CAPÍTULO 12

La civilización del Renacimiento,
c. 1350-1550

La noción moderna generalizada de que a la Edad Media europea siguió un «período de Renacimiento» la expresaron por primera vez numerosos escritores italianos que vivieron entre 1350 y 1550. Según ellos, mil años de oscuridad continua se habían interpuesto entre la era romana y la suya propia. Durante esta «edad oscura», las musas del arte y la literatura habían huido de Europa ante la acometida de la barbarie y la ignorancia. Sin embargo, casi de forma milagrosa, las musas regresaron de pronto en el siglo XIV, y los italianos colaboraron gustosos con ellas para producir un glorioso «renacimiento de las artes».

Desde que se presentó esta periodización, los historiadores han dado por sentada la existencia de cierta clase de «renacimiento» intermedio entre los tiempos medievales y modernos. En realidad, desde finales del siglo XVIII hasta comienzos del XX muchos eruditos sostuvieron que el Renacimiento no fue sólo una época en la historia del saber y la cultura, sino que un «espíritu renacentista» singular transformó todos los aspectos de la vida europea, políticos, económicos y religiosos, así como intelectuales y artísticos. Sin embargo, en la actualidad la mayoría de los expertos han dejado de aceptar esta caracterización porque les resulta imposible localizar una política, economía o religión «renacentistas» que puedan considerarse verdaderamente características. En su lugar, reservan el término de «Renacimiento» para describir ciertas tendencias en el pensamiento, la literatura y las artes que surgieron en Italia en torno a 1350 y se mantuvieron hasta 1550, para extenderse a continuación al norte de Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Éste es el planteamiento que seguiremos en nuestra exposición; por tanto, cuando nos referimos a un período de «Renacimiento» en este capítulo, nos limitamos a señalar una época en la historia intelectual y cultural.

El Renacimiento y la Edad Media

Una vez establecida esta restricción, se hacen necesarias algunas precisiones más. Debido al significado literal de la palabra «renacimiento», a veces se piensa que hacia 1350 algunos italianos que acababan de conocer los logros culturales griegos y romanos iniciaron una renovación de la cultura clásica tras un largo período en el que había estado muerta. Sin embargo, la realidad es que la Edad Media no fue testigo de la «muerte» del saber clásico. Santo Tomás de Aquino consideraba que Aristóteles era «el Filósofo» y Dante reverenciaba a Virgilio. Pueden citarse ejemplos similares casi ilimitados. Sería igualmente falso contrastar un imaginario «paganismo renacentista» con una «era de la fe» medieval, puesto que por más que apreciaran a los clásicos la mayoría de las personalidades renacentistas, ninguna consideraba que su clasicismo se impusiera sobre su cristianismo. Y, por último, todos los análisis sobre el Renacimiento deben reflejar el hecho de que no existió una postura renacentista única sobre nada. Los pensadores y artistas renacentistas fueron muy diversos en sus actitudes, logros y posturas. Cuando valoramos sus obras, debemos tener cuidado para no obligarlos a encajar en moldes demasiado estrechos.

EL CLASICISMO RENACENTISTA

No obstante, en las esferas del pensamiento, la literatura y las artes, se encuentran sin duda rasgos distintivos que dan significado al concepto de «Renacimiento» para la historia intelectual y cultural. En primer lugar, en lo que respecta al conocimiento de los clásicos, hubo una diferencia cuantitativa considerable entre el saber de la Edad Media y el del Renacimiento. Los eruditos medievales conocían a muchos autores romanos, como Virgilio, Ovidio y Cicerón, pero durante el Renacimiento se redescubrieron y divulgaron las obras de otros como Tito Livio, Tácito y Lucrecio. De igual importancia, si no mayor, fue la recuperación de la literatura de la Grecia clásica procedente de Bizancio. En los siglos XII y XIII los occidentales habían dispuesto de tratados científicos y filosóficos griegos en traducciones latinas a través del islam, pero ninguna de las obras maestras de la literatura griega y casi ninguna de las obras principales de Platón se conocían todavía. Además, apenas un puñado de occidentales medievales era capaz de leer la lengua griega. Por otra parte, durante el Renacimiento, muchos eruditos occidentales aprendieron griego y dominaron casi por completo la herencia literaria griega que se conoce en la actualidad.

En segundo lugar, los pensadores renacentistas no sólo conocían más textos clásicos que sus equivalentes medievales, sino que los utilizaron de nuevas maneras. Mientras que los escritores medievales suponían que sus fuentes antiguas complementarían y confirmarían sus asunciones cristianas, los escritores renacentistas tenían una percepción más clara de la brecha conceptual y cronológica que separaba su mundo del de sus fuentes clásicas. Sin embargo, al mismo tiempo, las similitudes estructurales entre las ciudades-estado antiguas y las de la Italia renacentista fomentaron que los pensadores italianos en particular encontraran en esas fuentes modelos de pensamiento y acción aplicables directamente a su época. Esta firme determinación a aprender de la Antigüedad clásica resultó aún más marcada en la arquitectura y el arte, esferas en las que los modelos clásicos contribuyeron a la creación de estilos «renacentistas» plenamente característicos.

En tercer lugar, aunque la cultura renacentista no era en modo alguno pagana, sí era más mundana y manifiestamente materialista en su orientación que la de los siglos XII y XIII. La evolución de las ciudades-estado italianas creó un entorno de apoyo para las actitudes que resaltaban la importancia del ámbito político urbano y de la buena vida en este mundo. Tales ideales contribuyeron a crear una cultura cada vez menos eclesiástica. La debilidad relativa de la Iglesia en Italia colaboró además a que surgiera una cultura más secular. Los obispados eran pequeños y en su mayoría estaban mal dotados. Asimismo, las universidades italianas eran muy independientes de la supervisión y el control eclesiásticos. Hasta el papado tenía una capacidad muy restringida para intervenir en la vida cultural de estas ciudades-estado, sobre todo porque su papel como rival político en el centro de Italia comprometía su autoridad moral como árbitro de los valores culturales y religiosos. Todos estos factores coadyuvaron a crear un espacio dentro del cual pudo emerger la cultura mundana y materialista del Renacimiento, libre de la oposición eclesiástica.

EL HUMANISMO RENACENTISTA

Una palabra por encima de todas resume los ideales intelectuales renacentistas más comunes y básicos, a saber, el humanismo. El humanismo renacentista era un programa de estudios que aspiraba a reemplazar el énfasis escolástico de los siglos XIII y XIV en la lógica y la metafísica con el estudio de la lengua, la literatura, la retórica, la historia y la ética. Los humanistas prefirieron siempre la literatura antigua; aunque algunos (en especial Francesco Petrarca y Leon Battista Alberti) escribieron tanto en latín como en lengua vernácula, la mayoría consideró la literatura vernácula, como mucho, una diversión para las personas sin cultura. La erudición y literatura serias no podían escribirse más que en latín o griego; es más, el latín tenía que ser el de Cicerón y Virgilio. Los humanistas renacentistas eran elitistas deliberados que condenaban el latín vivo de sus contemporáneos escolásticos como una desviación bárbara de los antiguos criterios (y, por tanto, correctos) del estilo latino. A pesar de creer que, de este modo, estaban reviviendo el estudio de los clásicos, su posición resultó intrínsecamente irónica, pues al insistir en los criterios antiguos de la gramática, sintaxis y elección de términos latinos, lo que consiguieron fue acabar convirtiendo el latín en una lengua fosilizada que a partir de entonces dejó de evolucionar. Así pues, contribuyeron sin quererlo al triunfo definitivo de las lenguas vernáculas europeas como vehículo primordial de la vida intelectual y cultural.

Los humanistas estaban convencidos de que su programa educativo —que colocaba el estudio de la lengua y literatura latinas en el centro del plan de estudios y luego animaba a los alumnos a proseguir con el griego— era el mejor modo de formar ciudadanos virtuosos y cargos públicos capaces. Su elitismo era en este sentido intensamente práctico y se conectaba de forma directa con la vida política de las ciudades-estado en las que vivían. Como las mujeres estaban excluidas de la vida política italiana, su educación preocupó poco a la mayoría de los humanistas, si bien algunas aristócratas sí adquirieron formación humanística. Sin embargo, cuando cada vez más ciudades cayeron en manos de los príncipes, el programa de estudios humanista perdió su conexión inmediata con los ideales republicanos de la vida política italiana. No obstante, los humanistas nunca abandonaron la convicción de que el estudio de las «humanidades» (como acabó conociéndose su programa educativo) era la mejor vía para forjar dirigentes para la sociedad europea.

El Renacimiento en Italia

Aunque el Renacimiento se acabó convirtiendo en un movimiento intelectual y artístico de toda Europa, se desarrolló primero y de forma más singular en la Italia de los siglos XIV y XV. Determinar por qué fue así resulta importante no sólo para explicar los orígenes de este movimiento, sino para entender sus características fundamentales.

LOS ORÍGENES DEL RENACIMIENTO ITALIANO

El Renacimiento se originó en Italia por varias razones. La más fundamental fue que, en la Baja Edad Media, Italia era la sociedad urbana más avanzada de toda Europa. A diferencia de los aristócratas del norte de los Alpes, los italianos acostumbraban a habitar en centros urbanos más que en castillos rurales y, en consecuencia, participaban plenamente en los asuntos públicos urbanos. Además, desde que la aristocracia italiana había construido sus palacios en las ciudades, estaba menos separada de la clase de los ricos comerciantes que en el norte. De ahí que, mientras que en Francia o Alemania la mayoría de los aristócratas vivían de los ingresos que les producían sus fincas rurales y los ricos moradores de las ciudades (burgueses) lograban su sustento con el comercio, en Italia había tantos aristócratas de las ciudades que tomaban parte en empresas bancarias o mercantiles y tantas familias de mercaderes ricos que imitaban los modales de la aristocracia, que en los siglos XIV y XV ya apenas resultaban distinguibles la nobleza y la alta burguesía. Los renombrados Medid, por ejemplo, surgieron como familia de médicos (tal como sugiere su nombre), hicieron su fortuna en la banca y el comercio, y ascendieron a la aristocracia en el siglo XV. Las consecuencias de estos hechos para la historia de la educación son patentes: no sólo existía una gran demanda de formación en los conocimientos de lectura y contabilidad necesarios para llegar a ser un comerciante de éxito, sino que las familias más ricas y prominentes pretendían sobre todo encontrar maestros que impartieran a sus hijos el saber y las competencias necesarias para debatir bien en la esfera pública. En consecuencia, Italia produjo un gran número de educadores laicos, muchos de los cuales no sólo se dedicaban a enseñar a sus alumnos, sino que también demostraban su saber componiendo tratados políticos y éticos, así como obras de literatura. Las escuelas italianas crearon al público de clase alta mejor educado de toda Europa, junto con un número considerable de mecenas ricos que estaban dispuestos a invertir en el cultivo de nuevas ideas y formas de literatura y expresión artística.

Una segunda razón por la que la Italia bajomedieval fue la cuna de un renacimiento intelectual y artístico estriba en el hecho de que tenía un sentido mucho mayor de relación con el pasado clásico que cualquier otro territorio de Europa occidental. Los antiguos monumentos romanos eran omnipresentes en la península, y la literatura latina clásica hacía referencia a ciudades y lugares que los italianos renacentistas reconocían como propios. Los italianos pusieron un interés particular en recuperar su herencia clásica en los siglos XIV y XV porque también pretendían establecer una identidad cultural independiente en oposición a un escolasticismo más estrechamente asociado con Francia. Además de que el traslado del papado a Aviñón durante la mayor parte del siglo XIV y después el Gran Cisma de 1378 a 1417 avivaron los antagonismos entre Italia y Francia, la reacción intelectual que surgió durante el siglo XIV contra el escolasticismo en todos los frentes incitó a los italianos a preferir las alternativas intelectuales que ofrecían las fuentes de la literatura clásica. Cuando la literatura y el saber romanos echaron raíces en Italia, también lo hicieron el arte y la arquitectura, pues sus modelos podían ayudar a crear una espléndida alternativa artística al gótico francés, del mismo modo que el saber romano ofrecía una alternativa intelectual al escolasticismo francés.

Por último, el Renacimiento italiano no habría tenido lugar sin el sostén de la riqueza. Es probable que la economía en su conjunto fuera más próspera en el siglo XIII que en los siglos XIV y XV, pero la Italia bajomedieval era más rica en comparación con el resto de Europa de lo que lo había sido antes, hecho que significó que sus escritores y artistas tuvieran más probabilidades de quedarse en su país que de buscar empleo en el exterior. En la Italia bajomedieval, la inversión intensiva en cultura surgió tanto de una intensificación del orgullo urbano como de la concentración de la riqueza per cápita. Durante el siglo XIV, las propias ciudades fueron los principales mecenas del arte y el saber. Sin embargo, durante el siglo XV, cuando la mayoría de las ciudades-estado sucumbieron al gobierno hereditario de las familias nobles, el patrocinio fue monopolizado por la aristocracia principesca. Entre estos grandes príncipes se hallaban los papas de Roma, que basaban su fortaleza en el control temporal de los Estados Pontificios. Los más mundanos de los papas renacentistas —Alejandro VI (1492-1503); Julio II (1503-1513) y León X (1513-1521), hijo del gobernante florentino Lorenzo de Medici— emplearon a los más grandes artistas de la época, con lo que durante unas cuantas décadas hicieron de Roma la capital artística de Europa occidental.

EL RENACIMIENTO ITALIANO: LITERATURA Y PENSAMIENTO

Al investigar los logros de los eruditos y escritores renacentistas italianos, lo natural es comenzar por la obra de Petrarca (Francesco Petrarca, 1304-1374), el «padre del humanismo renacentista» y católico profundamente comprometido, que creía que el escolasticismo estaba equivocado porque se concentraba en la especulación abstracta y no en enseñar a vivir de manera virtuosa a la gente para alcanzar la salvación. Pensaba que el escritor cristiano debía cultivar la elocuencia literaria para inspirar al prójimo a hacer el bien. Para él, los mejores modelos de elocuencia se encontraban en los textos clásicos de la literatura latina, que resultaban doblemente valiosos porque también estaban repletos de sabiduría ética. Así pues, se dedicó a redescubrir dichos textos y a escribir sus propios poemas y tratados morales en un estilo latino que seguía el modelo de los autores clásicos. Pero Petrarca fue también un notable poeta en lengua vernácula. Los sonetos italianos —después llamados sonetos petrarquistas— que escribió a su amada Laura al estilo caballeresco de los trovadores fueron muy imitados y admirados en el período renacentista y se continúan leyendo en la actualidad.

Como era un cristiano muy tradicional, su ideal supremo para la conducta humana era la vida solitaria de contemplación y ascetismo. Pero entre 1400 y 1450 aproximadamente, pensadores y eruditos italianos posteriores, casi todos residentes en Florencia, desarrollaron una visión diferente que suele denominarse humanismo cívico. Sus principales representantes, como el florentino Leonardo Bruni (c. 1370-1444) y Leon Battista Alberti (1404-1472), coincidían con Petrarca en la necesidad de la elocuencia y el valor de la literatura clásica, pero también enseñaban que la naturaleza del hombre le dotaba para la acción, para que fuera útil a su familia y a la sociedad, y para servir al estado, idealmente una ciudad-estado republicana, siguiendo el modelo florentino clásico o contemporáneo. En su opinión, la ambición y la búsqueda de gloria eran impulsos nobles que debían alentarse. Se negaron a condenar el esfuerzo por alcanzar posesiones materiales, pues sostenían que la historia del progreso humano es inseparable de nuestro éxito en el dominio de la tierra y sus recursos.

Tal vez el escrito más famoso de los humanistas cívicos sea Libros de la familia de Alberti (1443), en el que sostenía que la familia nuclear había sido instituida por la naturaleza para el bienestar de la humanidad. Dentro de este marco, sin embargo, Alberti destinaba a las mujeres a papeles puramente domésticos, pues afirmaba que «el hombre es por naturaleza más enérgico e industrioso» y que la mujer fue creada «para aumentar y continuar las generaciones y para alimentar y cuidar a los ya nacidos». Aunque tal menosprecio de las facultades intelectuales femeninas fue rotundamente rechazado por unas cuantas humanistas notables, en su mayor parte el humanismo renacentista italiano se caracterizó por una denigración general de las mujeres, denigración que también se expresaba en las obras de la literatura clásica que los humanistas admiraban tanto.

EL SURGIMIENTO DE LA ERUDICIÓN TEXTUAL

Los humanistas cívicos también superaron con creces a Petrarca en su conocimiento de la literatura y filosofía clásicas (en especial griegas), ayudados por diversos eruditos bizantinos que habían emigrado a Italia en la primera mitad del siglo XV y dieron instrucción en lengua griega. Los eruditos italianos también viajaron a Constantinopla y otras ciudades orientales en busca de obras maestras griegas hasta entonces desconocidas en Occidente. En 1423, un solo italiano, Giovanni Aurispa, se trajo 238 libros manuscritos entre los que se incluían las obras de Sófocles, Eurípides y Tucídides, que fueron traducidas de inmediato al latín, no palabra por palabra, sino atendiendo al sentido, para conservar así la fuerza literaria del original. En 1500 ya se disponía en Europa occidental de la mayoría de los clásicos griegos, incluidos los escritos de Platón, los dramaturgos y los historiadores.

El atípico pero influyente pensador renacentista Lorenzo Valla (1407-1457) se relaciona con los humanistas cívicos italianos por su interés en los textos, pero en modo alguno fue miembro pleno del movimiento. Nacido en Roma, su actividad principal fue de secretario al servicio del rey de Nápoles y no compartía los ideales republicanos de los humanistas cívicos florentinos. Empleó su formación gramatical y retórica, así como el minucioso análisis de los textos griegos y latinos, para mostrar que el estudio concienzudo de la lengua podía desacreditar viejas verdades. A este respecto, el logro más notable fue su brillante demostración de que la Donación de Constantino era una falsificación medieval. La propaganda papal había sostenido que los derechos del papa al gobierno temporal en Europa occidental se derivaban de este decreto supuestamente otorgado por el emperador Constantino en el siglo IV, pero Valla demostró que estaba repleto de usos latinos que no eran clásicos y de términos anacrónicos. De ahí llegó a la conclusión de que la «Donación» era obra de un falsificador medieval, cuya «impudencia monstruosa» quedaba de manifiesto por la «estupidez de su lenguaje». Esta demostración no sólo desacreditó un apreciado espécimen de «ignorancia medieval», sino que —lo que es más importante— introdujo el concepto de anacronismo en el estudio de los textos y el pensamiento histórico posteriores. Valla también empleó su destreza en el análisis lingüístico y la argumentación retórica para poner en tela de juicio una amplia variedad de posturas filosóficas. En sus Anotazionni sul testo latino del Nuovo Testamento aplicó su conocimiento filológico griego para dilucidar el verdadero significado de las cartas de san Pablo, que creía que había sido oscurecido por la traducción de la Vulgata latina de san Jerónimo. Esta obra iba a resultar un vínculo importante entre la erudición renacentista italiana y el humanismo cristiano posterior del norte.

EL NEOPLATONISMO RENACENTISTA

Entre aproximadamente 1450 y 1600 el pensamiento italiano se vio dominado por una escuela de neoplatónicos que pretendían fusionar con el cristianismo el pensamiento de Platón, Plotino y varias corrientes de misticismo antiguo. Los más destacados de dicha escuela fueron Marsilio Ficino (1433-1499) y Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), miembros ambos de la Academia Platónica fundada por Cosme de Medid en Florencia. La Academia era una sociedad difusamente organizada de eruditos que se reunían para escuchar lecturas y conferencias. Su héroe era Platón: a veces festejaban su cumpleaños con un banquete en su honor, después del cual todos daban sus discursos como si fueran personajes en un diálogo platónico. Desde la perspectiva de la posteridad, el mayor logro de Ficino fue su traducción al latín de las obras de Platón, lo que las puso a disposición de los europeos occidentales por vez primera, si bien el mismo autor consideraba que su contribución principal al saber era su Corpus hermético, una colección de pasajes extraídos de diversos escritos místicos antiguos, entre los que se incluía la cábala hebrea.

Es discutible que la filosofía de Ficino deba llamarse humanística, puesto que pasó de la ética a la metafísica y enseñaba que el individuo tenía que dedicarse sobre todo a considerar el más allá. En su opinión, «el alma inmortal siempre está abatida en su cuerpo mortal». Lo mismo cabe afirmar de su discípulo Giovanni Pico della Mirandola. Sin duda, éste no fue un humanista cívico, puesto que los asuntos públicos mundanos le merecían poco aprecio; también compartía plenamente la inclinación de su maestro por la extracción y combinación de fragmentos de antiguos tratados místicos sacados de contexto. Pero creía además —y así lo argumenta en su famoso Discurso sobre la dignidad del hombre— que no hay «nada más maravilloso que el hombre», porque lo creía dotado de la capacidad para lograr la unión con Dios si así lo deseaba.

MAQUIAVELO

Apenas ninguno de los pensadores italianos comprendidos entre Petrarca y Pico fueron originales de verdad: su grandeza consistió sobre todo en la forma de expresión, la erudición y la divulgación de diversos temas del pensamiento antiguo. Sin embargo, no cabe afirmar lo mismo acerca del mayor filósofo político de la Italia renacentista, el florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527), cuyos escritos reflejan la condición inestable de la región en su época, pues al final del siglo XV Italia se había convertido en el reñidero de las luchas internacionales. Tanto Francia como España habían invadido la península italiana y competían por la fidelidad de las ciudades-estado, que a su vez estaban desgarradas por disensiones internas. En 1498, Maquiavelo se convirtió en un funcionario prominente del gobierno de la república florentina, establecida cuatro años antes, cuando la invasión francesa había llevado a la expulsión de los Medici; las misiones diplomáticas a otras ciudades-estado italianas formaron parte importante de sus deberes políticos. Mientras se hallaba en Roma, quedó fascinado por el intento de César Borgia, hijo del papa Alejandro VI, de crear su propio principado en el centro de Italia; señaló con aprobación la crueldad y sagacidad de César, así como su completa subordinación de la moralidad personal a los fines políticos. En 1512 los Medici regresaron para derrocar la república florentina, y Maquiavelo fue privado de su cargo. Desengañado y amargado, pasó lo que le restaba de vida en su finca del campo, dedicando su tiempo a la escritura.

Maquiavelo continúa siendo una figura polémica en la actualidad. Algunos eruditos modernos lo ven como un teórico amoral de la realpolitik, despectivo con la moral y piedad cristianas, sin preocuparse por los objetivos justos de la vida política e interesado únicamente en la adquisición y el ejercicio del poder como fin en sí mismo. Otros lo consideran un patriota italiano, que contempló la tiranía de los príncipes como el único modo de liberar a Italia de sus conquistadores extranjeros. Otros más lo ven como un seguidor de san Agustín de Hipona, quien comprendía que en un mundo perdido, poblado por pecadores, las buenas intenciones de un gobernante no garantizan que sus políticas vayan a obtener buenos resultados. Maquiavelo insistía en que las acciones de un príncipe deben ser juzgadas por sus consecuencias y no por su cualidad moral intrínseca. Los seres humanos, sostenía, «son ingratos, inconstantes y engañosos, siempre dispuestos a evitar los peligros y ávidos de obtener ganancias». Por ello, «la necesidad de mantener el estado obligará con frecuencia a un príncipe a emprender acciones que son contrarias a la lealtad, caridad, humanidad y religión […]. En la medida de lo posible, un príncipe debe apegarse al camino del bien, pero si surge la necesidad, debe saber cómo seguir el mal».

El rompecabezas se complica por el hecho de que, en apariencia, las dos grandes obras de análisis político de Maquiavelo parecen contradecirse. En sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio alababa al antiguo republicano romano como modelo para sus contemporáneos, elogiaba el gobierno constitucional, la igualdad entre los ciudadanos de una república, la independencia política de las ciudades-estado y la subordinación de la religión al servicio del estado. Así pues, cabe escasa duda de que Maquiavelo era un republicano comprometido, que creía en la ciudad-estado libre como forma ideal de gobierno humano. Pero también escribió El príncipe, «un manual para los tiranos» a los ojos de sus críticos, y dedicó esta obra a Lorenzo, hijo de Pedro de Medici, cuya familia había derrocado la república florentina a la que Maquiavelo había servido.

Como El príncipe se ha leído mucho más que los Discursos, las interpretaciones del pensamiento político de Maquiavelo han confundido a menudo la admiración que expresaba en dicha obra por César Borgia con una aprobación de la tiranía del soberano, pero su posición real fue completamente diferente. En el caos político de la Italia de comienzos del siglo XVI, Maquiavelo consideró que un príncipe cruel como Borgia era la única esperanza para revitalizar el espíritu de independencia entre sus contemporáneos y lograr que, de este modo, volvieran a ser aptos para el autogobierno republicano. Por oscura que fuera su visión de la naturaleza humana, Maquiavelo nunca dejó de esperar que sus contemporáneos italianos se alzaran, expulsaran a sus conquistadores franceses y españoles, y restauraran sus antiguas tradiciones de libertad e igualdad republicanas. Príncipes como Borgia eran pasos necesarios hacia ese fin, pero su gobierno no era la forma ideal para la humanidad. Sin embargo, en la caótica situación política italiana, el estado de un príncipe como Borgia era la mejor forma de gobierno a la que podían aspirar sus oprimidos conciudadanos.

EL IDEAL DEL CORTESANO

Mucho más compatible con los gustos de la época que las insólitas teorías políticas de Maquiavelo fueron las pautas para la buena conducta aristocrática que ofreció en El libro del cortesano (1528) el diplomático y conde Baltasar de Castiglione. Este ingenioso precursor de los manuales modernos de etiqueta contrasta enormemente con los tratados previos de los humanistas cívicos Bruni y Alberti, pues mientras que éstos enseñan las sobrias virtudes «republicanas» del servicio tenaz en nombre de la ciudad, el estado y la familia, Castiglione, que escribió en una Italia dominada por las espléndidas cortes de los príncipes, enseñaba cómo alcanzar las cualidades elegantes y aparentemente naturales que se precisaban para actuar como un «verdadero señor». Más que ningún otro, Castiglione popularizó el ideal del «hombre renacentista»: alguien que sobresale en muchas actividades diferentes y que además es valiente, ingenioso y «cortés», lo que quiere decir civilizado y culto. A diferencia de Alberti, Castiglione no dijo nada sobre el papel de las mujeres en la «tierra y el hogar», sino que resaltó las formas en las que las damas de la corte podían resultar «graciosas anfitrionas». Leído ampliamente en toda Europa durante más de un siglo desde su publicación, El cortesano de Castiglione divulgó los ideales italianos de «urbanidad» en las cortes de los príncipes al norte de los Alpes, lo que se tradujo en un patrocinio cada vez mayor de las artes y la literatura por parte de la aristocracia europea.

Los italianos del siglo XVI también fueron excelentes creadores de prosa y verso imaginativos. El mismo Maquiavelo escribió un delicioso relato corto, «Belfagor», y una obra de teatro obscena, La mandrágora; el gran artista Miguel Ángel escribió muchos sonetos conmovedores, y Ludovico Ariosto (1474-1533), el más eminente de los poetas épicos italianos del siglo XVI, compuso una extensa narración en verso llamada Orlando furioso. Aunque tejida en esencia con materiales tomados del ciclo medieval de Carlomagno, esta obra difería radicalmente de todos los poemas épicos anteriores porque introducía elementos de fantasía lírica y, sobre todo, porque se dedicaba por completo al idealismo poético. Ariosto escribió para lograr que los lectores se rieran y para deleitarlos con descripciones del esplendor tranquilo de la naturaleza y la pasión amorosa. Su obra encarna la desilusión de finales del Renacimiento, la pérdida de la esperanza y la fe, además de la tendencia a buscar consuelo en la persecución del placer y el deleite estético.

El Renacimiento italiano: pintura, escultura y arquitectura

A pesar de los numerosos avances intelectuales y literarios, los logros más duraderos del Renacimiento italiano se efectuaron en la esfera de las artes y, de todas, la pintura fue sin duda la suprema. Ya hemos visto el genio artístico de Giotto en torno a 1300, pero no fue hasta el siglo XV cuando la pintura italiana comenzó a alcanzar su mayoría de edad. Una razón para ello fue que a inicios del siglo XV se descubrieron las leyes de la perspectiva lineal y se emplearon por primera vez para dar una sensación plena de las tres dimensiones. Los pintores del siglo XV también experimentaron con los efectos de la luz y la sombra (claroscuro), y por vez primera estudiaron minuciosamente la anatomía y las proporciones del cuerpo humano. Asimismo, en el siglo XV la riqueza privada creciente y el aumento del patrocinio laico habían abierto el dominio del arte a una variedad de temas y personajes no religiosos. Hasta los temas de la historia bíblica se mezclaban con frecuencia con asuntos no religiosos. Los pintores querían realizar retratos que revelaran los misterios ocultos del alma. A las pinturas que pretendían atraer sobre todo al intelecto se unieron otras cuyo principal objetivo era deleitar la vista con la viveza del color y la belleza de la forma. La introducción de la pintura al óleo, probablemente procedente de Flandes, caracterizó también al siglo XV. Sin duda, el uso de la nueva técnica tuvo mucho que ver con el avance artístico de este período. Como el óleo no se seca con tanta rapidez como el pigmento del fresco, el pintor podía trabajar ahora con mayor lentitud, dedicar tiempo a las partes más difíciles del cuadro y efectuar correcciones si era necesario a medida que avanzaba.

LA PINTURA RENACENTISTA EN FLORENCIA

La mayoría de los grandes pintores del siglo XV fueron florentinos. El primero de ellos fue el precoz Masaccio (1401-1428), conocido por sus contemporáneos como el «Giotto renacido». Aunque murió a los veintisiete años, Masaccio inspiró la obra de los pintores italianos durante cien años. Su grandeza como pintor se basa en su pericia para «imitar la naturaleza», que se convirtió en un valor fundamental en la pintura renacentista. Para alcanzar esta meta empleó la perspectiva, como se puede apreciar en su fresco de la Trinidad, que tal vez constituya el ejemplo más espectacular en este aspecto; también usó el claroscuro con originalidad para conseguir efectos asombrosamente llamativos.

Su sucesor más conocido fue el florentino Sandro Botticelli (1445-1510), quien se interesó tanto por temas clásicos como cristianos. Su obra sobresale en los ritmos lineales y la representación sensual del detalle natural. Es muy famoso por las pinturas que presentan figuras de la mitología clásica sin un marco de referencia manifiestamente cristiano. Su Alegoría de la primavera y El nacimiento de Venus emplean un estilo que le debe mucho a las representaciones romanas de dioses, diosas, céfiros y musas moviéndose armónicamente en escenarios naturales. Por ello, en el pasado, estas obras se entendieron como la expresión del «paganismo renacentista» en su expresión más plena, como una celebración de las delicias terrenales que estaba en pugna con el ascetismo cristiano. Sin embargo, en fecha más reciente los eruditos han preferido considerarlas alegorías compatibles con las enseñanzas cristianas. Según esta interpretación, Botticelli se dirigía a espectadores aristócratas cultos, bien versados en las teorías neoplatónicas de Ficino, que consideraban que los dioses y diosas antiguos representaban varias virtudes cristianas. Venus, por ejemplo, podría haber encarnado una especie de amor casto. Aunque las grandes obras «clásicas» de Botticelli continúan siendo crípticas, dos puntos son seguros: todo espectador es libre para disfrutarlas en su plano sensual naturalista y no cabe duda de que Boticelli no había roto con el cristianismo, puesto que pintó frescos para el papa en Roma justo al mismo tiempo.

Leonardo da Vinci

Tal vez el mayor artista florentino haya sido Leonardo da Vinci (1452-1519), uno de los genios más versátiles que han existido. Personificó al «hombre renacentista»: era pintor, arquitecto, músico, matemático, ingeniero e inventor. Hijo ilegítimo de un notario y una campesina, estableció un taller en Florencia cuando tenía veinticinco años y obtuvo el patrocinio del gobernante Medici de la ciudad, Lorenzo el Magnífico. Pero si Leonardo tenía algún defecto, era su lentitud para trabajar y su dificultad para terminar cualquier cosa. Como es natural, esto disgustaba a Lorenzo y a los restantes mecenas florentinos, quienes pensaban que un artista era poco más que un artesano, encargado de producir cierta pieza de determinado tamaño por un precio concertado en una fecha definida. No obstante, Leonardo se oponía a este planteamiento porque consideraba que él no era un operario insignificante, sino un creador inspirado. Así pues, en 1482 abandonó Florencia para dirigirse a la corte de los Sforza en Milán, donde se le concedió más libertad para estructurar su tiempo y su trabajo. Permaneció allí hasta que los franceses invadieron la ciudad en 1499; después vagó por Italia hasta acabar aceptando el patrocinio del rey francés Francisco I, bajo cuyos auspicios vivió y trabajó en Francia hasta su muerte.

Las pinturas de Leonardo da Vinci inician lo que se conoce como el Alto Renacimiento en Italia. Su planteamiento de la pintura era que debe ser la imitación más precisa posible de la naturaleza. Leonardo era naturalista y basó su obra en las observaciones detalladas de una brizna de hierba, el ala de un pájaro o una cascada. Obtenía cadáveres humanos para disecarlos y reconstruir en el dibujo los rasgos mínimos de la anatomía, y trasladaba después este conocimiento a sus pinturas. Adoraba la naturaleza y estaba convencido de que existía una divinidad esencial en todos los seres vivos. Por tanto, no resulta sorprendente que fuera vegetariano y que acudiera al mercado a comprar pájaros enjaulados para soltarlos en sus hábitats originales.

Hay un acuerdo general sobre que sus obras maestras son La Virgen de las rocas (de la que existen dos versiones), La última cena y sus retratos de Mona Lisa y Ginebra de Benci. La Virgen de las rocas no sólo plasma su maravillosa destreza técnica, sino también su pasión por la ciencia y su creencia en el universo como lugar bien ordenado. Las figuras están dispuestas geométricamente, y cada roca y cada planta aparecen con detalles precisos. La última cena, pintada en los muros del refectorio de Santa Maria delle Grazie en Milán, es un estudio de reacciones psicológicas. Un Cristo sereno, resignado a su terrible destino, acaba de anunciar a sus discípulos que uno de ellos lo va a traicionar. El artista logra representar las emociones mezcladas de sorpresa, horror y culpa en los rostros de los discípulos a medida que van percibiendo el significado de la afirmación de su maestro. Mona Lisa y Ginebra de Benci reflejan un interés similar en los humores variados del alma humana.

LA ESCUELA VENECIANA

El inicio del Alto Renacimiento en torno a 1490 también fue testigo del ascenso de la denominada escuela veneciana, cuyos miembros principales fueron Giovanni Bellini (c. 1430-1516), Giorgione (1478-1510) y Tiziano (c. 1490-1576). La obra de todos estos pintores reflejaba la vida lujosa dedicada a los placeres de la próspera ciudad mercantil de Venecia. La mayoría de los pintores venecianos demostraron escaso interés por los temas filosóficos y psicológicos de la escuela florentina; su meta era atraer los sentidos pintando paisajes idílicos y retratos suntuosos de los ricos y poderosos. En la subordinación de la forma y el significado al color y la elegancia, reflejaban los gustos ostentosos de los mercaderes ricos para quienes se creaban.

LA PINTURA EN ROMA

La pintura del Alto Renacimiento alcanzó su punto culminante en la primera mitad del siglo XVI. Durante este período, Roma se convirtió en el principal centro artístico de la península italiana, si bien las tradiciones de la escuela florentina siguieron ejerciendo una fuerte influencia.

Rafael

Entre los pintores eminentes de este período, destaca Rafael (1483-1520), natural de Urbino y quizá el artista más querido de todo el Renacimiento. El atractivo duradero de su estilo se debe primordialmente a sus retratos ennoblecedores de los seres humanos como criaturas comedidas, sabias y dignas. Aunque Rafael estaba influido por Leonardo, cultivó una postura mucho más simbólica o alegórica en su pintura. Su Disputa del sacramento ilustraba la relación entre la Iglesia del cielo y la Iglesia de la tierra. En un emplazamiento mundano contrapuesto a un cielo resplandeciente, los teólogos debaten el significado de la eucaristía, mientras que en las nubes superiores los santos y la Trinidad reposan en posesión de un sagrado misterio. La escuela de Atenas plasma la armonía entre el platonismo y el aristotelismo. Platón (pintado como un retrato de Leonardo) se muestra señalando hacia arriba para destacar la base espiritual de su mundo de ideas, mientras que Aristóteles extiende una mano hacia delante para ejemplificar su afirmación de que el mundo creado encarna estos mismos principios en forma física. Rafael también destaca por sus retratos y madonnas. A las últimas, en especial, les otorgó una dulzura y calidez que parecían dotarlas de una delicadeza y piedad completamente diferentes de las madonnas enigmáticas y algo distantes de Leonardo.

Miguel Ángel

La última figura destacada del Alto Renacimiento fue Miguel Ángel (1475-1564), natural de Florencia. Si Leonardo fue un naturalista, Miguel Ángel fue un idealista: mientras que el primero pretendía volver a captar e interpretar fenómenos fugaces de la naturaleza, Miguel Ángel, quien abrazaba el neoplatonismo como filosofía, estaba más interesado en expresar verdades abstractas duraderas. Miguel Ángel fue pintor, escultor, arquitecto y poeta, y en todas estas formas se expresó con similar fuerza y de manera parecida. El centro de su pintura lo constituye la figura masculina, que siempre es poderosa, colosal y magnífica. Si la humanidad, encarnada en el cuerpo masculino, se encuentra en el centro del Renacimiento italiano, Miguel Ángel, que representó la figura masculina sin cesar, es el artista renacentista por excelencia.

Sus mayores logros en la pintura aparecen en un solo lugar, la Capilla Sixtina de Roma, pero son producto de dos períodos diferentes en la vida del artista y, por consiguiente, ejemplifican dos estilos artísticos y dos perspectivas sobre la condición humana distintos. Los más famosos son los sublimes frescos que Miguel Ángel pintó sobre el techo de la Capilla Sixtina de 1508 a 1512, que representaban escenas del libro del Génesis. Todos los paneles de esta serie, incluidos Dios separando la luz de la oscuridad, La creación de Adán y El diluvio, ilustran el compromiso del joven artista con los principios estéticos clásicos griegos de armonía, solidez y comedimiento circunspecto. Todos rezuman un sentimiento de afirmación sublime con respecto a la creación y las cualidades heroicas de la humanidad. Pero un cuarto de siglo después, cuando Miguel Ángel volvió a trabajar en la Capilla Sixtina, su estilo y talante habían cambiado por completo. En el enorme Juicio final, fresco realizado para el muro del altar de la Capilla Sixtina en 1536, Miguel Ángel repudió el comedimiento clásico y lo sustituyó por un estilo que destacaba la tensión y la distorsión con miras a comunicar la concepción pesimista del hombre más viejo de una humanidad atenazada por el miedo y doblegada por la culpa.

LA ESCULTURA

En la esfera de la escultura, el Renacimiento italiano dio un gran paso adelante al crear estatuas que ya no se tallaban como partes de columnas o vanos de puertas en edificios eclesiásticos o como efigies sobre tumbas; en su lugar, los escultores italianos, por primera vez desde la Antigüedad, esculpieron estatuas independientes de bulto redondo. Al liberar a la escultura de su esclavitud a la arquitectura, el Alto Renacimiento la restableció como forma de arte separada y potencialmente secular.

Donatello

El primer gran maestro de la escultura renacentista fue Donatello (c. 1386-1466). Su estatua de bronce de David triunfante sobre la cabeza del caído Goliat, el primer desnudo aislado desde la Antigüedad, imitaba la escultura clásica no sólo en la representación de un cuerpo desnudo, sino también en la postura del personaje al descansar el peso sobre una pierna. Pero este David es claramente un ágil adolescente y no un atleta griego musculoso. Más avanzada su carrera, Donatello imitó de manera más consciente la estatuaria antigua en su imponente retrato del orgulloso guerrero Gattamelata, la primera estatua ecuestre monumental en bronce ejecutada en Occidente desde la época de los romanos.

Miguel Ángel

Sin duda, el mayor escultor del Renacimiento italiano —en realidad, probablemente el mayor escultor de todos los tiempos— fue Miguel Ángel. Creyendo como Leonardo que el artista era un creador inspirado, Miguel Ángel consideraba la escultura la más sublime de todas las artes porque permitía a los artistas imitar a Dios con mayor plenitud en la recreación de las formas humanas. Además, según su postura, el escultor que más se asemejaba a Dios desdeñaba la esclavitud del naturalismo, pues cualquiera podía hacer un vaciado de yeso de una figura humana, pero sólo un genio creativo inspirado era capaz de dotar a sus figuras esculpidas de un sentimiento de vida. Por consiguiente, Miguel Ángel subordinó el naturalismo a la fuerza de su imaginación y buscó incesantemente expresar sus ideales en formas cada vez más deslumbrantes.

Al igual que su pintura, la escultura de Miguel Ángel siguió una trayectoria del clasicismo al manierismo, es decir, del modelado armonioso a la distorsión dramática. Su obra temprana más distinguida, el David, realizada en 1501, es sin duda su estatua clásica más perfecta. Cuando, como Donatello, eligió representar un desnudo masculino, Miguel Ángel concibió su David como una expresión pública de los ideales cívicos florentinos y, de este modo, heroico más que meramente armonioso. Para este fin trabajó con mármol —el medio escultórico «más noble»— y creó una figura el doble del tamaño natural. Al esculpir a un hombre joven, sereno y seguro en la cima de su forma física, celebraba la «fortaleza» de la república florentina para rechazar a los tiranos y sostener los ideales de justicia civil. La serenidad que se ve en el David ya no destaca en las obras del período medio de Miguel Ángel; más bien, en una obra como su Moisés, de hacia 1515, el escultor ha comenzado a explorar el uso de la distorsión anatómica para crear efectos de intensidad emocional, en este caso, la justa ira del profeta bíblico. Aunque estas estatuas continuaban siendo sobrecogedoramente heroicas, a medida que la vida de Miguel Ángel se acercaba a su fin, experimentó cada vez más con manierismos estilísticos exagerados con miras a comunicar estados de ánimo de meditación reflexiva o patetismo franco. La culminación de esta tendencia en su estatuaria la constituye El descendimiento de la cruz, obra inacabada pero intensamente conmovedora, que representa a un anciano parecido al escultor llorando sobre el cuerpo deformado y desplomado de Cristo muerto.

LA ARQUITECTURA

La arquitectura renacentista hundió sus raíces en el pasado en mucha mayor proporción que la escultura o la pintura. El nuevo estilo de edificación era una mezcla de elementos derivados de la Edad Media y la Antigüedad. Sin embargo, no fue el gótico, estilo que nunca encontró suelo hospitalario en Italia, sino el románico el que proporcionó la base medieval a la arquitectura del Renacimiento italiano. En general, los grandes arquitectos renacentistas adoptaron sus planes de edificación de las iglesias románicas, creyendo por error que algunas eran romanas y no medievales. También copiaron sus elementos decorativos de las ruinas de la antigua Roma. El resultado fue una arquitectura basada en la planta cruciforme de transepto y nave, pero incorporando los rasgos decorativos de la columna y el arco, o de la columna y el dintel, la columnata y, con frecuencia, el domo. Asimismo, la arquitectura renacentista destacó la proporción geométrica porque los constructores italianos, bajo la influencia del neoplatonismo, llegaron a la conclusión de que determinadas proporciones matemáticas reflejaban la armonía del universo. Un bello ejemplo de arquitectura renacentista lo constituye la basílica de San Pedro en Roma, construida con el patrocinio de los papas Julio II y León X y diseñada por algunos de los arquitectos más célebres de la época, incluidos Donato Bramante (c. 1444-1514) y Miguel Ángel. Igualmente impresionantes resultan las villas campestres de la aristocracia diseñadas por el arquitecto del norte de Italia Andrea Palladio (1508-1580), quien creó miniaturas seculares de templos antiguos como el Panteón romano para ensalzar a los aristócratas que moraban en ellas.

El declive del Renacimiento italiano

Hacia 1550 el Renacimiento inició su declive en Italia por causas variadas. La invasión francesa de 1494 y la guerra incesante posterior fueron factores principales. El rey francés Carlos VIII consideraba Italia un blanco atractivo para sus ambiciones dinásticas expansivas. En 1494 se puso al frente de un ejército de treinta mil soldados bien adiestrados que cruzaron los Alpes para reclamar el ducado de Milán y el reino de Nápoles. Florencia capituló de inmediato; antes de que hubiera transcurrido un año, los franceses se habían paseado por la península y conquistado Nápoles. Sin embargo, al hacerlo suscitaron el recelo de los monarcas españoles, quienes temieron un ataque a su territorio de Sicilia. La alianza entre España, los Estados Pontificios, el Sacro Imperio Romano, Milán y Venecia acabó forzando a Carlos a abandonar Italia, pero la tregua fue breve. El sucesor de Carlos, Luis XII, lanzó una segunda invasión, y desde 1499 hasta 1529 Italia se halló en guerra casi de forma ininterrumpida. Se sucedieron las alianzas y contraalianzas, pero no sirvieron más que para prolongar las hostilidades. Los franceses lograron una gran victoria en Marignano en 1515, pero fueron derrotados de manera decisiva por los españoles en Pavía en 1525. El peor desastre vino en 1527, cuando las tropas bajo el mando del monarca español y sacro emperador romano Carlos V saquearon la ciudad de Roma y causaron una destrucción enorme. Hasta 1529 Carlos V no consiguió hacerse con el control de la mayor parte de la península italiana, lo que puso fin a la guerra durante un tiempo. Una vez victorioso, Carlos conservó para España dos de las mayores partes de Italia —el ducado de Milán y el reino de Nápoles— e instaló a príncipes de su agrado en casi todas las restantes entidades políticas, salvo Venecia y los Estados Pontificios. Estos protegidos de la corona española continuaron presidiendo sus cortes, patrocinando las artes y adornando sus ciudades con edificios lujosos, pero eran marionetas de una potencia extranjera, incapaces de inspirar a sus séquitos un sentimiento fuerte de independencia cultural.

A los desastres políticos se unió el descenso de la prosperidad. El monopolio casi total de Italia sobre el comercio con Asia en el siglo XV había sido uno de los principales puntales económicos de la cultura renacentista, pero el paso gradual de las rutas comerciales de la región mediterránea a la atlántica tras los descubrimientos ultramarinos en torno a 1500 costaron a Italia lenta pero inexorablemente su supremacía como centro del comercio europeo. La guerra contribuyó también a la penuria económica, así como las exacciones financieras españolas en Milán y Nápoles. Cuando disminuyó la riqueza italiana, cada vez hubo menos excedente disponible para dedicar a las empresas artísticas.

Una causa final del declive del Renacimiento fue la Contrarreforma. Durante el siglo XVI la Iglesia romana se propuso de forma creciente ejercer un control firme sobre el pensamiento y las artes como parte de una campaña para combatir la mundanería y la propagación del protestantismo. En 1542 se estableció la Inquisición romana; en 1564 se publicó el primer Índice romano de Libros Prohibidos. Hasta el gran Juicio final de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina fue criticado por mostrar demasiados cuerpos desnudos. Así pues, el papa Pablo IV ordenó a un artista de segunda fila que pintara ropa donde fuera posible. (El infortunado pintor fue conocido a partir de entonces como el «Braghettone».) Aunque este incidente parezca simplemente grotesco, la determinación de los censores eclesiásticos para obligar a la uniformidad doctrinal podía llevar a la muerte, como sucedió en el caso del desafortunado filósofo neoplatónico Giordano Bruno, cuya insistencia en que podía existir más de un mundo (en contravención del libro bíblico del Génesis) dio como resultado que la Inquisición romana lo quemara en la hoguera en 1600.

El ejemplo más tristemente famoso de la censura inquisitorial sobre la especulación intelectual fue el castigo al gran científico Galileo, cuyos logros analizaremos con mayor detalle en el capítulo 16. En 1616 el Santo Oficio de Roma condenó la nueva teoría astronómica de que la Tierra se mueve alrededor del Sol como «necia, absurda, filosóficamente falsa y formalmente herética». Cuando Galileo publicó una brillante defensa del sistema heliocentrista en 1632, la Inquisición le ordenó que se retractara de sus «errores» y lo sentenció a detención domiciliaria por el resto de su vida. Galileo no estaba dispuesto a morir por sus creencias, pero después de haberse desdicho públicamente de su opinión de que la Tierra gira alrededor del Sol, parece que murmuró: Eppur si muove («y sin embargo, se mueve»). No resulta sorprendente que los grandes descubrimientos astronómicos de la siguiente generación se realizaran en el norte de Europa y no en Italia.

No obstante, los logros artísticos y literarios no se extinguieron en Italia a mediados del siglo XVI. Muy al contrario, entre 1540 y 1600 aproximadamente los pintores cultivaron nuevos estilos artísticos impresionantes, basándose en elementos encontrados en la obra postrera de Rafael y Miguel Ángel. En el siglo XVII llegó el deslumbrante estilo barroco, que nació en Roma bajo los auspicios eclesiásticos. De manera similar, la música italiana registró logros enormes casi sin interrupción de los siglos XVI al XX. Pero cuando la cultura renacentista se extendió de Italia al resto de Europa, el dominio cultural italiano empezó a descender, y el centro de la alta cultura europea se desplazó hacia las cortes reales de España, Francia, Inglaterra, Alemania y Polonia.

El Renacimiento en el norte

Los contactos entre Italia y el norte de Europa continuaron a lo largo de los siglos XIV y XV. Los comerciantes y financieros italianos eran figuras familiares en las cortes norteñas; había alumnos de toda Europa estudiando en universidades italianas como las de Bolonia o Padua; los autores (incluido Chaucer) y sus obras viajaban fuera y dentro de Italia; y los soldados del norte participaban con frecuencia en las guerras italianas. Sin embargo, hasta finales del siglo XV las nuevas corrientes del saber renacentista italiano no empezaron a afianzarse en España y el norte de Europa.

Se han ofrecido diversas explicaciones para este retraso. La vida intelectual del norte de Europa en la Baja Edad Media estaba dominada por universidades como las de París, Oxford y la Carolina de Praga, cuyos planes de estudio se centraban en la lógica filosófica y la teología cristiana; este planteamiento dejaba poco espacio para el estudio de la literatura clásica. En Italia, en contraste, las universidades solían ser con mayor frecuencia escuelas profesionales de derecho y medicina, que ejercían mucha menos influencia en la vida intelectual; estas circunstancias propiciaron que se forjara una tradición educativa mucho más secular y urbana, en la que pudo desarrollarse el humanismo renacentista. En el norte, incluso en el siglo XVI, los eruditos influidos por los ideales del Renacimiento italiano trabajaron por lo general fuera del sistema universitario bajo el patrocinio de reyes y príncipes.

Asimismo, antes del siglo XVI, los monarcas del norte se mostraron menos interesados en financiar a artistas e intelectuales que las ciudades-estado y los príncipes italianos. En Italia, este mecenazgo era una importante esfera de competencia entre rivales políticos. En el norte de Europa las unidades políticas eran mayores, y los rivales políticos, menos. También resultaba mucho más difícil usar el arte para objetivos políticos en un reino que en una ciudad-estado. En Florencia, una estatua erigida en una plaza céntrica sería vista por casi todos los residentes de la ciudad; en París sólo vería la estatua una escasa minoría de los súbditos del rey francés. Hasta el siglo XVI, cuando los nobles del norte empezaron a pasar más tiempo residiendo en la corte real, los reyes no pudieron estar razonablemente seguros de que aquellos a los que trataban de impresionar percibirían su patrocinio a los artistas e intelectuales.

EL HUMANISMO CRISTIANO Y EL RENACIMIENTO EN EL NORTE

El Renacimiento al otro lado de los Alpes fue producto del injerto de ciertos ideales renacentistas italianos sobre tradiciones preexistentes en la región. Se puede ver con mucha claridad en el caso del movimiento intelectual renacentista más destacado de la zona, el humanismo cristiano. Aunque compartían el desdén de los humanistas italianos por el escolasticismo, los humanistas cristianos del norte buscaron con mayor frecuencia la guía ética en los preceptos bíblicos y religiosos que en Cicerón o Virgilio. Al igual que sus equivalentes italianos, aspiraron a alcanzar la sabiduría de la Antigüedad, pero la que tenían en la mente era la cristiana y no la clásica; es decir, la Antigüedad del Nuevo Testamento y los primeros padres de la Iglesia. De igual modo, los artistas del Renacimiento del norte, inspirados por los logros de los maestros italianos, se propusieron aprender las técnicas clásicas, pero representaron temas clásicos con mucha menor frecuencia que los italianos y casi nunca reprodujeron figuras humanas completamente desnudas.

Erasmo de Rotterdam

Todo análisis sobre las excelencias del Renacimiento al otro lado de los Alpes dentro del ámbito del pensamiento y la expresión literaria debe comenzar con la labor de Desiderio Erasmo (c. 1469-1536), «el príncipe de los humanistas cristianos». Hijo ilegítimo de un sacerdote, Erasmo nació cerca de Rotterdam, en Holanda, pero más tarde, como resultado de sus extensos viajes, se convirtió en la práctica en ciudadano de todo el norte de Europa. Obligado a entrar en un monasterio en contra de su voluntad cuando era un adolescente, el joven Erasmo encontró en él escasa instrucción religiosa y ninguna formal, pero sí libertad total para leer cuanto se le antojaba. Devoró todos los clásicos que cayeron en sus manos y los escritos de muchos de los padres de la Iglesia. Cuando rozaba los treinta años, obtuvo permiso para abandonar el monasterio y entrar en la Universidad de París, donde completó los requisitos para obtener el grado de bachiller en teología. Pero con posterioridad se rebeló contra lo que consideraba el árido saber del escolasticismo parisino y tampoco ejerció labores de sacerdote. Se ganó la vida con la enseñanza, la escritura y los ingresos de varios cargos eclesiásticos que no le exigían deberes espirituales. Siempre en busca de nuevos mecenas, viajó a menudo a Inglaterra, permaneció tres años en Italia y residió en varias ciudades diferentes de Alemania y los Países Bajos antes de asentarse al final de su vida en Basilea, Suiza. Por medio de la voluminosa correspondencia que mantenía con los amigos cultos que hacía por dondequiera que fuese, Erasmo se convirtió en el dirigente de una camarilla humanista noreuropea, y gracias a la popularidad de sus numerosas publicaciones llegó a ser el árbitro de los gustos culturales de la región mientras vivió.

El mejor modo de apreciar su actividad intelectual multifacética es valorarla desde dos puntos de vista diferentes: el literario y el doctrinal. Como estilista en prosa latina, Erasmo era inigualable desde la época de Cicerón. Extraordinariamente culto e ingenioso, se recreaba en ajustar el modo de su discurso para que cuadrara con el tema, creaba brillantes efectos verbales y acuñaba juegos de palabras que adoptaban un significado añadido si el lector sabía griego además de latín. En particular, Erasmo sobresalía en el diestro uso de la ironía, se burlaba de todo lo habido y por haber, incluido él mismo. Por ejemplo, en sus Coloquios hizo que un personaje ficticio se lamentara de este modo de los signos del mal perceptibles en la época: «los reyes hacen la guerra, los sacerdotes se esfuerzan por llenarse los bolsillos, los teólogos inventan silogismos, los monjes vagan fuera de sus claustros, la plebe se rebela y Erasmo escribe coloquios».

Pero aunque su culto estilo latino y su ingenio le otorgaron un amplio público por razones puramente literarias, con todo lo que escribía pretendía fomentar lo que denominaba «la filosofía de Cristo». Creía que la sociedad de su época estaba atrapada en la corrupción y la inmoralidad porque la gente había perdido de vista las enseñanzas sencillas de los evangelios. En consecuencia, ofreció a sus contemporáneos tres categorías diferentes de publicaciones: sátiras inteligentes que pretendían mostrar a la gente el error de sus modos de actuar, tratados morales serios para ofrecer guía hacia una conducta cristiana adecuada y ediciones eruditas de textos cristianos básicos.

A la primera categoría corresponden las obras de Erasmo que más se siguen leyendo, El elogio de la locura (1509), en la que expone al ridículo la pedantería y el dogmatismo escolásticos, así como la ignorancia y la credulidad supersticiosa de las masas; y los Coloquios (1518), donde examina las prácticas religiosas contemporáneas en un tono más serio, pero también agudo e irónico. En estas obras, Erasmo hace hablar a personajes de ficción, por lo que sus opiniones sólo pueden determinarse por inferencia. Pero en su segunda categoría no dudó en hablar a las claras con su propia voz. Los tratados más destacados de este segundo género son el elocuente, Manual del soldado de Cristo (1503), que instaba a los laicos a llevar vidas de serena devoción interior, y la Queja de la paz (1517), que abogaba conmovedoramente por el pacifismo cristiano. Dicho pacifismo era uno de sus valores más arraigados y volvió sobre él una y otra vez en sus obras publicadas.

A pesar del éxito de sus obras literarias, Erasmo consideraba su erudición textual su logro mayor. Veneraba la autoridad de los primeros padres latinos Agustín, Jerónimo y Ambrosio, y preparó ediciones fiables de todas sus obras. También utilizó su extraordinario dominio del latín y el griego para realizar una edición más precisa del Nuevo Testamento. Después de leer las Anotazionni de Lorenzo Valla en 1504, Erasmo quedó convencido de que nada era más imperativo que despojar al Nuevo Testamento de los innumerables errores de transcripción y traducción que se habían acumulado durante la Edad Media, pues nadie podía ser un buen cristiano sin estar seguro de cuál era con exactitud el verdadero mensaje de Cristo. De ahí que dedicara diez años a estudiar y comparar los mejores manuscritos bíblicos griegos que pudo encontrar con miras a establecer un texto autorizado. Cuando por fin apareció en 1516, el Nuevo Testamento griego de Erasmo, publicado junto con notas explicativas y su propia traducción latina, fue uno de los hitos más importantes de la erudición bíblica de todos los tiempos. En manos de Martín Lutero desempeñaría un papel crucial en los primeros estadios de la Reforma protestante.

Sir Tomás Moro

Uno de los amigos más íntimos de Erasmo y muy próximo a él en distinción entre las filas de los humanistas cristianos fue el inglés sir Tomás Moro (1478-1535). Después de una brillante carrera como abogado y representante de la Cámara de los Comunes, en 1529 fue nombrado lord canciller de Inglaterra, pero no llevaba mucho tiempo en el cargo cuando desató la cólera del rey Enrique VIII. Moro, que era fiel al universalismo católico, se opuso al designio real de establecer una Iglesia nacional bajo su control. Finalmente, en 1534, cuando Moro se negó a prestar juramento para reconocer a Enrique como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, fue encarcelado en la Torre de Londres y un año después encontró la muerte en el cadalso como mártir católico. No obstante, mucho antes, en 1516, cuando Moro aún no tenía ni la más ligera idea de cómo iba a terminar su vida, publicó la única obra por la que se le recordará siempre, Utopía. Pretendiendo describir una comunidad ideal en una isla imaginaria, el libro es en realidad una crítica erasmista a los flagrantes abusos de la época: pobreza inmerecida y riqueza caprichosa, castigos drásticos, persecución religiosa y la matanza sin sentido de la guerra. Los habitantes de Utopía comparten todos sus bienes, sólo trabajan seis horas diarias para poder contar con tiempo para dedicarse a empeños intelectuales y practican las virtudes naturales de la sabiduría, la moderación, la fortaleza y la justicia. El hierro es el metal precioso «porque es útil», no existen la guerra ni el monacato y se concede tolerancia a todo aquel que reconoce la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Aunque Moro no adelantaba argumentos explícitos a favor del cristianismo en su Utopía, daba a entender sin ambages que si los «utopianos» podían administrar tan bien su sociedad sin el beneficio de la revelación cristiana, los europeos que conocían los evangelios serían capaces de hacerlo aún mejor.

Ulrico de Hutten

En esencia, mientras que Erasmo y Moro tuvieron temperamentos conciliadores y prefirieron expresarse mediante declaraciones comedidas e irónicas, el discípulo alemán del primero, Ulrico de Hutten (1488-1523) presentó una disposición mucho más combativa. Entregado a la causa del nacionalismo cultural alemán, se expresó con truculencia para defender el «orgullo y la libertad» del pueblo alemán contra los extranjeros. Pero su principal derecho a la fama lo debe a su colaboración con otro humanista alemán, Crotus Rubianus, en la autoría de las Cartas de los hombres oscuros (1515), una de las sátiras más mordaces de la historia de la literatura. Se escribió como parte de una guerra propagandística a favor de un erudito llamado Johann Reuchlin que deseaba continuar su estudio de los escritos hebreos, sobre todo el Talmud. Cuando los teólogos escolásticos y el inquisidor general alemán intentaron que se destruyeran todos los libros hebreos que hubiera en Alemania, Reuchlin y su grupo se opusieron con fuerza a la medida. Pasado un tiempo, se puso de manifiesto que la argumentación directa no servía de nada, así que los defensores de Reuchlin recurrieron al ridículo. Hutten y Rubianus publicaron una serie de cartas, escritas adrede en mal latín supuestamente por algunos de los rivales escolásticos de Reuchlin de la Universidad de Colonia. Estos rivales, a los que se dio nombres tan ridículos como el Ordeñador de Cabras, el Calvo y el Esparcidor de Estiércol, se mostraban como doctos idiotas que hacían gala de un absurdo literalismo religioso o una erudición grotesca. Heinrich Boca de Oveja, por ejemplo, el supuesto escritor de una de las cartas, profesaba estar preocupado porque había pecado gravemente por haber comido el viernes un huevo que contenía el embrión de un pollo. El autor de otra se vanagloriaba de su «brillante descubrimiento» de que Julio César no había escrito historias latinas porque estaba demasiado ocupado con sus hazañas militares para haber aprendido latín. Aunque la Iglesia las prohibió de inmediato, las cartas circularon y fueron muy leídas, lo que otorgaba mayor aceptación a la proposición erasmista de que debían dejarse de lado la teología escolástica y las prácticas religiosas externas para dedicarse de lleno a las enseñanzas sencillas de los evangelios.

EL DECLIVE DEL HUMANISMO CRISTIANO

Con Erasmo, Moro y Hutten la lista de humanistas cristianos enérgicos y elocuentes no se agota en absoluto, pues el inglés John Colet (c. 1467-1519), el francés Jacques Lefèvre d’Étaples (c. 1455-1536) y los españoles cardenal Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517) y Juan Luis Vives (1492-1540) también efectuaron contribuciones señeras a la empresa colectiva de editar textos bíblicos y cristianos primitivos para exponer la moral evangélica. Pero a pesar de la multitud de logros, el movimiento humanista cristiano, que poseyó un grado tan extraordinario de solidaridad y vigor internacionales entre 1500 y 1525 aproximadamente, cayó en la confusión por el surgimiento del protestantismo y después perdió su impulso. Resulta evidente la ironía de que el énfasis que habían puesto los humanistas cristianos en la verdad literal de los evangelios y su crítica devastadora a la corrupción clerical y el ceremonialismo religioso ayudaran sin duda a allanar el camino para la Reforma protestante iniciada por Martín Lutero en 1517. Pero, como veremos en el capítulo 13, muy pocos miembros de la generación previa de humanistas cristianos se mostraron dispuestos a unirse a Lutero en su rechazo de los principios fundamentales en los que se basaba el cristianismo, y los pocos que lo hicieron se convirtieron en protestantes tan ardientes que perdieron el sentido de la ironía calmada que había sido su sello distintivo. La mayoría de los humanistas cristianos trataron de permanecer dentro del redil católico, a la vez que seguían abrazando su ideal de piedad interior sin rituales. Pero a medida que transcurrió el tiempo, los dirigentes del catolicismo se hicieron más intolerantes porque se empezaron a cerrar filas en la guerra contra el protestantismo. De ahí que toda crítica interna de las prácticas religiosas católicas pareciera que otorgaba una ayuda encubierta al «enemigo». Erasmo, que continuó siendo católico, escapó con su fallecimiento del oprobio, pero varios de sus seguidores menos afortunados vivieron para sufrir como víctimas de la Inquisición.

LA LITERATURA, EL ARTE Y LA MÚSICA EN EL RENACIMIENTO DEL NORTE

Aunque el humanismo cristiano se desvaneció con rapidez hacia 1525, el Renacimiento continuó floreciendo en el norte durante el siglo XVI en la literatura y las artes. En Francia, Pierre de Ronsard (c. 1524-1585) y Joachim du Bellay (c. 1522-1560) escribieron elegantes sonetos al estilo de Petrarca, y en Inglaterra los poetas sir Philip Sidney (1554-1586) y Edmund Spenser (c. 1552-1599) se inspiraron grandiosamente en las innovaciones literarias italianas. De hecho, La reina de las hadas de Spenser, un largo cantar de gesta escrito a la manera del Orlando furioso de Ariosto, comunica tan bien como cualquier obra italiana la sensualidad gozosa típica de su cultura renacentista.

Rabelais

Más original que todos los poetas ya mencionados fue el prosista satírico francés François Rabelais (c. 1494-1553), probablemente el más apreciado de los grandes escritores creativos europeos del siglo XVI. Al igual que Erasmo, a quien admiraba mucho, Rabelais comenzó su carrera en el clero, pero poco después de tomar las órdenes sagradas dejó el claustro para estudiar medicina. Como médico, intercaló sus actividades profesionales con empeños literarios, compuso almanaques, sátiras contra los curanderos y astrólogos, así como parodias de las supersticiones populares. Pero su obra más duradera con creces fueron sus cinco volúmenes de «crónicas» publicadas bajo el título colectivo de Gargantúa y Pantagruel.

Su relato de las aventuras de ambos personajes, en su origen los nombres de gigantes medievales legendarios, famosos por su fabuloso tamaño y enorme apetito, sirvió de vehículo para su vigoroso humor y su inclinación por la narración exuberante, así como para la expresión de su filosofía del naturalismo. En cierta medida, Rabelais se inspiró en los precedentes del humanismo cristiano y, de este modo, al igual que Erasmo, satirizó el ceremonialismo religioso, ridiculizó el escolasticismo, se mofó de las supersticiones y ridiculizó toda forma de fanatismo. Pero a diferencia de Erasmo, quien escribió en un estilo latino clásico muy erudito sólo comprensible para los lectores más cultos, Rabelais eligió dirigirse a un público mucho más amplio, escribiendo en un francés realista, repleto de las vulgaridades más crudas. De igual manera, quiso evitar parecer que «sermoneaba» y desechó toda sugerencia de moral para dar la impresión de que sólo deseaba ofrecer a sus lectores un buen entretenimiento. No obstante, aparte de la sátira crítica de Gargantúa y Pantagruel, un tema común recorre los cinco volúmenes, el ensalzamiento de lo humano y lo natural. Para Rabelais, cuyos robustos gigantes eran en realidad seres humanos amantes de la vida ostensiblemente enormes, todo instinto de la humanidad era saludable siempre que no se dirigiera hacia la tiranía sobre los demás. Así pues, en su comunidad ideal, la utópica «abadía de Thélème», no había ninguna represión, sino sólo un entorno amable para la confirmación de la vida y los logros humanos naturales, guiados por la única regla de «ama y haz lo que te plazca».

ARQUITECTURA

Del mismo modo que Rabelais narraba historias de gigantes medievales con miras a afirmar los valores renacentistas, los arquitectos franceses que construyeron castillos tan espléndidos en el Loira como Ambroise, Chenonceaux y Chambord combinaron elementos del estilo gótico flamígero bajomedieval con un énfasis actualizado en la horizontalidad clásica para producir algunos de los hitos arquitectónicos más impresionantes y singulares construidos en Francia. No obstante, también se dio una imitación arquitectónica mucho más estrecha de los modelos italianos, pues del mismo modo que Ronsard y Du Bellay moldearon su estilo poético siguiendo muy de cerca a Petrarca, Pierre Lescot, el arquitecto francés que comenzó a trabajar en el nuevo palacio real del Louvre en París en 1546, se ciñó al clasicismo de los maestros renacentistas italianos para construir una fachada que destacaba las pilastras y los frontones clásicos.

PINTURA

La pintura del Renacimiento del norte es otro ámbito en el que cabe discernir vínculos entre el pensamiento y el arte. Sin duda, las encarnaciones visuales más conmovedoras de los ideales del humanismo cristiano fueron concebidas por el artista más destacado del Renacimiento al otro lado de los Alpes, el alemán Alberto Durero (1471-1528). Fue el primer pintor del norte que dominó las técnicas renacentistas italianas de la proporción, la perspectiva y el modelado. También compartía con sus contemporáneos italianos la fascinación por la reproducción de las variadas obras de la naturaleza con los detalles más minuciosos y el gusto por representar el desnudo humano en diversas posturas. Pero mientras que Miguel Ángel exhibió a su David o Adán despojados de toda cobertura, a los desnudos de Durero rara vez les faltan las hojas de higuera en deferencia a las tradiciones del norte mucho más restrictivas. Además, Durero se resistió constantemente a abandonarse al puro clasicismo y la suntuosidad de buena parte del arte renacentista italiano, porque su inspiración primordial procedía de los ideales cristianos más tradicionales de Erasmo. De este modo, el grabado serenamente resplandeciente de san Jerónimo expresa el sentimiento de realización que Erasmo o cualquier otro humanista cristiano contemporáneo debieron de experimentar mientras trabajaban tranquilos en su estudio; y sus Cuatro apóstoles entonan un himno solemne a la dignidad y clarividencia de los autores del Nuevo Testamento favoritos de Durero, san Pablo, san Juan, san Pedro y san Marcos.

A Durero nada le habría gustado más que haber inmortalizado a Erasmo en un gran retrato pintado, pero las circunstancias le impidieron hacerlo porque los caminos de los dos hombres sólo se cruzaron una vez, y cuando Durero comenzó a esbozar su obra en esa ocasión, tuvo que interrumpirla debido a la ingente actividad de Erasmo. La tarea de captar en óleo el espíritu pensativo de Erasmo se dejó a otro gran artista renacentista del norte, el alemán Hans Holbein el Joven (1497-1543). La buena suerte quiso que durante una estancia en Inglaterra Holbein también pintara un retrato extraordinariamente preciso del amigo y alma gemela de Erasmo, Tomás Moro, que nos permite ver con claridad por qué sus contemporáneos le llamaban «hombre de […] triste gravedad; hombre para todas las estaciones». Estos dos retratos marcan una importante diferencia entre la cultura medieval y la renacentista. Mientras que la Edad Media no produjo un parecido naturalista convincente de ninguna figura intelectual prominente, el mayor compromiso de la cultura renacentista para captar la esencia de la individualidad humana creó el entorno en el que Holbein fue capaz de hacer que Erasmo y Moro cobraran vida.

MÚSICA

En los siglos XV y XVI la música de Europa occidental alcanzó tal punto de desarrollo que constituye, junto con la pintura y la escultura, uno de los aspectos más brillantes del empeño renacentista. La teoría musical del Renacimiento fue impulsada en gran medida por el esfuerzo de inspiración humanista, si bien en general infructuoso, de recuperar e imitar las formas y modos de la música clásica, aunque la práctica musical mostró mucha mayor continuidad con las tradiciones medievales de número y proporción. Sin embargo, al mismo tiempo, surge una nueva expresividad musical, junto con un nuevo énfasis en la coloración y la calidad emocional. También se desarrollaron nuevos instrumentos, entre los que se incluyeron el laúd, la viola, el violín y una variedad de instrumentos de viento de madera y teclado, incluido el clavicémbalo. Surgieron, asimismo, nuevos géneros musicales: madrigales, motetes y, al final del siglo XVI, un novedoso tipo de composición italiano, la ópera. Como antes, el liderazgo musical provino de hombres formados al servicio de la Iglesia, pero la distinción entre música sagrada y profana se fue haciendo menos pronunciada, y la mayoría de los compositores no restringieron sus actividades a un único campo. La música había dejado de considerarse una simple diversión o un complemento del culto para convertirse en un arte serio e independiente.

Durante el siglo XIV floreció en Italia y Francia un movimiento musical prerrenacentista llamado ars nova («arte nueva»). Sus compositores sobresalientes fueron Francesco Landini (c. 1325-1397) y Guillaume de Machaut (c. 1300-1377). Los madrigales, baladas y otras canciones compuestas por los músicos del ars nova atestiguan la rica tradición de música secular del siglo XIV, pero el mayor logro del período fue un estilo contrapuntístico muy complicado aunque delicado, adaptado para los motetes eclesiásticos. Además, Machaut fue el primer compositor conocido que proporcionó una versión polifónica para las principales partes de la misa.

El siglo XV marcó el comienzo de una síntesis de elementos franceses, flamencos e italianos en la corte ducal de Borgoña. Esta música era melodiosa y suave, pero en la segunda mitad del siglo se endureció un poco cuando cobraron importancia elementos flamencos septentrionales. Al inicio del siglo XVI aparecían compositores franco-flamencos en todas las cortes y catedrales importantes de Europa, lo que supuso el establecimiento gradual de escuelas regionales-nacionales por lo general en combinaciones atractivas de cultura musical flamenca con alemana, española e italiana. Los diversos géneros creados de este modo muestran una estrecha afinidad con el arte y la poesía renacentistas. En la segunda mitad del siglo XVI los principales compositores del estilo franco-flamenco nacionalizado fueron el flamenco Roland de Lassus (1532-1594), el más versátil de la época, y el italiano Giovanni Pierluigi da Palestrina (c. 1525-1594), que se dedicó a la música coral polifónica altamente especializada, escrita para los oficios religiosos católicos bajo el patrocinio de los papas de Roma. También floreció la música en la Inglaterra del siglo XVI, donde los monarcas de la dinastía Tudor Enrique VIII e Isabel I fueron mecenas activos de las artes. No sólo el madrigal italiano, importado a finales del siglo XVI, adquirió una notable vida nueva en Inglaterra, sino que también las canciones y la música instrumental de molde original se anticiparon a futuros avances en el continente. En William Byrd (1543-1623) la música inglesa produjo un maestro de la talla de los grandes compositores flamencos e italianos del período renacentista. El nivel general de competencia musical parece que fue superior en la época de la reina Isabel que en la nuestra: la interpretación de cantos polifónicos era un pasatiempo popular en las casas y en las reuniones sociales informales, y se esperaba de la élite culta que fuera capaz de leer una partitura a simple vista.

Aunque los logros en el contrapunto ya estaban muy avanzados en el período renacentista, nuestro sistema armónico moderno seguía en mantillas y, por tanto, quedaba mucho espacio para la experimentación. Al mismo tiempo, debemos tener en cuenta que la música del Renacimiento no es una simple etapa en la evolución, sino una consecución magnífica, con maestros que se encuentran entre los más grandes de todos los tiempos. Los compositores Lassus, Palestrina y Byrd son tan representativos del triunfo artístico del Renacimiento como los pintores Leonardo, Rafael y Miguel Ángel. Su herencia, durante mucho tiempo menospreciada, ha comenzado a valorarse en los años recientes y ahora está cobrando popularidad gracias a grupos de músicos interesados que se dedican a revivirla.

Conclusión

El contraste entre el Renacimiento italiano y el noreuropeo es real, pero no debe exagerarse. Los intelectuales de la Italia renacentista se habían formado en un entorno educativo más secular y urbano que sus equivalentes del norte, pero no eran menos fervientes en su cristianismo. La crítica de Petrarca al escolasticismo no se debía a que fuera demasiado cristiano, sino a que no lo era lo suficiente. Petrarca se opuso a la aridez emocional y la falta de elegancia estilística del escolasticismo porque creía que amenazaba la salvación de los cristianos. Lo mismo cabría afirmar de Lorenzo Valla. Su crítica a las reclamaciones temporales del papado surge no sólo de las conclusiones de su erudición textual, sino también de una firme devoción cristiana. La Academia Platónica tal vez honrara a Platón como si fuera un santo de la Iglesia, pero esos hombres se acercaban a sus obras con el mismo espíritu con el que los teólogos escolásticos del siglo XIII se habían acercado a las de Aristóteles. Como cristianos comprometidos, estaban convencidos de que las conclusiones alcanzadas por las más grandes mentes filosóficas de la Antigüedad clásica debían ser compatibles con la verdad cristiana. Era tarea de los intelectuales cristianos revelar esta compatibilidad y, al hacerlo, fortalecer la única fe verdadera.

Al considerar los contrastes entre humanismo «cívico» y «cristiano» tampoco debemos olvidar la enorme diversidad del pensamiento renacentista. Maquiavelo no es un pensador renacentista italiano más «típico» que Ficino, Alberti o Bruno. Así pues, al comparar a los pensadores italianos con los noreuropeos debemos tener cuidado en elegir las «parejas». Con demasiada frecuencia los estudiosos exageran los contrastes entre el pensamiento renacentista en Italia y el norte de Europa escogiendo a Maquiavelo, por ejemplo, para representar todo el humanismo italiano y a Erasmo para representar el humanismo del norte. Surge un cuadro muy diferente si comparamos, por ejemplo, a John Colet, como representante del humanismo del norte, con Marsilio Ficino, como representante del humanismo italiano, o comparamos a Petrarca con Tomás Moro.

Tampoco deben exagerarse los contrastes entre el Renacimiento y la Alta Edad Media. Los humanistas italianos y noreuropeos compartían una visión optimista de la naturaleza humana como perfectible a pesar de las consecuencias de la desobediencia de Adán y Eva; pero nadie fue más optimista a este respecto que santo Tomás de Aquino. Ambos grupos destacaban la importancia de la introspección personal y el examen de conciencia, pero ninguno se tomó este precepto más en serio que los pensadores cistercienses del siglo XII. Y, para finalizar, ambos grupos compartían la creencia de que las exhortaciones de los intelectuales elevarían la moral de todos y los conducirían a nuevas cimas de virtud. En este sentido, la vida intelectual del Alto Renacimiento presenta una especie de optimismo ingenuo que contrasta agudamente con el mundo más oscuro y más complejo desde el punto de vista psicológico de la Edad Media y con la era de la Reforma que estaba a punto de comenzar.

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