La expansión de Europa: economía,
sociedad y política en la Alta Edad
Media, 1000-1300
Entre los años 1000 y 1300, el equilibrio de poder entre Europa occidental, Bizancio y el mundo islámico cambió de forma radical. En el año 1000 Europa permanecía fracturada políticamente y se veía amenazada por los ataques militares de los vikingos, los húngaros y los musulmanes. Aunque los pueblos empezaban a crecer, ninguno podía compararse en tamaño o refinamiento con las antiguas ciudades mediterráneas de Bizancio y el mundo islámico. En la economía, Europa continuaba dependiendo de los comerciantes bizantinos e islámicos para el algodón, la seda, las especias y el oro; en literatura e instrucción, los desequilibrios eran aún mayores. Los europeos sólo tenían acceso a una pequeña parte del acervo cultural e intelectual que Bizancio y el islam habían heredado del mundo clásico. Fuera de Sicilia, Venecia y las zonas de la península Ibérica controladas por los musulmanes, los europeos occidentales no sabían árabe y apenas entendían el griego; incluso el latín, vehículo de la cultura occidental durante más de mil años, se iba convirtiendo en una lengua ajena. El rey Alfredo (871-899) se quejaba de que en su época apenas había nadie en Inglaterra que supiera el latín suficiente para llevar a cabo como era debido los oficios religiosos de la Iglesia cristiana. Un siglo después la enseñanza del latín en Inglaterra y Alemania había mejorado un poco; es probable que en Francia e Italia hubiera empeorado.
Sin embargo, en el año 1300 Europa ya era la potencia dominante militar, económica y políticamente de las tres civilizaciones occidentales sucesoras de Grecia y Roma. Hungría, Polonia y Bohemia se habían integrado de lleno en el mundo europeo católico. Combinando la conquista con la conversión, los cristianos europeos habían impulsado por la fuerza de las armas sus fronteras hacia el este hasta Prusia, Lituania, Livonia y los Balcanes. Habían conquistado la península Ibérica a los musulmanes y Constantinopla a los bizantinos. También habían establecido (y perdido justo en 1300) un reino latino en Oriente Medio, con capital en Jerusalén. Las flotas europeas controlaban el mar Mediterráneo y tenían puestos de avanzada en el mar Negro y el Caspio, lo que permitía a los mercaderes europeos dominar las largas rutas comerciales que traían artículos de lujo orientales a Europa occidental. Los misioneros y comerciantes europeos estaban comenzando a seguir estas rutas comerciales hasta Asia central, abriendo conexiones con Mongolia y China. Hacia el oeste, los mercaderes italianos habían iniciado una ruta comercial marítima por el estrecho de Gibraltar, con lo que se conectaba así el Mediterráneo y el mundo del Atlántico norte.
A esta expansión del comercio europeo, tanto local como de larga distancia, la acompañó una urbanización considerable. En 1300 Europa ya podía presentar al menos una docena de ciudades con poblaciones entre los cincuenta y los cien mil habitantes, y cientos de ciudades y pueblos menores se esparcían por el paisaje. El crecimiento de las ciudades reflejaba el aumento de la población general europea, que, grosso modo, se triplicó entre 1000 y 1300. Sin embargo, la economía creció incluso con mayor velocidad, lo que produjo un incremento de la riqueza per cápita y la mejora de los niveles de vida. Pero estas ventajas económicas no se distribuían por igual entre toda la población. Los gobiernos se hicieron más poderosos y aumentó la estratificación social. La nueva riqueza acrecentó la demanda de artículos de lujo entre las élites sociales y liberó ingentes sumas de dinero para la inversión en la agricultura, el comercio y la construcción. También impulsó notablemente nuevas transformaciones religiosas, culturales e intelectuales.
No todo este crecimiento resultó sostenible. En 1300, los niveles de vida de muchos europeos empezaron a descender cuando la región se acercó a los límites demográficos de sus recursos naturales. Los gobiernos más poderosos mantenían mejor la paz interna, pero también reclamaban una proporción mayor de la riqueza de sus súbditos, que empleaban para sostener ejércitos mayores y campañas de conquista y dominio más extensas. En el siglo XIV la hambruna, la guerra y la peste redujeron la población europea al menos un tercio, y transformaron de forma fundamental el orden económico, político y social de la Alta Edad Media. Sin embargo, a pesar de estos contratiempos, el predominio que Europa occidental había establecido sobre Bizancio y el mundo islámico durante esta era perduraría, y proporcionaría así los cimientos sobre los que se construirían los imperios del mundo europeo de la era moderna.
Al igual que en el caso de todas las economías premodernas, la de Europa occidental en la Edad Media se basaba en la agricultura. Por mucho que el cambio en las prácticas agrícolas tienda a ser lento, parecería absurdo afirmar que los ocurridos en la agricultura a lo largo de seiscientos años constituyeron una revolución. Sin embargo, los que hubo en Europa occidental entre los años 700 y 1300 fueron tan arrolladores, y sus consecuencias tan profundas, que parecen justificadas las comparaciones con la revolución agrícola más famosa de comienzos del siglo XVIII. Las innovaciones tecnológicas, combinadas con una mejoría del clima, nuevos sistemas de rotación de cultivos y aumento de inversiones en herramientas, ganado y molinos, incrementaron la productividad de la agricultura europea de manera espectacular. Y cuando dicha productividad aumentó, también lo hizo la comercialización de los excedentes obtenidos, lo que llevó a una mayor especialización de la producción, con sus rendimientos de escala resultantes. Sin estos cambios, Europa occidental nunca habría podido soportar que se multiplicara por tres su población total o las ingentes inversiones en edificios, barcos, libros, ejércitos y arte que moldearon el mundo altomedieval.
AVANCES TECNOLÓGICOS
Los avances tecnológicos básicos que posibilitaron el aumento de productividad en la agricultura se desarrollaron en la Alta Edad Media. El arado pesado con ruedas, provisto de una reja con punta de hierro y tirado por yuntas de bueyes, podía cortar y voltear el suelo rico y húmedo del norte de Europa a una profundidad imposible de alcanzar con el arado ligero de rascado mediterráneo, aireando de este modo el terreno y proporcionando un excelente drenaje a las zonas anegadas. El nuevo arado también ahorraba mano de obra y permitía un labrado más frecuente y mayor control de las malas hierbas. Las mejoras en colleras y arneses incrementaron el rendimiento de los bueyes y posibilitaron por primera vez que los caballos tiraran de pesadas cargas sin asfixiarse. Los bueyes continuaron siendo los animales de tiro más usados para el arado en Europa hasta al menos el siglo XIV. Eran más baratos, más potentes y menos proclives a la enfermedad que los caballos y, cuando morían, podían comerse. Sin embargo, los caballos eran más rápidos y animales de tiro más eficientes, sobre todo después del desarrollo de las herraduras de hierro (hacia 900) y de arneses que permitían uncir varios caballos para que tiraran uno detrás de otro (hacia 1050). Cuando la comercialización de la producción agrícola ascendió durante los siglos XII y XIII, también lo hizo la presencia de los caballos en el campo europeo.
Otros aparatos para ahorrar mano de obra incrementaron más la productividad de la agricultura altomedieval. A pesar de la llegada del arado pesado con ruedas, la mayoría de las labores de labranza las seguían realizando los campesinos con herramientas manuales. A medida que el hierro se hizo más común, la calidad de dichas herramientas mejoró. Las azadas, horcas y palas de hierro eran mucho más efectivas que las herramientas de madera con las que la mayoría de los agricultores del siglo VIII habían tenido que trabajar; el creciente número de hoces y guadañas de hierro permitía una cosecha más rápida y precisa del heno y el cereal, sobre todo a las mujeres, cuyo trabajo en el campo era crucial, en particular durante la época de la recolección. Las carretillas fueron otra innovación tecnológica casera pero importante. También apareció el escarificador, herramienta que se pasaba después del arado para igualar la tierra y mezclar la semilla. Asimismo, la tecnología tuvo su repercusión en las técnicas de cocina y, de este modo, en la nutrición. Las ollas de hierro permitían cocer la comida en lugar de limitarse a calentarla, lo que reducía las posibilidades de contaminación; por su parte, los hornos comunales conservaban una mayor parte de los nutrientes en los alimentos que la cocción.
Los molinos representaron otra innovación tecnológica importante en el procesamiento de la comida. Los romanos conocían los molinos de agua, pero apenas los utilizaron; para moler el grano y convertirlo en harina, preferían las ruedas movidas por fuerza humana o animal. Sin embargo, en torno a 1050, en el norte de Europa se multiplicaron los molinos de agua con un rendimiento cada vez mayor. En una zona francesa se pasó de catorce molinos de agua en el siglo XI a sesenta en el siglo XII; en otra parte de Francia se construyeron unos cuarenta molinos entre los años 850 y 1080, cuarenta más entre 1080 y 1125, y doscientos cuarenta y cinco entre 1126 y 1175. Una vez que los europeos hubieron dominado la compleja tecnología de la construcción de molinos de agua, dirigieron su atención a los molinos de viento, que proliferaron deprisa a partir de la década de 1170, sobre todo en tierras llanas como Holanda, que no tenían arroyos de corrientes rápidas. Aunque el principal uso de los molinos era moler el grano, podían adaptarse para hacer funcionar una sierra, procesar tela, prensar aceite, proporcionar energía a las fraguas de hierro y aplastar la pulpa para fabricar papel. No cabe exagerar la importancia de estos molinos, pues continuarían siendo la única fuente de energía mecánica con que contaba el mundo para poder fabricar hasta el siglo XVIII, cuando se inventó el motor de vapor.
Con la excepción del molino de viento y el arnés doble, los carolingios ya conocían la mayoría de las innovaciones tecnológicas que se encuentran tras la revolución agrícola medieval. Sin embargo, hasta mediados del siglo XI no se habían extendido lo suficiente para tener un efecto decisivo en la producción agrícola europea. Se han ofrecido varias explicaciones para este retraso. El cambio climático debió desempeñar cierto papel, pero aunque el calentamiento benefició al norte de Europa secando el suelo y prolongando la estación de cultivo, dañó la agricultura mediterránea en igual medida. También contribuyó la mayor seguridad física: los ataques vikingos, los húngaros y los musulmanes disminuían, y los gobiernos más poderosos mantenían mejor la paz interna que un siglo antes. Sin embargo, el cambio fundamental radicó en que los campesinos y señores emprendedores confiaron cada vez más en que, si invertían su trabajo y dinero en mejoras agrícolas, se beneficiarían de los excedentes resultantes.
Más que cualquier otra cosa, fue la demanda en aumento de producción agrícola la que alentó a los campesinos y terratenientes a efectuar inversiones productivas en la tierra. Tras la demanda creciente de productos alimenticios estaban los dos factores económicos fundamentales que impulsaron la economía altomedieval: un rápido aumento demográfico y un mercado cada vez más eficaz para los bienes.
SEÑORÍO, SERVIDUMBRE Y PRODUCTIVIDAD AGRÍCOLA
En Inglaterra, el norte de Francia y Alemania occidental, el uso creciente del arado pesado con ruedas entre los años 800 y 1500 coincidió con un cambio fundamental en los patrones de asentamiento de los campesinos. Durante la Alta Edad Media, la mayoría de las familias campesinas libres vivía en parcelas individuales de tierra que labraba con sus propios recursos y por las que pagaba a su señor algún tipo de renta acostumbrada. Sin embargo, desde el siglo IX muchas de esas parcelas individuales empezaron a fusionarse en campos comunes mayores, labrados comunalmente por campesinos que vivían en aldeas. El complejo resultante de arrendamientos, contribuciones, derechos, traspasos y campos se denomina a veces «señorío».
En algunas zonas, el ímpetu de estos cambios en los patrones de asentamiento puede que proviniera de los mismos campesinos. Los campos grandes se labraban mejor que los pequeños; los costes de inversión eran menores: un único arado y una docena de bueyes bastarían para toda una aldea, obviando la necesidad de que cada campesino mantuviera su propio arado y yunta. Los campos comunes también eran en potencia más productivos, pues permitían que los aldeanos experimentaran con nuevos cultivos y sistemas de rotación, además de soportar una cantidad mayor de animales en los pastos comunes. Los campesinos que vivían juntos en una aldea podían sostener una iglesia parroquial, un horno comunal, una herrería, un molino y una taberna. También podían conversar y socializar, celebrar y hacer duelo con sus vecinos, lo que en un entorno natural difícil y exigente no eran consideraciones despreciables.
Pese a las posibles ventajas que ofrecía a los campesinos el sistema señorial, fueron los señores quienes desempeñaron el papel dominante en forzar su creación, y también fueron ellos quienes obtuvieron los mayores beneficios. Era más fácil para los señores controlar y explotar a los campesinos que vivían en aldeas que a los que vivían en granjas diseminadas. El señorío también les permitía reclamar una parte mayor de la producción agrícola de sus campesinos. En muchos señoríos, los campos comunes se dividían en estrechas franjas asignadas de forma alternativa a los campesinos: por cada una se tenía que pagar arrendamiento al señor, pero también se obtenían sus beneficios. Sin embargo, además de estas rentas, la mayoría de los señores reclamaba de un tercio a la mitad de la extensión total de los campos comunes como posesión propia y tomaba para su uso privado todo lo que producían. Para cultivar esta tierra que retenían para sí, los señores imponían o aumentaban servicios de labranza a los campesinos, lo que reducía a siervos a muchos agricultores antes libres.
Los siervos habían existido en Europa durante siglos, incluso en zonas donde el sistema señorial nunca se impuso. Sin embargo, no cabe duda de que el desarrollo de los señoríos aumentó de forma considerable la incidencia de la servidumbre en el norte de Europa si se compara con España, el norte de Italia, el sur de Francia y Alemania central. A diferencia de los campesinos libres, los siervos no podían abandonar su tierra o a su señor sin su permiso (aunque en la práctica muchos lo hacían, sobre todo para irse a vivir a los pueblos); trabajaban para sus señores de forma regular y sin sueldo, pagaban multas humillantes a su señor cuando fornicaban ilícitamente, se casaban o morían, y estaban sujetos a la jurisdicción del tribunal de su señorío. Al igual que los esclavos, sus obligaciones para con su señor estaban determinadas por la costumbre y no se los vendía aparte de la tierra que ocupaban.
NUEVOS SISTEMAS DE ROTACIÓN DE CULTIVOS
Desde la perspectiva de la productividad agraria, la mayor ventaja del sistema señorial era el hecho de que posibilitaba la adopción de nuevos sistemas más eficaces de rotación de cultivos. Durante siglos los agricultores habían sabido que, si sembraban el mismo cultivo en la misma tierra un año tras otro, acabarían agotando el suelo. La solución tradicional a esta dificultad era dividir la tierra, plantando la mitad en otoño para cosechar en primavera y dejando la otra mitad en barbecho. En las tierras secas y poco densas del Mediterráneo, éste continuó siendo el patrón de cultivo más común durante la Edad Media. No obstante, en los suelos húmedos y fértiles del norte de Europa, los agricultores descubrieron poco a poco que un sistema de rotación de cultivos de tres campos podía producir un incremento sostenible en la producción agrícola general. Con este sistema se dejaba en barbecho un tercio de la tierra, que a menudo se utilizaba para pasto con el fin de que los excrementos de los animales fertilizaran el suelo; otro tercio se plantaba con trigo o centeno de invierno, que se sembraba en otoño y se cosechaba a comienzos del verano; y el tercio restante se plantaba con otro cultivo (por lo general, avena o cebada, pero a veces legumbres o plantas forrajeras, como alfalfa, trébol o algarroba) que podía sembrarse en primavera y cosecharse en otoño. De este modo, los campos se rotaban en un ciclo de tres años.
Este sistema aumentó inmediatamente del 50 al 67 por ciento la cantidad de tierra cultivada en un año. No menos importante, también produjo mayores rendimientos por hectárea de trigo y centeno, sobre todo si las legumbres o las plantas forrajeras (que reemplazan el nitrógeno que el trigo y el centeno filtran del suelo) formaban parte regular del patrón de rotación de cultivos. Con dos estaciones de cultivo separadas, el sistema proporcionaba cierta seguridad contra la pérdida por desastres naturales. También produjo nuevos tipos de alimentos. La avena la podían consumir tanto los humanos como los caballos, mientras que las legumbres proporcionaban una fuente de proteínas para equilibrar la principal ingesta de hidratos de carbono de cereales provenientes del pan y la cerveza, los dos elementos básicos de la dieta campesina. El forraje adicional posibilitó sostener más animales y más sanos, lo que aumentaba el rendimiento del arado, diversificaba la economía del señorío y proporcionaba una fuente adicional de proteínas en la dieta humana mediante la carne y la leche. El nuevo sistema de rotación de cultivos también ayudó a distribuir mejor la labranza a lo largo del año, y permitió así una atención más cuidadosa al control de las malas hierbas, al abono con cal y a la fertilización de los campos comunes.
LA SERVIDUMBRE Y LOS LÍMITES DEL SEÑORÍO
Es importante recordar que el señorío «clásico» de tipo altomedieval, con campesinos serviles labrando las tierras del señor, nunca fue la forma predominante de la agricultura europea. En líneas generales, el sistema de señoríos se limitó a Inglaterra, el norte de Francia y Alemania occidental. Además, incluso en estas zonas empezó a venirse abajo a finales del siglo XII, cuando los señores comenzaron a conmutar los servicios de labranza por pagos en efectivo, a liberar a sus siervos (de nuevo a cambio de pagos en efectivo) y a vivir de las rentas y no de la producción agrícola de sus fincas.
Las razones del declive de la servidumbre durante el siglo XIII son complejas y no afectaron a todas las zonas de Europa por igual. Cuando la economía se fue volviendo cada vez más monetarista, a muchos señores les resultó más cómodo recaudar las rentas de sus campesinos en metálico que asumir los riesgos que conllevaba la comercialización de la producción agrícola. No obstante, esta estrategia también tenía sus peligros. En las circunstancias inflacionistas del siglo XIII, los señores que no podían aumentar las rentas que pagaban sus campesinos sufrían marcados descensos en sus ingresos reales, lo que llevó a muchos caballeros y señores de poca monta a la crisis económica. En contraste, en Inglaterra y Cataluña, que presentaban dos de las economías agrícolas más comercializadas de la Europa medieval, la servidumbre duró más que casi en el resto de Europa occidental. En Austria y Polonia, que estaban mucho menos monetizadas, la servidumbre también aumentó durante el siglo XIII, al igual que en el norte de España. Así pues, no existe una correlación simple entre la comercialización y el declive de la servidumbre. Sin embargo, en la mayor parte de Europa se mantiene la generalización: los siervos y los campesinos libres resultaron cada vez menos distinguibles en el siglo XIII cuando los señores liberaron a los siervos a cambio de dinero. No obstante, incluso en Francia continuarían existiendo algunas obligaciones serviles como vejaciones persistentes hasta la Revolución francesa de 1789. Y en Europa central y oriental, además de Rusia, la servidumbre pasó por un resurgimiento a finales de la Edad Media que haría que este período se prolongara hasta los siglos XVIII y XIX.
Esta revolución agrícola fue la base sobre la que se asentó la revolución comercial de la Alta Edad Media. También en este caso los cimientos del nuevo desarrollo se habían establecido en los siglos IX y X. En el año 1000 la plata procedente de las montañas de Harz en Sajonia ya estaba impulsando un comercio triangular entre Inglaterra, Flandes y las ciudades en expansión de la Renania, que llevaba lana cruda de Inglaterra a Flandes y tela de lana de Flandes a la Renania, cuyos mercaderes la distribuían después a lugares tan lejanos como Italia y Bizancio. Millones de peniques de plata circulaban por el mar del Norte, donde se había desarrollado un sistema integrado de cambio entre las monedas inglesas, escandinavas y renanas. Los comerciantes ingleses operaban en Constantinopla y el norte de España, donde cambiaban plata septentrional por sedas bizantinas, especias islámicas y oro africano. Los comerciantes y guerreros escandinavos llegaron aún más lejos y establecieron ciudades en Irlanda, principados en Normandía y el sur de Italia, y puestos comerciales avanzados como Novgorod y Kiev junto a las rutas mercantiles rusas que iban del mar Báltico al Negro (y de ahí a Constantinopla) y al mar Caspio (y de ahí al Imperio abasí).
COMERCIO
Sin embargo, durante los siglos XI y XII los mayores avances en el comercio de largo recorrido tuvieron lugar en las pujantes ciudades del norte de Italia. Una serie de victorias de las fuerzas navales venecianas, pisanas y genovesas otorgaron a esas ciudades el control sobre el transporte comercial entre Constantinopla, Alejandría y Occidente. La prosperidad creciente de los nobles y eclesiásticos europeos creó y amplió el mercado para los artículos de lujo orientales, mientras que la seguridad interna de la región posibilitó a los comerciantes proporcionar dichos artículos asumiendo menores riesgos. En el siglo XIX surgió en la región francesa central de Champagne un sistema de ferias donde los mercaderes flamencos vendían tela a los italianos, y los comerciantes italianos vendían especias musulmanas y sedas bizantinas a los flamencos, franceses y alemanes. No obstante, en 1300 esas ferias iniciaron su declive cuando los mercaderes italianos lograron abrir una ruta marítima directa entre Italia y los puertos atlánticos del norte de Europa. Entonces lo práctico fue importar lana cruda directamente de Inglaterra al norte de Italia, donde ciudades como Florencia podían producir tela de lana ellas mismas. Cuando aumentó la industria textil italiana, la flamenca declinó, un signo más de que Europa se estaba convirtiendo en una economía unificada.
El comercio de larga distancia era una empresa arriesgada. Podían perderse fortunas con tanta facilidad como se hacían. La piratería era habitual, y se sabía de la peligrosidad del mar Mediterráneo para los marineros y sus barcos. La aristocracia terrateniente solía desdeñar a los comerciantes porque no podían presumir de antiguos linajes y porque era demasiado evidente su relación con los beneficios pecuniarios. Sin embargo, era innegable su valor; incluso en la batalla, las milicias ciudadanas de Milán o Florencia con frecuencia sacaban ventaja a sus rivales aristocráticos. Pero sobre todo los italianos consiguieron abrir nuevas rutas comerciales debido a la disposición de los mercaderes y nobles a invertir considerables sumas de dinero en barcos, mercancías y animales de carga. Para facilitar dicha inversión, los mercaderes italianos desarrollaron nuevas formas de contratos de sociedad comerciales, nuevos métodos de contabilidad (incluida la teneduría de doble entrada) y nuevos mecanismos de crédito, algunos de ellos tomados de los ejemplos bizantino y musulmán. Parte de estos nuevos conciertos crediticios se topó con el rechazo de la Iglesia cristiana occidental, que condenaba casi todas las formas de préstamo de dinero como usura. Pero la demanda de capital para impulsar la nueva economía comercial era irresistible, y poco a poco las actitudes comenzaron a cambiar. Desde el siglo XIII importantes eclesiásticos empezaron a hablar de manera más favorable de los comerciantes. San Buenaventura, franciscano italiano del siglo XIII, sostenía, por ejemplo, que en la época del Antiguo Testamento Dios había mostrado un favor especial hacia los pastores como el rey David; en la época del Nuevo Testamento, había favorecido a pescadores como san Pedro; pero en los tiempos modernos el favor de Dios se dirigía a los comerciantes como san Francisco de Asís.
Sin embargo, resultaría engañoso pensar que la revolución comercial o urbana de la Alta Edad Media fue resultado sobre todo del comercio de larga distancia. Algunas poblaciones recibieron grandes estímulos de dicho comercio, y el crecimiento de ciudades tan importantes como Venecia (cerca de 100.000 habitantes en 1300) y Génova (80.000 habitantes) habría sido imposible sin él, pero la prosperidad de la mayoría, incluidas ciudades tan enormes como París (200.000 habitantes en 1300), Florencia (100.000 habitantes), Milán (de 80.000 a 100.000 habitantes) y Londres (de 60.000 a 80.000 habitantes), dependía fundamentalmente de la riqueza de los territorios circundantes, de los que extraían sus alimentos, sus materias primas y el grueso de su población. La aceleración de la vida económica en general fue la causa principal del crecimiento urbano durante la Alta Edad Media. El comercio de largo recorrido no fue más que un aspecto de esta transformación económica y comercial de mayor alcance en la vida europea.
LAS POBLACIONES
Las poblaciones, grandes y pequeñas, existían en relación simbiótica con el campo que las rodeaba; proporcionaban mercados y artículos manufacturados mientras se alimentaban de los excedentes agrícolas y se extendían por la inmigración constante de campesinos libres y siervos huidos en busca de una vida mejor. Una vez que las ciudades comenzaron a florecer, muchas de ellas se especializaron en ciertas iniciativas. París y Bolonia lograron riqueza considerable albergando importantes universidades; Venecia, Génova, Colonia y Londres se convirtieron en centros de comercio de larga distancia; Milán, Florencia, Gante y Brujas se especializaron en manufacturas. Las industrias urbanas más importantes fueron las dedicadas a la fabricación y acabado de la lana (y en Venecia, el algodón). La mayor parte de la fabricación urbana la realizaban artesanos particulares en talleres pequeños de su propiedad, cuya producción la regulaban asociaciones profesionales conocidas como gremios.
En general, sólo a los maestros artesanos, que eran expertos en su oficio y dirigían su propio taller, se les permitía ser miembros plenos con voto de un gremio. Como resultado, los gremios solían fomentar los intereses de sus miembros más ricos y situados, intentando conservar los monopolios y limitar la competencia. Para dichos fines, los términos del empleo estaban estrictamente regulados. Si un aprendiz u oficial deseaba convertirse en maestro, con frecuencia tenía que producir una «obra maestra» para que la juzgaran los maestros del gremio. Si se dictaminaba que el mercado era demasiado débil para soportar más maestros artesanos, ni siquiera una obra maestra aseguraría a un artesano el codiciado derecho de establecer su propio taller; pero sin esa posición algunas ciudades llegaban incluso a prohibir a un oficial que se casara. Los gremios artesanales también controlaban los precios y salarios, prohibían el trabajo fuera de horas y formulaban regulaciones detalladas que regían los métodos de producción y la calidad de los materiales que debían emplear sus miembros. También desempeñaban importantes funciones sociales como asociaciones religiosas, sociedades benéficas y clubes de bebida, se ocupaban de sus miembros en momentos de tribulación y apoyaban a sus dependientes cuando un maestro artesano fallecía.
Los comerciantes también fundaron gremios, y en algunas ciudades llegaron a ser tan poderosos que la pertenencia a uno de ellos se convirtió en un prerrequisito para tomar parte en el gobierno municipal. Al igual que los más numerosos pero menos poderosos gremios artesanales, los gremios de comerciantes pretendían mantener el monopolio del mercado local para sus miembros, restringían la competencia y obligaban a cumplir unos precios uniformes. A menudo, también controlaban la concesión de la ciudadanía a los nuevos solicitantes. Por su naturaleza, los gremios eran una organización excluyente: como eran explícitamente cristianos, estaban cerrados para judíos y musulmanes. También restringían en buena medida las oportunidades económicas a los asalariados comunes, en especial las mujeres, si bien no estaban excluidas de forma automática de la mayoría e incluso había unos cuantos específicamente femeninos. Sin embargo, a pesar del importante papel que desempeñaban como asalariadas urbanas, la mayoría de los gremios dominados por los hombres se aseguraba de que las mujeres no tuvieran influencia sobre los términos y condiciones en los que trabajaban o los salarios que se les pagarían por su labor.
Para los ojos modernos, los pueblos y ciudades medievales aún parecerían casi rurales en 1300. Con frecuencia las calles estaban sin pavimentar, las casas poseían huertas para cultivar verduras y había animales de granja por doquier. A comienzos del siglo XII, el heredero al trono de Francia resultó muerto cuando su caballo tropezó y cayó debido a un cerdo que corría suelto por las calles de París. Las condiciones higiénicas eran malas y el aire apestaba a menudo a excrementos animales y humanos. Un londinense del siglo XIV canalizó durante meses sus aguas negras al sótano de la casa de su vecino; sólo cuando dicho sótano se llenó y las aguas negras empezaron a inundar la calle pública se detectó su delito. En un mundo semejante proliferaban las enfermedades, sobre todo en los barrios atestados donde vivían los más pobres. Pero en todos los estratos de la sociedad urbana las tasas de fertilidad eran bajas, y la mortalidad infantil, elevada. La mayoría de las ciudades sostenía su población con la inmigración continua del campo. Los incendios eran un peligro omnipresente, y las tensiones económicas y las rivalidades familiares podían llevar a disturbios sangrientos. A pesar de todo, la gente urbana estaba muy orgullosa de sus nuevas ciudades y modos de vida. Un famoso himno a Londres, por ejemplo, escrito por un morador de la ciudad del siglo XII, elogiaba su prosperidad, piedad y clima perfecto, y declaraba que, salvo por los frecuentes incendios, la única molestia de Londres «era que la gente bebía sin moderación». Este orgullo se repetía en las alabanzas de otras ciudades europeas, en las que sus ciudadanos afirmaban cada vez más sus identidades características y sus privilegios comunitarios como comerciantes, artesanos y corporaciones con autogobierno.
Cuando el poder del califato abasí declinó durante los siglos IX y X, el Imperio bizantino se expandió. A mediados del siglo IX, la posición de Bizancio todavía era precaria. Hacía poco que una flota musulmana había tomado Sicilia y Creta; la inmigración eslava pagana en los Balcanes estaba mermando deprisa el control bizantino en esa región; la presión musulmana sobre las fronteras orientales del imperio continuaba incólume, si bien dichas fronteras se mantenían en buena medida donde habían estado desde comienzos del siglo VIII; y un nuevo enemigo había surgido en los saqueadores y comerciantes vikingos que se habían establecido junto a los sistemas fluviales rusos que vertían al mar Negro y al Caspio. Las conexiones comerciales más importantes de los rus eran con los abasíes; intercambiaban esclavos, miel, cera y pieles por plata, especias indias y sedas chinas. Pero también conocían el camino hasta Constantinopla: en el año 860, cuando el emperador bizantino y su ejército estaban ocupados en la frontera oriental con los musulmanes, una flota de los rus navegó por el mar Negro y saqueó Constantinopla.
EL RESURGIMIENTO BIZANTINO
Sin embargo, en 1025 la posición de Bizancio ya se había transformado. Después de varios siglos de inactividad, los misioneros del siglo IX, los famosos santos Cirilo y Metodio, convirtieron a los eslavos de los Balcanes al cristianismo ortodoxo, idearon para ellos una lengua escrita conocida como eslavo eclesiástico antiguo y crearon el alfabeto cirílico, que todavía se emplea en Bulgaria, Serbia y Rusia. Siguió de inmediato la conquista militar. En 1025, cuando el emperador Basilio II («el matador de búlgaros») murió, los bizantinos habían anexionado a su imperio Grecia, Bulgaria y la actual Serbia. Asimismo, habían forjado una alianza militar y comercial con el reino rus occidental establecido en torno a Kiev, reorientando de forma decisiva a los rus hacia Constantinopla y alejándolos del islam. En el año 911 setecientos rus tomaron parte en el ataque de la flota bizantina a la Creta musulmana; en el año 945 se estableció un tratado comercial; en el año 957 una princesa cristiana kievana llamada Olga fue atendida con grandes agasajos en una visita de estado a Constantinopla, y en el año 989 el emperador Basilio II recurrió a Vladimir, príncipe de Kiev, para pedirle las tropas que necesitaba para ganar una guerra civil contra su rival imperial, Bardas Fokas, miembro de la nobleza cada vez más poderosa de las fronteras orientales del imperio. A cambio de la ayuda de Vladimir, Basilio le entregó a su hermana Ana en matrimonio. Vladimir, junto con su pueblo, aceptó el bautismo para entrar en la Iglesia ortodoxa. Rusia ha permanecido como bastión ortodoxo hasta la actualidad.
Entre las décadas de 930 y 970, los bizantinos también lanzaron una serie de victoriosas campañas a lo largo de sus fronteras oriental y suroriental con los abasíes y reconquistaron territorios que no habían estado en sus manos desde el siglo VII. Aunque la mayoría de los pueblos de los territorios reconquistados había continuado siendo cristiana durante tres siglos de gobierno islámico, los armenios y los sirios en particular poseían sus tradiciones cristianas características que estaban en pugna doctrinaria y lingüísticamente con la Iglesia de lengua griega de Constantinopla. Para un imperio que se había definido durante siglos en virtud de su ortodoxia (la misma palabra significa «credo correcto»), la incorporación de esos «herejes» amenazaba los cimientos sobre los que se asentaba su unidad.
Sin embargo, lo más importante fue que las conquistas orientales aumentaron mucho el dominio de las familias nobles locales que las dirigieron y aprovecharon, y crearon por primera vez un centro de poder dentro del imperio que se encontraba fuera de la capital, Constantinopla. Las tensiones y rivalidades entre estas familias nobles orientales y las autoridades imperiales de la capital agitaron la política durante la mayor parte del siglo X. Tras un fallido golpe de estado encabezado por el jefe de una de dichas familias, el emperador Basilio II (976-1025) suprimió salvajemente a las principales, además de redirigir el poderío militar bizantino a Occidente hacia Bulgaria, que conquistó con la ayuda de una fuerza naval aportada por los venecianos. Pero este freno a las ambiciones de los magnates orientales sólo fue temporal. Después de la muerte de Basilio, el trono imperial pasó a una serie de parientes ancianos e incompetentes. En el vacío de poder resultante, las familias nobles militares llegaron a dominar cada vez más el campo, mientras que en la corte disminuían los ingresos fiscales a la vez que aumentaban los gastos imperiales. Para pagar las facturas, los emperadores rebajaron la moneda de oro bizantina, redujeron su valor un 50 por ciento entre 1040 y 1080, con lo que socavaron el comercio precisamente cuando Venecia, Génova y Pisa consolidaban su control sobre las rutas comerciales del Mediterráneo oriental. En 1081, cuando las familias potentadas orientales triunfaron y colocaron a Alejo Comneno en el trono imperial, el Imperio bizantino ya estaba debilitado como potencia mediterránea.
LA INVASIÓN DE LOS TURCOS
A finales del siglo XI Bizancio arrostró nuevas amenazas procedentes de varios frentes. Venecia, Génova y Pisa habían surgido como potencias navales dominantes en el Mediterráneo oriental y se habían adueñado de buena parte del lucrativo comercio entre el norte de África islámico (incluido Egipto) y Occidente. El creciente poder del Egipto fatimí estaba comenzando a reducir los ingresos bizantinos a lo largo de la frontera suroriental con Siria. Pero lo más desastroso era que había emergido una nueva potencia musulmana en Asia, los turcos selyúcidas, que empezaban a trasladarse a Asia Menor, el verdadero núcleo central del Imperio bizantino. Cuando los turcos tomaron Armenia, el emperador intentó expulsarlos; pero las familias nobles orientales le negaron su apoyo, y en la decisiva batalla de Manzikert (1071) el ejército imperial fue aniquilado. Ahora los turcos tenían libre el camino para hacerse con toda Anatolia; de golpe, la parte más rica y productiva del Imperio bizantino cayó en manos turcas. En el mismo año, otro grupo turco conquistó Jerusalén de los fatimíes chiíes y devolvió la Ciudad Santa al control suní. Antes de que hubieran transcurrido cinco años, casi toda Siria y Asia Menor se hallaban en manos turcas. En el oeste, casi al mismo tiempo estalló una rebelión organizada por los eslavos de los Balcanes, lo que mermó más el erario, ya de por sí precario, del Imperio bizantino.
Sin embargo, en la década de 1090 Alejo Comneno había recuperado el erario y restaurado el control bizantino sobre los Balcanes, y empezaba a planear una campaña contra los turcos. Durante el siglo XI habían aparecido los caballeros occidentales que, provistos de pesadas armaduras, se convirtieron en las tropas montadas más efectivas del mundo. Alejo se había enfrentado a esos caballeros en 1085, cuando rechazó una invasión normanda de Grecia, y ansiaba utilizarlos contra los turcos, montados pero con armaduras ligeras. Para reclutar una fuerza de caballería pesada, envió una petición al papa Urbano II, esperaba un contingente de unos miles de tropas con las que podría recuperarse de los avances turcos en Anatolia. Sin embargo, antes de un año el papa había puesto en movimiento un vasto ejército cruzado de 100.000 occidentales con el objetivo de recuperar la Ciudad Santa de Jerusalén para la cristiandad.
LA PRIMERA CRUZADA
Las razones por las que los llamamientos de Urbano obtuvieron una respuesta tan masiva son complejas. Es probable que el mismo papa considerara la cruzada un medio de lograr al menos cuatro fines. Uno era devolver la Iglesia ortodoxa a la comunión con el papado. Las relaciones entre las dos iglesias se habían roto en 1054, cuando un emisario papal y el patriarca ortodoxo de Constantinopla se habían excomulgado mutuamente. Si Urbano conseguía unir las dos iglesias, alcanzaría una gran victoria para el programa gregoriano de monarquía papal, una de cuyas metas era establecer la primacía del papado sobre los restantes obispos e iglesias. Un segundo motivo era avergonzar al mayor enemigo de Urbano, el emperador alemán Enrique IV. Éste y el papado llevaban en guerra más de veinte años por sus reclamaciones respectivas de supremacía dentro de la cristiandad. Al convocar una poderosa cruzada para reconquistar Jerusalén, Urbano probablemente esperaba confirmar su derecho como papa a ser el dirigente verdadero de la sociedad cristiana occidental. En tercer lugar, al enviar un gran contingente de combatientes, el papa esperaba lograr la paz interna. Unos años antes, varios obispos y abades franceses habían apoyado un «movimiento pacifista» que prohibía los ataques sobre los no combatientes (la «paz de Dios»), así como luchar en ciertos días sagrados (la «tregua de Dios»). En 1095, en el concilio eclesiástico celebrado en Clermont, en el que anunció la primera cruzada, Urbano promulgó también la primera aprobación papal plena de este movimiento pacifista. En la práctica, Urbano comunicó a los caballeros reunidos que, si deseaban combatir, sólo podían hacerlo por una causa cristiana en ultramar. Por último, también la meta de Jerusalén inspiró a Urbano. Los geógrafos medievales lo consideraban el centro de la Tierra, y además era el santuario más sagrado de la religión cristiana porque era la cuna de Jesús. A los incultos caballeros cristianos de Europa occidental, al igual que quizá para el propio Urbano (cuya familia provenía de la caballería del sur de Francia), les parecía justo ayudar a su señor Jesucristo a recuperar su tierra de los musulmanes que se la habían arrebatado.
La respuesta a la llamada de Urbano superó todas las expectativas. Antes de un año, un ejército de 100.000 hombres, mujeres y niños, procedentes de todos los confines de Europa occidental, se puso en marcha hacia Constantinopla, donde pretendían reunirse antes de partir hacia Jerusalén. Como en toda gran iniciativa, los motivos de los participantes para unirse a la cruzada eran variados. Algunos esperaban obtener tierras o establecer principados para sí en Oriente. A otros les había atraído la simple perspectiva de correr una aventura. Muchos eran subordinados de grandes señores y los acompañaban porque era su deber. Puede que a unos cuantos les motivaran profecías oscuras y un fervor apocalíptico. La mayoría, probablemente, no tenía idea de lo que duraría el viaje o incluso en qué dirección viajarían.
Pero el motivo dominante para participar en la primera cruzada fue religioso. Salvo en el caso de unos cuantos grandes señores —en su mayoría normandos del sur de Italia—, la perspectiva de obtener nuevas tierras en Oriente era improbable y no deseable. En realidad, uno de los mayores desafíos que arrostró el reino latino (cruzado) de Jerusalén a partir de 1099 fue precisamente el hecho de que los cruzados muy rara vez querían permanecer en Oriente. Tras cumplir sus promesas, la vasta mayoría volvía a su lugar de origen. Los riesgos de morir en dicho viaje eran altos, y los costes de embarcarse, enormes. Los caballeros cruzados necesitaban un mínimo de dos años de ingresos en la mano para financiar su viaje. Para conseguir dichas sumas, muchos se vieron obligados a hipotecar tierras y a pedir prestado a la familia, los amigos, los monasterios y los comerciantes. Luego tenían que encontrar algún modo de devolver estos préstamos, si es que volvían. Si se hacía un juicio racional de sus ventajas financieras, la cruzada era un asunto de locos, pero ofrecía consuelo al alma cristiana. Durante siglos, el peregrinaje había sido la forma más popular de penitencia cristiana, y la peregrinación a Jerusalén se consideraba la más sagrada y eficaz de todas. Urbano II explicitó esta circunstancia en Clermont, donde prometió que los cruzados serían liberados de todas las demás penitencias impuestas por la Iglesia. Algunos predicadores de la cruzada llegaron aún más lejos al prometer lo que acabó conociéndose como indulgencia plenaria: que los cruzados serían completamente liberados de los castigos del más allá en el purgatorio por todos los pecados que hubieran cometido hasta ese momento de sus vidas y que las almas de quienes murieran en la cruzada irían derechas al cielo. La indulgencia plenaria era una oferta sin duda extraordinaria, y multitudes acudieron para aprovecharla.
Los sermones de la cruzada hacían hincapié en la venganza que los soldados de Cristo se tomarían sobre sus enemigos en Oriente, pero a algunos cruzados les parecía absurdo esperar hasta su llegada a Jerusalén para asumir este aspecto de sus obligaciones. Si bien era cierto que los musulmanes se habían adueñado de Jerusalén, que era propiedad de Jesús, era a los judíos a quienes la teología cristiana culpaba de su muerte. En el curso del siglo XII habían crecido comunidades judías en la mayoría de los pueblos y ciudades grandes de la Renania y en muchos de los pueblos y ciudades menores del norte de Francia. En la primavera de 1096 comenzaron los asaltos de grupos de cruzados contra las comunidades judías en el norte de Francia, que se extendieron en seguida a la Renania cuando los cruzados iniciaron su avance hacia el este. Cientos de judíos fueron asesinados en Maguncia, Worms, Speyer y Colonia, y cientos más fueron bautizados a la fuerza como precio para escapar de la muerte a manos de los caballeros cruzados. A pesar de los esfuerzos de las autoridades eclesiásticas para evitarlos, los ataques a los judíos pervivirían como rasgo regular y predecible del movimiento cristiano de las cruzadas hasta el siglo XIII.
Sorprendido por la naturaleza y la escala de la respuesta occidental a su llamada, Alejo Comneno hizo cuanto pudo para trasladar con rapidez a los cruzados de Constantinopla a Asia Menor. Sin embargo, pronto se pusieron de manifiesto las diferencias de perspectivas entre el emperador bizantino y los cruzados. Alejo tenía escaso interés en una expedición a Jerusalén, pero insistió en que los cruzados prometieran devolver al Imperio todo territorio que tomaran de los musulmanes. Los cruzados sospecharon que esta exigencia era una traición, y esta impresión se convirtió en certeza cuando los suministros que esperaban de Constantinopla durante el viaje no se materializaron. Desde el punto de vista de Alejo, el ejército cruzado constituía una amenaza, entre otras cosas porque incluía a varios dirigentes normandos que habían intentado conquistar su imperio diez años antes. Pero los cruzados consideraban que cumplían una misión de Dios. No entendían la disposición del emperador bizantino a establecer alianzas con algunos gobernantes musulmanes contra otros gobernantes musulmanes y llegaron de inmediato a la conclusión de que, en realidad, los bizantinos pretendían socavar el esfuerzo de la cruzada, tal vez incluso apoyando a los musulmanes contra ellos. Dichas sospechas eran infundadas, pero se sumaron a la creciente convicción occidental de que el Imperio bizantino era un obstáculo para la recuperación de Jerusalén para la cristiandad.
En contra de todos los pronósticos, la primera cruzada fue un triunfo. En 1098 los cruzados tomaron Antioquía y la mayor parte de Siria. A finales de 1099 conquistaron Jerusalén, matando sin piedad y por igual a sus habitantes musulmanes, judíos y cristianos. Su victoria se debió sobre todo al hecho de que los rivales musulmanes de los cruzados se hallaban en ese momento divididos por rencillas internas. Los fatimíes habían recobrado Jerusalén de los turcos unos meses antes de la llegada de los cruzados, y los propios turcos estaban en guerra entre ellos. Pero las tácticas militares occidentales, en particular el dominio en campo abierto de los caballeros con sus armaduras pesadas, también desempeñaron un importante papel en el éxito de los cruzados.
Asimismo, resultó crucial el apoyo naval que recibió la primera cruzada de Génova y Pisa, que esperaban que una victoria les permitiera controlar el comercio de especias indias que pasaba por el mar Rojo para llegar hasta Alejandría, en Egipto. En este sentido, la primera cruzada contribuyó a un mayor declive del comercio bizantino, que ya sufría la competencia italiana en el Mediterráneo y el impacto negativo de las invasiones turcas sobre las rutas comerciales que antes conectaban Constantinopla con Bagdad y la ruta de la seda de Asia Central a China. Todas estas tendencias ya existían antes de que comenzara la cruzada, pero la fundación del reino latino las aceleró. En este sentido, la primera cruzada contribuyó considerablemente al cambio en el equilibrio de poder entre Bizancio y Occidente.
LAS CRUZADAS POSTERIORES
La primera cruzada no tuvo un gran impacto en el equilibrio de poder entre el islam y Occidente. El reino de los cruzados nunca llegó a ser más que una estrecha franja de colonias poco pobladas a lo largo del litoral de Siria y Palestina. Puesto que los cruzados no controlaban el mar Rojo, las principales rutas del comercio islámico con la India y el Lejano Oriente no se vieron afectadas por el cambio de lealtad religiosa en Jerusalén. Los cruzados tampoco interfirieron en las rutas de caravanas que pasaban por sus territorios. Para los musulmanes, la pérdida de Jerusalén constituyó mucho más una afrenta religiosa que económica, y fue por motivos religiosos por lo que planearon su recuperación. En 1144 la mayoría de los principados cruzados en Siria ya se había reconquistado. Cuando los guerreros cristianos dirigidos por el rey de Francia y el emperador de Alemania llegaron a Oriente en la segunda cruzada para recuperar lo perdido, estaban demasiado divididos entre sí para obtener alguna victoria. No mucho después, Siria y Egipto se unieron bajo el gran dirigente musulmán Saladino, quien por fin reconquistó Jerusalén en 1187. En respuesta, se lanzó la tercera cruzada, encabezada por el emperador alemán Federico Barbarroja, el rey francés Felipe Augusto y el rey inglés Ricardo Corazón de León. Esta campaña también fracasó. Barbarroja se ahogó en Asia Menor cuando se dirigía a Jerusalén y Felipe Augusto regresó a Francia en seguida. Los heroicos esfuerzos de Ricardo Corazón de León permitieron al reino latino sobrevivir durante un siglo más, pero no pudo recuperar Jerusalén.
Sin embargo, el sueño no murió. Cuando Inocencio III se convirtió en papa en 1198, su principal ambición era reconquistar Jerusalén. Convocó la cuarta cruzada para ese fin, pero resultó un desastre. La guerra civil en Alemania, combinada con la guerra entre Inglaterra y Francia, redujo de forma considerable el número de caballeros dispuestos a participar, y cuando los venecianos, que habían contratado transportar al ejército cruzado a Tierra Santa, descubrieron que sólo llegarían la mitad de los previstos y que, por tanto, no se les pagaría tanto como esperaban, desviaron la cruzada a un ataque a Constantinopla en 1204. El resultado fueron unas enormes ganancias imprevistas para Venecia, pero la destrucción efectiva del Imperio bizantino, que durante los sesenta años siguientes quedó dividido en provincias latinas y provincias griegas. En 1261 los rivales de los venecianos, los genoveses, ayudaron a un nuevo aspirante imperial, Miguel VIII Paleólogo, a recuperar el trono bizantino y, con él, el control sobre Constantinopla. Pero el Imperio bizantino estaba ahora reducido a poco más que la propia ciudad, con lo que dejaba tanto Asia Menor como los Balcanes abiertos a la conquista final a manos de los turcos otomanos.
Pese al desastre de la cuarta cruzada, los esfuerzos occidentales por recuperar Jerusalén continuaron a lo largo del siglo XIII. Sin embargo, hasta 1229, cuando el emperador romano occidental Federico II negoció un tratado con el sultán egipcio que devolvió Jerusalén al control cristiano por un período de diez años, ningún dirigente occidental había intentado lograr este objetivo de forma directa. En su lugar, las cruzadas del siglo XIII se dirigieron principalmente a Egipto (1217-1219, 1248-1254), y en 1270, a Túnez. La meta estratégica de los cruzados era cortar las cuerdas de salvamento que sostenían el control musulmán de la Tierra Santa. Sin embargo, al explicar estas cruzadas posteriores, resulta cada vez más difícil desentrañar los cálculos para reconquistar Jerusalén (que, en todo caso, era una ciudad destrozada, sin murallas y con una población escasa) de las aspiraciones de los comerciantes italianos de controlar el comercio del Lejano Oriente que pasaba por Egipto y el comercio del oro procedente del África subsahariana que recorría Túnez. La gran ciudad mercantil del reino latino del siglo XIII era San Juan de Acre, no Jerusalén. Su caída en 1291 marcó el final de todas las expediciones occidentales (aunque no de los planes para dichas expediciones) para reconquistar la Tierra Santa del islam.
LAS CONSECUENCIAS DE LAS CRUZADAS
Para Bizancio la repercusión del movimiento cruzado fue desastrosa. Los cruzados coincidieron con —y en cierta medida causaron— un cambio decisivo en el equilibrio de poder económico y militar entre Europa occidental y el tambaleante Imperio bizantino. En contraste, en el mundo musulmán el impacto de las cruzadas fue mucho más modesto. El comercio entre el islam y Occidente continuó a pesar de las interrupciones periódicas provocadas por los ataques cruzados a Siria, Egipto y el norte de África. Las mayores ganancias económicas correspondieron a las repúblicas marítimas italianas de Venecia y Génova, pero los comerciantes islámicos también pasaron a depender cada vez más de los mercados occidentales para sus productos. Además, ambas partes ganaron a efectos militares: los occidentales aprendieron nuevas técnicas de fortificación, y los musulmanes, nuevos métodos de guerra de asedio y nuevos aspectos para el uso de la caballería pesada. Por último, las cruzadas también ayudaron a cristalizar las doctrinas cristiana e islámica de la guerra santa contra los infieles. Ni la guerra santa cristiana ni la yihad islámica se inspiraron mucho doctrinalmente entre sí, pero la colisión de ambas profundizó la hostilidad mutua que ya separaba al mundo islámico de la Europa cristiana.
Las consecuencias de las cruzadas en Europa occidental son más difíciles de valorar. Tal vez cabría considerarlas un capítulo de una historia en general victoriosa de expansionismo occidental durante la Alta Edad Media que acabó en fracaso. Sin embargo, en dicha época, al igual que en Groenlandia y Norteamérica, los europeos occidentales fueron demasiado ambiciosos. No pudieron mantener las colonias que establecieron y a la larga se vieron obligados a abandonarlas. Las cruzadas tampoco abrieron a los europeos a un mundo más amplio del que antes no sabían nada. Ese mundo más amplio ya existía en 1095 y los europeos ya formaban parte de él. El comercio con el mundo islámico y más allá con la India y el Lejano Oriente produjo enorme prosperidad a las repúblicas marítimas italianas, en especial a Génova y Venecia, pero estos vínculos comerciales habían existido antes de las cruzadas y continuarían después de que terminaran. Cabe sostener incluso que las cruzadas disminuyeron, en lugar de aumentar, el intercambio económico y cultural entre Europa occidental y el mundo islámico que de otro modo habría tenido lugar.
Pero sería erróneo poner fin a nuestra exposición de las cruzadas con una nota menor. Resulta claramente visible en el movimiento cruzado del siglo XIII un impulso de los mercaderes occidentales, respaldados por la fuerza militar, para controlar el comercio de especias, sedas y oro «deshaciéndose de los intermediarios islámicos». Este impulso continuaría y, a partir del siglo XVI, acabaría llevando a la creación de imperios mercantiles y coloniales europeos a escala mundial. Tampoco debemos pasar por alto o despreciar la influencia duradera del ideal de las cruzadas en la imagen que de sí mismos se forjaron los europeos. Las cruzadas tuvieron un éxito considerable en la península Ibérica, donde entre 1100 y 1250 los reyes de Castilla y Portugal y la corona de Aragón dirigieron su reconquista del islam. En Iberia en particular, el movimiento cruzado mantuvo su significado ideológico hasta finales del siglo XVI, proporcionando una importante motivación a los viajes de descubrimiento portugueses y españoles durante el siglo XV y la conquista de América durante el siglo XVI. Las cruzadas seguirían tiñendo las relaciones europeas con el islam y sobre todo con los turcos otomanos, cuyas conquistas los llevarían a las puertas de Viena y las fronteras de Italia. Ni siquiera Napoleón, el último emperador romano occidental, fue inmune al ideal cruzado, pues también encabezaría una reconquista triunfal pero breve de Jerusalén.
La creciente riqueza de la Europa altomedieval también transformó la estructura de la sociedad. En el siglo X todavía era posible describirla dividida «entre quienes trabajaban, quienes rezaban y quienes combatían». Sin embargo, en 1300 esas descripciones funcionales ya no mantenían la más mínima relación tangencial con la realidad. En las pujantes ciudades habían surgido nuevas élites comerciales y profesionales; los miembros más prósperos de la sociedad eran los comerciantes y los banqueros, no los nobles. Las familias más nobles fingían desdén por el comercio, pero los nobles también se vieron arrastrados al mundo comercial, pese a su desprecio por semejantes «calculadores». Por supuesto, los nobles seguían combatiendo; pero también lo hacían los caballeros, los ballesteros urbanos, los arqueros campesinos, las milicias ciudadanas y las levas rurales. Hasta el trabajo se había vuelto más complejo. En 1300 la mitad de los campesinos de Inglaterra labraba parcelas de tierra demasiado pequeñas para sostener a sus familias. Sobrevivían y a veces prosperaban mediante una combinación cambiante de labranza, trabajo asalariado, caza, recolección y caridad. Las líneas que existían entre el pueblo y el campo se cruzaban con facilidad. La gente rural se trasladaba a las ciudades y la de las ciudades volvía al campo con regularidad y facilidad. Habían surgido escuelas de todo tipo, y sus productos —abogados, médicos, administradores de propiedades, escribanos y funcionarios gubernamentales— constituían una nueva y creciente clase profesional que complicaba más los esfuerzos por describir la sociedad europea atendiendo a los «tres órdenes» de trabajadores, oradores y combatientes.
La riqueza en aumento hizo más compleja la sociedad, que también se volvió más fluida. La imagen de la «rueda de la fortuna», cuyo giro incesante elevaba a la grandeza a los insignificantes, a la vez que reducía a los grandes a la pobreza, fue una de las imágenes favoritas durante la Alta Edad Media, y por buenas razones. Un naufragio, un flete robado, una mala inversión o un error de cálculo político podían arruinar hasta a las familias más ricas y poderosas. Al mismo tiempo, la gente pobre con habilidad y suerte podía a veces elevarse a alturas extraordinarias. La carrera en la Iglesia estaba particularmente abierta para los hombres de talento. El servicio real era otra vía de ascenso social. Pero la rueda de la fortuna también hacía caer a los hombres. Dante Alighieri, figura prominente en el gobierno de su ciudad natal de Florencia, fue exiliado de por vida en 1301 y escribió su mejor poesía «saboreando las amargas migajas del pan de otros hombres».
NOBLES Y CABALLEROS
La nueva riqueza provocó movilidad social, pero también creó una sociedad más estratificada. Ya hemos señalado las jerarquías de posición y riqueza que caracterizaban el sistema de gremios. Con el surgimiento de la servidumbre, aparecieron nuevas distinciones entre familias libres y no libres dentro de la sociedad campesina. Sin embargo, en ninguna parte resulta tan manifiesta la estratificación creciente de la sociedad europea como entre la nobleza. En el período carolingio, la nobleza comprendía un número relativamente pequeño de antiguas familias de igual o parecido rango social que se casaban entre sí. No obstante, durante los siglos X y XI, comenzaron a establecerse nuevas familias como señores territoriales que rivalizaban con las antiguas familias nobles carolingias en poder y riqueza, y que incluso a veces las sobrepasaban. Algunas de estas nuevas familias eran descendientes de autoridades que habían aprovechado el derrumbe carolingio para independizarse. Otras no eran más que saqueadores cuyo poder residía en el control sobre castillos, caballeros y casas solariegas. Hasta el siglo XII, las antiguas familias nobles carolingias intentaron resistir las reclamaciones de estas nuevas familias al rango y la posición de nobles, pero a finales del siglo XIII ya había surgido una nobleza en Europa occidental que incluía a estas nuevas familias de condes, señores de castillos y caballeros, pero también establecía una serie de meticulosas distinciones de rango entre duques, condes, castellanos y caballeros.
Los caballeros no eran necesariamente nobles en el siglo XI. La caballería era un «orden» social formado por hombres de rango muy variado. Algunos caballeros del siglo XI eran hijos de grandes nobles, pero otros eran poco más que campesinos montados a caballo y armados con espadas. Como grupo guerrero especializado, los caballeros se asociaban con la nobleza, por lo que obtenían cierto grado de prestigio social. Pero los acontecimientos clave que elevaron a los caballeros al rango de la nobleza sucedieron durante los siglos XII y XIII, y tuvieron una conexión directa con la riqueza creciente de la sociedad medieval. Cuando ascendió el coste del equipo de caballero, el número de hombres que podían permitirse los caballos más pesados, las espadas más fuertes y la armadura mejorada que se necesitaban descendió considerablemente. Asimismo, el estilo de vida doméstica que se esperaba de los caballeros se volvió más refinado y caro. En 1100, un caballero podía pasar con una sobreveste de lana, dos caballos y un mozo de cuadra; en 1250 ya requería una caballeriza, ropa de seda y un séquito de servidores, escuderos y mozos de cuadra. Para sostener un modo de vida tan extravagante, un caballero necesitaba un considerable estipendio anual de su señor o poseer grandes fincas, un mínimo de 480 hectáreas. A diez peniques por hectárea en arrendamiento, 480 hectáreas producirían unos ingresos anuales de veinte libras, el mínimo considerado preciso en la Inglaterra del siglo XIII para sostener a un caballero. En comparación, un jornalero común, que trabajaba por salarios que rondaban los dos peniques diarios, podía esperar ganar una o dos libras anuales.
CABALLERÍA Y AMOR CORTÉS
Cuando los costes de la caballería ascendieron, también lo hizo su prestigio social. Desde mediados del siglo XII, los caballeros y nobles de Europa empezaron a abrazar y fomentar el código de valores conocido como «caballería», que destacaba la valentía, la lealtad, la generosidad, la destreza con las armas y los buenos modales como elementos esenciales de la verdadera nobleza. Caballería significa literalmente «equitación», y el combate a caballo (en el campo de batalla o en torneos) perduraría durante mucho tiempo como el elemento definitorio en la imagen que de sí misma tenía la nobleza europea. Sin embargo, por encima de todo la caballería era una ideología social que atrajo a los caballeros y nobles de Europa occidental porque les otorgaba un modo de distinguirse de los restantes grupos de la sociedad altomedieval —mercaderes, abogados, artesanos y prósperos campesinos libres— con los que rivalizaban en riqueza y, a veces, influencia política. Aunque tradicionalmente la nobleza había destacado que descendía de antepasados nobles como elemento clave en el rango social, en el mundo cambiante de la Alta Edad Media, muchas familias que vivían noblemente carecían de antepasados de prestigio, mientras que otras que sí los tenían ya no contaban con la riqueza necesaria para mantener un estilo de vida apropiado. Entonces, ¿en qué consistía la nobleza? ¿La posición de noble dependía de la cuna o era resultado de los logros individuales? La amalgamación entre caballería y nobleza fomentada por la primera ofrecía algo a ambas partes. A las antiguas familias nobles les proporcionaba la seguridad de la virtud heredada en su sangre y de que los valores caballerescos se solían encontrar en los nacidos de padres nobles. Sin embargo, a los caballeros, así como a los mercaderes y abogados que a veces adoptaban su lenguaje y costumbres, la caballería les ofrecía un modo de legitimar las posiciones sociales que ya habían obtenido mediante su lealtad, valentía y destreza.
La caballería comenzó como el sistema de valores de un orden de caballeros socialmente diverso. A finales del siglo XII se había convertido en la ideología de una clase social que funcionaba para demarcar a quienes eran nobles (o aspiraban a serlo) de quienes no lo eran. Estas líneas de demarcación social quedaban particularmente claras en el campo de batalla, donde el código de la caballería pertenecía de manera exclusiva a los caballeros. La caballería obligaba a un caballero a tratar a un rival con cortesía y respeto; lo capturaba para exigir rescate en lugar de matarlo y confiaba en su palabra de que dicho rescate se pagaría. Sin embargo, estos escrúpulos no se aplicaban a los soldados rasos, las milicias urbanas y los arqueros, a quienes, con arreglo a las leyes marciales de la caballería, se podía asesinar a voluntad de los caballeros, sin ninguna perspectiva de que se los capturara para exigir rescate.
Estrechamente ligado a la ideología de la caballería estaba el denominado culto al amor cortés, que convertía a las mujeres nobles en objetos de veneración para sus admiradores caballeros. En él también existía un importante elemento de clase social. El amor cortés era el amor «refinado», el amor «comedido» apropiado para una corte real o noble. Pero los exponentes del amor cortés distinguían claramente entre las mujeres nobles, que eran las únicas capaces de amor «refinado» (y a las que, por tanto, se cortejaba y conquistaba mediante buenos modales, poesía y proezas valerosas), y las campesinas, con quienes tal «cortesía» supondría un desperdicio. Las nobles tenían que ser cortejadas, pero las campesinas podían tomarse por la fuerza si no accedían de buena gana a los deseos de un noble.
¿En qué medida afectaron las nuevas doctrinas de amor cortés las actitudes de los hombres nobles hacia las mujeres nobles? La cuestión continúa siendo polémica por dos razones. Una es que la mayoría de nuestros datos sobre el amor cortés provienen de la literatura, y los historiadores difieren acerca de la precisión con que ésta refleja la vida. La otra es que colocar a las mujeres en un pedestal es en sí otro modo, si bien más delicado, de constreñir sus opciones. Sin embargo, no cabe cuestionar que hubo un cambio en las actitudes literarias hacia el sexo femenino. Hasta el siglo XII, a las mujeres prácticamente se las ignoraba en la literatura. El poema épico francés por excelencia, El cantar de Roldán, hablaba de hazañas sangrientas y marciales que no las mencionaban o las retrataban de pasada como esposas y madres obsequiosas. Pero unas décadas después de 1100, las nobles se convirtieron de pronto en objetos de elaborada veneración por parte de los poetas líricos y los escritores de romances.
Aunque la literatura de amor cortesano era extremadamente idealista y algo artificial, expresaba los valores de una cultura noble más amable en la que las mujeres de clase alta eran más respetadas que antes. Es más, ciertas mujeres reales de los siglos XII y XIII llegaron a gobernar sus posesiones en varias ocasiones cuando sus esposos o hijos fueron incapaces de hacerlo. Desde 1109 hasta su muerte en 1126, la reina Urraca gobernó el reino combinado de León y Castilla en España. La indomable Leonor de Aquitania (1122?-1204), esposa de Enrique II, desempeñó un papel crucial en el gobierno de Inglaterra cuando su hijo Ricardo I (Corazón de León) se fue a las cruzadas de 1190 a 1194. La tenaz Blanca de Castilla gobernó Francia con destreza dos veces en el siglo XIII, primero durante la minoría de edad de su hijo Luis IX y de nuevo cuando éste se marchó a las cruzadas. Por supuesto, las reinas no son mujeres típicas y desde una perspectiva moderna las nobles altomedievales seguían estando muy limitadas. Pero desde el punto de vista del pasado, la Alta Edad Media fue un tiempo de avance para las mujeres de las clases superiores. El símbolo más llamativo de este cambio proviene de la historia del juego de ajedrez. Antes del siglo XII, al ajedrez se jugaba en el mundo islámico, pero allí el equivalente de la reina era una figura masculina, el gran visir, que sólo podía moverse en diagonal un cuadrado cada vez. En la Europa del siglo XII, esta pieza se convirtió en reina, y en algún momento antes del final de la Edad Media, comenzó a moverse por todo el tablero.
Los profundos cambios sociales y económicos de la Alta Edad Media también dieron origen a nuevas formas de gobierno y vida política. A comienzos de esta época, la monarquía era prácticamente la única forma de gobierno que conocían los europeos occidentales. Los pueblos eran pequeños y solían estar gobernados por sus obispos o reyes; los reinos también eran reducidos y se pensaba que pertenecían a un pueblo particular como los lombardos, los visigodos, los sajones occidentales o los francos salianos. Durante los siglos VIII y IX, la mayoría de esos reinos étnicos desapareció cuando surgieron en Inglaterra y el Imperio carolingio otros mayores y más poderosos basados en el territorio. En Inglaterra, la monarquía sajona occidental sobrevivió a las invasiones vikingas del siglo IX para convertirse en la única gobernante de un reino inglés unido. Asimismo, en Alemania durante el siglo X apareció una única dinastía real, la Otoniana, como reyes indiscutibles de la provincia franca oriental. Pero en Francia, Cataluña y el norte de Italia, el derrumbe carolingio estuvo a punto de acabar con la soberanía monárquica. En el vacío de poder resultante, dos nuevas estructuras de autoridad política comenzaron a surgir poco a poco en el núcleo del antiguo Imperio carolingio; principados feudales y ciudades con gobierno propio.
EL GOBIERNO URBANO
Los soberanos altomedievales se daban cuenta perfectamente del valor de los pueblos, y donde sobrevivieron monarquías fuertes (como, por ejemplo, Inglaterra y Alemania), los reyes del siglo X fueron fundadores activos de pueblos y ciudades. Pero en Flandes, Cataluña y el norte de Italia, donde los reinos se derrumbaron a finales del siglo IX y durante el siglo X, en esa misma época se desarrollaron ciudades con gobierno autónomo sin control monárquico estricto. Ya hemos hablado de los factores económicos generales que llevaron al crecimiento de las ciudades durante la Alta Edad Media: el aumento de riqueza agrícola en el campo, el incremento de población y el desarrollo de redes de comercio locales y de larga distancia. Estos factores congregaron en las ciudades grandes cantidades de inmigrantes; también atrajeron a la nobleza local, muchos de cuyos miembros acabaron participando en su floreciente vida económica y política, sobre todo cuando dichos centros empezaron a extender su control sobre el campo circundante. En el norte de Italia en especial, los nobles se trasladaron a las ciudades, donde vivían en torres urbanas fortificadas, rodeados por sus séquitos de caballeros, sus siervos y sus partidarios, del mismo modo que lo habrían hecho en un castillo en el campo. Su presencia dotó de un matiz aristocrático a la vida política de los pueblos, pero también introdujo una cultura violenta de honor y venganza en la vida urbana. En un intento de controlar dicha violencia, en el siglo XIII, algunas ciudades italianas (como Florencia) pretendieron prohibir que los nobles ostentaran cargos gubernamentales. Pero los efectos desestabilizadores de esas contiendas continuaron y acabaron socavando las tradiciones de gobierno urbano republicano, con lo que allanaron el camino para el surgimiento durante la Baja Edad Media de familias principescas tan poderosas como los Visconti de Milán y los Medici de Florencia, cuyo gobierno dinástico ridiculizaba las formas democráticas de la vida política urbana.
Considerando lo grandes que llegaron a ser algunas ciudades de Europa occidental durante los siglos XII y XIII, resulta asombroso descubrir lo informales y acomodaticios que eran sus acuerdos de gobierno. Donde seguían gobernando reyes o señores feudales poderosos, los pueblos y ciudades solían recibir fueros especiales de libertad que definían sus derechos jurisdiccionales y establecían las estructuras básicas de autogobierno urbano. En el norte de Europa, solían consistir en un alcalde y un consejo elegido entre los ciudadanos principales. En otros lugares (por ejemplo, en Roma), los gobernantes poderosos como el papa se resistieron a todos los esfuerzos de establecer gobiernos urbanos independientes. Sin embargo, en el norte de Italia sólo quedaban unos cuantos señores poderosos —en su mayoría obispos— para apoyar las demandas de autogobierno o rechazarlas, por lo que los habitantes de pueblos y ciudades tuvieron que resolver por sí mismos sus pactos de gobierno.
En el siglo XII muchas ciudades del norte de Italia confiaron formalmente sus gobiernos a «cónsules» elegidos entre los principales magnates. No obstante, era frecuente que una asociación informal de ciudadanos conocida como la «comuna» asumiera una amplia variedad de funciones gubernamentales mano a mano con los cónsules. Pero hasta las comunas tenían un carácter manifiestamente oligárquico. Cuando aumentó la estratificación social durante el siglo XIII, muchas ciudades se encontraron divididas entre una clase dirigente de «magnates» y un partido popular que se sentía excluido de las estructuras entrelazadas de poder que controlaban el gobierno y los gremios. Estas tensiones las fomentaron los magnates que pretendían movilizar a los populares contra sus enemigos de otras facciones. Para controlar la violencia resultante, las ciudades recurrieron a veces a alguien ajeno, conocido como podestá, que solía ser un noble con formación legal y que gobernaba en realidad como dictador durante un mandato estrictamente limitado. Otras ciudades adoptaron el modelo de Venecia y se hicieron más oligárquicas en la forma, desechando incluso la pretensión de ser repúblicas populares. Sin embargo, en 1300 hasta las ciudades que en principio se mantenían como repúblicas, en la práctica se estaban volviendo cada vez más oligárquicas. La duración de los mandatos se prolongaba; los derechos jurisdiccionales de los gobiernos urbanos se extendían, y las tradiciones de sucesión dinástica al cargo estaban iniciando lo que conduciría a los principados urbanos de finales de la Edad Media.
En teoría, Europa continuó siendo un continente formado por reinos incluso durante los siglos X y XI, cuando el poder monárquico en Francia e Italia se hallaba en su punto más bajo. En Francia, la dinastía Capeta sucedió a la Carolingia sin interrupción en el año 987, manteniendo viva la memoria de que, en otro tiempo, toda la nación había debido lealtad a un único rey. En el norte de Italia, varios dirigentes locales se pelearon entre sí para reclamar el manto caído de la realeza carolingia, hasta que por fin en el año 962 hicieron valer sus derechos los recién coronados emperadores otonianos de Alemania. Pero en la práctica ni los otonianos en Italia ni los capetos en Francia fueron capaces de controlar los territorios sobre los que reclamaban gobernar. En el año 1000 el verdadero poder político y militar había pasado a las manos de hombres de rango inferior —duques, condes, castellanos y caballeros— debido a su capacidad para canalizar en su favor la riqueza creciente del campo. El símbolo de su autoridad era el castillo, a menudo poco más que una torre de madera situada en una colina y rodeada por una empalizada; pero cuando estaba defendido por una fuerza suficiente de caballeros montados, hasta un castillo de madera podía convertirse en una fortificación formidable, sin duda suficiente para intimidar a los campesinos de una zona y con frecuencia capaz de resistir los ataques de los señores rivales. Desde sus castillos, esos condes, castellanos y caballeros construían «feudos»: territorios independientes en los que ejercían no sólo los derechos de propiedad como terratenientes sobre los campesinos, sino también los derechos públicos de acuñar moneda, juzgar casos legales, realizar levas, librar la guerra, recaudar impuestos e imponer peajes. De este modo, en el año 1000 Francia ya se había convertido en un reino de mosaicos, compuesto por principados territoriales independientes, gobernados por condes o duques, que a su vez estaban divididos en señoríos menores regidos por castellanos y caballeros.
EL PROBLEMA DEL FEUDALISMO
A este sistema político altamente descentralizado, en el que los poderes «públicos» de amonedación, justicia, tributación y defensa se conferían a señores particulares, se hace referencia de manera convencional como feudalismo. Como término, «feudalismo» resulta insatisfactorio en muchos sentidos, y no menos porque los historiadores lo han empleado para dar a entender muchas cosas diferentes. Los historiadores marxistas lo usan para describir un sistema económico —en términos marxistas, un «modo de producción»— en el que la riqueza es mayoritariamente agrícola y todavía no se han formado las ciudades. Los historiadores sociales consideran que la «sociedad feudal» se caracteriza por un orden social aristocrático unido por lazos mutuos de posesión de la tierra y sostenido por el trabajo de los siervos atados a los señoríos. Los historiadores del derecho hablan del feudalismo como de un sistema de tenencia de la tierra en la que los hombres de posición inferior la guardaban para los hombres de posición superior a cambio de servicios de varios tipos, mientras que los historiadores militares ven el feudalismo como un método de reclutar tropas, un sistema por el cual los reyes, duques y condes concedían tierra a señores inferiores a cambio de cuotas específicas de servicio militar de caballería. Reflejando esta plétora de significados, algunos historiadores recientes han sugerido que debemos abandonar por completo el término feudalismo, sostienen que, puesto que las relaciones económicas, sociales y políticas diferían tanto de una zona a otra de Europa medieval, resulta engañoso hablar de él como si se tratara de una especie de «sistema».
No obstante, si definimos el feudalismo como un sistema político en el que los poderes públicos los ejercen señores privados, existe un acuerdo general en cuanto a que tomó forma por primera vez y plenamente en la Francia de los siglos X y XI, después de que el Imperio carolingio se desintegrara. El lenguaje y las costumbres feudales se extendieron desde allí a otras zonas de Europa, pero cambiaban a medida que se adaptaban a las circunstancias sociales, económicas y políticas particulares de las diferentes regiones y países. Finalmente, en los siglos XII y XIII, el feudalismo se desarrolló como una ideología que justificaba un orden jerárquico legal y político que subordinaba los caballeros a los condes, y los condes, a los reyes. En esta forma modificada, el feudalismo dio origen a poderosas monarquías feudales y ayudó a establecer los cimientos para el surgimiento de los estados-nación europeos.
¿Qué era, entonces, el feudalismo? En su plano más simple, un «feudo» (en latín, feudum) era un tipo de contrato en el que alguien concedía algo de valor —con frecuencia tierra, pero a veces ingresos de peajes o molinos, o un estipendio anual de dinero— a una persona, a cambio de algún tipo de servicio. Con frecuencia existía cierto grado de desigualdad en dichos contratos, sobre todo si había tierra de por medio, porque se consideraba el don más preciado que una persona podía entregar a otra. Cuando un hombre aceptaba tierra de otro a cambio de promesas de servicio, solía darse por sentado cierto grado de subordinación del receptor hacia el donante. En algunas zonas, el receptor de un feudo podía convertirse de este modo en «vasallo» (de la palabra celta que significa «muchacho») del otorgador del don, quien, así, se convertía en su «señor»; y su nueva relación podía solemnizarse mediante un acto de «homenaje», por el cual el vasallo se convertía en «el hombre» (en francés, l’homme) de su señor a cambio de su feudo. Sin embargo, en otros lugares existían feudos sin vasallaje y vasallaje sin homenaje. Los términos en sí importan menos que la relación que surgía cuando un individuo poseía la tierra de otro a cambio de servicio. Era esta relación la que se hallaba en el núcleo del feudalismo cuando surgió en el caos de la Francia del siglo X.
En un mundo en que la autoridad del gobierno central se había derrumbado, estas relaciones esencialmente personales de servicio a cambio de posesiones de tierra se convirtieron en un elemento importante en la ordenación de las relaciones sociales y políticas entre condes, castellanos y señores. Sin embargo, al mismo tiempo, estas relaciones eran asistemáticas por completo. Incluso en Francia, donde el feudalismo dominaba la vida aristocrática, muchos castellanos y caballeros poseían sus tierras libremente, sin deber servicio alguno al conde o duque dentro de cuyos territorios se encontraban. Las relaciones feudales tampoco eran necesariamente jerárquicas. A veces los condes recibían tierras de los caballeros; los caballeros con frecuencia se entregaban tierras entre sí, y muchos terratenientes poseían feudos de diversos señores diferentes. En los siglos X y XI, el feudalismo no creó «pirámides feudales» en las que los caballeros recibían de los condes y los condes de los reyes en un ordenado sistema jerárquico de tenencia de la tierra y lealtad. Esta clase de feudalismo no surgió hasta los siglos XII y XIII, cuando los reyes poderosos empezaron a insistir en que debía estructurarse de esa manera ordenada en la que los monarcas ocupaban el vértice de una pirámide política y social.
LA CONQUISTA NORMANDA DE INGLATERRA
En Inglaterra, el feudalismo surgió por primera vez como sistema ordenado y jerárquico de tenencia de la tierra y servicio militar en las circunstancias peculiares que resultaron de la conquista normanda de 1066. Durante los siglos X y XI, Inglaterra era el reino más rico y centralizado, y su administración la más avanzada de Europa occidental. Sin embargo, en 1066 el duque Guillermo de Normandía, descendiente de los vikingos (conocidos como «hombres del norte» y, de ahí, «normandos») que se habían asentado en este extremo noroccidental de Francia durante el siglo X, reclamó la corona inglesa y cruzó el canal para conquistar lo que pretendía. Por fortuna para él, el recién instalado rey inglés Harold acababa de rechazar un ataque vikingo en el norte y, de este modo, no pudo ofrecer una resistencia plena. En la batalla de Hastings, Harold y sus tropas lucharon con valentía, pero no fueron capaces de rechazar la acometida de los soldados normandos más vigorosos. Cuando declinaba el día, Harold cayó mortalmente herido por una flecha perdida; sus fuerzas se dispersaron y los normandos tomaron el campo y, con él, el reino de Inglaterra. Entonces el duque Guillermo se convirtió en el rey Guillermo el Conquistador y se dispuso a explotar su nuevo premio.
Recompensó a sus seguidores normandos con extensas concesiones de tierras inglesas. No obstante, como conquistador del reino, podía reclamar con cierta justicia que la tierra de Inglaterra le pertenecía en última instancia a él y que, por tanto, podía entregarla a cambio de ciertos servicios feudales. Los señores feudales ya estaban acostumbrados al feudalismo en Normandía, pero en Inglaterra, a partir de 1066, fue un sistema mucho más centralizado, porque Guillermo podía recurrir a la autoridad administrativa del estado inglés para hacer valer su derecho a ser el señor feudal del país entero.
Como rey de Inglaterra, Guillermo también ejerció una variedad de derechos públicos que no se derivaban del feudalismo. Sólo el rey podía acuñar allí moneda, y sólo se permitía la circulación de la moneda real. Al igual que sus predecesores anglosajones, Guillermo y sus hijos recaudaban un impuesto nacional sobre la tierra, supervisaban la justicia en los tribunales públicos y tenían autoridad única para levantar en armas a la población inglesa. Los reyes normandos también mantuvieron el cargo sajón del gobierno local conocido como sheriff para que los ayudaran a administrar y hacer valer sus derechos. Asimismo, Guillermo insistió en que todos los terratenientes de Inglaterra debían lealtad suprema al rey, aun cuando no tuvieran un surco de tierra directamente de él. De este modo, su reinado representó una potente fusión de tradiciones carolingias de poder público con las nuevas estructuras feudales de poder y tenencia de la tierra que se habían desarrollado en el norte de Francia en los siglos X y XI.
LA MONARQUÍA FEUDAL EN INGLATERRA
La historia del gobierno inglés en los dos siglos posteriores a Guillermo es en esencia la de unos reyes que controlaron el sistema feudal en su provecho hasta que lo sustituyeron creando una monarquía nacional fuerte, proceso al que a veces se hace referencia como «el ascenso de la monarquía administrativa». El primer rey que dio pasos en esta dirección fue el enérgico hijo del Conquistador, Enrique I (1100-1135). Para supervisar la contabilidad financiera de su corte, Enrique creó un cargo administrativo especializado, conocido como exchequer, así llamado porque usaba una tela de cuadros a modo de ábaco para calcular los ingresos y gastos. También fortaleció el sistema anglosajón de administración local nombrando poderosos sheriffs para supervisar los condados. Instituyó además un sistema de jueces de distrito itinerantes para administrar la justicia real en el campo y actuar como control de los sheriffs. Su estilo de gobierno autoritario era impopular y tras su muerte contribuyó a provocar una guerra civil, pero también proporcionó a Inglaterra varios años de paz y prosperidad internas.
El reinado de Enrique II
Después de las guerras civiles que marcaron el reinado del rey Esteban (1135-1154), el pueblo inglés ansiaba un rey que le devolviera a los «buenos tiempos antiguos» de Enrique I, y lo encontró en su nieto, Enrique II (1154-1189). Como ya era el gobernante de Normandía, Anjou, Maine y Aquitania cuando se convirtió en rey de Inglaterra, el país pasó a integrarse en seguida en el mundo político y cultural de Francia occidental. Sin embargo, Inglaterra era el territorio más rico de Enrique II y su único reino; por ambas razones, resultaba imperativo reparar el daño causado al país durante el reinado de Esteban.
Enrique II restauró el sistema administrativo de su abuelo con una rapidez notable. Se recuperó el exchequer antes de un año y poco después los jueces reales itinerantes reanudaron sus giras por el campo. Para facilitar su labor, Enrique II ordenó a los miembros de los jurados de cada localidad que informaran bajo juramento de cualquier asesinato, incendio provocado, robo u otros delitos importantes de que tuvieran conocimiento desde la última visita de los jueces. Extendió además el uso de jurados para determinar los hechos en las causas civiles. Estas innovaciones son el origen de nuestro sistema moderno de gran jurado y jurado de juicio. Para facilitar a los demandantes la presentación de demandas civiles en los tribunales reales, desarrolló un sistema de «mandatos judiciales» que proporcionaban un modo regularizado y económico para que la gente común buscara justicia. No siempre la obtenía, pero por lo menos tenía la posibilidad de intentarlo. Estas innovaciones legales fueron inmensamente populares; como llevaron a muchas más personas ante los tribunales reales (tanto como demandantes como de jurados), también fortalecieron el sentimiento de unión con el gobierno real.
Asimismo, para mejorar la administración de justicia, el rey Enrique II intentó reformar el funcionamiento de los tribunales eclesiásticos, pero se topó con una tenaz oposición encabezada por el extravagante arzobispo de Canterbury, Thomas Becket. En la época de Enrique I, las causas criminales que implicaban a clérigos se habían visto en los tribunales de condado, presididos conjuntamente por los sheriffs y las autoridades eclesiásticas. Sin embargo, en la época de Enrique II se había desarrollado un nuevo sistema independiente de tribunales eclesiásticos en Inglaterra y otros lugares de Europa, que reclamaban el derecho exclusivo de juzgar y sentenciar al clero acusado de cometer delitos. En general, el castigo en los tribunales eclesiásticos era mucho más suave que en los tribunales reales; en particular, los tribunales eclesiásticos tenían prohibido imponer penas capitales incluso a los clérigos que hubieran asesinado a sus superiores. Enrique II consideraba injusta esta situación. En las Constituciones de Clarendon (1164), Enrique intentó obligar a los obispos de Inglaterra a aceptar su reclamación de que, según la costumbre antigua, los clérigos declarados culpables en los tribunales eclesiásticos de delitos graves debían perder primero su condición sacerdotal y pasar luego al tribunal real para recibir sentencia como legos. Thomas Becket se opuso a este procedimiento, declaró que suponía un «doble peligro»: castigar a alguien dos veces por el mismo delito. Becket y Enrique, en otro tiempo, habían sido amigos íntimos, pero la terca insistencia del primero acerca de que la meta manifiesta del rey era socavar los derechos de la Iglesia rompió su relación. Becket huyó a refugiarse con el papa, quien por entonces vivía en Francia bajo la protección del enemigo de Enrique II, el rey Luis VII. Cuando Becket regresó por fin a Inglaterra en 1170, fue asesinado casi de inmediato en la catedral de Canterbury por cuatro caballeros de Enrique, después de que éste, en un arrebato de cólera, les hubiera reprochado que no hicieran nada por librarle de «ese sacerdote entrometido». Becket fue proclamado mártir y santo de inmediato; a Enrique se le obligó a aparecer como penitente, descalzo y vestido sólo con una camisa, ante la tumba de Becket para pedir perdón al santo por las precipitadas palabras que habían provocado su asesinato.
Sin embargo, a largo plazo, estos acontecimientos dramáticos no socavaron demasiado la relación de Enrique II con el papado ni con la Iglesia inglesa. El rey se vio obligado a ceder en algunas de sus reclamaciones, incluido el derecho a sentenciar a los clérigos implicados en delitos en tribunales reales y a restringir las apelaciones de los demandantes ingleses al tribunal papal. Pero mantuvo el derecho a nombrar clérigos para los altos cargos de la Iglesia y a que dichas elecciones se realizaran en su presencia. Como resultado, los candidatos del rey eran confirmados casi siempre para los cargos nombrados.
La prueba más patente del éxito de Enrique II es que su gobierno siguió funcionando muy bien después de su muerte. Su hijo, el aventurero Ricardo I Corazón de León, gobernó el imperio de su padre durante diez años, de 1189 a 1199, pero pasó sólo unos seis meses en Inglaterra por su participación en las cruzadas o en la defensa de sus posesiones en el continente. No obstante, su gobierno fue cada vez más eficiente debido a la labor de administradores y funcionarios capaces. El sistema legal continuó desarrollándose y el país recaudó dos enormes sumas para Ricardo mediante los impuestos: una, para pagar su cruzada a Tierra Santa, y la otra, para pagar su rescate cuando, a su regreso, fue capturado por un enemigo. También sostuvo de manera continuada sus guerras para defender el Imperio angevino contra el rey Felipe Augusto de Francia.
El reinado de Juan y la Carta Magna
Si Ricardo hubiera vivido, quizá hoy el mapa de Europa sería muy diferente: si hubiera derrotado al rey Felipe (como muy bien podría haberlo hecho), Francia no existiría con sus fronteras actuales. Pero en 1199, mientras sitiaba un pequeño castillo en el sur de Francia, un ballestero lo mató. Su sucesor, su hermano Juan (1199-1216), era un dirigente militar menos capaz y perdió en seguida casi todas las tierras angevinas en Francia. A finales de 1204, el rey Felipe ya había expulsado a Juan de Normandía, Anjou, Bretaña y Maine, sólo dejó en manos inglesas Aquitania (la herencia de Leonor de Aquitania, esposa del rey Enrique II).
Juan dedicó el resto de su reinado a conseguir el dinero necesario para recuperar los territorios franceses perdidos, para lo que tensó al límite sus derechos feudales al forzar ingentes multas sobre la nobleza e imponer onerosos tributos sobre el campo. Cuando en 1214 la expedición militar a Francia arrostró otra derrota aplastante a manos de Felipe Augusto en la batalla de Boyuines, los exasperados potentados de Inglaterra se rebelaron. En 1215 obligaron a Juan a renunciar a sus prácticas fiscales abusivas en un gran estatuto de libertades conocido para la posteridad como la Carta Magna. Como Juan había recurrido tanto a sus poderes feudales, la mayor parte de las disposiciones de la Carta Magna trataba directamente de esos asuntos, insistía en que el rey debía respetar en el futuro los derechos tradicionales de sus vasallos. Pero también establecía algunos principios generales importantes: que la corona no debía recaudar los impuestos sin el consentimiento otorgado por la nobleza en un consejo común y que ningún hombre libre podía ser castigado por la corona salvo por el juicio de sus iguales y por el derecho común. Pero la importancia fundamental de la Carta Magna estribó en que dio expresión al principio de que el rey está obligado a cumplir la ley.
Como ha manifestado el medievalista estadounidense J. R. Strayer, «la Carta Magna dificultó el gobierno arbitrario, pero no imposibilitó el gobierno centralizado». En el siglo siguiente a su promulgación, prosiguió el rápido avance del gobierno centralizado. En el reinado del hijo de Juan, Enrique III (1216-1272), la nobleza peleó con el rey por el control gubernamental, pero siempre dando por sentado que el gobierno centralizado era algo bueno. A lo largo del reinado de Enrique III, los administradores continuaron perfeccionando instituciones legales y administrativas más eficaces, incluido un sistema de tribunales centrales y locales, y un sistema fiscal que gravaba tanto a los nobles como a los plebeyos en proporción a su riqueza.
La última y más famosa innovación del sistema gubernamental inglés durante la Edad Media fue el parlamento. Surgió de forma gradual como una rama de gobierno separada en las décadas previa y posterior a 1300, debido sobre todo a los deseos del hijo de Enrique III, Eduardo I (1272-1307). Aunque más tarde el parlamento se convirtió en un freno contra el absolutismo real, en sus orígenes fue en buena medida una institución real convocada porque a los reyes les resultaba útil consultar con sus nobles, caballeros y ciudadanos en una única asamblea. Eduardo I convocó parlamentos frecuentes para recolectar dinero con el fin de financiar sus guerras en Gales, Escocia y Francia. La Carta Magna exigía que no se impusieran cargas fiscales sin el consentimiento común del reino; el parlamento proporcionaba una vía eficaz para alcanzar dicho consentimiento, así como para informar a los presentes (fundamentalmente la nobleza, pero también con frecuencia representantes caballeros de los condados y los pueblos principales) por qué eran necesarios dichos impuestos. Eduardo utilizó además los parlamentos para pedir consejo sobre asuntos acuciantes, para ver causas judiciales que implicaban a grandes hombres y para revisar la administración local, escuchar las quejas del campo y promulgar nuevas leyes en respuesta a esas quejas. Los parlamentos eran, de este modo, instituciones tan políticas como financieras y judiciales. A partir del siglo XIV desempeñaron un papel crucial en el gobierno inglés.
LA MONARQUÍA FEUDAL EN FRANCIA
Las monarquías administrativas se desarrollaron más despacio en Francia que en Inglaterra, si bien en 1300 ya habían alcanzado un estadio comparable en ambos países. En Francia, durante el siglo X, se derrumbaron la mayoría de las instituciones carolingias de gobierno local, motivo por el cual la nueva dinastía Capeta de reyes (987-1328) se vio obligada a reconstruirlas de la nada. Durante casi doscientos años pareció improbable que lograra su empeño. Como reyes de Francia, los primeros capetos gobernaban directamente una pequeña zona alrededor de París, conocida como Île-de-France; fuera de su territorio de origen, sólo podían reclamar ser los señores feudales de los condes y duques independientes que gobernaban el resto del territorio. Como legado del Imperio carolingio, había sobrevivido la idea de Francia, pero en los restantes aspectos los capetos tuvieron que reinventar su reino.
En muchos sentidos, los capetos fueron afortunados. En contra de los pronósticos biológicos, consiguieron procrear hijos durante trescientos años ininterrumpidos. También resultaron asombrosamente longevos: de media, cada rey capeto gobernó treinta años; como resultado, evitaron las disputas sucesorias y los destructivos gobiernos minoritarios. Reinaban sobre un territorio agrícola notablemente fértil, que les proporcionaba una fuente de ingreso en aumento constante. También adquirieron un prestigio considerable como protectores de los papas que huían de los emperadores alemanes y como mecenas de la Universidad de París, que se convirtió en el principal centro europeo del saber durante los siglos XII y XIII. Sin embargo, más allá de todo esto, resultaron un linaje de reyes sagaces y astutos, que dosificaron cuidadosamente sus fuerzas, mientras sus enemigos más poderosos iban más allá de sus posibilidades.
El aumento del poder monárquico en Francia
El poder monárquico inició su ascenso con Luis VI el Gordo (1108-1137), quien consolidó el control sobre la Île-de-France al someter a sus turbulentos «barones ladrones». Una vez conseguido su cometido, prosperaron la agricultura y el comercio, y la vida intelectual de París comenzó a florecer. Aunque su hijo Luis VII (1137-1180) quedó ensombrecido por su rival, el rey Enrique II de Inglaterra, logró aumentar los recursos y el prestigio de la monarquía francesa (en determinado momento, llegó a proteger a Thomas Becket y al papa Alejandro III al mismo tiempo); incitando rebeliones del hijo de Enrique II contra su padre, también mantuvo al Imperio angevino en un estado constante de discordia.
Fue el hijo de Luis VII, Felipe II, quien por fin cambió el curso de los acontecimientos en contra de los angevinos y quien marca el comienzo verdadero de la monarquía administrativa en Francia. Al igual que su padre, Felipe comprendió que no podía ganar en una confrontación militar directa contra Enrique II o Ricardo I. Sin embargo, el rey Juan —conocido por sus detractores como «espada blanda»— era otra cosa. Para facilitar su sucesión al trono de su hermano, Juan aceptó rendir homenaje a Felipe por todas sus tierras en Francia. Luego el sagaz Felipe sacó provecho de su posición como señor feudal para socavar el control de Juan sobre esos territorios. Cuando Juan se negó a permitir tal incursión, Felipe ordenó que se confiscaran todas las tierras de Juan en Francia para la corona francesa, y siguió de inmediato una guerra de conquista. En 1204 la parte más rica de los territorios angevinos en Francia ya estaba en manos de Felipe.
Entonces el monarca francés contó con los recursos necesarios para construir un sistema eficaz de administración local. Ya había tomado medidas para profundizar el control administrativo sobre la Île-de-France; ahora extendió esas lecciones a los territorios recién conquistados de Normandía, Maine y Anjou. Aunque decidió sabiamente mantener la mayoría de las instituciones administrativas que los angevinos habían creado, para supervisar esos territorios nombró nuevos cargos reales conocidos como bailíos, con plena autoridad judicial, administrativa y militar. Eligió a sus bailíos de los caballeros y nobles de menor rango de la Île-de-France, rotándolos con frecuencia de región en región para asegurarse no sólo de que le serían leales, sino también de que no desarrollarían peligrosas conexiones con los territorios que gobernaban en nombre del rey. También mejoró la administración central al adoptar sistemas más estrictos de contabilidad financiera y mantenimiento de registros.
El modelo administrativo de diversidad local que Felipe estableció, combinado con un control real centralizado, continuaría caracterizando al gobierno francés durante los quinientos años siguientes. Su hijo, Luis VIII (1223-1226) lo extendería a los territorios recién conquistados del sur de Francia, y su nieto, Luis IX (1226-1270) lo profundizaría y ampliaría aún más. Sin embargo, lo más importante fue que Luis IX lo legitimaría con su extraordinaria devoción a la justicia en su reino y a las cruzadas en el exterior, y se convirtió así en el arquetipo de la monarquía del siglo XIII; tras su muerte, la Iglesia lo canonizaría como san Luis. Sus sucesores harían uso del prestigio del «buen rey Luis» durante los siglos venideros.
Sin embargo, ese prestigio estuvo a punto de malgastarlo su despiadado nieto Felipe IV el Hermoso (1285-1314), quien libró guerras de agresión contra Flandes en el noreste y contra los territorios ingleses que quedaban en el suroeste. Como veremos en el capítulo 9, también quiso socavar el control papal sobre la Iglesia en Francia. Para financiar estas campañas, su administración se convirtió en una voraz máquina de reunir dinero. No obstante, a pesar de sus enormes recursos, no pudo igualar la capacidad de su enemigo, Eduardo I, de obtener dinero de sus súbditos mediante impuestos voluntarios. Aunque Felipe experimentó con asambleas representativas similares al parlamento inglés, estos estados generales (como acabaron denominándose) nunca desempeñaron en el gobierno francés un papel comparable al parlamento en Inglaterra. Hubo muchas razones para ello, pero quizá la fundamental fuera el hecho de que la nobleza francesa reclamó con éxito quedar exenta de pagar impuestos directos a la corona. Desde el período anglosajón, los monarcas ingleses habían dispuesto del poder necesario para conseguir que su nobleza pagara los impuestos a los que había dado su consentimiento. La debilidad de los primeros reyes capetos impidió que una costumbre similar arraigara en Francia, e incluso a Felipe IV le resultó más fácil aceptar este estado de cosas que ponerlo en entredicho. Así pues, las exenciones de impuestos a la nobleza continuarían constituyendo un problema político para la monarquía gala hasta la Revolución francesa de 1789.
INGLATERRA Y FRANCIA: COMPARACIONES Y CONTRASTES
Durante la Alta Edad Media, tanto Inglaterra como Francia desarrollaron monarquías administrativas, centralizadas y efectivas, además de definir sus identidades nacionales. En 1300 Francia ya se había convertido en la monarquía nacional más formidable de Europa. Inglaterra también era una potencia imperial incipiente, con ambiciones de dominio en todas las islas británicas y de mantener su control sobre el suroeste de Francia. La rivalidad entre estos dos reinos ya había llevado a la guerra en la década de 1290; esta actividad bélica continuaría de manera intermitente durante los doscientos años siguientes.
A pesar de sus similitudes, los dos países se habían desarrollado de manera muy diferente durante la Alta Edad Media, circunstancia que marcaría la historia de ambos hasta el siglo XIX. Inglaterra era un país mucho más pequeño que Francia, pero estaba más unificado; en su interior (excluyendo las reclamaciones inglesas a gobernar sobre Gales y Escocia) no había lenguas ni lealtades regionales que amenazaran la unidad del reino. Los nobles ingleses podían (y lo hicieron) rebelarse contra sus reyes, pero no encontraban apoyo en los resentimientos regionales contra la capital. En contraste, el separatismo regional continuaba constituyendo en Francia una fuerza considerable. El sur, en particular, seguía considerándose una tierra ocupada; pero incluso a los normandos les irritaba ser gobernados desde París. Los nobles franceses desafectos y los invasores ingleses obtendrían apoyo de este regionalismo durante los siglos venideros.
Los dos países también estaban gobernados de maneras completamente diferentes. En Inglaterra, los reyes normandos y los angevinos construyeron su administración sobre una sólida base de instituciones locales provenientes del período anglosajón. También pudieron recurrir a sus habitantes, sobre todo a los caballeros, para que se ocuparan de buena parte del gobierno local sin goce de sueldo, lo que hacía que la administración inglesa resultara económica, pero también conllevaba que las medidas gubernamentales tenían que ser populares, pues, de lo contrario, este trabajo voluntario se detendría. En general, los reyes ingleses fueron cuidadosos al buscar el consentimiento formal para sus acciones en las asambleas de nobles, caballeros y plebeyos. Como resultado, Inglaterra se convirtió de forma gradual en una monarquía limitada por el requisito de que su pueblo debía consentir las medidas que se adoptaran.
En contraste, los reyes franceses gobernaban un país mucho mayor y rico, que les proporcionaba ingresos suficientes para pagar una administración burocrática asalariada, central y local. Como los funcionarios eran representantes reales sin posición independiente en la sociedad en que se asentaban, tendían a obedecer las órdenes del rey sin cuestionarlas. Su papel estribaba en controlar el separatismo regional, no en fomentarlo, lo que significaba que los reyes capetos tenían menos necesidad de convocar las asambleas representativas de cuyo apoyo dependían los soberanos ingleses. Sin embargo, como consecuencia, los capetos carecían de un mecanismo institucional eficaz para movilizar la opinión pública en su favor. La debilidad de los primeros reyes capetos también les había impedido requerir a su nobleza que pagara impuestos a la corona. En la Baja Edad Media, bajo la presión de una guerra casi constante, estas debilidades resultarían desastrosas.
ALEMANIA
En la Alta Edad Media, Alemania siguió un modelo muy diferente. En el año 1050 aparentaba ser la monarquía más fuerte de Europa occidental. Aunque el país estaba dividido en numerosos ducados casi autónomos, los emperadores alemanes habían construido una monarquía poderosa sobre cimientos carolingios: una estrecha alianza con la Iglesia, una tradición de soberanía sagrada y conquistas provechosas en las tierras eslavas del este. Para gobernar sus amplios territorios —que incluían Suiza, el este de Francia y la mayor parte de los Países Bajos, así como pretensiones en el norte de Italia—, los emperadores recurrían mucho a la colaboración con la Iglesia. Los principales administradores reales eran arzobispos y obispos a los que los emperadores nombraban e instalaban en sus puestos sagrados, igual que lo habían hecho sus predecesores carolingios. Hasta el mismo papa era con frecuencia un nombramiento imperial. Estos dirigentes eclesiásticos solían ser miembros de la familia imperial que podían compensar la fortaleza de los duques regionales. Alemania no era tan sofisticada a efectos administrativos como la Inglaterra del siglo XI, pero no se cuestionaba la eficacia de la autoridad monárquica; simplemente descansaba sobre cimientos distintos.
El conflicto con el papado
Sin embargo, en 1059 falleció el emperador Enrique III, que dejó como heredero a su hijo pequeño, el futuro Enrique IV. A partir de ese momento, la fortaleza de la monarquía comenzó a resquebrajarse. Enrique III había instalado a un nuevo grupo de clérigos reformistas en la corte papal. Los conflictos entre los regentes del rey niño Enrique IV y los reformistas papales comenzaron casi de inmediato. También surgieron disputas entre los regentes (que provenían del centro y sur de Alemania) y la nobleza de Sajonia. Cuando Enrique IV empezó a gobernar por sí mismo, los conflictos con los sajones aumentaron. En 1073 estas hostilidades dieron lugar a una guerra civil desastrosa y destructiva.
No obstante, justo cuando terminó la guerra sajona, estalló un nuevo conflicto con los reformistas papales de Roma. Por razones que se expondrán en el capítulo siguiente, el recién elegido papa Gregorio VII (1073-1085) llegó al convencimiento de que, para reformar la vida espiritual de la Iglesia, era necesario en primer lugar librarla del control laico, incluido el emperador. Enrique se negó a aceptar los intentos papales de prohibirle elegir y colocar en el cargo a sus obispos y abades, y comenzó a conspirar para separarlo del papado. Por su parte, Gregorio se alió con la nobleza sajona, con lo que se reavivó la guerra civil de la que Alemania todavía no se había recuperado. Esta vez la guerra se volvió contra Enrique, y los nobles disidentes, apoyados por el papa, empezaron a conspirar para deponerlo. Entonces sucedió una de las escenas más dramáticas de la Edad Media. En los rigores invernales del año 1077, Enrique IV se apresuró a cruzar los Alpes para humillarse ante el papa Gregorio en el castillo de Canossa, al norte de Italia. Según describió la escena el papa en una carta a los príncipes alemanes, «allí, durante tres días sucesivos, apostado ante las puertas del castillo, desprovisto de toda insignia imperial, descalzo y vestido con tosca indumentaria, Enrique no dejó de implorar con muchas lágrimas la ayuda y consuelo apostólicos». Ningún soberano alemán, y mucho menos un emperador romano, había sido nunca tan humillado. El recuerdo se grabaría en la conciencia histórica alemana durante los siglos futuros.
Los acontecimientos de Canossa impidieron la deposición de Enrique, pero no resolvieron la guerra. La lucha entre el papa y el emperador continuaría hasta 1122, cuando el hijo del segundo, Enrique V, acabó alcanzando un compromiso con el papado. Sin embargo, para entonces la nobleza alemana había logrado una independencia de la corona mucho más práctica de la que gozaban antes. Tras cincuenta años de guerra casi constante, también estaba más militarizada y era más peligrosa. En 1125, cuando Enrique V murió sin descendencia, obtuvo mayor autoridad al lograr elegir un nuevo gobernante prescindiendo de la sucesión hereditaria, principio que a partir de entonces la llevaría con frecuencia a seleccionar a los sucesores más débiles o a sumir al país en la guerra civil. El derecho del papa a coronar a todo nuevo emperador romano hacía que también tuviera interés en el proceso de selección. Por motivos obvios, el papado temía un monarca alemán poderoso. Aunque los papas valoraban a los emperadores alemanes como contrapeso de los normandos en el sur de Italia, los temían en igual medida. Si los emperadores alemanes conseguían gobernar el norte y centro de Italia de forma directa, el papado —de cuya independencia espiritual pendía la salvación de todos los cristianos— se arriesgaba a convertirse en su marioneta. Este miedo propulsó el siglo siguiente de conflictos entre el papado y el imperio.
Federico Barbarroja y Enrique VI
Federico I (1152-1190), proveniente de la familia Staufen (o Hohenstaufen, que significa «alto Staufen»), realizó un intento crucial para detener el curso de los acontecimientos contrarios a la monarquía alemana. Este emperador, llamado Barbarroja, reafirmó la dignidad independiente del imperio, llamando a su reino el «Sacro Imperio Romano», en virtud de la teoría de que era un imperio universal descendiente de Roma y bendecido por Dios. Sin embargo, al mismo tiempo intentó gobernar en colaboración con los príncipes alemanes, apoyó sus esfuerzos para poner freno a sus propios nobles territoriales y confió en que los príncipes, a su vez, respaldarían sus intentos de reafirmar el poder imperial sobre las ciudades ricas pero cada vez más independientes del norte de Italia.
En líneas generales, Federico consiguió que este sistema funcionara, pero a costa de una prolongada guerra en Italia y un conflicto destructivo con el papado. Encabezadas por Milán y apoyadas por el papado, las ciudades del norte de Italia formaron una coalición urbana, la Liga Lombarda, para hacer frente a la pretensión de Federico de gobernar en Italia. Entretanto, los príncipes de Alemania no dejaron de reunir fuerza, en especial colonizando las fértiles tierras agrícolas situadas al este del Elba.
No obstante, al final Federico alcanzó un compromiso con la Liga Lombarda y el papado que garantizaba la independencia política de las ciudades, a cambio de grandes pagos en dinero al emperador. Su dieta imperial de Maguncia en 1184 fue uno de los más espléndidos acontecimientos del siglo XII. Consiguió la aprobación de los príncipes para que le sucediera su hijo Enrique como rey y emperador, y concertó su matrimonio con la hermana del rey normando de Sicilia. Por último, en 1189 partió en la tercera cruzada y murió de camino a Tierra Santa.
La cuidadosa planificación de Barbarroja dio frutos en el reinado de su hijo Enrique VI, que le sucedió en el trono sin dificultad, disfrutando de enormes ingresos provenientes de las ciudades del norte de Italia, y cuando el hermano de su esposa murió de repente sin herederos, se convirtió también en el rey de Sicilia. Ésta era la pesadilla que siempre había temido el papado, pues entonces un único soberano poderosísimo controlaba el norte y el sur de Italia, pues las tierras papales del centro peninsular quedaban rodeadas por todas partes. Sin embargo, por suerte para el papado, Enrique VI murió en 1197, a los treinta y dos años, y dejó como heredero a su hijo de tres años, el futuro Federico II. El nuevo papa, Inocencio III (1198-1216), puso toda su energía en un intento de romper los lazos que Barbarroja y Enrique VI habían forjado entre Alemania, el norte de Italia y el reino de Sicilia. Cuando estalló una guerra civil en Alemania por la sucesión al trono, Inocencio simultaneó su apoyo entre los dos principales aspirantes con la esperanza de conseguir algún tipo de promesa del vencedor que devolviera Sicilia al papado, puesto que sostenía que se había concedido a los normandos como feudo. Cuando pareció por fin que Otón IV, el aspirante al trono no Staufen, había obtenido una victoria decisiva, Inocencio jugó su última carta. Envió a Federico II, que tenía dieciséis años, al norte con un pequeño ejército, sin imaginar que una fuerza tan nimia, al mando de un muchacho de tan corta edad, podría triunfar. Sin embargo, Otón unió su suerte a la de su primo, el rey Juan de Inglaterra, y cuando las fuerzas de Otón fueron aplastadas en la batalla de Bouvines por el rey Felipe Augusto de Francia, Federico II surgió como el nuevo e incontestable rey de Alemania.
Federico II
Federico II (1216-1250) fue uno de los soberanos medievales más fascinantes. Como había crecido en Sicilia, hablaba árabe, además de latín, alemán, francés e italiano. Fue un mecenas del saber que compuso un famoso tratado sobre la cetrería que ocupa un lugar de honor en el inicio de la historia de la ciencia observacional occidental. Mantenía una colección de animales exóticos, una tropa de arqueros musulmanes y un harén de mujeres cubiertas de velos y recluidas que le acompañaban en sus viajes. Cuando entraba en un pueblo, el efecto era electrizante. Pero a pesar de su apariencia de exotismo, también era un gobernante medieval muy convencional que pretendía proseguir la política de su abuelo, basada en el apoyo a los príncipes territoriales en Alemania, a la vez que hacía respetar los derechos imperiales en Italia. Sin embargo, las circunstancias habían cambiado mucho en las dos décadas de anarquía que siguieron a la muerte del emperador Enrique VI. En Alemania, los príncipes habían llegado a ser tan autónomos que había poco que Federico pudiera hacer, salvo reconocer sus privilegios. Y lo hizo, pero a cambio obtuvo de ellos la elección de sus hijos (primero Enrique y después Conrado) para sucederle como reyes. Los mayores problemas de Federico estaban en Italia. En el norte, las ciudades de la Liga Lombarda se habían vuelto a zafar de sus obligaciones de pagar impuestos al imperio, mientras que en Sicilia el reino poderosísimo con una administración depurada creado por los normandos se había sumido en el caos.
Federico abordó por orden estos problemas. De 1212 a 1220 permaneció en Alemania solidificando su relación con la nobleza germana y recuperando las tierras que pudo tras veinte años de guerra. De 1220 a 1226 estuvo en Sicilia y el norte de Italia restableciendo su autoridad. De 1227 a 1229 se fue a las cruzadas, donde logró reconquistar Jerusalén mediante negociaciones con el soberano musulmán de Egipto, con quien el emperador hablaba en árabe y compartía la afición por la cetrería. De 1230 a 1235 estuvo de nuevo en Sicilia para restaurar su autoridad después de una fallida invasión papal del territorio. De 1235 a 1237 permaneció en Alemania, y parece que fueron los años culminantes de su reinado. Sin embargo, en 1237 se extralimitó al afirmar sus derechos como emperador a gobernar las ciudades del norte de Italia de manera directa, saltándose sus estructuras gubernamentales. El resultado fue otra Liga Lombarda y otra guerra prolongada, que continuó hasta la muerte del emperador en 1250. El papado fue un elemento clave en esta guerra; llegó tan lejos como para excomulgar a Federico de la Iglesia y, tras su muerte, prohibió a todos sus descendientes volver a ocupar los tronos de Alemania o Sicilia. No sabremos nunca si el papado podría haber hecho efectivo este veto, pues en 1254 murió el último hijo legítimo del emperador, y con él desapareció toda perspectiva de que hubiera continuidad en el gobierno monárquico germano. Continuarían eligiéndose emperadores, pero, en la práctica, la autoridad monárquica se había derrumbado. A partir de entonces el poder se dividiría entre varios cientos de príncipes territoriales, cuyas rivalidades embrollarían la política alemana hasta el final del siglo XIX.
IBERIA
La península Ibérica estaba más regionalizada que Alemania. Sin embargo, en contraste con ésta, surgiría de la Edad Media con la monarquía más poderosa de Europa. La clave de la fortaleza de las monarquías hispanas de la Alta Edad Media radica en la reconquista de la Península de manos musulmanas y en las tierras, botines y pillajes que dichas conquistas proporcionaron. Durante la Alta Edad Media, Iberia contenía cuatro reinos cristianos principales: el estado montañoso septentrional de Navarra, que siempre continuaría siendo comparativamente insignificante; Portugal, en el oeste; el reino combinado de Aragón y Cataluña, en el sureste, y Castilla, en el centro. A lo largo del siglo XII, los ejércitos cristianos avanzaron de forma constante hasta culminar en el año 1212 con la importante victoria alcanzada por un ejército combinado aragonés y castellano sobre los musulmanes en Las Navas de Tolosa. A finales del siglo XIII, todo lo que quedaba de la dominación musulmana previa era el pequeño estado de Granada en el extremo meridional, y si existía era sobre todo porque se mostraba dispuesto a pagar tributo a los cristianos. Castilla se convirtió en el mayor reino con diferencia de la zona, pero estaba equilibrado en riqueza por el reino de Aragón y Cataluña, más urbano y orientado al comercio. Las guerras entre estos dos rivales los debilitaron durante la Baja Edad Media, pero cuando el matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla juntó a estos antiguos enemigos, nació una monarquía española unida. En 1492 los Reyes Católicos (como eran conocidos Femando e Isabel) tomaron Granada, el último resto de territorio musulmán en España. Unos meses después Isabel encargó a un aventurero llamado Cristóbal Colón que navegara hasta la India dirigiéndose hacia el oeste por el océano Atlántico. Colón fracasó, pero su encuentro accidental con el continente americano convirtió a la España del siglo XVI en el reino más poderoso de Europa.
En el año 1000, Europa era la menos poderosa, la menos próspera y la menos sofisticada intelectualmente de las tres civilizaciones occidentales que habían surgido del mundo romano. En 1300, su posición frente al mundo bizantino e islámico ya se había transformado. Esta evolución descansó en cimientos económicos: una agricultura cada vez más eficiente, una población creciente y un comercio en expansión. Estos cambios produjeron una sociedad dinámica, expansiva, segura de sí misma y móvil, en la que los individuos se despojaban de los antiguos papeles y asumían otros nuevos con asombrosa velocidad. Sin embargo, no fueron menos importantes los cambios políticos y militares que sufrió Europa occidental durante estos siglos. En 1100 ya habían surgido los caballeros montados con sus pesadas armaduras como el arma militar más formidable de la época. Pero no fue hasta los siglos XII y XIII cuando los gobiernos europeos desarrollaron la capacidad administrativa y política para controlar a esos caballeros y dirigirlos hacia objetivos mayores que el mero bandolerismo y la extorsión.
Hasta la Alta Edad Media, el mundo occidental había conocido dos modelos básicos de gobierno humano: las ciudades-estado y los imperios. Las ciudades-estado eran más capaces de movilizar la lealtad de sus ciudadanos; como resultado, a veces podían alcanzar victorias extraordinarias contra rivales imperiales más poderosos, como hicieron los griegos contra los persas. Pero las ciudades-estado estaban a menudo divididas por rivalidades económicas y sociales internas; y a la larga no contaban con la fortaleza militar necesaria para defenderse contra los conquistadores extranjeros. Los imperios, por su parte, podían ganar batallas y mantener potentes burocracias administrativas, pero en general eran demasiado distantes y rapaces para inspirar lealtades profundas entre sus súbditos.
Las monarquías nacionales de la Alta Edad Media resultaron ser el «justo medio» entre estos extremos. Eran lo bastante grandes para defenderse y lo bastante ricas para desarrollar técnicas administrativas depuradas. Pero también merecían suficiente participación y lealtad ciudadanas para apoyarlas en los tiempos de tensión en los que los imperios habrían zozobrado. En 1300 los reyes de Inglaterra, Francia y la península Ibérica ya habían logrado afirmar con holgura la lealtad fundamental de sus súbditos, habían superado las reivindicaciones locales, regionales o incluso de la Iglesia. Su victoria todavía no era completa, y en la Baja Edad Media Francia en particular se vería al borde del derrumbe. Pero al final las monarquías nacionales de la Alta Edad Media perdurarían para convertirse en los cimientos sobre los que se construirían los estados-nación de la era moderna. Este pedigrí histórico llegaría a cobrar tanta importancia que los estados-nación modernos sin un origen medieval con frecuencia se verían obligados a inventárselo.
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