La Alta Edad Media: desarrollo religioso
e intelectual, 1000-1300
Los cambios religiosos e intelectuales de la Alta Edad Media alteraron en profundidad la vida europea. En realidad, no sería exagerado afirmar que el carácter fundamental de la civilización europea se vio transformado de manera permanente por los acontecimientos ocurridos en estos siglos cruciales. En la vida religiosa, el período fue testigo del surgimiento del papado como fuerza organizativa dominante en la cristiandad occidental, y de un notable esfuerzo por parte de la Iglesia para extender y ahondar la influencia del cristianismo entre los laicos. Proliferaron las iglesias parroquiales por el paisaje y se desarrollaron nuevas órdenes religiosas y monásticas; muchas de ellas asumieron como misión primordial la tarea de atender las necesidades del mundo exterior, más allá del claustro monacal. Por vez primera desde el período tardorromano, la predicación, la confesión, las peregrinaciones y la oración privada se convirtieron en elementos centrales de la vida religiosa de los cristianos europeos. Sin embargo, simultáneamente, estos nuevos modelos de piedad cristiana resaltaban las distinciones religiosas y sociales entre los cristianos y sus vecinos no cristianos. El resultado fue un aumento marcado de la persecución de los grupos minoritarios y la creación de lo que algunos historiadores han denominado una «sociedad persecutoria» en la que la identificación y la opresión de los herejes, judíos, homosexuales, leprosos y musulmanes se convirtieron en un elemento esencial del poder creciente tanto de la Iglesia como del estado.
Asimismo, en la Alta Edad Media hubo un notable renacimiento de la vida intelectual y cultural. Desde mediados del siglo XII, cientos de nuevas obras de literatura y filosofía clásicas, entre las que se incluyeron la totalidad de las obras conservadas de Aristóteles, se transmitieron a Europa occidental desde el mundo islámico y, en menor medida, desde Bizancio. No obstante, antes de que surgiera el estímulo de estos nuevos textos, los intelectuales europeos ya habían comenzado a pensar de formas nuevas y más rigurosas acerca de los problemas fundamentales de la teología, la filosofía y el derecho. Esta revolución intelectual (a la que a veces se hace alusión como el «Renacimiento del siglo XII») fue avivada por la aparición y rápido desarrollo de las universidades, acompañadas por una expansión aún más extensa de la escolarización elemental. También comenzaron a surgir nuevas formas literarias: poesía lírica vernácula, alegorías extensas y, sobre todo, los romances. Por primera vez en siglos empieza a ser posible hablar de un público lector europeo.
En educación, pensamiento y artes, al inicio de la Edad Media Europa se hallaba muy atrasada, en especial si se comparaba con Bizancio y el islam, pero en 1300 ya se había colocado a la cabeza de las tres civilizaciones occidentales. Los europeos actuales se vanaglorian de que el saber y las artes les llegaron de Egipto, Grecia y Roma, y de que, como pigmeos que se sentaron sobre los hombros de gigantes, fueron capaces de ver más lejos y con mayor claridad que esos gigantes intelectuales de la Antigüedad. Tal presunción está justificada en buena medida. Los europeos altomedievales erigieron sus logros intelectuales y artísticos sobre cimientos antiguos, pero también realizaron importantes contribuciones propias.
Los efectos combinados del derrumbe carolingio, los ataques vikingos, musulmanes y húngaros, más el poder creciente de las familias nobles, fueron desastrosos para la vida religiosa de los siglos IX y X en Europa. Los reformistas de la Iglesia llevaban varios siglos pretendiendo mejorar la vida religiosa de los laicos, fortaleciendo el control que los obispos poderosos ejercían sobre el clero dentro de sus diócesis. Pero a mediados del siglo X esa estrategia yacía en ruinas. Muchas iglesias parroquiales habían sido abandonadas o destruidas, mientras que las que habían sobrevivido se consideraban a menudo propiedad particular de alguna familia poderosa, cuya responsabilidad de protegerlas había pasado a ser una licencia para oprimirlas. En estas circunstancias, la iglesia parroquial se había convertido en un aditamento más de la casa solariega, al igual que el molino o la forja de los señores, que sus campesinos estaban obligados a utilizar y de los que obtenían beneficios. Hasta los obispados habían caído en manos de las familias nobles, que nombraban a parientes para ocuparlos o los vendían como si fueran parte de la hacienda propia. Los monasterios sufrieron un proceso similar de «privatización»: algunos se convirtieron en lugares donde arrumbar a los hijos menores de la aristocracia, quienes podían vivir en ellos sin tomar los votos. Otros monasterios se habían confiado a tropas de caballeros e incluso algunos eran regidos por abades laicos. La situación se alejaba mucho de lo que san Benito había esbozado en su Regla para los monasterios.
Al no haber una monarquía efectiva, los obispos se hallaban indefensos ante un poder local tan afianzado. El papado tampoco podía corregir la situación. En realidad, como obispos de Roma, los papas se encontraban entre los peores ejemplos de la repercusión negativa que la excesiva influencia local podía ocasionar sobre los criterios espirituales del clero. La mayoría de los papas del siglo X fueron incompetentes o corruptos, hijos o marionetas de familias romanas poderosas que pretendían controlar el papado con miras a gobernar la ciudad de Roma. Algunos hicieron gala de un libertinaje asombroso. El peor de todos, Juan XII, se convirtió en papa en 955 a los dieciocho años por influencia de su familia, que había gobernado Roma durante medio siglo. El papa Juan era casi analfabeto y completamente depravado. Sus críticos declaraban que las peregrinas no osaban entrar en el palacio Laterano por miedo a que el papa las forzara, y se dice que murió en medio de un acto carnal, bien por un esfuerzo amoroso excesivo o por la espada de un esposo celoso que lo encontró en la cama con su mujer. Como guardián de las tumbas de san Pedro y san Pablo y cabeza espiritual de la cristiandad occidental, el papado continuó siendo una institución respetada incluso en su nadir del siglo X. Pero los papas que ocuparon la silla de san Pedro dejaron mucho que desear como dirigentes morales y espirituales de la sociedad occidental.
LA REFORMA MONÁSTICA, 900-1050
Los primeros indicios de reforma surgieron en los monasterios europeos del siglo X, comenzando con el de Cluny en Borgoña. Fundado en el año 910 por un noble piadoso, era una casa benedictina, pero con dos importantes innovaciones constitucionales. La primera fue que, con miras a mantenerlo libre del dominio de las familias nobles o del obispo de la localidad, Cluny se colocó directamente bajo la protección del papado. La segunda fue que emprendió la reforma o fundación de un gran número de monasterios «hermanos». Mientras antes todas las casas benedictinas habían sido independientes e iguales, Cluny estableció una red de casas cluniacenses por Europa, subordinadas todas a la casa matriz. En 1049 ya había sesenta y siete prioratos cluniacenses (así se denominaban los monasterios hermanos), donde se realizaba la misma elaborada ronda de oración y culto que les dio fama, libres del control de los poderes seculares o eclesiásticos locales. Bajo la dirección de una serie de abades devotos y notablemente longevos, Cluny se hizo famoso por sus elevadas normas espirituales y su vida litúrgica cuidadosamente ordenada. Sin embargo, a los ojos de los cluniacenses, su éxito dependía de su libertad absoluta ante la interferencia externa en su vida religiosa. Por tanto, cuando Cluny reformaba un monasterio, insistía en dos cosas: primero, que los votos benedictinos fueran estrictamente obligatorios para todos los monjes; y segundo, que la selección de nuevos abades y priores se llevara a cabo por libre elección de los monjes, sin compra ni venta del cargo (pecado conocido como simonía por Simón el Mago, quien aparece en el Nuevo Testamento intentando comprar el poder del Espíritu Santo a los discípulos de Jesús).
La influencia cluniacense fue más fuerte en Francia e Italia, donde la práctica ausencia de una monarquía efectiva hizo imposible las reformas monásticas patrocinadas por la realeza. Aquí, al igual que en la Lotaringia, los nobles piadosos tomaron en general la iniciativa para alentar las reformas monásticas. En contraste, en Alemania e Inglaterra dichas reformas surgieron en los siglos X y XI como responsabilidad esencial de un rey cristiano. Siguiendo el ejemplo cluniacense, estos reyes insistieron en la observancia estricta de la pobreza, la castidad y la obediencia dentro del monasterio, e instituyeron elaboradas rondas de oración litúrgica en grupo. Sin embargo, a diferencia de Cluny, eran los mismos reyes quienes garantizaban la libertad de los monasterios reformados ante la interferencia exterior, así como también eran ellos quienes nombraban a los abades, igual que elegían a los obispos de sus reinos.
Como resultado de estos movimientos paralelos de reforma monástica, el monacato se convirtió en el modelo espiritual dominante para el cristianismo latino de los siglos X y XI. Se consideraba que la tranquila y ordenada rutina de culto diario observada por los monjes reflejaba la armonía perfecta del cielo; sus oraciones se estimaban muy eficaces para preservar al mundo pecador de la destrucción a la que de otro modo un Dios justo lo sometería; y los monjes eran percibidos como «hombres angelicales» cuya pobreza, castidad y obediencia perfectas reflejaban fielmente las virtudes celestiales. Pero los monasterios tuvieron además una influencia importante sobre los modelos de devoción que surgieron fuera del claustro. Durante siglos, habían sido los depositarios y guardianes de las reliquias de los santos difuntos, se creía que sus poderes protegían los monasterios que albergaban sus cuerpos terrenales. A partir del siglo X dichos monasterios atrajeron cada vez más la atención de laicos devotos que acudían buscando curas milagrosas del santo (o los santos) cuyas reliquias guardaban. La vasta mayoría de estas peregrinaciones se realizaba a santuarios locales, pero también empezaron a desarrollarse rutas regulares de larga distancia a lugares como Santiago de Compostela y la iglesia de la Santa Fe, en el sur de Francia. Asimismo, aumentó la concurrencia hacia lugares tradicionales como Roma y Jerusalén. La peregrinación fue una de las vías más importantes por las que los nuevos modelos de piedad cristiana desarrollados en los monasterios iniciaron su propagación al laicado fuera de los muros monásticos.
EL MOVIMIENTO DE REFORMA PAPAL
Desde los monasterios, el movimiento de reforma empezó a afectar también a los obispos. En Inglaterra, los reyes nombraron arzobispos a varios monjes reformados. En Alemania, los reyes mantuvieron en sus puestos a obispos que no eran monjes, pero impusieron estrictas condiciones de santidad personal a quienes nombraron para ocupar dichos cargos. Con el aliento real, los obispos empezaron a reedificar y extender sus iglesias catedrales para convertirlas en reflejos más ajustados de la majestad divina, de acuerdo con el ejemplo cluniacense. Sin embargo, los cluniacenses llegaron más lejos y comenzaron a propugnar la reforma de la Iglesia completa, incluidos obispos, monasterios no reformados y hasta el clero parroquial. Centraron sus ataques en la simonía, pero también exigieron que se impusiera a todos los monjes y sacerdotes la pobreza personal y el celibato. Esta última demanda era en cierto sentido la más radical. Aunque una serie de concilios eclesiásticos de los siglos IV y V había declarado que los sacerdotes debían ser célibes, en general se había ignorado este requisito a partir de entonces. En el año 1000 la gran mayoría de los sacerdotes párrocos de toda Europa estaban casados. Los obispos casados eran más raros, pero no desconocidos. En Bretaña, el arzobispo de Dol y su esposa celebraron públicamente el matrimonio de sus hijas y les dieron como dote tierras pertenecientes al obispado; en Milán, los arzobispos rechazaron sin ambages la exigencia de celibato de los reformistas, declararon que su santo patrón, el arzobispo Ambrosio de Milán, había estado casado y había concedido permiso a su diócesis para que tuviera sacerdotes casados por siempre.
En Roma, el papado permaneció sin reforma alguna hasta 1046, cuando el emperador alemán Enrique III llegó a la ciudad santa, depuso a los tres nobles locales que proclamaban ser el papa y nombró en su lugar a uno de su familia, un reformista monástico alemán que adoptó el nombre de León IX (1049-1054). León y sus partidarios (en su mayoría alemanes, pero también algunos italianos) tomaron de inmediato el control de la corte papal y comenzaron a promulgar decretos contra la simonía, el matrimonio del clero y la inmoralidad de todo tipo que embargaba a la Iglesia. Para hacerlos cumplir, León y su séquito viajaron por Francia, Italia, Alemania y Hungría castigando y deponiendo a los clérigos que habían comprado sus puestos o que se negaban a abandonar a sus esposas (a quienes los reformistas insistían en llamar «concubinas»). De este modo, en los esfuerzos reformistas del papa había implícita una nueva visión de la Iglesia como organización jerárquica en la que los sacerdotes obedecían a los obispos y éstos al papa, no sólo como dirigente espiritual y doctrinal de la cristiandad occidental, sino como el soberano legal y jurisdiccional de toda la Iglesia cristiana.
León y los papas reformistas consiguieron hacer cumplir sus decretos sólo en las zonas de Europa donde podían contar con el respaldo de los monarcas seculares. Por su puesto, el más importante de estos monarcas fue el emperador Enrique III, cuya protección aisló a los reformistas papales de las familias nobles romanas, que, de otro modo, los habrían depuesto. Sin embargo, murió en 1056 y dejó como heredero a su hijo pequeño, el futuro Enrique IV. Sin su protector imperial, los reformistas se vieron entonces a merced de las facciones políticas romanas. Cuando murió el papa reformista reinante en 1058, los nobles romanos aprovecharon la oportunidad para instalar en la silla pontifical a uno de sus lacayos. Durante un breve período pareció que iba a perderse el programa iniciado, pero los reformistas se congregaron fuera de Roma y eligieron a su propio papa (que adoptó el nombre de Nicolás II); después se aliaron militarmente con los monarcas normandos del centro y sur de Italia y expulsaron de la ciudad santa al papa no reformista.
En 1059 el papa Nicolás II emitió un nuevo decreto por el que se confería el derecho único a elegir papa a los cardenales, si bien «salvaguardaba los derechos del emperador». Este decreto resulta significativo por dos motivos muy diferentes. En primer lugar, representa un hito en la evolución del Colegio Cardenalicio como cuerpo especial dentro de la Iglesia. Desde el siglo X varios obispos y clérigos procedentes de las iglesias de Roma y sus alrededores habían asumido un importante papel como consejeros y ayudantes administrativos de los papas, pero en este decreto fue donde por primera vez se reconocieron de forma manifiesta las facultades de los cardenales. A partir de entonces el Colegio Cardenalicio asumió una identidad cada vez mejor definida y se convirtió en una importante fuerza para que hubiera continuidad en la política papal, sobre todo cuando existía una rápida sucesión de pontífices. En la actualidad, siguen siendo los cardenales los que eligen al papa.
Sin embargo, el decreto también fue significativo porque abrió una brecha entre el partido de la reforma en Roma y la corte imperial alemana. En las circunstancias de 1059, el decreto electoral pretendía justificar las acciones de los reformistas durante el año previo y proteger las elecciones papales futuras de la influencia de la aristocracia romana. Era evidente que el decreto estaba inspirado por los ideales cluniacenses de elecciones libres como elemento esencial en una Iglesia reformada, pero no aspiraba a privar al emperador alemán de su papel tradicional como protector del papado. No obstante, se daba la circunstancia de que en 1059 no había emperador que pudiera desempeñar ese papel, y si la alternativa era el retorno de la nobleza romana y la destrucción de todo el esfuerzo reformista, parecía preferible incluso una alianza con los brutales y poco de fiar normandos. No obstante, el decreto electoral ofendió mucho a los consejeros del joven rey Enrique IV, quienes lo vieron como un desafío a los derechos del emperador de nombrar nuevos papas y consideraron una afrenta terrible la alianza de los reformistas con los normandos, cuyos designios sobre los territorios imperiales en el centro de Italia eran bien conocidos. La hostilidad resultante entre los regentes del joven rey y la corte papal envenenó la atmósfera en la que Enrique IV alcanzó la madurez.
LA QUERELLA DE LAS INVESTIDURAS
Una fase nueva y crucial en la historia del movimiento de reforma comenzó en 1073 con la llegada del papa Gregorio VII (1073-1085), romano cuya elección fue violentamente apoyada por una turba de conciudadanos. Era un reformista bien conocido con larga experiencia en la corte papal, y es probable que hubiera sido elegido por los cardenales sin la interferencia del populacho romano, pero las circunstancias de su acceso al pontificado violaron sin ambages los términos del decreto electoral de 1059, hecho que le debilitó en sus primeros años como papa. Enrique IV ansiaba reconciliarse con Roma, sobre todo porque entre 1073 y 1075 se vio implicado en una importante guerra civil con su nobleza sajona. Así pues, Gregorio y Enrique empezaron tratándose con gran deferencia. Éste culpó a los consejeros de su juventud de los problemas que habían surgido entre su corte y Roma, y prometió enmendarlos. Por su parte, Gregorio habló del papa y el emperador como los dos ojos de un único cuerpo cristiano y prometió dejar la Iglesia al cuidado de Enrique si él, Gregorio, dirigía (como esperaba hacerlo en breve) una expedición militar a Oriente contra el islam. A primera vista pareció que las relaciones armoniosas entre el papado y el imperio prevalecientes durante el reinado del padre de Enrique habían quedado plenamente restablecidas.
Sin embargo, a finales de 1075 ya estaban otra vez al borde de la ruptura. Durante el medio siglo siguiente, Europa occidental se vio dividida por un conflicto entre el papado y el imperio que alteraría de forma permanente la relación entre la autoridad espiritual y temporal en la cristiandad occidental. En apariencia, el tema que dividía a Gregorio y Enrique era si el primero o algún otro laico podía nombrar a un obispo o abad y después investirlo con los símbolos de su cargo espiritual, práctica conocida como «investidura laica». No obstante, en realidad la «querella de las investiduras» suscitaba importantes cuestiones acerca de la naturaleza de la monarquía cristiana, la relación entre la autoridad política y religiosa, y el control que los papas y reyes debían ejercer sobre el clero. No todos estos temas se habían llegado a resolver por completo en 1122, cuando un compromiso conocido como Concordato de Worms puso fin a la querella, pero constituyó un hito porque acabó de forma permanente con las antiguas tradiciones carolingias de monarquía sagrada y estableció de una vez por todas la autoridad jurisdiccional independiente de la Iglesia frente a todos los gobernantes laicos.
Gregorio era un reformista devoto cuyas metas eran las tradicionales de acabar con la simonía y el matrimonio del clero. Sin embargo, a diferencia de los reformistas papales previos, llegó al convencimiento de que esas metas no podrían alcanzarse hasta que no se hubiera logrado el objetivo cluniacense de asegurar elecciones libres a todos los cargos eclesiásticos. Así pues, procedió a prohibir a los clérigos la aceptación de cualquier cargo eclesiástico de un laico y declaró que esta prohibición era «una verdad […] necesaria para la salvación». Enrique IV se negó rotundamente a aceptar este decreto, no sólo porque infringía sus derechos tradicionales como rey y emperador de estilo carolingio, sino también porque los obispos y abades de Alemania y el norte de Italia eran cruciales para su capacidad de gobernar el reino. Por tanto, decidió nombrar e investir a un nuevo arzobispo en Milán y desafió así la prohibición del papa. Gregorio respondió recordándole que él, Gregorio, ocupaba la silla de san Pedro y que, por consiguiente, Enrique le debía la misma obediencia que al santo, que era el portero del cielo. Para hacer valer su postura, el papa excomulgó a varios consejeros de Enrique, incluidos algunos de los obispos del norte de Italia que habían participado en la investidura del nuevo arzobispo de Milán. Acto seguido, Enrique abjuró de su obediencia a Gregorio y le recordó que su elección había violado los términos del decreto electoral de 1059, por lo que le exigió que renunciara. Gregorio respondió excomulgando a Enrique, junto con un gran número de obispos alemanes e italianos que lo apoyaban.
En sí misma, la excomunión de un rey no era algo demasiado inusual. Sin embargo, Gregorio fue mucho más lejos equiparándola con la deposición al declarar que, como Enrique ya no era un hijo fiel de la Iglesia, había dejado de ser rey de Alemania. Llamó a sus súbditos a rebelarse, incitó a la nobleza sajona a reanudar la guerra civil que había terminado pocos meses antes. En enero de 1077, Enrique se vio obligado a efectuar un humillante sometimiento público al papa Gregorio en Canossa, los Alpes italianos; pero cuando el papa lo absolvió de la excomunión, Enrique aprovechó la oportunidad para reunir sus fuerzas, aplastar a sus rivales sajones y expulsar a Gregorio de Roma (véase capítulo 8). En 1085 el anciano papa murió en el exilio en Salerno, prisionero en la práctica de sus aliados normandos. Al parecer, sus últimas palabras fueron: «He amado la justicia y odiado la iniquidad; ése es el motivo por el que muero en el exilio».
Por instinto, el papa Gregorio era un radical con una confianza en su rectitud que no conocía límites. Al comienzo de su carrera había formado parte de la delegación que provocó el cisma de 1054 con la Iglesia bizantina al exigir que el patriarca de Constantinopla reconociera la primacía del papado. Como papa, Gregorio estaba convencido de que hablaba con la voz de san Pedro y, por tanto, no podía errar. Cuando se le decía que sus ideas eran novedosas, replicaba: «El Señor no dijo “Soy la costumbre”, sino “Soy la verdad”». Cuando se le sugería que sus políticas habían causado la guerra y no la paz, replicaba citando las Escrituras: «Maldito sea quien contenga su espada de la sangre». Los llamamientos que efectuó para que el pueblo de Alemania se alzara contra su rey descarriado y sus obispos pecadores fueron verdaderamente revolucionarios. Hasta sus admiradores se referían a él como un «Satanás sagrado», lo que recordaba al ángel rebelde cuyo orgullo había causado su caída.
No obstante, los instintos radicales de Gregorio no deben oscurecer su visión profundamente tradicional de la cristiandad. Aunque la solución definitiva de la querella de las investiduras iba a distinguir entre «Iglesia» y «estado», reservando los símbolos del cargo espiritual para el clero, a la vez que permitía a los laicos conceder los símbolos de gobierno temporal, tal distinción no formaba parte de la visión del mundo del pontífice. En realidad, fue precisamente debido a que ni Enrique ni Gregorio eran capaces de concebir la cristiandad nada más que como una sociedad política y religiosa bien unificada por lo que el conflicto entre ambos fue tan obstinado. Compartían la presunción carolingia habitual de que era responsabilidad de los gobernantes terrenales dirigir a sus súbditos al cielo. Sólo discrepaban en cuanto a si el gobernante supremo de esta sociedad cristiana unificada debía ser el emperador o el papa. Tampoco imaginaban un mundo en el que el cargo espiritual de obispo pudiera separarse de las tierras y las fuerzas militares que controlaba o en el que hubiera dos sistemas de tribunales separados por completo, uno para tratar los asuntos religiosos, controlado por el papado, y otro para ocuparse de los asuntos seculares, controlado por los reyes. Sin embargo, sin esa división entre lo espiritual y lo temporal, la querella de las investiduras era irresoluble. Ni el papa ni el emperador disponían del poder suficiente para derrotar al otro, además de que toda Europa aceptaba que ambas autoridades, la espiritual y la temporal, eran necesarias.
Así pues, las consecuencias de la querella de las investiduras fueron muy diferentes de lo que el papa Gregorio o el rey Enrique habían imaginado. Sobre el tema inmediato de la investidura laica, el Concordato de Worms fue un compromiso. Se prohibió al emperador alemán investir prelados con los símbolos religiosos de su puesto, pero se le permitió investirlos con los símbolos de sus derechos como gobernantes temporales porque se reconocía al emperador como su señor temporal. En la práctica, los emperadores alemanes, al igual que los restantes reyes de Europa occidental, lograron de este modo conservar mucha influencia en los nombramientos a los obispados y abadías, pese a consentir la apariencia de que se trataba de elecciones libres.
La consecuencia final del conflicto de las investiduras fue crear una distinción conceptual duradera entre religión y política en Europa occidental e identificar a la Iglesia con la autoridad religiosa, y al estado, con la autoridad política. En líneas generales, ambas ideas habían estado ausentes desde la revolución constantiniana en el siglo IV. Cuando comenzó la querella de las investiduras, los principales defensores de Enrique fueron sus obispos; los partidarios de Gregorio fueron en su mayoría la nobleza sajona y los restantes príncipes alemanes desafectos. Por tanto, no se inició en absoluto como un conflicto entre la Iglesia y el estado, si bien en 1122 ya se había convertido en eso. El Concordato de Worms lo resolvió distinguiendo entre el poder temporal de los reyes y el poder espiritual del clero. También identificó con firmeza a los obispos como parte de un orden clerical jerárquico cuya cabeza era el papa. Las fronteras entre la autoridad temporal y espiritual continuarían sujetas a polémica en la Europa medieval. Al clero que cometía delitos seculares, ¿debían juzgarlo los reyes o los eclesiásticos? ¿Quién tenía que determinar la validez de los matrimonios cuando estaban en juego derechos a heredar propiedades? Pero se trataba de conflictos jurisdiccionales que pretendían definir los límites entre religión y política; no ponían en tela de juicio la presunción fundamental de que tal distinción existía y, por tanto, eran resolubles mediante la ley, una razón por la que la elaboración de los sistemas legales, tanto eclesiástico como secular, se convirtió en una preocupación tan apremiante en los siglos XII y XIII. A este respecto, la querella de las investiduras también marca una divisoria en la historia europea.
LA CONSOLIDACIÓN DE LA MONARQUÍA PAPAL
El Concordato de Worms fue un compromiso, pero la querella de las investiduras en su conjunto constituyó una victoria para el papado porque ayudó a congregar al clero occidental detrás del papa, fortaleciendo su reclamación de supremacía jurisdiccional sobre toda la jerarquía eclesiástica. La dramática lucha también impelió al populacho. Según informó un contemporáneo, no se hablaba de otra cosa «incluso en las estancias donde hilaban las mujeres y los talleres de los artesanos». El papa Gregorio y sus sucesores habían apremiado al vulgo europeo a rechazar la autoridad de los obispos simoníacos y los sacerdotes casados. Muchos respondieron, a veces con violencia. El resultado fue un interés mucho mayor por los asuntos religiosos, que a partir de entonces la Iglesia lucharía por mantener dentro de los límites de la ortodoxia religiosa.
Al igual que Gregorio VII, los papas de los siglos XII y XIII se comprometieron de lleno con el establecimiento de la autoridad soberana del papado sobre la Iglesia. Pero fueron mucho menos impetuosos que Gregorio, optaron por perseguir sus metas con una cuidadosa elaboración del aparato gubernamental de la Iglesia. Enviaron fuera de Roma legados con el encargo especial de transmitir y hacer cumplir las órdenes papales. Muchas de estas órdenes surgían de los cientos (y al final miles) de causas legales que llegaban a Roma de litigantes que buscaban justicia del papa. A su vez, esta masa creciente de litigios fomentó el desarrollo de un cuerpo autorizado de derecho eclesiástico mediante el cual podían resolverse dichas causas. El paso clave en esta evolución lo dio hacia 1140 en Bolonia un profesor de derecho llamado Graciano, cuya ingente compilación y codificación de los decretos de los papas previos y los concilios eclesiásticos (conocido como el Decretum o, de forma más descriptiva, Concordia de los cánones discordantes) se convirtió de inmediato en la norma de derecho eclesiástico o derecho «canónico».
El Decretum de Graciano declaraba la jurisdicción eclesiástica para toda clase de causas, no sólo las pertenecientes al clero, sino también las de la esfera laica, incluidos asuntos tales como el matrimonio, la herencia y los testamentos. Aunque se suponía que todas estas causas se veían primero en los tribunales eclesiásticos locales, los papas insistían en que sólo ellos podían conceder dispensas de la estricta letra de la ley y que el consistorio papal —el papa y los cardenales— debían ser el tribunal de apelación final para todas las causas de derecho canónico. Cuando aumentaron el poder del papado y el prestigio de la Iglesia, se incrementaron con rapidez las causas de los tribunales de derecho canónico y las apelaciones a Roma. A mediados del siglo XII, la pericia legal ya había cobrado tal importancia que casi todos los papas eran experimentados abogados canónicos, mientras antes lo habitual era que se tratara de monjes. Los puristas condenaron este proceso, pero era una consecuencia inevitable del creciente poder y sofisticación de la monarquía papal.
El reinado de Inocencio III
Según la opinión unánime, el más capaz y eximio de los papas altomedievales fue Inocencio III (1198-1216). Elegido a los treinta y siete años, fue una de las personas más jóvenes y vigorosas elevadas al papado, que además poseía una extensa formación en teología y había estudiado derecho canónico. Su meta primordial fue unificar toda la cristiandad bajo la hegemonía papal y, de este modo, llevar al mundo «el orden justo» que tanto había deseado el papa Gregorio VII. A diferencia de este último, Inocencio nunca cuestionó el derecho de los reyes y príncipes a gobernar de forma directa en la esfera secular, si bien creía que el papa estaba obligado a castigar a los reyes siempre que pecaran. Y no se mostró menos insistente que Gregorio VII acerca de la obligación que tenía todo cristiano de obedecer al representante de san Pedro, al señalar que, del mismo modo que «todas las rodillas se doblan ante Jesús […], todos los hombres deben obedecer a su vicario [esto es, al papa]».
Trató de conseguir sus metas por medios diferentes. Para situar la independencia papal en una base territorial sólida, consolidó y expandió los dominios papales en el centro de Italia, razón por la que suele considerársele el fundador de los Estados Pontificios, de los que la ciudad del Vaticano es lo último que queda en la actualidad. En Alemania consiguió el triunfo de su candidato para el puesto imperial, el emperador Federico II, si bien sus sucesores en el papado acabarían lamentándolo. Castigó al rey francés Felipe Augusto por su mala conducta marital y obligó al rey Juan de Inglaterra a aceptar a Stephen Langton, el elegido del papa, como arzobispo de Canterbury. También impuso a Juan que concediera Inglaterra al papado como feudo; y reclamó con diverso éxito un señorío feudal comparable a Aragón, Sicilia y Hungría. Cuando el sur de Francia se vio amenazado por la propagación de la herejía albigense (que se expondrá más adelante), convocó una cruzada para acabar con ella por la fuerza. Asimismo, gravó al clero con el primer impuesto sobre la renta para financiar una cruzada a Tierra Santa. Sin embargo, el logro culminante de su pontificado fue la convocatoria del IV Concilio Laterano de Roma en 1215. Esta asamblea representativa de toda la Iglesia occidental definió dogmas centrales de la fe y puso más de manifiesto que nunca el liderazgo del papado dentro de la cristiandad. Ahora quedaba claro que el papa castigaba a los reyes y regía la Iglesia sin impedimentos.
Los papas del siglo XIII
El pontificado de Inocencio constituyó sin duda el cenit de la monarquía papal, pero también sembró algunas semillas de su ruina futura. Inocencio fue capaz de administrar los Estados Pontificios y buscar nuevas fuentes de ingresos sin que pareciera comprometer la dignidad espiritual de su cargo, pero sus sucesores que siguieron esa misma política tuvieron menor estatura y, de este modo, empezaron a presentarse más como gobernantes codiciosos comunes. Además, como los Estados Pontificios limitaban con el reino de Sicilia, los sucesores de Inocencio entraron en conflicto con el soberano vecino, que no era otro que Federico II. Inocencio lo había elevado al trono sin imaginarse que más tarde se convertiría en un rival inveterado del poder papal en Italia.
Al principio, este y otros problemas no resultaron plenamente patentes. Los papas del siglo XIII continuaron aumentando sus poderes y centralizando el gobierno de la Iglesia. Consolidaron de forma gradual su derecho a nombrar candidatos para los puestos eclesiásticos altos y bajos, y reafirmaron su control sobre el plan de estudios y la doctrina que se impartían en la Universidad de París. Pero también acabaron implicándose en una prolongada lucha política que llevó a su desaparición como poder temporal. Esta lucha comenzó con el intento de los papas de destruir a Federico II. Hasta cierto punto, actuaban en defensa propia, puesto que el emperador amenazaba su poder en el centro de Italia, pero al combatirlo se excedieron en el empleo de sus armas espirituales. En lugar de limitarse a excomulgar y deponer a Federico, también reclamaron una cruzada en su contra, y fue la primera vez que se hizo por objetivos ostensiblemente políticos.
Tras la muerte de Federico en 1250, una serie de papas cometieron un error aún mayor al renovar y mantener la cruzada contra todos los herederos del emperador, a quienes llamaban «la camada de la víbora». Para llevar a cabo esta cruzada se ocuparon de recaudar fondos y buscaron como adalid militar a un miembro menor de la casa real francesa, Carlos de Anjou. Pero Carlos ayudó a los papas sólo por el motivo puramente político de hacerse con el reino de Sicilia, lo que consiguió en 1268 al derrotar al último heredero masculino de Federico II. Pero gravó al reino con unos impuestos tan elevados que los sicilianos se alzaron en revuelta en 1282 y ofrecieron su corona al rey de Aragón, que se había casado con la nieta de Federico II. De este modo, el rey de Aragón entró en el ruedo italiano y estuvo a punto de quedarse con el antiguo reino de Federico. Para impedirlo, Carlos de Anjou y el papa reinante persuadieron al rey de Francia —entonces Felipe III (1270-1285)— para que se embarcara en una cruzada contra Aragón, que fue un fracaso terrible y durante la cual murió Felipe III. Como consecuencia de estos acontecimientos, el hijo heredero del rey francés, Felipe IV, resolvió alterar la política a favor del papado. Por aquel entonces Francia había llegado a ser tan fuerte que tal decisión resultó funesta; además, al hacer un mal uso de la institución de la cruzada e intentar recaudar sumas cada vez mayores de dinero para apoyarla, los papas perdieron buena parte de su prestigio espiritual. En 1291 el último puesto de avanzada de los cruzados en Tierra Santa cayó sin que se le ofreciera ninguna ayuda del papado, que seguía intentando salvar su cruzada perdida contra Aragón. El jubileo de 1300 del papa Bonifacio VIII, que ofrecía indulgencia plenaria de cruzado a todo aquel que hiciera una peregrinación a Roma, fue un reconocimiento tácito de que, a partir de entonces, sería la Ciudad Eterna y no la Tierra Santa la meta central de la peregrinación cristiana.
EL DECLIVE DE LA MONARQUÍA PAPAL
El poder temporal de la monarquía papal se derrumbó por fin en el reinado de Bonifacio VIII (1294-1303), pero no todos sus problemas fueron resultado de sus actos. Su mayor obstáculo era que las monarquías nacionales habían logrado mayor lealtad de sus súbditos que el papado debido al aumento constante del poder real y la erosión del prestigio papal. Bonifacio tuvo también la mala suerte de suceder a un papa particularmente piadoso, aunque inepto, que renunció al cargo antes de un año. Como Bonifacio carecía por completo de la piedad o humildad tradicionales, el contraste puso en su contra a muchos observadores cristianos. Gobernó con autoridad y presidió el primer «jubileo» papal de Roma en 1300, lo que constituyó una demostración manifiesta pero, como los hechos señalarían, vacía de poder pontifical.
Dos disputas con los reyes de Inglaterra y Francia resultarían la perdición del papa. La primera tuvo que ver con la tributación del clero que había iniciado Inocencio III. Aunque este papa había exigido el impuesto para apoyar una cruzada y lo había recaudado él mismo, durante el siglo XIII los reyes de Inglaterra y Francia habían empezado a gravar al clero con el pretexto de que usarían los fondos para ayudar a los papas en futuras cruzadas a Tierra Santa o contra los Hohenstaufen. Después, al finalizar el siglo, los reyes comenzaron a imponer sus impuestos bélicos al clero sin pretexto alguno. Resulta comprensible que Bonifacio tratara de prohibir este paso, pero pronto descubrió que había perdido el respaldo tanto del clero inglés como del francés. Así pues, cuando los reyes ofrecieron resistencia, tuvo que echarse atrás.
La segunda disputa de Bonifacio fue con el rey Felipe IV de Francia, quien desafió a propósito al papa al pretender juzgar a un obispo francés por traición, lo que suponía una violación de las protecciones del derecho canónico para el clero. Como en la lucha previa entre Gregorio VII y Enrique IV de Alemania, a continuación hubo una enconada propaganda bélica, pero esta vez casi nadie escuchó al papa. Por su parte, Felipe forzó absurdas acusaciones de herejía contra Bonifacio y envió a sus subalternos a detenerlo para llevarlo a juicio. En 1303, en la residencia papal de Anagni, Bonifacio, que ya era septuagenario, fue capturado y maltratado por las fuerzas de Felipe. Aunque al final lo rescataron los habitantes de la localidad, la impresión que le causaron estos acontecimientos fue excesiva para la precaria fortaleza del anciano, que murió un mes después. Pero Felipe siguió aprovechando su ventaja y obligó al nuevo papa, Clemente V, no sólo a justificar su ataque, sino a agradecerle públicamente su celosa defensa de la fe católica. A partir de entonces desapareció cualquier vestigio de independencia papal con respecto a los intereses de la monarquía francesa. Durante los setenta años siguientes, los papas no residirían en Roma, sino en Aviñón, en los límites del reino de Francia; y el papado se llegaría a considerar en la práctica un peón de los intereses diplomáticos franceses.
La humillante derrota del papa Bonifacio VIII a manos del rey Felipe de Francia ilustra la enorme brecha que ya se había abierto en 1300 entre la retórica y la realidad del poder papal. Aunque Bonifacio continuó reclamando la autoridad espiritual y temporal sobre la cristiandad al declarar que los reyes gobernaban por la «voluntad y el consentimiento» de la Iglesia, en realidad la monarquía papal ejercía ahora su autoridad por la voluntad y el consentimiento de los reyes. El aumento del nacionalismo, combinado con la complejidad creciente de la justicia real, el sistema fiscal real y la propaganda real, había desplazado el equilibrio de poder en Europa de manera decisiva hacia el estado y lejos de la Iglesia. Los europeos no eran menos religiosos que antes, sino todo lo contrario, pero desde finales del siglo XIII los cristianos piadosos mirarían cada vez más hacia el estado y no hacia el papado para que encabezara campañas de mejora moral y espiritual dentro de sus territorios. Tras ciento cincuenta años, durante los que la naturaleza religiosa de la autoridad real se había socavado de manera constante, los reyes de finales del siglo XIII estaban comenzando a restaurar su lustre sagrado. Esta tendencia continuaría durante la Baja Edad Media y no desaparecería hasta el siglo XVII, al final de cien años de guerras religiosas causadas por la Reforma protestante. Sólo entonces quedarían firmemente instauradas como principios fundamentales de la vida europea las distinciones entre religión y política que había establecido la querella de las investiduras.
El movimiento de reforma papal encabezado por el papa Gregorio estimuló un renacimiento religioso por dos razones. Una fue que la campaña para depurar la Iglesia obtuvo un éxito más que suficiente: los laicos podían respetar más al clero y muchos sintieron la vocación de unirse a él. Según un cálculo fiable, la cantidad de personas que entraron en órdenes monásticas en Inglaterra se multiplicó por diez entre 1066 y 1200, y esta cifra no incluye el aumento de sacerdotes. La otra razón por la que la labor de Gregorio VII en particular ayudó a inspirar un renacimiento fue que apeló de forma explícita a los laicos para que le ayudaran a corregir a sus sacerdotes. En cartas de gran poder propagandístico denunció los pecados de los «sacerdotes fornicadores» (refiriéndose en realidad a los casados) e instó a los laicos a arrojarlos de los púlpitos o boicotear sus oficios religiosos. No resulta sorprendente que desencadenara una especie de movimiento de vigilancia en muchas partes de Europa. Esta excitación, aunada con el hecho de que la lucha papal con Enrique IV fue el primer acontecimiento europeo de interés universal, aumentó con creces el compromiso religioso. Hasta 1050, aproximadamente, la mayoría de los europeos occidentales eran cristianos de nombre, pero desde el período gregoriano el cristianismo se fue convirtiendo en un ideal y una práctica que comenzaron a regir realmente las vidas humanas.
CISTERCIENSES Y CARTUJOS
Una de las manifestaciones más visibles de la nueva piedad fue la propagación del movimiento cisterciense en el siglo XII. En torno a 1100, ninguna forma de monacato benedictino se antojaba plenamente satisfactoria a los aspirantes a la santidad que buscaban un gran ascetismo y, sobre todo, una «interioridad» intensa: examen de conciencia inexorable y esfuerzo meditativo hacia el conocimiento de Dios. El resultado fue la fundación de nuevas órdenes para proporcionar una expresión plena de idealismo monástico. Una de ellas fue la orden cartuja, a cuyos monjes se les requería vivir en celdas separadas, abstenerse de comer carne y ayunar tres días a la semana a pan, agua y sal. Los cartujos no pretendieron nunca atraer a mucha gente y, por tanto, se mantuvieron como un grupo reducido. Pero no cabe afirmar lo mismo de los cistercienses, monjes que se organizaron por primera vez hacia 1100 y que pretendían seguir la regla benedictina del modo más puro y austero posible. Para evitar las tentaciones mundanas, fundaron nuevos monasterios en bosques y eriales lo más alejados posible de la civilización. Evitaron toda la decoración eclesiástica innecesaria y los utensilios ostentosos, abandonaron el énfasis cluniacense en la liturgia elaborada, optaron por una oración más contemplativa y privada, y se comprometieron seriamente con el duro trabajo manual. Bajo el liderazgo carismático de san Bernardo de Clairvaux (1090-1153), predicador persuasivo, escritor brillante y la personalidad religiosa europea más influyente de su época, la orden cisterciense creció de manera exponencial. En 1115 no existían más que cinco casas, pero en 1153 ya habían pasado a ser no menos de 343. Este crecimiento no sólo significó que muchos hombres se hicieran monjes, sino también que muchos seglares piadosos donaran fondos y tierras para sostener los nuevos monasterios.
Al tiempo que cada vez entraba más gente en los nuevos monasterios o los patrocinaba, la naturaleza del credo religioso y la devoción estaban cambiando. Uno de los muchos ejemplos fue la separación del culto a los santos para resaltar la adoración a Jesús y la veneración a la Virgen María. En la nueva orden cisterciense, la veneración a las reliquias de los santos se reemplazó con la concentración en la eucaristía o el sacramento de la Cena del Señor. Por supuesto, la celebración de la eucaristía siempre había sido una parte importante de la fe cristiana, pero hasta el siglo XII no se convirtió en central, pues sólo entonces los teólogos elaboraron plenamente la doctrina de la transustanciación. Según esta doctrina, durante la misa, el sacerdote colabora con Dios en la realización de un milagro por el cual el pan y el vino del altar se cambian o «transustancian» en el cuerpo o la sangre de Cristo. El fervor popular por la eucaristía se hizo tan grande en el siglo XII que se inició entonces la práctica de elevar el pan consagrado, u hostia, para que toda la congregación pudiera verlo. La nueva teología de la Eucaristía mejoró con creces la dignidad del sacerdote, además de fomentar la meditación de los fieles sobre los sufrimientos de Cristo. Como resultado, muchos desarrollaron un intenso sentido de identificación con Cristo e intentaron imitar su vida de maneras diferentes.
EL CULTO A LA VIRGEN MARÍA
En el siglo XII, la veneración a la Virgen María ocupó el segundo lugar junto al culto renovado a Cristo, hecho sin precedentes, pues hasta entonces apenas había sido honrada en la Iglesia occidental. No está del todo claro por qué la veneración a la Virgen se hizo tan acusada en esa época, pero sea cual fuere la explicación, lo cierto es que su culto floreció por toda Europa occidental. Los cistercienses la convirtieron en su santa patrona, san Bernardo hablaba constantemente de su vida y virtudes, y casi todas las catedrales nuevas se consagraron a ella: estaban Notre-Dame («Nuestra Señora») de París y también una Notre-Dame en Chartres, Rheims, Amiens, Rouen, Laon y muchos otros lugares. El papel teológico de María era el de intercesora ante su hijo por la salvación de las almas humanas. Se sostenía que María era la madre de todos, un recipiente infinito de gracia que instaba a la salvación incluso de los pecadores, siempre que la amaran y al final se arrepintieran. Circulaban numerosos relatos sobre supuestos depravados que se salvaron porque veneraban a María, quien habló por ellos en la hora de la muerte.
El significado del nuevo culto era múltiple. Por primera vez se concedía a una mujer un papel central y honroso en la religión cristiana. Los teólogos seguían enseñando que el pecado había entrado en el mundo a través de Eva, la primera mujer, pero ahora lo contrarrestaban explicando cómo el triunfo sobre el pecado había llegado a través de María, quien alumbró a Cristo, el segundo Adán. Los artistas y escritores que retrataban a María también eran capaces de concentrarse en la feminidad y escenas de ternura humana y vida familiar, lo que contribuyó en buena medida a una suavización general del estilo artístico y literario. Pero tal vez lo más importante fuera que el surgimiento del culto a María estuvo estrechamente asociado con un aumento general de la esperanza y el optimismo en el Occidente del siglo XII.
Hildegarda de Bingen
No fue sólo una mujer, María, quien obtuvo un papel particularmente importante en el culto religioso del siglo XII; también unas cuantas mujeres vivas gozaron de gran autoridad religiosa. La más famosa e influyente fue la monja y visionaria alemana Hildegarda de Bingen (1098-1179). Las descripciones que realizó de sus visiones religiosas, dictadas en prosa latina expresiva y original, resultaban tan atrayentes que los contemporáneos no dudaron en creer que estaba directamente inspirada por Dios. Por consiguiente, cuando el papa visitó Alemania, le concedió su bendición, y los dirigentes religiosos y seculares buscaron su consejo. Hildegarda escribió también sobre otros temas, como la farmacología y la medicina para las mujeres. También compuso cantos religiosos cuya belleza se ha vuelto a descubrir en tiempos recientes.
EL RETO DE LA HEREJÍA POPULAR
A veces el gran entusiasmo religioso del siglo XII traspasó los límites aprobados por la Iglesia. Después de que Gregorio VII hubiera apelado a los laicos para que le ayudaran a disciplinar a su clero, era difícil controlar su entusiasmo. A medida que avanzó el siglo XII y la monarquía papal se concentró en fortalecer su administración legal y financiera, algunas personas empezaron a preguntarse si la Iglesia, que en otro tiempo había sido tan estimulante, no había comenzado a perder de vista sus metas idealistas. Otra dificultad fue que el creciente énfasis en los poderes milagrosos de los sacerdotes tendió a inhibir el papel religioso de los laicos y a colocarlos en una nítida posición de inferioridad espiritual. Como resultado, en la segunda mitad del siglo XII, movimientos de herejía popular a gran escala barrieron Europa occidental por primera vez en su historia.
Las dos principales herejías del siglo XII fueron el catarismo y el valdismo. Los cátaros, cuya fortaleza se concentraba en el norte de Italia y el sur de Francia, creían que toda la materia había sido creada por un principio del mal y que la santidad requería prácticas ascéticas extremas. Algunos cátaros llegaban a sostener que había dos dioses, uno bueno y otro malo; que el mundo creado estaba en poder del dios malo, y que la gente espiritual debía intentar escapar de él. Tales enseñanzas estaban en pugna con el cristianismo, pero aun así la mayoría de los cátaros se creían cristianos. Las mujeres nobles del sur de Francia desempeñaron un papel crucial en la expansión del catarismo al cobijar a los predicadores itinerantes de la secta y convertir sus hogares a la nueva fe.
Más característico de la disensión religiosa del siglo XII fue el valdismo, movimiento que se originó en la ciudad francesa de Lyón y se propagó hacia el sur de Francia, el norte de Italia y Alemania. Los valdenses eran laicos que deseaban imitar la vida de Cristo y los apóstoles en su plenitud. Por tanto, traducían y estudiaban los Evangelios y llevaban una vida de pobreza y predicación. Como los primeros valdenses no atacaban ninguna doctrina católica, al principio la jerarquía eclesiástica no interfirió. De hecho, tal vez se los considerara un contramovimiento ante el catarismo. Pero el papado les prohibió predicar sin autorización y los condenó por herejía cuando se negaron a obedecer. En ese momento se hicieron más radicales y comenzaron a crear una Iglesia alternativa, que, según ellos, ofrecía la única vía para la salvación.
Cuando Inocencio III se convirtió en papa en 1198, se enfrentó con un serio desafío de las herejías proliferantes. Su respuesta doble fue decisiva y aciaga para el futuro de la Iglesia. Por una parte, resolvió aplastar toda desobediencia a la autoridad papal, pero, por otra, decidió apoyar a los grupos religiosos idealistas que estuvieran dispuestos a aceptar la obediencia. De este modo, la monarquía papal podía protegerse sin frustrar toda la espiritualidad dinámica dentro de la Iglesia.
Para acabar con el catarismo, Inocencio autorizó a los nobles del norte de Italia a lanzar una cruzada contra los nobles franceses del sur que habían permitido el florecimiento de la herejía dentro de sus territorios. La «cruzada albigense», como se conoce esta expedición, se convirtió pronto en una guerra de conquista que llevó a la desposesión de miles de terratenientes del sur a manos de los invasores del norte. Pero logró destruir buena parte de la infraestructura organizativa que había apoyado al catarismo. El papado no se contentó con esta victoria y fomentó procesamientos inquisitoriales para erradicar a los herejes que quedaban. A partir de 1252 se permitió la tortura en esos juicios. A los herejes convictos se los sentenciaba a penas severas e incluso algunos fueron quemados en la hoguera. Se adoptaron procedimientos similares contra los valdenses, pero con menor éxito. A comienzos del siglo XIV se había acabado con el catarismo, pero hasta el siglo XVII sobrevivirían pequeños grupos de valdenses, sobre todo en las regiones montañosas de Suiza y el sur de Alemania.
Otro aspecto del programa de Inocencio fue dictar nuevas doctrinas religiosas que resaltaban la posición especial de los sacerdotes y la jerarquía eclesiástica. Así pues, en el IV Concilio Laterano de 1215 reafirmó la doctrina de que los sacramentos administrados por la Iglesia eran los medios indispensables para procurar la gracia de Dios y que nadie podía salvarse sin ellos. Los decretos del Concilio Laterano destacaron dos sacramentos: la eucaristía y la penitencia. Se definió formalmente la doctrina de la transustanciación. Se requirió a todos los católicos —y se les sigue requiriendo— que confesaran sus pecados a un sacerdote y luego recibieran la eucaristía al menos una vez al año. El concilio promulgó también otras definiciones doctrinales y medidas disciplinarias que se oponían a la herejía y afirmaban la dignidad singular del clero.
FRANCISCANOS Y DOMINICOS
Como ya se ha señalado, la otra cara de la política de Inocencio fue apoyar los movimientos idealistas obedientes dentro de la Iglesia. Los más importantes eran las nuevas órdenes de frailes, los dominicos y los franciscanos. Los frailes se parecían a los monjes en que hacían votos de seguir una regla, pero diferían mucho en su conducta práctica. Sobre todo, no se retiraban de la sociedad a monasterios, sino que imitaban la vida de Jesús y sus apóstoles, vagando por los pueblos y el campo en pequeños grupos, predicando y ofreciendo guía espiritual. También aceptaban la pobreza voluntaria y pedían para subsistir. En estos aspectos se asemejaban a los herejes valdenses, pero profesaban una obediencia inequívoca al papa y se proponían combatir la herejía.
La orden dominica, fundada por el español santo Domingo (1170-1221) y aprobada por Inocencio III en 1216, se dedicaba en particular a la lucha contra la herejía, así como a la conversión de judíos y musulmanes. Al principio los dominicos esperaban alcanzar estos fines mediante la predicación y el debate público, y por ello se orientaron a la preparación intelectual. Muchos miembros de la orden obtuvieron puestos de enseñanza en las incipientes universidades europeas y contribuyeron mucho al desarrollo de la filosofía y la teología. El pensador más influyente del siglo XIII, santo Tomás de Aquino, fue un dominico que dedicó una de sus principales obras teológicas a la conversión de los «gentiles» (es decir, de todos los no cristianos). Los dominicos tuvieron siempre fama de instruidos, pero también llegaron a creer que la mejor forma de controlar a los herejes pertinaces eran los procedimientos legales. En consecuencia, se convirtieron en los principales administradores medievales de los juicios inquisitoriales.
En sus orígenes, la orden franciscana era totalmente diferente de la dominica, se caracterizaba menos por su compromiso con la doctrina y la disciplina, y más por un sentimiento de fervor emocional. Mientras santo Domingo y sus primeros seguidores eran sacerdotes ordenados autorizados a predicar por su cargo, el fundador de los franciscanos, el italiano san Francisco de Asís (1182-1226), era un seglar que al principio se comportó como un rebelde social y un hereje. Hijo de un rico comerciante, acabó sintiéndose insatisfecho con los valores materiales de su padre y determinó convertirse en siervo de los pobres. Regaló todas sus pertenencias, se despojó de sus ropas en público, se puso los andrajos de un mendigo y, sin aprobación oficial, comenzó a predicar la salvación en las plazas de los pueblos y a cuidar de los marginados en los rincones más lúgubres de las ciudades italianas. Imitaba rigurosamente la vida de Cristo y mostraba indiferencia por la doctrina, la forma y la ceremonia, salvo en la veneración al sacramento de la eucaristía. Pero sí deseaba obtener el respaldo del papa. Un día de 1209 apareció en Roma con un pequeño grupo de seguidores desharrapados para pedir que Inocencio III aprobara una «regla» primitiva que era poco más que un conjunto de preceptos evangélicos. Cualquier otro papa habría rechazado al seglar Francisco como anarquista religioso irremediablemente quimérico, pero como estaba dispuesto a profesar obediencia, Inocencio tuvo la genialidad de aprobar su regla y concederle permiso para predicar. Con el apoyo papal, la orden franciscana se propagó y, aunque poco a poco se hizo más «civilizada» al conceder importancia a la estabilidad administrativa y la formación doctrinal de todos sus miembros, continuó especializándose en la predicación evangélica al aire libre y ofreciendo un modelo de «vida apostólica» dentro de un marco ortodoxo. De este modo, Inocencio III logró aprovechar una nueva fuerza vital que le ayudaría a mantener un sentimiento de entusiasmo religioso dentro de la Iglesia.
Hasta finales del siglo XIII los franciscanos y los dominicos trabajaron juntos con la monarquía papal en una relación de apoyo mutuo. Los papas ayudaron a los frailes a establecerse por Europa y a menudo les permitieron infringir los deberes de los párrocos. Por su parte, los frailes combatieron la herejía, ayudaron a predicar las cruzadas papales, realizaron una labor misionera activa y llevaron a cabo misiones especiales para los pontífices. Y sobre todo, mediante la fuerza de su ejemplo y la predicación enérgica, ayudaron a mantener la intensidad religiosa durante el siglo XIII.
El éxito de los franciscanos y los dominicos en combatir el atractivo de los movimientos heréticos constituyó una gran victoria para la Iglesia, pero no bastó para que se sintiera segura de su dominio sobre los pueblos de Europa. Muy al contrario, pese a estos triunfos sobre los cátaros y los valdenses, los procesos inquisitoriales de la Iglesia prosiguieron, descubriendo herejes incluso donde no los había.
JUDÍOS Y CRISTIANOS
Asimismo, aumentó la preocupación de la Iglesia por la amenaza que creía que suponían los judíos para la fe de los cristianos, pese al hecho de que en 1300 la persecución y los impuestos explotadores ya habían conseguido que las comunidades judías fueran más pequeñas y débiles que en 1150. Aunque la Iglesia nunca aprobó de manera oficial las fantasías más desenfrenadas del antisemitismo popular, tampoco hizo mucho por combatirlas. Como resultado, en 1300 muchos cristianos corrientes habían llegado a creer que los judíos que vivían entre ellos eran nada menos que agentes de Satanás que se dedicaban a crucificar a niños cristianos, consumían sangre cristiana y profanaban el cuerpo de Cristo en la eucaristía. El fracaso de las campañas organizadas para convertir a los judíos al cristianismo se sumó a la impresión entre los cristianos de que había algo demoníaco en la continuada presencia judía en la sociedad cristiana. Los relatos fantasiosos sobre la riqueza de los judíos añadieron un elemento económico al desarrollo del antisemitismo en la sociedad europea, al igual que el hecho de que en Europa, durante buena parte del siglo XIII, muchos judíos se ganaban la vida como prestamistas.
A lo largo de todo el siglo XIII la Iglesia había colaborado con los reyes para imponer cada vez más restricciones a la vida judía. Sin embargo, desde finales de la década de 1280, los reyes empezaron a expulsar a sus súbditos judíos de sus reinos: en 1288, del sur de Italia; en 1290, de Inglaterra, y en 1306, de Francia. Hubo más expulsiones durante el siglo XIV en la Renania y en 1492 en España. En 1500 sólo Italia y Polonia seguían conservando poblaciones judías considerables, que sobrevivirían hasta el Holocausto nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Los principales logros intelectuales de la Alta Edad Media fueron de cuatro tipos relacionados pero diferentes: la expansión de la educación primaria y la literatura profana; el origen y la extensión de las universidades; la adquisición del saber clásico y musulmán, y el desarrollo de nuevas ideas filosóficas y teológicas. Uno solo de estos logros habría bastado para que la Alta Edad Media ocupara un puesto señalado en la historia de la erudición occidental; tomados en su conjunto, marcan el inicio de una era en la historia intelectual de Europa que duraría hasta la revolución científica del siglo XVII.
EL CRECIMIENTO DE LAS ESCUELAS
Hacia el año 800 Carlomagno ordenó que se establecieran escuelas primarias en cada obispado y monasterio de su reino. Aunque resulta dudoso que su orden se cumpliera al pie de la letra, se fundaron muchas escuelas durante el período carolingio, aunque más adelante las invasiones vikingas pusieron en peligro su existencia. La educación primaria consiguió sobrevivir en algunos monasterios y catedrales, pero hasta alrededor de 1050 su extensión y calidad fueron escasas en el Occidente europeo. Sin embargo, a partir de entonces, hasta los contemporáneos mostraron su sorpresa por la rapidez con la que brotaban escuelas por toda Europa. Un monje francés escribió en 1115 que durante su infancia, en torno a 1075, había «tal escasez de maestros que casi no existía ninguno en los pueblos y apenas alguno en las ciudades», pero que en su madurez había «gran número de escuelas» y el estudio de la gramática «florecía por doquier». La renovación económica, el crecimiento de los pueblos y el surgimiento de gobiernos fuertes permitieron que los europeos se dedicaran a la educación básica como nunca antes.
El auge de la educación altomedieval fue más que un simple aumento de las escuelas, pues la naturaleza de éstas cambió, y a medida que pasó el tiempo, también lo hizo el programa de estudios y el alumnado. La primera mutación básica fue que los monasterios del siglo XII abandonaron la práctica de educar a externos. Antes los monasterios enseñaban a leer a unos cuantos alumnos privilegiados ajenos a la casa porque no había otras escuelas para ellos. Pero en el siglo XII ya existían suficientes alternativas. Los principales centros de educación europeos eran ahora las escuelas de las catedrales, situadas en las ciudades prósperas. La monarquía papal apoyó con vigor este cambio; en 1179 ordenó que todas las catedrales reservaran ingresos para un maestro de escuela, que entonces instruiría a todo el que lo deseara, rico o pobre, sin pagar matrícula. El papado estaba en lo cierto al creer que esta medida aumentaría el número de clérigos bien instruidos y administradores potenciales.
Al principio, las escuelas catedralicias existieron casi en exclusiva para la formación elemental de los sacerdotes, con un plan de estudios diseñado para enseñar sólo la alfabetización necesaria para llevar a cabo los oficios religiosos básicos de la iglesia. Pero poco después de 1100 el plan de estudios se amplió cuando el crecimiento de los gobiernos eclesiásticos y seculares creó una demanda creciente de funcionarios instruidos que tenían que saber algo más que leer unas cuantas oraciones. Comenzó a inculcarse un conocimiento completo de la gramática y composición latinas, basado en el estudio de autores romanos clásicos como Cicerón y Virgilio. Algunas escuelas empezaron a centrarse también en el estudio de la filosofía, en particular la lógica, por lo que recurrieron de nuevo a autores clásicos como Aristóteles y Porfirio. Este nuevo interés por los textos literarios y filosóficos clásicos ha llevado a los estudiosos a referirse a este movimiento como el «Renacimiento del siglo XII».
Hasta 1200, aproximadamente, los alumnos que acudían a las escuelas urbanas, en su mayoría, continuaron siendo clérigos, pues incluso quienes esperaban convertirse en abogados o administradores y no en sacerdotes solían encontrar ventajoso tomar las órdenes eclesiásticas. Pero después entraron más pupilos que no formaban parte del clero ni pretendían hacerlo. Algunos eran los hijos de las clases superiores que comenzaban a considerar la alfabetización un distintivo de posición; otros eran futuros notarios (los hombres que redactaban documentos oficiales), funcionarios estatales o comerciantes que necesitaban conocimientos de letras y números para progresar en sus carreras. Lo común era que los últimos grupos no asistieran a las escuelas catedralicias sino a otras alternativas con orientación más práctica. Estas escuelas aumentaron con rapidez en el curso del siglo XIII y alcanzaron una independencia total del control eclesiástico. No sólo sus alumnos eran laicos, sino también, por regla general, sus profesores. A medida que pasó el tiempo, la instrucción dejó de impartirse en latín como había sido la norma hasta entonces y se ofreció en las lenguas vernáculas. No obstante, las escuelas continuaron siendo estrictamente masculinas. Algunas mujeres seglares obtuvieron una educación elevada, pero la recibían en casa, impartida por tutores privados.
El ascenso de la educación fue un avance de enorme importancia en la historia europea occidental. Cuando la Iglesia perdió el monopolio educativo, el aprendizaje se hizo más secular en orientación y objetivos. Los laicos podían seguir nuevas líneas de indagación no religiosas; de manera gradual, la cultura europea se volvió más independiente de la religión y del tradicionalismo asociado con ésta que ninguna otra cultura en el mundo. El crecimiento de las escuelas llevó asimismo a un enorme aumento de la alfabetización entre los laicos. En 1340, cerca del 40 por ciento de la población florentina sabía leer; a finales del siglo XV, en torno al 40 por ciento de la población total de Inglaterra también estaba alfabetizada. (Estas cifras incluyen a las mujeres, a quienes por lo general enseñaban a leer, en el hogar y no en las escuelas, tutores pagados o miembros femeninos de la familia.) Cuando consideramos que hacia 1050 la alfabetización estaba casi por completo limitada al clero y que los alfabetizados comprendían menos del 1 por ciento de la población de Europa occidental, podemos apreciar que había ocurrido una revolución impresionante. Sin ella habrían resultado inconcebibles muchos otros logros europeos.
EL ASCENSO DE LAS UNIVERSIDADES
El surgimiento de las universidades formó parte del mismo auge altomedieval de la educación. En su origen fueron instituciones que ofrecían instrucción en estudios avanzados que no podían seguirse en las escuelas catedralicias medias: las artes liberales avanzadas y los estudios profesionales de derecho, medicina y teología. La primera universidad italiana fue la de Bolonia, institución que cobró forma durante el curso del siglo XII. Aunque en ella se enseñaban artes liberales, su mayor prominencia desde sus orígenes en el siglo XII hasta el final de la Edad Media fue como centro principal de Europa para el estudio del derecho. Al norte de los Alpes, la primera y más prestigiosa universidad fue la de París, que comenzó como escuela catedralicia, al igual que muchas otras, pero que en el siglo XII se convirtió en un centro reconocido de la vida intelectual del norte. Una razón para ello fue que los estudiosos encontraban allí las condiciones necesarias de paz y estabilidad que proporcionaba el reino francés cada vez más poderoso; otra, que abundaba el alimento porque la zona era rica en producción agrícola; la tercera fue que la escuela catedralicia de París en la primera mitad del siglo XII se enorgullecía de contar con el profesor más carismático y polémico de la época, Pedro Abelardo (1079-1142). Abelardo atraía grandes cantidades de alumnos de todas partes de Europa. Según un relato apócrifo de la época, era un profesor tan interesante que cuando le prohibieron enseñar en tierras francesas por su posturas polémicas, se subió a un árbol y sus alumnos se congregaron debajo para escuchar su conferencia; cuando le prohibieron enseñar desde el aire, comenzó a dar clase desde una barca y los alumnos acudieron en masa a las orillas a escucharlo. Como resultado de su fama, otros muchos profesores se asentaron en París y comenzaron a ofrecer una instrucción mucho más avanzada y variada que la impartida en otras escuelas catedralicias francesas. En 1200 la escuela de París ya se estaba convirtiendo en una universidad que se especializó en artes liberales y teología. Por aquel entonces, Inocencio III, que había estudiado en París, llamó a la escuela «el horno que cuece el pan para el mundo entero».
Hay que destacar que la institución de la universidad fue realmente una invención medieval. El término «universidad» significaba corporación o gremio. Todas las universidades medievales eran corporaciones de profesores o estudiantes, organizadas como los restantes gremios para proteger sus intereses y derechos. Pero poco a poco la palabra «universidad» cobró el sentido de institución educativa con una escuela de artes liberales y una o más facultades de derecho, medicina y teología. Bolonia y París se establecieron antes de 1200. Durante el siglo XIII se fundaron o se concedió un reconocimiento formal a instituciones tan famosas como Oxford, Cambridge, Montpellier, Salamanca y Nápoles.
Había dos modelos diferentes a los que se ajustaban todas las universidades de la Europa medieval. En Italia, España y el sur de Francia, se seguía en general el modelo de la Universidad de Bolonia, en el que los mismos alumnos constituían la corporación. Contrataban a los profesores, pagaban sus sueldos y los multaban o despedían por descuidar sus deberes o impartir una instrucción deficiente. Las universidades del norte de Europa seguían el modelo de París, que no era un gremio de estudiantes, sino de profesores. Incluían cuatro facultades —artes, teología, derecho y medicina—, encabezada cada una por un decano. En la gran mayoría de las universidades del norte, las artes y la teología eran las ramas principales de estudio. Antes del término del siglo XIII, se establecieron colegios separados dentro de la Universidad de París. El colegio original no era más que una casa dotada de fondos para alumnos pobres, pero acabaron convirtiéndose en centros de instrucción además de residencias. Aunque la mayoría de los colegios de este tipo ha desaparecido de Europa, las universidades de Oxford y Cambridge aún conservan el modelo de organización federal copiado de París. Los colegios que las componen son unidades educativas semiindependientes.
La mayor parte de nuestras titulaciones modernas, así como nuestra organización universitaria, se deriva del sistema medieval, pero los programas de estudio han sufrido una enorme alteración. Ningún plan de la Edad Media incluía historia ni nada parecido a las ciencias sociales modernas. Se asumía que el alumno medieval dominaba la gramática latina antes de entrar en la universidad, pues la aprendía en las escuelas primarias o «gramáticas». Después de la admisión —limitada a alumnos masculinos—, se le requería que pasara unos cuatro años estudiando las artes liberales básicas, lo que significaba efectuar una labor avanzada en gramática y retórica latinas, así como dominar las reglas de la lógica. Si aprobaba los exámenes, recibía el título preliminar de baccalaureus artium (bachiller en artes), que no le confería una distinción fuera de lo común. Para asumir un lugar en la vida profesional tenía que dedicar entonces años adicionales a la consecución de un título superior, como el de magister artium (maestro en artes) o doctor en derecho, medicina o teología. Esto se conseguía leyendo y comentando obras antiguas reglamentarias como las de Euclides y, en especial, Aristóteles. Los requisitos para obtener los grados de doctor incluían una formación más especializada. Los necesarios para el doctorado en teología eran particularmente arduos: a finales de la Edad Media, el curso de doctorado en teología de la Universidad de París se había extendido a doce o trece años después de los cerca de ocho años que suponía obtener el grado de maestro. En sentido estricto, los títulos de doctor, incluido el de medicina, sólo conferían el derecho a enseñar, pero en la práctica las titulaciones universitarias de todos los grados obtenían un reconocimiento oficial y abrían el camino para hacer carrera fuera del mundo académico.
La vida estudiantil en las universidades medievales solía ser agitada. Muchos alumnos eran muy inmaduros, porque los estudios universitarios se solían comenzar entre los doce y los quince años. Además, todos los estudiantes universitarios creían que constituían una comunidad independiente y privilegiada, separada de la que formaban los ciudadanos de la localidad. Como los últimos intentaban obtener beneficios financieros de los estudiantes y éstos eran escandalosos por naturaleza, los alborotos y a veces las batallas campales eran frecuentes entre ambos. Pero el estudio era muy intenso. Como se hacía hincapié en el valor de la autoridad y además los libros eran prohibitivamente caros (estaban escritos a mano y sobre pergamino), el trabajo de memorización era enorme. A medida que los alumnos avanzaban en sus disciplinas, también se esperaba que desarrollaran sus destrezas en debates públicos formales, que podían llegar a ser extremadamente complejos y abstractos, e incluso durar varios días. Con todo, el dato más importante sobre los estudiantes universitarios medievales es que, desde aproximadamente 1250, fueron muchos. En el siglo XIII la Universidad de París contaba con unos siete mil alumnos, y Oxford, con unos dos mil, lo que significaba que una proporción apreciable de hombres europeos que eran más que campesinos o artesanos estaban obteniendo cierta educación en los grados más elevados.
LA RECUPERACIÓN DEL SABER CLÁSICO
La calidad de la enseñanza aumentó enormemente, al igual que el número de alumnos, debido sobre todo a la recuperación del conocimiento griego y a la asimilación de los adelantos intelectuales efectuados por los musulmanes. Como casi ningún europeo occidental sabía griego ni árabe, las obras escritas en dichas lenguas tenían que transmitirse mediante traducciones al latín, pero había pocas antes de 1140: de las muchas obras de Aristóteles, sólo se disponía de la traducción latina de unos cuantos tratados sobre lógica antes de mediados del siglo XII. Sin embargo, una explosión repentina de actividad traductora hizo accesible para los europeos occidentales casi todo el saber científico griego antiguo y árabe. Esta actividad ocurrió en España y Sicilia porque allí los cristianos vivían en estrecha proximidad con gente de lengua árabe y judíos que sabían latín y árabe, y ambos podían ayudarlos en su tarea. El resultado fue que hacia 1260 ya se disponía en latín del corpus aristotélico prácticamente completo que se conoce hoy día, así como de las obras básicas de pensadores científicos griegos tan importantes como Euclides, Galeno y Tolomeo. Aún no se conocían en Europa las obras de Platón, así como las de los poetas y dramaturgos griegos; en su mayoría, continuaron constituyendo la reserva cultural celosamente guardada de Bizancio. Pero además del pensamiento de los griegos, los eruditos occidentales llegaron a conocer los logros de los principales filósofos y científicos islámicos como Avicena y Averroes.
Una vez adquirido lo mejor del pensamiento científico y especulativo griego y árabe, Occidente fue capaz de realizar sus propios avances sobre esa base. Este progreso llegó por vías diferentes. En ciencias naturales, los occidentales pudieron progresar sin mucha dificultad en este nuevo saber porque rara vez entraba en pugna con los principios del cristianismo. Uno de los científicos más avanzados del siglo XIII fue el inglés Robert Grosseteste (c. 1168-1253), quien dominaba hasta tal punto el griego que tradujo toda la Ética de Aristóteles. También realizó avances considerables en matemática, astronomía y óptica. Formuló una elaborada explicación científica del arco iris y planteó el uso de lentes de aumento. Su principal discípulo fue Roger Bacon (c. 1214-1294), quien hoy es más famoso que su maestro porque parece que predijo los automóviles y las máquinas voladoras. En realidad, Bacon no tenía un interés real por la maquinaria, pero sí continuó la labor de Grosseteste en óptica al analizar, por ejemplo, otras propiedades de las lentes, la velocidad de la luz y la naturaleza de la visión humana. Grosseteste, Bacon y algunos de sus discípulos de la Universidad de Oxford sostenían que el conocimiento natural era más seguro cuando se basaba en el testimonio sensorial que cuando descansaba en la razón abstracta. En este sentido, cabe considerarlos los primeros precursores de la ciencia moderna, si bien hay que establecer la salvedad importante de que no realizaron ningún experimento de laboratorio real.
EL ESCOLASTICISMO
El encuentro altomedieval entre la filosofía griega y árabe con la fe cristiana es básicamente el relato del surgimiento del escolasticismo. Esta palabra puede definirse de muchos modos. En su origen, escolasticismo significaba solamente el método de enseñanza y aprendizaje seguido en las escuelas medievales: sistemático en extremo, además de muy respetuoso con la autoridad. No obstante, no sólo era un método de estudio, sino también una visión del mundo. Como tal, enseñaba que había una compatibilidad fundamental entre el saber que los humanos podían alcanzar de forma natural —esto es, por la experiencia o la razón— y las enseñanzas impartidas por la revelación divina. Puesto que los eruditos medievales creían que los griegos eran los maestros del conocimiento natural y que la revelación se hallaba en la Biblia, el escolasticismo, por consiguiente, era la teoría y la práctica de conciliar la filosofía clásica con la fe cristiana.
Pedro Abelardo
Uno de los pensadores más importantes que allanaron el camino para el escolasticismo sin ser todavía un escolástico pleno fue el tempestuoso Pedro Abelardo, que vivió en París y sus alrededores en la primera mitad del siglo XII. Probablemente fue el primer europeo occidental que se propuso a sabiendas forjarse una carrera como intelectual (y no limitarse a ser un clérigo que de paso enseñaba, o un maestro de escuela que no tenía la meta de ampliar el conocimiento), y además era tan versado en la lógica que incluso de estudiante eclipsó con facilidad a los expertos de su época que tuvieron la mala suerte de ser sus maestros. Tal vez otros se habrían mostrado discretos acerca de su superioridad, pero Abelardo se vanagloriaba de humillar sin ambages a sus mayores en el debate público, con lo que se ganó muchos enemigos. Para complicar más las cosas, en 1118 sedujo a una brillante joven, Eloísa, a quien daba clases particulares. Cuando Eloísa se quedó embarazada, Abelardo, en contra de los deseos de la joven, se casó con ella, pero ambos decidieron mantener el matrimonio en secreto por el bien de su carrera. Este hecho encolerizó al tío de Eloísa, porque pensó que Abelardo planeaba abandonarla y vengó el honor familiar haciendo que lo castraran. Después de buscar refugio como monje, Abelardo presenció en seguida cómo sus enemigos lograban su primera condena por herejía. Todavía incansable y pendenciero, no encontró solaz en el monacato y después de pelearse y romper con los monjes de dos comunidades diferentes, regresó a la vida mundana y trabajó como maestro en París aproximadamente de 1132 a 1141, años que constituyeron la cima de su carrera. Pero en 1141 volvieron a acusarlo de herejía, esta vez debido al influyente san Bernardo, y un consejo eclesiástico lo condenó. No mucho después el perseguido pensador abjuró y en 1142 murió en el retiro.
Abelardo relató muchos de estos juicios en una carta llamada Historia de mis calamidades, una de las primeras autobiografías escritas en Occidente desde las Confesiones de san Agustín. En la primera lectura esta obra resulta atípicamente moderna porque el autor parece desafiar la virtud cristiana medieval de la humildad vanagloriándose de manera constante. Pero Abelardo no escribió de sus calamidades para alardear, sino que su intención principal era moralizar acerca de cómo le habían castigado con justeza por su «lujuria» mediante la pérdida de aquellas partes que habían «pecado» y por su orgullo quemando sus escritos tras la primera condena. Puesto que Abelardo instaba al examen de conciencia intenso y al análisis de los motivos humanos en un tratado ético titulado Conócete a ti mismo, lo más acertado parece concluir que nunca pretendió recomendar el egotismo, sino que fue uno de los varios pensadores prominentes del siglo XII (entre los que irónicamente se incluye su enemigo mortal san Bernardo) que pretendió hacer inventario de la personalidad humana valiéndose de la introspección personal.
Las mayores contribuciones de Abelardo al desarrollo del escolasticismo las realizó en Sic et non (Si y no) y en varias obras teológicas originales. En la primera preparó el camino para el método escolástico reuniendo un grupo de declaraciones de los padres de la Iglesia que hablaban en sentidos contradictorios de ciento cincuenta cuestiones teológicas. Se llegó a pensar que Abelardo lo había hecho para poner en un brete a la autoridad, pero no era así: lo que pretendía era iniciar un proceso de estudio meticuloso por el cual pudiera demostrarse que la Biblia era infalible y que las restantes autoridades, pese a todas las apariencias de lo contrario, estaban de acuerdo. Los escolásticos posteriores seguirían su método de estudiar la teología planteando preguntas fundamentales y reuniendo las respuestas ofrecidas en los textos autorizados. Abelardo no proponía ninguna solución propia en Sic et non, pero sí comenzó a hacerlo en sus escritos teológicos originales, en los que propugnaba tratar la teología como una ciencia, estudiándola del modo más completo posible y aplicándole las herramientas de la lógica, en la que era un maestro. Ni siquiera se amilanó al aplicar la lógica al misterio de la Trinidad, por uno de cuyos excesos fue condenado. Pedro Abelardo fue uno de los primeros en intentar armonizar la religión con el racionalismo, postura en la que fue un precursor del punto de vista escolástico.
El triunfo del escolasticismo
Inmediatamente después de la muerte de Abelardo, otros dos acontecimientos prepararon el camino para que el escolasticismo llegara a su madurez. Uno fue la aparición de El libro de las sentencias entre 1155 y 1157, escrito por el alumno de Abelardo Pedro Lombardo, y en el que se suscitaban todas las cuestiones teológicas fundamentales en riguroso orden consecutivo, se aportaban respuestas de la Biblia y las autoridades cristianas en sentidos contradictorios para cada una y luego se proponían juicios sobre cada caso. En el siglo XIII la obra de Pedro Lombardo ya se había convertido en un texto reglamentario. Una vez que se establecieron escuelas formales de teología en las universidades, se requirió a todos los aspirantes al doctorado que la estudiaran y comentaran; no resulta sorprendente que los teólogos también siguieran sus procedimientos organizativos en sus escritos. Así nació el método escolástico pleno.
El otro paso básico en el desarrollo del escolasticismo fue la recuperación de la filosofía clásica que tuvo lugar hacia 1140. Es probable que Abelardo se hubiera inspirado de muy buena gana en el pensamiento de los griegos, pero no fue posible porque había muy pocas obras traducidas. Sin embargo, los teólogos posteriores sí pudieron sacar buen provecho del saber griego y, sobre todo, de las obras de Aristóteles y sus comentaristas árabes. Hacia 1250 la autoridad de Aristóteles en materias puramente filosóficas era tan grande que se hacía referencia a él como «el Filósofo». En consecuencia, los escolásticos de mediados del siglo XIII se adhirieron al método organizativo de Lombardo, pero tomaron en consideración a las autoridades filosóficas griegas y árabes, junto con las puramente teológicas cristianas. Al hacerlo, intentaron construir sistemas de entendimiento que armonizaran al máximo los ámbitos antes separados de la fe y el conocimiento natural.
Los escritos de santo Tomás de Aquino
Los mayores logros con creces en esta empresa los realizó santo Tomás de Aquino (1225-1274), el principal teólogo escolástico de la Universidad de París. Como miembro de la orden dominica, estaba comprometido con el principio de que la fe podía defenderse mediante la razón. Más importante, creía que el conocimiento natural y el estudio del universo creado eran modos legítimos de plantearse la sabiduría teológica porque la «naturaleza» complementa a la «gracia». Quería decir que, puesto que Dios había creado el mundo natural, cabía abordar la existencia de Dios a través de los atributos del mundo, por mucho que la certeza suprema acerca de las verdades más elevadas sólo pueda obtenerse mediante la revelación sobrenatural de la Biblia. Imbuido de una profunda confianza en el valor de la razón y experiencia humanas, así como de su capacidad para armonizar la filosofía griega con la teología cristiana, Tomás fue el más sereno de los santos. En una larga carrera de enseñanza en la Universidad de París y otras partes, se permitió pocas polémicas y trabajó pausadamente en sus dos grandes síntesis de teología: la Summa contra gentiles (Suma contra los gentiles) y la mucho más amplia Summa theologica (Suma teológica), en las que esperaba asentar la fe sobre los cimientos más firmes.
Las vastas síntesis de santo Tomás causan impresión por su orden riguroso y su agudeza intelectual. Admite en ellas que hay ciertos «misterios de la fe», como las doctrinas de la Trinidad y la encarnación de Dios en Cristo, que no pueden abordarse por el intelecto humano sin ayuda; por lo demás, somete todas las cuestiones teológicas a la indagación filosófica. Para ello, recurrió abundantemente a la obra de Aristóteles, pero no fue en absoluto un «Aristóteles bautizado», sino que subordinó por completo el aristotelismo a los principios cristianos básicos, con lo que creó así su propio sistema filosófico y teológico original. Los estudiosos discrepan acerca de en qué medida diverge este sistema del pensamiento cristiano anterior de san Agustín, pero parece haber pocas dudas en el hecho de que Tomás de Aquino otorgó un valor más elevado a la razón humana, la vida humana en este mundo y las facultades humanas para participar en su salvación. Fue canonizado poco después de su muerte, pues sus logros intelectuales parecían milagros. Su influencia pervive en la actualidad en la medida en que ayudó a inspirar confianza en el racionalismo y la experiencia humana. De forma más directa, se supone que en la Iglesia católica y romana moderna se enseña la filosofía con arreglo al método, doctrina y principios tomistas.
La cumbre del pensamiento medieval occidental
Con los logros de santo Tomás de Aquino a mediados del siglo XIII, el pensamiento medieval occidental alcanzó su cima. No fue una coincidencia que otros aspectos de la civilización medieval llegaran a su punto culminante en el mismo momento. Francia disfrutaba de su período más propicio de paz y prosperidad bajo el reinado de (san) Luis IX, la Universidad de París definía sus formas organizativas básicas y se estaban construyendo las mayores catedrales góticas. Por estos resultados, algunos admiradores ardientes de la cultura medieval se han decidido a llamar al siglo XIII «el mayor de los siglos». Por supuesto, esta valoración es subjetiva y muchos aducirían que la vida seguía siendo demasiado dura y las exigencias de la ortodoxia religiosa demasiado restrictivas para justificar esta celebración extrema del pasado perdido. Dejando a un lado nuestros juicios personales, parece acertado poner fin a este apartado corrigiendo algunas falsas impresiones sobre la vida intelectual medieval.
Se especula con frecuencia que los pensadores medievales eran excesivamente conservadores, pero en realidad los mejores de la Alta Edad Media se mostraron muy receptivos hacia las nuevas ideas. Como cristianos comprometidos no podían permitir que se arrojaran dudas sobre los principios de la fe, pero, por lo demás, estaban dispuestos a incorporar lo más posible de los griegos y árabes. Considerando que el pensamiento aristotélico difería radicalmente de todo lo aceptado con anterioridad en su énfasis en el racionalismo y la bondad y sentido fundamentales de la naturaleza, su rápida aceptación por parte de los escolásticos constituyó una revolución filosófica. Otra falsa impresión es que los pensadores escolásticos estaban muy constreñidos por la autoridad. Sin duda, la veneraban más de lo que lo hacemos hoy, pero escolásticos como santo Tomás no consideraban que la mera cita de textos —salvo la revelación bíblica concerniente a los misterios de la fe— fuera suficiente para resolver una discusión. Las autoridades se aportaban para esbozar las posibilidades, pero luego eran la razón y la experiencia las que demostraban la verdad. Por último, se suele creer que los pensadores escolásticos eran «antihumanistas», pero los estudiosos modernos están llegando a la conclusión contraria. Sin lugar a dudas, los escolásticos otorgaban primacía al alma sobre el cuerpo y a la salvación en el más allá sobre la vida terrenal, pero también exaltaban la dignidad de la naturaleza humana porque la consideraban una gloriosa creación divina y creían en la posibilidad de que existiera una alianza de trabajo entre ellos y Dios. Es más, tenían una fe extraordinaria en las facultades de la razón humana, probablemente más de la que tenemos hoy.
La literatura de la Alta Edad Media fue variada, vivaz e impresionante. La recuperación de los estudios gramaticales en las escuelas catedralicias y universidades llevó a la producción de una excelente poesía latina. Los mejores ejemplos fueron letras de canciones profanas, sobre todo las escritas en el siglo XII por un grupo de poetas conocidos como los goliardos. No se sabe con certeza de dónde proviene su nombre, pero es probable que signifique «gente del demonio», lo que resultaría apropiado, porque los goliardos eran poetas pendencieros que escribían parodias de la liturgia y burlas de los evangelios. Su lírica celebraba la belleza del cambio de estaciones, la vida despreocupada del camino, los placeres de la bebida y la diversión, y, sobre todo, los goces del amor. Los autores de estas canciones alegres y satíricas eran en su mayor parte estudiantes vagabundos, aunque algunos eran hombres de edad más avanzada. Los nombres de la mayoría son desconocidos. Su poesía es notable tanto por su gran vitalidad como por su claro rechazo del ascetismo cristiano.
LITERATURA VERNÁCULA
Además del latín, las lenguas vernáculas francesa, alemana, española e italiana fueron cobrando popularidad como medios de expresión literaria. Al principio, la mayoría de la literatura en lenguas vernáculas estaba escrita en forma de poemas épicos heroicos. Entre los principales ejemplos se hallaban El cantar de Roldán francés, las Eddas y sagas nórdicas, El cantar de los Nibelungos alemán y El cantar de mió Cid español. La mayoría de estas obras se compusieron entre 1050 y 1150, si bien algunas (como El cantar de mió Cid y las sagas nórdicas) no se escribieron hasta el siglo XIII. Estos poemas épicos presentaban una sociedad guerrera viril pero poco refinada. La sangre fluía en abundancia, se partían cráneos con hachas de batalla, y la guerra heroica, el honor y la lealtad eran los temas principales. Si llegaba a mencionarse a las mujeres, aparecían subordinadas a los hombres. Se esperaba que las novias murieran por sus amados, pero los maridos eran libres de pegar a sus esposas. En un poema épico francés, una reina que intentaba influir en su esposo se encontró con un puñetazo en la nariz; aunque le manaba sangre, replicó: «Muchas gracias, cuando te plazca, puedes hacerlo de nuevo». Estos pasajes nos resultan repugnantes, pero los mejores poemas épicos en lenguas vernáculas poseen una gran fuerza literaria a pesar de su orientación implacablemente masculina.
La poesía trovadoresca y los romances cortesanos
En Francia, en el siglo XII, los poetas trovadores y los escritores de romances cortesanos introdujeron un enorme cambio en temas y estilo si se los compara con los poemas épicos. Se discute el origen de su inspiración, pero no cabe duda de que iniciaron un movimiento de gran importancia para toda la literatura occidental posterior. Su estilo era mucho más elaborado que el de los poetas épicos y sus letras líricas más elocuentes, que estaban pensadas para ser cantadas con música, originaron el tema del amor cortés. Los trovadores idealizaron a las mujeres como seres maravillosos que podían conceder intensa gratificación espiritual y sensual. Pero como las mujeres que decidían amar solían ser las esposas de señores poderosos, escribían con mayor frecuencia de añoranza que de satisfacción romántica.
Además de sus letras líricas de amor, los trovadores escribieron otros tipos de poemas breves. Algunos eran muy subidos de tono y no se mencionaba el amor, sino que el poeta revela pensamientos de carnalidad comparando, por ejemplo, montar su caballo con «montar» a su amante. Otros poemas de los trovadores tratan de hazañas marciales o comentan acontecimientos políticos contemporáneos; unos pocos incluso meditan sobre asuntos religiosos. Pero prescindiendo del tema que aborden, los mejores poemas de los trovadores eran siempre ingeniosos e innovadores. La tradición literaria iniciada por los troubadours del sur de Francia la continuaron los trouvères del norte y los Minnesinger de Alemania. A partir de entonces muchas de sus innovaciones las desarrollaron poetas líricos posteriores en todas las lenguas occidentales. Algunos de sus recursos poéticos los revivieron conscientemente en el siglo XX modernistas literarios como Ezra Pound.
Una innovación francesa del siglo XII de igual importancia fue la composición de poemas narrativos más extensos conocidos como romances, así llamados porque estaban escritos en lengua vernácula, romance (es decir, derivada del latín). Los romances contaban relatos atractivos; solían recrearse en retratar a los personajes y su tema central era por lo general el amor y las aventuras. Algunos romances elaboraban temas griegos, pero los más famosos y mejores eran «artúricos», narraban las hazañas legendarias del heroico rey británico Arturo y sus numerosos caballeros. El primer gran escritor de romances artúricos fue el francés septentrional Chrétien de Troyes, entre los años 1165 y 1190. Chrétien ayudó a crear y moldear la nueva forma, además de introducir innovaciones en el tema central y las actitudes. Mientras los trovadores exaltaban el amor extramarital, Chrétien fue el primero que sostuvo el ideal del amor romántico dentro del matrimonio. Describió no sólo las hazañas de sus personajes, sino también sus pensamientos y emociones.
Una generación después, su obra la continuaron los grandes poetas alemanes Wolfram von Eschenbach y Gottfried von Strassburg, reconocidos como los mejores escritores en lengua alemana antes del siglo XVIII. El Parsifal, un relato de amor y de búsqueda del Santo Grial, es más sutil, complejo y de perspectiva más amplia que las restantes obras medievales, salvo la Divina comedia de Dante. Al igual que Chrétien, Wolfram creía que el amor verdadero sólo podía alcanzar su plenitud en el matrimonio, y en Parsifal, por primera vez en la literatura occidental desde los griegos, se puede ver el desarrollo psicológico completo del héroe. El Tristán de Gottfried von Strassburg es una obra más sombría que cuenta el amor trágico y adúltero entre Tristán e Isolda. De hecho, casi cabría considerarla el prototipo del romanticismo trágico moderno. A diferencia de los trovadores, sólo podía ver la realización plena del amor en la muerte. Parsifal y Tristán han cobrado mayor fama en la actualidad debido a las nuevas concepciones operísticas que les otorgó el compositor alemán del siglo XIX Richard Wagner.
No todas las narrativas altomedievales eran tan elevadas como los romances en cuanto a forma o contenido. Una nueva creación muy diferente fue el fabliaux o fábula en verso. Aunque se derivaban de los cuentos morales de animales escritos por Esopo, en seguida evolucionaron a relatos cortos que se escribían menos para edificar o instruir que para divertir. Con frecuencia eran muy groseras y a veces abordaban relaciones sexuales de modo humorístico y nada romántico. Muchas eran también fuertemente anticlericales, convertían a los monjes y sacerdotes en el blanco de sus burlas. Resultan significativas como expresiones de la creciente mundanería y como primeras manifestaciones del enérgico realismo que más adelante iban a perfeccionar Boccaccio y Chaucer.
La Divina comedia
La Divina comedia constituye una categoría por sí sola como la obra más grande de la literatura medieval. Su autor, Dante Alighieri (1265-1321), participó durante la primera parte de su carrera en los asuntos políticos de su ciudad natal de Florencia y permaneció durante toda su vida muy conectado con esta ciudad. A pesar de su actividad política y del hecho de que era seglar, logró alcanzar un asombroso dominio del saber religioso, filosófico y literario de su época. No sólo conocía la Biblia y a los padres de la Iglesia, sino que también —muy poco usual en un laico— se empapó de la teología escolástica más reciente. Además, era buen conocedor de Virgilio, Cicerón, Boecio y otros escritores clásicos; asimismo, estaba al tanto de los poemas de los trovadores y de la poesía italiana de su época. En 1301 fue expulsado de Florencia tras una convulsión política y obligado a vivir el resto de su vida en el exilio.
La Divina comedia, su obra principal, la escribió durante este período final. Se trata de una narración monumental en brioso verso rimado italiano que describe el viaje del poeta por el infierno, el purgatorio y el paraíso. Al comienzo, Dante habla de que se encuentra en un «bosque oscuro», metáfora que emplea para la profunda crisis personal de la madurez en la que había vagado lejos de la fe cristiana. De este bosque de desesperación le saca el poeta romano Virgilio, quien representa la cumbre de la razón y la filosofía clásicas. Virgilio le guía en un viaje por el infierno y el purgatorio; luego, la amada muerta de Dante, Beatriz, que simboliza la sabiduría y la bienaventuranza cristianas, le acoge y guía por el paraíso. En el transcurso de esta marcha del infierno al cielo, Dante se topa con personajes históricos y contemporáneos suyos, que explican por qué se encontraron con sus diversos destinos. A medida que se desarrolla el poema, aumenta la sabiduría y el entendimiento de Dante, hasta que al final regresa a su fe cristiana perdida con nueva confianza y certidumbre.
Cada lector descubre una combinación diferente de admiración y satisfacción en la magnífica obra de Dante. Algunos —sobre todo los que saben italiano— se maravillan por la energía y el ingenio de la lengua y las imágenes. A otros les sobrecoge su sutil complejidad y simetría poética, su amplio saber o la vitalidad de sus personajes y relatos individuales; y a otros más, su imaginación desmesurada. El historiador encuentra particularmente notable que Dante fuera capaz de compendiar lo mejor del saber medieval de un modo artístico tan cabal, destacando la prioridad de la salvación, pero considerando que la tierra existe para el beneficio de la humanidad. Dante concedía que los seres humanos disponían de libre albedrío para elegir entre el bien y el mal, y aceptaba la autoridad de la filosofía griega dentro de su propia esfera; por ejemplo, llamaba a Aristóteles «el maestro de aquellos que saben». Sobre todo, su sentido de la esperanza y su fe suprema en la humanidad —notable en un exiliado derrotado— expresan con la mayor fuerza el talante dominante de la Alta Edad Media y convierten a Dante en uno de los dos o tres escritores más conmovedoramente optimistas que han existido.
ARTE Y ARQUITECTURA
Los equivalentes arquitectónicos más cercanos a la Divina comedia son las grandes catedrales góticas altomedievales, pues también muestran como cualidades una amplia perspectiva, equilibrio entre el detalle intrincado y la simetría cuidadosa, altura desmesurada y grandeza religiosa optimista. Pero antes de abordar el estilo gótico, es mejor presentarlo valiéndonos de su predecesor altomedieval, el estilo arquitectónico conocido como románico. Este estilo tuvo su origen en el siglo X, pero alcanzó la plenitud en el siglo XI y la primera mitad del XII, cuando el movimiento de reforma religiosa propició la construcción de muchos monasterios nuevos y grandes iglesias. El estilo románico pretendía manifestar la grandeza de Dios en piedra, subordinando rigurosamente todos los detalles arquitectónicos a un sistema uniforme. Los rasgos esenciales del románico eran el arco redondo, muros macizos de piedra, pilares enormes, ventanas pequeñas y el predominio de líneas horizontales. Juntos, estos rasgos dotaban al románico de una sensación de estabilidad y permanencia. Los interiores eran sencillos, pero a veces había mosaicos o frescos.de colores brillantes y —una innovación muy importante para el arte cristiano— decoración escultórica tanto dentro como fuera. Por primera vez aparecieron en la fachada figuras humanas de cuerpo entero, que por lo general están serias y son mucho más alargadas de las dimensiones naturales, pero poseen una gran fuerza evocadora y representan la primera manifestación de un interés renovado por la escultura de la forma humana.
En el curso de los siglos XII y XIII el estilo gótico sustituyó al románico en la mayor parte de Europa. Aunque los historiadores del arte entendidos pueden ver que ciertos rasgos de un estilo llevaron al desarrollo del otro, la apariencia de ambos es completamente diferente. En realidad, resultan tan distintos como la épica del romance, analogía apropiada porque el estilo gótico surgió en Francia a mediados del siglo XII, justo cuando lo hizo el romance, y porque era mucho más elaborado, refinado y elegante que su predecesor, lo mismo que cabe afirmar del romance si se compara con los poemas épicos.
La arquitectura gótica fue uno de los estilos de edificación más intrincados. Sus elementos básicos eran el arco apuntado, la bóveda de crucería y el arbotante. Estos componentes hicieron posible una construcción mucho más ligera y elevada de la que se podría haber logrado con el arco redondo y el pilar parcialmente empotrado del románico. En realidad, cabría describir la catedral gótica como una estructura esquelética de piedra circundada por enormes ventanas. Entre los restantes rasgos se incluían elevadas agujas, rosetones, delicada tracería en piedra, elaboradas fachadas esculpidas, columnas múltiples y el uso más frecuente de gárgolas o representaciones de monstruos míticos como elementos decorativos. En general, la ornamentación se concentraba en el exterior, pero el interior de una catedral gótica no era jamás lúgubre ni tenebroso. Los vitrales no servían para excluir la luz, sino para ensalzarla, para captar los rayos de sol y bañarlos con una riqueza y variedad de colores que difícilmente podría reproducir la naturaleza ni en sus mejores condiciones.
Mucha gente sigue pensando que la catedral gótica es la expresión pura de la espiritualidad ascética, pero esta valoración es errónea. Sin duda, todas las iglesias se dedican a la gloria de Dios y a la esperanza de la vida eterna, pero las góticas incluían a veces escenas de la vida cotidiana que no tenían ningún significado religioso manifiesto. Más importante, las esculturas religiosas de figuras como Jesús, la Virgen y los santos se estaban volviendo mucho más naturalistas que ninguna de las creadas hasta entonces en el Occidente medieval. Lo mismo cabe afirmar de la representación escultórica de la vida vegetal y animal, que alcanzó niveles extraordinarios de precisión botánica y zoológica. Además, la arquitectura gótica fue también una expresión del genio intelectual medieval. Cada catedral, con sus muchas figuras simbólicas, era una especie de enciclopedia del saber medieval tallada en piedra. Por último, las catedrales góticas eran manifestaciones de orgullo urbano. Situadas siempre en las pujantes ciudades medievales, se pretendía que fueran centros de vida comunitaria y expresiones de la grandeza de una población. Cuando se construía una nueva catedral, en la obra participaba la comunidad entera, que la consideraba por derecho casi de su propiedad.
TEATRO Y MÚSICA
Las investigaciones sobre los logros medievales no deben pasar por alto el teatro y la música. Nuestras obras de teatro modernas descienden al menos por igual de la forma medieval y de la clásica. En el período medieval se conocían en manuscrito algunas obras clásicas latinas, pero nunca se representaron. El teatro nació de nuevo dentro de la iglesia. Al principio de la Edad Media, comenzaron a interpretarse ciertos pasajes de la liturgia; luego, en el siglo XII, se inició la composición de obras religiosas breves en latín para su representación dentro de las iglesias. Poco después, estas obras en latín fueron complementadas o sustituidas por otras en lengua vernácula para que toda la congregación pudiera comprenderlas. Hacia 1200 se empezaron a representar fuera, delante de la iglesia, para que no quitaran tiempo a los oficios religiosos. En cuanto sucedió esto, el teatro entró en el mundo cotidiano: se introdujeron relatos no religiosos, se extendió la descripción de los personajes y se preparó el camino para los isabelinos y Shakespeare.
Al igual que el teatro, la música se desarrolló dentro de la liturgia y luego la trascendió. Hasta la Alta Edad Media, la música occidental era homofónica; es decir, desarrollaba una sola melodía a la vez sin acompañamiento armónico. La gran invención altomedieval fue la polifonía, tocar o cantar juntas dos o más melodías armoniosas. Puede que algunos experimentos al respecto comenzaran en fecha tan temprana como el siglo X, pero el avance más fundamental se logró en la catedral de París hacia 1170, cuando dos voces cantaron misa por primera vez entrelazando dos melodías diferentes en «contrapunto». Casi al mismo tiempo se inventaron sistemas de notación musical. Como los intérpretes ya no tenían que recurrir a la memoria, la composición pudo hacerse más compleja. Toda la grandeza de la música europea parte de estos primeros pasos.
Durante casi cien años, los estudiosos han declarado que los arrolladores cambios intelectuales, religiosos y culturales de la Alta Edad Media constituyeron el «Renacimiento del siglo XII». Esta categorización sigue pareciendo válida. Al igual que los del más famoso Renacimiento italiano de los siglos XIV y XV, los cambios intelectuales de la Alta Edad Media estuvieron profundamente influidos por la recuperación y el estudio intenso de los textos clásicos, si bien el uso que se dio a dichos textos en ambos períodos fue característico y singular. Ninguno de estos movimientos fue una mera renovación, sino adaptaciones creativas de las ideas clásicas a una cultura nueva y claramente cristiana.
Sin embargo, incluso más que el Renacimiento italiano, el del siglo XII marca el origen de un conjunto de actitudes e ideas peculiares que han caracterizado desde entonces a la civilización europea occidental. Nuestras concepciones modernas del amor y la amistad; nuestra fascinación por la motivación e intención humanas; incluso nuestro mismo interés por la psicología se derivan de los avances del siglo XII. También la importancia que otorgamos a la interioridad esencial de la piedad cristiana; nuestra visión de que la «verdadera religión» debe expresarse en obras prácticas de caridad en el mundo, y nuestra presunción de que la religión y la política son esferas separables de la actividad e incumbencia humanas. Hasta nuestro impulso moderno de definir y perseguir a los grupos minoritarios tiene sus raíces en los esfuerzos de los siglos XII y XIII para acabar con los judíos, herejes y minorías sexuales.
Muchas de las personas que realizaron contribuciones tan importantes al saber, el pensamiento, la literatura, la arquitectura, el teatro y la música se debieron de entremezclar en el París de la Alta Edad Media. Algunas, sin duda, rezaron juntas en la catedral de Notre-Dame. Se recuerdan los nombres de los principales eruditos, pero la gran mayoría son desconocidos. No obstante, en su conjunto, hicieron tanto por la civilización de Europa y crearon tantos monumentos duraderos como sus homólogos de la antigua Grecia. Tal vez se hayan olvidado sus nombres, pero sus logros aún perduran.
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