católicos como los protestantes daban por sentado que Francia no podía tener más que un único roi, foi et loi (rey, fe y ley), esta pelea política adquirió de inmediato un tinte religioso. Pronto toda Francia estaba en llamas. Turbas rabiosas, a menudo incitadas por miembros del clero, saquearon las iglesias y saldaron cuentas particulares. Aunque los hugonotes no eran lo bastante fuertes ni numerosos para obtener la victoria, sí contaban con la energía necesaria para no ser derrotados, sobre todo en su baluarte territorial del sur. De ahí que, pese a treguas intermitentes, la guerra se prolongara con grandes costes de vidas hasta 1572, cuando se acordó una tregua por la cual el dirigente protestante, Enrique de Navarra, iba a casarse con la hermana católica del rey francés gobernante. Pero entonces a la culta reina madre, Catalina de Medid, por lo general favorable a llegar a acuerdos, le entró el pánico y, en lugar de cumplir la tregua, maquinó con miembros de la facción católica del duque de Guisa para matar a todos los dirigentes hugonotes mientras se hallaban reunidos en París para asistir a la boda de su hija con Enrique de Navarra. Al amanecer del día de San Bartolomé (24 de agosto), la mayoría de los jefes hugonotes fueron asesinados en la cama y de dos mil a tres mil protestantes más lo fueron en las calles o ahogados en el Sena a manos de turbas católicas. Cuando la noticia de la matanza se extendió por las provincias, unos diez mil hugonotes más fueron asesinados en un frenesí de sangre que barrió Francia. Enrique de Navarra logró escapar, junto con su nueva esposa, pero a partir de 1572 el conflicto entró en una fase nueva y más encarnizada.
La guerra civil no llegó a su fin hasta que Enrique de Navarra, político astuto, no ascendió al trono francés como Enrique IV (1589-1610), que inició la dinastía Borbón que reinaría hasta 1792. En 1593 Enrique abjuró del protestantismo para aplacar a la mayoría católica de Francia, declarando al hacerlo que «París bien vale una misa». Sin embargo, en 1589 ofreció una libertad religiosa limitada a los hugonotes por el Edicto de Nantes. Aunque el edicto reconocía el catolicismo como la religión oficial del reino y garantizaba a los católicos el derecho a practicar su fe en toda Francia, ahora se permitió a los nobles hugonotes celebrar el culto protestante en privado en sus castillos; a los restantes hugonotes se les autorizó a mantener el culto en lugares específicos (excluida París y todas las ciudades donde residían obispos y arzobispos). Además, se consintió que los hugonotes fortificaran algunas poblaciones para su defensa militar, sobre todo en el sur y el oeste, y se les garantizó el derecho a ocupar cualquier cargo público y a acudir a las universidades y hospitales sin impedimentos.
Aunque el Edicto de Nantes no sancionó una libertad absoluta de culto, sí supuso un paso importante hacia la tolerancia. Pero a pesar de sus esfuerzos para crear un reino con dos fes, su efecto fue dividir el reino francés en dos enclaves religiosos separados. En el sur y oeste, los hugonotes llegaron a tener sus tribunales legales, dotados de sus propios jueces. También recibieron considerables poderes de autogobierno porque todas las partes dieron por sentado que los miembros de un grupo religioso no podían ser gobernados de manera equitativa por los fieles de una religión rival. Debido a este carácter regional, el Edicto de Nantes representó además una concesión a las antiguas tradiciones de autonomía provincial dentro del reino de Francia. De hecho, en cierta medida, las zonas de los hugonotes se convirtieron en «un estado dentro del estado», lo que suscitó el temor perpetuo en París de que el reino del que era capital pudiera dividirse de nuevo en sus partes constituyentes, como había sucedido durante la Guerra de los Cien Años. Sin embargo, con sus limitaciones, el edicto constituyó un éxito. Una vez establecida la paz religiosa, Francia empezó a recobrarse en seguida de décadas de devastación, aunque el rey Enrique IV cayó abatido por el puñal de un fanático católico en 1610.
LA REVUELTA DE LOS PAÍSES BAJOS
También estalló una encarnizada contienda entre católicos y protestantes en los Países Bajos, donde los resentimientos nacionales exacerbaron los predecibles odios religiosos. Durante casi un siglo, este territorio, que comprendía la actual Holanda en el norte y Bélgica en el sur, había sido gobernado por la familia Habsburgo de sacros emperadores romanos. El sur de los Países Bajos, en particular, había prosperado mucho por el comercio y la manufactura: sus habitantes disfrutaban de la mayor riqueza per cápita de Europa, y su metrópolis de Amberes era el principal centro comercial y financiero del norte europeo. Además, el largo reinado de medio siglo del emperador habsburgo Carlos V (1506-1556) había sido popular porque éste, nacido en la ciudad belga de Gante, sentía afinidad con sus súbditos y les permitía un alto grado de autogobierno.
Pero en torno a 1560 la buena fortuna de los Países Bajos comenzó a menguar. Cuando Carlos V se retiró a un monasterio en 1556 (para morir dos años después), cedió sus vastos territorios, salvo el Sacro Imperio Romano y Hungría —no sólo los Países Bajos, sino España, Hispanoamérica y la mitad de Italia—, a su hijo Felipe II (1556-1598). A diferencia de Carlos, Felipe había nacido en España y, como se consideraba español, hizo de ese reino su residencia y el centro de su política. Para él los Países Bajos eran primordialmente una fuente de ingresos necesarios para resolver los asuntos españoles. A fin de explotar al máximo la riqueza de la región, Felipe intentó estrechar su control sobre el gobierno, lo que suscitó el resentimiento de los magnates locales que lo habían dominado bajo Carlos V. Además, se estaba fraguando una tormenta religiosa. A partir de 1559, cuando concluyó una larga guerra entre Francia y España, los calvinistas franceses empezaron a cruzar la frontera para introducirse en el sur de los Países Bajos realizando conversiones dondequiera que iban. Pronto hubo más calvinistas en Amberes que en Ginebra. Para Felipe, ardiente defensor de la Contrarreforma católica, este hecho resultó intolerable. Como declaró al papa la víspera del conflicto, «mejor que sufrir el más leve daño a la verdadera religión y el servicio de Dios, perdería todas mis posesiones e incluso la vida cien veces, porque no soy ni seré soberano de herejes».
Preocupados por las tensiones crecientes, un grupo de nobles católicos encabezados por Guillermo de Orange (conocido como Guillermo el Taciturno porque se las arregló para ocultar sus inclinaciones religiosas y políticas, cuando en realidad era bastante hablador) apeló a Felipe para que fuera tolerante con los calvinistas. Pero antes de que Felipe hubiera podido responder, turbas radicales protestantes se pusieron a saquear las iglesias católicas por todo el país, profanando hostias, destrozando las estatuas y haciendo añicos las vidrieras. Aunque las tropas locales recuperaron pronto el control de la situación, Felipe II decidió despachar un ejército de diez mil soldados españoles al mando del duque de Alba para acabar con el protestantismo en los Países Bajos. El gobierno de dicho duque se convirtió de inmediato en el reino del terror. Operando bajo la ley marcial, su «Consejo de Sangre» examinó a unas doce mil personas acusadas de herejía o sedición, de las cuales nueve mil fueron condenadas, y de dos a tres mil, ejecutadas. Guillermo de Orange huyó del país cuando toda esperanza de unos Países Bajos libres pareció perdida.
No obstante, pronto cambió la suerte por dos razones relacionadas. La primera fue que, en lugar de rendirse, Guillermo de Orange se convirtió al protestantismo, buscó ayuda de los protestantes en Francia, Alemania e Inglaterra y organizó bandas de piratas para acosar a los navíos españoles en la costa de los Países Bajos. Y la segunda fue que la tiranía del duque de Alba ayudó a la causa de Guillermo, sobre todo cuando el odiado gobernador español intentó exigir un impuesto sobre las ventas del 10 por ciento. En 1572, mientras aumentaba el descontento interno, Guillermo, por razones tácticas militares, logró tomar el norte de los Países Bajos, aunque hasta entonces había sido un territorio mayoritariamente católico. A partir de ese momento la geografía desempeñó un papel importante en la determinación del resultado del conflicto. Los ejércitos españoles intentaron repetidas veces recuperar el norte, pero fueron detenidos por una combinación de ríos impracticables y diques que podían abrirse para inundar a los invasores. Aunque Guillermo de Orange fue asesinado por un católico en 1584, su hijo continuó acaudillando la resistencia hasta que la corona española aceptó por fin una tregua en 1609 que reconocía de forma implícita la independencia de la república holandesa del norte. Entretanto, las presiones bélicas y la persecución habían vuelto calvinista a todo el norte, mientras que el sur —que permanecía bajo control español— regresó al catolicismo uniforme.
INGLATERRA Y LA DERROTA DE LA ARMADA INVENCIBLE
La rivalidad religiosa podía desatar la guerra civil, como en Francia, o rebeliones políticas, como en los Países Bajos, pero también podía provocar la guerra entre estados soberanos, como sucedió en la contienda de finales del siglo XVI entre Inglaterra y España. Tras la persecución sufrida a manos de la reina católica María y su esposo español Felipe II, los protestantes ingleses se alegraron de la llegada al trono de la reina Isabel I (1558-1603) y profesaban gran antipatía hacia Felipe II y la Contrarreforma. Además, los intereses económicos ingleses eran directamente opuestos a los de los españoles. Marinos y comerciantes, los ingleses de finales del siglo XVI iban socavando de forma constante el domino naval y comercial español, y también estaban dispuestos a resistirse a todo intento español de bloquear el lucrativo comercio de Inglaterra con los Países Bajos. Pero la mayor fuente de antagonismo estaba en el Atlántico, donde los corsarios ingleses, con el consentimiento tácito de la reina Isabel, comenzaron a atacar los barcos españoles cargados de tesoros. Tomando como excusa la opresión española de los protestantes en los Países Bajos, almirantes o piratas ingleses (en realidad, el término era intercambiable) como sir Francis Drake y sir John Hawkins saquearon los navíos españoles en alta mar. En una proeza de navegación particularmente espectacular que duró de 1577 a 1580, los vientos reinantes y la codicia de tesoros propulsaron a Drake para dar la vuelta al mundo y regresar con un botín robado a los españoles por un valor que duplicaba los ingresos anuales de la reina Isabel.
Todo esto habría constituido una provocación suficiente para que Felipe II se vengara de Inglaterra, pero como estaba ocupado de lleno con los Países Bajos, no se determinó a invadir la isla hasta que los ingleses se aliaron abiertamente con los rebeldes holandeses en 1585. Incluso entonces Felipe procedió con calma y efectuó cuidadosos planes. Por fin, en 1588 despachó una flota enorme, conocida como la Armada Invencible, para invadir a la insolente Britania. Sin embargo, después de un empate inicial en el canal de la Mancha, los buques de guerra ingleses, menores y más armados, maniobraron mejor que la flota española, mientras que sus brulotes incendiaban algunos galeones españoles y obligaban al resto a romper la formación. Las «tempestades protestantes» hicieron el resto. Después de una desastrosa circunnavegación de las islas británicas e Irlanda, la flotilla destrozada arribó a puerto español habiendo perdido casi la mitad de sus barcos.
La derrota de la Armada Invencible fue una de las batallas decisivas de la historia occidental. Si España hubiera conquistado Inglaterra, los españoles podrían haber proseguido aplastando a Holanda y tal vez incluso destruyendo el protestantismo en otros lugares de Europa. Pero con lo sucedido la causa protestante estaba salvada, y no mucho después comenzó a declinar la potencia española, cuando los barcos ingleses y holandeses tomaron el control de los mares. En Inglaterra el fervor patriótico protestante alcanzó una intensidad especial. Aunque ya era popular antes, «la Buena Reina Bess» fue casi reverenciada por sus súbditos hasta su muerte en 1603, y el país se embarcó en su «era isabelina» dorada de creación literaria. La guerra con España se prolongó de manera no concluyente hasta 1604, pero nunca le causó a Inglaterra un daño grave y no sirvió más que para mantener al pueblo inglés hondamente comprometido con su reina, su país y la religión protestante.
LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS
Con la promulgación del Edicto de Nantes en 1598, la paz entre Inglaterra y España de 1604 y la tregua entre España y Holanda de 1609, las guerras de religión en el noroeste de Europa llegaron a su fin brevemente. Pero en 1618 estalló una nueva contienda importante, esta vez en Alemania. Como se prolongó de manera más o menos incesante hasta 1648, se la conoce como la Guerra de los Treinta Años. España y Francia participaron de inmediato en el conflicto y al final entablaron una guerra entre sí. Entretanto, los resentimientos internos en España, Francia e Inglaterra se inflamaron durante la década de 1640 en estallidos coincidentes de guerra civil. Como afirmó un predicador inglés en 1643, eran «días de agitación, y esa agitación es universal».
La Guerra de los Treinta Años se inició en un tumulto de pasiones religiosas como una batalla entre católicos y protestantes, pero terminó como una contienda internacional en la que la dimensión religiosa inicial se olvidó casi por completo. Entre la Paz de Augsburgo de 1555 y el estallido de la guerra en 1618, los calvinistas habían reemplazado a los luteranos en unos pocos territorios alemanes, pero el equilibrio general entre protestantes y católicos dentro del Sacro Imperio Romano había permanecido inalterable. Sin embargo, en 1618 estalló la guerra después de que Fernando, el príncipe habsburgo católico de Polonia, Austria y Hungría, fuera elegido rey del territorio protestante de Bohemia. La firme nobleza protestante bohemia se había opuesto a esta elección y, cuando el monarca inició la supresión del protestantismo en la región, se rebeló. Las fuerzas católicas alemanas contraatacaron, primero en Bohemia y luego en la misma Alemania, dirigidas por Fernando, quien en 1619 también se convirtió en sacro emperador romano. Antes de una década, la liga católica alemana parecía estar a punto de extirpar el protestantismo en toda Alemania.
El éxito de Fernando planteó una vez más la perspectiva de que un poderoso sacro emperador romano podría amenazar la autonomía política de los príncipes alemanes, tanto católicos como protestantes. Por tanto, cuando el rey luterano de Suecia, Gustavo Adolfo, «el León del Norte», marchó contra Alemania en 1630 para ponerse al frente de la causa protestante, fue bien recibido por varios príncipes católicos que preferían ver restablecido el antiguo equilibrio religioso antes que arriesgarse a someter su soberanía a Fernando II. Para que las cosas fueran todavía más irónicas, el ejército protestante de Gustavo fue sostenido en secreto por la Francia católica, cuya política la dictaba por entonces un cardenal de la Iglesia, Richelieu. El motivo era que la España habsburgo había combatido en Alemania en el bando de Austria, también habsburgo, y Richelieu estaba resuelto a evitar que Francia se viera rodeada por una fuerte alianza habsburgo en el norte, este y sur. En todo caso, Gustavo Adolfo, un genio militar, comenzó derrotando a los Habsburgo, pero cuando cayó en la batalla en 1632, el cardenal Richelieu no tuvo más remedio que enviar un apoyo aún mayor a las tropas suecas que quedaban en Alemania, hasta que en 1635 los ejércitos franceses entraron en la guerra directamente al lado de Suecia. Desde entonces hasta 1648 la contienda fue entre Francia y Suecia contra Austria y España, mientras Alemania permanecía como desvalido campo de batalla.
Alemania sufrió más que nunca por la guerra en los terribles años comprendidos entre 1618 y 1648 de lo que lo había hecho antes o lo haría después hasta el siglo XX. Algunas ciudades fueron sitiadas y saqueadas nueve o diez veces, y los soldados de todas las naciones, que a menudo tenían que sostenerse mediante el pillaje, no dieron cuartel a los indefensos civiles. La peste se añadió a las víctimas causadas por las matanzas, y varias partes del país perdieron más de la mitad de la población, aunque otras resultaron relativamente indemnes. Lo más horrible fue la pérdida de vidas en los cuatro años finales de la guerra, en los que prosiguieron las carnicerías incluso cuando los negociadores de la paz ya habían alcanzado amplias zonas de acuerdo y seguían regateando por cláusulas secundarias.
La paz de Westfalia, que puso término a la Guerra de los Treinta Años, tampoco sirvió de mucho para reivindicar a los muertos, si bien estableció algunos hitos duraderos en la historia europea. Sobre todo, desde la perspectiva internacional, marcó el surgimiento de Francia como potencia predominante en la escena continental en lugar de España. Francia mantendría esta posición durante los dos siglos siguientes. Los grandes perdedores del conflicto (aparte del pueblo alemán) fueron los Habsburgo austriacos, que se vieron obligados a renunciar a todos los territorios que habían ganado en Alemania y a abandonar sus esperanzas de utilizar el cargo de sacro emperador romano para dominar Europa central. Por lo demás, se restableció una situación muy semejante al statu quo alemán de 1618: los principados protestantes del norte sirviendo de equilibrio a los católicos del sur y el país tan dividido que no pudo desempeñar un papel unido en la historia europea hasta el siglo XIX.
El largo siglo de guerra entre 1540 y 1660 alteró de manera decisiva el equilibrio de poder entre los principales reinos de Europa occidental. Alemania surgió de la Guerra de los Treinta Años como una tierra devastada y agotada. Pero a partir de 1600 España también se vio debilitada por sus incesantes compromisos y esfuerzos militares. En contraste, la monarquía francesa fue aumentando de forma constante su autoridad sobre el territorio. En 1600 Francia ya se había convertido en el país más poderoso del continente europeo, había eclipsado a España. Mientras tanto, en Inglaterra estalló una sangrienta guerra civil entre el rey y sus críticos del parlamento, pero después de un breve experimento de gobierno republicano, el país regresó a su estatus constitucional como una monarquía «mixta» en la que el poder era compartido entre el rey y el parlamento.
EL DECLIVE DE ESPAÑA
La historia de la caída de la España del siglo XVII de su grandeza es casi como una tragedia griega en su desarrollo implacable. A pesar de la derrota de la Armada Invencible en 1588, en 1600 el Imperio español —que comprendía toda la península Ibérica (incluido Portugal, que había sido anexionado por Felipe II en 1580), la mitad de Italia, la mitad de los Países Bajos, toda América central y del sur, además de las islas Filipinas en el océano Pacífico— todavía era la potencia más poderosa no sólo de Europa, sino también del mundo. Pero apenas medio siglo después este imperio en el que el sol nunca se ponía estaba empezando a deshacerse.
La mayor debilidad subyacente de España era económica. Puede que al principio resulte extraño teniendo en cuenta que en 1600, como en las tres o cuatro décadas anteriores, se descargaban en los muelles de Sevilla ingentes cantidades de plata americana. No obstante, según reconocían los contemporáneos, «el nuevo imperio que España había conquistado estaba a su vez conquistando España». Carente de recursos agrícolas o minerales en abundancia, España necesitaba desesperadamente desarrollar industrias y un modelo comercial equilibrado, como estaban haciendo sus rivales atlánticos. Pero la nobleza española mantenía preciados ideales caballerescos sobre los asuntos prácticos desde los días de la reconquista del territorio cristiano de manos musulmanas y, de este modo, se limitaba a emplear la plata americana para comprar artículos manufacturados de otras partes de Europa para vivir con esplendor y dedicarse a las hazañas militares. El resultado fue que se establecieron pocas industrias, y cuando la afluencia de plata empezó a descender, a la economía no le quedaron más que deudas crecientes.
Sin embargo, la corona, consagrada a apoyar la Contrarreforma y mantener el dominio internacional de España, no pudo dejar de combatir en el exterior. Incluso en el año relativamente pacífico de 1608 se pagaron en gastos militares cuatro millones de ducados de unos ingresos totales de siete millones. Así pues, cuando España se puso también a combatir contra Francia durante la Guerra de los Treinta Años, resultó un esfuerzo excesivo. En 1643 las tropas francesas infligieron una derrota aplastante a la afamada infantería española en Rocroi; era la primera vez que un ejército español resultaba vencido en la batalla desde el reinado de los Reyes Católicos. Aún peor fue el hecho de que para entonces dos territorios pertenecientes a su imperio europeo se hubieran alzado en franca revuelta.
Para comprender las causas de dichas revueltas debemos advertir que en el siglo XVII el poder gobernante de España se hallaba enteramente en Castilla. Tras el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en 1469, Castilla había surgido como la parte dominante de la unión, y cobró un dominio aún mayor cuando tomó Portugal en 1580. En ausencia de dificultades financieras, la Cataluña semiautónoma (la parte más independiente de Aragón) soportó la hegemonía castellana. Pero en 1640, cuando las tensiones bélicas indujeron a Castilla a limitar las libertades catalanas con miras a conseguir más dinero y hombres para el combate, Cataluña se levantó y expulsó a sus gobernadores castellanos. Cuando los portugueses se enteraron de este hecho, también se alzaron en revuelta, seguidos por los italianos del sur, quienes se levantaron contra los virreyes castellanos de Nápoles y Sicilia en 1647. Sólo la incapacidad momentánea de sus mayores enemigos exteriores, Francia e Inglaterra, para aprovechar esta difícil situación salvó del derrumbe al Imperio español, y dio tiempo al gobierno castellano para sofocar las revueltas italianas; en 1652 también había metido ya en cintura a Cataluña, pero Portugal mantuvo su independencia, y por la Paz de los Pirineos, firmada con Francia en 1659, España abandonó en la práctica su ambición de dominar Europa.
EL CRECIENTE PODER DE FRANCIA
Una comparación de la suerte de España y Francia en la primera mitad del siglo XVII muestra algunas similitudes sorprendentes entre ambos países, por mucho que al final sus diferencias resultaran más decisivas. España y Francia tenían una extensión territorial casi idéntica y ambas habían sido creadas por el mismo proceso de acrecentamiento. Del mismo modo que la corona de Castilla había ganado Aragón, Cataluña, Granada y luego Portugal, el reino de Francia había crecido añadiendo territorios tan diversos como el Languedoc, el Delfinado, Provenza, Borgoña y Bretaña. Como los habitantes de todos estos territorios abrigaban tradiciones de independencia local tanto como los catalanes o portugueses, y puesto que los monarcas franceses, al igual que los españoles, estaban resueltos a gobernar sus provincias cada vez con mayor firmeza —sobre todo cuando la Guerra de los Treinta Años hizo perentoria la recaudación despiadada de impuestos—, resultó inevitable la confrontación directa entre el gobierno central y las provincias francesas, igual que en España. Pero Francia capeó la tormenta, mientras que España no lo logró, resultado atribuible en buena medida a la mayor riqueza de la primera y el mayor prestigio de su corona.
En los buenos tiempos la mayoría del pueblo francés, incluidos los habitantes de las provincias lejanas, tendían a reverenciar a su rey, y sin duda tuvieron buenas razones para hacerlo durante el reinado de Enrique IV. Una vez establecida la paz religiosa mediante el Edicto de Nantes en 1598, el afable monarca, quien declaró que debía haber un pollo en la olla de todas las familias francesas los domingos, se propuso restablecer la prosperidad de un país devastado por cuatro décadas de guerra civil. Por suerte, Francia contaba con una enorme resistencia económica, debido primordialmente a sus recursos agrícolas ricos y variados. A diferencia de España, que tenía que importar alimentos, por lo general Francia era capaz de sustentarse, hecho en el que de inmediato cayó en la cuenta el ministro de Finanzas de Enrique, el duque de Sully. Entre otras cosas, Sully distribuyó por el campo ejemplares gratuitos de una guía de técnicas agrícolas recomendadas y financió la reconstrucción o nueva construcción de carreteras, puentes y canales para facilitar el flujo de bienes. Asimismo, Enrique IV ordenó la edificación de fábricas reales para manufacturar artículos de lujo como cristal, vidrio y tapices, y apoyó el crecimiento de las industrias textiles de seda, lino y lana en muchas partes diferentes del país. Su patrocinio también permitió al explorador Samuel de Champlain reclamar partes de Canadá como primer enclave francés en el Nuevo Mundo. Así pues, el reinado de Enrique IV debe considerarse uno de los más benévolos de toda la historia francesa.
El cardenal Richelieu
Mucho menos benevolente fue el sucesor de facto de Enrique como gobernante de Francia, el cardenal Richelieu (1585-1642). Por supuesto, el cardenal nunca fue el rey auténtico, pues el título lo ostentó de 1610 a 1643 el inútil hijo de Enrique, Luis XIII. Pero como primer ministro desde 1624 hasta su muerte en 1642, Richelieu gobernó como quiso, reforzó el poder centralizado en el país y expandió la influencia francesa en Europa. De este modo, cuando los hugonotes se rebelaron contra las restricciones que les imponía el Edicto de Nantes, Richelieu los aplastó con mano de hierro y enmendó el edicto en 1629, privándolos de sus derechos políticos y militares. Como sus campañas armadas contra los hugonotes habían resultado muy costosas, el cardenal pasó a obtener mayores ingresos para la corona aboliendo la semiautonomía de Borgoña, el Delfinado y Provenza para introducir los impuestos reales directos en todas esas zonas. Más adelante, con el fin de asegurarse de que se recaudaban bien los impuestos, instituyó un nuevo sistema de gobierno local con cargos reales conocidos como intendentes, quienes tenían encomendado de forma expresa sofocar con mano dura toda resistencia provincial. Con estos y otros métodos Richelieu logró centralizar más que nunca el gobierno y duplicó los ingresos de la corona. Pero como también se comprometió en una ambiciosa política exterior dirigida contra los Habsburgo de Austria y España que dio como resultado la costosa participación de Francia en la Guerra de los Treinta Años, las presiones internas aumentaron en los años posteriores a su muerte.
La Fronda
Una reacción contra la centralización gubernamental se manifestó en una serie de revueltas entre 1648 y 1653 conocidas de manera colectiva como la Fronda. Para entonces a Luis XIII le había sucedido su hijo Luis XIV, pero como todavía era un niño, Francia fue gobernada por una regencia formada por la reina madre, Ana de Austria, y su amado cardenal Mazarino. Ambos eran extranjeros (Ana era Habsburgo, y Mazarino, en su origen, un aventurero italiano llamado Giulio Mazarini), y varios de sus súbditos, incluidos algunos nobles extremadamente poderosos, los odiaban. El resentimiento popular era aún mayor porque el coste de la guerra, combinado con varios años consecutivos de malas cosechas, había puesto a Francia de forma temporal en graves apuros económicos. Así pues, cuando las camarillas de nobles expresaron su disgusto hacia Mazarino por razones más que nada egoístas, encontraron gran apoyo en el país, y durante varios años se sucedieron las revueltas descoordinadas contra el gobierno de la regencia.
Sin embargo, Francia no corrió peligro de desintegrarse porque la corona, que conservaba gran prestigio debido a una tradición nacional bien establecida y a los indudables logros de Enrique IV y Richelieu, nunca estuvo sometida a ataque. Por el contrario, ni los dirigentes aristócratas de la Fronda ni los plebeyos que se les unieron en la revuelta declararon oponerse al joven rey, sino sólo a la presunta corrupción y mala gestión de Mazarino. Es cierto que algunos de los rebeldes insistieron en que parte de la culpa de Mazarino estribaba en su pretensión de imponer las medidas centralizadoras en contra de las provincias de Richelieu, pero como la mayoría de los aristócratas que dirigían la Fronda no eran más que «excluidos» que querían dejar de serlo, se pelearon con frecuencia entre sí —a veces incluso concertando acuerdos de conveniencia con la regencia o sorprendentes alianzas con la enemiga de Francia, España— y no fueron capaces de concitar un apoyo unido a un programa común. Así pues, cuando Luis XIV comenzó a gobernar por sí mismo en 1651 y dejaron de existir pretextos para rebelarse contra los «ministros corruptos», la oposición se silenció pronto. Como sucede con tanta frecuencia, los idealistas y los pobres fueron quienes pagaron el mayor precio por la revuelta: en 1653 un dirigente derrotado de la resistencia de Burdeos fue despedazado en la rueda y no mucho después se proclamó una nueva ronda de impuestos masivos. Recordando los disturbios de la Fronda durante el resto de su vida, Luis XIV decidió no permitir jamás que la aristocracia ni las provincias se le escaparan de la mano y gobernó como el monarca absolutista más eficaz de toda la historia francesa.
LA GUERRA CIVIL INGLESA
De todas las revueltas que agitaron Europa a mediados del siglo XVII, la más radical por sus consecuencias fue la guerra civil inglesa. Las causas de este conflicto fueron similares a las que incitaron rebeliones en España y Francia: hostilidades constitucionales entre las partes componentes de un reino combinado; animosidades religiosas entre católicos y protestantes, así como dentro del bando gobernante (protestante); luchas de poder entre facciones rivales de aristócratas en la corte; y un sistema fiscal que no podía mantener el ritmo de los crecientes costes del gobierno, y mucho menos de la guerra. Sin embargo, Inglaterra fue el único lugar donde estos conflictos llevaron a la deposición y ejecución del rey (1649), a un «interregno» de once años durante el que el país fue oficialmente una república (1649-1660) y, al final, a la restauración de la monarquía en condiciones diseñadas para salvaguardar la posición del parlamento en el gobierno y para garantizar un grado limitado de tolerancia religiosa para todos los protestantes.
Los orígenes de la guerra civil inglesa
La cadena de acontecimientos que llevó a la guerra entre el rey y el parlamento en 1642 empezó en las últimas décadas del reinado de Isabel (1559-1603). Durante la década de 1590 los gastos de la guerra con España, junto con una rebelión en Irlanda, las malas cosechas y las carencias del anticuado régimen tributario inglés, llevaron al endeudamiento del gobierno real. Las disputas de las facciones en la corte también se recrudecieron, pues los cortesanos, previendo la muerte de la anciana soberana, se disputaban la posición bajo su presumible sucesor, el rey escocés Jacobo Estuardo. Sin embargo, hasta que no se halló en su lecho de muerte, la reina no confirmó que su corona debía pasar a su sobrino escocés, y este hecho propició que Jacobo y sus nuevos súbditos no se conocieran demasiado cuando ocupó por fin el trono a finales de 1603.
La relación no empezó bien. Los súbditos ingleses de Jacobo miraban por encima del hombro a los escoceses que el monarca se había llevado consigo a Londres. Aunque los cortesanos ingleses aceptaron gustosos la generosidad que les demostró el nuevo rey, se sintieron molestos por las concesiones que otorgó a sus partidarios escoceses, a quienes culparon sin ninguna razón del endeudamiento de la corona. Por su parte, Jacobo se dio cuenta de que para saldar sus deudas tenía que contar con mayores ingresos, pero en lugar de negociar con los representantes parlamentarios un aumento de los impuestos, decidió darles una conferencia sobre las prerrogativas de la monarquía, en la que comparó a los reyes con dioses en la tierra y declaró: «Al igual que es ateísmo y blasfemia disputar lo que puede hacer Dios, es presunción y gran desprecio en un súbdito disputar lo que puede hacer un rey». Cuando este planteamiento fracasó para obtener los impuestos que necesitaba, Jacobo hizo las paces con España y después tomó medidas para elevar los ingresos sin aprobación parlamentaria, imponiendo nuevas tasas sobre el comercio y vendiendo monopolios comerciales a cortesanos favorecidos. Estas medidas suscitaron mayor resentimiento contra el rey y predispusieron al parlamento a negarse a aprobar nuevas cargas fiscales. Como resultado, la situación financiera de la corona fue empeorando sin cesar.
Jacobo se mostró más hábil con la política religiosa. Escocia había sido un país firmemente calvinista desde la década de 1560. Sin embargo, en Inglaterra la solución isabelina al problema religioso había ocasionado que la definición teológica fuera mucho menor. En 1603 Inglaterra era ya un país claramente protestante, pero había un número considerable de fieles que continuaban esperando una «segunda» reforma para situar a su Iglesia más en línea con los principios calvinistas. Otros protestantes se resistían a esos esfuerzos y etiquetaban de «puritanos» a quienes los apoyaban. Como rey, Jacobo estaba obligado a mediar en estos conflictos, y en general lo hizo bien. En Escocia convenció a la Iglesia reformada para que conservara a sus obispos, mientras que en Inglaterra fomentó la doctrina calvinista, a la vez que oponía resistencia a toda reforma al devocionario o los Treinta y Nueve Artículos de Fe. Sólo en Irlanda, que se mantenía predominantemente católica, fue acumulando futuros problemas. Al alentar la «colonización» de más de ocho mil calvinistas escoceses en la provincia norteña del Ulster, socavó los derechos de propiedad de los católicos irlandeses y creó animosidades religiosas que han perdurado hasta hoy.
El delicado equilibrio religioso mantenido por Jacobo I se hizo añicos en 1625 por el acceso al trono de su único hijo vivo, Carlos I, quien echó por la borda la precaución habitual de su padre y emprendió de inmediato una nueva guerra con España, lo que exacerbó sus problemas financieros, y alarmó a sus súbditos protestantes al proponer reclutar tropas irlandesas católicas para el servicio militar en Alemania. La alarma protestante aumentó cuando Carlos contrajo matrimonio con Enriqueta María, la hija católica del rey Luis XIII de Francia. Sin embargo, la situación se hizo peligrosa de verdad cuando Carlos, ayudado por su recién nombrado arzobispo de Canterbury, William Laud, comenzó a favorecer sin ambages a los elementos más anticalvinistas de la Iglesia inglesa y luego pretendió imponer esta política religiosa (incluido un completo sistema de gobierno eclesiástico con obispos y un nuevo devocionario) a la Iglesia firmemente calvinista de Escocia. Los escoceses se rebelaron, y en 1640 su ejército marchó hacia el sur hasta Inglaterra para exigir la retirada de las reformas religiosas «catolizadoras» de Carlos.
Para hacer frente a la amenaza escocesa, Carlos se vio obligado a convocar al parlamento inglés por primera vez en once años. Las relaciones entre el rey y su parlamento se habían roto a finales de la década de 1620, cuando Carlos respondió a la negativa del parlamento a concederle fondos adicionales exigiendo préstamos forzosos de sus súbditos y, después, castigando a quienes se negaron a acceder acuartelando soldados en sus casas o encarcelándolos sin juicio. En respuesta, en 1628 el parlamento obligó al rey a aceptar la Petición de Derechos, que declaraba ilegales todos los impuestos que no habían sido votados por él, condenaba el acuartelamiento de soldados en casas privadas y prohibía el encarcelamiento arbitrario y la ley marcial en tiempos de paz. Encolerizado más que escarmentado por dicha petición de derechos, Carlos resolvió gobernar sin el parlamento, y durante la década de 1630 se financió con una serie de gravámenes y multas impuestos sin el consentimiento parlamentario.
Fue la invasión escocesa la que obligó a Carlos a convocar un nuevo parlamento. Pero una vez reunidos, los parlamentarios se mostraron dispuestos a imponer una serie de reformas radicales en el gobierno del rey antes de considerar la concesión de fondos para reclutar un ejército con el que enfrentarse a los escoceses. Al principio, el monarca colaboró con estas reformas, y llegó incluso a permitir que el Parlamento ejecutara a su ministro principal, pero pronto se puso de manifiesto que los dirigentes parlamentarios no tenían intención de luchar contra los escoceses. En su lugar, surgió una alianza de facto entre ellos, que se vio reforzada por su común planteamiento religioso calvinista. En 1642 Carlos ya estaba harto. Hizo marchar a sus guardias a la Cámara de los Comunes y trató de detener a cinco de sus dirigentes, pero fracasó. Entonces abandonó Londres para constituir su ejército. El parlamento respondió convocando a su propia fuerza y votando las cargas fiscales para pagarla. A finales de 1642 ya había estallado la guerra abierta entre el rey y el parlamento.
La guerra civil y la Commonwealth
En el bando del rey se alinearon la mayoría de los aristócratas y los grandes terratenientes ingleses, fieles casi todos a la Iglesia oficial de Inglaterra, pese a su oposición a algunas de las innovaciones religiosas de Carlos. Las fuerzas parlamentarias comprendían a los terratenientes menores, los comerciantes y los artesanos, en su mayoría puritanos. Los partidarios del rey eran conocidos comúnmente por el nombre aristocrático de Cavaliers. A sus rivales, que llevaban el cabello corto como desprecio a la moda de lucir rizos, se los llamaba con sorna Roundheads. Al principio, los realistas, por sus evidentes ventajas en experiencia militar, obtuvieron la mayoría de las victorias. Pero en 1644 el ejército parlamentario se reorganizó, y poco después cambiaron las tornas de la batalla. Las fuerzas realistas sufrieron una dura derrota y en 1646 el rey se vio obligado a rendirse. Poco después fue abolido el episcopado y se estableció en toda Inglaterra una Iglesia de estilo calvinista.
La lucha podría haber terminado en ese momento si no se hubiera iniciado una disputa dentro del bando parlamentario. La mayoría de sus miembros estaban dispuestos a restaurar a Carlos en el trono como monarca limitado bajo un acuerdo por el cual se impondría la fe calvinista en Escocia y en Inglaterra como religión estatal. Pero una minoría radical de puritanos, conocidos como Independientes, desconfiaba de Carlos e insistió en la tolerancia religiosa para sí y todos los demás protestantes. Su dirigente era Oliver Cromwell (1599-1658), que había alcanzado el mando del ejército de los Roundheads.
Aprovechando la disensión dentro de las filas de sus rivales, Carlos reanudó la guerra en 1648, pero tras una breve campaña fue obligado a rendirse. Cromwell resolvió ahora poner fin a la vida «de ese hombre sanguinario» y, expulsando por la fuerza a todos los protestantes moderados del parlamento, obligó a los miembros restantes a votar el término de la monarquía. El 30 de enero de 1649 Carlos I fue decapitado; poco tiempo después fue abolida la Cámara de los Lores hereditaria, e Inglaterra se convirtió en república.
Pero fundar una república era mucho menos fácil que mantenerla. Llamada oficialmente Commonwealth, la nueva forma de gobierno no duró mucho. Desde el punto de vista técnico, lo que quedaba del parlamento siguió siendo el cuerpo legislativo, pero Cromwell, al mando del ejército, poseía el poder real y pronto le exasperaron los intentos de los legisladores de enriquecerse confiscando los bienes de sus rivales. Así pues, en 1653 hizo marchar un destacamento de tropas al parlamento y declarando: «Vamos, voy a poner fin a vuestro parloteo», ordenó a los miembros que se dispersaran. De este modo, la Commonwealth dejó de existir y fue reemplazada en seguida por el «Protectorado», una autocracia apenas disimulada, establecida bajo una constitución esbozada por oficiales del ejército. Llamada el Instrumento de Gobierno, este texto fue lo más cercano a una constitución escrita que ha tenido Inglaterra. Se otorgaban extensos poderes a Cromwell como «lord protector» de por vida y su cargo se hacía hereditario. Al principio, un nuevo parlamento ejerció autoridad limitada para hacer leyes y fijar impuestos, pero en 1655 Cromwell también despidió a sus miembros de forma abrupta. A partir de entonces el gobierno se convirtió en la práctica en una dictadura en la que Cromwell ostentaba una soberanía más absoluta de la que ningún monarca Estuardo habría soñado reclamar.
La restauración de la monarquía
Ante la disyuntiva de una dictadura militar puritana y el viejo régimen realista, cuando surgió la ocasión, Inglaterra se decidió por el último sin dudarlo. Años de impopulares austeridades calvinistas, como la prohibición de toda diversión pública en domingo, habían desacreditado a los puritanos, haciendo que la mayoría de la gente anhelara el estilo más moderado de la Iglesia isabelina. Así pues, poco después de la muerte de Cromwell en 1658, uno de sus generales tomó el poder y convocó elecciones a un nuevo parlamento, que se reunió en la primavera de 1660 y proclamó como rey al hijo exiliado de Carlos I, Carlos II, después de que realizara las promesas tradicionales de buen gobierno, además de tolerancia religiosa limitada para todos los protestantes.
Carlos II (1660-1685) restauró los obispos a la Iglesia de Inglaterra, pero no regresó a las provocativas políticas religiosas de su padre. Declarando con su buen humor característico que no deseaba «reanudar sus viajes», aceptó respetar al parlamento y observar la Petición de Derechos. Reconoció asimismo toda la legislación aprobada por el parlamento inmediatamente después del estallido de la guerra civil en 1642, incluido el requisito de que éste debía convocarse al menos una vez cada tres años. De este modo, tras una prueba más a finales del siglo XVII, Inglaterra surgió de su guerra civil como una monarquía limitada en la que el poder era ejercido por «el rey en parlamento».
Entre 1540 y 1660, los europeos se vieron obligados a arrostrar un mundo en el que todo lo que antes habían dado por cierto se ponía en duda de repente. Se había descubierto un mundo completamente nuevo en América, poblado por millones de personas cuya misma existencia forzaba a replantearse algunas de las ideas más básicas sobre la humanidad y la naturaleza humana. Resultaba igualmente desorientador que la uniformidad religiosa de Europa, que nunca había sido absoluta, se hubiera hecho pedazos hasta un extremo sin precedentes debido a la Reforma y las guerras de religión que surgieron de ella. En 1540 todavía era posible imaginar que esas divisiones religiosas tal vez serían temporales, pero en 1660 resultaba evidente que serían permanentes. Así pues, los europeos ya no podían considerar la fe religiosa revelada un cimiento adecuado para las conclusiones filosóficas universales, pues incluso los cristianos discrepaban ahora acerca de las verdades fundamentales de la fe. De manera similar, las lealtades políticas se vieron amenazadas cuando los intelectuales y el común de la gente comenzaron a afirmar el derecho a ofrecer resistencia a los príncipes con los que disentían en asuntos de religión. Hasta la moral y la costumbre empezaban a parecer arbitrarias y separadas del ordenamiento natural del mundo.
Los europeos respondieron a este ambiente de duda dominante de diversos modos que fueron del escepticismo radical a las aseveraciones autoritarias de fideísmo religioso y absolutismo político. Sin embargo, lo que unió sus respuestas fue una búsqueda a veces desesperada de nuevos cimientos sobre los que reconstruir cierto grado de certeza frente a los nuevos retos intelectuales, religiosos y políticos de Europa.
LAS ACUSACIONES DE BRUJERÍA Y EL PODER DEL ESTADO
A los temores de los europeos se añadía su convicción de que la brujería constituía una amenaza mortal y creciente contra su mundo. Aunque la mayoría de la gente medieval creía que algunas personas, por lo general mujeres, podían sanar o dañar mediante la práctica de la magia, no fue hasta el siglo XV cuando las autoridades instruidas empezaron a insistir en que tales poderes sólo podían derivar de algún tipo de «pacto» efectuado por la bruja con el demonio. Una vez que se aceptó esta creencia, las autoridades judiciales mostraron mucha mayor actividad en descubrir a las brujas sospechosas para llevarlas a juicio. En 1484 el papa Inocencio VIII ordenó a los inquisidores utilizar todos los medios a su alcance para detectar y eliminar la brujería, incluida la tortura de las sospechosas. Como era predecible, la tortura aumentó el número de brujas acusadas que confesaban sus supuestos delitos; y cuantas más brujas acusadas confesaban, se descubrían, acusaban y ejecutaban a más y más brujas, incluso en zonas (como Inglaterra) donde la tortura no se empleaba y donde no operaba la Inquisición.
Al considerar el auge de la caza de brujas que barrió Europa a comienzos de la Edad Moderna, debemos tener en cuenta dos factores. El primero es que los juicios por brujería no se limitaron a los países católicos. Los reformistas protestantes creían en los poderes insidiosos de Satanás tanto como los católicos. Lutero y Calvino instaron a que las personas acusadas de brujas fueran juzgadas con mayor urgencia y sentenciadas con menor indulgencia que los criminales ordinarios, recomendación que sus seguidores siguieron de buena gana. El segundo factor es que sólo cuando los esfuerzos de las autoridades religiosas para detectar la brujería fueron apoyados por los poderes coercitivos de los gobiernos seculares para ejecutarlos, el miedo a las «brujas» pasó a ser verdaderamente sanguinario. Sin embargo, entre 1580 y 1660 el entusiasmo por cazar y matar «brujas» se convirtió en una especie de obsesión en buena parte de Europa, que arrojó un saldo de decenas de miles de víctimas, de las cuales al menos tres cuartos fueron mujeres. Nunca se conocerá el total de muertes, pero en la década de 1620 hubo una media de cien hogueras al año en las ciudades alemanas de Würzburg y Bamberg; en torno al mismo tiempo se decía que la plaza mayor de Wolfenbüttel «parecía un bosquecillo por lo apiñados que estaban los postes de las hogueras». A partir de 1660 las acusaciones de brujería disminuyeron de forma gradual, pero continuaron surgiendo incidentes aislados como el de Salem (Massachusetts) durante medio siglo más.
Esta obsesión por la brujería refleja los temores que sentían los europeos de comienzos de la Edad Moderna no sólo por el demonio, sino también por la eficacia de los remedios tradicionales (como las oraciones, los amuletos y el agua bendita) para combatir los males de su mundo. Asimismo, refleja su convicción creciente de que sólo el estado y no la Iglesia tenía poder para protegerlos. Uno de los rasgos más sorprendentes de la obsesión por cazar «brujas» es la medida en la que estos procesamientos, tanto en los países católicos como en los protestantes, fueron asuntos patrocinados por el estado, llevados a cabo por autoridades seculares que declaraban actuar como protectoras de la sociedad contra los males espirituales y temporales que la asaltaban. Incluso en los países católicos, donde los procesamientos por brujería comenzaron a veces en tribunales eclesiásticos, las causas se transfirieron a los tribunales del estado para el juicio final y la imposición de pena porque los primeros tenían prohibido condenar a penas capitales. En los países protestantes donde se habían abolido los tribunales eclesiásticos (sólo se mantenían en Inglaterra), el proceso completo de detectar, encausar y castigar a las brujas sospechosas se realizaba bajo la supervisión del estado. De este modo, tanto en los países católicos como en los protestantes el resultado de estos juicios por brujería supuso un aumento considerable del ámbito de poderes y responsabilidades del estado para regular la vida de sus súbditos.
LA BÚSQUEDA DE AUTORIDAD
La crisis del siglo de hierro de Europa (como incluso los contemporáneos lo llamaron a veces) fue fundamentalmente de autoridad. Los intentos de restablecer cierta base de autoridad convenida adoptaron muchas formas. Para el noble francés Michel de Montaigne (1533-1592), que escribió durante el apogeo de las guerras de religión, el resultado fue un escepticismo indagador sobre las posibilidades de cualquier conocimiento cierto. Hijo de padre católico y madre hugonota de ascendencia judía, el acaudalado Montaigne se retiró de la carrera de leyes a los treinta y ocho años para dedicarse a una vida de reflexión ociosa. Los Ensayos que produjo fueron una nueva forma literaria concebida originalmente como «experimentos» de escritura (en francés essai significa «prueba»). Como están extraordinariamente bien escritos y además son penetrantes y reflexivos, se encuentran entre los clásicos más duraderos de la literatura y el pensamiento franceses.
Aunque los temas que tratan los Ensayos son amplios, dominan dos. Uno es el escepticismo general. Convirtiendo en su lema Que sais-je? («¿Qué sé yo?»), Montaigne decidió que sabía muy poco con certeza. Declaró que «es una necedad medir la verdad y el error mediante nuestras capacidades», porque son muy limitadas. Así pues, mantuvo en uno de sus ensayos más famosos, «De los caníbales», que lo que puede parecer verdadero y adecuado para una nación puede resultar absolutamente falso para otra porque «cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres». De ahí dedujo su segundo principio fundamental, la necesidad de moderación. Puesto que todos los pueblos piensan que conocen la religión perfecta y el gobierno perfecto, pero pocos están de acuerdo acerca de en qué consiste dicha perfección, Montaigne llegó a la conclusión de que ninguna religión ni gobierno son perfectos realmente y, por consiguiente, ningún credo merece que se luche hasta la muerte por él. En cambio, los pueblos deben aceptar las enseñanzas de la religión sobre la fe y obedecer a los gobiernos constituidos para regirlos sin recurrir al fanatismo en ninguna esfera.
Aunque Montaigne puede parecer sorprendentemente moderno, fue un hombre del siglo XVI que creía que la «razón no hace más que descarriarse en todo» y que la curiosidad intelectual «que nos incita a meter las narices en todo» es un «azote del alma». También fue un fatalista que pensaba que en un mundo regido por un sino impredecible, la mejor estrategia humana era arrostrar lo bueno y lo malo con constancia y dignidad. Sin embargo, a pesar de su tono nada heroico y muy personal, la amplia circulación de sus Ensayos ayudó a combatir el fanatismo y la intolerancia religiosa en su época y las siguientes.
Montaigne buscó refugio de las tribulaciones de su época en el escepticismo, la distancia y la dignidad resignada. Por su parte, su contemporáneo, el abogado francés Jean Bodin (1530-1596), pretendió resolver los trastornos del momento reafirmando los poderes del estado sobre cimientos nuevos y más seguros. Al igual que Montaigne, a Bodin le inquietaba en particular la agitación causada por las guerras de religión en Francia, pues había llegado a presenciar la terrible matanza del día de San Bartolomé en París en 1572. Pero en lugar de encogerse de hombros ante el derramamiento de sangre, decidió ofrecer un plan para lograr que cesaran los disturbios. Y lo hizo en su monumental obra Los seis libros de la República (1576), que constituye la primera declaración plenamente desarrollada de soberanía gubernamental absoluta en el pensamiento político occidental. Según Bodin, los estados surgen de las necesidades de una serie de familias, pero una vez constituidos, no deben tolerar ninguna oposición, pues mantener el orden es su deber supremo. Para Bodin la soberanía era «el poder más alto, absoluto y perpetuo sobre todos los súbditos», y consistía principalmente en el poder de «otorgar leyes a los súbditos sin su consentimiento». Aunque reconocía la posibilidad teórica de que hubiera un gobierno de la aristocracia o la democracia, asumía que las naciones-estado de su tiempo serían gobernadas por monarcas e insistía en que dichos monarcas no podían ser limitados por órganos legislativos o judiciales, ni por leyes hechas por sus predecesores o ellos mismos. Mantenía que todo súbdito debe confiar en «la buena voluntad pura y franca» del gobernante. Incluso si el gobernante resultaba ser un tirano, Bodin insistía en que el súbdito no tenía autorización para ofrecer resistencia, pues cualquier resistencia abriría la puerta a «una anarquía licenciosa que es peor que la más dura tiranía del mundo».
Del mismo modo que los acontecimientos del día de San Bartolomé incitaron a Bodin a formular una doctrina de absolutismo político, Thomas Hobbes (1588-1679) escribió su teoría política clásica, Leviatán (1651), movido por la conmoción que le causó la guerra civil inglesa. Pero Hobbes se diferenció de Bodin en varios aspectos. En primer lugar, Bodin asumía que el poder soberano absoluto sería un monarca real, pero Hobbes no. Toda forma de gobierno capaz de proteger las vidas y propiedades de sus súbditos podría actuar como un Leviatán soberano (y, por tanto, todopoderoso). Además, mientras que Bodin definía el estado como «el gobierno de las familias según las leyes» y, por tanto, no creía que pudiera reducir los derechos a la propiedad privada porque las familias no serían capaces de existir sin propiedad, el estado de Hobbes existía para gobernar sobre individuos particulares y, por tanto, tenía licencia para pisotear la libertad y la propiedad si estaba en juego su supervivencia.
Pero la diferencia fundamental entre Bodin y Hobbes radicaba en la postura pesimista e inflexible del último sobre la naturaleza humana. Hobbes postulaba que el «estado de naturaleza» que había antes de que cobrara existencia el gobierno civil era una condición de «guerra de todos contra todos». Como el hombre se comporta naturalmente como «un lobo» para los demás hombres, la vida humana sin gobierno es por necesidad «solitaria, pobre, detestable, brutal y corta». Para escapar a tales consecuencias, las gentes someten sus libertades a un gobernante soberano a cambio de que acepte mantener la paz. Como han renunciado a sus libertades, los súbditos no tienen ningún derecho a buscarlas y, por tanto, el soberano puede tiranizarlos como le plazca; es libre para oprimirlos de cualquier modo menos matarlos, acto que negaría el mismo objetivo de su gobierno, que es conservar la vida de sus súbditos.
Tal vez el intento más conmovedor de responder a los problemas de la duda en la cultura del siglo XVII fuera el ofrecido por el filósofo moral y religioso francés Blaise Pascal (1623-1662). Comenzó su carrera como matemático y científico racionalista, pero a los treinta años abandonó la ciencia como resultado de una experiencia de conversión y se hizo firme adepto del jansenismo, facción puritana dentro del catolicismo francés. Desde entonces hasta su muerte trabajó en un proyecto filosófico y religioso muy ambicioso que pretendía persuadir a los incrédulos de la verdad del cristianismo apelando de manera simultánea a sus intelectos y emociones. Debido a su muerte prematura, sus esfuerzos sólo se concretaron en sus Pensées (Pensamientos), una colección de fragmentos y escritos breves sobre religión que poseen gran fuerza literaria. En ellos sostenía que la fe por sí sola podía mostrar el camino a la salvación y que «el corazón tiene razones que la razón no entiende». Sus Pensées expresan el terror, la angustia y el sobrecogimiento de su autor frente al mal y la eternidad, pero presentan ese mismo sobrecogimiento como prueba de la existencia de Dios. La esperanza de Pascal era que sobre esta base se reedificara cierta medida de esperanza acerca de la humanidad y su capacidad de conocerse para evitar el dogmatismo y el escepticismo extremo tan prominentes en la sociedad del siglo XVII.
La duda y la incertidumbre del conocimiento humano también fueron temas primordiales en la profusión de literatura y arte producidos durante el siglo de hierro de Europa occidental. Claro está que no todos los poemas, obras de teatro ni pinturas expresaron el mismo mensaje. Durante ciento veinte años de extraordinaria creatividad literaria y artística, se produjeron obras de todos los géneros y sentimientos, desde las farsas más frívolas hasta las tragedias más oscuras y de las naturalezas muertas más serenas a las escenas más violentas de martirio religioso. A los grandes escritores y pintores del período les movió la percepción de las ambigüedades e ironías de la existencia humana no distintas a las expresadas por Montaigne y Pascal de diferentes modos. Todos se daban buena cuenta de los horrores de la guerra y el sufrimiento humano tan atroz en su época, pero también buscaban cierto grado de redención para los seres humanos atrapados en un mundo que los trataba con tanta crueldad. De este balance trágico surgieron algunas de las obras más grandes de la historia de las artes y la literatura europeas.
MIGUEL DE CERVANTES (1547-1616)
La obra maestra de Cervantes, la novela satírica Don Quijote de La Mancha, narra las aventuras de un hidalgo español, don Quijote, que pierde un poco la razón por sus lecturas constantes de libros de caballería. Con la mente llena de todo tipo de aventuras fantásticas, a los cincuenta años se lanza al camino lleno de tropiezos de la caballería andante, imaginando que los molinos de viento son gigantes iracundos, y los rebaños de ovejas, ejércitos de infieles a quienes tiene el deber de derrotar con la lanza. En su imaginación distorsionada confunde posadas con castillos y criadas con cortesanas inflamadas de amor. Como contraste al «caballero andante» aparece la figura de su fiel escudero, Sancho Panza, que representa el ideal del hombre práctico con los pies en la tierra y contento con los placeres modestos pero cuantiosos que le brindan la comida, la bebida y el sueño. No obstante, Cervantes no pretende afirmar que el realismo de Sancho Panza sea preferible de manera categórica al idealismo «quijotesco» de su señor, sino que ambos hombres representan diferentes facetas de la naturaleza humana. Sin lugar a dudas, Don Quijote constituye una sátira devastadora de la mentalidad caballeresca que ya estaba acelerando el declive español. Pero a pesar de todo, las simpatías del lector permanecen con el protagonista, el hombre de La Mancha que se atreve a «soñar el sueño imposible».
EL TEATRO ISABELINO Y JACOBINO
Después de la victoria sobre la armada española, cuando el orgullo nacional estaba en su punto culminante, los dramaturgos del denominado Renacimiento inglés exhibieron una gran exuberancia, sin descender al optimismo fácil. En realidad, una corriente de seriedad reflexiva domina todas sus mejores obras, y unos cuantos, como el autor de tragedias John Webster (c. 1580-c. 1625), que «veía la calavera debajo de la piel», se mostraron cuando poco morbosamente pesimistas. Sin embargo, entre la bandada de grandes dramaturgos isabelinos y jacobinos los más sobresalientes fueron Christopher Marlowe (1564-1593), Ben Jonson (c. 1572-1637) y William Shakespeare (1564-1616). De los tres, el feroz Marlowe, cuya vida quedó truncada en una riña de taberna cuando aún no había cumplido los treinta años, fue el más popular en su época. En obras como Tamerlán y El doctor Fausto, Marlowe creó héroes imperecederos que pretenden conquistarlo todo a su paso y están a punto de lograrlo. Pero se topan con finales desgraciados porque para el autor el esfuerzo humano tiene límites, y la desdicha, al igual que la grandeza, se halla en el sino del hombre. Así pues, aunque Fausto pide a una Helena de Troya reencarnada, conjurada por Satanás, que le haga «inmortal con un beso», muere y al final es condenado porque la inmortalidad no la concede el demonio ni se encuentra en los besos terrenales.
En contraste con las tragedias heroicas de Marlowe, Ben Jonson escribió comedias corrosivas que exponen los vicios y flaquezas humanos. En la particularmente sombría Volpone muestra a la gente comportándose como animales falsos y lascivos, pero en la posterior El alquimista equilibra un ataque al curanderismo y la credulidad con la admiración por los ingeniosos personajes de clase baja que se aprovechan astutamente de sus supuestos superiores.
El más grande de los dramaturgos isabelinos, William Shakespeare, nació en una familia de comerciantes de Stratford-on-Avon. Poco se sabe de su infancia. Dejó su pueblo natal cuando contaba alrededor de veinte años, después de obtener una educación modesta, para viajar a Londres, donde encontró empleo en el teatro. No está claro cómo acabó convirtiéndose en actor y más tarde en escritor de obras teatrales, pero a los veintiocho años ya había logrado fama suficiente como autor para suscitar los celos de sus rivales. Antes de retirarse a su Stratford natal hacia 1610 para pasar el resto de sus días en la tranquilidad, había escrito o colaborado en la creación de cerca de cuarenta obras de teatro, más de ciento cincuenta sonetos y dos largos poemas narrativos.
Desde la muerte de Shakespeare sus obras se convirtieron en una especie de Biblia profana dondequiera que se hable la lengua inglesa. La razón estriba en el don de expresión inigualable del autor, en su ingenio fulgurante y sobre todo en su análisis profundo de la personalidad humana dominada por la pasión y puesta a prueba por el destino. Sus dramas corresponden a tres grupos según los temas. Los escritos durante los primeros años del dramaturgo se caracterizan por un sentimiento de confianza en que, a pesar de la necedad humana, el mundo, en lo fundamental, es ordenado y justo. Entre ellos se encuentran varias de las obras históricas donde se narran las luchas y glorias de Inglaterra que llevaron al triunfo de la dinastía Tudor; la tragedia romántica lírica Romeo y Julieta, y varias comedias como la mágica Sueño de una noche de verano, Noche de Reyes, Como gustéis y Mucho ruido y pocas nueces. A pesar del título de la última, pocas —si es que alguna— de las obras del período primero y más ligero de Shakespeare se merecerían tal calificativo, pues la mayoría explora problemas fundamentales de la identidad psicológica, el honor y la ambición, el amor y la amistad. De cuando en cuando también presentan toques de seriedad profunda, como en Como gustéis, cuando el autor hace que un personaje se detenga para reflexionar que «el mundo entero es un escenario, y todos los hombres y mujeres, simples actores» que pasan por siete «actos» o etapas de la vida.
Las obras del segundo período de Shakespeare son de talante más sombrío y se caracterizan por la amargura, el patetismo y una penosa indagación en los misterios y el significado de la existencia humana. La serie comienza con la tragedia de idealismo indeciso representada por Hamlet, prosigue con el cinismo de Medida por medida y A buen fin no hay mal principio, para culminar en las tragedias inquisitivas de Macbeth y El rey Lear, en las que los personajes afirman que «la vida no es más que una sombra andante […] un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia que no significan nada» y que «somos para los dioses como moscas para muchachos displicentes; nos matan para divertirse». Sin embargo, a pesar de su pesimismo, las obras del segundo período contienen algunos de los mayores logros de grandeza poética del dramaturgo.
No obstante, Shakespeare concluyó su carrera dramática con un tercer período caracterizado por un profundo espíritu de reconciliación y paz. De las tres obras (todos romances idílicos) escritas durante este período final, la última, La tempestad, es la de mayor alcance en sus reflexiones acerca de la naturaleza humana y la fuerza del arte. Se entierran antiguas animosidades y se enderezan los yerros mediante una combinación de medios naturales y sobrenaturales, mientras una heroína con los ojos muy abiertos se regocija al ver por primera vez a los hombres con las siguientes palabras: «¡Oh, esforzado nuevo mundo que tiene tal gente en él!». Aquí Shakespeare parece afirmar que pese a las penalidades a las que está sometida la humanidad, la vida no es tan amarga después de todo, y el plan divino sobre el universo es al final benevolente y justo.
Menos versátil que Shakespeare, pero no muy lejos en grandeza elocuente, se muestra el poeta puritano John Milton (1608-1674). Principal publicista del régimen de Oliver Cromwell, escribió la defensa oficial de la decapitación de Carlos I, así como diversos tratados que justificaban las posiciones puritanas en los asuntos contemporáneos. Pero también le gustaban los clásicos griegos y latinos tanto como la Biblia y escribió una elegía pastoral perfecta, Licidas, doliéndose en términos puramente clásicos de la pérdida de un amigo querido. Más tarde, cuando se vio obligado a retirarse por la ascensión al trono de Carlos II, aunque se había quedado ciego, se embarcó en la escritura de un poema épico clásico, El Paraíso perdido, basándose en el material del Génesis acerca de la creación del mundo y la caída del hombre. Para justificar el trato de Dios al hombre, en El Paraíso perdido Milton hace primero de «abogado del diablo» creando el convincente personaje de Satanás, quien desafía a Dios con osadía y sutileza. Pero Satanás queda a la larga contrarrestado con creces por el «héroe épico» real, Adán, quien aprende a aceptar el sino humano de responsabilidad moral y sufrimiento, y al que se ve al final abandonando el Paraíso con Eva, «con todo el mundo por delante».
EL MANIERISMO
Las ironías y tensiones inherentes a la existencia humana también las representaron con elocuencia y profundidad varios maestros importantes de las artes visuales que florecieron durante este siglo tumultuoso. La meta dominante en la pintura italiana y española durante la primera mitad de este período, los años comprendidos entre 1540 y 1600, era fascinar al espectador con efectos especiales. Sin embargo, esta meta se logró mediante dos estilos completamente diferentes (si bien, para crear confusión, a ambos se hace referencia a veces como «manierismo»). El primero se basaba en el estilo del maestro renacentista Rafael, pero pasó de la gracilidad del pintor a una elegancia muy afectada que rayaba en lo estrambótico y surrealista. Representantes de esta postura fueron los florentinos Pontormo (1494-1557) y Bronzino (1503-1572). Sus retratos precisos son planos y fríos, pero resultan extrañamente fascinantes.
El otro extremo era teatral en un sentido más convencional, muy dramático y convincente desde la perspectiva emocional. Los pintores que siguieron este planteamiento estaban en deuda con Miguel Ángel, pero llegaron mucho más lejos que él al resaltar los contrastes oscuros, la agitación y la distorsión. De este segundo grupo, los dos más destacados fueron el veneciano Tintoretto (1518-1594) y el español El Greco (c. 1541-1614). Combinando aspectos del estilo de Miguel Ángel con el gusto tradicional veneciano por el colorido, Tintoretto produjo un número enorme de telas monumentales dedicadas a temas religiosos que siguen inspirando sobrecogimiento con su luz resplandeciente y dramatismo apasionante. Aún más emotiva es la obra de su discípulo, El Greco. Doménikos Theotokópoulos, nacido en la isla griega de Creta, absorbió cierto alargamiento estilizado característico de la pintura de iconos greco-bizantina antes de viajar a Italia para aprender color y dramatismo de Tintoretto. Acabó asentándose en España, donde se le llamó «El Greco» debido a su origen. Sus pinturas eran demasiado extrañas para alcanzar un amplio reconocimiento en su época, e incluso en la actualidad resultan tan desequilibradas que parecen la obra de alguien casi perturbado. Pero esta visión desdeña su profundo fervor místico católico y sus logros técnicos. Su cuadro más conocido es el paisaje transfigurado Vista de Toledo, con su luz sombría pero sobrecogedora irrumpiendo donde no brilla el sol. Igualmente inspiradoras resultan sus escenas religiosas llenas de movimiento y varios de sus estupendos retratos en los que españoles adustos y circunspectos irradian una rara mezcla de austeridad y penetración espiritual.
ARTE Y ARQUITECTURA BARROCAS
La escuela artística dominante en Europa meridional desde aproximadamente 1600 hasta comienzos de la década de 1700 fue la del barroco, escuela no sólo de pintura, sino también de escultura y arquitectura. El estilo barroco retuvo aspectos de dramatismo e irregularidad, pero evitó parecer extravagante o exaltada y pretendió sobre todo instilar un sentimiento positivo. Originada en Roma como expresión de los ideales del papado de la Contrarreforma y la orden jesuita, la arquitectura barroca aspiraba en particular a fomentar una visión del mundo específicamente católica. De modo similar, la pintura barroca a menudo se llevó a cabo al servicio de la Iglesia contrarreformista, que en su punto culminante, hacia 1620, parecía estar a la ofensiva en todas partes. Cuando los pintores barrocos no celebraban los ideales de la Contrarreforma, la mayoría trabajaba al servicio de monarcas que ansiaban su propia glorificación.
La figura más imaginativa e influyente del barroco romano fue el arquitecto y escultor Gianlorenzo Bernini (1598-1680), empleado frecuente del papado que creó una espléndida celebración de la grandeza pontifical en las amplias escalinatas que llevaban a la basílica de San Pedro. Rompiendo con el sereno clasicismo renacentista de Palladio, la arquitectura de Bernini conservó elementos clásicos como las columnas y los domos, pero los combinó de maneras que pretendían expresar una agitación provocadora y gran poder. Bernini fue también uno de los primeros en experimentar con las fachadas de las iglesias construidas «en profundidad», con frentes que no se concebían como superficies continuas, sino que sobresalían en ángulos extraños y parecían invadir el espacio abierto que había delante. Si el objetivo de estas innovaciones era arrastrar emocionalmente al espectador a la obra de arte, lo mismo cabe afirmar de Bernini en la escultura. Volviendo al movimiento incesante de la estatuaria helenística —en particular, al grupo de Laoconte— y desarrollando tendencias ya presentes en la escultura última de Miguel Ángel, la estatuaria de Bernini resalta el drama e incita al espectador a responder ante él en lugar de limitarse a observarlo serenamente.
Como la mayoría de los pintores barrocos italianos carecieron del genio artístico de Bernini, para contemplar las obras de arte más grandes de la pintura barroca de Europa meridional se debe mirar a España y la obra de Diego de Velázquez (1599-1660). A diferencia de Bernini, Velázquez, pintor de la corte en Madrid justo cuando España se hallaba al borde de la ruina, no fue un exponente enteramente típico del estilo barroco. Sin duda, muchas de sus telas muestran el gusto barroco por el movimiento, el drama y la fuerza, pero la mejor obra de este pintor se caracteriza por una atención más moderada de la que se suele encontrar en el barroco. Así, su famosa Rendición de Breda muestra caballos fornidos y espléndidos nobles españoles, por una parte, pero una compasión nada barroca por las tropas derrotadas y dispersas, por la otra. La mejor pintura de Velázquez, Las meninas, realizada en torno a 1656 tras el derrumbe de España, es uno de los análisis artísticos más reflexivo e inquisitivo sobre la ilusión y la realidad que se han ejecutado jamás.
LA PINTURA HOLANDESA EN LA EDAD DE ORO
El principal rival septentrional de Europa meridional por los laureles artísticos fueron los Países Bajos, donde tres pintores muy distintos exploraron al máximo el tema de la grandeza y la desdicha del hombre. El primero, Peter Brueghel (c. 1525-1569), trabajó en una vena relacionada con el realismo holandés anterior, pero a diferencia de sus predecesores, quienes preferían las tranquilas escenas urbanas, Brueghel se recreó en representar la vida animada y elemental del campesinado. En este sentido, sus cuadros más famosos son la Boda campesina y la Danza campesina, así como su extenso Los cosechadores, en el que los peones del campo beben y roncan mientras se toman un merecido descanso de sus pesadas tareas bajo el sol del mediodía. Dichas escenas dan la impresión de ritmos de vida ininterrumpidos, pero más avanzada su carrera Brueghel quedó pasmado por la intolerancia y el derramamiento de sangre que presenció durante las revueltas calvinistas y la represión española, y expresó su crítica de una manera sobria pero virulenta. En El ciego guía de ciegos, por ejemplo, vemos lo que sucede cuando los fanáticos ignorantes se ponen a mostrarse el camino mutuamente. Más poderosa aún es su Matanza de los inocentes, que desde la distancia parece una escena amable de una aldea flamenca enterrada en la nieve. Sin embargo, en realidad los soldados despiadados irrumpen metódicamente en las casas y matan a los niños, los sencillos campesinos se encuentran a su merced y el artista —aludiendo a un evangelio olvidado por igual por los belicosos católicos y protestantes— parece estar diciendo: «lo mismo que sucedió en tiempos de Cristo sucede ahora».
Muy diferente de Brueghel fue el pintor barroco flamenco Peter Paul Rubens (1577-1640). Puesto que el barroco era un movimiento internacional estrechamente ligado con la propagación de la Contrarreforma, no debe resultar sorprendente que se hallara muy bien representado justo en esa parte de los Países Bajos que, tras una larga guerra, permanecía en posesión de España. En realidad, Rubens de Amberes fue un artista barroco mucho más típico que Velázquez de Madrid, pues pintó miles de telas robustas que glorificaban el catolicismo resurgente o exaltaban a aristócratas de segunda retratándolos como héroes épicos vestidos con pieles de oso. Incluso cuando su intención no era manifiestamente propagandística, acostumbraba a recrearse en la suntuosa extravagancia de la forma barroca, y tal vez sea más famoso en la actualidad por la carne sonrosada y rolliza de sus desnudos bien alimentados. Pero a diferencia de una multitud de artistas barrocos menores, Rubens no carecía de sutileza y fue un hombre de muchos registros. El delicado retrato de su hijo Nicolás capta la niñez natural en un momento de reposo y, aunque durante la mayor parte de su carrera había celebrado el valor marcial, sus Horrores de la guerra representan conmovedoramente lo que él mismo denominó «el dolor de la infortunada Europa, que durante tantos años ha sufrido el saqueo, el ultraje y la miseria».
En ciertos aspectos una mezcla de Brueghel y Rubens, el mayor de los pintores flamencos, Rembrandt van Rijn (1606-1669), desafía todos los intentos de caracterización simple. Al vivir al otro lado de la frontera de los Países Bajos españoles en la Holanda firmemente calvinista, Rembrandt pertenecía a una sociedad que era demasiado austera para tolerar el realismo campechano de un Brueghel o la pomposidad barroca carnal de un Rubens, pero logró dar nuevos usos a los rasgos realistas y barrocos. Al comienzo de su carrera alcanzó fama y fortuna como pintor de escenas bíblicas que carecían de la carnalidad barroca, pero conservaban su grandeza en las formas tumultuosas y los asombrosos experimentos con la luz. También fue un prolífico retratista que sabía cómo adular a sus modelos destacando su perseverancia calvinista con gran provecho para su bolsillo. Pero poco a poco su prosperidad fue desvaneciéndose, al parecer, debido en parte a que se cansó de adular y sobre todo a que realizó algunas malas inversiones. Cuando aumentaron las tragedias personales en los años centrales y declinantes del pintor, su arte se volvió más pensativo y sombrío, pero ganó en dignidad, lirismo sutil y misterio sobrecogedor. Así pues, sus últimos retratos, entre los que se incluyen varios autorretratos, están imbuidos de cualidades introspectivas y la insinuación de que sólo se cuenta la mitad de la historia. Resultan igualmente conmovedoras pinturas filosóficas como Aristóteles contemplando el busto de Homero, en la que el filósofo parece hechizado por el resplandor del poeta épico, y El jinete polaco, en la que se funden elementos realistas y barrocos en una síntesis más elevada para representar a un joven pensativo que se expone sin miedo a un mundo peligroso. Al igual que Shakespeare, Rembrandt sabía que el viaje de la vida está lleno de peligros, pero sus pinturas más maduras sugieren que pueden ser dominados con una percepción valerosa de las propias limitaciones humanas.
Entre 1540 y 1660, Europa fue devastada por una combinación de guerras de religión, rebeliones políticas y crisis económicas que socavaron la confianza en las estructuras tradicionales de autoridad social, económica y política. El resultado fue el miedo, el escepticismo y la búsqueda de nuevos cimientos más seguros sobre los que reconstruir el orden social, político y religioso. Para los artistas y los intelectuales el período resultó uno de los más creativos de la historia europea, pero para el común de la gente fue un siglo de sufrimiento extraordinario.
Tras cien años de esfuerzos destructivos para restaurar la unidad religiosa de Europa mediante la guerra, en 1660 comenzó a surgir entre los estados una tolerancia religiosa de facto como único modo de conservar el orden político. Dentro de los estados la tolerancia era todavía muy limitada cuando terminó este siglo terrible. Pero en los territorios donde las rivalidades religiosas habían alcanzado una profundidad difícil de superar, los gobernantes empezaban a descubrir que la lealtad al estado era un valor capaz de anular incluso dichas divisiones entre sus súbditos. Así pues, el resultado final de este siglo de crisis fue el fortalecimiento de la confianza en los poderes del estado para sanar sus heridas y corregir sus errores, mientras la religión era relegada cada vez más a la esfera privada de la conciencia individual. En los siglos siguientes esta nueva confianza en el estado como agente moral autónomo que actúa de acuerdo con sus «razones de estado» propias y para sus fines específicos resultaría un reto considerable a las tradiciones de gobierno consensuado y limitado que habían surgido de la Edad Media.
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