Los tres herederos de Roma: los mundos
bizantino, islámico y altomedieval
En el siglo VII comenzó un nuevo período en la historia de las civilizaciones occidentales. En el año 600 todavía era posible que los monarcas del Imperio romano que vivían en Constantinopla imaginaran que sus dominios unían por entero el mundo mediterráneo. Sin embargo, a finales del siglo VII ya habían surgido tres civilizaciones sucesoras, diferentes del mundo grecorromano de la Antigüedad: la bizantina, la islámica y la europea occidental, cada una con su propia lengua y un estilo de vida característico. La historia de las civilizaciones occidentales de los siglos VII al XI es, en líneas generales, el relato de las rivalidades y relaciones entre esos tres mundos emergentes, cada uno de los cuales conservaba y ampliaba diferentes aspectos de la herencia tardoantigua que compartían.
Al igual que las provincias del Imperio romano oriental sobre las que se asentaba, desde el año 610 la civilización bizantina hablaba griego. Combinaba las tradiciones burocráticas e imperiales del gobierno tardorromano con un intenso seguimiento de la fe cristiana, fusión de la que fueron pioneros Constantino y sus sucesores, pero que continuó reelaborándose sin cesar a partir de entonces en el Imperio romano oriental. Por su parte, la civilización islámica tenía como lengua el árabe y era la más cosmopolita y de mayor alcance (tanto geográfica como culturalmente) de las tres civilizaciones sucesoras. El mundo islámico era heredero del ideal romano de imperio expansivo y de la asimilación cultural y religiosa como atributos esenciales del dominio imperial. Combinando los intereses filosóficos y científicos del mundo helenístico con la cultura literaria y artística de Persia, el islam creó la amalgama cultural más dinámica de la Alta Edad Media.
La civilización cristiana occidental de la Alta Edad Media se arraigaba en el latín, pero presentaba importantes influencias culturales de las lenguas germánicas, célticas y vernáculas derivadas del latín. En contraste con Bizancio y el islam, debía relativamente poco a los ideales romanos de imperio, salvo un corto período durante la etapa carolingia. Sin embargo, sí estaba muy influida por los ideales romanos de derecho y gobierno local, lo que suponía un influjo continuado de las tradiciones republicanas de la antigua Roma. Para Europa occidental, derecho y cristianismo latino constituían los pináculos del logro cultural romano. En efecto, eran la misma esencia de lo que significaba ser romano; y ser romano se mantenía como una aspiración casi universal en Occidente. Si medimos la civilización por sus más elevados logros filosóficos y literarios, Europa occidental estaba rezagada en comparación con Bizancio y el islam. Era, además, la menos avanzada desde el punto de vista económico de los tres estados sucesores y arrostraba las mayores debilidades organizativas en gobierno y religión. No obstante, a finales del siglo XI la civilización cristiana latina ya no se hallaba a la defensiva ante sus rivales en aspectos militares, económicos o religiosos, sino que estaba a punto de iniciar un extraordinario período de expansión y conquista que acabaría llevándola a ocupar una posición dominante en los asuntos mundiales durante la Edad Moderna.
Es imposible fechar con precisión el inicio de la historia del Imperio bizantino porque fue el sucesor ininterrumpido del estado romano. Por esta razón, el comienzo depende de las preferencias del historiador. Algunos sostienen que ya habían surgido características «bizantinas» en la historia romana bajo Diocleciano; otros aseguran que la historia bizantina comenzó cuando Constantino trasladó su capital de Roma a Constantinopla, la ciudad que con posterioridad se convertiría en el centro del mundo bizantino. Sin embargo, Diocleciano y Constantino continuaron gobernando un Imperio romano unido. Como hemos visto, incluso en el siglo VI, después de que la mitad occidental del imperio hubiera caído ante los germanos, el emperador romano oriental Justiniano seguía considerándose heredero de Augusto y se empeñó en reconquistar Occidente. Su reinado fue sin duda un momento crucial en la dirección que tomaría la civilización bizantina, porque contempló la cristalización de nuevas formas de pensamiento y arte que pueden considerarse más «bizantinas» que «romanas». Pero dichas apreciaciones siguen reflejando un orden de prioridades subjetivo: algunos estudiosos destacan estas nuevas formas, mientras que otros alegan que Justiniano continuó hablando latín y soñando con restaurar la antigua Roma. Hasta el año 610 no surgió una dinastía nueva procedente de Oriente que hablaba griego y mantuvo una orientación plenamente oriental o «bizantina». De ahí que, aunque se puedan presentar buenos argumentos para situar el inicio de la historia bizantina en Diocleciano, Constantino o Justiniano, nosotros lo hagamos con el acceso al trono del emperador Heraclio en el año 610.
También resulta conveniente comenzar en el año 610 porque desde entonces hasta 1071 las principales líneas de su historia militar y política las determinó la resistencia a las oleadas sucesivas de invasiones procedentes de Oriente. Cuando Heraclio llegó al trono, la misma existencia del Imperio bizantino estaba en entredicho, pues los persas habían conquistado casi todos los territorios imperiales asiáticos. En el año 614, como símbolo de su triunfo, los persas llegaron a sacar de Jerusalén la reliquia que, según la creencia, formaba parte de la cruz original en la que Jesús había sido crucificado. Esta reliquia se había convertido en un potente símbolo de legitimidad cristiana para los emperadores romanos orientales. Con un enorme esfuerzo, Heraclio reunió las fuerzas bizantinas y cambió el curso de los acontecimientos al derrotar a los persas, reconquistar Jerusalén y recobrar la cruz en el año 627. Entonces Persia quedó reducida al sometimiento y Heraclio reinó glorioso hasta el año 641. Pero en sus últimos días nuevos ejércitos comenzaron a invadir su territorio, ejércitos que surgieron en avalancha de la hasta entonces plácida Arabia. Inspirados por la nueva religión del islam y aprovechándose del agotamiento de Bizancio tras la lucha contra Persia, los árabes avanzaron a una velocidad pasmosa. En el año 650 ya habían tomado la mayor parte de los territorios bizantinos que habían ocupado los persas por poco tiempo a comienzos del siglo VII, incluida Jerusalén, que se convirtió en lugar tan santo para los musulmanes como para los cristianos y judíos. Los ejércitos árabes también conquistaron Persia y en seguida se abrieron paso hacia el oeste por el norte de África, donde el control bizantino hacía tiempo que se resentía. Una vez convertidos en una potencia mediterránea, los árabes también se echaron a la mar. En el año 677 trataron de conquistar Constantinopla con una flota. Fracasaron, pero volvieron a intentarlo en el año 717 con un ataque concertado por tierra y mar.
Esta amenaza a Constantinopla marcó un nuevo revés en la suerte de Bizancio, pero fue arrostrado por el emperador León el Isaurio (717-741) con la misma resolución que había demostrado Heraclio contra los persas un siglo antes. Con la ayuda de una mezcla incendiaria secreta, conocida como «fuego griego», y una gran destreza militar, León fue capaz de derrotar a las fuerzas árabes por mar y tierra. Su defensa de Constantinopla en el año 717 fue una de las batallas más significativas de la historia europea. Si los ejércitos islámicos hubieran tomado la ciudad, nada les habría impedido invadir el resto de Europa. Sin embargo, durante las décadas posteriores los bizantinos reconquistaron la mayor parte de Asia Menor, que se convirtió en el núcleo central de su imperio durante los trescientos años siguientes. No obstante, en el siglo XI una nueva potencia islámica, los turcos selyúcidas, trocó los triunfos bizantinos. En 1071 aniquilaron un ejército bizantino en Manzikert, Asia Menor, en una asombrosa victoria que les permitió invadir las provincias orientales de Bizancio. Constantinopla había vuelto a quedar a su suerte más o menos como en la época de Heraclio y León. En general, permanecería a la defensiva durante los cuatrocientos años siguientes. Los últimos restos del Imperio bizantino caerían ante los turcos otomanos en 1453. Los turcos continuarían gobernando en Constantinopla —cuyo nombre cambiaron por Estambul— hasta nuestros días.
FUENTES DE ESTABILIDAD
No resulta sorprendente que Constantinopla acabara siendo conquistada. Lo que sí causa admiración es que el estado bizantino sobreviviera tantos siglos frente a fuerzas hostiles tan diferentes. Esa admiración aumenta cuando reconocemos que la historia política interna del imperio era agitadísima. Puesto que el poder estaba tan centralizado en la corte imperial de Constantinopla y ya que los soberanos imitaban a sus predecesores tardorromanos al reclamar los poderes de los monarcas absolutos nombrados por la divinidad, no había modo de oponerse a ellos más que mediante la intriga y la violencia. De ahí que la historia bizantina se viera marcada por repetidas revueltas palaciegas que entrañaban mutilaciones, asesinatos y cegamientos. La política bizantina alcanzó tanta fama por su complejidad entre bastidores que seguimos utilizando la palabra bizantino para hacer referencia a maquinaciones encubiertas, complejas y taimadas. Por fortuna para el imperio, de vez en cuando surgieron monarcas diestros que supieron ejercer con acierto sus poderes desmedidos, y para mayor suerte, incluso en los tiempos de agitación palaciega, continuó funcionando una burocracia eficiente.
La administración eficiente fue una de las principales razones del éxito y longevidad de Bizancio. Los burócratas instruidos supervisaban la educación y la religión, y presidían todas las formas de la actividad económica. Los funcionarios imperiales de Constantinopla regulaban precios y salarios, mantenían los sistemas de licencias, controlaban las exportaciones y obligaban al cumplimiento del sabbat. Hasta las carreras de carros estaban sometidas a una estricta supervisión gubernamental. Los métodos burocráticos también regulaban el ejército y la marina, los tribunales y el servicio diplomático, con lo que dotaban a estos organismos de fortalezas organizativas incomparables para su época.
Otra explicación para la pervivencia de Bizancio es la base comparativamente sólida del estado, al menos hasta el siglo XI. Como ha afirmado el historiador sir Steven Runciman, «si Bizancio debía su fuerza y seguridad a la eficacia de sus servicios, fue su comercio el que le permitió pagarlos». El comercio y las ciudades continuaron floreciendo en el Oriente bizantino igual que lo habían hecho en el período tardoantiguo. En los siglos IX y X Constantinopla era un emporio comercial vital para los artículos de lujo del Lejano Oriente y las materias primas occidentales. El imperio también fomentaba y protegía sus industrias propias, de las cuales la más destacada era la fabricación de seda, además de alcanzar fama hasta el siglo XI por su estable sistema monetario de oro y plata. Pero Constantinopla (que en algunos momentos pudo haber alcanzado una población cercana al millón de habitantes) no era su único gran centro urbano. Durante algunos períodos Antioquía y, hasta el final de la historia bizantina, las bulliciosas ciudades de Tesalónica y Trebisonda fueron también grandes y prósperas.
Los historiadores destacan el comercio y la industria porque eran muy avanzados para su época y proporcionaban la mayor parte del excedente de riqueza que sostenía al estado. Pero la agricultura constituía el núcleo de su economía. Su historia agrícola estaba marcada por las luchas de los campesinos independientes para librarse de las invasiones de las grandes fincas propiedad de los aristócratas y monasterios ricos. Hasta el siglo XI el campesinado libre logró mantener su posición con la ayuda de la legislación estatal. Sin embargo, a partir de 1025 la aristocracia ganó poder en el gobierno y empezó a transformar a los campesinos en arrendatarios empobrecidos, lo que tuvo muchas consecuencias desastrosas, la menor de las cuales no fue que los campesinos perdieran interés por rechazar al enemigo. La derrota de Manzikert en 1071, en parte, fue resultado de la miope aquiescencia del gobierno ante las ambiciones de la aristocracia.
LA RELIGIÓN BIZANTINA
Hasta ahora hemos hablado de campañas militares, gobierno y economía como si fueran la clave de la supervivencia de Bizancio. Contemplado desde la distancia lo fueron, pero lo que más preocupaba a los bizantinos era la ortodoxia religiosa de su imperio. Por curioso que pueda parecer, los bizantinos peleaban por cuestiones religiosas abstrusas con tanta vehemencia como hoy discutimos de política y deportes; en realidad, se peleaban con mayor vehemencia, pues con frecuencia estaban dispuestos a luchar e incluso morir por las palabras de un credo religioso. Esta intensa preocupación por las cuestiones doctrinales podía causar un gran daño en momentos de disensión religiosa, pero también dotaba al estado de un potente sentido de confianza y misión.
Las disputas doctrinales se complicaban mucho por el hecho de que el emperador desempeñaba un papel activo en ellas. Los emperadores ejercían un gran poder en la vida de la Iglesia; algunos incluso determinaban el resultado de los debates religiosos. No obstante, sobre todo ante el separatismo provincial, los soberanos nunca podían obligar a todos sus súbditos a creer en las mismas doctrinas que ellos. Ni siquiera la autoridad gubernamental llegaba tan lejos. Tuvieron que perderse muchas provincias orientales y refinarse las fórmulas doctrinales para que en el siglo VIII se atisbara la aproximación de la paz religiosa, pero entonces quedó hecha añicos durante un siglo más por lo que se conoce como la controversia iconoclasta.
Los iconoclastas deseaban prohibir la adoración de los iconos, esto es, las imágenes de Cristo y los santos. Su veneración les parecía que olía a idolatría y paganismo. Sostenían que no se debía adorar nada hecho por los seres humanos; que Cristo era tan divino que no se podía representar artísticamente de ningún modo; y que la prohibición de adorar «imágenes talladas» en los Diez Mandamientos (Éxodo, 20, 4) hacía irrefutable el asunto. Los tradicionalistas respondían que no era a las imágenes a las que se adoraba, sino a la realidad celestial subyacente en ellos. Al igual que en el caso del arte bizantino en general, se pretendía que los iconos actuaran como ventanas a través de las cuales los seres humanos de la tierra podían vislumbrar el cielo.
El movimiento iconoclasta lo inició el emperador León el Isaurio y lo dirigió después con mayor energía su hijo Constantino V (740-775). Sus motivos continúan generando polémica entre los historiadores. Puesto que León el Isaurio fue el emperador que salvó a Constantinopla de la acometida del islam y como los musulmanes se oponían a todas las imágenes religiosas por considerarlas «obra de Satán» (Corán, V, 92), tal vez la iconoclasia fuera un intento de responder a una de las mayores críticas que hacía el islam del cristianismo y, de este modo, privarle de parte de su atractivo. Puede que también hubiera consideraciones políticas y financieras detrás de la campaña. Al proclamar un movimiento religioso radicalmente nuevo, quizá los emperadores pretendieran reafirmar su control sobre la Iglesia y combatir la fuerza creciente de los monasterios. Al final estos últimos se alinearon con la causa de las imágenes y, como resultado, fueron implacablemente perseguidos por Constantino V, quien aprovechó la oportunidad para confiscarles buena parte de su riqueza.
La controversia iconoclasta se resolvió en el siglo IX volviendo al statu quo, a saber, la adoración de las imágenes, pero el siglo de agitación que había suscitado tuvo algunas profundas consecuencias. Una fue la destrucción, por orden imperial, de una gran cantidad de arte religioso. El que ha sobrevivido anterior al siglo VIII proviene en su mayoría de lugares como Italia o Palestina, que estaban fuera del alcance de los emperadores iconoclastas. Una segunda consecuencia de la controversia fue la apertura de una seria brecha religiosa entre Oriente y Occidente. El papa, que hasta el siglo VIII solía ser un estrecho aliado de los bizantinos, se opuso tenazmente a la iconoclasia, no menos porque tendía a cuestionar el culto a los santos, y la supremacía papal se basaba en su papel como sucesor de san Pedro. La oposición del sumo pontífice a la iconoclasia durante el siglo VIII llevó a un empeoramiento de las relaciones entre Oriente y Occidente que culminó con la coronación del caudillo franco Carlomagno como nuevo emperador romano de Occidente el día de Navidad del año 800.
La derrota definitiva de la iconoclasia llevó a la reafirmación de algunos rasgos importantes de la religiosidad bizantina, que desde el siglo IX hasta el final de la historia de Bizancio se mantuvieron como predominantes. Uno de estos rasgos fue el énfasis renovado en la fe ortodoxa tradicional del imperio como clave para su unidad política y éxito militar. La tradición religiosa se convirtió en la piedra de toque de la corrección doctrinal y la legitimidad política. Como afirmó un adversario de la iconoclasia, «si un ángel o un emperador os anuncia otro evangelio del que habéis recibido, cerrad los oídos». Esta postura fortaleció la religión bizantina y puso fin a la polémica y la herejía, además de ayudar a la religión a ganar nuevos adeptos en los siglos IX y X. Pero también reforzó la hegemonía de las tradiciones religiosas de Constantinopla dentro del imperio, con lo que marginó aún más las tradiciones religiosas diferentes del cristianismo sirio y armenio. Asimismo, el temor a la herejía tendió a inhibir la libre especulación, no sólo en religión, sino también en asuntos intelectuales relacionados. Aunque los emperadores bizantinos fundaron y sostuvieron una universidad en Constantinopla, jamás le permitieron ejercer un grado significativo de libertad intelectual, en marcado contraste con la despreocupada atmósfera intelectual que imperaba en las cada vez más abundantes universidades de los siglos XII y XIII en Europa occidental.
LA CULTURA BIZANTINA
La religión dominaba la vida en Bizancio, pero el compromiso con el cristianismo no inhibía en absoluto la veneración y conservación de la antigua herencia griega. Las escuelas basaban su instrucción en la literatura griega clásica, y en especial en Homero, hasta un grado asombroso. La gente culta que rodeaba la corte podía citar un solo verso de Homero y esperar que su auditorio conociera de inmediato el pasaje entero del que provenía. En el mundo de habla inglesa, sólo la Biblia del rey Jacobo ha alcanzado un grado de saturación cultural comparable con Homero en Bizancio. Al igual que la Biblia del siglo XVIII, para los bizantinos, Homero era a la vez un modelo literario, un libro de texto y una guía para la moralidad y la sabiduría personales.
Los eruditos bizantinos también estudiaban intensamente la filosofía de Platón y la prosa histórica de Tucídides. Se conocían además las obras de Aristóteles, pero se consideraban menos interesantes. En general, se había abandonado la tradición científica y matemática griega e incluso la filosofía estaba muy restringida. Justiniano, por ejemplo, cerró las academias filosóficas atenienses que habían existido desde tiempos de Platón y declaró que todo lo que era digno de saberse ya se sabía. Se apreciaba la inventiva, pero la originalidad no era la meta hacia la que se dirigía la vida intelectual. La conservación, más que la innovación, fue el sello del clasicismo bizantino. No obstante, un clasicismo tan devoto enriqueció la vida intelectual y literaria, además de ayudar a conservar los clásicos griegos para las generaciones posteriores. El grueso de la literatura griega clásica con que contamos hoy ha sobrevivido porque fue copiada por escribas bizantinos.
El clasicismo bizantino era producto de un sistema educativo para los laicos que se extendía tanto a las mujeres como a los hombres. Teniendo en cuenta las actitudes y prácticas en el Occidente cristiano y el islam contemporáneos, el compromiso bizantino con la educación femenina era ciertamente inusual. Las niñas de las familias aristocráticas o prósperas no iban a la escuela, pero las educaban en casa tutores privados. En el mundo bizantino de los siglos IX, X y XI, se alababa a las mujeres instruidas por ser capaces de disertar como Platón o Pitágoras. La más famosa de estas intelectuales fue la princesa Ana Comnena, quien describió las hazañas de su padre Alejo en una biografía bien escrita en la que cita profusamente a Homero y Eurípides. Pero además de estas figuras literarias, en el Imperio bizantino también había médicas, hecho digno de mención por su escasez en otras sociedades occidentales hasta época reciente.
Son más conocidos los logros bizantinos en los campos de la arquitectura y el arte. El ejemplo arquitectónico más bello es la iglesia de Santa Sofía (Sagrada Sabiduría) en Constantinopla, construida en el siglo VI por el emperador Justiniano con un coste enorme. Aunque se edificó antes de la fecha que hemos tomado como inicio de la historia bizantina, su estilo e influencia posterior son inequívocamente bizantinos. La diseñaron arquitectos de origen helenístico, pero era completamente diferente de cualquier templo griego. Su objetivo no era enorgullecerse de las proezas humanas, sino simbolizar la naturaleza introspectiva y espiritual de la religión cristiana. Por esta razón, los arquitectos prestaron poca atención a la apariencia externa del edificio. Para los muros exteriores sólo se utilizó ladrillo recubierto de yeso; no había revestimientos de mármol, gráciles columnas ni frisos esculpidos. Sin embargo, el interior estaba decorado con mosaicos de ricos colores, pan de oro, columnas de mármol y trozos de vidrio tintado colocados en ángulo para que refractaran los rayos de sol como si se tratara de gemas resplandecientes. A fin de resaltar la impresión de milagro, el edificio se construyó de tal modo que la luz no parecía provenir del exterior, sino generarse dentro.
El diseño estructural de Santa Sofía fue algo completamente nuevo en la historia de la arquitectura. Su rasgo central era la aplicación del principio de la cúpula a un edificio de planta cuadrada. La iglesia se diseñó en forma de cruz con una magnífica cúpula sobre su cuadrado central. El principal problema era cómo ajustar la circunferencia de la cúpula a la zona cuadrada que pretendía cubrir. La solución fue contar con cuatro grandes arcos que surgían de pilares en las cuatro esquinas del cuadrado. El borde de la cúpula se hacía descansar entonces en las dovelas de los arcos, mientras que los espacios triangulares curvados que quedaban entre los arcos se cubrían con ladrillos. El resultado fue una estructura arquitectónica con una resistencia maravillosa, que al mismo tiempo posibilitaba un estilo de grandeza y delicadeza imponentes. La gran cúpula de Santa Sofía tiene un diámetro de 31,87 metros y se yergue a una altura de 56,6 metros del suelo. Hay tantas ventanas colocadas alrededor de su borde que parece carecer de soporte y estar suspendida en el aire.
BIZANCIO Y EL MUNDO CRISTIANO OCCIDENTAL
Después de las escaramuzas del período iconoclasta, las relaciones entre los cristianos orientales y occidentales continuaron tensas, debido en parte a que a Constantinopla le molestaban las reclamaciones occidentales (iniciadas por Carlomagno en el año 800) para gobernar un Imperio romano rival, pero sobre todo porque continuaban aumentando las diferencias religiosas entre ambos. Desde el punto de vista bizantino, los occidentales eran zafios e ignorantes, incapaces de entender la lengua griega, en la que todos los teólogos serios se desenvolvían; mientras que a los ojos de los europeos occidentales los bizantinos eran arrogantes, afeminados y proclives a la herejía. En 1054, las reclamaciones papales a la primacía sobre la Iglesia oriental provocaron un cisma religioso que nunca se ha cerrado. A partir de entonces las cruzadas remacharon la brecha divisoria.
Después del saqueo de Constantinopla en 1204 a manos de los cruzados, el odio bizantino a los occidentales se intensificó. «Entre ellos y nosotros —escribió un bizantino— existe ahora un profundo cisma: no tenemos un solo pensamiento en común.» Los occidentales llamaban a los orientales «la escoria de la escoria […] indignos de la luz del sol». Los orientales llamaban a los occidentales los hijos de la oscuridad, en alusión al hecho de que el sol se pone por el oeste. Los beneficiarios de este odio fueron los turcos, que conquistaron Constantinopla en 1453 y poco después la mayor parte de Europa suroriental.
En vista de esta larga historia de hostilidades (que analizaremos con mayor extensión en el capítulo siguiente), es mejor concluir aquí el repaso sobre la civilización bizantina recordando lo mucho que le debe el mundo europeo occidental. El Imperio bizantino actuó de barrera frente al islam de los siglos VII al XI, con lo que ayudó a conservar un Occidente independiente y cristiano. Los europeos occidentales también mantienen una enorme deuda cultural con los eruditos bizantinos, que conservaron la mayor parte de la tradición literaria griega clásica durante siglos, cuando sus textos eran totalmente desconocidos en Europa occidental. El arte bizantino ejerció asimismo una profunda influencia en el de Europa occidental. La basílica de San Marcos de Venecia refleja dicha influencia, así como el arte de pintores occidentales tan grandes como Giotto y El Greco. Los viajeros modernos que contemplan mosaicos bizantinos en ciudades como Rávena y Palermo se quedan sobrecogidos; los que llegan a Estambul todavía encuentran Santa Sofía impresionante. En una joya tan bella, la luz del Imperio bizantino continúa brillando.
En contraste con la historia bizantina, que no cuenta con un claro comienzo datable, pero sí con un final definitivo en 1453, la de la civilización islámica presenta un nítido punto de origen con la trayectoria de Mahoma en el siglo VII, pero no un final. Los creyentes del islam, conocidos como musulmanes, abarcan en la actualidad en torno a un séptimo de la población global: en sus mayores concentraciones se extienden desde África, Oriente Medio y los estados de la antigua Unión Soviética hasta el sur de Asia e Indonesia. Todos los musulmanes admiten una religión y un modo de vida comunes, pues el islam siempre ha exigido a sus seguidores no sólo la adhesión a formas comunes de culto, sino también a ciertas normas sociales y culturales. De hecho, más que el judaísmo y el cristianismo, el islam ha sido un gran experimento al tratar de construir una sociedad mundial basada en la plena armonía entre los requerimientos religiosos y los preceptos de la existencia cotidiana. En este apartado esbozaremos el inicio de la historia del experimento islámico, destacando sobre todo su expansión hacia Occidente. No obstante, debemos recordar que se extendió en muchas direcciones y que a la larga tuvo tanta influencia en la historia de África y el sur de Asia como en la de Europa o Asia occidental.
EL ASCENSO DEL ISLAM
El islam nació en Arabia, tierra desierta tan atrasada antes de su fundación, que los dos imperios vecinos dominantes, el romano y el persa, nunca se preocuparon de conquistarla. Los árabes, en su mayoría, eran beduinos, pastores de camellos nómadas que vivían de la leche de sus animales y de los productos de los oasis. En la segunda mitad del siglo VI, Arabia contempló una aceleración de la vida económica debido a un cambio en las rutas comerciales largas. Las prolongadas guerras entre los Imperios bizantino y persa la convirtieron en una ruta de paso más segura que otras alternativas para las caravanas que viajaban entre África y Asia. Algunos pueblos crecieron para dirigir y aprovechar este aumento del comercio. El más prominente fue La Meca, que no sólo se hallaba en la encrucijada de importantes rutas comerciales, sino que era un centro religioso desde hacía mucho tiempo. En La Meca se encontraba la Kaaba, un santuario de peregrinación que servía como lugar central de culto para muchos clanes y tribus árabes diferentes. (Dentro de la Kaaba estaba la Piedra Negra, un meteorito adorado como reliquia milagrosa por los adeptos de muchas divinidades diferentes.) Los hombres que controlaban este sepulcro y también dirigían la vida económica de la zona de La Meca pertenecían a la tribu de los quraysíes, una aristocracia de comerciantes y empresarios que proporcionaba el escaso gobierno que conocía la región.
Mahoma, el fundador del islam, nació en La Meca en una familia quraysi hacia el año 570. Huérfano a edad temprana, entró al servicio de una viuda rica con quien más tarde se casó, lo que le proporcionó seguridad financiera. Hasta la madurez vivió como comerciante próspero, difería poco de sus semejantes del pueblo, pero en torno al año 610 sufrió una experiencia religiosa que cambió el curso de su vida y, a la larga, también el de una buena parte del mundo. Aunque hasta entonces la mayoría de los árabes eran politeístas que reconocían cuando mucho la vaga superioridad de un dios más poderoso al que llamaban Alá, en el año 610 Mahoma escuchó una voz procedente del cielo que le decía que no había más dios que Alá. En otras palabras, como resultado de una experiencia de conversión, se transformó en un monoteísta intransigente. A partir de entonces recibió otros mensajes que pasaron a ser la base de una nueva religión y que le mandaban que aceptara la llamada como «Profeta» para proclamar la fe monoteísta a los quraysíes. En un principio no tuvo mucho éxito en ganar conversos más allá de un círculo limitado, tal vez porque los hombres principales de los quraysíes creyeron que el establecimiento de una nueva religión privaría a la Kaaba, y por ende a La Meca, de su lugar central en el culto local. Sin embargo, el pueblo de Yathrib, al norte, no tenía esas preocupaciones, y sus representantes invitaron a Mahoma a que emigrara allí y sirviera de árbitro neutral en las rivalidades locales. En el año 622 Mahoma y sus seguidores aceptaron la invitación. Como su emigración —la Hégira— supuso el comienzo de un nuevo destino para Mahoma, los musulmanes consideran que marca el inicio de su era: del mismo modo que los cristianos empiezan su era con el nacimiento de Cristo, los musulmanes comienzan su sistema de datación con la Hégira del año 622.
Mahoma cambió el nombre de Yathrib a Medina (la «ciudad del Profeta») y se estableció de inmediato como su gobernante. Mientras lo hacía, de forma consciente comenzó a organizar a sus conversos en una comunidad política y religiosa, pero seguía necesitando encontrar algún medio de sostén para sus seguidores originales de La Meca y además deseaba consolidar su autoridad política y profética entre los quraysíes. Por consiguiente, se puso a lanzar incursiones contra las caravanas quraysíes que viajaban más allá de La Meca. Los quraysíes lucharon por defenderse, pero al cabo de unos cuantos años la banda de Mahoma, encendida de entusiasmo religioso, logró derrotarlos. En el año 630, tras varias batallas en el desierto, Mahoma entró triunfante en La Meca. A partir de entonces los quraysíes se sometieron a la nueva fe y la Kaaba no sólo se conservó, sino que se convirtió en el principal santuario del islam, como lo sigue siendo. Después de la toma de La Meca, otras tribus de Arabia aceptaron a su vez la nueva fe. Aunque Mahoma murió en el año 632, vivió lo suficiente para ver triunfar la religión que había fundado.
LAS ENSEÑANZAS RELIGIOSAS DEL ISLAM
La palabra islam significa «sumisión», y la fe del islam llama a la sumisión absoluta a Alá, el creador, dios todopoderoso, la misma deidad omnipotente adorada por los cristianos y judíos. Así pues, en lugar de afirmar que los musulmanes creen que «no hay más dios que Alá», es más acertado observar que creen que «no hay más divinidad que Dios». En consonancia con este monoteísmo estricto, los musulmanes creen que Mahoma fue el último y mayor profeta de Dios, pero no que fuera Dios.
Los hombres y mujeres deben someterse por completo a Dios porque el juicio divino es inminente. Los mortales tienen que realizar una elección fundamental: empezar una nueva vida de servicio divino; si así lo deciden, Dios los guiará hacia la bendición, pero en caso contrario les dará la espalda y se convertirán en malvados irredimibles. El día del juicio final a los piadosos se les concederá la vida eterna en un paraíso de delicias, pero los condenados serán enviados a un reino de fuego y tortura eternos. Los pasos prácticos que debe dar el creyente se encuentran en el Corán, la compilación de las revelaciones enviadas por Dios a Mahoma y, por lo tanto, la escritura islámica suprema. Estos pasos incluyen dedicación completa a la rectitud moral y la compasión, así como fidelidad a una serie de prácticas religiosas: un régimen de oraciones y ayunos, peregrinación a La Meca y la recitación frecuente de partes del Corán.
No es coincidencia el que buena parte de la religión del islam se asemeje al judaísmo y al cristianismo; sin duda, a Mahoma le influyeron ambas religiones. (Había muchos judíos en La Meca y Medina; Mahoma también conocía el pensamiento cristiano, si bien de manera más indirecta.) En lo que más se parece el islam al judaísmo y al cristianismo es en su monoteísmo estricto, su énfasis en la moralidad y compasión personales, y su confianza en la escritura revelada y escrita. Mahoma proclamó que el Corán era la fuente suprema de autoridad religiosa, pero aceptaba que tanto la Biblia hebrea como el Nuevo Testamento cristiano eran obras de inspiración divina. Puede que también extrajera del cristianismo sus doctrinas sobre el juicio final y la resurrección de la carne, con las recompensas y castigos posteriores, así como su creencia en los ángeles (informó de que Dios le había enviado el primer mensaje con el ángel Gabriel). Pero aunque Mahoma aceptaba a Jesucristo como uno de los mayores profetas de una larga lista, no creía en su divinidad. Tampoco afirmaba haber realizado más milagros que escribir el Corán.
El islam es una religión sin sacramentos ni sacerdotes. Todo creyente musulmán tiene la responsabilidad directa de vivir la vida de la fe sin intermediarios; en lugar de sacerdotes, sólo hay eruditos religiosos que comentan los problemas de la fe y la ley islámica, y que actúan como jueces en las disputas. Los musulmanes deben rezar juntos en las mezquitas, pero no cuentan con una liturgia. La ausencia de clero asemeja el islam al judaísmo, similitud que se resalta por el énfasis islámico en la conexión inextricable entre la vida religiosa, social y política de la comunidad de inspiración divina. Sin embargo, a diferencia del judaísmo, el islam ha aspirado históricamente a unir el mundo en una comunidad única de creyentes bajo el gobierno de Alá.
LAS CONQUISTAS ISLÁMICAS
Esta inclinación hacia la influencia mundial se inició inmediatamente después de la muerte de Mahoma. Como no había hecho previsiones para el futuro y como los árabes no tenían un concepto preciso de sucesión política, no estaba claro si la comunidad de Mahoma iba a sobrevivir. Pero sus seguidores más cercanos, encabezados por su suegro Abu Bark y uno de los primeros conversos llamado Omar, tomaron en seguida la iniciativa y nombraron a Abu Bark califa, es decir, representante del Profeta y, por tanto, dirigente supremo religioso y político de todos los musulmanes. En cuanto se convirtió en califa, Abu Bark comenzó una campaña militar para someter a varias tribus árabes que habían seguido a Mahoma, pero que no estaban dispuestas a aceptar la autoridad de su sucesor. En el curso de esta victoriosa acción militar, las fuerzas de Abu Bark empezaron a extenderse hacia el norte más allá de las fronteras de Arabia. Probablemente para su sorpresa, encontraron escasa resistencia de las fuerzas bizantina y persa.
Abu Bark murió dos años después de su ascensión, y le sucedió Omar como califa, que continuó dirigiendo sus ejércitos contra Bizancio y Persia. En los años siguientes, los triunfos árabes se sucedieron casi sin interrupciones. En el año 636 los árabes derrotaron a un ejército bizantino en Siria y de inmediato tomaron toda la zona y ocuparon las importantes ciudades de Antioquía, Damasco y Jerusalén. En el año 637 destruyeron el principal ejército de los persas y marcharon contra la capital, Ctesifonte. Una vez tomado este centro administrativo, el Imperio persa, como estaba muy centralizado, ofreció escasa resistencia. En el año 651 la conquista árabe de todos los dominios persas ya era completa. Las fuerzas islámicas se dirigieron entonces al oeste, hacia el norte de África, tomaron el Egipto bizantino en el año 646 y extendieron su control por el resto del área norteafricana durante las décadas siguientes. Los intentos por tomar Constantinopla en los años 677 y 717 fracasaron, pero en el año 711 los árabes cruzaron desde el norte de África a la Hispania visigoda y muy pronto dominaron también casi toda esa zona. De este modo, en menos de un siglo las fuerzas del islam habían conquistado la antigua Persia y buena parte del mundo tardorromano.
¿Cómo cabe explicar esta expansión prodigiosa? La mejor manera es considerar primero qué impulsaba a los conquistadores y después valorar qué circunstancias contribuyeron a facilitar su camino. En contra de la creencia extendida, la propagación inicial del islam no se logró con una cruzada religiosa. Al principio los árabes no estaban interesados en convertir a otros pueblos; esperaban más bien que las poblaciones conquistadas no se convirtieran para mantener su identidad como comunidad de gobernantes y recaudadores de impuestos. Pero aunque sus motivos para la expansión no eran religiosos, el entusiasmo religioso sí desempeñó un papel crucial para conseguir que los hasta entonces ingobernables árabes aceptaran órdenes del califa y en instilar el sentimiento de que estaban realizando la voluntad de Dios. En realidad, lo que sacó a los árabes del desierto fue la búsqueda de un territorio y un botín más ricos, y lo que hizo que prosiguieran su avance fue la facilidad con que adquirían riqueza a medida que conquistaban.
La inspiración árabe en el islam también coincidió con un período de debilidad en sus principales enemigos. Los bizantinos y los persas estaban tan agotados por las largas guerras entre ellos y contra los «bárbaros» que apenas les quedaban fuerzas para afrontar un nuevo desafío. Además, muchas de las poblaciones de Egipto, el norte de África y Asia Menor estaban hartas de las exigencias financieras de sus gobernantes burocráticos. La conquista del islam suponía la liberación no sólo de unos impuestos opresivos, sino también de la persecución de la ortodoxia religiosa de Constantinopla, que de forma sistemática se había propuesto suprimir a los grupos cristianos «herejes» en todas estas zonas. Como los árabes no exigían la conversión y reclamaban menos impuestos que los bizantinos y los persas, a menudo se los prefería a los antiguos gobernantes. Un escritor cristiano de Siria iba más lejos al declarar: «el Dios de la venganza nos libró de las manos de los romanos [es decir, del Imperio bizantino] valiéndose de los árabes». Por todas estas razones, el islam se propagó con rapidez por el territorio comprendido entre Egipto e Irán, y allí arraigó desde entonces.
EL CISMA CHIÍ-SUNÍ
Mientras los árabes extendían sus conquistas, se toparon con las primeras divisiones políticas serias. En el año 644 murió el califa Omar; le sucedió Utmán, un gobernante débil que para muchos tenía el inconveniente añadido de pertenecer a la familia Omeya, un clan acaudalado de La Meca que al principio no había aceptado la llamada de Mahoma. Los descontentos con Utmán se congregaron en torno al sobrino y yerno del profeta, Alí, cuya sangre, orígenes y espíritu guerrero le hacían parecer un dirigente más apropiado para la causa. Cuando los amotinados asesinaron a Utmán en el año 656, los partidarios de Alí lo elevaron a califa. Pero la poderosa familia de Utmán y sus seguidores no estaban dispuestos a aceptarlo. En los disturbios posteriores Alí fue asesinado y el partido de Utmán salió triunfante. En el año 661 un miembro de la familia Omeya se alzó como califa y esa casa gobernó el mundo islámico hasta el año 750. Los seguidores de Alí no aceptaron la derrota. Con el tiempo, se consolidaron en un partido religioso minoritario conocido como chií (shi en árabe, «partido» o «facción»); este grupo insistía en que sólo los descendientes de Alí podían ser califas o gozar de autoridad sobre la comunidad musulmana. A los que apoyaban la evolución histórica del califato y se comprometieron con sus costumbres se los llamó suníes (sunna significa «costumbre religiosa»). La brecha entre los dos partidos ha sido duradera en la historia islámica. Los chiíes, perseguidos con frecuencia, desarrollaron una gran militancia y un profundo sentimiento de ser los únicos verdaderos conservadores de la fe. De cuando en cuando lograron alcanzar el poder en alguna zona, pero nunca consiguieron convertir a la mayoría de los musulmanes. En la actualidad gobiernan en Irán y son muy numerosos en Irak, pero no suponen más que en torno a la décima parte de la población islámica mundial.
OMEYAS Y ABASÍES
El triunfo de los omeyas en el año 661 dio inicio a un período más estable en la historia del califato que duraría hasta el siglo X. Durante estos siglos hubo dos orientaciones de gobierno principales: la occidental, representada por los omeyas, y la oriental de sus sucesores, los abasíes. La capital omeya fue Damasco, en el antiguo territorio bizantino de Siria, y en muchos sentidos el califato omeya funcionó como un estado sucesor de Bizancio, que continuó empleando incluso a burócratas antes bizantinos. Los omeyas concentraron sus energías en el dominio del Mediterráneo y la conquista de Constantinopla. Cuando en el año 717 fracasó el ataque masivo a la capital, su fuerza se vio seriamente debilitada; era sólo cuestión de tiempo que surgiera una nueva orientación.
Esta nueva perspectiva llegó con el acceso al poder de una nueva familia, los abasíes, en el año 750. Su gobierno resaltó más los elementos persas que los bizantinos. Reflejo de este cambio fue la elección de una capital diferente: el segundo califa abasí construyó su nueva capital de Bagdad en Irak, cerca de las ruinas de la antigua ciudad persa, e incluso se apropió de piedras de sus restos. Los abasíes desarrollaron su propia administración musulmana e imitaron el absolutismo persa. Sus califas mataron sin piedad a sus enemigos, se rodearon de elaboradas ceremonias cortesanas y patrocinaron generosamente una literatura muy elaborada. Éste es el mundo descrito en Las mil y una noches, colección de relatos de esplendor deslumbrante en Bagdad bajo los abasíes. La presencia dominante en estos relatos, Harún al-Rashid, reinó como califa entre los años 786 y 809, y su conducta fue tan extravagante como se describe: lanzaba monedas a las calles, hacía suntuosos regalos a sus favoritos y propinaba castigos severos a sus enemigos.
Los monarcas abasíes de Hispania fueron igualmente pródigos en su mecenazgo literario y cultural. El califa Al-Hakam II de Córdoba (961-976), por ejemplo, reunió una biblioteca de más de cuatrocientos mil volúmenes —sólo su catálogo de títulos alcanza los cuarenta y cuatro volúmenes— en una época en la que en Europa occidental un monasterio con cien libros ya parecía un centro de erudición.
Para los cristianos de Bizancio y Europa occidental, el califato abasí fue significativo no sólo por sus logros culturales, sino también porque su orientación hacia el este restó cierta presión militar al Occidente mediterráneo. En consecuencia, el estado bizantino pudo recuperarse un poco tras un siglo de presión militar de los omeyas. Más hacia el oeste, los francos de la Galia también se beneficiaron del advenimiento de los abasíes. Como una dinastía omeya continuaba controlando Hispania, el gran monarca franco Carlomagno (768-814) mantuvo relaciones diplomáticas y comerciales con el califato abasí de Harún al-Rashid contra su enemigo omeya común. El símbolo más famoso de esta conexión fue el elefante que Harún al-Rashid envió a Carlomagno. Sin embargo, fue más importante el flujo de plata que se abrió paso desde el Imperio abasí por el norte a través de Rusia y el Báltico hasta Renania, a cambio de las exportaciones francas de pieles, esclavos, cera, miel y cuero. Joyas, sedas, especias y otros artículos de lujo procedentes de la India y el Lejano Oriente también fluían por el norte y el oeste hasta el mundo franco a través del Imperio abasí. Estos vínculos comerciales con el mundo abasí ayudaron a financiar los extraordinarios logros culturales del renacimiento carolingio.
Sin embargo, durante los siglos IX y X el poder de la dinastía abasí declinó con rapidez. Siguió un extenso período de descentralización que se vio reflejado durante el siglo XI en la Hispania omeya. Una causa fundamental del derrumbe abasí fue el empobrecimiento gradual de su base económica —la riqueza agrícola de la cuenca del Tigris-Éufrates— como resultado de crisis ecológicas y una devastadora revuelta de la mano de obra africana esclavizada que labraba las marismas del sur de Irak. Los ingresos fiscales del Imperio abasí también estaban disminuyendo porque los gobernantes provinciales del norte de África, Egipto y Siria retenían para sí porciones cada vez mayores de lo que recaudaban. Con menores ingresos, los abasíes fueron incapaces de mantener su extenso funcionariado o el nuevo ejército mercenario que habían creado. Éste estaba compuesto en su mayoría por esclavos cuya lealtad no pertenecía al califato en sí, sino a los califas que los empleaban. Para defender sus intereses, el ejército se convirtió pronto en una fuerza dominante para nombrar y asesinar califas. Los carísimos proyectos de construcción, entre los que se incluían la refundación de la capital abasí de Bagdad, exacerbaron más la crisis fiscal, militar y política.
Detrás de la crisis abasí se encontraban dos circunstancias fundamentales, de gran significado para el futuro del mundo islámico: el aumento del regionalismo y las crecientes divisiones religiosas entre suníes y chiíes y entre los mismos chiíes. En el año 909 se sumaron las hostilidades regionales y religiosas cuando una dinastía chií local, conocida como los Famitidas, se hizo con el control de la provincia abasí del norte de África. En el año 909 los Famitidas consiguieron conquistar también Egipto. Entre tanto, otro grupo chií, rival tanto de los Fatimidas como de los abasíes, atacó Bagdad en el año 927 y La Meca en 930, y tomó la Kaaba. A partir de entonces, el poder efectivo de los abasíes sobre el imperio se derrumbó por completo. Aunque en Bagdad continuó existiendo un califato abasí hasta 1258, cuando los ejércitos mongoles invasores acabaron con él, en la práctica había desaparecido en la década de 930. En su lugar comenzó a surgir un nuevo orden en el mundo musulmán oriental, centrado en un reino egipcio independiente y un nuevo estado musulmán ubicado en Persia.
En Hispania, la debilidad de los omeyas fue consecuencia más directa de los fracasos políticos y las disputas sucesorias que del desplome económico. En los siglos IX y X la Hispania musulmana era una región agrícola y comercial enormemente próspera. Pero desde mediados del siglo IX la renovada presión militar de los renacidos reinos cristianos del norte y el este exacerbó las dificultades políticas internas del califato omeya, que acabó disolviéndose en los primeros años del siglo XI para dar lugar a una multitud de pequeños reinos de taifas, algunos de los cuales pagaban tributo a los monarcas cristianos del norte. En 1085 la gran ciudad de Toledo cayó ante el rey cristiano Alfonso VI de León. Alarmado, un nuevo grupo de puristas norteafricanos conocido como los almorávides invadió la Hispania musulmana, controló el avance cristiano y amalgamó la Hispania islámica con su imperio norteafricano. Otro de esos grupos, los almohades, repitió este patrón durante el siglo XII. Pero ni los unos ni los otros consiguieron volver a unir los insignificantes reinos enfrentados de la Hispania islámica. Uno a uno, estos reinos de taifas cayeron víctimas de las fuerzas arrolladoras de los reinos cristianos peninsulares. Aunque el último reino musulmán, el principado de Granada, no caería hasta 1492, la reconquista cristiana de Hispania ya se había completado prácticamente a mediados del siglo XIII.
Sin duda, la extravagancia e incompetencia de los gobernantes musulmanes del siglo XI desempeñaron un papel importante en el derrumbe del califato omeya. Pero actuaron factores mayores en la ruptura de la unidad del mundo islámico que trascendieron los fallos de los califas particulares. Aunque la sociedad islámica era tolerante en cuanto a la religión, al menos hacia los judíos y cristianos (a quienes, como dhimmis, «pueblos del Libro», se les permitía mantener su religión pagando un impuesto especial a sus gobernantes musulmanes; sin embargo, a los paganos se los obligaba a convertirse al islam), abundaban las tensiones étnicas y causaron más divisiones cuando el idealismo de las conquistas iniciales se desvaneció con el tiempo. Estas tensiones étnicas entre los árabes, turcos, bereberes, africanos subsaharianos y persas también complicaron las profundas divisiones regionales que habían caracterizado esta zona del mundo durante siglos antes de que se iniciaran las conquistas islámicas. A la inestabilidad política del mundo musulmán se añadía además el monoteísmo intransigente y el igualitarismo religioso del islam. Los monarcas musulmanes (como algunos de los Abásíes) que adoptaron estilos persas de gobierno semidivino a menudo fueron asesinados por blasfemos. Así pues, las tensiones entre la universalidad del credo islámico y las realidades del particularismo regional, la hostilidad étnica y el conflicto religioso entre suníes y chiíes se combinaron para socavar la unidad política del Imperio islámico.
SOCIEDAD Y CULTURA MUSULMANAS, 900-1250
Sin embargo, la descentralización política del mundo musulmán no causó de forma automática la decadencia cultural. En realidad, la civilización islámica prosperó mucho en el «período medio», sobre todo desde en torno al año 900 hasta 1250, aproximadamente. Durante estos siglos el gobierno islámico se extendió a las actuales Turquía y la India, pese al derrumbe de los califatos. La historia islámica no es ni mucho menos un relato de declive constante desde la época de Harún al-Rashid; por el contrario, el período cultural más creativo acababa de comenzar cuando llegó a su fin el siglo IX.
La cultura y la sociedad islámicas fueron extraordinariamente cosmopolitas y dinámicas desde sus primeros días. El propio Mahoma no era un árabe del desierto, sino un comerciante de ciudad imbuido de ideales avanzados. Después la cultura musulmana se volvió muy cosmopolita por varias razones: heredó la sofisticación de Bizancio y Persia; permaneció centrada en las encrucijadas del comercio de largo recorrido entre el Lejano Oriente y Occidente; y la próspera vida urbana en la mayoría de los territorios musulmanes sirvió de contrapeso a la agricultura. La importancia del comercio suponía gran movilidad geográfica. Las enseñanzas de Mahoma fomentaron más la movilidad social porque el Corán destacaba la igualdad de todos los musulmanes. El resultado fue que en las cortes de Bagdad y Córdoba, y después en las de los estados musulmanes que las sucedieron, para las personas con talento había posibilidades de prosperar. Como la alfabetización estaba notablemente extendida —un cálculo aproximado para el año 1000 más o menos señala que el 20 por ciento de los musulmanes varones sabía leer el árabe del Corán—, muchos podían ascender mediante la educación. Rara vez los cargos se consideraban hereditarios, y «nuevos hombres» podían llegar a la cima si demostraban iniciativa y habilidades.
Había una importante excepción a esta regla de igualitarismo: el trato a las mujeres. Tal vez porque la posición social era tan fluida, los hombres de éxito ansiaban a toda costa conservar y mejorar su situación y «honor»; podían lograrlo manteniendo o ampliando sus posesiones mundanas, entre las que se incluían las mujeres. Puesto que las mujeres de un hombre eran lo más «valioso» de su posición, tenía que asegurarse su inviolabilidad. El Corán permitía a un hombre casarse con cuatro esposas, así que las mujeres escaseaban y las casadas se segregaban de los restantes hombres. Un hombre rico tendría además un número de sirvientas y concubinas, a quienes guardaba en una parte de su residencia llamada el harén, donde estaban protegidas por eunucos, es decir, hombres castrados. Dentro de estos cotos las mujeres rivalizaban por la preeminencia y participaban en intrigas para mejorar el destino de sus hijos. Aunque sólo los más ricos podían mantener grandes harenes, el sistema lo imitaban al máximo todas las clases sociales. Basadas en el principio de que las mujeres eran bienes muebles, estas prácticas fomentaron su degradación y las actitudes de dominio en la vida sexual. Aunque en la sociedad de clase alta se toleraban las relaciones homosexuales masculinas, éstas también se basaban en patrones de dominio, por lo general de un adulto poderoso sobre un muchacho adolescente, en buena medida como sucedía en el mundo griego antiguo.
Había dos vías importantes abiertas para los hombres que deseaban dedicarse a la vida religiosa islámica. Una era la de los ulemas, hombres instruidos cuya labor consistía en estudiar y ofrecer consejo sobre todos los aspectos de la religión y la ley religiosa. No resulta sorprendente que estos hombres apoyaran con frecuencia la tradición y el mantenimiento riguroso de la fe; a menudo ejercían una gran influencia sobre la conducta de la vida pública. Los ulemas se complementaban con los sufis, místicos religiosos que equivaldrían a los monjes cristianos si no fuera por el hecho de que no estaban obligados al celibato y rara vez se retiraban de la vida de la comunidad. Los sufís se centraban en la contemplación y el éxtasis, mientras que los ulemas lo hacían en la ley religiosa; no tenían un programa común y en la práctica se comportaban de manera muy diferente. Algunos sufís eran «derviches giradores», conocidos así en Occidente por sus danzas; otros eran faquires, asociados en Occidente con el encantamiento de serpientes en los mercados, y otros más eran hombres tranquilos y reflexivos que no practicaban ritos exóticos. Los sufís solían estar organizados en «hermandades» que se esforzaban en convertir zonas distantes como África y la India. En todo el mundo islámico el sufismo proporcionaba un canal para los impulsos religiosos más intensos. La habilidad para coexistir de los ulemas y los sufís atestigua el pluralismo cultural del mundo islámico. Pero la ausencia de vías para las mujeres religiosas comparables a los conventos del mundo cristiano es un recordatorio de los límites impuestos por el género a dicho pluralismo.
FILOSOFÍA, CIENCIA Y MEDICINA MUSULMANAS
La filosofía islámica de la Edad Media estaba firmemente arraigada en la tradición filosófica griega. Incluso antes del ascenso del islam, varios textos filosóficos griegos habían sido traducidos al siríaco, un dialecto semítico. Las traducciones al árabe no se hicieron esperar, patrocinadas muchas de ellas por la corte abasí de Bagdad, que estableció una escuela especial para este fin, conocida como la Casa de la Sabiduría. A finales del siglo X ya se disponía de las traducciones árabes de Aristóteles, Porfirio, Plotino y Platón, muy estudiadas en todo el mundo musulmán. Incluso en la remota ciudad persa de Bujara, el gran filósofo Avicena (Ibn Sina, 980-1037) fue capaz de leer todas las obras de Aristóteles antes de cumplir los dieciocho años.
Las dos mayores influencias en la filosofía islámica medieval fueron el aristotelismo y el neoplatonismo. Los filósofos musulmanes se esforzaron por reconciliar estas dos tradiciones filosóficas tan diferentes y los dogmas de la teología islámica. En cierto modo, reconciliar el aristotelismo y el neoplatonismo era la tarea más fácil. Muchas de las traducciones y comentarios aristotélicos con los que trabajaban los filósofos musulmanes ya estaban profundamente imbuidos de neoplatonismo. Aristóteles y los neoplatónicos compartían además varias asunciones comunes, incluida la eternidad del mundo, la racionalidad (quizá incluso la necesidad racional) de la existencia del mundo y la libertad de los seres humanos individuales para elegir entre el bien y el mal.
Conciliar la filosofía griega con la teología islámica resultaba más difícil. Al igual que el judaísmo y el cristianismo, el islam sostiene firmemente que un único Dios omnipotente creó el mundo en el tiempo como un acto de voluntad pura y que el mundo continuará existiendo hasta que Dios lo quiera. La teología islámica también cree en la inmortalidad del alma humana individual, otra doctrina plenamente en pugna con el pensamiento aristotélico y neoplatónico. También había conflictos sobre la predestinación y el libre albedrío. Aunque los teólogos musulmanes medievales resaltaban la responsabilidad individual de los creyentes para elegir entre el bien y el mal, casi todos los musulmanes estaban de acuerdo en que nada malo podía ocurrirles a menos que Dios lo quisiera. A veces dichas convicciones podían llegar a un fatalismo reñido con las conjeturas filosóficas griegas.
Los filósofos islámicos adoptaron muchas posiciones diferentes en respuesta a estos retos. Alfarabí (muerto en el año 950) usó la lógica aristotélica para apoyar las conclusiones de la teología musulmana, pero sus ideas neoplatónicas acerca del mundo creado que emanaba de Dios y volvía a él le llevaron a posiciones místicas en pugna con la corriente teológica principal. Avicena, tal vez el más original de todos estos grandes pensadores, ofreció famosas pruebas sobre la realidad de la conciencia humana y la existencia de Dios. Pero el neoplatonismo le llevó también hacia posturas potencialmente heréticas sobre la eternidad del mundo y el emanacionismo. Algazel (1058-1111), en contraste, fue un aristoteliano mucho más cabal que atacó a Alfarabí y Avicena por su heterodoxia religiosa. Sin embargo, sólo fue capaz de resolver los conflictos entre la filosofía aristotélica y la teología islámica mediante una experiencia de conversión mística que le acabó llevando al sufismo. Su consejo a todas las partes de moderar sus posturas tuvo escaso efecto; y su propio misticismo filosófico era demasiado idiosincrásico para lograr una amplia aceptación.
El sucesor de Algazel, el español Averroes (Ibn Rusd, 1126-1198), dio la espalda al misticismo que había caracterizado el pensamiento de Avicena y Algazel. Racionalista cabal y el mayor erudito aristotélico de su época, escribió una serie de comentarios sobre las obras de Aristóteles que pretendían purgarlos de todas las influencias neoplatónicas. Traducidos del árabe al latín, estos comentarios influyeron el modo como leyeron y entendieron a Aristóteles los eruditos cristianos del siglo XIII, incluidos santo Tomás de Aquino y Dante. Al igual que Avicena, Averroes también era experto en la ley musulmana, además de teólogo y médico. Sin embargo, a diferencia de Avicena, subordinó por completo la teología a la filosofía; consideraba que ambas eran ciertas, pero de maneras diferentes. Las aserciones filosóficas eran ciertas en su significado literal, mientras que las declaraciones teológicas con frecuencia sólo lo eran cuando se interpretaban alegórica o simbólicamente, y sólo los filósofos estaban capacitados para determinar qué declaraciones teológicas eran literalmente ciertas, puesto que sólo ellos eran expertos en el significado literal.
Tales posturas no sentaron bien a los gobernantes fundamentalistas almohades de Hispania. Tras quemar varias de las obras de Averroes, lo exiliaron a Marruecos, donde falleció en 1198. Su muerte marca un momento decisivo en la filosofía islámica. A partir de entonces tendió a mezclarse con el misticismo sufista, la dirección tomada por Algazel, o quedó demasiado constreñida por las exigencias de la ortodoxia islámica para llevar una existencia independiente. Pero en su apogeo entre los años 900 y 1200 la filosofía islámica era mucho más avanzada y sofisticada que la encontrada en Bizancio o Europa occidental.
A menudo, los filósofos islámicos eran también distinguidos médicos y científicos. La filosofía proporcionaba pocas recompensas en el mundo musulmán, pero los médicos y astrólogos de éxito podían ascender a posiciones de riqueza y poder, sobre todo si gozaban de conexiones con los monarcas y sus cortes. Tanto la astrología como la medicina eran ciencias aplicadas que se basaban en una observación minuciosa y precisa de los fenómenos naturales. De hecho, las observaciones musulmanas del firmamento eran tan precisas que algunos astrónomos llegaron a la conclusión de que la Tierra rotaba sobre su eje y giraba alrededor del Sol, en lugar de permanecer quieta con el Sol y los planetas rotando en torno a ella. Como tales teorías entraban en conflicto con las antiguas asunciones griegas, en general no fueron aceptadas. Sin embargo, tal vez ejercieran cierta influencia sobre Copérnico, el astrónomo europeo del siglo XVI al que suele adjudicarse que fue el primero en sugerir que la Tierra se movía alrededor del Sol.
Los avances islámicos en medicina fueron igualmente notables. Avicena descubrió la naturaleza contagiosa de la tuberculosis, describió la pleuresía y diversas variedades de dolencias nerviosas, además de señalar que las enfermedades podían propagarse por el agua y el suelo contaminados. Su Canon de medicina se mantendría como manual prestigioso en el mundo islámico y Europa occidental hasta el siglo XVII. Razes (865-925) descubrió mediante su labor clínica la diferencia entre sarampión y viruela. Médicos islámicos posteriores aprenderían el valor de la cauterización y los agentes hemostáticos, diagnosticarían el cáncer de estómago, prescribirían antídotos en casos de envenenamiento y realizarían notables avances en el tratamiento de las enfermedades oculares. También reconocieron el carácter infeccioso de la peste bubónica y señalaron que podía transmitirse por la ropa. Asimismo, los médicos musulmanes fueron pioneros en la organización de hospitales y concesión de títulos para practicar la medicina. Al menos había treinta y cuatro grandes hospitales en las principales ciudades de Persia, Siria y Egipto, cada uno con pabellones separados para enfermedades particulares, un dispensario para recetar medicinas y una biblioteca. Los principales médicos y cirujanos daban conferencias a los estudiantes y licenciados, los examinaban y otorgaban licencias para practicar la medicina. Incluso los dueños de las sanguijuelas (utilizadas para sangrados, práctica médica habitual en la época) tenían que someterse a su inspección en intervalos regulares.
Los científicos islámicos también realizaron importantes avances en óptica, química y matemática. Los físicos estudiaron la teoría de las lentes de ampliación y la velocidad, transmisión y refracción de la luz. La química fue consecuencia de la alquimia, un sistema griego helenístico basado en el principio de que todos los metales podían transmutarse en oro si se empleaban las técnicas correctas. Los alquimistas musulmanes no produjeron oro, pero descubrieron diversas sustancias y compuestos nuevos entre los que se incluyeron el carbonato sódico, el alumbre, el bórax, el nitrato de plata, el salitre y los ácidos sulfúrico y nítrico. También fueron los primeros en describir los procesos químicos de la destilación, la filtración y la sublimación.
Los matemáticos islámicos unieron la geometría de los griegos con la ciencia de los números de los hindúes. Utilizando lo que los occidentales conocen como «números arábigos» (pero que en realidad son de origen hindú), desarrollaron una aritmética decimal basada en valores según la posición (el cero era crítico a este respecto). Además, realizaron avances fundamentales en álgebra y algoritmos (ambas palabras árabes). Basándose en la geometría griega referente a la moción celestial, también adelantaron mucho en la trigonometría esférica. De este modo, los matemáticos musulmanes reunieron e impulsaron todas las áreas del conocimiento matemático que se adoptarían y desarrollarían en Europa occidental desde el siglo XVI en adelante.
LITERATURA Y ARTE
La poesía era una forma literaria muy desarrollada en el mundo árabe incluso antes de la conversión al islam. A partir de entonces pasó a ser una vía de progreso en las cortes omeya y abasí. No toda esta poesía estaba escrita en árabe; en la corte abasí en especial, los poetas que escribían en persa disfrutaban de gran renombre. El más conocido de estos poetas para los públicos de Europa occidental es Omar Jayyam (muerto en 1123), cuyo Robaiyyat fue convertido en un popular poema inglés por el Victoriano Edward Fitzgerald. Aunque su traducción desvirtúa mucho el original, el hedonismo del poema de Omar («una jarra de vino, una barra de pan, y tú») refleja de manera fiel un tema común en buena parte de la poesía musulmana del período. La poesía lírica era particularmente desinhibida. Un poeta escribió de su amante: «tal fue mi beso, tal mi absorción de su boca / que casi lo dejé sin dientes». Como sugieren estos versos, una parte considerable de esta poesía era francamente homosexual, hecho que no provocaba inquietud dentro de los círculos cortesanos elitistas para los que se componía y recitaba.
Los judíos también participaron en este mundo literario elitista, sobre todo en Hispania, donde escribieron poemas sensuales y festivos tanto en hebreo como en árabe, elogiando el vino, la sexualidad y el canto. La Hispania musulmana contempló además un gran florecimiento de la cultura religiosa judía. El mayor erudito judío del período fue Moisés Maimónides (1135-1204), cuya exposición sistemática de la ley judía en su famosa Mishná Tora le ganó el título de «segundo Moisés». Multitud de eruditos judíos —gramáticos, comentaristas bíblicos y autoridades legales— lo precedieron, pero pocos lo siguieron, al menos en Hispania. Los almohades enviaron a Maimónides al exilio, primero al norte de África y luego a Egipto, donde se convirtió en médico de la corte para el soberano musulmán de El Cairo. Su historia es un recordatorio de los vientos religiosos reaccionarios que soplaban por el mundo islámico durante el siglo XII y que acabarían causando el fin de su florecimiento cultural, primero en Hispania, pero después en todo el mundo mediterráneo.
Al igual que la filosofía y la literatura, el arte musulmán era muy ecléctico. Sus principales influencias provenían de Bizancio y Persia. La arquitectura fue quizá la más singular de todas las artes islámicas. Sus elementos característicos (la cúpula, la columna y el arco) procedían de Bizancio, pero se modificaron con el paso del tiempo hasta convertirse en un estilo arquitectónico propio que presentaba cúpulas bulbosas, arcos de herradura, minaretes, tracería en piedra, columnas trenzadas, mosaicos y bandas alternas de color. De Persia, los artistas musulmanes tomaron los diseños intrincados no naturalistas que usaron como elementos decorativos en todas las artes, junto con el gusto (compartido también por los bizantinos) por el color rico y sensual. Puesto que la teología musulmana consideraba idólatra toda representación artística de Alá, se desarrolló un prejuicio generalizado contra cualquier imagen de la forma humana en el arte, lo que tendió a inhibir el desarrollo de la pintura y la escultura. Sin embargo, los artistas musulmanes produjeron espléndidas alfombras, magníficos artículos de cuero, sedas brocadas y tapices, metalistería, cristalería esmaltada y cerámica pintada, todo decorado con caligrafía árabe, diseños geométicos entrelazados, plantas, frutas, flores y figuras de animales fantásticos (otra influencia persa). Estos complejos diseños pueden parecer con frecuencia asombrosamente modernos debido a su carácter no figurativo y abstracto.
COMERCIO E INDUSTRIA
Aunque la economía de Arabia en el siglo VII era relativamente primitiva, muchos de los territorios conquistados por los seguidores de Mahoma eran prósperos y estaban muy urbanizados. Siria, Egipto y Persia en particular se encontraban en las encrucijadas del mundo mediterráneo y unían las principales rutas comerciales entre África, Europa, la India y China. La conversión al islam no disminuyó su importancia económica; en todo caso la aumentó, pues sus contactos comerciales crecieron conjuntamente con la ampliación del mundo islámico. En el siglo X los comerciantes musulmanes ya habían penetrado en el sur de Rusia y África ecuatorial, además de haberse convertido en los dueños de las rutas de caravanas que se dirigían al este hacia la India y China. Los barcos procedentes del mundo musulmán establecieron nuevas rutas comerciales por el océano índico, el golfo Pérsico y el mar Caspio, y durante un tiempo dominaron también el mundo mediterráneo. Sin embargo, en los siglos X y XI los comerciantes cristianos occidentales fueron tomando poco a poco el control de las rutas del mar Mediterráneo; en el siglo XVI extenderían ese control al océano Índico. Ambos hechos fueron golpes serios a la economía del mundo musulmán.
El crecimiento del comercio musulmán a comienzos de la Edad Media refleja asimismo el desarrollo de diversas industrias importantes. Mosul, en Irak, era un centro de manufactura de tela de algodón; Bagdad se especializó en cristalería, joyería, cerámica y sedas; Damasco se hizo famosa por su fino acero y por su seda con dibujos formados por el tejido conocida como «damasco»; Marruecos e Hispania destacaban en la marroquinería; Toledo producía además excelentes espadas. Los mercaderes musulmanes también transportaban medicamentos, perfumes, alfombras, tapices, brocados, lanas, satenes, artículos de metal y multitud de otros productos fabricados por los artesanos musulmanes a todo el mundo mediterráneo.
Sin embargo, un producto merece una mención especial: el papel. Los musulmanes aprendieron a fabricarlo de los chinos, pero en seguida dominaron el arte. A finales del siglo VIII sólo Bagdad tenía ya más de cien tiendas donde se vendía papel blanco y libros escritos sobre papel. El papel era barato de producir, más fácil de almacenar y todavía más fácil de escribir en él que sobre papiro o pergamino. Como resultado, a comienzos del siglo XI ya había reemplazado al papiro incluso en Egipto, el centro de la producción de este último durante al menos cuatrocientos años.
La amplia disponibilidad del papel produjo una revolución en el mundo islámico. Muchos de los rasgos característicos de su civilización —registros burocráticos, altos niveles de alfabetización y producción de libros (sobre todo ejemplares del Corán), incluso la forma estándar de la caligrafía árabe cursiva conocida como cúfica— habrían sido imposibles sin esta abundancia de papel. Los europeos occidentales no lograron dominar la fabricación de papel hasta el siglo XIII, pero en cuanto lo hicieron, comenzaron a socavar el mercado de producción islámica. A finales del siglo XV, el mundo musulmán ya importaba casi todo su papel de Europa occidental, a pesar de que sus marcas de agua solían contener símbolos cristianos ofensivos para el islam.
EFECTOS DE LA CIVILIZACIÓN ISLÁMICA EN EUROPA
En todas las zonas que hemos examinado, la civilización islámica eclipsaba tanto la del Occidente cristiano que no cabe establecer una comparación. Cuando Occidente comenzó a avanzar, pudo hacerlo en parte debido a lo que había aprendido del islam. En la esfera económica, los occidentales absorbieron muchos logros de la tecnología islámica, como las técnicas de irrigación, la siembra de nuevos cultivos, la fabricación de papel y la destilación del alcohol. En la vida científica e intelectual también existió una gran deuda, como ponen de manifiesto las palabras tomadas del árabe o persa: álgebra, cifra, cero, nadir, amalgama, alambique, alquimia, soda, almanaque; y los nombres de muchas estrellas, como Aldebarán y Betelgeuse, se derivan de sus originales árabes. La civilización islámica conservó y extendió el conocimiento filosófico y científico griego cuando casi se había olvidado en Occidente. Todas las obras científicas griegas importantes de los tiempos antiguos se tradujeron al árabe; durante los siglos XII y XIII la mayoría se tradujo a su vez al latín mediante los esfuerzos combinados de eruditos musulmanes, judíos y cristianos occidentales. La conservación e interpretación de las obras de Aristóteles fue uno de los logros más duraderos del islam. Casi dos tercios de sus obras se recuperaron en Occidente por medio de traducciones latinas de textos árabes. Sus ideas también se interpretaron con ayuda islámica, sobre todo la de Averroes, cuyo prestigio era tan grande que los escritores occidentales medievales le llamaban simplemente «el Comentador». Los números arábigos, adoptados de la India por los matemáticos musulmanes, son otro legado intelectual de enorme importancia, como cualquiera descubrirá si trata de cuadrar las cuentas con números romanos.
Aparte de estas contribuciones específicas, podría decirse que la mayor influencia de la civilización islámica sobre Occidente consistió llanamente en situarse como un rival poderoso y espolear la imaginación. La civilización bizantina había estado demasiado relacionada con el Occidente cristiano y a partir del siglo XI era demasiado débil para cumplir esta función. En general, los occidentales de la Alta y Baja Edad Media desdeñaron a los griegos bizantinos, pero respetaron y temieron a los musulmanes. Y tenían razón para hacerlo, pues la civilización islámica en su cenit (por emplear otra palabra árabe) fue sin duda una de las mayores del mundo. Aunque su organización era poco cohesionada, reunió a los árabes, persas, turcos, africanos e indios en un mundo cultural y religioso común, con lo que creó una sociedad diversa y un legado espléndido de descubrimientos y logros originales.
En Europa occidental, el siglo VII marcó la transición entre los mundos tardoantiguo y altomedieval. Al final del siglo VI el cronista franco Gregorio de Tours todavía se veía viviendo en un mundo discerniblemente romano de ciudades, comercio, impuestos y administraciones locales. Estaba orgulloso de la posición de su familia como senadores romanos y daba por sentado que sus parientes masculinos debían ser obispos que gobernaran, por derecho de cuna y posición, sobre sus ciudades episcopales y el campo circundante. Al igual que otros de su clase, Gregorio seguía hablando y escribiendo en latín; sin duda, un latín muy diferente de la prosa pulida de Cicerón seis siglos antes, pero era la misma lengua y había cambiado menos desde la época de Cicerón de lo que ha cambiado el español desde la época de Berceo. Es evidente que Gregorio se daba cuenta de que el Imperio romano occidental estaba ahora en manos de los reyes francos, visigodos, ostrogodos y lombardos. Pero los consideraba romanos porque gobernaban de acuerdo con los modelos romanos y, en el caso de los francos, porque lo hacían con la aprobación del emperador romano de Constantinopla. Era también una fuente de satisfacción para Gregorio que en los últimos años todos esos reyes bárbaros se hubieran convertido al cristianismo católico ortodoxo, hecho que reforzaba su romanitas («romanidad») y, de este modo, prestaba legitimidad a su mandato tanto en el cielo como en la tierra.
Sin embargo, doscientos años después, cuando Carlomagno, el más grande de todos los monarcas francos, fue coronado como nuevo emperador de Occidente, el sentido de continuidad directa que Gregorio de Tours mantenía con el mundo romano había desaparecido. Cuando Carlomagno emprendió la reforma cultural, religiosa y política de su imperio, su meta era revivir un Imperio romano del que ahora él y sus contemporáneos se consideraban distanciados. Buscaba una renovatio Romanorum imperii —una renovación del Imperio romano—, reconociendo de este modo en su mismo lema que pretendía revivir un imperio que había desaparecido. En algún punto entre Gregorio de Tours y Carlomagno se había producido una ruptura en la relación de los europeos con su pasado romano. Los europeos cultos dejaron de considerar que vivían en un Imperio romano continuado y empezaron a soñar con reconstruir ese imperio. Esta percepción de ruptura con el pasado romano se desarrolló durante el siglo VII y fue consecuencia de profundos cambios económicos, religiosos y culturales, lo que marcó el comienzo de una nueva era en la historia de la civilización europea occidental.
DESINTEGRACIÓN ECONÓMICA E INESTABILIDAD POLÍTICA
Como hemos visto, la economía del Imperio romano occidental empezó a regionalizarse cada vez más a partir del siglo III de nuestra era. Sin embargo, el mundo mediterráneo continuó siendo una unidad económica bastante bien integrada hasta finales del siglo VI. En el año 550 todavía circulaban las mismas monedas de oro en el Imperio romano oriental y occidental; un comercio de lujo en sedas, especias, vino, grano y joyas continuaba viajando hacia el oeste; y esclavos, vino, grano y marroquinería seguía dirigiéndose al este desde el norte de África, Galia e Hispania hacia Constantinopla, Egipto y Siria. Sin embargo, en el año 650 la unidad del mundo mediterráneo ya se había quebrado, debido en parte al carácter destructivo de los esfuerzos de Justiniano por reconquistar el imperio occidental. En parte también fue una consecuencia de los ruinosos gravámenes bizantinos sobre las tierras agrícolas, en especial en Egipto y el norte de África, donde el resentimiento de los campesinos agobiados por los impuestos allanó el camino a las conquistas islámicas. La piratería musulmana desempeñó asimismo cierto papel en la socavación de la economía del mundo mediterráneo del siglo VII, si bien los musulmanes se convirtieron pronto en importantes mercaderes marítimos y a largo plazo sus conquistas contribuyeron más a la reconstrucción que a la destrucción de los patrones del comercio mediterráneo.
Sin embargo, para Europa occidental las causas más importantes de estos cambios económicos del siglo VII fueron internas. Las ciudades de Italia, Galia e Hispania continuaron declinando. Aunque los obispos todavía gobernaban desde las ciudades y, de este modo, proporcionaban un mercado para ciertos tipos de artículos de lujo, los reyes y nobles se trasladaron poco a poco al campo y vivieron lo más posible del producto de sus fincas en lugar de comprar sus suministros. Al mismo tiempo, la tierra agrícola se iba dejando de cultivar, sobre todo en las fincas mayores, a cuyos dueños les resultaba demasiado caro mantener las cuadrillas de esclavos jornaleros que habían constituido la espina dorsal de la agricultura comercial tardorromana. Cuando declinó el comercio, también lo hicieron los beneficios que obtenían los señores de los peajes. El sistema tardorromano de impuestos sobre la tierra también se estaba derrumbando, entre otras razones porque los francos y godos nacidos libres reclamaban su exención, lo que dejaba esta carga a la población romana y el campesinado servil. Además, los sistemas monetarios de Europa occidental se estaban viniendo abajo. A partir de la década de 630, las conquistas islámicas redujeron considerablemente el suministro de oro disponible; pero las monedas de oro eran ya demasiado valiosas para su utilización en las transacciones comerciales locales. A partir de la década de 660, los monarcas de Europa occidental cambiaron de un sistema monetario de oro a otro de plata. Europa continuaría siendo una economía basada en la plata durante los mil años siguientes.
Así pues, durante el siglo VII, Europa occidental se convirtió en una economía de dos niveles. El oro, la plata y los artículos de lujo circulaban entre los ricos, pero el campesinado recurría fundamentalmente al trueque y a diversos sustitutos de la moneda para facilitar sus transacciones. Los señores recaudaban las rentas de sus campesinos en comestibles, pero les resultaba difícil convertir esos pagos de grano, vino y carne en las armas, joyas y sedas que compraban prestigio en la sociedad aristocrática de su época. En un mundo en que el poder de los señores dependía de su destreza para entregar esos presentes de elevado prestigio a sus partidarios militares, la imposibilidad de convertir las rentas campesinas en dinero contante y sonante suponía un impedimento serio. Significaba que para que los grandes hombres regalaran armas y joyas a sus seguidores, primero tenían que adquirirlos de los mercaderes y artesanos o mediante el saqueo y el tributo. De todos modos, los procesos por los que se adquirirían esos presentes probablemente resultarían desestabilizadores.
Los gobernantes triunfadores de los siglos VII, VIII y IX tendían a ser aquellos cuyos territorios lindaban con otros ricos pero mal defendidos que podían ser fácil y provechosamente atacados. Esas «lindes débiles» proporcionaban a los señores tierra y riqueza para distribuir entre sus partidarios, lo que les otorgaba más apoyo; mientras se fueran sucediendo las conquistas, el proceso de amasar poder y riqueza continuaría. Pero el poder adquirido por el saqueo y la conquista era intrínsecamente inestable. Unas pocas derrotas podían invertir todo el proceso con rapidez.
También contribuyeron a la inestabilidad del poder en este mundo los problemas que todas las dinastías reales de la Edad Media experimentaban al tratar de regular la sucesión a los tronos. Los reyes que se establecieron durante el período de invasión de los siglos V y VI no provenían de las tradicionales familias reales de sus pueblos. Es más, los ejércitos bárbaros que ocuparon el Imperio romano occidental durante estos años rara vez estaban compuestos por un único pueblo; por lo general, comprendían varios pueblos diferentes, incluidos un número considerable de romanos descontentos. La unidad que poseían era en buena medida creación de los reyes guerreros carismáticos que los dirigían, y este carisma no era fácil de transmitir mediante la herencia.
De todos los grupos bárbaros que establecieron reinos en el imperio occidental durante los siglos V y VI, sólo los francos lograron forjar una única dinastía real de la que saldrían sus futuros reyes durante los siguientes doscientos cincuenta años. Esta dinastía la fundó Clodoveo (muerto en el año 511), el gran rey guerrero de los francos que, al convertirse al cristianismo católico ortodoxo, también estableció una alianza entre su dinastía y los poderosos obispos romanos de la Galia. Pero la dinastía acabó conociéndose como Merovingia por Meroveo, el legendario abuelo de Clodoveo, que era un dragón marino. No es preciso tomar en serio esta afirmación, si bien, en definitiva, constituye un elocuente indicador de lo corta que era la genealogía conocida de Clodoveo, y de que nadie podía estar completamente seguro de quién era en realidad su abuelo.
Sin embargo, ni siquiera en la Galia eran los merovingios la única familia noble que podía reclamar la realeza; y en la Hispania visigoda, la Britania anglosajona y la Italia lombarda, el número de esas familias reales en pugna era aún mayor. Tampoco se limitaba el derecho de sucesión al varón mayor de cada familia real competidora. La Europa alto-medieval era un mundo en el que todos los hijos de un rey (y con frecuencia todos sus primos y sobrinos además) podían reclamar el trono. En la Hispania visigoda, las sangrientas disputas sucesorias que surgían cuando fallecía un rey horrorizaban tanto a la población romana residente, que se refería a su incapacidad para regular la sucesión como una enfermedad: la morbus Gothorum, «la enfermedad de los godos». En la Galia, los francos lograron restringir las demandas al trono a los descendientes de la dinastía merovingia; pero su costumbre de dividir el reino en sus partes regionales constituyentes y de instalar un rey diferente en cada una garantizó allí también abundantes contiendas civiles.
LA GALIA MEROVINGIA
Los brutales conflictos entre estos reyes merovingios rivales, junto con la desacreditación que sufrieron por parte de sus rivales y sucesores carolingios, pueden opacar fácilmente la fuerza y sofisticación reales de sus gobiernos. Muchos elementos de la administración local tardorromana sobrevivieron a lo largo de todo el período merovingio. La alfabetización continuó siendo un elemento importante en la administración merovingia, proporcionó el cimiento en el que se basarían los carolingios. Incluso el renacimiento cultural asociado con el reinado de Carlomagno comenzó en realidad a finales del siglo VII, con la producción de lujosos manuscritos bíblicos y otros en monasterios merovingios como Luxeuil.
Los monasterios crecieron notablemente con los merovingios, sobre todo durante el siglo VII, y reflejaron la gran riqueza del país. De los cerca de quinientos cincuenta monasterios que existían en la Galia en el año 700, más de trescientos se habían establecido en el siglo anterior. Los obispados francos también prosperaron mucho bajo los merovingios, amasaron cerca de tres cuartos de sus posesiones totales de tierras a finales del siglo VII. Esta redistribución masiva de la riqueza reflejaba un cambio fundamental en el centro de gravedad económico del reino franco. En el año 600 la riqueza económica de la Galia todavía se concentraba en el sur, donde había estado durante todo el período tardorromano. Sin embargo, en el año 700 el centro económico del reino ya se hallaba al norte del Loira, en los territorios que se extendían desde la Renania al oeste hasta el mar del Norte. Fue allí donde se estableció la mayoría de las nuevas fundaciones monásticas de la Galia en el siglo VII.
Detrás de este cambio de riqueza del sur al norte había un gran esfuerzo por poner en cultivo las tierras fértiles del norte de Francia. Ayudó a este esfuerzo el desarrollo de arados pesados con ruedas, capaces de cortar los pastizales y remover la tierra arcillosa, y los arneses cada vez más eficaces para que los animales (en particular, bueyes, pero a veces caballos) tiraran de dichos arados. El clima cada vez más templado mejoró la fertilidad de estos suelos húmedos septentrionales, alargando la estación de cultivo y posibilitando, de este modo, sistemas de rotación de cosechas más eficientes. La población comenzó a expandirse a medida que hubo más alimentos. El norte de Francia continuó siendo una tierra de asentamientos dispersos, separados por densos bosques, pero en el año 750 era una región con una densidad demográfica mucho mayor que la existente en el año 600. Todas estas tendencias continuarían durante el período carolingio y más allá. No obstante, aunque los carolingios disfrutarían de los frutos de esta creciente prosperidad agrícola del norte, las circunstancias que la hicieron posible comenzaron durante el siglo VII bajo sus predecesores merovingios.
MONACATO Y CONVERSIÓN
Asimismo, durante el siglo VII hubo desarrollos cruciales en la vida religiosa, sobre todo en los monasterios. En la Europa cristiana proliferó la fundación de casas monacales. Habían existido monasterios en la Galia, Italia e Hispania desde el siglo IV, pero la mayoría se encontraba en las ciudades altamente romanizadas del sur de Hispania, la Galia y el norte de Italia. En la Galia, donde los reyes merovingios eran católicos, los monarcas habían comenzado a forjar lazos con los monasterios durante el siglo VI. En Hispania, Italia y Britania, cuyos soberanos habían sido previamente herejes arrianos (Hispania e Italia) o paganos (Britania), los lazos entre el monacato y la monarquía no surgieron hasta el siglo VII, una vez que los soberanos de estas zonas se hubieron convertido al cristianismo católico. Sin embargo, incluso en la Galia, las relaciones entre los reyes merovingios y los monasterios francos se estrecharon marcadamente desde finales del siglo VI, cuando la dinastía real y las principales familias nobles se embarcaron en una ingente campaña de nuevas fundaciones monásticas que alteraron de forma permanente la geografía espiritual de Europa occidental.
La mayoría de estas nuevas fundaciones monásticas del siglo VII se localizó deliberadamente en zonas rurales, donde desempeñaron un papel importante en la lucha continua para cristianizar el campo. A menudo se les concedían privilegios especiales, conocidos como dispensas, que al liberarlos del control de los obispos cimentaron la dependencia de sus fundadores. Estas nuevas fundaciones solían ser monasterios dobles (en los que a una casa de religiosos se unía otra de religiosas) o conventos, establecidos sólo para mujeres. En ambos casos, a menudo estaban dirigidos por abadesas provenientes de la familia real: reinas viudas, princesas reales o a veces incluso una reina gobernante.
La vida monástica tenía un gran atractivo para las mujeres reales y nobles de la Alta Edad Media. Les proporcionaba un ámbito sancionado por la sociedad en el que podían ejercer cierto grado de poder sobre sus vidas, poder que se les negaba fuera del claustro. Les otorgaba una posición honorable en la sociedad desde la que podían influir en los asuntos de sus familias, mientras las protegía del rapto, la violación o matrimonios forzosos, concertados para promocionar los intereses diplomáticos o dinásticos de su familia. Y además garantizaba su salvación en un tiempo en que fuera del claustro se antojaba una perspectiva peligrosamente incierta. Pero los conventos y monasterios dobles también servían a los intereses de los miembros masculinos de esas dinastías reales, razón por la que los fundaban y sostenían. Los conventos proporcionaban un lugar de retiro digno para mujeres molestas pero potencialmente poderosas, como las reinas viudas. Las oraciones de las mujeres sagradas se consideraban muy efectivas para alcanzar el apoyo divino para el reino. Y al limitar el número de mujeres reales que podían reproducirse, los conventos también ayudaban a reducir el número de aspirantes potenciales al trono. Así pues, la instalación de las mujeres reales en los conventos era un modo importante de controlar las disputas sucesorias que con tanta regularidad destrozaban esos reinos altomedievales.
Muchos de los nuevos establecimientos monásticos desempeñaron además un papel importante en la nueva actividad misionera que caracterizó el mundo del siglo VII. El ejemplo más famoso de dicha actividad es la conversión de la Inglaterra anglosajona. En el norte de Inglaterra, la labor de cristianización comenzó a finales del siglo VI, dirigida por monjes misioneros de Irlanda. Sin embargo, el momento decisivo llegó en el año 597, cuando un grupo de cuarenta monjes benedictinos, enviados por el papa Gregorio I (590-604) y encabezados por san Agustín de Canterbury (no debe confundirse con san Agustín de Hipona), llevó las tradiciones del cristianismo romano al reino de Kent, en el sureste de Inglaterra. A pesar de ciertos contratiempos iniciales, a finales del siglo VII toda Inglaterra se hallaba firmemente dentro de las fronteras del mundo cristiano romano, y los monjes ingleses habían iniciado sus propias campañas misioneras en Frigia y Sajonia. Los misioneros francos también actuaban en esas zonas, al igual que en los Países Bajos y las tierras vascas del suroeste. Pero fue la lealtad particular que los monjes ingleses sentían hacia el papado la que tendría las consecuencias más cruciales no sólo para éste, sino también para la Galia.
EL REINADO DEL PAPA GREGORIO I
El artífice de esta nueva alianza entre el papado romano y el monacato benedictino fue el papa Gregorio I, conocido como san Gregorio Magno. Hasta su época, los papas romanos habían estado generalmente subordinados a los emperadores de Constantinopla y al mayor prestigio religioso del Oriente cristiano. Sin embargo, el poder bizantino estaba declinando en Italia y, aunque Gregorio se esforzó mucho para evitar la ruptura con Constantinopla, también quería crear una Iglesia latina occidental más autónoma. Como teólogo —el cuarto «padre latino» de la Iglesia—, se basó en la obra de san Jerónimo, de san Ambrosio y, sobre todo, de san Agustín de Hipona para articular una teología con elementos occidentales distintivos, entre los que destacaban el énfasis en la necesidad de hacer penitencia para conseguir el perdón de los pecados y el concepto del purgatorio como lugar donde las almas se purificaban antes de ser admitidas en el cielo. (A partir de entonces la creencia occidental en el purgatorio se convertiría en una de las principales diferencias en las enseñanzas de las iglesias oriental y occidental.) Gregorio destacó la importancia del cuidado pastoral de los obispos hacia los laicos y escribió un influyente libro sobre el tema en prosa latina deliberadamente simplificada que lo convirtió en uno de los textos más influyentes y accesibles de la Alta Edad Media. El canto litúrgico de música vocal en latín sin acompañamiento acabó conociéndose como «gregoriano», si bien el papel del papa en su creación se basa en conjeturas y es discutible. Todas estas innovaciones contribuyeron a hacer que el Occidente cristiano fuera más independiente religiosa y culturalmente del Oriente de lengua griega.
Gregorio fue también un estadista y gobernante según el modelo de sus antepasados romanos. Dentro de Italia, aseguró la supervivencia del papado contra los lombardos bárbaros mediante una diplomacia inteligente y la gestión experta de las fincas e ingresos papales. Mantuvo buenas relaciones con Bizancio, a la vez que afirmaba su autoridad como papa sobre los restantes obispos de la Iglesia occidental. Sobre todo, patrocinó la orden de los monjes benedictinos, lo que la ayudó a convertirse en la orden monástica predominante en Occidente y a surgir como el grupo misionero más importante de la Alta Edad Media. Entre estos misioneros benedictinos, merecen una mención especial ingleses como san Bonifacio y san Willibrord. Su labor misionera en Frisia y Germania llevaron a ambas regiones a la Iglesia católica occidental y pusieron los cimientos para el establecimiento de una alianza entre el papado y la monarquía franca que transformaría la Europa altomedieval. Gregorio no vivió para ver dicha alianza, pero su política de vigorización de la Iglesia occidental contribuyó mucho a su consecución.
En la Galia, las debilidades de la dinastía Merovingia se hicieron cada vez más manifiestas cuando el siglo VII llegaba a su fin. Las tensiones entre las familias nobles del núcleo central merovingio de Neustria y las de la región fronteriza de Austrasia iban en aumento. Los nobles austrasianos habían sacado provecho de su empuje constante en las zonas de «lindes débiles» del Rin, con lo que adquirieron riqueza y poder militar en el proceso. Los merovingios, centrados en Neustria, no tenían a mano conquistas tan fáciles; además, una parte considerable de la tierra de que disponían había sido entregada a la Iglesia en el curso del siglo VII. Una sucesión de reyes merovingios de corta vida complicó más las cosas y produjo una serie de guerras civiles entre Austrasia y Neustria. En el año 687 el caudillo de la nobleza austrasiana, Pipino de Heristal, logró por breve tiempo alzarse con el título de intendente de palacio, con lo que pretendía controlar tanto Austrasia como Neustria. Pero hasta que en el año 717 Carlos Martel («el martillo»), hijo ilegítimo de Pipino, triunfó por fin sobre sus rivales de ambos territorios, la familia de Pipino no se afirmó sobre la corte merovingia; a partir de entonces, los reyes merovingios fueron en buena medida figuras decorativas en un reino gobernado por Carlos Martel y sus hijos.
En ocasiones se considera a Carlos Martel el segundo fundador (después de Clodoveo) del estado franco. Su derecho a este título es doble. En primer lugar, en el año 733 o 734 (la fecha tradicional de 732 es errónea) rechazó una fuerza musulmana procedente de Hispania en la batalla de Tours (no Poitiers), a unos 242 kilómetros de la capital merovingia de París. Aunque el contingente musulmán era una partida de asalto más que un ejército a plena escala, la incursión constituyó el máximo avance de los omeyas hacia Europa noroccidental, y la victoria de Carlos le supuso un gran prestigio. Igualmente importante fue la alianza que comenzó a desarrollar con los misioneros benedictinos ingleses que intentaban convertir Frisia y el centro de Germania al cristianismo. Su familia hacía mucho que pretendía conquistar y colonizar esas zonas y entendió claramente que la labor misionera y la expansión franca podían ir de la mano. Carlos se mostró dispuesto a ayudar a san Bonifacio y sus discípulos en sus esfuerzos de conversión. A cambio, los benedictinos ingleses pondrían en contacto a Martel y sus descendientes con el papado y le ayudarían a reformar (y, de este modo, controlar) la Iglesia franca.
Carlos Martel murió en el año 741. Aunque nunca pretendió llegar a rey, durante los últimos años de su vida era tan evidente que era el soberano efectivo de la Galia, que ni siquiera se molestó en concertar la elección de un nuevo rey cuando en el año 737 murió el monarca merovingio reinante. Sin embargo, en el año 743 los hijos de Martel, Carlomán y Pipino, cedieron ante las fuerzas de la legitimidad y ocupó el trono un nuevo rey merovingio. Pero en el año 750 Carlomán ya se había retirado de la vida pública a un monasterio y Pipino había decidido hacerse con el trono. Para efectuar ese cambio de dinastías, Pipino necesitaba el apoyo de la Iglesia franca. No obstante, era muy improbable que los obispos de la Galia merovingia respaldaran tal usurpación sin la aprobación papal. Esto no disuadió a Pipino, porque, debido al apoyo que había otorgado su familia a san Bonifacio, sabía que era bien considerado en Roma. Y el papado, encerrado en una encarnizada lucha con los emperadores bizantinos por la iconoclasia y con los reyes lombardos por el control sobre el centro de Italia, se mostró encantado de colaborar en la elevación de Pipino, con la esperanza de que un nuevo monarca franco poderoso relevaría a los emperadores bizantinos en la responsabilidad de proteger los intereses papales en Italia contra los lombardos.
En el año 751, san Bonifacio, actuando como emisario papal, ungió a Pipino como rey de los francos. La idea de ungir a un rey recién creado con el óleo santo se tomó de la Biblia, donde el profeta hebreo Samuel había ungido a Saúl como primer rey de Israel. El poder de estas asociaciones del Antiguo Testamento aumentaría bajo el hijo de Pipino, Carlomagno (que, de este modo, se convertiría en David), y su nieto, Luis el Piadoso (que se convertiría en Salomón). Sin embargo, en el año 751 lo que se subrayó principalmente fue la novedad e incertidumbre del proceso por el que el último rey merovingio fue depuesto y enviado a un monasterio, y un nuevo rey, que no tenía ni una gota de sangre merovingia, fue alzado al trono franco por vez primera en casi tres siglos. En el año 756 Pipino pagó su deuda con el papa lanzando una expedición militar contra los lombardos en Italia; pero cuando la expedición fracasó, Pipino la abandonó y regresó a su corte. Su coronación simbolizó la integración de la nueva monarquía franca en la órbita papal-benedictina. Sin embargo, de momento, Pipino tuvo bastante con tratar de controlar su nuevo reino.
EL REINO DE CARLOMAGNO
La consolidación real de este nuevo patrón de relaciones papales, francas y benedictinas tuvo lugar durante el reinado del hijo de Pipino, Carlomagno, de quien toma el nombre la nueva dinastía como Carolingia (de «Carolus», forma latina de Carlos). Cuando Carlomagno llegó al trono en el año 768, parecía posible que el reino franco se rompiera en sus partes regionales hostiles de Austrasia, Neustria y Aquitania, pero en una asombrosa serie de campañas militares, Carlomagno unió a los francos y los dirigió en conquistas que anexionaron el reino lombardo de Italia, la mayor parte de Germania, incluida Sajonia, partes de Europa central y Cataluña. Estas conquistas pusieron un sello de aprobación divina a la nueva dinastía Carolingia, además de proporcionar el saqueo, botín y nuevas tierras que permitieron a Carlomagno ascender a sus seguidores francos a cumbres vertiginosas de prosperidad y grandeza. Muchos de los pueblos a los que conquistó ya eran cristianos. Sin embargo, en Sajonia sus ejércitos lucharon durante veinte años hasta someter por fin a los paganos sajones y obligarlos a convertirse al cristianismo. De este modo, Germania fue integrada a la fuerza en el reino franco. Resultó igualmente crucial la conexión que la toma de Sajonia forjó entre conquista y conversión, que caracterizaría el pensamiento cristiano occidental durante los mil años siguientes.
Para gobernar el vasto imperio que había conquistado, Carlomagno nombró a aristócratas francos llamados condes (en latín, comites, seguidores) para supervisar la administración local dentro de sus territorios. Entre las muchas obligaciones de los condes, estaban la administración de justicia y el reclutamiento de ejércitos. También estableció una red de otros administradores locales para supervisar los tribunales, cobrar peajes, gestionar las tierras de la corona y recaudar impuestos. Creó asimismo un sistema monetario basado en una división de la libra de plata en doscientos cuarenta centavos que duraría en Francia hasta la Revolución francesa, y en Gran Bretaña, hasta la década de 1970, cuando fue reemplazada por una moneda de base decimal. Como hemos visto, buena parte de la plata para este nuevo monedaje se originaba en el Imperio abasí. Los comerciantes escandinavos la transportaban al norte por Rusia y el mar Báltico, y luego por la Renania, donde la cambiaban por pieles, telas y esclavos capturados en las guerras de Carlomagno contra los sajones, que después transportaban a Badgad.
Al igual que en líneas generales la administración carolingia, este nuevo sistema monetario dependía del uso regular de registros e instrucciones escritos. Pero Carlomagno no recurrió sólo a la palabra escrita para hacer sentir su voluntad. Mandaba periódicamente representantes especiales de su corte (conocidos como missi) a recorrer el país para transmitir sus instrucciones en persona y controlar a los administradores locales. Su sistema de gobierno estaba lejos de ser perfecto: las autoridades locales abusaban de sus cargos; los nobles pretendían convertir a los campesinos libres en siervos de la gleba; en los tribunales locales se negaba la justicia más veces que se hacía. Con todo, produjo el mejor gobierno que Europa había visto desde los romanos y se convirtió en el modelo en que basarían los soberanos occidentales sus administraciones durante los trescientos años siguientes.
CRISTIANISMO Y MONARQUÍA
Carlomagno se tomó en serio sus responsabilidades como rey cristiano en todo su reino. Sin embargo, cuando su imperio se expandió, llegó a verse no sólo como el monarca de los francos, sino también el caudillo de una sociedad cristiana unificada, la cristiandad, a la que estaba obligado a defender militar y espiritualmente contra sus enemigos. El mundo carolingio no establecía las distinciones entre los ámbitos religiosos y políticos que caracterizarían la vida europea a partir del siglo XII, del mismo modo que tampoco lo hacían Bizancio ni el islam. Entre los eclesiásticos en especial, la monarquía se consideraba un cargo divino creado por Dios para proteger a la Iglesia, defender al pueblo cristiano y promover su salvación. Las reformas religiosas eran, por tanto, no menos centrales para la monarquía justa que la justicia y la defensa. En efecto, en ciertos sentidos, las responsabilidades de un rey hacia la vida religiosa de su reino llegaban a ser más importantes que todas las demás: era indudable que un reino no podía prosperar si las vidas de sus súbditos resultaban desagradables a Dios.
Estas ideas sobre las responsabilidades espirituales de la monarquía no eran nuevas a finales del siglo VIII, pero adquirieron importancia reiterada como resultado del extraordinario poder que ostentaba Carlomagno sobre su imperio. Al igual que otros reyes altomedievales, Carlomagno nombraba y deponía obispos y abades, lo mismo que si fueran condes u otros cargos. Pero también cambió la liturgia de la Iglesia franca, reformó reglas de culto en los monasterios francos, declaró cambios en las aseveraciones básicas del credo cristiano, prohibió los cultos paganos, obligó al pago de diezmos a los campesinos (el diezmo era la décima parte de la producción de un campesino que se le debía a la Iglesia) e impuso a los pueblos conquistados de Sajonia prácticas cristianas básicas, entre otras el bautismo. Para Carlomagno estas medidas eran claramente necesarias para que el nuevo Israel de Dios, los francos, evitara el destino que sufrió el Israel bíblico siempre que su pueblo se apartaba de la obediencia divina.
Como poder político dominante en el centro de Italia, Carlomagno era además el protector del papado. Aunque reconocía el papel del papa como dirigente espiritual del cristianismo occidental, Carlomagno lo trataba de forma muy similar al resto de los obispos del Imperio franco. Supervisaba y aprobaba las elecciones de papas y los protegía de sus enemigos. En el año 796, justo después de la elección del papa León III, Carlomagno explicó la relación de ambas autoridades con las siguientes palabras: «Nuestra tarea es, con el auxilio de la misericordia divina —le escribió a León—, defender en todos los lugares a la Iglesia de Cristo contra los ataques de los paganos y los estragos de los infieles, de darle como defensa, dentro y fuera, el reconocimiento de la fe católica. La vuestra es […] ayudar así a nuestros combates, a fin de que mediante vuestras plegarias, bajo su mando y con la gracia de Dios, el pueblo cristiano pueda en todos los lugares lograr la victoria sobre los enemigos de su sagrado nombre y que el nombre de Nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en todo el universo».
EL RENACIMIENTO CAROLINGIO
Ideales similares se encontraban tras el renacimiento carolingio, florecimiento cultural e intelectual que tuvo lugar en torno a la corte real. Al igual que sus modelos bíblicos, los reyes hebreos David y Salomón, Carlomagno y Luis el Piadoso se tomaron en serio su papel como mecenas de la poesía y la instrucción, y al hacerlo crearon un ideal de corte como centro intelectual y cultural que influiría profundamente la vida cultural de Europa occidental hasta finales del siglo XIX. Sin embargo, bajo el respaldo carolingio a la erudición subyacía su convicción de que la cultura clásica era el cimiento sobre el que descansaba el saber cristiano, y que dicho saber era esencial para la salvación del pueblo de Dios. Por tanto, apoyar la erudición era la obligación suprema de todo rey cristiano.
Para fomentar la instrucción clásica y el saber cristiano, Carlomagno reunió en su corte a eruditos de toda Europa. Los estudiosos carolingios produjeron abundante poesía latina original y un número impresionante de tratados teológicos y pastorales. Sin embargo, sus principales esfuerzos se dedicaron a recopilar, corregir y copiar textos clásicos latinos, entre los que se incluyó el de la Biblia latina, que había acabado corrompiéndose por generaciones de errores de los copistas. Para detectar y corregir dichos errores, los eruditos carolingios reunieron cuantas más versiones diferentes pudieron a fin de compararlas palabra por palabra. Tras determinar la versión correcta entre todas las variantes, hicieron una nueva copia corregida y destruyeron las demás versiones. También desarrollaron un nuevo estilo de caligrafía con formas simplificadas para las letras y espacios insertados entre las palabras que reducían la posibilidad de que los copistas posteriores malinterpretaran los textos corregidos. Aunque modificado de nuevo por los eruditos renacentistas italianos en el siglo XV, este nuevo estilo de escritura, conocido como minúscula carolingia, es la base de los caracteres de imprenta con los que casi todos los libros europeos, incluido éste, siguen imprimiéndose.
CARLOMAGNO Y LA RESTAURACIÓN DEL IMPERIO ROMANO OCCIDENTAL
El clímax de la trayectoria de Carlomagno llegó el día de Navidad del año 800 en Roma, donde fue coronado como nuevo emperador romano de Occidente por el papa León III. Siglos después los papas citarían su papel en este acontecimiento como precedente de la superioridad política que reclamaban sobre el sacro emperador romano (título que se hizo común en el siglo XII, pero que puede utilizarse por comodidad para designar a los emperadores occidentales desde Carlomagno). Sin embargo, en el año 800 Carlomagno tenía metido en un puño al papa León. Aunque más tarde dijo que nunca habría acudido a la iglesia ese día de haber sabido los planes del papa León para coronarlo, es altamente improbable que éste hubiera montado semejante ceremonia sin su conocimiento o consentimiento, no menos porque era seguro que irritaría a los bizantinos, con quienes Carlomagno ya mantenía relaciones tirantes. Tampoco el título imperial añadía mucho a la posición de Carlomagno como rey de los francos. ¿Por qué, entonces, lo aceptó y en el año 813 lo transfirió a su hijo, Luis el Piadoso?
Los historiadores no lo saben. Sin embargo, lo que está claro es el significado simbólico de la acción. Hasta el año 800 sólo el emperador romano que gobernaba en Constantinopla podía reclamar ser el heredero directo de César Augusto. Aunque los bizantinos habían perdido la mayoría de su influencia en Occidente, continuaban considerándolo una provincia lejana de su imperio. La asunción del título imperial por parte de Carlomagno era un bofetón en la cara a los bizantinos, que ya sospechaban de su relación con el enemigo de Bizancio, Harún al-Rashid, el califa abasí de Bagdad. Pero en Occidente fue una declaración de seguridad e independencia que jamás se olvidaría. Con escasas interrupciones esporádicas, los europeos occidentales continuarían coronando emperadores romanos hasta el siglo XIX, cuando Napoleón retiró el título. Prescindiendo de los motivos específicos que pudiera tener, la restauración que hizo Carlomagno del Imperio romano occidental resultó un paso crucial en el desarrollo de la conciencia identitaria de la civilización europea occidental.
EL DERRUMBE DEL IMPERIO CAROLINGIO
Cuando Carlomagno murió en el año 814, su imperio pasó intacto a su único hijo vivo, Luis el Piadoso, pero pronto comenzó a desintegrarse. Cuando falleció Luis en el año 843, el imperio se dividió entre sus tres hijos. Francia occidental, que se convirtió en Francia, correspondió a Carlos el Calvo; Francia oriental, que se convirtió en Alemania, pasó a Luis el Germánico, y el denominado Reino Medio, que se extendía desde la Renania hasta Roma, le tocó a Lotario, junto con el título imperial. Cuando el linaje de Lotario desapareció en el año 856, estalló una guerra civil entre los francos orientales y los occidentales por el control de los antiguos territorios de Lotario y el manto imperial. Lotaringia (o Alsacia-Lorena) seguiría siendo un punto crítico de hostilidades entre Francia y Alemania hasta el término de la Segunda Guerra Mundial.
Del desplome del Imperio carolingio se suele culpar a la incapacidad de Luis el Piadoso como gobernante, pero es una simplificación excesiva. Aunque Luis no era un gobernante incompetente, se enfrentó a una tarea casi imposible al tratar de mantener unido el imperio que su padre había creado. El imperio de Carlomagno se había ido construyendo con las conquistas. Sin embargo, en el año 814 ya había empujado las fronteras lo más lejos que podían avanzar de manera razonable. Al oeste se enfrentaba ahora a los monarcas omeyas de España, y al norte, a los vikingos; en el este, sus ejércitos estaban demasiado ocupados con colonizar los territorios germanos que ya habían conquistado para introducirse más en las tierras eslavas que se extendían más allá. No obstante, las presiones que habían impulsado las conquistas francas —la necesidad de botín, tierra y saqueos con que recompensar a sus seguidores— se habían vuelto más pronunciadas como resultado de las victorias de Carlomagno. Bajo éste, el número de condes en el Imperio franco se había triplicado, había pasado de aproximadamente cien a trescientos. Era imposible que Luis el Piadoso pudiera pasar de trescientos a novecientos, puesto que no existían los recursos necesarios para hacerlo.
Los nobles francos, frustrados por la incapacidad de su emperador para recompensarlos, se pelearon entre sí. Estallaron guerras civiles entre los hijos peleones de Luis; rebrotaron las hostilidades regionales entre austrasianos, neustrianos y aquitanos. Cuando la autoridad imperial central se quebró, los campesinos libres, un grupo crítico en el mundo carolingio del siglo VIII, se vieron cada vez más sometidos por los nobles locales que los trataban como si fueran siervos de la gleba, ligados al suelo sin posibilidad de abandonarlo. Al mismo tiempo, los problemas internos del Imperio abasí causaron una interrupción en las rutas comerciales exteriores por las que los mercaderes vikingos llevaban plata abasí a los dominios carolingios. Entonces los vikingos recurrieron a las incursiones destructivas a lo largo de la costa y por los sistemas fluviales. Sometido a estas presiones combinadas, el Imperio carolingio se deshizo por completo y comenzó a surgir un nuevo mapa político de Europa.
EL LEGADO DE LOS CAROLINGIOS
Del mismo modo que el período carolingio fue crucial para marcar los comienzos de una civilización europea occidental noratlántica común, el siglo X lo fue para señalar el inicio de las principales entidades políticas europeas modernas. Inglaterra, que nunca había formado parte del imperio de Carlomagno y que hasta entonces había estado dividida entre estados anglosajones guerreros menores, quedó unificada a finales del siglo IX y comienzos del X debido a la obra del rey Alfredo el Grande (871-899) y sus sucesores. Alfredo y sus herederos reorganizaron el ejército, infundieron nuevo vigor al gobierno local, fundaron nuevos pueblos y codificaron las leyes inglesas. Además, Alfredo estableció una escuela en la corte y fomentó el interés por la escritura anglosajona y otros elementos de la cultura nacional. En todos estos aspectos siguió de cerca el modelo carolingio. Su éxito en la defensa de su reino sajón occidental de los ataques vikingos, combinado con la destrucción de las restantes dinastías reales anglosajonas a manos de los vikingos, permitió a Alfredo y sus sucesores reclamar para sí el manto de una única monarquía inglesa unida. La creciente prosperidad del país, en buena medida producto del comercio de lana, también brindó a la monarquía un poder en aumento. En el año 1000, la Inglaterra anglosajona ya se había convertido en el estado con una administración más desarrollada de la Europa cristiana occidental.
En el continente, los monarcas más poderosos del siglo X eran los duques de Sajonia, que se convirtieron en reyes de Alemania (Francia oriental) en el año 917, una vez que se extinguió el linaje de reyes carolingios. Al igual que los monarcas sajones occidentales de Inglaterra, los reyes sajones de Alemania siguieron el modelo carolingio. Sin embargo, se inspiraron en aspectos diferentes de su herencia carolingia común. La Inglaterra del siglo X se convirtió en una monarquía administrativa muy eficaz, con un sistema monetario y judicial centralizado y un control extenso sobre ciudades y comercios. En Alemania, por el contrario, en el siglo X el poder real descansaba mucho más en los beneficios de la conquista que en los del comercio y la administración. En el siglo VIII los carolingios habían construido su poder sobre las conquistas en Sajonia. En el siglo X los reyes otonianos de Alemania, enclavados en Sajonia, construyeron su autoridad sobre las conquistas de las tierras eslavas que se encontraban en la «débil» frontera oriental. También se cuidaron de fomentar su imagen como reyes cristianos según el modelo carolingio. En el año 955 Otón I derrotó a los húngaros paganos en una batalla decisiva mientras portaba una lanza sagrada que en otro tiempo había pertenecido a Carlomagno. Esta victoria estableció a Otón como poder dominante en Europa central y como monarca digno de heredar el trono imperial de Carlomagno. En el año 962, Otón fue a Roma para ser coronado emperador occidental por el papa, un joven disoluto llamado Juan XII, quien esperaba usarlo en sus luchas entre facciones romanas. Sin embargo, Otón se negó a volver a su tierra cuando el papa Juan ya no le necesitaba; escandalizado por su conducta como papa, lo depuso y lo reemplazó por otro.
Al convertirse en emperador, Otón esperaba fortalecer su control sobre la Iglesia en Alemania y reclamar diversos derechos imperiales latentes pero potencialmente lucrativos en el norte de Italia y Borgoña, partes del «Reino Medio» que en otro tiempo había pertenecido al emperador Lotario. Por supuesto, proteger al papado era responsabilidad de Otón como emperador al estilo carolingio, pero también necesitaba el apoyo papal para lograr esos otros objetivos más concretos. Sin embargo, en Italia, Otón descubrió en seguida que si no permanecía en Roma de forma continuada, no podría controlar al papado, y mucho menos las ciudades del norte de Italia, que crecían con rapidez y eran cada vez más independientes. Pero si se quedaba allí demasiado tiempo, su autoridad en Sajonia se resentiría cuando los señores locales se pusieran a dirigir las conquistas del este eslavo y a sacarles provecho. Equilibrar sus intereses en Sajonia con sus inquietudes imperiales en Italia supuso un dilema que ni Otón I ni su hijo (Otón II, 973-983) ni su nieto (Otón III, 983-1002) fueron capaces de resolver. El resultado fue el distanciamiento creciente entre la nobleza sajona y su emperador. Este alejamiento se aceleró considerablemente desde 1024, cuando el trono alemán pasó a una nueva dinastía, la Saliana, con sede en Franconia y no en Sajonia. No fue hasta la década de 1070 cuando el rey saliano Enrique IV trató por fin de reafirmar su control sobre las antiguas tierras reales de Sajonia y el este eslavo, con lo que desencadenó una guerra civil con la nobleza sajona que iba a tener repercusiones trascendentales no sólo para Alemania, sino para toda Europa occidental. Las consecuencias de esta gran guerra sajona se analizan con mayor detalle en el capítulo 9.
En el mundo mediterráneo del siglo X también sobrevivían aspectos de la herencia carolingia. En Cataluña, los condes descendientes de los nombrados por los carolingios continuaron administrando el derecho territorial en tribunales públicos. Los campesinos libres prosperaron al colonizar nuevas tierras. La instrucción clásica y cristiana floreció en las abadías y catedrales benedictinas reformadas. Los condes obtenían sus beneficios de las tierras fiscales públicas y de los peajes sobre el comercio que se extendía con rapidez; y la ciudad de Barcelona crecía deprisa tanto como mercado de larga distancia como regional bajo la protección de los condes de Cataluña. Asimismo, en Aquitania los condes de Poitiers y Toulouse continuaron basando su autoridad en los cimientos carolingios hasta el siglo XI, cuando tanto en Aquitania como en Cataluña estas tradiciones carolingias de autoridad pública acabaron por derrumbarse.
El siglo X fue además testigo de un notable crecimiento de pueblos y ciudades en Europa occidental, sobre todo en zonas donde los gobernantes seguían el modelo carolingio. En la Inglaterra anglosajona, los reyes sajones occidentales fundaron nuevos pueblos y fomentaron los existentes. Regularon estrictamente la moneda y alentaron el fomento del comercio, en especial al insistir en que se le pagaran los impuestos en moneda. En 1066, cuando Inglaterra cayó ante los normandos invasores, al menos un 10 por ciento de la población inglesa ya vivía en pueblos, con lo que se convirtió en el país más urbanizado de Europa en el siglo XI. Las ciudades también crecieron con rapidez en los Países Bajos y la Renania, impulsadas por el comercio de largo recorrido (sobre todo de lana y telas de lana) y por el descubrimiento de yacimientos de plata en las montañas de Sajonia. En Cataluña, el crecimiento de Barcelona estaba comenzando a transformar la vida social y política del país; mientras, en Aquitania, Toulouse y Poitiers prosperaron por su situación junto a la ruta comercial terrestre que conectaba el Mediterráneo con la Europa atlántica.
En la Italia de los siglos X y XI, el crecimiento urbano tuvo lugar en ausencia de un gobernante eficaz de estilo carolingio. La prosperidad de sus ciudades dependía del éxito de los emperadores bizantinos para impedir la piratería musulmana en el Mediterráneo oriental. Las ciudades más prósperas de la Italia del siglo X se encontraban en las zonas de la península controladas por Bizancio: Venecia en el norte, Amalfi, Nápoles y Palermo en el sur. Su prosperidad dependía de su papel en el comercio de sedas, especias y otros artículos de lujo desde Bizancio y el mundo musulmán hasta Europa occidental. Sin embargo, en el siglo XI las invasiones normandas en el sur de Italia interrumpieron este comercio cuando las invasiones turcas de Asia Menor dirigieron la atención de Bizancio hacia el este. A finales del siglo XI las ciudades septentrionales de Italia ya poseían flotas que controlaban el Mediterráneo oriental y se beneficiaban de su papel como intermediarias en el lucrativo tráfico entre Bizancio, el mundo musulmán y Europa occidental.
No obstante, en el núcleo central carolingio estos hechos tuvieron escasa influencia. La monarquía de estilo carolingio se desintegró durante el siglo X bajo el peso combinado de las incursiones vikingas, el derrumbe económico y el poder creciente de los señores locales. En algunas zonas unas cuantas instituciones carolingias, como los tribunales públicos y la acuñación centralizada de moneda, sobrevivieron en manos de los condes y duques que las utilizaron para crear nuevos principados territoriales autónomos, como Anjou, Normandía, Flandes y Aquitania. En otros lugares de Francia desapareció incluso esta mínima continuidad con el mundo carolingio. Francia seguía teniendo un rey que era reconocido como monarca de la parte occidental de los antiguos territorios de Carlomagno, pero desde el año 987 sus monarcas ya no fueron carolingios; una nueva dinastía, la Capeta, había ocupado el trono después de haber logrado fama como condes de París al defender esa ciudad contra los vikingos. No obstante, pasaría otro siglo antes de que los reyes capetos invirtieran las tendencias que habían destruido a sus predecesores y comenzaran a reconstruir el poder monárquico en Francia sobre nuevos cimientos.
El espectáculo del derrumbe carolingio puede sugerir que poco había cambiado en Europa occidental entre los años 750 y 1000. Sin embargo, dicha impresión es engañosa. Es cierto que, comparada con Bizancio o el mundo musulmán, Europa occidental seguía estando atrasada intelectual y culturalmente, y más en el año 1000 de lo que lo había estado dos siglos antes. En el aspecto político, ningún monarca europeo se acercaba al poder del emperador bizantino o del califa omeya de Córdoba. En cuanto a la economía, Europa occidental era dependiente de Bizancio y el islam, importaba artículos acabados y de lujo, y exportaba pieles, cuero y esclavos. No obstante, en el fondo, la sociedad europea se iba fortaleciendo. La urbanización avanzaba deprisa en los márgenes del mundo carolingio derrumbado. El comercio a larga distancia también crecía. Los mercaderes italianos operaban en Constantinopla y los comerciantes musulmanes eran comunes en los puertos italianos meridionales. Los mercaderes anglosajones eran visitantes regulares de Italia, los Países Bajos y la Renania. Los mercaderes judíos de la Renania efectuaban un comercio activo con las comunidades judías del Egipto musulmán, mientras que los mercaderes vikingos habían reanudado las rutas comerciales desde el Báltico por Rusia hasta el mar Negro y no dejaban de fundar ciudades de Novgorod a Dublín.
Las fronteras de Europa occidental también se estaban expandiendo. En el año 1000 ya se extendían del mar Báltico al Mediterráneo y de los Pirineos a Polonia. Además, dentro de este vasto territorio todos los monarcas eran —o iban a serlo pronto— cristianos. La Iglesia cristiana era aún muy localista, pero el surgimiento de nuevas confederaciones de monasterios benedictinos reformados bajo protección papal comenzaba a señalar el camino hacia una Iglesia cristiana latina más unificada y centralizada. Los augurios políticos eran menos prometedores, pero del caos del siglo X empezaban a surgir principados y reinos territoriales más eficaces. Durante la Alta Edad Media, Europa se había convertido en una sociedad movilizada para la guerra hasta un grado inigualado en Bizancio o el islam, lo que sin duda tenía sus pros y sus contras. En los siglos venideros la militarización de la sociedad europea occidental iba a resultar un factor decisivo en el cambio incesante del equilibrio de poder entre Europa, Bizancio y el mundo musulmán.
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