CAPÍTULO 11

Comercio, conquista y colonización,
1300-1600

La gran expansión europea de la Alta Edad Media estaba llegando a su fin en 1300. En Iberia no habría más conquistas de territorio musulmán hasta 1492, cuando Granada cayó en poder de los Reyes Católicos. En Oriente, los reinos cruzados de Constantinopla y Acre se derrumbaron en 1261 y 1291, respectivamente. Sólo continuó el avance alemán hacia Europa oriental, pero a mediados del siglo XIV también había disminuido por el surgimiento de un nuevo estado báltico en Lituania. Asimismo, la expansión interior estaba a punto de concluir, pues Europa había alcanzado los límites ecológicos de los recursos con que contaba. A partir de entonces la presión sobre dichos recursos sólo se aminoró por las ingentes pérdidas de población que hubo durante el siglo XIV debido a los efectos combinados de las hambrunas, la peste y la guerra.

Pero a pesar de estos impedimentos, los europeos de la Baja Edad Media no se encerraron en sí mismos. Si bien se redujeron las conquistas de tierras, durante los siglos XIV y XV surgieron nuevos imperios marítimos en el mundo mediterráneo con colonias que se extendían desde el mar Negro hasta las islas Canarias. Se abrieron nuevas rutas comerciales por mar cruzando el estrecho de Gibraltar que facilitaron la mayor integración económica entre las economías atlántica y mediterránea, aumentando la demanda en el noroeste de Europa de especias asiáticas y oro africano. A finales del siglo XV los marineros y colonos mediterráneos ya habían extendido su dominio por el Atlántico desde las Azores en el norte hasta las islas Canarias en el sur. Los navegantes portugueses también estaban recorriendo la costa occidental de África. En 1498, una de esas expediciones navegaría rodeando el cabo de Buena Esperanza hasta arribar a la India.

La conquista en el siglo XV del «Mediterráneo atlántico» sirvió de preliminar esencial para los asombrosos acontecimientos que comenzaron en 1492 con el intento de Colón de llegar a China navegando hacia el oeste por el océano Atlántico y que llevaron, en 1600, a las conquistas española y portuguesa de América. Como estos acontecimientos son tan conocidos, resulta fácil menospreciar su importancia. Para los pueblos e imperios indígenas de América, los resultados del contacto con Europa fueron de cataclismo. En 1600, entre el 50 y el 90 por ciento de los pueblos indígenas americanos ya había perecido por enfermedad, matanza o esclavitud. Para los europeos, los resultados de sus conquistas fueron mucho menos fatales, pero de un alcance igual de trascendental. Aunque en 1300 Europa ya había eclipsado tanto a Bizancio como al islam como potencias mediterráneas, fuera del Mediterráneo y el Atlántico norte, su poder era insignificante; sin embargo, en 1600 ya había destacado como la primera potencia verdaderamente global en la historia mundial, capaz de impulsar sus ambiciones imperiales e intereses comerciales allí donde pudiera navegar con sus barcos y alcanzar con sus cañones. Los europeos no conseguirían el control pleno sobre el interior de los continentes africano, asiático y americano hasta finales del siglo XIX, y tal control duraría menos de un siglo. No obstante, en 1600 los navíos europeos dominaban los mares, y eran manos europeas las que canalizaban de manera creciente los recursos del mundo, pautas que han continuado hasta hoy.

Los mongoles

El comercio entre el mundo mediterráneo y el Lejano Oriente se remontaba a la Antigüedad, pero no fue hasta finales del siglo XIII cuando los europeos comenzaron a establecer conexiones mercantiles directas con la India, China y las «islas de las Especias» del archipiélago indonesio. Para los europeos, estas conexiones resultarían muy importantes, si bien no tanto por su significado económico como por su impacto en la imaginación colectiva. Sin embargo, para los pueblos de Asia la aparición de los comerciantes europeos en la «Ruta de la Seda» entre Asia central y China fue simplemente una curiosidad. En realidad, el acontecimiento trascendental fue el ascenso del Imperio mongol que hizo posibles esas conexiones.

EL ASCENSO DEL IMPERIO MONGOL

Los mongoles eran uno de los diversos pueblos nómadas que habitaban las estepas de Asia central. Aunque guardaban vínculos estrechos con varios pueblos de lengua turca, a menudo casándose entre sí, hablaban su propia lengua característica y tenían su cuna en el norte del desierto de Gobi, en la actual Mongolia. Los rebaños de ovejas les proporcionaban refugio (en forma de tiendas de lana), ropa, leche y carne. Al igual que muchos otros pueblos nómadas a lo largo de la historia, los mongoles eran soldados de caballería muy diestros que complementaban su actividad de pastoreo y producción artesanal con incursiones sobre los pueblos sedentarios que habitaban al sur. (Fue en parte para controlar estas incursiones de Mongolia por lo que, muchos siglos antes, los chinos habían construido la famosa Gran Muralla.) Sin embargo, China se defendía ante todo intentando asegurarse de que los mongoles permanecieran divididos internamente para que dedicaran sus mayores energías marciales a combatir entre ellos.

No obstante, a finales del siglo XII un jefe mongol llamado Temujin comenzó a unir a las diversas tribus bajo su mando. Incorporando el ejército de cada tribu derrotada al suyo propio, creó pronto una gran fuerza militar. En 1206 todos los mongoles reconocieron formalmente su supremacía y asumió el título de Chingiz (Gengis) Jan (Kan), el «gobernante oceánico» (lo que posiblemente significaba universal). Entonces dirigió su enorme ejército contra sus vecinos no mongoles. En ese tiempo, China estaba dividida en tres estados hostiles. En 1209 Chingiz lanzó un ataque sobre el noroeste chino, y en 1211 invadió el Imperio Chin en el norte. Puede que al principio estos ataques fueran expediciones de saqueo más que intentos deliberados de conquista, pero en la década de 1230 ya estaba en marcha la invasión a plena escala del norte y oeste de China, que culminó en 1234 con la caída del Imperio Chin. En 1279, el nieto de Chingiz, Kublai Jan, completó la conquista del sur de China (Imperio Sung), con lo que la reunificó por primera vez en siglos.

Mientras tanto, Chingiz dirigió sus fuerzas al oeste, conquistó buena parte de Asia central e incorporó a su imperio en expansión las importantes ciudades mercantiles de Taskent, Samarcanda y Bujara. Cuando murió en 1227, le sucedió su tercer hijo, Ugedei, quien completó la conquista del Imperio Chin, conquistó las tierras que se extendían entre el río Oxo y el mar Caspio, y después estableció los planes para una invasión masiva hacia el oeste. Entre 1237 y 1240, la horda mongola (así llamada por la palabra turca ordu, que significa «tienda» o «campamento») conquistó el sur de Rusia y a continuación lanzó un asalto doble más al oeste. El menor de los dos ejércitos mongoles cruzó Polonia en dirección a Alemania oriental; el ejército más grande marchó hacia el sur hasta Hungría. En abril de 1241 la fuerza menor se enfrentó a un ejército reunido a toda prisa de alemanes y polacos en la batalla de Liegnitz, donde ambos bandos combatieron hasta llegar a un sangriento punto muerto. Dos días después el ejército mongol mayor aniquiló al ejército húngaro en el río Sajó.

Cuánto más podrían haber avanzado los ejércitos mongoles hacia el oeste será siempre una incógnita, pues en diciembre de 1241 murió el Gran Jan Ugedei y sus fuerzas abandonaron Europa oriental. Pasaron cinco años hasta que un nuevo gran jan pudo establecerse y, cuando murió en 1248, el interregno resultante duró tres años más. Las conquistas mongolas continuaron en Persia, Oriente Medio y China, pero a partir de 1241 los mongoles no reanudaron jamás sus ataques a Europa. En 1300 el período de expansión de los mongoles había llegado a su fin.

No obstante, la amenaza que suponían no desapareció de repente. Los descendientes de Gengis Jan continuaron gobernando su enorme imperio territorial (el mayor de su clase en la historia mundial) hasta mediados del siglo XIV. Después, bajo el liderazgo de Timur el Cojo (conocido como Tamerlán por los europeos) pareció durante un tiempo breve que el Imperio mongol podría reunificarse. Pero Timur murió en 1405 cuando iba a invadir China; a partir de entonces, varias partes del Imperio mongol cayeron en manos de gobernantes locales, incluidos (en Asia menor) los turcos otomanos. Sin embargo, su influencia cultural continuó y puede verse en las impresionantes obras de arte producidas durante los siglos XV y XVI en Persia y la India Mughal.

Los mongoles debieron su éxito al tamaño, velocidad y entrenamiento de sus ejércitos montados; a la ferocidad intimidante con que despedazaban a quienes les ofrecían resistencia, y a su habilidad para adaptar las tradiciones administrativas de sus súbditos a sus propios objetivos. Debido en parte a que los mongoles daban poco valor a sus tradiciones religiosas chamanísticas, eran también inusualmente tolerantes con los credos religiosos de los demás, clara ventaja para controlar un imperio que comprendía un abigarrado conjunto de sectas budistas, cristianas y musulmanas. Sin embargo, había poco que cupiera distinguir como «mongol» en su modo de gobernar el imperio. Salvo en China, donde la dinastía Yuan mongola heredó y mantuvo una compleja burocracia administrativa, el gobierno mongol era relativamente poco sofisticado y se encaminaba de forma primordial a asegurar que sus súbditos pagaran sin falta el tributo.

EUROPA, LOS MONGOLES Y EL LEJANO ORIENTE

Los mongoles tenían buena vista para las ventajas económicas que podía ofrecerles su imperio. Tomaron medidas para controlar las rutas de caravanas que llevaban de China por Asia central al mar Negro; también fomentaron los contactos mercantiles con los comerciantes europeos, sobre todo a través de la ciudad iraní de Tabriz, desde la que tanto la ruta terrestre como la marítima conducían a China. Hasta las conquistas de los mongoles, la «Ruta de la Seda» a China había estado cerrada a los mercaderes y viajeros occidentales, pero casi tan pronto como se estableció su imperio, encontramos europeos aventurándose por ella. Los primeros viajeros fueron misioneros franciscanos como Guillermo de Rubruck, enviado por el rey Luis IX de Francia en 1253 como embajador ante la corte mongola, pero los comerciantes occidentales los siguieron de inmediato. Los más famosos de estos primeros comerciantes fueron tres venecianos, Niccolo, Maffeo y Marco Polo. La narración de Marco Polo de su viaje de veinte años por China al servicio de Kublai Jan y de su viaje de vuelta por las islas de las Especias, la India e Irán es uno de los más famosos relatos de viajeros de todos los tiempos. Los efectos que produjo en la imaginación de sus contemporáneos fueron enormes. Durante los dos siglos siguientes, la mayoría de lo que los europeos supieron sobre el Lejano Oriente lo aprendieron de los Viajes de Marco Polo. Todavía se conserva el ejemplar de este libro que guardaba Cristóbal Colón.

Las conexiones europeas con el extremo occidental de la Ruta de la Seda continuarían hasta mediados del siglo XIV. Los genoveses desempeñaron una actividad extraordinaria en este comercio, sobre todo porque sus rivales venecianos ya dominaban el comercio mediterráneo con Alejandría y Beirut, puntos por los que continuaba pasando el grueso de los bienes suntuarios procedentes del Lejano Oriente con destino a Europa. Pero los mongoles de Irán fueron mostrando cada vez mayor hostilidad hacia los occidentales a medida que avanzó el siglo XIV. En 1344 los genoveses ya habían abandonado Tabriz, pues los ataques sufridos hicieron insostenible su presencia allí. En 1346 los mongoles de la Horda Dorada sitiaron la colonia genovesa de Caffa junto al mar Negro, con lo que se paralizó su comercio por ese mar. Sin embargo, este asedio resulta memorable en particular porque fue durante su curso cuando la Peste Negra pasó del ejército mongol (que la había traído sin advertirlo del desierto de Gobi, donde la enfermedad era endémica) a los defensores genoveses, que regresaron con ella a Europa occidental, donde mató al menos a un tercio de su población total.

Así pues, los viajes de Marco Polo abrieron una «ventana de oportunidad» relativamente breve. A mediados del siglo XIV las hostilidades entre las diversas partes del Imperio mongol hacían peligroso el viaje por la Ruta de la Seda. A partir de 1368, cuando la dinastía mongola (Yuan) fue derrocada, los occidentales quedaron totalmente excluidos de China, y los mongoles, restringidos al servicio de caballería en los ejércitos imperiales Ming. Las rutas comerciales terrestres de China al mar Negro continuaron operando, pero los europeos ya no podían viajar por ellas. Sin embargo, el nuevo mundo comercial más integrado que los mongoles habían creado causó un impacto duradero en Europa, a pesar del tiempo relativamente corto en el que pudo tomar parte de forma directa. Los recuerdos del Lejano Oriente se conservarían y el sueño de restablecer las conexiones directas entre Europa y China sobreviviría para influir en una nueva ronda de expansión comercial e imperial europea desde finales del siglo XV.

El ascenso del Imperio otomano

Al igual que los mongoles, los turcos otomanos fueron en su inicio un pueblo nómada cuya economía continuó dependiendo de las incursiones incluso después de que hubieran conquistado un imperio extenso. Los pueblos que se convertirían en los otomanos ya estaban asentados en el noroeste de Anatolia cuando llegaron los mongoles y ya eran, al menos nominalmente, musulmanes. Aunque los mongoles destruyeron las potencias musulmanas establecidas en la región, los turcos otomanos fueron de los principales beneficiarios de sus conquistas. Al derrocar al sultanato selyúcida y al califato abasí de Bagdad, los mongoles eliminaron las dos autoridades tradicionales que antes mantenían a raya a los cacicazgos de la frontera turca. Ahora los otomanos eran libres para realizar sin obstáculos incursiones a lo largo de sus difusas fronteras con Bizancio. Sin embargo, se cuidaron de mantenerse bien alejados de los centros de autoridad de los mongoles para evitar que los destruyeran.

LA CONQUISTA DE CONSTANTINOPLA

Al término del siglo XIII la dinastía otomana ya se había establecido como la familia principal entre los señores fronterizos de Anatolia. A mediados del siglo XIV había afirmado su preeminencia tomando varias ciudades importantes. Estas victorias llamaron la atención del emperador bizantino, quien en 1345 contrató a un contingente otomano como mercenarios. Introducidos de este modo en Europa, los otomanos pronto se sintieron como en casa. En 1370 ya habían extendido su control a lo largo del Danubio. En 1389, fuerzas otomanas derrotaron al poderoso Imperio serbio en la batalla de Kosovo, lo que les permitió consolidar su control sobre Grecia, Bulgaria y los Balcanes.

En 1396, los otomanos atacaron Constantinopla, pero se retiraron para rechazar una fuerza cruzada occidental que se había enviado en su contra. En 1402 volvieron a atacar Constantinopla, pero de nuevo se vieron obligados a retirarse, esta vez para enfrentarse a la invasión de Anatolia por parte de los mongoles. Acaudillados por Timur el Cojo, el ejército mongol capturó al sultán otomano y destruyó su ejército; durante la década siguiente pareció que la hegemonía otomana sobre Anatolia desaparecería para siempre. Sin embargo, en 1413, Timur ya había muerto, había surgido un nuevo sultán y los otomanos lograron reanudar sus conquistas. La presión otomana sobre Constantinopla continuó durante las décadas de 1420 y 1430, lo que produjo un flujo constante de refugiados bizantinos que llevaron consigo a Italia las obras maestras conservadas de la literatura griega clásica. Pero no fue hasta 1451 cuando un nuevo sultán, Mehmet II, dirigió toda su atención a la conquista de la ciudad imperial. En 1453, tras un asedio llevado a cabo con brillantez, Mehmet consiguió romper las murallas de la ciudad. El emperador bizantino murió en el asalto, la ciudad completa fue saqueada y su población acabó vendida como esclava. Entonces los otomanos se asentaron para regir su nueva capital con un estilo que evocaba a sus predecesores bizantinos.

Por mucho que la conquista de Constantinopla constituyera un enorme choque psicológico para la Europa cristiana, su repercusión económica fue menor. El control otomano sobre el antiguo Imperio bizantino redujo el acceso europeo al mar Negro, pero el grueso del comercio suntuario del Lejano Oriente con Europa nunca había pasado por los puertos de dicho mar. Los europeos obtenían la mayoría de sus especias y sedas a través de Venecia, que las importaba de Alejandría y Beirut, y estas dos ciudades no cayeron ante los otomanos hasta la década de 1520. Así pues, no cabe considerar a este pueblo en modo alguno el acicate que impulsó los esfuerzos portugueses durante finales del siglo XV por establecer una ruta marítima directa entre Europa, la India y las islas de las Especias. En todo caso, habría que afirmar lo contrario. Una vez que los portugueses establecieron una ruta marítima directa entre Europa y la India, fueron sus intentos de excluir a los musulmanes del comercio de especias del océano Índico los que espolearon las conquistas otomanas de Siria, Egipto y los Balcanes durante las décadas de 1520 y 1530. Sin duda, estas conquistas otomanas también tuvieron otros motivos, incluido el deseo de controlar el comercio de grano egipcio. Pero al eliminar a los mercaderes que tradicionalmente habían dominado el comercio terrestre de especias por Beirut y Alejandría, los otomanos esperaban además redirigir este comercio a través de Constantinopla y luego por el Danubio hasta Europa occidental.

Los efectos de la conquista de Constantinopla en Europa occidental fueron modestos, pero dicha conquista sí transformó a los otomanos. La sociedad otomana recibió nueva e ingente riqueza, que supo acrecentar atendiendo con cuidado los intereses industriales y comerciales de su nueva ciudad capital. Las rutas comerciales se redirigieron para alimentar a la capital, y los otomanos se convirtieron en una potencia marítima en el Mediterráneo oriental y el mar Negro. Como resultado, la población de Constantinopla creció de menos de 100.000 habitantes en 1453 a más de 500.000 en 1600, con lo que se convirtió en la ciudad más grande del mundo fuera de China.

GUERRA, ESCLAVITUD Y ASCENSO SOCIAL

A pesar del minucioso cuidado que dedicaron los otomanos al comercio, su imperio descansaba en las incursiones y la conquista; por tanto, hasta finales del siglo XVI estuvieron en constante pie de guerra. Para continuar sus conquistas crecieron de modo exponencial el ejército y la administración, pero dicho crecimiento exigía cada vez mayores recursos humanos del imperio. Como el ejército y la administración estaban integrados por esclavos, el mejor modo de afrontar la demanda de más soldados y administradores era aumentar las conquistas, pero éstas requerirían un ejército aún mayor y una burocracia más extensa y, de este modo, el ciclo continuaba.

Los esclavos constituían la espina dorsal del ejército y la administración otomanos, al igual que lo habían sido en el Egipto mameluco. Pero los esclavos también resultaban cruciales para mantener la calidad de vida de las clases altas otomanas. Uno de los criterios importantes para establecer la posición dentro de la sociedad era el número de esclavos que había en una casa. A partir de 1453, la nueva riqueza permitió a algunos notables sostener hogares en los que miles de esclavos atendían los caprichos de su señor. En el siglo XVI sólo la casa del sultán contaba con más de 20.000 servidores esclavos, sin incluir sus guardaespaldas y sus unidades de infantería de élite, ambas compuestas asimismo por esclavos.

El resultado era una demanda casi insaciable de esclavos, sobre todo en Constantinopla. Muchos de ellos eran capturados en la guerra; otros muchos se tomaban de Polonia y Ucrania en incursiones llevadas a cabo por los traficantes de esclavos de Crimea, que después embarcaban a sus cautivos hasta los mercados de Constantinopla. Pero también se reclutaban (a veces de buena gana y otras a la fuerza) en las áreas rurales del Imperio otomano. Como la inmensa mayoría de los esclavos otomanos eran servidores domésticos y administradores en lugar de jornaleros, algunos aceptaban de buen grado la esclavitud, pues creían que les iría mejor como esclavos en Constantinopla que como campesinos pobres en el campo. En los Balcanes en especial, a mucha gente se la esclavizaba en la infancia, entregada por sus familias para pagar el infame «impuesto en hijos» que los otomanos recababan en zonas rurales demasiado pobres para pagar un tributo monetario. Aunque no cabe duda de que esta práctica era una experiencia desgarradora para las familias, abría oportunidades para el ascenso social. En Constantinopla se crearon academias especiales para formar a los niños esclavos más capaces con el fin de que ejercieran como soldados o administradores, y algunos lograron convertirse en poderosas figuras dentro del Imperio otomano. Así pues, la esclavitud comportaba un estigma social relativamente pequeño. Incluso el sultán era la mayor parte de las veces hijo de una mujer esclava.

Como a los musulmanes no se les permitía esclavizar a otro musulmán, la vasta mayoría de los esclavos otomanos procedía de familias cristianas (aunque muchos se convertían al islam más adelante), pero como algunos de los puestos principales dentro del gobierno los ocupaban esclavos, el resultado paradójico de esta circunstancia fue que los musulmanes, incluidos los turcos, en la práctica quedaban excluidos de las principales vías de ascenso social y político en la sociedad otomana. Tampoco se caracterizaba dicha sociedad por una nobleza poderosa y hereditaria del tipo que dominaba la sociedad europea contemporánea. Como resultado, en los siglos XV y XVI el poder en el Imperio otomano estaba abierto fundamental y quizá únicamente a los hombres de capacidad y talento, siempre que dichos hombres fueran esclavos y, por tanto, no musulmanes de nacimiento. Este modelo de exclusión musulmana no se limitaba al gobierno y el ejército. El comercio y los negocios, asimismo, estaban en buena parte en manos de no musulmanes, la mayoría de las veces, griegos, sirios y judíos. Los judíos en particular encontraron en el Imperio otomano un refugio acogedor ante las persecuciones y expulsiones que habían caracterizado su vida en la Europa bajomedieval. Tras su expulsión de España en 1492, más de cien mil sefardíes acabaron emigrando allí.

CONFLICTOS RELIGIOSOS

Los sultanes otomanos eran musulmanes suníes ortodoxos que prestaban un firme apoyo a los pronunciamientos religiosos y legales de las escuelas eruditas islámicas. En 1516 los otomanos tomaron las ciudades de Medina y La Meca, con lo que se convirtieron en los defensores de los sitios sagrados. Poco después tomaron Jerusalén y El Cairo, con lo que pusieron fin al sultanato mameluco de Egipto. En 1538, el monarca otomano adoptó formalmente el título de califa, y se declaraba así el sucesor legítimo del profeta Mahoma.

En consonancia con las tradiciones suníes, los otomanos se mostraron tolerantes hacia los no musulmanes, sobre todo durante los siglos XV y XVI. Organizaron los principales grupos religiosos del imperio en unidades legalmente reconocidas, llamadas mijos, a las que permitían considerables derechos de autogobierno religioso. Sin embargo, a partir de 1453 prestaron un cuidado particular a proteger y fomentar la autoridad del patriarca ortodoxo griego de Constantinopla sobre los cristianos ortodoxos de su imperio. Como resultado, disfrutaron del firme apoyo de sus súbditos cristianos ortodoxos durante las guerras del siglo XVI con los cristianos latinos de Europa occidental. De este modo, a pesar de la diversidad religiosa de su imperio, los principales conflictos religiosos de los otomanos no fueron con sus súbditos, sino con la dinastía musulmana chií que gobernaba la vecina Persia. Una y otra vez, durante el siglo XVI, tuvieron que abandonarse expediciones contra Europa occidental cuando estallaban hostilidades con los persas.

LOS OTOMANOS Y EUROPA

Durante el siglo XVI, los monarcas Habsburgo de España, Alemania y Austria estuvieron distraídos por sus conflictos con los reyes católicos de Francia (con quienes los otomanos establecieron una alianza) y con los príncipes protestantes de Alemania, los Países Bajos e Inglaterra. Por consiguiente, la contienda entre el Imperio otomano y las potencias occidentales nunca estuvo a la altura de la retórica de «guerra santa» que ambas partes emplearon en su propaganda. En 1396, los otomanos aniquilaron un ejército cruzado occidental en la batalla de Nicópolis. En los siglos XVI y XVII los ejércitos otomanos sitiaron varias veces Viena. Pero a pesar de estos momentos dramáticos, los conflictos entre los otomanos y los monarcas de Europa occidental se resolvieron sobre todo mediante incursiones piratas y batallas navales en el Mediterráneo. El resultado principal de esta contienda fue, de este modo, una escalada constante en el tamaño y precio de las marinas de guerra. En 1571, cuando una fuerza combinada de los Habsburgo y Venecia derrotó a la flota otomana en Lepanto, tomaron parte más de cuatrocientos barcos y ambas partes exhibieron fuerzas navales diez veces superiores a las que poseían medio siglo antes.

Aunque la batalla de Lepanto constituyó una victoria innegable para los Habsburgo y sus aliados venecianos, resultó mucho menos decisiva de lo que se suele sugerir. La armada otomana se reconstruyó de inmediato y Lepanto no puso fin de ningún modo a la influencia de los turcos sobre el Mediterráneo oriental. No obstante, a partir de 1571, tanto los intereses otomanos como los de los Habsburgo se apartaron de su conflicto mutuo. Los otomanos se embarcaron en una guerra larga y costosa con Persia, mientras que los Habsburgo españoles dirigieron su atención hacia su nuevo imperio en el Atlántico. A mediados del siglo XVII, cuando se inició una nueva tanda de conflictos entre otomanos y europeos, la fortaleza del Imperio otomano ya había sido minada por una serie de sultanes indolentes, amantes del placer, y por las tensiones que surgieron dentro del propio imperio cuando dejó de expandirse; pero desde mediados del siglo XVII ya no hubo un rival serio a la hegemonía global que las potencias europeas estaban empezando a alcanzar.

El colonialismo mediterráneo

Durante el siglo XV, los europeos fueron centrando cada vez más sus ambiciones coloniales y comerciales en el mundo mediterráneo oriental y atlántico. Aunque los historiadores han sostenido a veces lo contrario, esta reorientación no se debió al poder en ascenso del Imperio otomano, sino que fue producto de dos circunstancias relacionadas: la creciente importancia del comercio del oro africano para la Europa bajomedieval y el aumento de sus imperios coloniales en el mar Mediterráneo oriental.

LA ESCASEZ DE PLATA Y LA BÚSQUEDA DEL ORO AFRICANO

Los europeos habían trocado oro africano durante siglos, principalmente a través de intermediarios musulmanes que transportaban este metal precioso en caravanas desde la zona del río Níger, donde se producía, hasta los puertos norteafricanos de Argel y Túnez. A partir del siglo XIV, los comerciantes catalanes y genoveses mantuvieron colonias en Túnez, donde cambiaban tela de lana por grano norteafricano y oro subsahariano.

Sin embargo, lo que aceleró la demanda bajomedieval de oro fue una severa escasez de plata que afectó a toda la economía europea durante los siglos XIV y XV. La producción de plata en Europa cayó de forma pronunciada durante la década de 1340 y permaneció en un nivel bajo desde entonces, pues se habían alcanzado los límites de la capacidad tecnológica para extraer mineral de plata de las profundas minas. Esta escasez de producción se vio acompañada en el siglo XV por un grave problema en la balanza de pagos: afluía más plata europea al mercado de especias de la que podía reemplazarse utilizando las técnicas mineras existentes en los yacimientos argentíferos conocidos. Puesto que las monedas de oro representaban una alternativa clara para las transacciones grandes, desde el siglo XIII los monarcas europeos que podían acuñaban monedas en ese metal. Pero como Europa contaba con pocas reservas naturales de oro, mantener y ampliar esta acuñación precisaba de nuevos y mayores suministros. Y la fuente más evidente para proporcionarlos era África.

LOS IMPERIOS MEDITERRÁNEOS: CATALUÑA, VENECIA Y GÉNOVA

El creciente interés europeo por el comercio de oro africano coincidió con la creación de imperios marítimos mediterráneos por parte de los catalanes, venecianos y genoveses. Durante el siglo XIII, los catalanes conquistaron y colonizaron una serie de islas mediterráneas occidentales entre las que se incluían Mallorca, Ibiza, Menorca, Sicilia y Cerdeña. Salvo en Sicilia, el modelo de la explotación catalana era prácticamente el mismo en todas las islas: expropiación o exterminación de la población nativa (por lo general, musulmana); concesiones económicas para atraer nuevos colonos, y una fuerte dependencia de la mano de obra esclava para producir alimentos y materias primas dedicadas a la exportación.

A diferencia de la colonización catalana, que en su mayoría llevaban a cabo particulares que operaban bajo licencia de la corona, la colonización veneciana fue dirigida por los gobernantes de la ciudad y se centró en el Mediterráneo oriental, donde dominaban el comercio de las especias y las sedas. Los genoveses, en contraste, tenían intereses más extensos en el mundo mediterráneo occidental, donde comerciaban con artículos voluminosos como telas, cueros, grano, madera y azúcar. Las colonias genovesas tendían a ser más informales y basadas en la familia que las venecianas o catalanas, constituían más una red que una extensión de un imperio soberano. También estaban más integradas en las sociedades autóctonas del norte de África, España y el mar Báltico que las venecianas o las catalanas. Las colonias genovesas fueron pioneras en la producción de azúcar y los vinos dulces tipo Madeira en el Mediterráneo occidental, primero en Sicilia y después en las islas atlánticas frente a la costa occidental de África. Para transportar estos productos tan voluminosos, los genoveses abandonaron las galeras provistas de remos empleadas por los venecianos para recurrir a buques veleros con mayor tamaño, capaces de transportar volúmenes más grandes de cargamento. Con diversas modificaciones para adaptarlos a las condiciones de navegación más duras del océano Atlántico, éstos fueron los barcos que llevarían a los europeos del siglo XVI alrededor del mundo.

DEL MEDITERRÁNEO AL ATLÁNTICO

Hasta finales del siglo XIII el comercio marítimo europeo se había dividido entre el mundo mediterráneo y el mundo del Atlántico norte. Sin embargo, hacia 1270 los mercaderes italianos se pusieron a navegar cruzando el estrecho de Gibraltar para llegar a las regiones productoras de lana de Inglaterra y los Países Bajos. Éste fue el primer paso esencial para la extensión de los modelos mediterráneos de comercio y colonización al océano Atlántico. El segundo paso fue el descubrimiento (o puede que redescubrimiento) durante el siglo XIV de la cadena de islas atlánticas conocidas como las Canarias y las Azores por los marinos genoveses. Los esfuerzos para colonizar las islas Canarias y convertir y esclavizar a sus habitantes se iniciaron casi de inmediato, pero la conquista práctica no se llevó a cabo hasta el siglo XV, cuando la emprendió Portugal y la completó Castilla. Las Canarias, a su vez, se convirtieron en la base desde la que prosiguieron los viajes portugueses por la costa occidental de África, además de constituir el punto de partida desde el que Cristóbal Colón navegaría hacia el oeste por el océano Atlántico con la esperanza de alcanzar Asia.

LA TECNOLOGÍA NAVAL Y LA NAVEGACIÓN

Los imperios europeos de los siglos XV y XVI se asentaron en el dominio de los océanos. Las carabelas portuguesas —el barco habitual de los viajes a África del siglo XV— se basaron en diseños de barcos y velas que habían empleado los pescadores portugueses desde el siglo XIII. Sin embargo, a partir de la década de 1440 los carpinteros de ribera portugueses empezaron a construir carabelas mayores, con un desplazamiento aproximado de cincuenta toneladas y dos mástiles, cada uno dotado de una vela triangular (latina). Estos barcos eran capaces de navegar contra el viento con mayor eficacia que los antiguos navíos con velas de cruz. También requerían tripulaciones mucho menores que las galeras provistas de múltiples remos, que aún se usaban habitualmente en el Mediterráneo. Al final del siglo XV ya se construían carabelas todavía más grandes, de unas doscientas toneladas, con un tercer mástil y una combinación de velas cuadradas y latinas. La Niña de Colón tenía este diseño y se la había dotado de dos velas cuadradas en las islas Canarias para que pudiera navegar con mayor empuje cara al viento durante la travesía atlántica.

Los europeos también realizaron considerables avances en la navegación durante los siglos XV y XVI. El uso de los cuadrantes, que calculaban la latitud en el Hemisferio norte por la altura de la Estrella Polar en el horizonte, estaba muy extendido en la década de 1450. Sin embargo, a medida que los marinos se iban acercando al ecuador, los cuadrantes perdían utilidad, por lo que se veían obligados a reemplazarlos por los astrolabios, que determinaban la latitud por la altura del sol. Al igual que los cuadrantes, hacía siglos que los astrolabios se conocían en Europa occidental, pero hasta la década de 1480 no se convirtieron en un instrumento útil para la navegación marítima con la preparación de tablas reglamentarias patrocinadas por la corona portuguesa. Asimismo, durante el siglo XV se aumentó el uso de las brújulas. No obstante, la longitud siguió siendo imposible de calcular con precisión hasta el siglo XVIII, cuando la invención del cronómetro marino posibilitó establecer la hora en el mar con una exactitud suficiente. En general, durante el siglo XVI los europeos que navegaban hacia el este o el oeste por los océanos tenían que fiarse de su destreza para determinar a ojo de buen cubero en qué punto del globo se encontraban.

Los marineros europeos se beneficiaron también del nuevo interés por los mapas y las cartas de navegación. Especialmente importantes para los marinos atlánticos fueron los libros conocidos como portulanos, que contenían detalladas instrucciones de navegación y descripciones de los puntos de referencia costeros que un piloto podía esperar encontrarse en su ruta a diversos destinos. Los marineros mediterráneos contaban con portulanos similares desde al menos el siglo XIV. Sin embargo, en el siglo XV esta tradición se extendió al océano Atlántico, y a finales del siglo XVI, los portulanos abarcaban el globo.

PORTUGAL, ÁFRICA Y LA RUTA MARÍTIMA A LA INDIA

Fue entre los portugueses donde estos intereses dobles —el comercio del oro africano y la colonización atlántica— se unieron por primera vez. En 1415 una expedición portuguesa tomó el puerto norteafricano de Ceuta. Durante la década de 1420 los portugueses colonizaron tanto la isla de Madeira como las islas Canarias. Durante la década de 1430 extendieron estos esfuerzos colonizadores a las Azores. En la década de 1440 ya habían alcanzado las islas de Cabo Verde. En 1444 los exploradores portugueses desembarcaron por primera vez en la zona comprendida entre las desembocaduras de los ríos Senegal y Gambia en el continente africano, donde comenzaron a reunir cargamentos de oro y esclavos para exportarlos a Portugal. En la década de 1470 los marinos portugueses ya habían rodeado el «saliente» africano y estaban explorando el golfo de Guinea. En 1483 alcanzaron la desembocadura del río Congo. En 1488 el capitán portugués Bartolomeu Dias rodeó la punta meridional de África. Arrastrado hasta allí accidentalmente por un temporal, lo llamó el «cabo de las Tormentas», pero el rey de Portugal tuvo una visión más optimista de la hazaña, lo rebautizó como cabo de Buena Esperanza y comenzó a planear una expedición naval a la India. Por fin, en 1497-1498, Vasco de Gama dobló el cabo y después, con la ayuda de un navegante musulmán llamado Ibn Mayid, cruzó el océano Índico hasta Calcuta, en la costa suroccidental de la India, con lo que abrió por primera vez una ruta marítima directa entre Europa y el comercio de especias del Lejano Oriente. Aunque Vasco de Gama perdió la mitad de su flota y un tercio de sus hombres en este viaje de dos años, su cargamento de especias era tan valioso que los percances se consideraron insignificantes. Su heroísmo se volvió legendario y su historia se convirtió en la base del poema épico nacional portugués la Lusiada.

Dueño ahora de la ruta más rápida a las riquezas del mundo, el rey de Portugal capitalizó de inmediato la hazaña de Vasco de Gama. A partir de 1500 zarparon flotas regulares portuguesas a la India. En 1509 los portugueses derrotaron a una flota otomana y luego bloquearon la desembocadura del mar Rojo para cortar una de las rutas tradicionales por las que habían viajado las especias a Alejandría y Beirut. En 1510 las fuerzas militares portuguesas ya habían establecido una serie de fuertes a lo largo del litoral indio occidental, incluido el cuartel general en Goa. En 1511 los barcos portugueses tomaron Malaca, centro del comercio de especias en la península Malaya. En 1515 ya habían alcanzado las islas de las Especias y la costa de China. Ahora dominaban de forma tan completa el comercio de especias, que en la década de 1520 incluso los venecianos se vieron obligados a comprar su pimienta en la capital portuguesa de Lisboa.

ARTILLERÍA E IMPERIO

Barcos mayores y más maniobrables e instrumentos de navegación mejorados posibilitaron que los portugueses y otros marinos europeos alcanzaran África, Asia y América por mar. Pero estos imperios comerciales europeos del siglo XVI fueron primordialmente una hazaña militar. Como tales, reflejaron lo que los europeos habían aprendido en sus guerras mutuas durante los siglos XIV y XV. Tal vez el avance militar más trascendental de la Baja Edad Media fuera el creciente perfeccionamiento de la artillería posibilitado no sólo por la pólvora, sino también por la mejora de las técnicas metalúrgicas para vaciar cañones. A mediados del siglo XV el uso de las piezas de artillería ya había vuelto obsoletas las murallas de piedra de los castillos y ciudades medievales, hecho que quedó patente en 1453 con el asedio francés de Burdeos (que puso fin a la Guerra de los Cien Años) y con el asedio otomano de Constantinopla (que puso fin al Imperio bizantino).

Una de las razones por las que los nuevos diseños navales (primero carabelas y después galeones aún mayores) cobraron tanta importancia era porque su mayor tamaño posibilitaba montar en ellos piezas de artillería más efectivas. Durante el siglo XVI los buques europeos se concibieron cada vez más como plataformas flotantes de artillería, con multitud de cañones montados en posiciones fijas a ambos costados y cañones giratorios montados de proa a popa. Estos cañones eran muy caros, al igual que los barcos que los transportaban, pero a los monarcas que podían permitirse su posesión les facilitaba la proyección de su poder militar por el mundo. En 1498 Vasco de Gama se convirtió en el primer capitán portugués que navegó por el océano Índico, pero los portugueses no lograron el control de ese océano hasta 1509, cuando derrotaron a una fuerza naval combinada otomana e india en la batalla de Div. Sus puestos de avanzada comerciales en África y Asia eran fortificaciones, construidas no sólo para defenderse de los ataques de los pueblos nativos, sino también para rechazar los asaltos de otros europeos. Sin este componente militar esencial, los imperios marítimos europeos del siglo XVI no habrían existido.

EL PRÍNCIPE ENRIQUE EL NAVEGANTE

Puesto que sabemos que estas expediciones portuguesas del siglo XV por la costa africana acabaron abriendo una ruta marítima a la India y el Lejano Oriente, es tentador presumir que ésta era su meta desde el principio. Pero no fue así. La narración tradicional de estos acontecimientos, que presenta las exploraciones como su misión, la India como su meta y al príncipe Enrique el Navegante como el genio guiador, ha dejado de merecer la confianza de la mayoría de los historiadores. La India no se convirtió en la meta hacia la que se dirigieron estos viajes hasta la década de 1480. Antes, la empresa portuguesa en África estaba impulsada por objetivos más tradicionales: ambiciones de cruzada contra los musulmanes del norte de África; el deseo de establecer lazos directos con las fuentes de producción del oro africano al sur del desierto del Sahara; la aspiración de colonizar las islas atlánticas; el floreciente mercado para los esclavos en Europa y el Imperio otomano; y la esperanza de que en algún lugar de África podrían encontrar al legendario Preste Juan, un rey cristiano mítico de quien los europeos creían que, si lograban localizarlo, sería su aliado contra los musulmanes. En los siglos XII y XIII lo habían buscado en Asia, pero desde la década de 1340 se creía que residía en Etiopía, término amplio que para la mayoría de los europeos parece que significaba «en un lugar de África».

El príncipe Enrique el Navegante (sobrenombre que no se le asignó hasta el siglo XVII) tampoco parece una figura tan central en la exploración portuguesa como se pensaba. En realidad, sólo dirigió ocho de los treinta y cinco viajes a África entre 1419 y su muerte en 1460; y los relatos sobre que reunió una escuela de navegantes y cartógrafos en las costas atlánticas de Portugal, sobre su papel en el diseño de buques e instrumentos de navegación mejores y sobre su fomento del saber científico en general se ha demostrado que son falsos. Sí desempeñó un papel importante en la organización de la colonización de Madeira, las islas Canarias y las Azores, además de ser pionero en el tráfico de esclavos portugués, primero, en las Canarias (cuya primitiva población fue esclavizada casi por completo), y después, a lo largo de la costa senegalesa-gambiana de África. Sin embargo, su meta principal era hacerse con el comercio de oro africano interceptándolo en su fuente. Para este fin construyó una serie de fuertes a lo largo del litoral africano —el más famoso, en Arguim— a los que esperaba desviar las caravanas de oro que cruzaban el Sahara. Ésta fue también la razón para colonizar las islas Canarias, que veía como lugar de escala para las expediciones al interior de África. No hay pruebas de que soñara con alcanzar la India navegando alrededor de África. En realidad, parece más bien lo contrario. El avance portugués hacia el cabo de Buena Esperanza se aceleró mucho más en los años posteriores a su muerte que durante su vida. Enrique fue un cruzado contra el islam; un príncipe en busca de un reino; un señor necesitado de recursos para sostener a sus seguidores, y un aspirante a comerciante que esperaba hacer su agosto con el comercio del oro, pero que encontró los mayores beneficios en la esclavitud. En todos estos aspectos, fue un hombre de su tiempo, es decir, del siglo XV. No fue el artífice y ni siquiera el visionario del imperio marítimo portugués del siglo XVI.

LA COLONIZACIÓN ATLÁNTICA Y EL AUMENTO DE LA ESCLAVITUD

Los beneficios que el príncipe Enrique había esperado obtener del comercio del oro africano no se materializaron durante su vida. Por tanto, tuvo que pagar sus expediciones por otros medios, y uno de ellos fue el tráfico de esclavos. Aunque en la mayor parte de Europa occidental la esclavitud había desaparecido prácticamente a comienzos del siglo XII, continuó en Iberia (y, en menor grado, en Italia) en la Alta y la Baja Edad Media, pero hasta mediados del siglo XV su escala era muy pequeña. Los principales mercados de esclavos mediterráneos de los siglos XIV y XV se encontraban en tierras musulmanas y, en especial, en el Imperio otomano. Relativamente pocos de los esclavos que pasaban por esos mercados eran africanos; la mayoría eran cristianos europeos, de los que predominaban polacos, ucranianos, griegos y búlgaros. Así pues, en el mundo mediterráneo bajomedieval, los patrones de la esclavitud no atendían a prejuicios raciales, salvo en la medida en que los pueblos «primitivos» como los nativos de las islas Canarias o Cerdeña tenían más probabilidades de ser considerados blancos para la esclavitud.

Sin embargo, a partir de mediados del siglo XV, Lisboa comenzó a surgir como mercado en alza de africanos esclavizados. Durante la vida del príncipe Enrique se vendieron en Lisboa del orden de quince a veinte mil africanos, en su mayoría entre las décadas de 1440 y 1460. En el medio siglo posterior a su muerte, las cifras crecieron, y en 1505 llegaron a alcanzar cerca de 150.000 esclavos importados a Europa. En su mayoría estos esclavos se consideraban símbolos de posición, razón por la que con tanta frecuencia se los representaba en las pinturas del período. Incluso en las colonias atlánticas —Madeira, las Canarias y las Azores—, la tierra la labraban fundamentalmente los colonos y aparceros europeos. Si se empleaba mano de obra esclava, se limitaba en general a los ingenios de azúcar, motivo por el que en las Azores, que continuó como colonia productora de trigo, la esclavitud no llegó a implantarse. En Madeira y las Canarias, por su parte, donde el azúcar se convirtió en el cultivo comercial predominante durante el último cuarto del siglo XV, se introdujeron algunos esclavos, pero tampoco llegaron a generalizarse.

No fue hasta la década de 1460 cuando surgió un nuevo estilo de plantaciones de azúcar basadas en la esclavitud en las colonias atlánticas de Portugal, que comenzó en las islas de Cabo Verde y se extendió a continuación hacia el sur hasta el golfo de Guinea. Estas islas no estaban pobladas cuando los portugueses iniciaron su asentamiento, pero su clima dificultó que acudieran grandes cantidades de europeos. No obstante, su localización era ideal para comprar peones en los mercados de esclavos a lo largo de la cercana costa africana occidental. Desde el período de los romanos no se había visto en Europa un sistema comparable de producción a gran escala de plantaciones basadas en la mano de obra esclava, pero sería este sistema el que exportarían los conquistadores españoles a las islas del Caribe en América, con incalculables consecuencias para África, América y Europa.

Europa encuentra un Nuevo Mundo

La decisión de los monarcas españoles de costear el famoso viaje de Colón fue una consecuencia de estas aventuras portuguesas. A partir de 1488, cuando Dias logró doblar el cabo de Buena Esperanza, se puso de manifiesto que Portugal dominaría pronto las rutas marítimas que conducían a Asia por el este. La única alternativa para sus rivales españoles era financiar a alguien lo bastante intrépido para intentar alcanzar Asia navegando hacia el oeste. La imagen popular de Cristóbal Colón (1451-1506) como un visionario que luchó para convencer a ignorantes empedernidos de que el mundo era redondo no resiste un examen riguroso. En realidad, el hecho de que la Tierra es esférica ya se conocía ampliamente en la sociedad europea al menos desde el siglo XII. Lo que hizo que el plan de Colón resultara plausible para los Reyes Católicos fue, primero, el descubrimiento y colonización de las islas Canarias y Azores, que habían reforzado la postura de que el Atlántico estaba salpicado de islas hasta Japón; y, segundo, el asombroso error de cálculo del marino sobre el tamaño real de la Tierra, que les convenció de que podría alcanzar Japón y China en un mes más o menos de navegación hacia el oeste desde las islas Canarias. En realidad, los europeos redescubrieron América a finales del siglo XV como resultado de un error de cálculo colosal. Colón jamás se dio cuenta de su error. Cuando alcanzó las Bahamas y la isla de La Española en 1492 después de un solo mes de navegación, regresó a España para informar de que, en efecto, había llegado a las islas más distantes de Asia.

EL DESCUBRIMIENTO DE UN NUEVO MUNDO

Colón no fue el primer europeo que puso los pies en el continente americano. Marinos vikingos habían alcanzado y colonizado por corto tiempo los actuales Terranova, Labrador y quizá Nueva Inglaterra hacia el año 1000. Pero la noticia de estos desembarcos vikingos se había olvidado o desconocido en Europa durante cientos de años. En el siglo XV se habían abandonado incluso los asentamientos escandinavos en Groenlandia. Así pues, sería execrable negar a Colón el mérito de sus proezas. Aunque nunca llegó a aceptar la realidad de lo que había descubierto, quienes le siguieron sí lo hicieron y se dieron prisa en ponerse a explotar este nuevo mundo.

Como era de esperar, Colón no volvió de este viaje con especias asiáticas, pero sí trajo algunas pequeñas muestras de oro y unos cuantos indígenas, cuya existencia prometía tribus enteras que podrían ser «salvadas» (mediante la conversión al cristianismo) y esclavizadas por los europeos. Esto produjo el incentivo suficiente para que los monarcas españoles financiaran tres expediciones más de Colón y muchas otras de diversos exploradores. Pronto se descubrió el territorio continental, así como más islas, y en seguida resultó ineludible la conclusión de que se había encontrado un nuevo mundo. Fue el geógrafo italiano Américo Vespucio quien se dedicó a divulgar la existencia de este nuevo mundo y, aunque tal vez no se mereciera ese honor, el continente del Hemisferio occidental acabó conociéndose a partir de entonces como «América» por su nombre de pila.

Al principio, la percepción de que se trataba ciertamente de un nuevo mundo fue una decepción para los españoles, puesto que si había una importante masa de tierra situada entre Europa y Asia, España tendría que desistir de vencer a Portugal en la carrera por las especias asiáticas. Cualquier duda que quedara de que no uno sino dos vastos océanos separaban Europa de Asia quedó completamente despejada en 1513, cuando Vasco Núñez de Balboa contempló por primera vez el océano Pacífico desde el istmo de Panamá. Sin admitir del todo la derrota, en 1519, el nieto de Fernando e Isabel, el sacro emperador romano Carlos V, aceptó la oferta de Fernando de Magallanes de comprobar si podía encontrarse una ruta a Asia circunnavegando el continente americano. Pero su viaje demostró con rotundidad que el globo terráqueo era demasiado grande para que dicho plan resultara factible. Sólo sobrevivieron ochenta marineros de una tripulación de 265. La mayoría había muerto de escorbuto e inanición; incluso Magallanes había hallado la muerte en una escaramuza con los pueblos indígenas de las Filipinas. Este fracaso puso fin a toda esperanza de descubrir un «paso suroccidental» viable a Asia, pero sobrevivió el sueño de un «paso noroccidental», que continuó motivando a los exploradores europeos de Norteamérica hasta el siglo XIX.

LA CONQUISTA ESPAÑOLA DE AMÉRICA

Aunque el descubrimiento de este nuevo continente fue al principio un desengaño para los españoles, pronto resultó evidente que poseía grandes riquezas. Desde el comienzo, las muestras de oro de Colón, por insignificantes que fueran, habían alimentado esperanzas de que en América el oro podría encontrarse amontonado en lingotes, listo para enriquecer al aventurero europeo que lo descubriera. Y los rumores crecieron, hasta que unos pocos soldados españoles lograron hacerse ricos mucho más allá de sus sueños más avariciosos. Entre 1519 y 1521, el conquistador Hernán Cortés, con una fuerza de seiscientos hombres, pero con la ayuda de miles de súbditos descontentos con sus dominadores, derrocó al Imperio azteca y se apoderó de la fabulosa riqueza atesorada por sus gobernantes. Después, en 1533, otro conquistador, Francisco Pizarro, esta vez con sólo ciento ochenta hombres, derrocó al Imperio inca altamente centralizado y se quedó con sus grandes reservas de oro y plata. Cortés y Pizarro gozaron de la ventaja de contar con algunos cañones y unos cuantos caballos (ambos desconocidos para los pueblos indígenas de América), pero consiguieron sus victorias fundamentalmente por su gran audacia, valor y astucia. También les ayudó la falta de disposición de los pueblos indígenas a los que los aztecas y los incas habían sometido para luchar en nombre de sus opresores. Poco sabían estos primeros aliados de los españoles que sus nuevos conquistadores resultarían pronto mucho peores.

LOS BENEFICIOS DEL IMPERIO EN EL NUEVO MUNDO

Cortés y Pizarro fueron saqueadores que se apoderaron con un solo golpe del tesoro de oro y plata acumulado durante siglos por las civilizaciones indígenas de México y Perú. Sin embargo, en seguida se inició la búsqueda de las fuentes de dichos metales preciosos. Los primeros yacimientos de oro se descubrieron en La Española, donde se establecieron de inmediato minas a cielo abierto utilizando peones indígenas que morían en grandes cantidades de enfermedad, brutalidad y exceso de trabajo. Del cerca de millón de indígenas que vivían en La Española en 1492, sólo sobrevivían cien mil en 1510, y el número había descendido a quinientos en 1538.

Con la pérdida de tantos trabajadores, las minas de La Española dejaron de resultar rentables y los colonos europeos se dedicaron a la cría de ganado y la producción de azúcar. Copiando en sus plantaciones de caña de azúcar el modelo de las islas de Cabo Verde y Santo Tomé en el golfo de Guinea, se importaron esclavos africanos para que trabajaran en la nueva industria. Por su propia naturaleza, la producción de azúcar era una empresa que requería una elevada inversión de capital, y la necesidad de importar mano de obra esclava aumentaba sus costes, lo que garantizaba que el control de esa industria recaería en manos de unos pocos plantadores y financieros acomodados.

A pesar de la importancia de la producción azucarera en las islas del Caribe y de la cría de ganado en el interior de México, la minería fue la que moldeó fundamentalmente las colonias españolas de América central y del sur. El oro fue el cebo que en un inicio arrastró a los conquistadores españoles al Nuevo Mundo, pero la plata se convirtió en su exportación más lucrativa. Entre 1543 y 1558 se descubrieron ingentes yacimientos argentíferos al norte de la ciudad de México y en Potosí en Bolivia. Incluso antes del descubrimiento de estos depósitos, la corona española había tomado medidas para asumir el control gubernamental directo sobre sus colonias centro y sudamericanas. Por tanto, fue a ella a la que afluyeron los beneficios de estas minas tan productivas. Potosí se convirtió pronto en la ciudad minera más importante del mundo. En 1570 ya había alcanzado 120.000 habitantes, a pesar de estar situada a una altura de más de 4.500 metros y gozar de una temperatura que nunca superaba los 15° centígrados. Como en La Española, los peones indígenas esclavizados murieron por miles en esas minas y en los pueblos infestados de enfermedades que las rodeaban.

Las nuevas técnicas mineras (en particular, el proceso de amalgamación con mercurio, introducido en México en 1555 y en Potosí en 1571) posibilitaron la producción de mayores cantidades de plata a expensas de un incremento de la mortandad entre los peones indígenas. Entre 1571 y 1586, la producción de plata en Potosí se cuadruplicó, y alcanzó su nivel máximo en la década de 1590, cuando llegaban a España procedentes de América diez millones de onzas de plata al año. En la década de 1540 la cifra correspondiente sólo era de un millón y medio de onzas. En los años culminantes de producción de plata en Europa, entre 1525 y 1535, no se producían más que unos tres millones de onzas al año, y esta cifra descendió de forma constante a partir de 1550. La escasez de plata llegó a su fin durante el siglo XVI, pero el mineral que ahora circulaba procedía casi por completo del Nuevo Mundo.

Esta afluencia masiva de plata a la economía europea aceleró una inflación que ya había comenzado a finales del siglo XV. Al principio, esta inflación fue impulsada por el crecimiento renovado de la población europea, la economía en expansión y un suministro de alimentos relativamente fijo. Sin embargo, a partir de la década de 1540 la inflación fue en buena parte producto del enorme aumento de la plata que ahora entraba en la economía europea. El resultado fue lo que los historiadores han denominado «la revolución de los precios». Aunque los efectos de esta inflación se sintieron en todo el continente europeo, España se vio afectada con particular severidad: entre 1500 y 1560 los precios se duplicaron, y volvieron a hacerlo entre 1560 y 1600. A su vez, unos precios tan extraordinariamente elevados socavaron la competitividad de sus industrias. Cuando el flujo de la plata del Nuevo Mundo se redujo de manera considerable durante las décadas de 1620 y 1630, la economía española se derrumbó.

A partir de 1600 entraron en la economía europea cantidades decrecientes de plata procedente del Nuevo Mundo, pero los precios siguieron subiendo, si bien con mayor lentitud que antes. En 1650, el precio del grano dentro de Europa había ascendido entre cinco y seis veces el alcanzado en 1500, lo que produjo agitación social y miseria extendida para muchos de los habitantes más pobres. En Inglaterra, el período comprendido entre 1590 y 1610 fue probablemente el más desesperado que el país había experimentado durante trescientos años. Cuando la población aumentó y los salarios cayeron, los niveles de vida descendieron de manera espectacular. Si calculamos los niveles de vida dividiendo el precio de la cesta de la compra media por el salario diario medio de un obrero de la construcción, los niveles de vida en Inglaterra eran más bajos en 1600 de lo que lo habían sido incluso en los terribles años de comienzos del siglo XIV. No es de extrañar, entonces, que a muchos se les antojara una perspectiva tentadora la emigración a América. En realidad, lo que deberíamos preguntarnos es qué habría sucedido en la Europa del siglo XVII si el nuevo mundo americano no hubiera existido como una salida para la creciente población europea.

Conclusión

En 1600, la colonización y la conquista ultramarinas habían cambiado de manera profunda tanto Europa como el mundo en general. El surgimiento durante el siglo XVI de Portugal y España como los principales comerciantes europeos en el comercio de larga distancia trasladó de forma permanente el centro de gravedad de la economía europea de Italia y el Mediterráneo al Atlántico. Privada de su papel como principal conducto para el comercio de las especias, Venecia fue declinando poco a poco. Los genoveses se introdujeron cada vez más en el mundo de las finanzas, respaldando las aventuras comerciales de otros, en particular de España. En contraste, los puertos atlánticos de España y Portugal bullían de barcos y relucían de riqueza. Sin embargo, a mediados del siglo XVII el predominio económico ya estaba pasando a los estados del Atlántico norte de Inglaterra, Holanda y Francia. España y Portugal conservarían sus colonias americanas hasta el siglo XIX, pero a partir del siglo XVII serían los holandeses, los franceses y, sobre todo, los ingleses quienes establecerían nuevos imperios europeos en Norteamérica, Asia, África y Australia. En general, estos nuevos imperios durarían hasta la Segunda Guerra Mundial.

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