CAPÍTULO 10

La Baja Edad Media, 1300-1500

Si la Alta Edad Media fue un tiempo de abundancia, la Baja Edad Media lo fue de hambruna. Desde aproximadamente 1300 hasta mediados o finales del siglo XV las calamidades golpearon Europa occidental con persistencia implacable. La hambruna prevaleció, primero, porque el agotamiento del suelo, el clima más frío y las lluvias torrenciales dificultaron la agricultura. Después, para culminar estas «obras de Dios», llegó el más terrible de todos los desastres naturales: la espantosa peste conocida como la «Peste Negra», que causó una enorme mortandad en toda la zona. Y como si no fuera bastante, la guerra incesante produjo privaciones y desolación. La gente común fue la que más sufrió, porque estaba más expuesta a las violaciones, los acuchillamientos, los saqueos y los incendios a manos de soldados y bandas organizadas de filibusteros. Tras el paso de un ejército por una región, se podían divisar kilómetros de ruinas humeantes, repletas de cadáveres en putrefacción esparcidos por todas partes; en muchos lugares la desolación era tan grande que los lobos vagaban por el campo e incluso se adentraban en los barrios limítrofes de las ciudades. En pocas palabras, si la Virgen serena fue el símbolo de la Alta Edad Media, el rostro sarcástico de la Muerte lo fue del período posterior. Pero a pesar de las penalidades que arrostraban, los europeos mostraron una gran perseverancia ante la adversidad. En lugar de abandonarse a la apatía, procuraron amoldarse al cambio de circunstancias y, de este modo, la civilización no se derrumbó. Un período de creatividad e innovación conservó y extendió los rasgos más duraderos de la vida altomedieval.

La depresión económica y el surgimiento de un nuevo equilibrio

Hacia 1300 la expansión agrícola de la Alta Edad Media había alcanzado sus límites. A partir de entonces las cosechas y las zonas de cultivo comenzaron a descender, lo que causó un deterioro económico en toda Europa que se vio acelerado por los efectos degradantes de la guerra. En consecuencia, la primera mitad del siglo XIV fue una época de creciente depresión económica tanto en la ciudad como en el campo. Cuando la Peste Negra atacó Europa entre 1347 y 1350, provocó una crisis económica y demográfica; la reaparición de la peste y la guerra prolongada continuaron deprimiendo la economía hasta bien entrado el siglo XV. Pero entre 1350 y 1450, aproximadamente, los europeos aprendieron a sacar provecho de las nuevas circunstancias económicas. Los salarios ascendieron, mientras los precios del grano cayeron. Aunque este hecho perjudicaba a los productores de grano a gran escala, beneficiaba a los agricultores menores (capaces de diversificar con mayor facilidad su producción agrícola) y los asalariados. La prosperidad resultante se reflejó en una mejora de las dietas y viviendas entre los jornaleros y campesinos, así como en la recuperación gradual de la población en general. Aunque el tamaño total de la economía se redujo casi con certeza en el siglo posterior a la Peste Negra, en 1450 Europa presentaba ya mayor riqueza per cápita que en 1300, además de estar distribuida de forma más equitativa entre la población. Dicho todo esto, cabe afirmar que Europa surgió de finales del siglo XV con una economía más próspera de la que había conocido antes.

CAMBIO CLIMÁTICO Y FRACASO AGRÍCOLA

Los frenos a la expansión agrícola que aparecieron hacia 1300 fueron naturales. Había un límite en la cantidad de tierra que se podía desbrozar y también en el número de cosechas que podían cultivarse sin la introducción de la agricultura científica. En realidad, los europeos habían llegado más lejos de lo que debían en el rozado y la labranza: durante el entusiasmo del movimiento colonizador altomedieval, se habían rozado tierras marginales que no eran lo bastante fértiles para soportar un cultivo intenso. Además, hasta las mejores parcelas se estaban cultivando demasiado. Para empeorar las cosas, a partir de 1300 aproximadamente el clima se deterioró. Mientras que Europa occidental se había visto favorecida por una tendencia de tiempo más seco y cálido durante los siglos XI y XII, en el siglo XIV el clima se volvió más frío y húmedo. Aunque el descenso medio de la temperatura en el transcurso del siglo no supuso más que en torno a un grado centígrado, bastó para reducir las estaciones de cultivo de forma considerable, sobre todo en el norte de Europa. El aumento de las precipitaciones también causó víctimas. Inundaciones terribles anegaron el norte de Europa en 1315, arruinaron las cosechas y provocaron una hambruna prolongada y mortal que empeoró por las enfermedades epidémicas que se propagaron entre el ganado ovino y bovino. Durante tres años los campesinos se vieron tan acosados por el hambre que se comieron el grano para la siembra, lo que arruinó sus oportunidades para recuperarse en la estación siguiente; en su desesperación, también comieron gatos, perros y ratas. Debilitados por la mal-nutrición, resultaron más vulnerables a las enfermedades. La tasa de mortalidad era atroz. Entre 1316 y 1322, del 10 al 15 por ciento de la población europea pereció en esta «Gran Hambruna». Las condiciones agrícolas mejoraron a partir de 1322, pero el clima continuó inestable. En Italia, las inundaciones arrastraron los puentes de Florencia en 1333; un maremoto destruyó el puerto de Amalfi en 1343. Con una naturaleza tan repetidamente caprichosa, a la vida económica no le quedaba más que sufrir.

A pesar de esta elevada tasa de mortalidad, en 1340 Europa todavía estaba superpoblada en relación con su oferta de alimentos. Entonces sucedió un desastre tan horrible que muchos creyeron que presagiaba el fin del mundo.

LA PESTE NEGRA

La Peste Negra fue un ataque combinado de peste bubónica y neumónica que barrió Europa por primera vez de 1347 a 1350, y que regresó a intervalos periódicos durante los trescientos años siguientes. Esta epidemia se originó en el desierto de Gobi, en Mongolia, donde el bacilo de la peste es endémico entre los roedores y las pulgas que viven en ellos. Ambos animales son capaces de transmitir la peste; no tenemos modo de saber qué transportó inicialmente la enfermedad a finales de la década de 1330 desde Mongolia hasta China, el norte de la India y Crimea. En 1346 la peste ya había alcanzado los puertos del litoral del mar Negro y desde allí, en 1347, las galeras genovesas la llevaron sin percatarse de ello a Sicilia y el norte de Italia. De Italia se propagó por toda Europa occidental a lo largo de las rutas comerciales; primero golpeó en los puertos de mar y luego avanzó tierra adentro.

Los efectos clínicos de la enfermedad eran horrorosos. Una vez infectada con la peste bubónica por una picadura de pulga, la persona enferma desarrollaba enormes bultos en las ingles o axilas, aparecían manchas negras en los brazos y piernas, a continuación se presentaba diarrea y la víctima moría entre los cuatro y siete días siguientes. Si la infección aparecía en la forma neumónica (causada por inhalación), había también tos con sangre, y la muerte se producía antes de tres días. Unos pocos se recuperaron de la peste y algunos no se contagiaron, pero la mayoría de los infectados moría de ella antes de una semana.

Los efectos demográficos de la peste fueron devastadores. En Inglaterra, la población total del país descendió al menos un 40 por ciento entre 1347 y 1381. La población total de Normandía oriental cayó un 30 por ciento entre 1347 y 1357, y de nuevo un 30 por ciento antes de 1380; en la zona rural alrededor de Pistoia, en Italia, hubo un descenso demográfico de en torno al 60 por ciento entre 1340 y 1404. En conjunto, los efectos combinados de la hambruna, la guerra y la peste redujeron la población total de Europa occidental al menos a la mitad, y quizá hasta los dos tercios entre 1300 y 1450.

Al principio, la Peste Negra causó una gran privación a la mayoría de los supervivientes. Como cundía el pánico y se deseaba evitar el contagio, muchos abandonaron sus puestos de trabajo para aislarse. Los habitantes de las poblaciones huyeron al campo, mientras que los campesinos huían unos de otros. Hasta el mismo papa se retiró al interior de su palacio y no permitió a nadie la entrada. Con tantos muertos y los trabajos abandonados, las cosechas se dejaron sin recoger, la manufactura se interrumpió y el comercio se derrumbó. Los artículos básicos escasearon y subieron los precios, razón por la que el ataque de la peste intensificó con creces la crisis económica europea.

Sin embargo, en 1400 las nuevas realidades demográficas empezaron a alterar los patrones básicos de la economía. Los precios de los alimentos esenciales (por ejemplo, los cereales) comenzaron a descender debido a la normalización gradual de la producción y a que había menos bocas que alimentar. La reaparición de la peste u otros desastres naturales causaron grandes fluctuaciones en los precios durante ciertos años, pero, en líneas generales, a lo largo de la mayor parte del siglo XV los artículos básicos descendieron de precio o lo mantuvieron estable. Como los cereales eran más baratos, la gente podía permitirse gastar un porcentaje mayor de sus ingresos en lujos relativos como productos lácteos, carne y vino, lo que dio como resultado el surgimiento de economías regionales especializadas: partes de Inglaterra se dedicaron a la cría de ganado lanar o la producción de cerveza; partes de Francia se concentraron en la producción de vino, y los suecos intercambiaban mantequilla por grano alemán barato. La mayoría de las zonas de Europa recurrieron a lo que mejor sabían hacer, y el intercambio recíproco de artículos básicos entre regiones distantes creó un nuevo y próspero equilibrio comercial.

LA REPERCUSIÓN EN LAS CIUDADES

Las ciudades sirvieron de barómetros especialmente sensibles para medir el clima económico variable de la Baja Edad Media. Tras alcanzar su pico demográfico hacia 1300, muchas de ellas ya estaban experimentando descensos de población y crisis económicas antes de que hiciera su aparición la Peste Negra, pero sin duda ésta empeoró con creces la situación existente. La masificación, combinada con las condiciones por lo general insalubres de la vida urbana medieval, aumentó la vulnerabilidad ante la enfermedad: en algunos centros urbanos, la mortandad achacable sólo a la peste superó el 60 por ciento. Sin embargo, en el norte de Italia, el sur de Francia y partes de España, la guerra fue aún más destructiva para la vida urbana que la Peste Negra. Toulouse, por ejemplo, soportó la aparición de la peste relativamente bien. Entre 1355 y 1385 su población no disminuyó más que cerca de un 15 por ciento, de aproximadamente 30.000 a 26.000 habitantes. No obstante, en 1430, después de varias décadas de guerra, su población había descendido hasta más o menos los 8.000 habitantes. En 1450, cuando llegaba a su fin un siglo de guerra y las visitas de la peste eran menos frecuentes y devastadoras (probablemente porque los europeos estaban comenzando a desarrollar cierta resistencia al bacilo que la provocaba), la vida urbana ya estaba en vías de recuperación. En 1500, un gran porcentaje de europeos vivía en las ciudades, y éstas desempeñaban un papel mayor en la economía que en los siglos previos.

Algunos centros urbanos, sobre todo en el norte de Alemania y el norte de Italia, sacaron buen provecho de las nuevas circunstancias económicas. En Alemania, un grupo de ciudades y pueblos bajo el liderazgo de Lübeck y Bremen se aliaron en la denominada Liga Hanseática para controlar el comercio de larga distancia en los mares Báltico y del Norte. Sus flotas transportaban grano alemán a Escandinavia y regresaban con productos lácteos, pescado y pieles. El mayor mercado para los artículos de lujo también produjo nueva riqueza a las ciudades comerciales del norte de Italia. Génova y, sobre todo, Venecia controlaban la importación de especias de Oriente. Los mayores gastos en lujo contribuyeron también a mejorar las economías de Florencia, Venecia, Milán y otras ciudades vecinas que se concentraron en la manufactura de sedas y linos, prendas de lana ligeras y otras telas finas. Milán prosperó por su industria de armamento, que mantenía bien provistos de armaduras y armas a los estados europeos en guerra. Algunas ciudades y pueblos, sobre todo los de Flandes, entraron en depresión económica, pero la mayoría de los centros urbanos europeos se benefició de las nuevas circunstancias económicas creadas por la peste.

Asimismo, estas nuevas circunstancias constituyeron un estímulo para el desarrollo de negocios, contabilidad y técnicas bancarias más elaborados. Como la fuerte fluctuación de los precios provocaba que las inversiones fueran precarias, se crearon nuevas formas de asociación para minimizar los riesgos. También se inventaron los contratos de seguros para paliar algunos riesgos de las embarcaciones. La invención más útil de la contabilidad, el sistema de partida doble, se puso en servicio por primera vez en Italia a mediados del siglo XIV y desde entonces se extendió con gran velocidad. Este método permitía el descubrimiento rápido de errores de cálculo y el fácil repaso de beneficios y pérdidas, créditos y débitos. La banca a gran escala ya había surgido durante el siglo XIII, pero las crisis económicas de la Baja Edad Media dieron pie a que se alteraran algunos de sus modos de hacer negocios. Lo más importante fue el desarrollo de las prudentes técnicas basadas en las sucursales bancarias, en las que destacó la casa florentina de los Medici. Los bancos anteriores también habían fundado sucursales, pero la banca de los Medici, que floreció de 1397 a 1494, organizó las suyas según los parámetros de una sociedad de cartera de inversiones moderna. Las sucursales de los Medici, situadas en Londres, Brujas y Aviñón, así como en varias ciudades italianas, estaban controladas por socios antiguos de la familia Medici que seguían políticas comunes. Sin embargo, cada sucursal era una sociedad separada y formal que no arrastraba consigo a ninguna otra si se derrumbaba. Otros bancos italianos experimentaron con técnicas de crédito avanzadas. Algunos llegaron a permitir a sus clientes transferir fondos entre sucursales sin que ningún dinero real cambiara de manos. Tales «transferencias contables» se ejecutaron al principio sólo por mandato oral, pero hacia 1400 comenzaron a realizarse mediante órdenes escritas, que constituyen los primeros antepasados del cheque moderno.

EL NUEVO EQUILIBRIO

Al estudiar la historia económica bajomedieval, debemos resaltar tanto el papel de la naturaleza como el de los seres humanos. La naturaleza intervino cruelmente en los asuntos humanos, pero por muy atroces que fueran sus efectos inmediatos, los resultados acabaron resultando beneficiosos. En 1450, una población mucho más reducida disfrutaba ya de un nivel de vida medio más elevado que la de 1300. En este hecho los seres humanos también tuvieron su parte, pues con su determinación de sacar el mayor provecho a las nuevas circunstancias y evitar la reaparición de la depresión, lograron reorganizar la vida económica y asentarla sobre pilares más firmes. El producto bruto europeo de 1450 era probablemente inferior al de 1300, pero este dato no resulta sorprendente si se tiene en cuenta que la población era mucho menor. En realidad, la producción per cápita había aumentado junto con el ingreso per cápita, y la economía estaba preparada para pasar a nuevas conquistas.

Convulsiones sociales y emocionales

Las crisis económicas de la Baja Edad Media contribuyeron a provocar una avalancha de insurrecciones rurales y urbanas de las clases bajas más numerosas de las que Europa había presenciado hasta entonces. Se llegó a pensar que todas las había causado la privación extrema, pero, como veremos, a menudo ése no fue el caso.

LA JACQUERIE

La revuelta rural a gran escala más claramente causada por las penurias económicas fue la Jacquerie del norte de Francia en 1358. Tomó el nombre del campesino prototípico francés, «Jacques Bonhome», que había sufrido más de lo que podía soportar. En 1348 y 1349 la Peste Negra había aterrorizado y causado estragos en la economía. Luego, el estallido de una guerra con Inglaterra había extendido la desolación por el campo. Los campesinos fueron los que más sufrieron por el pillaje y los incendios a manos de soldados rapaces, algo habitual en la Baja Edad Media. Para que las cosas resultaran más insoportables aún, una vez que los ingleses derrotaron sin remedio a los franceses en 1356 en la batalla de Poitiers, el rey francés, Juan II, y numerosos aristócratas tuvieron que ser rescatados, y el enorme peso de esta carga recayó también sobre el campesinado, que en 1358 se alzó con una ferocidad asombrosa: quemó castillos, asesinó a los señores y violó a sus esposas. Sin duda, su intenso resentimiento económico fue la causa principal de la revuelta, si bien hay que establecer dos salvedades. La primera es que los campesinos que participaron en la Jacquerie se hallaban, en términos comparativos, entre los más ricos de Francia. La segunda salvedad es que hubo factores políticos que ayudaron a explicar la Jacquerie. Mientras el rey se encontraba cautivo en Inglaterra, algunos grupos de ciudadanos intentaron reformar el sistema de gobierno limitando los poderes monárquicos, a la par que las facciones aristocráticas conspiraban para hacerse con el poder. Parece que los campesinos percibieron una oportunidad en la confusión política reinante, pero antes de un mes los órdenes privilegiados cerraron filas, masacraron a los rebeldes y pusieron término a la rebelión.

LA REVUELTA DE LOS CAMPESINOS INGLESES

La revuelta de los campesinos ingleses de 1381 —la rebelión más seria de las clases bajas en la historia inglesa— se suele colocar en la misma categoría que la Jacquerie, por más que sus causas fueran muy diferentes. En lugar de ser una revuelta de desesperación, surgió de una combinación de expectativas económicas crecientes y agravios políticos asociados con las derrotas inglesas en la guerra con Francia. En 1381, los efectos de la Peste Negra debían haber favorecido a los campesinos, pero los señores de la aristocracia lograron aprobar leyes que mantenían los salarios en los niveles previos a la peste y obligaban a los jornaleros libres a trabajar a cambio de sueldos inferiores. Asimismo, los aristócratas intentaron exigir todos sus antiguos derechos y servicios no pagados a los siervos que permanecían bajo su control. Como los campesinos no estaban dispuestos a dejarse llevar de nuevo a la pobreza y el servilismo previos, resultó inevitable la colisión.

La mecha que prendió la gran revuelta de 1381 fue el intento de recaudar un nuevo tipo de impuesto nacional para pagar la guerra fracasada contra Francia. Tradicionalmente, los impuestos ingleses se habían determinado pueblo por pueblo en proporción aproximada a su riqueza, pero en 1377 y 1379 el gobierno estableció un impuesto de capitación mucho menos escalonado en lugar del impuesto sobre la renta tradicional. Estos dos impuestos se recaudaron sin resistencia, pero cuando los agentes intentaron cobrar un tercero mucho más gravoso en 1381, los campesinos, artesanos y habitantes de las poblaciones del este de Inglaterra se levantaron para oponerse. Primero quemaron los registros locales y saquearon las viviendas de quienes consideraban sus explotadores; luego marcharon hacia Londres, donde ejecutaron al lord canciller y tesorero de Inglaterra, a cuya mala gestión fiscal culpaban de las recientes derrotas en la guerra contra Francia. Reconociendo la gravedad de la situación, Ricardo II, el rey de catorce años, salió a recibir a los campesinos y se ganó su confianza prometiendo abolir la servidumbre y mantener bajos los arrendamientos; entretanto, durante las negociaciones, el dirigente campesino Wat Tyler fue asesinado en un altercado con la escolta real. Al carecer de mando, los campesinos, que erraron al pensar que habían conseguido sus objetivos, se dispersaron de inmediato. Pero una vez que el joven rey comprobó que su vida ya no estaba en peligro, no mantuvo ninguna de sus promesas. En su lugar, se dio caza a las dispersas fuerzas campesinas, y unos cuantos supuestos cabecillas fueron ejecutados sin que hubiera ninguna represalia contra el populacho. Así pues, la revuelta no alcanzó sus objetivos, si bien atemorizó profundamente a la nobleza inglesa. No se volvió a intentar la recaudación de impuestos de capitación y llegaron a su fin los controles de salarios obligatorios sobre la mano de obra rural. En pocas décadas el juego natural de las fuerzas económicas mejoró de manera considerable la suerte de los agricultores de pequeña y mediana escala y los jornaleros rurales, y antes de un siglo se produjo la desaparición efectiva de la servidumbre en Inglaterra. El resultado fue una especie de «edad dorada» para el campesinado inglés a mediados del siglo XV.

LAS REBELIONES URBANAS

Las revueltas urbanas de la Baja Edad Media se consideran a veces alzamientos de trabajadores explotados que sufrían el cambio de circunstancias económicas del período, pero se trata de una simplificación exagerada. Al igual que la Jacquerie y la revuelta de los campesinos, la mayoría de las rebeliones urbanas surgieron de una compleja combinación de agravios políticos, económicos y sociales que diferían de una ciudad a otra. Por ejemplo, el alzamiento de la ciudad de Brunswick en el norte de Alemania en 1374 fue menos una rebelión de los pobres contra los ricos que una conmoción política en la que una alianza política desplazó a otra. Ocurrió un levantamiento similar en 1408 en Lübeck cuando una facción política intentó forzar su paso al poder iniciando una forma de gobierno menos costosa, que se ha descrito acertadamente como una «revuelta de contribuyentes».

Incluso en Florencia, donde la revuelta de los Ciompi de 1378 adoptó aspectos de rebelión proletaria, los problemas eran tanto políticos como económicos. Los ciompi eran cardadores de lana, trabajadores mal pagados en una industria deprimida, acosados por un alto desempleo y con frecuencia estafados por sus patronos, que controlaban la industria lanera y dominaban el gobierno florentino. Sin embargo, en 1378, después de tres años de guerra con el papado, la clase gobernante de Florencia se dividió. Cuando una de las facciones quiso afianzar su posición apelando a las clases bajas, los Ciompi aprovecharon la oportunidad para plantear su propio programa de reformas mucho más radical: exención de impuestos, pleno empleo y representación política en el gobierno para sí mismos y otros grupos de trabajadores. Pero, transcurridas seis semanas, los Ciompi perdieron el control del poder y un nuevo gobierno oligárquico revocó todas sus medidas reformistas.

Si no hubieran existido agravios económicos, es probable que no hubieran brotado las rebeliones urbanas de la Baja Edad Media. Pero pocas fueron revueltas específicas de clase. En la mayoría de los casos, los rebeldes procedían de una amplia variedad de grupos sociales y ocupacionales, y sus agravios tenían un origen tanto político como económico. Algunas eran poco más que disputas entre facciones políticas, mientras que otras suponían desafíos directos al orden establecido de la sociedad urbana. Sin embargo, ninguna logró alterar la naturaleza oligárquica fundamental de la vida urbana bajomedieval. La respuesta usual de las clases dirigentes a esas rebeliones fue estrechar más su dominio del poder dentro de las poblaciones.

INCERTIDUMBRES DE LA ARISTOCRACIA

Aunque las clases altas lograron superar los levantamientos populares, se daban buena cuenta de la amenaza que esas rebeliones planteaban a su posición social privilegiada. Los aristócratas bajomedievales se encontraban en una situación económica precaria porque la mayoría de sus ingresos provenían de la tierra. En el momento en que los precios del grano y los arrendamientos descendían y los salarios aumentaban, los terratenientes se veían en dificultades económicas. Los aristócratas también se sentían amenazados por el rápido ascenso de los mercaderes y financieros que podían obtener éxitos repentinos debido a la fuerte fluctuación del mercado. En la práctica, los comerciantes realmente ricos compraban tierra y se metían de lleno en la aristocracia, mientras que los aristócratas dueños de tierras lograban evitar el desastre económico mediante la cuidadosa gestión de sus propiedades y los matrimonios provechosos. Pero la mayoría de los aristócratas se sentían aún más expuestos a las incertidumbres sociales y económicas que antes. El resultado era que intentaban establecer barreras sociales y culturales con las que separarse de las otras clases.

Dos de los ejemplos más llamativos de esta separación fueron el énfasis en el lujo y la formación de órdenes de caballería exclusivos. La Baja Edad Media fue el período por excelencia de la ostentación aristocrática. Mientras la hambruna o la enfermedad causaban estragos, los aristócratas se entretenían con banquetes espléndidos y magníficas representaciones al aire libre. En un banquete celebrado en Flandes en 1468, la decoración de una mesa tenía una altura de 14 metros. La ropa de la aristocracia era también extremadamente ostentosa: los hombres vestían largos zapatos puntiagudos, y las mujeres, tocados profusamente adornados. A lo largo de la historia, a la gente rica siempre le ha gustado vestirse de gala, pero los aristócratas de la Baja Edad Media parecen que lo hacían de manera obsesiva. Llegaron a imponer leyes suntuarias especiales que definían el tipo de vestimenta que cada rango de la sociedad podía llevar. Esta insistencia en mantener una jerarquía social bien definida también explica la proliferación de órdenes de caballería, como las de los caballeros de la Jarretera o del Toisón de Oro. Al unirse en órdenes exclusivas que prescribían una conducta especial y hacían gala de una insignia de pertenencia característica, los aristócratas intentaban situarse aparte de los demás mediante un símbolo que indicaba «sólo para miembros».

EXTREMOS EMOCIONALES

Sin embargo, no debemos pensar que los europeos bajomedievales se entregaron a la vida desenfrenada sin interrupción. En realidad, las mismas personas que buscaban diversiones elegantes o bulliciosas pasaban con igual frecuencia al otro extremo emocional y se abandonaban al dolor. Durante todo el período, hombres y mujeres hechos y derechos derramaron abundantes lágrimas. La reina madre de Francia lloró en público cuando vio por primera vez a su nieto recién nacido; el gran predicador san Vicente Ferrer tuvo que interrumpir sus sermones sobre la pasión de Cristo y el juicio final porque él y su público sollozaban de manera demasiado convulsiva; y se dice que el rey inglés Eduardo II lloró tanto cuando estaba encarcelado, que derramó el agua caliente necesaria para afeitarse. La última historia pone a prueba la imaginación, pero ilustra algo que los contemporáneos consideraban posible. Sabemos con certeza que la Iglesia alentaba el llanto debido a la conservación de estatuillas de san Juan llorando, que sin duda estaban diseñadas para provocar las lágrimas a quienes las contemplaban.

Los predicadores también alentaban a la gente a que se afligiera al reflexionar sobre la pasión de Cristo y la propia muerte. Abundaban los crucifijos truculentos; incluso la Virgen María era ahora con menor frecuencia una madonna sonriente y más una madre desolada, desplomada a los pies de la cruz o sosteniendo en su regazo a Cristo muerto. Asimismo, las esculturas, los frescos y las ilustraciones de los libros recordaban a quienes los veían la brevedad de la vida y los tormentos del infierno. Las tumbas características de la Alta Edad Media estaban coronadas por esculturas que mostraban a los difuntos en alguna acción que indicara sus logros en la vida o en un estado de reposo que expresara que la muerte no era más que un sueño tranquilo. Pero a finales del siglo XIV, las tumbas parecían representar los estragos físicos de la muerte de los modos más truculentos imaginables: se exhibían cadáveres descarnados con intestinos prominentes o cubiertos de culebras o sapos. Algunas tumbas lucían inscripciones que declaraban que quienes las contemplaban serían pronto «un cadáver fétido, alimento para los gusanos»; otras, advertían de forma escalofriante: «Lo que tú eres, lo era yo; lo que yo soy, lo serás tú». Ilustraciones omnipresentes mostraban figuras de la Muerte sonriente con su guadaña llevándose a hombres y mujeres sanos y elegantes, o a demonios sádicos asando a humanos devorados por el pánico en el infierno. Puesto que la misma gente que pintaba estas escenas o se angustiaba contemplándolas podía deleitarse al día siguiente con juergas excesivas, la cultura bajomedieval parece hallarse con frecuencia al borde de la depresión maníaca, pero tales reacciones extremas eran al parecer necesarias para ayudar a afrontar los temores.

Las tribulaciones de la Iglesia y el anhelo por lo divino

La intensa concentración en el significado de la muerte era también manifestación de una religiosidad muy profunda y generalizada. El entusiasmo religioso de la Alta Edad Media no decayó a partir de 1300; en todo caso, se hizo más intenso. Pero cobró nuevas formas de expresión debido a las dificultades institucionales de la Iglesia y la confusión de la época.

EL PAPADO BAJOMEDIEVAL

Después de la humillación y muerte del papa Bonifacio VIII (1294-1303) a manos del rey Felipe IV de Francia, el papado bajomedieval entró en un largo período de crisis institucional. De 1305 a 1378 residió de forma continua en Aviñón, un pequeño territorio papal situado en la frontera suroccidental de Francia, donde resultó inevitable que los papas cayeran bajo la estrecha tutela de la monarquía francesa. Allí construyeron una vasta burocracia, dedicada de forma especial a exigir dinero al clero europeo. En 1377, después de una costosa serie de campañas militares en Italia, el papa logró por fin regresar a Roma; pero cuando murió al poco tiempo, la confusión resultante ocasionó que primero dos y más adelante tres personas diferentes reclamaran ser los sucesores de san Pedro legítimamente elegidos. Esta división, conocida como el Gran Cisma, duraría de 1378 a 1417, si bien los conflictos que surgieron de ella continuarían un siglo más y disminuirían la influencia del papado sobre las iglesias de Europa occidental y lo convertirían cada vez más en un principado territorial italiano.

Cuando los papas se establecieron en Aviñón, no pretendían quedarse allí, pero la ciudad pronto demostró que ofrecía diversas ventajas sobre Roma: estaba más cerca de los principales centros de poder de la Europa del siglo XIV; se encontraba mucho más alejada de la tumultuosa política local de Roma y el centro de Italia, y se hallaba a salvo de las agresivas atenciones de los emperadores alemanes. Todos los papas elegidos en Aviñón procedían del sur de Francia; a medida que pasó el tiempo y creció el tamaño de la burocracia, Aviñón llegó a parecer cada vez más la nueva sede permanente de los obispos de Roma.

A pesar de las ventajas de Aviñón, sus papas nunca abandonaron por completo la esperanza de regresar a Roma. Sin embargo, para hacerlo tenían que recuperar primero el control militar sobre los Estados Pontificios de Italia central, y este esfuerzo llevó décadas. Para financiar estas costosas campañas militares, los papas gravaron con una variedad de impuestos nuevos a las iglesias de Francia, Inglaterra, Alemania y España. También reclamaron la prerrogativa de nombrar candidatos directos a los cargos eclesiásticos vacantes, con lo que se imponían a los derechos del clero local a elegir a sus obispos y abades. Las causas judiciales fueron otro provechoso ejercicio de autoridad papal, y su número aumentó enormemente durante el período de Aviñón.

Con estas y otras medidas, los papas de Aviñón fortalecieron mucho su control administrativo sobre la Iglesia, pero lo que ganaban en poder lo perdían en respeto y lealtad. El papado, con sus exigencias insaciables de dinero, se enajenó al clero y a los laicos, y pronto se extendieron cuentos sobre la lujuria desatada de la corte papal. En realidad, la mayoría de los papas de Aviñón fueron rectos en lo moral y abstemios en lo personal, pero hubo uno, Clemente VI (1342-1352), notoriamente corrupto e inmoral. Clemente vendía sin sonrojo beneficios espirituales, se vanagloriaba de que nombraría obispo a un imbécil si las circunstancias políticas lo justificaban y defendía sus incesantes transgresiones sexuales insistiendo en que fornicaba por prescripción médica. Sus cardenales llevaban vidas igual de lujuriosas, comían pavos reales, faisanes, urogallos y cisnes, y bebían de fuentes elaboradamente esculpidas de las que manaban los vinos más finos.

Tras un intento frustrado de Urbano V en 1367, el papa Gregorio XI regresó por fin a Roma en 1377. Pero cuando murió un año después, surgió el desastre. Temerosos de que si el nuevo papa era francés querría regresar a Aviñón, los romanos se amotinaron para exigir que los cardenales (que en su mayoría eran franceses) eligieran a un romano como pontífice. Temiendo por sus vidas, los cardenales cedieron en seguida y eligieron a un italiano, que adoptó el nombre de Urbano VI y se puso a pelearse de inmediato con los cardenales, lo que reveló unas probables tendencias paranoicas. Temiendo de nuevo por sus vidas, los cardenales huyeron de Roma, declararon nula la elección de Urbano VI y seleccionaron como nuevo papa a un cardenal francés, que tomó el nombre de Clemente VII. Entonces, Urbano VI nombró un nuevo colegio de cardenales enteramente italiano y se preparó para defenderse en Roma. Clemente VII y sus cardenales se retiraron a Aviñón y comenzó el Gran Cisma.

Francia y sus aliados políticos, entre los que se incluían Escocia, Castilla y Aragón, reconocieron a Clemente como el papa legítimo. Inglaterra, Alemania, Italia y la mayoría del resto de Europa siguieron a Urbano. Durante tres décadas, las lealtades religiosas de Europa estuvieron divididas. Tampoco existía ningún modo claro de poner fin a este vergonzoso estado de cosas. Tanto Urbano VI como Clemente VII habían sido elegidos por el mismo grupo de cardenales; y a partir de entonces, cada vez que moría un papa, sus partidarios elegían de inmediato a un sucesor, lo que prolongaba de este modo el cisma. Por fin, en 1409, algunos cardenales de ambos bandos se reunieron en Pisa, donde depusieron a ambos papas y nombraron a uno nuevo. Pero ni el papa italiano ni el francés aceptaron la decisión del concilio. Como resultado, desde 1409 hubo tres papas rivales maldiciéndose mutuamente en lugar de dos.

El Gran Cisma concluyó en 1417 gracias al Concilio de Constanza, la mayor reunión eclesiástica de la Edad Media. Este concilio contó con el fuerte apoyo de varios príncipes europeos, incluidos los reyes de Inglaterra y Alemania. También se ocupó de deponer a los restantes reclamantes del papado antes de nombrar a su nuevo papa, un italiano que adoptó el nombre de Martín V. La elección del papa Martín V restableció la unidad eclesiástica de Europa, pero no puso fin a la lucha sobre cómo debía gobernarse la Iglesia en el futuro. Para poner término al cisma, el Concilio de Constanza había declarado que la autoridad suprema dentro de la Iglesia no descansaba en el papa, sino en él y todos los «concilios generales» futuros. También había ordenado que a partir de entonces se reunieran con regularidad dichos concilios generales para supervisar el gobierno y la reforma de la Iglesia.

Estos decretos «conciliares» constituyeron un desafío revolucionario a las tradiciones de la monarquía papal. No resulta sorprendente que Martín V y sus sucesores hicieran cuanto estuvo a su alcance para socavarlos. En 1423, cuando se reunió en Siena el siguiente concilio general requerido, el papa Martín hizo volver de inmediato a sus representantes. Constanza había especificado que se debía reunir un concilio, pero no cuánto tiempo debía durar. En 1431, cuando se reunió en Basilea el siguiente concilio general, sus miembros tomaron medidas para que el papa no pudiera disolverlo. Pronto se desató una prolongada lucha por el poder en la que los papas y los conciliaristas competían por lograr el apoyo de los príncipes europeos. El Concilio de Basilea se disolvió por fin en 1449 con un fracaso abyecto, frustrando las esperanzas de los reformistas eclesiásticos y poniendo el colofón a este experimento radical de gobierno conciliar.

La victoria del papado sobre los conciliaristas resultó costosa. Para lograr el apoyo de reyes y príncipes contra los conciliaristas, los papas negociaron una serie de tratados (conocidos como «concordatos») que concedían a esos gobernantes autoridad extensa sobre las iglesias dentro de sus territorios. De este modo, los papas se aseguraron la supremacía teórica sobre la Iglesia al precio de ceder el poder real para gobernarla. Como se habían desprendido de buena parte de sus restantes ingresos, los papas de finales del siglo XVI aumentaron su dependencia de sus territorios del centro de Italia. Sin embargo, para construir los Estados Pontificios tuvieron que gobernar como los demás príncipes italianos: dirigiendo ejércitos, intrigando para obtener alianzas y socavando a sus rivales por todos los medios posibles. Juzgados desde la perspectiva secular, estos esfuerzos no fueron un fracaso, pero era comprensible que dichos métodos no contribuyeran en absoluto a aumentar su fama de devoción.

DEVOCIÓN Y HEREJÍA POPULARES

Mientras el papado soportaba estas vicisitudes, el clero de toda Europa perdió prestigio debido en parte a que las mayores exigencias financieras del pontífice le obligaron a su vez a reclamar más de los laicos, lo que suscitó un amargo resentimiento, sobre todo durante los tiempos de crisis económica. Además, durante los brotes de peste, los clérigos abandonaron sus puestos igual que los demás, pero, al hacerlo, perdieron toda reivindicación de superioridad moral.

Es probable que la razón primordial para que creciera el descontento hacia el clero fuera el aumento de la alfabetización entre los laicos. La proliferación continua de escuelas y el descenso del coste de los libros —tema que trataremos más adelante— posibilitaron que un mayor número de seglares aprendieran a leer, con lo que fueron capaces de dedicarse a la lectura de la Biblia o, con mayor frecuencia, de silabarios religiosos populares. Esta lectura puso de manifiesto que sus sacerdotes no vivían de acuerdo con las normas establecidas por Jesús y los apóstoles. Mientras tanto, las revueltas y horrores de la época impulsaron a que, más que nunca, se buscara consuelo religioso. Cuando los seglares consideraron insuficientes los canales convencionales de asistencia a la iglesia, confesión y sumisión a la autoridad del clero, escudriñaron rutas complementarias o alternativas a la devoción que diferían con creces entre sí, pero todas pretendían satisfacer un anhelo inmenso de lo divino.

La ruta más transitada era efectuar actos repetidos de devoción externa con la esperanza de que los devotos lograran con ellos el favor divino en la tierra y la salvación en la otra vida. Se acudía más que nunca a las peregrinaciones y se participaba con regularidad en procesiones religiosas con los pies descalzos: las últimas solían celebrarse dos veces al mes y, en ocasiones, incluso todas las semanas. Hombres y mujeres pagaban con presteza miles de misas que decían por sus almas y las de sus parientes sacerdotes dedicados a esta labor a tiempo completo, además de dejar legados para la celebración de numerosas misas de réquiem por la salvación de sus almas tras la muerte. La obsesión por las oraciones repetidas alcanzó su cima cuando algunas personas devotas intentaron contar el número de gotas de sangre que Cristo había derramado en la cruz para rezar el mismo número de padrenuestros. La forma más dramática de ritual religioso en la Baja Edad Media fue la flagelación. Algunas mujeres que vivían en casas comunales se golpeaban con bastos cueros de animales, cadenas y correas con nudos. Una joven que entró en una de esas comunidades en Polonia en 1331 sufrió heridas internas extremas y quedó completamente desfigurada en once meses. Por lo general, los azotamientos no se realizaban en público, pero durante la primera embestida de la Peste Negra en 1348 y 1349, grupos enteros de seglares recorrían Europa cantando y pegándose mutuamente con látigos rematados con puntas de metal con la esperanza de aplacar la ira divina.

El misticismo

Una vía opuesta hacia la divinidad era el camino interior del misticismo. A lo largo de todo el continente europeo, pero sobre todo en Alemania e Inglaterra, los místicos masculinos y femeninos, clérigos y laicos, buscaban la unión con Dios mediante la «distancia», la contemplación o los ejercicios espirituales. El teórico místico más original y elocuente de la Baja Edad Media fue Meister Eckhart (c. 1260-1327), dominico alemán que enseñaba que había una fuerza o «chispa» profunda dentro de todas las almas humanas donde moraba Dios. Renunciando a todo sentido de individualidad, uno podía retirarse a sus interioridades más remotas para encontrar allí la divinidad. Eckhart no recomendó dejar de acudir a la iglesia, pero puso de relieve que los ritos externos eran, en comparación, poco importantes para llegar a Dios. También daba la impresión a sus públicos seglares de que se podía alcanzar la divinidad en buena medida por volición propia. Por ello, las autoridades religiosas le acusaron de incitar a «la gente ignorante e indisciplinada a excesos desenfrenados y peligrosos». Aunque Eckhart argumentó su ortodoxia doctrinal, algunas de sus enseñanzas fueron condenadas por el papado.

Los críticos de Eckhart no estaban del todo desencaminados en sus preocupaciones, como lo demuestra el hecho de que algunos laicos de Alemania influidos por él cayeran en la herejía de creer que podían alcanzar la unión plena con Dios en la tierra sin intermediarios sacerdotales. Pero estos herejes llamados del Libre Espíritu fueron pocos. Mucho más numerosos fueron los místicos ortodoxos posteriores, unas veces influidos por Eckhart y otras no, que otorgaron mayor énfasis a la iniciativa divina en la unión del alma con Dios y dejaron patente que los cuidados de la Iglesia eran una contribución necesaria a la vía mística. Sin embargo, ellos también creían que «las iglesias no hacen al hombre sagrado, sino que los hombres hacen sagradas a las iglesias». En el siglo XIV la mayoría de los grandes maestros y practicantes del misticismo fueron clérigos, monjas o ermitaños, pero en el siglo XV se extendió una forma modificada de credo místico entre los seglares. Este «misticismo práctico» no pretendía la plena unión extática con Dios, sino una sensación continuada de presencia divina durante el curso de la vida cotidiana. El manual más popular que señalaba el camino para esta meta era Imitación de Cristo, compuesto hacia 1427 probablemente por el canónigo del norte de Alemania Tomás de Kempis. Como este libro estaba escrito en un estilo sencillo pero vigoroso y enseñaba cómo ser un devoto cristiano mientras se seguía viviendo de manera activa en el mundo, resultó particularmente atractivo para los lectores seglares y pronto se tradujo a las principales lenguas europeas. Desde entonces hasta hoy los cristianos lo han leído más que cualquier otra obra religiosa con excepción de la Biblia. Imitación insta a sus lectores a participar en una ceremonia religiosa —el sacramento de la eucaristía—, pero por lo demás resalta la devoción interior. Según sus enseñanzas, el cristiano es más capaz de convertirse en el «compañero» de Jesucristo recibiendo la comunión, ocupándose en la meditación bíblica y llevando una vida sencilla y moral.

Lolardos y husitas

Una tercera forma distinta de piedad bajomedieval constituyó una franca protesta religiosa o herejía. En Inglaterra y Bohemia en especial, los movimientos herejes se convirtieron en una amenaza seria para la Iglesia. El iniciador de la herejía en Inglaterra fue un teólogo de Oxford llamado John Wyclif (c. 1330-1384), cuya rigurosa fidelidad a la teología de san Agustín lo llevó a creer que cierto número de cristianos estaba predestinado a la salvación, mientras que el resto estaba condenado de manera irrevocable. Pensaba que los predestinados debían vivir con sencillez, según las normas del Nuevo Testamento, pero descubrió que, en realidad, la mayoría de los miembros de la jerarquía eclesiástica se recreaban en extravagancias ostentosas. De ahí concluyó que la mayoría de las autoridades religiosas estaban condenadas. La única solución que encontró fue que los gobernantes seculares se apropiaran de la riqueza de la Iglesia y la reformaran, que sustituyeran a los sacerdotes y obispos corruptos por hombres que vivieran con arreglo a los criterios apostólicos. La postura de Wyclif atrajo a algunos aristócratas cercanos a la corte real inglesa, que la utilizó para aterrorizar al papa y al clero local con el fin de obligarles a pagar los impuestos a la corona. Pero al final de su vida Wyclif pasó de limitarse a abogar por la reforma a atacar a algunas de las instituciones básicas de la Iglesia, sobre todo el sacramento de la eucaristía. Este radicalismo alarmó a sus protectores influyentes, y en caso de haber vivido más, puede que hubiera sido condenado formalmente.

Sin embargo, su muerte no dio tregua a la Iglesia, porque había atraído a numerosos seguidores laicos —llamados lolardos— que continuaron con celo la divulgación y el desarrollo de sus ideas. Sobre todo, los lolardos enseñaban que los cristianos devotos no debían confiar su salvación a los sacramentos de una Iglesia corrupta, sino que tenían que estudiar la Biblia (que tradujeron en seguida al inglés) y los tratados religiosos lolardos. En las dos últimas décadas del siglo XIV lograron muchos adeptos, pero tras la introducción en Inglaterra de la pena de muerte por herejía en 1401 y el fracaso de un alzamiento lolardo en 1414, la ola herética cedió. No obstante, los lolardos sobrevivieron hasta el siglo XVI, cuando se fundieron en los nuevos movimientos religiosos desencadenados por la Reforma protestante.

Mucho mayor fue la influencia del wyclifismo en Bohemia. Hacia 1400, algunos alumnos checos que habían estudiado en Oxford llevaron consigo a la capital bohemia de Praga las ideas de Wyclif. Allí el wyclifismo lo adoptó con entusiasmo un predicador elocuente llamado Jan Hus (c. 1373-1415), quien ya arremetía en sermones muy concurridos contra «el mundo, el demonio y la carne». Hus utilizó las ideas de Wyclif para respaldar sus llamamientos a poner fin a la corrupción eclesiástica, y congregó a muchos bohemios en la causa de la reforma entre los años 1408 y 1415. Sin embargo, en contraste con los lolardos, cuyas posturas heréticas sobre la eucaristía les costaron mucho apoyo, Hus resaltaba la centralidad de la eucaristía en la devoción cristiana y exigía que los laicos debían recibir no sólo el pan consagrado de la misa, sino también el vino consagrado, que la Iglesia bajomedieval reservaba sólo para los sacerdotes. Esta demanda, conocida como utraquismo, obtuvo un amplio respaldo popular entre los laicos bohemios y se convirtió en el símbolo de unión del movimiento husita.

Influyentes aristócratas apoyaron a Hus, en parte, por orgullo nacional, pero también con la esperanza de que sus reformas les permitieran recuperar los ingresos que habían perdido ante el clero católico ortodoxo en el siglo anterior. Sin embargo, por encima de todo, Hus obtuvo un seguimiento masivo debido a su elocuencia e interés por la justicia social. Por tanto, la mayoría de Bohemia le apoyaba cuando en 1415 aceptó viajar al Concilio de Constanza para defender sus puntos de vista y tratar de convencer a los prelados reunidos de que sólo una reforma total podía salvar a la Iglesia. Pero aunque le habían garantizado su seguridad personal, dicha garantía fue revocada en cuanto llegó al Concilio: en lugar de concederle una audiencia justa, fue juzgado por herejía y quemado.

Sus seguidores de Bohemia se sintieron ultrajados con razón e izaron de inmediato la bandera de la revuelta. Los aristócratas aprovecharon la situación para apoderarse de las tierras de la Iglesia, y los sacerdotes, artesanos y campesinos más pobres aunaron sus fuerzas con la esperanza de alcanzar las metas de Hus sobre la reforma religiosa y la justicia social. Entre 1420 y 1424, los ejércitos de los husitas radicales conocidos como taboritas, acaudillados por un brillante general ciego, Jan Zizka, derrotaron con rotundidad a varias fuerzas invasoras de caballeros cruzados enviados contra ellos por el papado. Estas victorias aumentaron el radicalismo de los taboritas y les inspiraron a alcanzar cotas de fervor apocalíptico. Por fin, en 1434, husitas más conservadores, dominados por la aristocracia, redujeron a los radicales y negociaron un acuerdo con la Iglesia que permitió el utraquismo junto con la ortodoxia católica en la Iglesia bohemia. Bohemia no regresó por completo al redil católico hasta el siglo XVI. La declaración husita de independencia religiosa fue tanto un anticipo de lo que iba a llegar cien años después con el protestantismo, como la más lograda expresión bajomedieval de descontento con el gobierno eclesiástico.

Crisis política y recuperación

La Baja Edad Media estuvo marcada por una actividad bélica incesante. Para librar las guerras, los gobernantes victoriosos desarrollaron nuevos poderes para gravar y controlar a sus súbditos, hechos que tuvieron consecuencias de largo alcance. Los ejércitos aumentaron de tamaño, la tecnología militar se volvió más mortífera y la sociedad se militarizó más. Como resultado, en 1500 los gobiernos europeos (en particular, las monarquías nacionales de Portugal, España y Francia) eran más fuertes y expansionistas que dos siglos antes. Las repercusiones de esta transformación se sentirían en todo el mundo, como veremos en el capítulo 12. Sin embargo, de momento, pasemos a examinar los conflictos europeos que provocaron esta transformación.

ITALIA

En el sur de Italia, el reino de Nápoles permaneció envuelto en una belicosidad endémica y mala administración durante los siglos XIV y XV. El siglo XIV fue también una época de problemas para los Estados Pontificios del centro de Italia, pero tras el fin del Gran Cisma en 1417, los papas consolidaron dichos territorios y se convirtieron en los gobernantes efectivos de buena parte del centro de la península italiana. Más al norte, algunas de las principales ciudades-estado —como Florencia, Venecia, Siena y Génova— habían experimentado contiendas sociales ocasionales y con frecuencia prolongadas durante el siglo XIV debido a las presiones económicas de la era. Pero antes o después las familias más poderosas o los grupos de interés superaron la resistencia interna. Hacia 1400, las tres ciudades principales del norte —Venecia, Milán y Florencia— habían fijado de manera definitiva sus diferentes formas de gobierno: Venecia estaba gobernada por una oligarquía mercantil; Milán, por un despotismo dinástico; y Florencia, por un complejo sistema supuestamente republicano que en realidad estaba controlado por los ricos. (A partir de 1434, la república florentina estuvo dominada en la práctica por la familia de banqueros Medici.)

Una vez resueltos sus problemas internos, Venecia, Milán y Florencia procedieron desde en torno a 1400 a expandir su territorio, y conquistaron casi todas las restantes ciudades y pueblos septentrionales de Italia, salvo Génova, que permaneció próspera e independiente, pero no obtuvo nuevos territorios. Así pues, a mediados del siglo XV Italia ya estaba dividida en cinco partes principales: los estados de Venecia, Milán y Florencia en el norte; los Estados Pontificios en el centro, y el reino de Nápoles en el sur. Un tratado de 1454 dio inicio a cuarenta años de paz entre estos estados; cuando uno amenazaba con desestabilizar el «equilibrio de poder», los restantes se solían aliar en su contra antes de que estallara una guerra seria. No obstante, en 1494 una invasión francesa abrió un período de guerra renovada en el que España hizo frente con éxito al intento francés de dominar Italia.

ALEMANIA

Al norte de los Alpes prevaleció la conmoción política durante todo el siglo XIV y se prolongó hasta el siglo XV. Es probable que la peor inestabilidad la experimentara Alemania. Allí los príncipes prácticamente independientes guerreaban de forma continua tanto con los emperadores muy debilitados como entre sí. Entre 1350 y 1450 aproximadamente, reinó casi la anarquía, porque mientras los príncipes combatían y subdividían sus herencias en territorios más pequeños, potencias menores como ciudades libres y caballeros dueños de uno o dos castillos luchaban por sacudirse su yugo. En la mayor parte del oeste alemán estos intentos lograron el éxito necesario para fragmentar la autoridad política más que nunca, pero en el este, desde 1450, algunos príncipes alemanes más fuertes consiguieron asentar su autoridad sobre las fuerzas divisorias. Una vez logrado, comenzaron a gobernar con firmeza sobre estados de tamaño medio, según el modelo de las monarquías nacionales mayores de Inglaterra y Francia. Los príncipes más fuertes eran los de los territorios orientales como Baviera, Austria y Brandeburgo, porque allí los pueblos eran menos y más pequeños, y los príncipes habían sabido aprovechar la debilidad imperial para presidir la colonización de grandes extensiones de tierra. Los príncipes Habsburgo de Austria y los Hohenzollern de Brandeburgo —territorio unido en el siglo XVI con las tierras del extremo oriental de Prusia— serían las potencias más influyentes en el futuro de Alemania.

FRANCIA

Francia también se vio desgarrada por las contiendas durante buena parte del período, primordialmente en la forma de la Guerra de los Cien Años con Inglaterra. Esta guerra fue en realidad una serie de conflictos que duraron de 1337 a 1453 y cuyas raíces se remontaban a la década de 1290. De las varias causas de esta lucha prolongada, la principal fue el antiguo problema del territorio francés que dominaban los reyes ingleses. Al comienzo del siglo XIV, los reyes ingleses, como vasallos de la corona de Francia, seguían gobernando buena parte de las fértiles tierras meridionales francesas de Gasconia y Aquitania. Obviamente, los franceses, que desde el reinado de Felipe Augusto habían expandido y consolidado su gobierno, esperaban expulsar a los ingleses, circunstancia que hizo inevitable la guerra. Otra causa de disputa fue que sus intereses económicos en el mercado lanero con Flandes llevaron a Inglaterra a apoyar los intentos frecuentes de los burgueses flamencos de rebelarse contra el dominio francés. Por último, en la guerra se mezcló una disputa sucesoria sobre la corona francesa. En 1328, el último de los tres hijos del rey Felipe IV murió sin dejar descendencia directa. Una nueva dinastía, los Valois, reemplazó a partir de entonces a los capetos en el trono de Francia. Sin embargo, los reyes Valois reclamaron ser los herederos más directos de los capetos prohibiendo la herencia a través de las mujeres, pues de lo contrario el heredero legítimo al trono de Francia habría sido el rey Eduardo III de Inglaterra, cuya madre era hija de Felipe IV de Francia. En 1328 Eduardo sólo tenía quince años y no protestó cuando sus primos Valois ascendieron al trono. No obstante, en 1337, cuando estallaron hostilidades entre Francia e Inglaterra, Eduardo respondió reclamando que era el rey legítimo de Francia, reivindicación que todos los reyes ingleses posteriores sostendrían hasta el siglo XVIII.

Francia era el país más rico de Europa y sobrepasaba a Inglaterra en población al menos en una proporción de tres a uno. Sin embargo, hasta la década de 1430 los ingleses ganaron la mayoría de las batallas campales. Una de las razones era que los ingleses habían aprendido tácticas militares superiores en sus batallas anteriores con los galeses y escoceses, y de este modo podían emplear arqueros bien disciplinados para rechazar y dispersar a los caballeros franceses montados y bien armados. En las tres mayores batallas del largo conflicto —Crécy (1346), Poitiers (1356) y Agincourt (1415)— los ingleses, inferiores en número, contaron con un ejército profesional muy disciplinado y el uso eficaz del arco para infligir derrotas aplastantes a los franceses. Otra razón del éxito inglés fue que la guerra se libró siempre en suelo francés, lo que hacía que los soldados ingleses se mostraran dispuestos a combatir porque pensaban en el rico botín que obtendrían mientras su tierra natal no sufría ninguno de los desastres de la guerra. Lo peor para los franceses era que con frecuencia se hallaban muy divididos. La corona francesa siempre había temido los intentos provinciales de afirmar la autonomía: durante el largo período bélico, muchos dirigentes aristócratas de provincias aprovecharon la confusión para aliarse con el enemigo y buscar su propio provecho. El ejemplo más llamativo y fatídico fue la separación de Borgoña, cuyos duques se aliaron con los ingleses de 1419 a 1435, acto que puso en entredicho la existencia de una corona francesa independiente.

Fue en este período oscuro cuando apareció la figura heroica de Juana de Arco para unir a los franceses. En 1429 Juana, campesina analfabeta pero extremadamente devota, buscó al monarca francés no coronado Carlos VII para anunciarle que ella tenía la misión divina de expulsar a los ingleses de Francia. Carlos le permitió tomar el mando de sus tropas, y su piedad y sinceridad causaron una impresión tan favorable en los soldados que su moral se elevó inmensamente. En pocos meses Juana infligió varias derrotas a las fuerzas inglesas en el centro de Francia e hizo conducir a Carlos a Reims, donde fue coronado rey. Pero en mayo de 1430 los borgoñones la capturaron y la entregaron a los ingleses, que la acusaron de bruja y la juzgaron por herejía. Condenada en 1431 tras un juicio amañado, fue quemada en la hoguera en la plaza del mercado de Rouen. No obstante, los franceses, animados por sus victorias iniciales, continuaron avanzando en su ofensiva. Cuando Borgoña abandonó la alianza con Inglaterra en 1435 y el rey inglés Enrique VI demostró ser totalmente incompetente, el bando francés disfrutó de una serie ininterrumpida de triunfos. En 1453 la toma de Burdeos, la última plaza fuerte inglesa en el suroeste, puso término a la larga guerra. Los ingleses ya no dominaban ninguna tierra francesa, salvo el puerto del canal, Calais, que acabaron perdiendo en 1558.

La Guerra de los Cien Años no se limitó a expulsar a los ingleses del territorio francés, sino que además fortaleció grandemente los poderes de la corona francesa. Aunque varios de los monarcas galos que se sucedieron durante la larga guerra fueron personalidades incompetentes —uno, Carlos VI (1380-1422), sufría ataques periódicos de locura—, la monarquía demostró un poder de permanencia notable. Y cuando las exigencias de la guerra se gestionaron con habilidad, permitieron a los reyes Valois aglutinar nuevos poderes, sobre todo el derecho a recaudar impuestos nacionales y a mantener un ejército permanente. Por ello, una vez que Carlos VII consiguió derrotar a los ingleses, la corona fue capaz de renovar la tradición real altomedieval de gobernar el país con firmeza. Durante los reinados de los sucesores de Carlos, Luis XI (1461-1483) y Luis XII (1498-1515), la monarquía cobró mayor fuerza todavía. Su triunfo fundamental fue la destrucción del poder de Borgoña en 1477, cuando su duque Carlos el Temerario cayó en la batalla víctima de los suizos. Como el duque murió sin dejar heredero varón, Luis XI de Francia marchó sobre Borgoña y se anexionó el ducado independizado. Más adelante, cuando Luis XII obtuvo Bretaña por matrimonio, los reyes galos afianzaron su poder sobre casi todo el territorio que en la actualidad se incluye en las fronteras de Francia.

INGLATERRA

Aunque la Guerra de los Cien Años se libró en suelo francés y no inglés, también produjo gran inestabilidad en Inglaterra. Cuando los ejércitos ingleses triunfaban en Francia —como en general fue el caso durante los reinados de Eduardo III (1327-1377) y Enrique V (1413-1422)—, la corona alcanzó la cima de la popularidad y el país prosperó por los botines militares y los rescates de los prisioneros franceses capturados. Sin embargo, cuando el curso de la batalla cambió en contra de los ingleses —como ocurrió en los reinados de Ricardo II (1377-1399) y Enrique VI (1422-1461)—, los exasperados contribuyentes de Inglaterra hicieron responsables a sus monarcas de estos caros y vergonzosos fracasos militares. Así pues, la derrota en el exterior socavaba de inmediato el apoyo político y fiscal de un rey en su reino, lo que políticamente imposibilitaba la retirada de la guerra a pesar de sus ingentes costes. Para empeorar las cosas, durante la Baja Edad Media gobernó Inglaterra un número inusualmente grande de reyes peligrosos o incompetentes. De los nueve reyes que llegaron al trono entre 1307 y 1485, no menos de cinco fueron depuestos y asesinados por sus súbditos.

La propensión particular de los ingleses a asesinar a sus monarcas (tema comentado en toda Europa) era una consecuencia de su peculiar sistema político. Como hemos visto, Inglaterra era el reino de Europa con el gobierno más estrictamente controlado, pero su sistema político dependía de la capacidad del monarca para movilizar el respaldo popular a favor de sus medidas mediante el parlamento, a la vez que mantenía el apoyo de su nobleza a través de las victoriosas guerras en Gales, Escocia y Francia. Como resultado, una monarquía incompetente o tiránica resultaba más desestabilizadora y peligrosa allí que en el resto de Europa debido a la complejidad y el poder del estado inglés. En Francia, los nobles soportaron la locura de Carlos VI porque su gobierno no era lo bastante poderoso para amenazarlos. Sin embargo, en Inglaterra la inanidad y locura final de Enrique VI (1422-1461) provocaron una rebelión de la aristocracia en su contra conocida como la Guerra de las Rosas, así llamada (por el novelista del siglo XIX sir Walter Scott) debido a los emblemas de las dos facciones rivales: la rosa roja de la familia Lancaster de Enrique, y la rosa blanca de su primo rival, el duque de York. En 1461, tras una lucha de seis años, Eduardo, duque de York, consiguió por fin derrocar a Enrique VI y gobernar con destreza hasta su muerte en 1483. Pero cuando Ricardo, el hermano de Eduardo, quitó del trono a los hijos pequeños del rey, la estabilidad política de Inglaterra volvió a derrumbarse. En 1485, Ricardo III fue a su vez derrotado y cayó muerto en la batalla de Bosworth Field a manos del último pretendiente al trono que quedaba de los Lancaster, Enrique Tudor, quien resolvió la enemistad entre Lancaster y York casándose con Isabel de York. Enrique VII se dedicó a eliminar de forma sistemática a sus rivales al trono, evitó las caras guerras en el extranjero, amasó un excedente financiero mediante la gestión cuidadosa de sus posesiones y reafirmó el control real sobre la aristocracia. Cuando murió en 1509, la nueva dinastía Tudor se hallaba firmemente asentada en el trono inglés y el poder de la monarquía se había restablecido por completo. Su hijo Enrique VIII (1509-1547) construiría sobre los cimientos que había establecido su padre, disolvería los monasterios ingleses y declararía el país religiosamente independiente de Roma.

A pesar de la conmoción causada por la guerra y la rebelión, la vida política inglesa bajomedieval gozó de una estabilidad esencial. Las instituciones locales continuaron funcionando; el parlamento dispuso de una importancia creciente como punto de contacto entre corona, aristocracia y comunidades locales; y la misma comunidad política se fue ampliando a medida que la prosperidad proporcionaba prominencia a nuevos grupos sociales. Pero lo más importante de todo fue que no se planteó nunca un desafío fundamental al poder del estado. Hasta los aristócratas rebeldes intentaron siempre controlar el gobierno central en lugar de destruirlo o separarse de él. De este modo, cuando Enrique VII llegó al trono, no tuvo que recuperar ningún territorio inglés, como fue el caso de Luis XI de Francia respecto a Borgoña, y además el antagonismo de la Guerra de los Cien Años surtió el benéfico efecto final de fortalecer la identidad nacional inglesa. Desde la conquista normanda hasta el siglo XIV, el francés había sido la lengua preferida por la corona y aristocracia inglesas, pero el creciente sentimiento antifrancés contribuyó al triunfo del inglés como lengua nacional hacia 1400. La pérdida de tierras en Francia también acabó resultando beneficiosa. Inglaterra se convirtió en una nación isla, sin intereses significativos en el continente europeo. Este hecho le otorgó mayor maniobrabilidad diplomática en la política europea del siglo XVI y más adelante ayudó a fortalecer su capacidad de invertir sus energías en la expansión ultramarina en América y otros lugares.

ESPAÑA

Mientras Luis XI de Francia y Enrique VII de Inglaterra reafirmaban el poder real en sus países respectivos, los monarcas españoles Fernando e Isabel hacían lo propio en la península Ibérica. El territorio había padecido contiendas incesantes en la Baja Edad Media; Aragón y Castilla habían combatido con frecuencia entre ellos, y las facciones aristocráticas dentro de esos reinos habían luchado sin cesar contra la corona. Pero en 1469 Fernando, heredero de Aragón, se casó con Isabel, heredera de Castilla: su unión estableció las bases de la España moderna.

Aunque Aragón y Castilla mantuvieron sus instituciones separadas hasta 1716, la guerra entre los dos reinos antes independientes terminó y el nuevo país fue capaz de emprender políticas unidas. Isabel y Fernando, que gobernaron respectivamente hasta 1504 y 1516, sometieron a sus noblezas y, en el mismo año (1492), se anexionaron Granada, el último estado musulmán que quedaba en la Península, y expulsaron a los judíos de España. Algunos historiadores creen que la expulsión de los judíos fue motivada por intransigencia religiosa; otros, que fue un acto de estado cruel pero desapasionado que pretendía evitar que los conversos (judíos que se habían convertido al cristianismo) reincidieran. Sea como fuere, el obligado éxodo judío llevó a suponer a Fernando e Isabel que habían eliminado una amenaza interna para la cohesión nacional y les animó a iniciar una ambiciosa política exterior: no sólo pasaron a interesarse por la expansión ultramarina, apoyando a Cristóbal Colón fundamentalmente, sino que también intervinieron de forma decisiva en la política italiana. Enriquecida por la afluencia del oro y la plata americanos tras las conquistas de México y Perú, y casi invencible en los campos de batalla, España se convirtió en el estado más poderoso de la Europa del siglo XVI.

EL TRIUNFO DE LAS MONARQUÍAS NACIONALES

La Baja Edad Media contempló el surgimiento de estados europeos mucho más poderosos que los que existían en 1300. Pero los modelos básicos de la vida política altomedieval cambiaron muy poco. Alemania e Italia estaban políticamente divididas en 1300 y así permanecían en 1500, a pesar del surgimiento de unos cuantos estados capaces de tamaño medio en ambos países. Inglaterra y Francia, las monarquías nacionales más poderosas de la Alta Edad Media, seguían manteniendo la misma condición en 1500, si bien España había surgido como nueva y poderosa rival para ambas. Sólo Sicilia había sufrido una transformación fundamental. Agotada económicamente por las exigencias de sus gobernantes de los siglos XII y XIII, en la Baja Edad Media se convirtió en la tierra empobrecida que ha continuado siendo hasta el día de hoy.

Sin embargo, el rasgo más notable de la política bajomedieval fue el triunfo de las monarquías nacionales, cuya superioridad ante formas rivales de organización política se ve con la mayor claridad en Italia. Hasta 1494, parecía que las ciudades-estado italianas estaban relativamente bien gobernadas y eran poderosas, pero cuando Francia y España invadieron la Península, el orden político se desplomó como un castillo de naipes. Alemania sufriría el mismo sino unas generaciones después. Los recursos de dinero y tropas empleados por las monarquías nacionales eran mucho mayores que los que estaban al alcance de los principados de Alemania o las ciudades-estado de Italia. Como resultado, las monarquías nacionales heredaron el futuro de Europa.

Los rus kievanos y el ascenso de Moscovia

Al igual que a finales del siglo XV se produjo la consolidación del poder de las monarquías nacionales de Europa occidental, también se afianzó el estado que se convertiría en la potencia dominante de Europa oriental, Rusia. Pero Rusia no se parecía en absoluto a las naciones-estado occidentales; hacia 1500 ya había dado los primeros pasos decisivos para convertirse en el principal imperio europeo de estilo oriental.

Si no hubiera sido por una combinación de circunstancias bajomedievales, uno o varios estados eslavos orientales podrían muy bien haberse desarrollado con arreglo a criterios occidentales más típicos. Como vimos en el capítulo 8, los fundadores de la primera entidad política situada en los territorios de las actuales Rusia, Ucrania y Bielorrusia fueron occidentales, vikingos suecos (conocidos como rus) que en el siglo X establecieron un principado en Kiev junto a las rutas comerciales que llevaban de Escandinavia a Constantinopla. Como el estado kievano que fundaron se encontraba en el extremo más occidental de la estepa rusa, era natural que Kiev (hoy capital de Ucrania) mantuviera relaciones diplomáticas y comerciales con Europa occidental, así como con Bizancio. En el siglo XI el rey Enrique I de Francia se casó con una princesa kievana, Ana; por consiguiente, a su hijo se le puso el nombre kievano de Felipe, cristianización que marcó la introducción de este nombre hasta entonces ajeno en Occidente. Además de estos lazos directos con la cultura occidental, el gobierno kievano también guardaba algunas similitudes con los modelos monárquicos occidentales, puesto que el poder de gobernar del príncipe kievano estaba limitado por la institución del veche o asamblea popular.

LAS INVASIONES DE LOS MONGOLES

Pero a partir de 1200 cuatro acontecimientos trascendentales conspiraron para separar a Rusia de Europa occidental. El primero fue la conquista de la mayoría de los estados eslavos orientales por los mongoles en el siglo XIII. Ya en el siglo XI Kiev había padecido las incursiones de una tribu asiática conocida como los polovtsy, pero junto con los restantes principados rusos federados consiguió al final mantenerlos a raya. Los mongoles, que invadieron Rusia en 1237, fueron un asunto completamente diferente. Acaudillados por Batu, nieto del gran Gengis Jan (o Kan), los mongoles causaron tal devastación a medida que avanzaban hacia el oeste que, según un contemporáneo, «no quedaba ningún ojo abierto para llorar a los muertos». En 1240 los mongoles invadieron Kiev y dos años más tarde crearon su propio estado en el bajo Volga —el janato (o kanato) de la Horda Dorada—, que ejerció su protectorado sobre casi toda Rusia durante los ciento cincuenta años posteriores. En el siglo XIII, los gobernantes mongoles de Rusia llevaron a cabo censos directos, instalaron sus propios cargos administrativos y exigieron que los príncipes de Rusia viajaran a Mongolia con el fin de obtener permiso del gran jan para gobernar sus territorios. Sin embargo, hacia 1300 los mongoles cambiaron de proceder. En lugar de pretender gobernar Rusia de forma directa, toleraron la existencia de varios estados eslavos, a quienes exigieron obediencia y pagos de tributos regulares. Kiev, no obstante, nunca recuperó la posición dominante que había disfrutado antes de las invasiones de los mongoles.

EL ASCENSO DE MOSCOVIA

El principado autóctono que acabó surgiendo para derrotar a los mongoles y unificar buena parte de Rusia fue el gran ducado de Moscú, que ascendió al poder a comienzos del siglo XIV como centro de recaudación de tributos para el janato mongol. La alianza de Moscú con los mongoles no le protegía necesariamente de sus ataques: la ciudad fue destruida en el momento de las invasiones y de nuevo en 1382. Pero a pesar de estos contratiempos, Moscú fue capaz, con el apoyo mongol, de absorber el territorio del gran principado de Vladimir y, de este modo, convertirse poco a poco en la potencia política dominante en el noreste de Rusia.

Moscú presentaba además la ventaja de hallarse muy lejos de la base de poder de los mongoles en el bajo Volga. Su situación remota lo convertía en un aliado particularmente valioso para el janato mongol, a la vez que permitió a los grandes duques consolidar su fuerza sin atraer demasiada atención de los janes. A pesar de su lejanía, el gran ducado mantenía algunos contactos comerciales con las regiones de los mares Báltico y del Norte. Lo que en realidad distanciaba a Moscú de Europa occidental era la enorme hostilidad religiosa que existía entre las Iglesias ortodoxas orientales (Moscú era una de ellas) y la Iglesia occidental encabezada por el papado. La hostilidad entre estas dos grandes ramas del cristianismo tenía profundas raíces históricas. Sin embargo, en la Baja Edad Media lo que de verdad excitaba la animosidad religiosa de Moscú hacia los cristianos europeos occidentales era la creciente fortaleza del reino de Polonia y las circunstancias que llevaron a la caída de Constantinopla ante los turcos otomanos en 1453.

LA RIVALIDAD CON POLONIA

Durante la mayor parte de la Edad Media, el reino de Polonia había sido una potencia de segunda, por lo general, situada a la defensiva ante las invasiones alemanas. Pero en el siglo XIV la situación cambió de manera espectacular, debido en parte a que por entonces la fortaleza alemana no era ya ni la remota sombra de lo que había sido y, sobre todo, a que el matrimonio en 1386 de Jadwiga, la reina de Polonia, con Jagiello, gran duque de Lituania, había duplicado con creces el tamaño del país, lo que permitió que se convirtiera en un importante estado expansionista. Antes incluso de 1386 el gran ducado de Lituania había empezado a hacerse con un extenso territorio, no sólo en las orillas del Báltico donde se encuentra el estado actual, sino en Bielorrusia y Ucrania. El impulso expansionista de Lituania aumentó tras la unión con Polonia. En 1410, las fuerzas combinadas polaco-lituanas en la batalla de Tannenberg infligieron una rotunda derrota a la orden militar alemana de los Caballeros Teutónicos que gobernaba la vecina Prusia. A comienzos del siglo XV Polonia-Lituania extendió tanto sus fronteras hacia el este que pareció que la nueva potencia estaba a punto de conquistar Rusia entera. Aunque mucha de la nobleza lituana era ortodoxa oriental, Polonia apoyaba el catolicismo romano, y la Iglesia oficial de Lituania también era la católica romana. Así pues, cuando Moscú emprendió la ofensiva contra Polonia-Lituania a finales del siglo XV, pudo apelar tanto a los sentimientos religiosos como a los nacionales. Siguió una guerra prolongada que exacerbó mucho los antagonismos hacia Polonia y la tradición cristiana latina que representaba a los ojos de los moscovitas.

MOSCÚ Y BIZANCIO

El creciente distanciamiento entre Moscú y Europa occidental aumentó más por los acontecimientos que llevaron a la caída de Constantinopla ante los turcos otomanos en 1453. Los contactos entre los otomanos y los rus se remontaban al siglo X, cuando los misioneros procedentes del Imperio bizantino habían convertido a los eslavos kievanos al cristianismo ortodoxo. Las relaciones entre las iglesias oriental y occidental se habían tensado a partir de 1054, cuando ambas se separaron debido a la primacía papal y la formulación del credo niceno. Pero odio exacerbado es la única expresión que describe las actitudes bizantinas hacia Roma desde 1204, cuando la cuarta cruzada saqueó Constantinopla. Los rusos ortodoxos orientales se compadecieron de sus mentores bizantinos y creyeron más que nunca que tenían razones extraordinarias para huir de la «infección romana» tras la hecatombe de 1453. Fue así porque en 1438 los bizantinos de Constantinopla, al percibir que estaba a punto de ponerse en marcha un potente ataque turco, aceptaron someterse a la autoridad papal y unirse con la Iglesia occidental en la esperanza de que estas promesas les proporcionaran apoyo militar de Occidente para su última batalla. Pero a pesar de su sumisión, no llegó ninguna ayuda, y Constantinopla cayó ante los turcos en 1453 sin que un solo caballero católico romano levantara una mano.

La jerarquía ortodoxa de Moscú se había negado a seguir a Bizancio en su sometimiento religioso, pues lo consideraba una traición a la ortodoxia cristiana. Así pues, tras la caída de Constantinopla, los moscovitas concluyeron que la victoria turca era un castigo divino por la perfidia religiosa de los bizantinos. El estado moscovita se convirtió de este modo en el centro de una ideología antirromana particularmente celosa, cuando Moscú empezó a verse como el sucesor de Bizancio nombrado por Dios. El gobernante ruso adoptó el título de zar —que significa «cesar»— y los rusos afirmaron que Moscú era «una segunda Jerusalén» y «la tercera Roma»: «Dos Romas han caído —dijo un representante ruso—, la tercera todavía se sostiene y no habrá una cuarta». Esta ideología derivada de Bizancio subyació tanto en el aumento posterior del imperialismo ruso como en la posición sagrada otorgada a los gobernantes del estado moscovita (y más adelante ruso).

EL REINO DE IVÁN EL GRANDE, 1462-1505

Bajo esta confianza imperial yacía el poder cada vez mayor de los grandes duques de Moscú. En la práctica, Moscú había sido independiente de los mongoles desde finales del siglo XIV, cuando un gobernante mongol rival llamado Timur el Cojo (Tamerlán) había destruido el janato de la Horda Dorada. Pero fue Iván III, conocido habitualmente como el Grande, quien transformó el gran ducado de Moscú en una verdadera potencia imperial. Declarando que era el Zar Blanco (y, por tanto, el sucesor legítimo de la Horda Dorada), Iván se lanzó a una serie de conquistas entre 1468 y 1485 que anexionaron, uno tras otro, los principados rusos independientes que se encontraban entre Moscú y la frontera de Polonia-Lituania. Tras dos invasiones sucesivas de Lituania en 1492 y 1501, Iván logró también el control de partes de Bielorrusia y Ucrania. Las batallas entre Rusia y Polonia-Lituania continuarían durante varios siglos a partir de entonces, pero en 1505, cuando Iván murió, ya había establecido Moscú como una potencia que había que tener en cuenta en el escenario europeo.

Bajo Iván III, Moscú fue evolucionando en la dirección de la autocracia política y el imperialismo. Su asunción del título imperial significaba que se declaraba sucesor no sólo de los janes mongoles, sino también de los emperadores bizantinos difuntos, quienes a su vez habían sido los herederos de los césares romanos. En 1452 Iván se casó con la sobrina del último gobernante bizantino; después adoptó como insignia el águila bicéfala y reconstruyó la residencia principesca fortificada de Moscú, el Kremlin, con un magnífico estilo renacentista italiano que exhibía su esplendor imperial. Como zar, Iván se concebía como el potentado autócrata no sólo de los rusos de Moscú, sino de todos los rusos e incluso, en potencia, de los bielorrusos y ucranianos. En el siglo XVI el expansionismo ruso se dirigió principalmente hacia el sur y el este, contra los pequeños estados sucesores de la Horda Dorada mongola. Sin embargo, a partir de mediados del siglo XVI, la presión moscovita contra Ucrania se intensificaría, lo que conduciría al enorme imperio territorial que Pedro el Grande construiría a comienzos del siglo XVIII. No se puede trazar una línea directa de Iván III a Pedro el Grande, pero éste recurriría a los cimientos que Iván estableció para justificar su derecho a incorporar a los rusos y una amplia variedad de pueblos no rusos en el que se convertiría en el mayor imperio de Europa.

Pensamiento, literatura y arte

Aunque las privaciones extremas a las que se vio sometida Europa occidental en la Baja Edad Media podrían haber llevado al declive o estancamiento de las empresas intelectuales y artísticas, lo cierto es que el período fue extremadamente fructífero en los ámbitos del pensamiento, la literatura y las artes. En este apartado pospondremos el tratamiento de algunos desarrollos más relacionados con la historia incipiente del Renacimiento italiano para centrarnos en el análisis de algunos de los logros restantes más importantes de la época en el campo intelectual y artístico.

TEOLOGÍA Y FILOSOFÍA

Desde aproximadamente 1300, la teología y la filosofía se enfrentaron a una crisis de duda no acerca de la existencia de Dios y sus poderes sobrenaturales, sino sobre la capacidad humana para comprender lo sobrenatural. Santo Tomás de Aquino y otros escolásticos de la Alta Edad Media habían delimitado serenamente el número de los «misterios de la fe» y creían que todo lo demás, tanto en el cielo como en la tierra, lo podían comprender totalmente los humanos. Pero las inundaciones, hambrunas, guerras y pestes del siglo XIV contribuyeron a socavar tal confianza en las facultades del entendimiento humano. Una vez que los seres humanos experimentaron que el universo era arbitrario e impredecible, los pensadores del siglo XIV empezaron a preguntarse si no había mucho más en el cielo y en la tierra que no pudieran entender sus filosofías. El resultado fue una revisión completa del punto de vista teológico y filosófico previo.

El principal pensador abstracto bajomedieval fue el franciscano inglés William Ockham, quien nació en torno a 1285 y falleció en 1349, al parecer a causa de la Peste Negra. Por tradición los franciscanos habían albergado mayores dudas que los dominicos como santo Tomás de Aquino sobre las facultades de la razón humana para comprender lo sobrenatural; Ockham, convencido por los acontecimientos de su época, expresó esas dudas de la forma más terrible. Negó que la existencia de Dios y otros diversos asuntos teológicos pudieran demostrarse fuera de la revelación de las Escrituras y resaltó la libertad de Dios y su poder absoluto para hacer lo que se le antojara. En la esfera del conocimiento humano en sí, el intelecto inquisitivo de Ockham le llevó a buscar certezas absolutas en lugar de meras teorías. Al investigar los asuntos terrenales, desarrolló la postura, conocida como nominalismo, de que sólo las cosas individuales, no las colectividades, son reales y que, por tanto, una cosa no puede comprenderse mediante otra: para conocer una silla hay que verla y tocarla en lugar de limitarse a saber cómo son otras sillas. El sistema lógico formal que desarrolló Ockham a partir de este principio fundamental se convirtió en el sistema filosófico más influyente de la Baja Edad Media.

Su punto de vista obtuvo un amplio reconocimiento en las universidades e influyó mucho en el desarrollo del pensamiento occidental. Su preocupación por lo que Dios podía hacer llevó a sus discípulos a plantear algunas de las aparentes preguntas absurdas por las que la teología medieval ha recibido burlas: por ejemplo, inquirir si Dios puede deshacer el pasado o si un número infinito de espíritus puros pueden habitar simultáneamente el mismo lugar (los pensadores medievales más cercanos llegaron a preguntarse cuántos ángeles pueden bailar en la cabeza de un alfiler). No obstante, el énfasis de Ockham en preservar la autonomía de Dios llevó a resaltar la omnipotencia divina hasta convertirla en una de las presuposiciones básicas del protestantismo. Es más, la determinación de Ockham por encontrar certezas en el ámbito del conocimiento humano acabó contribuyendo a hacer posible el análisis de los asuntos humanos y la ciencia natural sin recurrir a explicaciones sobrenaturales, lo que constituye uno de los cimientos más importantes del método científico moderno. Por último, la oposición de Ockham a estudiar las colectividades y a aplicar la lógica a categorías abstractas ayudó a alentar el empirismo, o la creencia de que el conocimiento del mundo debe descansar en la experiencia sensible y no en la razón abstracta, lo que también constituye una presuposición para el progreso científico. Así pues, probablemente no resulte una coincidencia que algunos de los discípulos de Ockham del siglo XIV realizaran avances significativos en el estudio de la óptica y la física.

LITERATURA VERNÁCULA

Al igual que la obra filosófica de Ockham, la literatura de la Baja Edad Media se caracterizó por una preocupación intensa por describir el mundo como era. Este naturalismo no era nuevo. Autores altomedievales como Wolfram von Eschenbach y Dante ya habían establecido los precedentes para sus sucesores bajomedievales. Pero éstos fueron mucho más lejos, sobre todo en la descripción de las flaquezas y fracasos de la vida humana cotidiana. También fueron pioneros en el desarrollo de nuevas formas literarias para la escritura vernácula, a veces en poesía, pero en especial en prosa. La mayoría de los autores bajomedievales también continuaron componiendo en latín, pero cada vez más la obra literaria más innovadora y ambiciosa se escribía en las lenguas vernáculas de Europa. Tras este desarrollo se encontraban tres cambios fundamentales de la Baja Edad Media: una identificación creciente entre lenguas vernáculas y nacionalismo; la extensión continuada de la educación secular, y el surgimiento de un considerable público lector para la literatura vernácula. Podemos ver estas influencias en tres de los principales autores vernáculos de la Baja Edad Media: Giovanni Boccaccio (1313-1375), Geoffrey Chaucer (c. 1340-1400) y Christine de Pisan (c. 1350-c. 1435).

Boccaccio

Este autor merecería un lugar de honor en la historia de la literatura incluso por sus obras menores, entre las que se incluyen romances cortesanos, poesía pastoril y tratados eruditos. Sin embargo, su obra maestra es el Decamerón, una colección de cien cuentos en prosa, en su mayoría sobre el amor, el sexo, la aventura y los embustes, contados por un grupo distinguido de siete mujeres jóvenes y tres hombres que residen temporalmente en una villa campestre a las afueras de Florencia para escapar a la Peste Negra. Boccaccio tomó el esbozo de muchos de estos cuentos de fuentes anteriores, pero los transformó con su exuberancia e ingenio característicos.

De forma deliberada, escribió en un estilo coloquial y desenfadado, evitando la «elegancia» literaria para representar a los hombres y mujeres tal como eran. Sus mujeres no son juguetes pálidos, diosas distantes ni vírgenes inmutables, sino criaturas de carne y hueso con mentes y cuerpos que se relacionan con los hombres con mayor comodidad y naturalidad de lo que lo había hecho ninguna otra de su género hasta entonces en la literatura occidental. Sus clérigos son también demasiado humanos, mucho más semejantes a los demás hombres que a ángeles sobre la tierra. Su tratamiento de las relaciones sexuales es a menudo gráfico, pero nunca degradante. Al igual que otras funciones naturales, el deseo sexual humano es insistente y controlable, pero no debe ser contrariado. Por todas estas razones, el Decamerón constituye una saludable y deliciosa apreciación de lo que significa ser humano.

Chaucer

Similar en muchos aspectos a Boccaccio como creador de una literatura naturalista en lengua vernácula fue el inglés Geoffrey Chaucer (c. 1340-1400), el primer escritor importante cuyo inglés puede seguir leyéndose hoy con relativo poco esfuerzo. Resulta extraordinario que fuera un fundador de la potente tradición literaria de Inglaterra y uno de los cuatro o cinco más grandes que contribuyeron a ella: la mayoría de los críticos lo colocan justo detrás de Shakespeare y en la misma categoría que Milton, Wordsworth y Dickens.

Chaucer escribió varias obras impresionantes, pero su pieza maestra es sin duda Los cuentos de Canterbury, compuesta al final de su carrera. Al igual que el Decamerón, se trata de una colección de relatos unidos por una estructura, en el caso de Chaucer utilizando como recurso un grupo de personas que cuentan historias mientras peregrinan de Londres a Canterbury Pero también existen diferencias entre el Decamerón y Los cuentos de Canterbury. Los relatos de Chaucer se cuentan en chispeante verso y no en prosa, además de que los narradores son personas de diferentes clases sociales, desde un caballero andante hasta un devoto estudiante universitario y un molinero ladrón con una verruga en la nariz. También aparecen animadas mujeres, la más memorable de todas la desdentada y casada repetidas veces Comadre de Bath, que conoce «todos los remedios del amor». Cada personaje cuenta un relato que ilustra su ocupación y visión del mundo. Mediante este recurso Chaucer fue capaz de crear una «comedia humana» extremadamente diversa. Su variedad es mayor que la de Boccaccio y aunque no es menos ingenioso, franco y ameno que el italiano, a veces resulta más profundo.

Christine de Pisan

En la Baja Edad Media surgieron también autores profesionales que vivieron de sus plumas. Resulta significativo que uno de los primeros litterati profesionales fuera una mujer, Christine de Pisan. Aunque había nacido en Italia, Christine pasó su vida adulta en Francia, donde su esposo era miembro de la casa real. Cuando éste murió, la viuda se puso a escribir para mantenerse a sí misma y a sus hijos. Escribió en una amplia variedad de géneros literarios, entre los que se incluyeron tratados sobre la caballería y sobre el arte de la guerra que dedicó a su patrono, el rey Carlos VI de Francia. Pero también escribió para un público más numeroso y popular. Su imaginativo tratado La ciudad de las damas es una defensa extendida contra sus detractores masculinos, escrito en forma de alegoría. Asimismo, tomó parte en una enérgica literatura panfletista que debatía las reclamaciones misóginas realizadas en el Roman de la rose (El libro de la rosa). Este debate se prolongó varios siglos y cobró tanta fama que se le dio un nombre: la querelle des femmes, «la disputa de las mujeres». Christine no fue la primera escritora de la Edad Media, pero sí la primera que se ganó la vida escribiendo.

ESCULTURA Y PINTURA

El naturalismo fue un rasgo dominante no sólo en la literatura bajomedieval, sino también en su arte. En el siglo XIII los escultores góticos prestaron mayor atención que sus predecesores románicos a la apariencia real de las plantas, animales y seres humanos. Mientras el arte altomedieval había hecho hincapié en el diseño abstracto, ahora se resaltaba más el realismo: en el siglo XIII las tallas de hojas y flores se realizaron por observación directa y resultan claramente reconocibles para los botánicos modernos como especies definidas. Las estatuas humanas también se fueron volviendo cada vez más naturales y realistas en su reflejo de las expresiones faciales y las proporciones corporales. Hacia 1290 el interés por el realismo era ya tan grande que se cuenta que un escultor que trabajaba en una estatua funeraria para la tumba del emperador alemán Rodolfo de Habsburgo hizo un viaje apresurado para verlo en persona porque le habían dicho que había aparecido una nueva arruga en su rostro.

En los dos siglos siguientes la tendencia hacia el naturalismo continuó en la escultura y se extendió a la iluminación de manuscritos y la pintura. La última, en ciertos aspectos, era un arte nuevo. En la Edad Media fue común el arte de la pintura mural y mucho después, sobre todo en la forma de frescos, la pintura sobre yeso húmedo. Pero además de los frescos, los artistas italianos del siglo XIII empezaron a pintar cuadros sobre trozos de madera o tela, primero al temple (pigmentos mezclados con agua y gomas naturales o clara de huevo), pero hacia 1400 se introdujo en el norte de Europa la pintura al óleo. Este avance técnico creó nuevas oportunidades artísticas. Ahora los pintores fueron capaces de pintar escenas religiosas sobre retablos para las iglesias y las devociones privadas practicadas en sus hogares por los seglares más ricos. Los artistas bajomedievales pintaron además los primeros retratos occidentales. Algunos de los más realistas y sensibles de todas las épocas proceden del siglo XV.

El pintor más innovador de la Baja Edad Media fue el florentino Giotto (c. 1267-1337). No realizó retratos individuales, pero impregnó de una profunda humanidad las imágenes religiosas que pintó tanto en muros como en paneles móviles. Giotto fue sobre todo un imitador de la naturaleza. Sus seres humanos y animales no sólo se antojan más vivos que los de sus predecesores, sino que parecen hacer cosas más naturales. Cuando Cristo entra en Jerusalén el Domingo de Ramos, los niños se suben a los árboles para ver mejor; cuando san Francisco yace muerto, un curioso aprovecha la oportunidad para comprobar si el santo ha recibido de verdad las llagas de Cristo; y cuando los padres de la Virgen, Joaquín y Ana, se encuentran tras una larga separación, se abrazan y besan de verdad —tal vez sea el primer beso tierno del arte occidental—. Sin duda, no fue cierto, como un imaginativo narrador contó después, que a un espectador le resultó tan real una mosca que Giotto había pintado, que trató de apartarla a manotazos, pero de hecho logró algo más. En concreto, fue el primero en concebir un espacio pintado plenamente tridimensional: como ha señalado un historiador del arte, sus frescos fueron los primeros en «hacer un agujero en la pared». Tras la muerte de Giotto se inició una reacción en la pintura italiana. Los artistas de mediados del siglo XIV se apartaron brevemente del naturalismo para pintar figuras religiosas severas y adustas que parecían flotar en el espacio, pero hacia 1400 ya habían regresado a la tierra y comenzaron a crear sobre la influencia de Giotto hasta llegar al gran Renacimiento italiano.

En el norte de Europa la pintura no avanzó de manera impresionante más allá de la iluminación de manuscritos hasta comienzos del siglo XV, pero entonces hubo un florecimiento repentino. Los principales pintores fueron flamencos: Jan van Eyck (c. 1380-1441), Roger van der Weyden (c. 1400-1464) y Hans Memling (c. 1430-1494). Estos tres fueron los mejores iniciadores profesionales de la pintura al óleo, medio que les permitió emplear un colorido brillante y un realismo ajustado. Van Eyck y Van der Weyden sobresalieron en dos cosas: la comunicación de una impresión de profunda piedad religiosa y la representación de detalles minuciosos de la experiencia familiar cotidiana. Puede que ambos aspectos parezcan a primera vista incompatibles, pero debe recordarse que los manuales contemporáneos de misticismo práctico como Imitación de Cristo también pretendían ligar la devoción profunda con la existencia diaria. Por tanto, no era nada blasfemo que un pintor flamenco representara detrás de una tierna Virgen con el Niño una vista de la vida contemporánea con gente ocupada en sus quehaceres habituales e incluso a un hombre orinando contra un muro. Esta unión de lo sagrado y lo profano tendió a deshacerse en la obra de Memling, quien sobresalió en los cuadros estrictamente religiosos o en los retratos seculares, pero retornaría en la obra de los más grandes pintores de los Países Bajos, Brueghel y Rembrandt.

Avances en tecnología

Ninguna explicación de los logros bajomedievales duraderos estaría completa sin la mención de ciertos avances tecnológicos trascendentales. Es triste, pero probablemente no inesperado, tener que iniciar este tema haciendo referencia a la invención de la artillería y las armas de fuego. La frecuencia de la guerra estimuló el desarrollo de nuevo armamento. La pólvora fue un invento chino, pero por primera vez se le dio un uso militar devastador en el Occidente bajomedieval. Los cañones pesados se emplearon por primera vez hacia 1330. Los primeros eran tan primitivos que a menudo resultaba más peligroso permanecer detrás de ellos que delante, pero a mediados del siglo XV ya se habían mejorado mucho y comenzaron a revolucionar la naturaleza de la guerra. En un año, 1453, la artillería pesada desempeñó un papel primordial para determinar el resultado de dos conflictos cruciales: los turcos otomanos utilizaron cañones alemanes y húngaros para romper las defensas de Constantinopla —hasta entonces las más inexpugnables de Europa— y los franceses usaron artillería pesada para tomar la ciudad de Burdeos, con lo que se puso fin a la Guerra de los Cien Años. A partir de entonces, los cañones dificultaron que los aristócratas rebeldes se escondieran en sus castillos de piedra y, de este modo, ayudaron a la consolidación de las monarquías nacionales. Colocados a bordo, los cañones permitieron también que los barcos europeos dominaran las aguas extranjeras en la era posterior de expansión ultramarina. Las armas de fuego manuales, inventadas asimismo en el siglo XV, se perfeccionaron de manera gradual. Poco después de 1500, el eficaz mosquete permitió a los soldados de infantería poner fin de una vez por todas al dominio militar del que habían gozado hasta entonces los caballeros montados con pesadas armaduras. Una vez que los caballeros portadores de lanzas quedaron desfasados y fue más fácil que todos participaran en la batalla, los estados monárquicos capaces de disponer de los mayores ejércitos sometieron por completo la resistencia interna y dominaron los campos de batalla de Europa.

Otros adelantos tecnológicos bajomedievales se dedicaron a la mejora de la vida. Las gafas, inventadas en la década de 1280, se perfeccionaron en el siglo XIV y permitieron a la gente mayor continuar leyendo cuando la presbicia se lo habría impedido. El gran erudito del siglo XIV Petrarca, quien se vanagloriaba de una excelente vista en su juventud, llevó anteojos desde los sesenta años y de este modo fue capaz de completar algunas de sus obras más importantes. Hacia 1300 el uso de la brújula ayudó a los barcos a navegar más alejados de tierra y a aventurarse en el Atlántico. Un resultado inmediato fue la apertura del comercio naval directo entre Italia y el norte. Después, numerosas mejoras en la construcción naval, la cartografía y los aparatos de navegación permitieron a Europa comenzar a expandirse en ultramar. En el siglo XIV se llegó a las islas Azores y Cabo Verde; luego, tras una larga pausa causada por las pestes y guerras, se dobló el cabo de Buena Esperanza en 1488, se alcanzaron las Indias Occidentales en 1492, se llegó a la India por mar en 1498 y se avistó Brasil en 1500. Debido en parte a la tecnología, de pronto el mundo se hizo mucho más pequeño.

Entre los artículos más familiares de nuestra vida moderna que inventaron los europeos en la Baja Edad Media se encuentran los relojes y los libros impresos. Los relojes mecánicos se inventaron poco después de 1300 y proliferaron de inmediato en los años posteriores. Los primeros eran demasiado caros para que los compraran los particulares, pero las ciudades rivalizaron entre sí para instalar los más elaborados en sus edificios públicos. La nueva invención tuvo finalmente dos grandes efectos. Uno fue la estimulación del interés europeo por la maquinaria compleja de toda clase. Dicho interés ya lo había despertado la proliferación de molinos en la Alta Edad Media, pero los relojes acabaron siendo aún más omnipresentes porque desde 1650 se abarataron mucho y casi todos los hogares europeos pudieron adquirirlos. Los relojes de las casas servían como modelos de máquinas maravillosas. Igual de significativo, si no más, fue el hecho de que los relojes comenzaran a racionalizar el curso de los asuntos diarios. Hasta su llegada, el tiempo era flexible. Los hombres y las mujeres no tenían más que una idea aproximada de cuánto había avanzado el día y se levantaban y acostaban más o menos con el sol. Sin embargo, en el siglo XIV los relojes se pusieron a marcar sin cesar horas asombrosamente iguales durante el día y la noche, y así empezaron a regular el trabajo con nueva precisión. Se esperaba que la gente comenzara y terminara de trabajar «a tiempo», y muchos llegaron al convencimiento de que «el tiempo es oro». Este hincapié en el control del tiempo produjo nuevos rendimientos, pero también nuevas tensiones. El conejo blanco de Lewis Carroll, que siempre está mirando su reloj de bolsillo y murmurando «Voy a llegar tarde», es una elocuente caricatura de la humanidad occidental obsesionada por el tiempo.

La invención de la imprenta con tipos móviles fue igualmente trascendental. El principal estímulo para este invento fue la sustitución del pergamino por el papel como material de escritura primordial en Europa entre 1200 y 1400. El pergamino, fabricado con piel de oveja o vaca, era extremadamente caro: como sólo era posible obtener unas cuatro buenas hojas de pergamino por animal, era necesario sacrificar entre doscientas y trescientas ovejas o vacas para obtener el necesario para una Biblia. El papel, fabricado con trapos transformados en pulpa por molinos, rebajó los precios de manera espectacular. Los registros bajomedievales muestran que el papel se vendía a un sexto del precio del pergamino. Por consiguiente, se abarató aprender a leer y escribir. Cuando la alfabetización se fue extendiendo, se amplió el mercado para libros más baratos, y la invención de la imprenta con tipos móviles hacia 1450, asociada con la Biblia imprimida por Johann Gutenberg en 1454, vino a satisfacer plenamente esta demanda. Al ahorrar mucha mano de obra, el invento hizo que en unas dos décadas el precio de los libros impresos fuera alrededor de un quinto del que alcanzaban los escritos a mano.

En cuanto los libros resultaron accesibles, la alfabetización aumentó todavía más y su cultura se convirtió en una parte básica del modo de vida europeo. Desde aproximadamente 1500, los europeos pudieron permitirse leer y comprar libros de toda clase, no sólo tratados religiosos, sino también manuales de instrucción y textos de entretenimiento, y en el siglo XVIII, periódicos. La imprenta propició que las ideas se propagaran de forma rápida y fiable; además, una vez que las ideas revolucionarias se habían plasmado en cientos de ejemplares de libros, fue difícil extinguirlas. De este modo, el mayor reformista religioso del siglo XVI, Martín Lutero, logró de inmediato seguidores en toda Alemania al emplear la prensa para sacar panfletos: si no hubiera dispuesto de ella, puede que Lutero hubiera muerto como Hus. La divulgación de los libros también contribuyó a estimular el aumento del nacionalismo cultural. Antes de la imprenta, los dialectos regionales en la mayor parte de Europa eran con frecuencia tan diversos que la gente que supuestamente hablaba la misma lengua apenas se entendía. Sin embargo, tras la invención de la imprenta, cada país europeo comenzó a desarrollar sus propias normas lingüísticas, que los libros se encargaron de divulgar por todas partes. El «inglés del rey» era el que se imprimía en Londres y se llevaba a Yorkshire o Gales. Así se mejoraron las comunicaciones y los gobiernos pudieron operar con mayor eficacia.

Conclusión

A pesar de la crisis económica y el derrumbe demográfico, la Baja Edad Media fue uno de los períodos más creativos e inventivos de la historia europea occidental. Por qué sucedió así será siempre una especie de misterio, hasta que los eruditos futuros puedan desentrañar los secretos de la creatividad humana. Sin embargo, lo que cabe apreciar tras los avances artísticos, filosóficos, literarios y tecnológicos del período es un impulso constante por comprender, controlar y reproducir el funcionamiento del mundo natural. Este hecho tal vez ofrezca algunas claves para explicar los orígenes de estos adelantos.

Quizá lo fundamental sea que en la Baja Edad Media los intelectuales rompieron con la visión neoplatónica tradicional de la naturaleza como un libro en el que se puede leer la mente de Dios. En su lugar, pasaron a considerar que el mundo natural funcionaba con arreglo a sus propias leyes, que eran verificables empíricamente, pero no podían contarles a los seres humanos nada del Dios que se hallaba detrás de ellas. El sentimiento resultante acerca de la contingencia e independencia del mundo natural fue un paso esencial hacia el surgimiento de una visión científica del mundo. También alentó a los europeos a creer que la naturaleza podía manipularse y dirigirse hacia fines humanos.

Poderosos factores económicos y políticos fomentaron, asimismo, la inventiva tecnológica del período. A pesar del impacto perjudicial de la peste y la guerra, el mercado de bienes no se destruyó; más bien la escasez de mano de obra resultante fomentó que los empresarios europeos experimentaran con tecnologías que ahorraban trabajo y nuevos cultivos. La guerra incesante alentó en particular una notable explosión de inventiva militar, además de permitir a los gobiernos más poderosos extraer un mayor porcentaje de la riqueza de sus súbditos mediante los impuestos, que después invertían en barcos, cañones, mosquetes y los ejércitos permanentes que el nuevo armamento hizo posibles. La riqueza per cápita creciente produjo el capital necesario para invertir en molinos, fábricas, relojes, libros y brújulas. También posibilitó un notable aumento del nivel educativo de la población europea. Entre 1300 y 1500 se establecieron cientos y quizá miles de nuevas escuelas de gramática y surgieron multitud de nuevas universidades, porque los padres consideraban esas escuelas una vía fiable para el ascenso social de sus hijos. Las mujeres siguieron excluidas de las escuelas, pero cada vez había más niñas que aprendían en sus casas, lo que las convertía en una parte extremadamente importante (tal vez incluso la dominante) del «público lector» que estaba surgiendo en la Europa bajomedieval.

Para terminar, puede que la dificultad fomente la innovación, siempre que no destruya la confianza de la gente en la capacidad final para mejorar sus vidas. Los europeos sufrieron mucho por la guerra, la peste y las crisis económicas durante la Baja Edad Media, pero los que sobrevivieron aprovecharon las oportunidades que su nuevo mundo les brindaba. La confianza que habían desarrollado en la Alta Edad Media no la destruyeron las penalidades de la época siguiente. En 1500 la mayoría de los europeos ya vivían existencias más seguras que sus antepasados doscientos años antes; y estaban a punto de iniciar un nuevo período de expansión y conquista extraordinario que llevaría a sus ejércitos, mercaderes y colonos por todo el globo.

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