CAPÍTULO 13

Las reformas de la religión

Tras dos siglos de confusión económica, social y política, en el año 1500 Europa se hallaba en la senda de la recuperación. La población aumentaba, la economía se expandía, las ciudades crecían y los monarcas nacionales de Francia, Inglaterra, España, Escocia y Polonia estaban bien asentados en sus tronos. Todos los gobiernos extendían y ahondaban su control sobre la vida de sus súbditos. Tras un paréntesis a finales del siglo XIV, también se había reanudado la expansión comercial y colonial. Incluso el cristianismo católico parecía marchar viento en popa cuando despuntó el siglo XVI. Aunque el papado seguía sumido en guerras territoriales en Italia, la Iglesia había capeado las tormentas que la habían acosado durante el siglo XV. Se había acabado con los lolardos y los husitas se habían reincorporado a la Iglesia. En la lucha por el conciliarismo, el papado había logrado el apoyo de todos los principales monarcas europeos, lo que redujo a los conciliaristas al aislamiento académico en la Universidad de París. Mientras tanto, en el plano parroquial, probablemente nunca había sido tan elevada la devoción del pueblo llano a su fe cristiana. Sin duda, también había dificultades. Aunque la formación educativa del clero parroquial era mejor que nunca, los reformistas no tardaron en señalar que todavía había demasiados sacerdotes ausentes, ignorantes o que descuidaban sus deberes espirituales. En líneas generales, parecía que el monacato había perdido su llama espiritual; entre la plebe, el entusiasmo religioso conducía a veces a los fieles a supersticiones flagrantes y errores doctrinales, pero eran problemas subsanables. En su conjunto, «el panorama de Europa» no había resultado tan brillante desde hacía varios siglos.

Nadie en 1500 habría predicho que en menos de cincuenta años la unidad religiosa europea quedaría hecha añicos de forma irreparable por un potente movimiento reformista protestante o que en el siglo posterior una pasmosa serie de destructivas guerras de religión sacudiría los cimientos de la vida política. Pero lo más notable es que estos acontecimientos extraordinarios comenzaron con un solo monje alemán llamado Martín Lutero (1483-1546), cuya búsqueda personal de una comprensión más precisa del pecado, la gracia y la salvación cristiana puso en marcha una reacción en cadena que provocó la separación de millones de europeos de la Iglesia católica romana y afectó las prácticas religiosas de casi todos los cristianos de Europa, fueran católicos o protestantes. El movimiento religioso que desencadenó Lutero fue mucho mayor que su persona, y tampoco se debe considerar su viaje espiritual el compendio de todo el protestantismo. Pero, dicho esto, no hay duda de que el movimiento de Reforma comenzó con Martín Lutero, y lo mismo haremos nosotros para comprender el extraordinario cataclismo que causó.

La convulsión luterana

Para explicar el éxito de la revuelta luterana en Alemania, debemos responder a tres preguntas centrales: 1) ¿Por qué las ideas teológicas de Lutero le llevaron a romper con Roma? 2) ¿Por qué se unieron a su causa gran número de alemanes? 3) ¿Por qué tantos príncipes y ciudades alemanes impusieron la religión dentro de sus territorios? Como hemos visto, los que siguieron a Lutero encontraron atractivo su mensaje por diferentes razones. Muchos campesinos esperaban que la nueva religión los liberara de las extorsiones de sus señores; las ciudades y los príncipes pensaron que les ayudaría a consolidar su independencia política; y los nacionalistas creyeron que liberaría a Alemania de las exigencias de los papas extranjeros, proclives a barrer hacia su propia casa en el centro de Italia.

Sin embargo, todos los seguidores de Lutero compartían la convicción de que su nueva comprensión del cristianismo les conduciría al cielo, y el catolicismo, no. En este sentido, reforma resulta una etiqueta engañosa para el movimiento, pues aunque el propio Lutero empezó como reformista que pretendía limpiar el cristianismo de sus abusos, se convirtió en seguida en un rival inflexible de los principios básicos del credo y la práctica católicos. Muchos de sus seguidores se hicieron aún más radicales. Así pues, el movimiento religioso que comenzó con Martín Lutero no fue una mera «reforma», sino un ataque frontal a los cimientos de la vida religiosa bajomedieval.

LA BÚSQUEDA DE LA CERTIDUMBRE RELIGIOSA

Aunque Martín Lutero se convirtió en la inspiración de millones de personas, al principio causó un gran desengaño a su padre, campesino de Turingia que había prosperado con el arrendamiento de algunas minas. Anhelando ver ascender más a su inteligente hijo, lo envió a la Universidad de Erfurt para que estudiara derecho. Sin embargo, en 1505 Martín destrozó sus esperanzas al hacerse monje de la orden agustina. En cierto modo, permaneció siempre fiel a los humildes orígenes de su padre. Toda su vida vivió de manera sencilla y se expresó en la lengua vernácula, fuerte y vulgar, que hablaba el campesinado alemán.

Al igual que muchas grandes figuras en la historia de la religión, Lutero llegó a comprender la verdad religiosa mediante una experiencia dramática de conversión. Como monje, siguió con gran celo todos los medios tradicionales para conseguir la salvación. No sólo ayunaba y rezaba constantemente, sino que se confesaba tan a menudo que su agotado confesor llegó a sugerirle en broma que, si quería de verdad tener una confesión estimulante, saliera fuera e hiciera algo tremendo, como cometer adulterio. Pero por mucho que lo intentaba, Lutero no podía hallar la paz espiritual, porque temía que nunca sería capaz de realizar las buenas obras necesarias para merecerse un don tan preciado como la salvación. Sin embargo, en 1513 tuvo una iluminación que le otorgó consuelo y cambió el curso de su vida.

Esta iluminación rectora se refería al problema de la justicia divina. Durante años Lutero había estado obsesionado por la aparente injusticia de que Dios estableciera mandamientos a sabiendas de que los seres humanos no los podrían cumplir y luego los castigara con la condena eterna por haberlos infringido. Pero una vez que se convirtió en profesor de teología bíblica en la Universidad de Wittenberg (muchos miembros de su orden monástica se dedicaban a la enseñanza), su estudio de la Biblia le llevó a comprender el problema de otro modo. En concreto, mientras meditaba sobre las palabras de los salmos «sálvame y líbrame en tu justicia», se le ocurrió de improviso que la justicia de Dios no tenía nada que ver con su poder para castigar, sino con su misericordia para salvar a los mortales pecadores mediante la fe. Más adelante escribió: «Por fin, por la gracia de Dios, empecé a comprender la justicia divina como aquella por la cual Dios nos hace justos en su gracia y mediante la fe […] y entonces me sentí absolutamente renacido, como si se me abriesen las puertas y entrase yo mismo en el paraíso». Puesto que tuvo esta revelación en la habitación de la torre de su monasterio, se la suele denominar «la experiencia de la torre».

Después de eso todo pareció encajar. En los años inmediatamente posteriores a 1513, mientras daba clases en Wittenberg, Lutero reflexionó sobre un pasaje de la Carta a los romanos de san Pablo (1, 17): «El justo vive de la fe», hasta que alcanzó su doctrina central de la «justificación sólo por la fe». Llegó a la conclusión de que la justicia de Dios no exige para la salvación infinitas buenas obras y rituales religiosos, porque los humanos nunca lograrán salvarse por sus propios esfuerzos. Sólo los salva la gracia de Dios, que ofrece como un don completamente inmerecido a aquellos a los que ha predestinado para la salvación. Puesto que esta gracia llega a los humanos por medio del don de la fe, desde la perspectiva humana los hombres y las mujeres están «justificados» (es decir, son merecedores de la salvación) sólo por la fe. Quienes han sido justificados por Dios mediante la fe manifestarán ese hecho efectuando obras de piedad y caridad, pero dichas obras no son las que los salvan. La piedad y la caridad no son más que signos visibles del estado espiritual invisible de cada creyente, que sólo lo conoce Dios.

La esencia de esta doctrina no era original de Lutero, pues su origen se remontaba al año 400 aproximadamente, cuando se formuló la teoría de la predestinación de san Agustín (véase capítulo 6), el santo patrón de la orden monástica de Lutero. Sin embargo, durante los siglos XII y XIII, teólogos como Pedro Lombardo y santo Tomás de Aquino habían desarrollado una comprensión muy diferente de la salvación, destacaban el papel que tanto la Iglesia (a través de los sacramentos) como el creyente (mediante obras de piedad y caridad) podían desempeñar en el proceso. Ninguno de estos teólogos declaró que el ser humano pudiera ganarse el camino al cielo sólo con buenas obras, pero la Iglesia tardomedieval fomentó sin darse cuenta este malentendido al presentar el proceso de la salvación en términos cada vez más cuantitativos, declarando, por ejemplo, que, si realizaba un acto meritorio específico (como una peregrinación o una donación pía), el creyente reduciría la penitencia que debía a Dios en un número específico de días. A partir del siglo XIV los papas afirmaron que dispensaban tal gracia especial a los vivos valiéndose del «Tesoro de Méritos de la Iglesia», un almacén de buenas obras sobrantes, acumuladas por Cristo y los santos del cielo. Desde 1476 los papas también comenzaron a asignar esos excedentes de gracia a los muertos con el fin de acelerar su paso por el purgatorio. Lo más común era que la gracia se extrajera de este «Tesoro» y se reasignara a los pecadores necesitados mediante las indulgencias: remisiones especiales de las obligaciones penitenciales impuestas a los cristianos por sus sacerdotes como parte del sacramento de la penitencia. Cuando empezaron las indulgencias en los siglos XI y XII, sólo podían ganarse exigiendo ejercicios espirituales, como unirse a una cruzada, pero a finales del siglo XV ya solían concederse a cambio de pagos monetarios para favorecer causas papales. A muchos reformistas esto les parecía simonía: el pecado de vender gracia a cambio de dinero.

Abusos de esta clase fueron ampliamente criticados por los reformistas eclesiásticos de comienzos del siglo XVI como Erasmo. Pero las objeciones de Lutero a las indulgencias y oraciones por los muertos tuvieron consecuencias mucho más radicales porque se basaban en una serie de presupuestos teológicos agustinianos que, si se llevaban a su conclusión lógica, sólo podían dar como resultado el desmantelamiento de buena parte de la práctica religiosa católica de la época. Puede que ni el mismo Lutero se hubiera percatado de este hecho cuando dio los primeros pasos que llevarían a su ruptura con Roma. Pero cuando las implicaciones de sus ideas quedaron patentes, no las abandonó, sino que prosiguió defendiéndolas y declaró a sus rivales: «Ésta es mi posición, que Dios me ayude, no puedo hacer otra cosa».

COMIENZA LA REFORMA

Lutero desarrolló sus ideas teológicas como profesor universitario, pero en 1517 no pudo soportar una provocación que le incitó a atacar algunas de las prácticas de la Iglesia. La historia de la campaña de indulgencias de 1517 en Alemania es pintoresca pero desagradable. El frívolo Alberto de Hohenzollern, hermano menor del elector de Brandeburgo, se había hundido en una enorme deuda por varias razones vergonzosas. En 1513 tuvo que pagar grandes sumas de dinero por el permiso papal para ocupar a la vez los obispados de Magdeburgo y Hallberstadt, aunque a sus veintitrés años no tenía la edad suficiente para ser obispo. No satisfecho con eso, cuando el prestigioso arzobispado de Maguncia quedó vacante al año siguiente, Alberto logró también que lo eligieran para el puesto, aunque sabía que eso significaría pagos aún mayores a Roma. Después de obtener los fondos necesarios mediante préstamos de la banca alemana de los Fugger, llegó a un trato con el papa León X (1513-1521): éste autorizó la venta de indulgencias en los territorios eclesiásticos de Alberto en el entendimiento de que la mitad de los ingresos conseguidos irían a Roma para la construcción de la basílica de San Pedro, mientras que la otra mitad se la quedaría Alberto para saldar su deuda con los Fugger.

Lutero desconocía los sórdidos detalles del trato, pero sí se enteró de que un fraile dominico llamado Tetzel se había puesto de inmediato a pregonar indulgencias por buena parte del norte de Alemania, de que llevaba en su comitiva agentes bancarios de los Fugger, y de que hacía creer a la gente que una indulgencia era un pase automático al cielo para uno mismo o para los seres queridos que estaban en el purgatorio. Lutero lo consideró doblemente ofensivo: Tetzel no sólo violaba su convicción de que las personas se salvan por la fe, no por las obras, sino que además confundía a los creyentes para que pensaran que, si compraban una indulgencia, no tendrían necesidad de confesar más sus pecados a un sacerdote, con lo que ponían en riesgo la misma salvación. Así pues, el 31 de octubre de 1517, Lutero ofreció a sus colegas de la universidad una lista de noventa y cinco tesis que objetaban la doctrina católica acerca de las indulgencias, acto que se suele considerar el inicio de la Reforma protestante.

En principio, Lutero no tenía intención de publicar sus críticas a Tetzel. Escribió las objeciones en latín, no en alemán, y sólo pretendía que se utilizaran para la discusión académica dentro de la Universidad de Wittenberg. Pero cuando una persona desconocida tradujo y publicó las tesis, el hasta entonces oscuro monje alcanzó de repente una gran fama. Tetzel y sus aliados ajenos a la universidad exigieron entonces a Lutero que retirara sus tesis o se defendiera. Pero en lugar de hacer lo primero, Lutero acrecentó sus ataques contra la jerarquía eclesiástica. En 1519, en un debate público sostenido ante la multitud en Leipzig, Lutero mantuvo desafiante que el papa y todos los clérigos no eran más que hombres falibles y que la autoridad suprema para la conciencia de una persona era la verdad de las Escrituras. El papa León X respondió acusando a Lutero de herejía, tras lo cual no le quedó más alternativa que romper por completo con la Iglesia católica.

El año de mayor actividad creativa de Lutero llegó en 1520, cuando en medio de la crisis causada por su desafío compuso una serie de folletos que establecían sus tres premisas teológicas primordiales: la justificación por la fe, la primacía de las Escrituras y «el sacerdocio de todos los creyentes». Ya hemos examinado el significado de la primera premisa. Con la segunda, aseveraba que el significado literal de las Escrituras tenía prioridad sobre las tradiciones eclesiásticas y que las creencias (como el purgatorio) o las prácticas (como las oraciones a los santos) que no se basaban de manera explícita en las Escrituras podían rechazarse como invenciones humanas. También declaró que todos los creyentes cristianos eran iguales espiritualmente ante Dios. Negando que los sacerdotes, monjes y monjas tuvieran ninguna cualidad espiritual especial en virtud de su vocación, Lutero sostenía en su lugar «el sacerdocio de todos los creyentes».

De estas premisas se sucedieron multitud de consecuencias prácticas. Puesto que las obras no conducían a la salvación, Lutero declaró que los ayunos, las peregrinaciones y la veneración de las reliquias carecían de valor espiritual. Abogó por la disolución de todos los monasterios y conventos, y tomó medidas para «desmitificar» los ritos de la Iglesia, como la propuesta de sustituir el latín por el alemán en los oficios religiosos y la reducción del número de sacramentos de siete a dos (bautismo y eucaristía; en 1520 incluyó también la penitencia, pero luego cambió de opinión). Aunque continuaba creyendo que Cristo estaba realmente presente en el pan y el vino consagrados de la cena del Señor, negaba que la misa fuera una repetición del sacrificio de Cristo en la cruz e insistía en que era sólo a través de la fe de cada creyente individual como el sacramento podía conducir a Dios. Para resaltar más que quienes presidían las iglesias no tenían autoridad sobrenatural, insistió en llamarlos ministros o pastores en lugar de sacerdotes. También propuso abolir la jerarquía entera de papas, obispos y archidiáconos. Por último, firme en la creencia de que no existía ninguna distinción espiritual entre el clero y los laicos, Lutero sostuvo que los sacerdotes podían casarse, y en 1525 tomó esposa él mismo.

LA RUPTURA CON ROMA

Divulgados ampliamente por la imprenta, los polémicos folletos de 1520 de Lutero exaltaron a buena parte de Alemania, lo que le otorgó un apasionado apoyo popular y desencadenó una revuelta religiosa nacional contra el papado. En un alemán coloquial muy destemplado, Lutero declaró que «si la corte de los papas se redujera el noventa y nueve por ciento, todavía sería lo bastante grande para tomar decisiones sobre asuntos de fe»; que «los cardenales han chupado de Italia hasta secarla y ahora se dirigen a Alemania»; y que, teniendo en cuenta la corrupción de Roma, «el reino del Anticristo no podría ser peor». Cuando se propagó la noticia del desafío de Lutero, sus folletos se convirtieron en un éxito editorial. Mientras que la tirada media de un libro impreso hasta 1520 había sido de mil ejemplares, la primera tirada de A la nobleza cristiana (1520) alcanzó los cuatro mil, que se vendieron en unos cuantos días. En seguida se imprimieron muchos miles de ejemplares más. Más populares aún eran los grabados que se mofaban del papado y exaltaban a Lutero, vendidos a decenas de miles porque los podían entender hasta los analfabetos.

Las denuncias de Lutero al papado reflejaban el extendido disgusto público hacia los pontífices recientes. El papa Alejandro VI (1492-1503) había sobornado a los cardenales para obtener el puesto, usado el dinero recaudado en el jubileo de 1500 para sostener las campañas militares de su hijo César y tenía una moral tan corrupta que era sospechoso de incesto con su propia hija Lucrecia Borgia. Julio II (1503-1513) dedicó su reino a aumentar los Estados Pontificios mediante la guerra; un comentarista señaló de él que habría alcanzado la mayor gloria si hubiera sido un príncipe seglar. León X (1513-1521), el rival de Lutero, era miembro de la familia Medici de Florencia. Aunque no era llamativamente corrupto ni inmoral, era un esteta indulgente consigo mismo al que, en palabras de un historiador católico moderno, «no se habría considerado digno para ser el portero en la casa del Señor si hubiera vivido en los días de los apóstoles». La crítica al papado tampoco se limitaba a los que acabaron convirtiéndose en protestantes. En El elogio de la locura, publicado por primera vez en 1511 y reimpreso con frecuencia, Erasmo declaraba que, si los papas de su época se vieran alguna vez obligados a llevar la vida de Cristo, estarían desconsolados. En Julio excluido del cielo, publicado de manera anónima en Basilea en 1517, Erasmo iba aún más lejos al imaginar una conversación en las puertas del cielo entre san Pedro y el papa Julio II, en la que Pedro se negaba de plano a admitirlo en el cielo porque no creía que la figura armada y jactanciosa que tenía ante sí pudiera ser el papa.

Sin embargo, en Alemania el resentimiento hacia el papado era especialmente elevado. Debido a la enorme fragmentación política de la región en el siglo XV, no existían acuerdos (conocidos como concordatos) entre el papa y el emperador que limitaran la autoridad del primero, como era el caso de los monarcas de España, Francia e Inglaterra. Como resultado, en 1500 los príncipes alemanes se quejaban de que los impuestos papales eran tan elevados que estaban dejando sin dinero el país. Pero a pesar de pagar sumas tan grandes a Roma, los alemanes apenas tenían influencia sobre la política papal. Franceses, españoles e italianos dominaban el colegio de cardenales y la burocracia papal, y los propios pontífices eran invariablemente italianos (circunstancia que continuaría hasta 1978). Como resultado, los graduados de las florecientes universidades alemanas casi nunca encontraban empleo en Roma. En su lugar, muchos se unieron a las multitudes de seguidores de Lutero para convertirse en dirigentes del nuevo movimiento religioso.

LA DIETA DE WORMS

El drama personal de Lutero se iba convirtiendo deprisa en una crisis. A finales de 1520, respondió a la bula del papa León X que le ordenaba retractarse arrojando no sólo esa bula sino todo el derecho canónico a una crepitante hoguera frente a una enorme muchedumbre. Puesto que a los ojos de la Iglesia Lutero era ahora un hereje contumaz, fue formalmente entregado para que lo castigara su monarca laico, el elector Federico el Sabio de Sajonia. Sin embargo, Federico estaba poco dispuesto a silenciar al antagonista del papa. En lugar de quemar a Lutero en la hoguera por herejía, declaró que todavía no había tenido un juicio justo. Por consiguiente, a comienzos de 1521 lo llevó a la ciudad de Worms para que lo examinara una asamblea formal (una «dieta») de los príncipes del Sacro Imperio Romano.

En Worms la iniciativa recayó en el recién elegido sacro emperador romano, Carlos V, que no era alemán y hasta resulta dudoso que tuviera alguna identidad nacional. Como miembro de la familia Habsburgo, había nacido y se había criado en sus posesiones ancestrales de los Países Bajos. Sin embargo, en 1521, debido al funcionamiento impredecible de la herencia dinástica, el matrimonio, la elección y la suerte, no sólo se había convertido en soberano de los Países Bajos, sino también en rey de Alemania y sacro emperador romano, duque de Austria, duque de Milán y monarca del Franco Condado. Como nieto de los Reyes Católicos por parte de madre, también era rey de España; rey de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, así como soberano de todas las posesiones españolas en el Nuevo Mundo.

Gobernar una combinación tan extraordinaria de territorios planteaba enormes desafíos. El imperio de Carlos no tenía capital ni instituciones administrativas centralizadas; no compartía una lengua ni una cultura comunes y tampoco habían fronteras geográficas colindantes. Por tanto, se encontraba completamente al margen del creciente nacionalismo de la vida política tardomedieval. Carlos reconoció la diversidad de su imperio y, siempre que le fue posible, trató de gobernar mediante autoridades e instituciones locales. Pero no podía tolerar amenazas a las dos fuerzas fundamentales que mantenían unido su imperio: el propio emperador y el catolicismo. No obstante, más allá de esos cálculos políticos, Carlos era también un católico ferviente y comprometido, a quien le preocupaba hondamente la perspectiva de que se extendiera la herejía dentro de su imperio. Así pues, apenas cabía duda de que la Dieta de Worms condenaría a Martín Lutero por hereje. Pero cuando el monje se negó a retractarse incluso ante el emperador, Federico el Sabio intervino una vez más, esta vez organizando un «secuestro» con el que se llevaron en secreto a Lutero del castillo del elector de Wartburg y lo mantuvieron libre de peligro durante un año.

A partir de entonces, Lutero no volvió a verse en riesgo de perder la vida. Aunque la Dieta de Worms lo declaró proscrito, este edicto no llegó a cumplirse. Lutero se ocultó y Carlos V abandonó Alemania para encabezar una guerra contra Francia. En 1522 Lutero regresó triunfante de Wartburg a Wittenberg, donde descubrió que sus seguidores de la universidad habían puesto en práctica los cambios por los que abogaba en el gobierno y el culto eclesiásticos. Después, en rápida sucesión, varios príncipes alemanes se convirtieron al luteranismo junto con sus territorios. En 1530, una parte considerable de Alemania ya había abrazado la nueva fe.

LOS PRÍNCIPES ALEMANES Y LA REFORMA LUTERANA

En este punto surge la última de las tres preguntas fundamentales acerca de la historia inicial del luteranismo: ¿por qué algunos príncipes alemanes, afianzados en su poder, atendieron a la llamada de Lutero y establecieron las nuevas prácticas religiosas dentro de sus territorios? Se trata de una cuestión crucial porque, a pesar del apoyo popular, la causa luterana seguramente habría fracasado si no hubiera sido adoptada por varios poderosos príncipes alemanes y ciudades libres. En 1520 Lutero era más o menos igual de popular en toda Alemania, pero sólo en aquellos territorios donde los gobernantes establecieron formalmente el luteranismo prevaleció la nueva religión. En otras partes sus simpatizantes se vieron obligados a huir, enfrentarse a la muerte o amoldarse al catolicismo.

El poder de los príncipes para determinar la religión de su territorio reflejaba transformaciones que estaban ocurriendo en toda la sociedad europea. La principal tendencia política en torno al año 1500 era el dominio del estado en todos los ámbitos de la vida, tanto religiosa como secular. De ahí que los monarcas pretendieran controlar los nombramientos de los cargos eclesiásticos en sus reinos, restringir el flujo de dinero a Roma y limitar la independencia de las cortes eclesiásticas. Los monarcas más poderosos de Europa occidental —fundamentalmente los reyes de Francia y España— aprovecharon en particular las luchas continuas entre el papado y los conciliaristas (véase capítulo 10) para conseguir dichas concesiones de los pontífices metidos en batallas. Así pues, en 1482 Sixto IV concedió a los monarcas españoles Fernando e Isabel el derecho a nombrar candidatos para todos los cargos eclesiásticos importantes. En 1487 Inocencio VIII consintió el establecimiento de una Inquisición española controlada por la corona, y otorgó a los soberanos poderes extraordinarios para dictar políticas religiosas. Y en 1516, por el Concordato de Bolonia, León X concedió la elección de los obispos y abades de Francia al rey galo Francisco I, a cambio de su apoyo contra los conciliaristas que se habían reunido en el V Concilio Laterano (1512-1517). Sin embargo, en Alemania ni el emperador ni los príncipes eran lo bastante fuertes para obtener tales concesiones; de ahí que algunos príncipes decidieran alcanzar por la fuerza lo que no podían lograr mediante concordatos.

En esta determinación fueron plenamente apoyados por Lutero. Ya en 1520 el feroz reformista había reconocido que no podía esperar instituir una nueva práctica religiosa sin que le respaldara el fuerte brazo de los príncipes, así que los alentó de manera implícita a confiscar la riqueza de la Iglesia católica como incentivo para crear un nuevo orden. Al principio, los príncipes se tomaron su tiempo, pero cuando se dieron cuenta de que Lutero gozaba de un enorme apoyo público y de que Carlos V no actuaría de inmediato para defender la fe católica, algunos empezaron a introducir el luteranismo en sus territorios. Sin duda, la devoción personal tuvo que ver en casos individuales, pero en general resultaron más decisivas las consideraciones políticas y económicas. Al instituir el luteranismo dentro de sus territorios, los príncipes protestantes podían consolidar su autoridad nombrando pastores, reduciendo los honorarios a Roma y recortando la jurisdicción de los tribunales eclesiásticos. También garantizaban que las fronteras políticas y religiosas de su territorio coincidieran. De este modo, un príncipe eclesiástico rival (como un obispo o arzobispo) ya no podría usar su posición espiritual para socavar la soberanía de un príncipe secular vecino sobre su territorio.

Consideraciones similares impulsaron también a diversas ciudades libres (así llamadas porque no estaban gobernadas por príncipes territoriales) a adoptar el luteranismo. Al abrazar la nueva religión, los concejos y maestros de los gremios podían erigirse (en lugar de los aristócratas u obispos locales) como la autoridad gobernante suprema de sus ciudades. Teniendo en cuenta la circunstancia añadida de que con el luteranismo los monasterios y conventos podían cerrarse y las nuevas autoridades seculares soberanas apropiarse de sus tierras, las ventajas prácticas de la nueva fe eran contundentes, dejando a un lado toda consideración de celo religioso.

Una vez resguardado en Wittenberg bajo protección de los príncipes, Lutero empezó a expresar con mayor vehemencia su profundo conservadurismo en asuntos políticos y sociales. En un tratado de 1523, Sobre la autoridad temporal, insistió en que los gobernantes «piadosos» deben ser obedecidos en todas las cosas y que incluso los no piadosos jamás deben ser combatidos de forma activa, puesto que la tiranía «no debe combatirse, sino soportarse». Después, en 1525, cuando los campesinos de toda Alemania se rebelaron contra sus terratenientes —en algunos lugares, inspirados por el radical religioso Thomas Müntzer (c. 1490-1525), quien urgía el uso del fuego y la espada contra los poderes «no piadosos»—, Lutero respondió con una hostilidad intensa. En su folleto vituperioso de 1525 Contra las hordas de campesinos que roban y asesinan, apremió a todo el que pudiera a dar caza a los rebeldes como perros rabiosos, «a golpear, estrangular, apuñalar en secreto o en público y recordar que nada puede ser más ponzoñoso que un hombre en rebelión». Tras la eliminación despiadada de la Revuelta de los Campesinos (que tal vez costara más de cien mil vidas), la firme alianza del luteranismo con el poder estatal ayudó a mantener y sancionar el orden social existente. Nunca más habría un alzamiento masivo de las clases bajas en Alemania.

En cuanto a Lutero, en sus últimos años se concentró en debatir con reformistas religiosos más jóvenes y en ofrecer consejo espiritual a quienes lo pedían. Nunca llegó a cansarse de su prolífica actividad literaria y durante veinticinco años escribió una media de un tratado cada quince días. Permaneció inmutable en su nueva fe hasta el final: en 1546, en su lecho de muerte, respondió a la pregunta de si se mantenía firme en Cristo y en la doctrina que había predicado con un sí resuelto.

La propagación del protestantismo

La palabra «protestante», originada como término aplicado a los luteranos que «protestaron» contra una acción de la Dieta imperial alemana de 1529, se empleó pronto para un número mucho mayor de cristianos europeos en rebelión contra Roma. El luteranismo sólo echó raíces duraderas en el norte de Alemania y Escandinavia, donde se convirtió en la religión estatal de Dinamarca, Noruega y Suecia durante la década de 1520. Sus triunfos iniciales en el sur de Alemania, Polonia y Hungría acabaron reduciéndose. Sin embargo, en otras partes de Europa surgieron pronto formas rivales de protestantismo de las semillas que había plantado Lutero. En la década de 1550 el protestantismo ya se había convertido en un movimiento internacional y, al hacerlo, también se había dividido en numerosas tradiciones en pugna.

LA REFORMA EN SUIZA

A comienzos del siglo XVI, Suiza no estaba gobernada por reyes ni dominada por príncipes territoriales todopoderosos; las prósperas ciudades eran independientes o estaban a punto de serlo. De ahí que cuando los ciudadanos principales de una municipalidad decidieron adoptar las reformas protestantes, nadie pudo pararlos y, en general, el protestantismo siguió su propio curso en esa región. Aunque los conciertos religiosos variaban de una ciudad a otra, tres formas principales de protestantismo surgieron en Suiza entre 1520 y 1550: zuinglianismo, anabaptismo y calvinismo.

Ulrico Zuinglio

El zuinglianismo, fundado por Ulrico Zuinglio (1484-1531) en Zúrich, fue la forma teológica más moderada de las tres. Aunque Zuinglio empezó su carrera como sacerdote católico algo mediocre, hacia 1516 el estudio de la Biblia de inspiración humanista le convenció de que la teología y práctica católicas estaban en pugna con los evangelios. Sus estudios bíblicos le acabaron llevando a condenar las imágenes religiosas y la autoridad jerárquica dentro de la Iglesia, pero no lo hizo público hasta que Lutero sentó el precedente. Sin embargo, en 1522 comenzó a atacar la autoridad de la Iglesia católica en Zúrich. Pronto toda la ciudad y la mayor parte del norte de Suiza habían aceptado su liderazgo religioso. Las reformas de Zuinglio se parecían mucho a las de los luteranos en Alemania. Sin embargo, Zuinglio difería de Lutero en lo referente a la teología de la eucaristía: mientras Lutero creía en la presencia real del cuerpo de Cristo en el sacramento, para Zuinglio la eucaristía no confería ninguna gracia; era simplemente un recordatorio y una celebración comunitaria del sacrificio histórico de Cristo en la cruz. Este desacuerdo fundamental impidió que los luteranos y los zuinglianos se unieran en un frente protestante común. Luchando por independiente, Zuinglio cayó en la batalla contra las fuerzas católicas en 1531. Poco después su movimiento fue absorbido por el protestantismo más sistemático de Juan Calvino.

El anabaptismo

Sin embargo, antes de que el calvinismo prevaleciera, en Suiza y Alemania surgió una forma aún más radical de protestantismo. Los primeros anabaptistas eran miembros del círculo de Zuinglio en Zúrich, pero rompieron con él en torno a 1525 por el tema del bautismo de los niños. Puesto que los anabaptistas estaban convencidos de que el sacramento del bautismo sólo resultaba eficaz si se administraba a los adultos que lo desearan y entendieran su significado, rechazaban el bautizo de los niños y requerían a sus fieles que habían sido bautizados de pequeños que lo volvieran a hacer ya crecidos (el término «anabaptismo» significa «nuevo bautismo»). Esta doctrina reflejaba la creencia fundamental anabaptista de que la verdadera iglesia era una pequeña comunidad de creyentes reunidos fuera del mundo (en términos sociológicos, una secta), cuyos miembros tenían que tomar la decisión deliberada e inspirada de unirse a ella. Ningún otro grupo protestante estaba dispuesto a llegar tan lejos en su rechazo del planteamiento cristiano medieval de la Iglesia como un único cuerpo al que pertenecían desde su nacimiento todos los miembros de la sociedad. En una época en la que la práctica totalidad asumía que Iglesia y estado estaban inextricablemente unidos, el anabaptismo estaba condenado a ser un anatema para los poderes establecidos, tanto protestantes como católicos. Pero en sus primeros años el movimiento ganó muchos adeptos en Suiza y Alemania, sobre todo porque apelaba a una piedad religiosa sincera al abogar por la simplicidad extrema en el culto, el pacifismo y la moral personal estricta.

Sin embargo, un grupo poco representativo de extremistas anabaptistas logró hacerse con el control de la ciudad de Münster en 1534. Estos fanáticos combinaban el sectarismo con el milenarismo, o la creencia de que Dios deseaba instituir un orden completamente nuevo de justicia y espiritualidad en el mundo antes del final de los tiempos. Resueltos a ayudarlo a conseguir esta meta, intentaron convertir Münster en una nueva Jerusalén. Un antiguo sastre llamado Juan de Leyden asumió el título de «Rey del Nuevo Templo» y se proclamó sucesor del rey hebreo David. Bajo su liderazgo, las prácticas religiosas anabaptistas se hicieron obligatorias, se abolió la propiedad privada, se introdujo el reparto de los bienes e incluso se permitió la poligamia basándose en precedentes del Antiguo Testamento. Dichas prácticas repugnaron por igual a protestantes y católicos. Münster fue sitiada y tomada por fuerzas católicas transcurrido poco más de un año desde la llegada de los anabaptistas y se dio muerte al nuevo David, junto con dos de sus lugartenientes, tras terribles torturas. A partir de entonces se persiguió sin piedad a los anabaptistas en Europa. Entre los pocos que sobrevivieron se encontraban algunos que se unieron en la secta menonita, cuyo nombre proviene de su fundador, el holandés Menno Simons (c. 1496-1561). Esta secta, dedicada al pacifismo y a la sencilla «religión del corazón» propios del anabaptismo original, ha continuado existiendo hasta hoy.

LA TEOLOGÍA REFORMADA DE JUAN CALVINO

Un año después de que los acontecimientos de Münster sellaran el destino del anabaptismo, un protestante francés de veintiséis años llamado Juan Calvino (1509-1564), que había huido a la ciudad suiza de Basilea para escapar de la persecución religiosa, publicó la primera versión de La institución de la religión cristiana, la formulación sistemática más influyente de la teología protestante que se ha escrito. Nacido en Noyon, en el norte de Francia, Calvino se había instruido primero en derecho y hacia 1533 se dedicaba al estudio de los clásicos griegos y latinos mientras vivía de los ingresos de una prebenda eclesiástica. Pero entonces, como escribió más adelante, mientras «se dedicaba obstinadamente a las supersticiones del papismo», un rayo de luz le hizo sentir que Dios le estaba liberando de un «abismo de inmundicia». A partir de ese momento se convirtió en teólogo y propagandista protestante.

Aunque algunos de estos detalles se asemejan a los primeros pasos de Lutero, los dos hombres fueron figuras muy diferentes. Lutero era una persona de emociones veleidosas y un polemista. Respondía a los problemas teológicos a medida que surgían o guiado por el impulso, pero nunca se propuso escribir una teología sistemática. Sin embargo, Calvino era un legalista analista y frío que en La institución de la religión cristiana se propuso establecer todos los principios del protestantismo de manera completa, lógica y sistemática. Como resultado, después de varias revisiones y ampliaciones (la edición definitiva apareció en 1559), su obra se convirtió en la más autorizada desde el punto de vista teológico del credo protestante y en el equivalente protestante más cercano a la Suma teológica de santo Tomás de Aquino.

Su austera teología comenzaba con la omnipotencia de Dios y avanzaba hacia abajo. Para Calvino, el universo entero es completamente dependiente de la voluntad del Todopoderoso, quien creó todas las cosas para su mayor gloria. Debido a la pérdida de la gracia original, los seres humanos son pecadores por naturaleza y están atados de pies y manos a una herencia del mal de la que no pueden escapar. No obstante, el Señor, por razones que le pertenecen, ha predestinado a algunos para la salvación eterna y condenado al resto a los tormentos del infierno. Nada que los seres humanos hagan puede alterar su destino, pues sus almas llevan estampada la bendición o maldición de Dios antes de su nacimiento. Sin embargo, los cristianos no pueden mostrar indiferencia a su conducta en la tierra. Si se encuentran entre los elegidos, Dios implantará en ellos el deseo de vivir de acuerdo con sus leyes. De este modo, la conducta recta es una señal, si bien no infalible, de que un individuo ha sido elegido para sentarse en el trono de la gloria. Ser miembro de la Iglesia reformada (como se conocen con mayor propiedad los calvinistas) es otro signo presumible de haber sido elegido para la salvación. Pero, sobre todo, Calvino instaba a los cristianos a concebirse como instrumentos escogidos de Dios, encargados de obrar para realizar los objetivos divinos en la tierra. Como el pecado ofende a Dios, los cristianos deben hacer cuanto puedan para impedirlo, no porque sus acciones conduzcan a la salvación de alguien (que no lo harán), sino solamente porque la gloria divina disminuye si se permite que florezca el pecado sin que lo refrenen los esfuerzos de los elegidos para la salvación.

Calvino reconoció siempre una gran deuda teológica con Lutero, pero sus enseñanzas religiosas diferían de las del reformista de Wittenberg en varios aspectos esenciales. En primer lugar, la actitud de Lutero hacia la conducta cristiana apropiada en el mundo era mucho más pasiva que la de Calvino. Para Lutero, un cristiano debía soportar las pruebas de la vida en el sufrimiento, mientras que para Calvino debía dominarse el mundo en una labor incesante en nombre de Dios. La religión de Calvino también era más legalista que la de Lutero. Éste, por ejemplo, insistía en que sus seguidores acudieran a la iglesia los domingos, pero no exigía que durante el resto del día se reprimieran de los placeres o el trabajo. Por su parte, Calvino dictó rigurosas censuras contra mundanerías de cualquier clase en el día de descanso sabático y prohibió todo tipo de caprichos menores incluso en los restantes días.

Asimismo, los dos hombres diferían en asuntos fundamentales de gobierno y culto de la Iglesia. Aunque Lutero rompió con el sistema católico de gobierno eclesiástico jerárquico, sus superintendentes de distrito continuaron ejerciendo algunos poderes de los obispos, incluida la supervisión del clero parroquial. También mantuvo varios rasgos del culto tradicional, como los altares, la música, el ritual y las vestiduras (ropa especial para el clero). Sin embargo, Calvino rechazó todo lo que le olía a «papismo» y sostuvo la eliminación total de las huellas de gobierno no electivo dentro de la Iglesia. Cada congregación debía elegir a sus ministros, y las asambleas de ministros y «ancianos» (laicos responsables de mantener una conducta religiosa adecuada entre los fieles) gobernarían la Iglesia reformada en su conjunto. También insistió en la máxima simplicidad del culto, prohibió (entre muchas otras cosas) vestiduras, procesiones, música instrumental e imágenes religiosas de cualquier especie, incluidas las de las vidrieras. Prescindió además de todos los restantes vestigios de teología sacramental católica, y sustituyó la eucaristía por el sermón como pieza central del culto reformado. Cuando estas enseñanzas se pusieron en práctica, los oficios religiosos calvinistas fueron poco más que «cuatro muros desnudos y un sermón».

EL CALVINISMO EN GINEBRA

Consecuente con sus convicciones teológicas, Calvino estaba resuelto a poner en práctica sus enseñanzas religiosas. Percibiendo una oportunidad en Ginebra, ciudad suiza de lengua francesa sumida por entonces en la agitación política y religiosa, se trasladó allí a finales de 1536 y empezó a predicar y a organizar de inmediato. En 1538 sus actividades provocaron su expulsión, pero en 1541 regresó y la ciudad cayó pronto bajo su completo dominio. Bajo su guía, el gobierno de Ginebra se convirtió en una teocracia. La autoridad suprema recaía en un «consistorio» compuesto por doce ancianos laicos y entre diez y doce pastores, cuyas reuniones semanales dominaba Calvino. Aparte de aprobar la legislación propuesta por una congregación de ministros, la principal función del consistorio era supervisar la moralidad, tanto pública como privada. Para este fin, Ginebra se dividió en distritos, y un comité del consistorio visitaba cada casa sin previo aviso para comprobar la conducta de sus miembros. Bailar, jugar a las cartas, asistir al teatro y trabajar o jugar el domingo estaban proscritos como obras del diablo. Los posaderos tenían prohibido permitir que se consumiera comida o bebida sin bendecir antes la mesa o dejar que algún huésped permaneciera levantado después de las nueve de la noche. El asesinato, la traición, el adulterio, la «brujería», la blasfemia y la herejía eran delitos capitales. Hasta las condenas por los delitos menores eran severas. Durante los primeros cuatro años de dominio calvinista en Ginebra, no hubo menos de cincuenta y ocho ejecuciones en una población total de sólo 16.000 personas.

Por muy cuestionable que pueda parecer en la actualidad esa interferencia en la esfera privada, la Ginebra de Calvino a mediados del siglo XVI era un faro de luz para miles de protestantes de toda Europa. Su discípulo Juan Knox, quien llevó la religión reformada a Escocia, declaró que con Calvino Ginebra era «la escuela de Cristo más perfecta que había existido sobre la tierra desde los días de los Apóstoles». Los convertidos como Knox acudían a Ginebra en busca de refugio o instrucción y luego regresaban a sus hogares para convertirse en ardientes proselitistas de la nueva religión. De este modo, Ginebra se convirtió en el centro de un movimiento internacional dedicado a divulgar la religión reformada en Francia y el resto de Europa mediante una actividad y propaganda misionera bien organizada.

Estos esfuerzos misioneros tuvieron un éxito notable. A finales del siglo XVI los calvinistas ya eran mayoría en Escocia (donde se los conocía como presbiterianos), Holanda (donde fundaron la Iglesia reformada holandesa) e Inglaterra (donde la Iglesia de Inglaterra adoptó la teología reformada, pero no el culto; a los calvinistas que pretendían mayores reformas en el culto se los conocía como puritanos). Existían también considerables minorías calvinistas en Francia (donde se los llamaba hugonotes), Alemania, Hungría, Lituania y Polonia. El reino de Dios en la tierra todavía no se había realizado plenamente; en 1564, en su lecho de muerte, Calvino declaró que Ginebra era aún «una nación perversa e infeliz». Pero de todos modos había tenido lugar una revolución extraordinaria en la vida y la práctica religiosa de Europa.

La domesticación de la Reforma, 1525-1560

El protestantismo había comenzado como una doctrina revolucionaria cuya reivindicación radical de igualdad espiritual para todos los verdaderos creyentes cristianos mostraba potencial para socavar las jerarquías sociales, religiosas, políticas e incluso de género sobre las que se asentaba la sociedad europea. Parece que ni siquiera Lutero había previsto que sus ideas tuvieran tales implicaciones y constituyó un verdadero desconcierto para él que los campesinos rebeldes alemanes y los milenaristas religiosos de Münster interpretaran sus enseñanzas de ese modo. Pero no fue el único responsable del creciente conservadurismo de la ideología protestante a partir de 1525. Fuera de las filas de los anabaptistas, ninguno de los primeros dirigentes protestantes fueron radicales sociales o políticos. Es más, para propagar su mensaje reformista, los protestantes dependían del apoyo de los dirigentes sociales y políticos existentes: los príncipes, por supuesto, pero no menos importantes, las élites que gobernaban las ciudades alemanas y suizas. Como resultado, el movimiento de Reforma fue «domesticado» en seguida en dos sentidos. No sólo se frenó el potencial revolucionario del protestantismo (Lutero rara vez habló del sacerdocio de los creyentes desde 1525), sino que también se hizo hincapié dentro de todas las ramas del floreciente movimiento protestante en la familia patriarcal como institución central de la vida reformada.

EL PROTESTANTISMO Y LA FAMILIA

La domesticación de la Reforma en este segundo sentido ocurrió de manera principal en las ciudades libres de Alemania y Suiza. Allí los ataques protestantes al monacato y el celibato clerical encontraron un auditorio receptivo entre los ciudadanos a los que disgustaba que los monasterios estuvieran libres de impuestos y consideraban el celibato un subterfugio para seducir a sus esposas e hijas. El énfasis protestante en la depravación de la voluntad humana y la necesidad consecuente de que dicha voluntad fuera disciplinada por la autoridad divina también encontraron eco en los gremios y gobiernos municipales, que deseaban mantener y aumentar el control ejercido por las élites (en su mayoría, comerciantes y maestros artesanos) sobre los aprendices y oficiales que constituían la mayor parte de la población masculina urbana. Eliminando la autoridad jurisdiccional competidora de la Iglesia católica, el protestantismo permitía además a los gobiernos municipales consolidar en sus manos toda la autoridad dentro de la ciudad.

Asimismo, el protestantismo reforzó el control de los artesanos sobre sus hogares al otorgar un nuevo énfasis a la familia como «escuela de devoción» en la que se esperaba que una figura paterna todopoderosa asumiera la responsabilidad de instruir y disciplinar a sus dependientes según los preceptos de la religión reformada. Al mismo tiempo, el protestantismo introdujo un nuevo ideal religioso para las mujeres. La monja célibe dejó de ser el dechado de la santidad femenina; en su lugar surgió ahora el «ama de casa» protestante, casada y obediente. Un príncipe luterano escribió en 1527: «Aquellos que tienen hijos complacen a Dios más que los monjes y las monjas cantando y rezando». En este sentido, el protestantismo resolvió las tensiones entre devoción y sexualidad que habían caracterizado al catolicismo bajomedieval, se declaró firmemente a favor de la santidad de la sexualidad dentro del matrimonio.

Sin embargo, esta circunstancia no reflejaba un nuevo planteamiento más elevado del potencial espiritual de las mujeres, sino todo lo contrario. Lutero, al igual que sus predecesores medievales, continuó considerando que las mujeres estaban más impulsadas por la sexualidad y eran menos capaces de controlar sus deseos carnales (si bien, para ser justos, tampoco creía que los hombres tuvieran mayor capacidad para el celibato). Su oposición a los conventos se basaba en que creía que, salvo en circunstancias extraordinarias, era imposible que las mujeres permanecieran célibes, por lo cual los conventos hacían inevitable la conducta sexual ilícita. Así pues, para controlar a las mujeres y evitar el pecado, era necesario que todas se casaran, preferiblemente a una edad temprana, para colocarlas de este modo bajo la tutela de un esposo devoto.

Los gobiernos municipales protestantes colaboraron de buen grado en su mayoría en el cierre de los conventos, pues así sus propiedades pasaban a ellos y, de todos modos, la mayor parte de las monjas procedían de familias aristocráticas. Pero surgieron conflictos entre los reformistas protestantes y los cabezas de familia de los municipios acerca del matrimonio y la sexualidad, sobre todo por la insistencia de los primeros en que tanto hombres como mujeres debían casarse jóvenes para frenar el pecado. Muchas ciudades alemanas se asemejaban a Augsburgo, donde se esperaba que los hombres retrasaran el matrimonio hasta que hubieran alcanzado la posición de maestros artesanos, requisito que se hizo cada vez más difícil de cumplir cuando los gremios se propusieron restringir el número de oficiales a los que se permitía llegar a maestros. En teoría, no se esperaba que los aprendices y oficiales se casaran, sino que frecuentaran los burdeles y tabernas, un mundo legalmente reconocido de sexualidad fuera del matrimonio que los padres de familia de las ciudades consideraban necesario para proteger a sus esposas e hijas de la seducción o la violación, pero que los reformistas protestantes encontraban moralmente aborrecible y cuya abolición exigían.

Las ciudades respondieron de diversos modos a estas presiones en pugna. Algunas instituyeron comités especiales para vigilar la moral pública del tipo que hemos visto en la Ginebra de Calvino. Otras abandonaron el protestantismo, y otras más, como Augsburgo, oscilaron entre protestantismo y catolicismo durante varias décadas antes de acabar asentándose en una religión u otra. Pero dejando a un lado la elección final de fe religiosa de cada población, al término del siglo XVI había ocurrido una revolución en las actitudes del gobierno municipal hacia la moralidad pública. En su competencia mutua, ni los católicos ni los protestantes deseaban que se los considerara «blandos con el pecado». El resultado fue la abolición en 1600 de los burdeles públicamente reconocidos en toda Europa, la ilegalización de la prostitución y una supervisión gubernamental mucho más estricta de muchos otros aspectos de la vida privada tanto en las comunidades urbanas católicas como protestantes.

EL PROTESTANTISMO Y EL CONTROL SOBRE EL MATRIMONIO

El protestantismo también aumentó el control de los padres sobre la elección de cónyuges para sus hijos. La Iglesia católica medieval definía el matrimonio como un sacramento que no requería la participación de un sacerdote. El libre consentimiento mutuo de las dos partes, incluso si se otorgaba sin testigos ni aprobación paterna, bastaba para constituir un matrimonio legalmente válido a los ojos de la Iglesia; pero al mismo tiempo ésta anularía un matrimonio si una de las partes podía demostrar que no lo había consentido libremente. La oposición a esta doctrina provino de muchos sectores, pero en especial de los padres y otros parientes. Como el matrimonio suponía derechos de herencia a la propiedad, la mayoría de las familias lo consideraban un asunto demasiado importante para dejarlo a la libre elección de sus hijos. Los padres querían contar con el poder de evitar uniones inadecuadas e, idealmente, obligar a sus hijos a aceptar los conciertos matrimoniales que sus familias negociaran en su nombre. El protestantismo ofrecía una oportunidad para alcanzar dicho control. Lutero había declarado que el matrimonio era un asunto puramente secular, no un sacramento, que cabía regular como mejor consideraran las autoridades gubernamentales. Calvino siguió su ejemplo en buena medida, aunque su teocracia establecía una distinción menor entre los poderes de la Iglesia y el estado. Incluso el catolicismo acabó teniendo que ceder. Aunque jamás abandonó por completo su insistencia en que ambos miembros de la pareja debían consentir libremente su matrimonio, al final del siglo XVI la Iglesia católica requería una noticia pública formal de la intención de casarse e insistía en la presencia de un sacerdote en la ceremonia nupcial. Ambos extremos intentaban prevenir las fugas y concedía tiempo a las familias para intervenir antes de que se concluyeran matrimonios desiguales. Algunos países católicos llegaron aún más lejos en su intento de reafirmar el control paterno sobre la elección de cónyuge para sus hijos. En Francia, por ejemplo, aunque las parejas podían seguir casándose sin consentimiento paterno, las que lo hacían perdían todos sus derechos a heredar la propiedad de sus familias. Así pues, de modos algo diferentes, tanto el protestantismo como el catolicismo quisieron fortalecer el control que podían ejercer los padres sobre sus hijos y, en el caso del protestantismo, el de los esposos sobre las esposas.

La Reforma inglesa

En Inglaterra, la Reforma tomó un curso completamente diferente al de la Europa continental. Aunque sobrevivió una tradición popular de lolardos hasta el siglo XVI, el número de adeptos era demasiado pequeño, y su influencia, muy limitada para desempeñar un papel significativo en «allanar el camino» para el triunfo definitivo del protestantismo. Tampoco estaba el país particularmente oprimido por las exacciones y abusos papales que irritaron a Alemania. Los monarcas ingleses ya ejercían un estrecho control sobre los nombramientos de la Iglesia dentro de su reino cuando se inició el siglo XVI; también recibían la parte del león de los impuestos papales recaudados en Inglaterra. Los tribunales canónicos tampoco inspiraban ningún resentimiento particular; por el contrario, estos tribunales continuarían funcionando en la Inglaterra protestante hasta el siglo XVIII. ¿Por qué, entonces, se convirtió en un país protestante?

ENRIQUE VIII Y LA RUPTURA CON ROMA

Como suele ser el caso en la historia inglesa, la respuesta a esta pregunta debe comenzar con la corona. En 1527 el imperioso rey Enrique VIII ya llevaba dieciocho años casado con Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, pero toda la descendencia de esta unión había muerto en la infancia, menos la princesa María. Como Enrique necesitaba un heredero varón para conservar la sucesión de su dinastía Tudor y como Catalina había superado ya la edad de concebir, el primero tenía buenas razones de estado para romper sus vínculos matrimoniales. Existían además motivos más personales, pues se había encaprichado de una dama de compañía de ojos oscuros llamada Ana Bolena. A fin de casarse con ella, Enrique recurrió a Roma para que anulara su matrimonio con Catalina; adujo que, puesto que dicha reina había estado casada previamente con su hermano mayor Arturo (que había muerto poco después de celebrarse la ceremonia), el matrimonio de ambos había sido inválido desde el principio. Como señalaron los representantes de Enrique, la Biblia declaraba «cosa impura» que un hombre tomara a la mujer de su hermano y maldecía ese matrimonio con la ausencia de hijos (Levítico, 20, 31). Ni siquiera una dispensa papal (que Enrique y Catalina habían obtenido para su matrimonio) podía eliminar una prohibición tan clara, como probaba la falta de descendencia de la unión.

La petición de Enrique puso al papa Clemente VII (1523-1534) en un dilema. Enrique estaba firmemente convencido de que esta maldición de las Escrituras había frustrado sus posibilidades de perpetuar su dinastía; y tanto Enrique como Clemente sabían que los papas del pasado habían concedido anulaciones a los monarcas reinantes por motivos mucho más débiles que los alegados por el primero. Sin embargo, si el papa concedía la anulación, arrojaría dudas sobre la validez de todas las dispensas papales. Pero lo más serio era que además provocaría la ira del emperador Carlos V, sobrino de Catalina de Aragón, cuyos ejércitos controlaban Roma y en ese momento mantenían en cautividad al propio papa. Clemente estaba atrapado y todo lo que podía hacer era postergar la resolución para esperar días mejores. Durante dos años permitió que la demanda prosiguiera en Inglaterra sin alcanzar un veredicto. Luego, de improviso, transfirió la causa a Roma, donde volvió a comenzar el proceso legal.

Exasperado por estos retrasos, Enrique empezó a aumentar la presión sobre el papa. En 1531 obligó a una asamblea del clero inglés a declararle «protector y única cabeza suprema» de la Iglesia de Inglaterra. En 1532 instó al parlamento a redactar una lista incendiaria de agravios contra el clero y utilizó esta amenaza para forzar a este último a concederle su derecho como rey a aprobar o desaprobar toda la legislación eclesiástica. En enero de 1533 Enrique se casó con Ana Bolena (que ya estaba embarazada), aunque su matrimonio con la reina Catalina de Aragón todavía no se había anulado. (El nuevo arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, proporcionó la anulación requerida en mayo.) En septiembre nació la princesa Isabel; su padre, frustradas de nuevo sus esperanzas de tener un hijo varón, se negó a asistir a su bautismo. Sin embargo, el parlamento estableció que la sucesión al trono correspondía a los hijos de Enrique y Ana, recondujo todos los ingresos papales de Inglaterra a las manos del rey, prohibió las apelaciones al tribunal papal y declaró formalmente que «su alteza el rey era la cabeza suprema de la Iglesia de Inglaterra [teniendo] la autoridad de remediar todos los errores, herejías y abusos». En 1536 Enrique ejecutó a Tomás Moro porque se negó a aceptar esta declaración de supremacía y dio los primeros pasos hacia la disolución de los monasterios ingleses. A finales de 1539 los monasterios y conventos ya habían desaparecido, y sus tierras y bienes habían sido confiscados por el rey, quien los distribuyó entre sus incondicionales.

Estas medidas rompieron los lazos que unían a la Iglesia de Inglaterra con Roma, pero no hicieron al país protestante. Aunque se prohibieron algunas prácticas tradicionales (como las peregrinaciones y reliquias), la Iglesia inglesa continuó siendo mayoritariamente católica en organización, doctrina, ritual y lengua. Los Seis Artículos promulgados por el parlamento en 1539 a instancias de Enrique no dejaban espacio para dudas ante la ortodoxia oficial: se confirmaron la confesión oral a los sacerdotes, las misas por los difuntos y el celibato del clero; continuó la misa en latín; y la doctrina católica sobre la eucaristía no sólo se confirmó, sino que su negación era penada con la muerte. Para la mayoría del pueblo inglés sólo la desaparición de los monasterios y las continuas aventuras matrimoniales del rey (se casó seis veces) constituían cierta prueba de que su Iglesia ya no formaba parte de la obediencia romana.

EDUARDO VI

Para los protestantes verdaderamente comprometidos, y sobre todo para los que habían visitado la Ginebra de Calvino, los cambios a los que obligó Enrique VIII a la Iglesia inglesa no eran suficientes. En 1547 la ascensión al trono del rey de nueve años Eduardo VI (hijo de Enrique con su tercera esposa, Juana Seymour) les dio la oportunidad de terminar la tarea de la Reforma. Alentado por las claras simpatías protestantes del joven rey, el gobierno se dispuso de inmediato a reformar los credos y ceremonias de la Iglesia inglesa. Se permitió el matrimonio a los sacerdotes; los oficios religiosos en inglés reemplazaron a los latinos; se abolió la veneración de imágenes y éstas se destruyeron o desfiguraron; se abolieron las oraciones por los difuntos y se confiscaron las dotaciones para este fin; se redactaron nuevos artículos del credo, se repudiaron todos los sacramentos, salvo el bautismo y la comunión, y se confirmó la doctrina protestante de la justificación sólo por la fe. Sin embargo, lo más importante fue la publicación de un nuevo devocionario para definir con exactitud cómo debían realizarse los nuevos oficios religiosos en lengua inglesa. Buena parte de la doctrina y el culto quedó sin fijar, pero en 1553, cuando el joven Eduardo falleció, parecía que la Iglesia inglesa se había convertido en una institución claramente protestante.

MARÍA TUDOR Y LA RESTAURACIÓN DEL CATOLICISMO

Sin embargo, la sucesora de Eduardo fue su devota y profundamente católica hermana María (1553-1558), hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, quien en seguida anuló las medidas religiosas de su hermano, restauró la misa latina y exigió a los sacerdotes casados que abandonaran a sus esposas. Incluso se impuso al parlamento para que votara el regreso a la lealtad al papa. Cientos de dirigentes protestantes huyeron al extranjero, muchos a Ginebra; otros, incluido el arzobispo Thomas Cranmer, fueron quemados en la hoguera por negarse a abjurar de su protestantismo. Las noticias de los martirios se propagaron como la pólvora por la Europa protestante. Sin embargo, en Inglaterra las medidas de María suscitaron resistencia relativamente escasa en el ámbito local. Es probable que tras dos décadas de agitación religiosa, la mayoría de los hombres y mujeres esperaran que el reino de María proporcionara cierta estabilidad a sus vidas religiosas.

Pero no fue así. Las ejecuciones que ordenó la reina fueron insuficientes para acabar con la resistencia religiosa; más bien la propaganda protestante acerca de «María la Sanguinaria» y las «hogueras de Smithfield» provocaron un amplio descontento incluso entre quienes habían recibido bien el regreso a las formas religiosas tradicionales. Tampoco la reina pudo hacer nada para restaurar el monacato: demasiadas familias importantes se habían aprovechado de la disolución de los monasterios decretada por Enrique VIII para que fuera posible volver atrás. El matrimonio de María con su primo Felipe, hijo de Carlos V y heredero del trono español, fue otro error de cálculo. Aunque el acuerdo matrimonial estipulaba que en el caso de que María muriera Felipe no la sucedería, sus súbditos ingleses nunca se fiaron de él. Cuando la reina permitió que Felipe la arrastrara a una guerra con Francia en beneficio de España en la que se perdió Calais, último baluarte inglés en el continente europeo, muchos ingleses se mostraron descontentos. Sin embargo, lo que en definitiva condenó al fracaso la contrarrevolución religiosa de María fueron simplemente los accidentes de la biología: fue incapaz de concebir un heredero, y cuando murió tras sólo seis años de reinado, el trono pasó a su hermana protestante, Isabel.

LA SOLUCIÓN ISABELINA

Hija de Enrique VIII y Ana Bolena, y una de las soberanas más capaces y populares que se han sentado en el trono inglés, la reina Isabel I (1558-1603) estaba predispuesta a favor del protestantismo por las circunstancias del matrimonio de sus padres, así como por su educación. Pero no era una fanática y reconoció sabiamente que, si apoyaba un protestantismo radical en Inglaterra, podía provocar encarnizadas disputas sectarias. Por consiguiente, decidió llevar a cabo la que suele conocerse como la «solución isabelina». Mediante una nueva Acta de Supremacía (1559), Isabel revocó la legislación católica de María, prohibió a los poderes religiosos extranjeros (esto es, el papa) ejercer ninguna autoridad dentro de Inglaterra y se declaró «gobernadora suprema» de la Iglesia de Inglaterra, título más protestante que el de «cabeza suprema» de Enrique VIII en la medida en que la mayoría de los protestantes creían que sólo Cristo era la cabeza de la Iglesia. También adoptó muchas de las reformas litúrgicas protestantes instituidas por su hermano Eduardo, incluida una edición revisada del devocionario. Pero mantuvo además vestigios de la práctica católica, entre los que se incluyeron obispos, tribunales eclesiásticos y vestiduras para el clero. En asuntos más doctrinales como la predestinación y el libre albedrío, los Treinta y Nueve Artículos de Fe (aprobados en 1562) de Isabel presentaron un tono decididamente protestante, incluso calvinista. Pero el devocionario era más moderado y acerca del tema crítico de la eucaristía resultaba deliberadamente ambiguo. Combinando las interpretaciones católica y protestante («éste es mi cuerpo […]. Haced esto en conmemoración mía») en una única declaración, el devocionario permitía una enorme flexibilidad para interpretaciones encontradas del oficio religioso por parte de sacerdotes y feligreses.

A pesar de dicha «flexibilidad», persistieron las tensiones religiosas en la Inglaterra isabelina, no sólo entre protestantes y católicos, sino también entre protestantes moderados y más extremistas. La ingeniosa «componenda» que hizo la reina con esas diferencias no era una receta que garantizara el éxito. Más bien lo que conservó la solución religiosa y acabó haciendo de Inglaterra un país protestante fue la extraordinaria prolongación del reinado de Isabel, combinado con el hecho de que durante buena parte de ese tiempo la Inglaterra protestante estuvo en guerra con la España católica. Con Isabel, el protestantismo y el nacionalismo inglés fueron fundiéndose gradualmente hasta convertirse en la potente convicción de que Dios había elegido el país para la grandeza. A partir de 1588, cuando las fuerzas navales inglesas obtuvieron una victoria improbable sobre la Armada Invencible española, protestantismo e «inglesidad» se hicieron casi indistinguibles para la mayoría de los súbditos de la reina. Las leyes contra los católicos recalcitrantes se volvieron más severas, y aunque se mantuvo una tradición católica inglesa, sus adeptos fueron una minoría perseguida. Mucho más alarmante era la situación en Irlanda, donde la vasta mayoría de la población seguía siendo católica a pesar de los esfuerzos del gobierno por imponer el protestantismo. En 1603 la «irlandidad» ya se identificaba firmemente con el catolicismo, del mismo modo que la «inglesidad» lo hacía con el protestantismo; pero eran los protestantes quienes ganaban influencia en ambos países.

La transformación del catolicismo

La novedad histórica del protestantismo hace inevitable que se centre la atención en reformistas religiosos como Lutero y Calvino, pero también hubo un vigoroso movimiento reformista interno dentro de la Iglesia católica durante el siglo XVI. Los historiadores difieren sobre si denominar a este movimiento «Reforma católica» o «Contrarreforma». Algunos prefieren el primer término porque destaca que se hicieron considerables esfuerzos por reformar la Iglesia católica antes de que Lutero anunciara sus tesis y continuaron después. Sin embargo, otros insisten en que desde mediados del siglo XVI la mayoría de los reformistas católicos estuvieron inspirados fundamentalmente por la necesidad urgente de resistirse al cisma protestante. Nosotros emplearemos ambos términos para referirnos a dos fases complementarias: la Reforma católica que llegó antes de Lutero y la Contrarreforma que vino después de él.

LA REFORMA CATÓLICA

La Reforma católica se inició en torno a 1490 y fue primordialmente un movimiento de cambio moral e institucional dentro de las órdenes religiosas. Aunque estos esfuerzos recibieron un fuerte apoyo de varios monarcas seculares, el papado demostró escaso interés por ellos. Como resultado, la Reforma católica nunca se convirtió en un movimiento verdaderamente internacional. En España, las actividades reformistas dirigidas por el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517) y apoyadas por la monarquía llevaron a la imposición de estrictas normas de conducta a los frailes franciscanos y a la eliminación de abusos prevalecientes entre el clero diocesano. El cardenal también contribuyó a la regeneración de la vida espiritual de la Iglesia española. En Italia, los clérigos más honrados se esforzaron por hacer que la Iglesia italiana fuera más digna de su vocación. Reformar las órdenes monásticas existentes era una tarea difícil, sobre todo porque la corte papal daba un pobre ejemplo; pero los reformistas lograron establecer varias órdenes religiosas nuevas, dedicadas a ideales elevados de devoción y servicio social. En el norte de Europa, humanistas cristianos como Erasmo y Tomás Moro también desempeñaron un papel en este movimiento reformista católico, no sólo criticando abusos y editando textos sagrados, sino también alentando a los laicos a llevar vidas de devoción religiosa sencilla pero sincera.

Sin embargo, como respuesta a los retos planteados por el protestantismo, la Reforma católica resultó completamente inadecuada. Por tanto, desde la década de 1530 comenzó a tomar impulso una segunda fase de reforma más agresiva con un nuevo estilo de fuerte liderazgo papal. Los principales papas de la Contrarreforma —Pablo III (1534-1549), Pablo IV (1555-1559), san Pío V (1566-1572) y Sixto V (1585-1590)— fueron en su conjunto los más fanáticos pontífices reformistas desde la Alta Edad Media. Todos llevaron vidas rectas; algunos eran tan exageradamente ascetas que los contemporáneos se preguntaban si no eran demasiado santos; un conciliar español escribió de Pío V en 1567: «Nos parecería aún mejor que el actual Santo Padre no estuviera más con nosotros, por muy grande, indecible, sin igual y extraordinaria que su santidad pueda ser». Sin embargo, para enfrentarse al protestantismo era preferible con mucho un papa excesivamente santo que otro desenfrenado. Pero estos papas contrarreformistas no fueron sólo santos, sino también buenos administradores que reorganizaron sus finanzas y cubrieron los cargos eclesiásticos con obispos y abades no menos renombrados por su austeridad y santidad que ellos mismos.

Los esfuerzos reformistas papales se intensificaron en el Concilio general de Trento, convocado por Pablo III en 1545 y reunido a intervalos a partir de entonces hasta 1563. Las decisiones tomadas en Trento proporcionaron los cimientos sobre los que se erigiría la nueva Iglesia católica de la Contrarreforma. Aunque el concilio comenzó debatiendo alguna forma de compromiso con el protestantismo, acabó reafirmando todos los dogmas doctrinales católicos puestos en tela de juicio por las críticas protestantes. Las buenas obras se declararon necesarias para la salvación y los siete sacramentos se confirmaron como medios para obtener la gracia, sin la cual la salvación era imposible. La transustanciación, el purgatorio, la invocación a los santos y la regla del celibato para el clero se revalidaron como elementos esenciales en el sistema católico. Se declaró que la Biblia y las tradiciones de la enseñanza apostólica gozaban de una autoridad igual como fuentes de la verdad cristiana. Se mantuvo de forma expresa la supremacía papal sobre todos los obispos y sacerdotes, y, asimismo, se dio por sentada la supremacía del papa sobre todo concilio eclesiástico. El Concilio de Trento reafirmó incluso la doctrina de las indulgencias que había desencadenado la revuelta luterana, si bien condenó los peores abusos relacionados con su venta.

La legislación de Trento no se limitó a asuntos de doctrina. Para mejorar el cuidado pastoral de los laicos, se prohibió a los obispos y sacerdotes ocupar más de un cargo espiritual. Para paliar el problema de la ignorancia del sacerdocio, se decidió el establecimiento de un seminario teológico en cada diócesis. El concilio suprimió también diversas prácticas religiosas y cultos de santos locales; los reemplazó con nuevos cultos autorizados y aprobados por Roma. Asimismo, para impedir que ideas heréticas corrompieran la fe, el concilio decidió censurar o suprimir los libros peligrosos. En 1564 una comisión nombrada para este fin publicó el primer Índice de Libros Prohibidos, una lista oficial de escritos que no debían leer los fieles católicos. Todas las obras de Erasmo se colocaron de inmediato en el Índice, aunque sólo cuarenta años antes había sido un señalado adalid católico contra Martín Lutero. Más adelante, se estableció un organismo permanente para revisar la lista, conocido como la Congregación del Índice; en total, se han hecho más de cuarenta revisiones hasta el día de hoy. La mayoría de los libros condenados han sido tratados teológicos, y su efecto en retrasar el avance de la difusión probablemente ha sido nimio. No obstante, el Índice constituye una señal estremecedora de la intolerancia doctrinal que caracterizó el cristianismo del siglo XVI, tanto en sus variantes católica como protestante.

SAN IGNACIO DE LOYOLA Y LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Además de las actividades independientes de los papas y la legislación del Concilio de Trento, una tercera fuerza impulsora de la Contrarreforma fue la fundación por san Ignacio de Loyola (1491-1556) de la Compañía de Jesús, comúnmente conocida como orden jesuítica. En mitad de una carrera juvenil como soldado de mundo, el joven noble español cayó herido en la batalla en 1521 (el mismo año en que Lutero desafió a Carlos V en Worms). Mientras se recuperaba, decidió cambiar de vida y convertirse en un soldado espiritual de Cristo. Durante diez meses vivió como ermitaño en una cueva cerca de Manresa, tiempo en el que experimentó visiones extáticas y elaboró los principios de su guía de meditación posterior, Los ejercicios espirituales. Este manual, completado en 1535 y publicado por vez primera en 1541, ofrecía consejo práctico acerca de cómo dominar la propia voluntad y servir a Dios mediante un programa sistemático de meditaciones sobre el pecado y la vida de Cristo. Convertido pronto en un texto básico para todos los jesuitas y estudiado además por un gran número de laicos católicos, Los ejercicios espirituales ha gozado de una influencia semejante a Las instituciones de Calvino entre todos los escritos religiosos del siglo XVI.

No obstante, la fundación de la orden jesuítica fue sin duda el mayor logro de Loyola. Originada como un pequeño grupo de seis discípulos que se reunieron en torno a Loyola en París en 1534 para servir a Dios en pobreza, castidad y labor misionera, la Compañía de Jesús se constituyó formalmente como orden de la Iglesia en 1540 gracias al papa Pablo III; en el momento de la muerte de su fundador, ya contaba con 1.500 miembros. La Compañía de Jesús era con creces la más militante de las órdenes religiosas fomentadas por los movimientos reformistas católicos del siglo XVI. No era sólo una sociedad monástica, sino una compañía de soldados dispuestos a defender la fe. Sus armas no iban a ser las balas y las lanzas, sino la elocuencia, la persuasión y la instrucción en las doctrinas verdaderas; pero la Compañía de Jesús pronto se hizo también experta en métodos más mundanos de ejercer influencia. Su organización seguía el modelo de una compañía militar, con un general como mando supremo y una disciplina férrea obligatoria para todos sus miembros. Se suprimió la individualidad y se exigió una obediencia marcial al general por parte de los soldados rasos. El general jesuita, a veces conocido como el «papa negro» (por el color del hábito de la orden), era elegido de por vida y no estaba obligado a aceptar el consejo ofrecido por cualquier otro miembro de la compañía. Su único superior era el papa, a quien todos los jesuitas de mayor rango profesaban un voto especial de obediencia estricta. Como resultado de este voto, los jesuitas se mantenían a disposición del papa en cualquier momento.

Las actividades de la orden consistían fundamentalmente en convertir a cristianos y no cristianos, así como en fundar escuelas. Los primeros jesuitas, comprometidos a realizar una labor misionera en el extranjero, predicaron a los no cristianos en la India, China y la América española. Por ejemplo, uno de los más estrechos allegados de Loyola, san Francisco Javier (1506-1552), bautizó a miles de indígenas y recorrió miles de kilómetros como misionero en el sur y este de Asia. Pero aunque Loyola no había concebido al principio su compañía como una fuerza de choque comprometida contra el protestantismo, acabó realizando esta misión cuando la Contrarreforma cobró intensidad. Mediante la predicación y la diplomacia —a veces arriesgando sus vidas—, los jesuitas de la segunda mitad del siglo XVI se desplegaron por Europa en confrontación directa con los calvinistas. En muchos lugares consiguieron mantener fieles al catolicismo a los monarcas y sus súbditos; en otros encontraron el martirio, y en otros más —en particular, en Polonia y partes de Alemania y Francia— lograron recuperar territorio previamente perdido ante el protestantismo. Dondequiera que se les permitiera asentarse, los jesuitas establecían escuelas y universidades, pues creían firmemente que el catolicismo vigoroso dependía de la alfabetización y educación generalizadas. Sus escuelas estaban tan bien consideradas que, una vez que los ardores del odio religioso comenzaron a aplacarse, los protestantes de clase alta a veces mandaban a sus hijos a recibir educación jesuita.

EL CRISTIANISMO DE LA CONTRARREFORMA

Por lo dicho, debe resultar evidente que existe una «herencia contrarreformista», del mismo modo que hay otra protestante. Los mayores logros de estos movimientos reformistas católicos del siglo XVI fueron defender y revitalizar la fe. Si no hubiera sido por los resueltos esfuerzos de estos reformistas, el catolicismo no se habría extendido por el globo durante los siglos XVII y XVIII ni vuelto a surgir en Europa como la gran fuerza espiritual que sigue siendo. Pero también se originaron otros resultados de la Contrarreforma. Uno fue la divulgación de la alfabetización en los países católicos debido a las actividades educativas de los jesuitas. Otro fue el crecimiento de una preocupación intensa por las obras de caridad. Como el catolicismo contrarreformado continuó resaltando las buenas obras y la fe, las actividades caritativas asumieron un papel importantísimo en la religión revitalizada. Los dirigentes espirituales contrarreformistas como san Francisco de Sales (1567-1622) y san Vicente de Paúl (1581-1660) instaron a la caridad en sus sermones y escritos, con lo que desencadenaron una oleada de fundación de orfanatos y asilos para los pobres en toda la Europa católica.

Asimismo, la Contrarreforma provocó un nuevo énfasis en la importancia de las mujeres religiosas. El catolicismo contrarreformado no exaltó el matrimonio como vía a la santidad de las mujeres en el mismo grado que lo hizo el protestantismo, pero sí fomentó un papel distinguido para una élite religiosa femenina; aprobó el misticismo de santa Teresa de Ávila (1515-1582) y estableció nuevas órdenes de monjas como las ursulinas y las hermanas de la caridad que no tuvieron paralelo en el protestantismo. Tanto protestantes como católicos siguieron excluyendo a las mujeres del sacerdocio o el ministerio, pero las célibes católicas podían llevar vidas religiosas al menos con cierto grado de independencia.

Sin embargo, la Contrarreforma no perpetuó el cristianismo tolerante de Erasmo. Los humanistas cristianos perdieron peso con los papas contrarreformistas, e incluso se miró con recelo a científicos naturales como Galileo (véase capítulo 16). Pero el protestantismo del siglo XVI fue tan intolerante como el catolicismo en cuanto a la teología, e incluso más hostil a la causa del racionalismo. De hecho, como los teólogos de la Contrarreforma regresaron al escolasticismo de santo Tomás de Aquino en busca de guía, tendieron a mostrarse mucho más comprometidos con la dignidad de la razón humana que sus homólogos protestantes, quienes resaltaron la autoridad absoluta de las Escrituras y la fe incuestionable. Así pues, no es del todo una coincidencia que René Descartes, uno de los pioneros del racionalismo del siglo XVII (y quien acuñó la famosa frase «pienso, luego existo»), fuera formado de joven por los jesuitas.

Conclusión

El protestantismo surgió después de la cumbre del Renacimiento italiano y antes de la revolución científica y la Ilustración. Así pues, sería tentador pensar que los acontecimientos históricos avanzan de un modo acumulativo inevitable, del Renacimiento a la Reforma, la Ilustración y el «Triunfo del mundo moderno». Pero la historia rara vez es tan ordenada. Aunque los estudiosos continúan discrepando en detalles concretos, la mayoría está de acuerdo en que la Reforma protestante se inspiró poco en la civilización del Renacimiento. De hecho, en ciertos aspectos básicos, los principios protestantes estaban reñidos con las principales asunciones de la mayoría de los humanistas renacentistas.

No obstante, es indudable que el Renacimiento aportó algo a los orígenes de la Reforma protestante. Las críticas de los humanistas cristianos acerca de los abusos religiosos contribuyeron a preparar a Alemania para la revuelta luterana. El estudio estricto del texto de la Biblia llevó a la publicación de nuevas ediciones más fiables que utilizaron los reformistas protestantes. A este respecto cabe establecer una línea directa entre Lorenzo Valla, Erasmo y Lutero: las Anotazionni sul testo latino del Nuovo Testamento inspiraron a Erasmo a efectuar su propia edición griega y traducción latina del Nuevo Testamento en 1516; a su vez, el Nuevo Testamento de Erasmo permitió a Lutero en 1518 llegar a algunas conclusiones cruciales acerca del significado bíblico literal de la penitencia y se convirtió en la base de su traducción en 1522 al alemán. Por estas y otras razones relacionadas, Lutero se dirigió a Erasmo en 1519 como «nuestra honra y nuestra esperanza».

Pero en realidad Erasmo mostró en seguida que no sentía simpatía alguna por los principios luteranos. La mayoría de los humanistas cristianos siguieron su ejemplo, huyendo del protestantismo tan pronto como resultó evidente lo que Lutero y otros reformistas protestantes enseñaban. Las razones de esta división son muy claras. La mayoría de los humanistas creían en el libre albedrío, mientras que los protestantes creían en la predestinación; los humanistas tendían a pensar que la naturaleza humana era básicamente buena, mientras que a los protestantes les parecía indeciblemente corrupta; y la mayoría de los humanistas propugnaban la urbanidad y la tolerancia, mientras que los seguidores de Lutero y Calvino destacaban la obediencia y la conformidad.

La Reforma protestante no fue la consecuencia natural de la civilización renacentista, pero sí aportó ciertos rasgos característicos al desarrollo histórico de la Europa moderna. El más destacado de dichos rasgos fue el creciente poder de los estados soberanos. Como hemos visto, los príncipes alemanes que se convirtieron al protestantismo se inclinaron a hacerlo primordialmente en busca de soberanía. Los reyes de Dinamarca, Suecia e Inglaterra siguieron su ejemplo por razones muy parecidas. Puesto que los dirigentes protestantes —Calvino además de Lutero— predicaban la obediencia absoluta a los soberanos «piadosos» y puesto que en los países protestantes el estado asumía el control directo de la Iglesia, la propagación del protestantismo dio como resultado el aumento del poder estatal. Pero no debemos establecer una equivalencia simple entre poder estatal y protestantismo. El poder del estado ya estaba aumentado en 1500, sobre todo en países como Francia y España, donde los reyes católicos ejercían la mayoría de los derechos sobre la Iglesia que asumieron por la fuerza los príncipes alemanes luteranos y Enrique VIII en el curso de sus reformas.

Asimismo, el nacionalismo ya formaba parte de este mundo, como se puede apreciar por el modo como Lutero recurrió a él en sus llamamientos durante la década de 1520. Pero Lutero también contribuyó en buena medida a fomentar el nacionalismo cultural traduciendo la Biblia a un alemán vigoroso y coloquial. Hasta el siglo XVI los alemanes procedentes de regiones distintas hablaban dialectos tan diferentes que a menudo les costaba entenderse. Sin embargo, la Biblia de Lutero alcanzó tal difusión que acabó convirtiéndose en la norma lingüística para toda la nación. El protestantismo no unió políticamente a la nación alemana, pues pronto se dividió en bandos protestantes y católicos. Pero en otros lugares, como Holanda o partes de Europa central, donde los protestantes combatieron con éxito contra un soberano extranjero y católico, el protestantismo avivó el sentido de identidad nacional. Tal vez el caso más conocido de todos sea el de Inglaterra, donde existía el sentimiento nacionalista mucho antes del advenimiento del protestantismo, pero donde la nueva fe confirió al nacionalismo una nueva confianza en que Inglaterra era sin duda una nación peculiarmente favorecida por Dios.

Por último, llegamos al tema de los efectos del protestantismo sobre las relaciones entre los sexos. No existe al respecto consenso entre los historiadores. Sin embargo, lo que parece claro es que los hombres protestantes como individuos podían ser tan ambivalentes hacia las mujeres como lo habían sido sus predecesores católicos medievales. Juan Knox, por ejemplo, arremetió contra la regente católica de Escocia, María Estuardo, en un tratado titulado El primer toque de trompeta contra el monstruoso regimiento de mujeres, pero mantuvo relaciones muy respetuosas con las mujeres de su propia fe. Cuando la reina María Tudor exigió a los sacerdotes ingleses antes protestantes que abandonaran a sus esposas, muchos lo hicieron con desalentadora presteza. Pero si se pregunta cómo afectó el protestantismo como credo a los papeles sociales de las mujeres, la respuesta parece ser que les permitió llegar a ser un poco más iguales a los hombres dentro de un marco de sometimiento continuado. Como el protestantismo propugnaba el estudio serio de la Biblia tanto para hombres como para mujeres, alentó la escolarización primaria para ambos sexos. Pero los dirigentes protestantes masculinos seguían insistiendo en que las mujeres eran inferiores por naturaleza a los hombres y debían someterse a ellos tanto dentro de la familia como en la sociedad en general. Calvino dijo: «Dejen que la mujer esté satisfecha con su estado de sometimiento y no se tomen a mal que se la subordine al sexo más distinguido». Tanto Lutero como Calvino parece que estuvieron felizmente casados, pero eso lo único que significa es que lo estuvieron según sus propias condiciones.

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