CAPÍTULO 6

El cristianismo y la transformación
del mundo romano

El Imperio romano empezó su declive a partir del año 180 de nuestra era, pero no se derrumbó. En el año 284 el vigoroso emperador soldado Diocleciano inició una reorganización del imperio que le devolvió la vida. A lo largo del siglo IV continuó abarcando todo el mundo mediterráneo. Durante el siglo V la mitad occidental del imperio cayó bajo el control político de los invasores de lengua germánica, pero muchas instituciones romanas continuaron funcionando en estos nuevos reinos germánicos, y en el siglo VI el emperador Justiniano reconquistó buena parte del litoral occidental mediterráneo. Fue en el siglo VII cuando se puso plenamente de manifiesto que las divisiones entre las mitades oriental y occidental del Imperio romano serían permanentes y que las dos regiones se desarrollarían a partir de entonces de maneras totalmente diferentes. Con esta transición llegó a su fin el mundo de la Antigüedad clásica.

Los historiadores acostumbraban a infravalorar la longevidad de las instituciones romanas e iniciaban sus análisis de la historia medieval en los siglos III, IV o V de nuestra era. Como la periodización histórica es siempre aproximada y depende en buena medida de los aspectos del desarrollo que se deseen destacar, no cabe desechar este planteamiento. Sin duda, la transición del mundo antiguo al medieval fue gradual, y algunas costumbres «medievales» surgieron en Occidente en fecha tan temprana como el siglo III. No obstante, ahora resulta más habitual entender que la historia antigua continuó después del año 284 y duró hasta que el Imperio romano perdió el control del Mediterráneo en el siglo VII. El período comprendido entre los años 284 y 610, aproximadamente, aunque de transición (como, por supuesto, lo son todas las eras), posee características propias y la mejor manera de describirlo no es como romano ni como medieval, sino como la Antigüedad tardía.

Tres tendencias culturales importantes caracterizaron el mundo de la Antigüedad tardía. La primera fue el triunfo extendido del cristianismo por el mundo romano. Al principio, el cristianismo no fue más que una de las muchas religiones místicas que atrajeron a cantidades crecientes de personas a finales del imperio, pero en el siglo IV fue adoptada como religión estatal de Roma y a partir de entonces se convirtió en una de las mayores fuerzas formativas en el desarrollo de las civilizaciones occidentales.

La extensión gradual del cristianismo, primero de ciudad en ciudad y luego de la ciudad al campo, fue un elemento dentro de un proceso mayor de asimilación cultural que caracterizó el mundo entero de la Antigüedad tardía. Los nuevos avances culturales se difundieron más ampliamente que antes y un conjunto más dilatado de gente participó en ellos. Sin embargo, cuando la cultura romana se hizo más uniforme y generalizada, también perdió complejidad y singularidad. El resultado fue que la cultura de la era clásica perdió altura, proceso que denominaremos «vulgarización».

Asimismo, las influencias culturales ajenas al mundo mediterráneo aumentaron su impacto, sobre todo en las partes occidentales del imperio. Los romanos llamaron a este proceso «barbarización», de la palabra griega barbaros, que significa «extranjero». La cultura bárbara no era necesariamente primitiva, pero no era urbana ni griega, factores que a los ojos de las élites mediterráneas bastaban para estigmatizarla. No obstante, la influencia «bárbara» aumentó de forma constante, primero dentro del ejército y luego en toda la sociedad. Por mucho que ninguno de estos procesos supusiera un cataclismo, a finales del siglo VI la cristianización, la vulgarización y la barbarización se habían combinado para poner fin al mundo mediterráneo antiguo.

La reorganización del imperio

El caos de mediados del siglo III muy bien podría haber destruido el Imperio romano. Que se evitara se debió en buena medida a los esfuerzos de un soldado notable llamado Diocleciano, que gobernó como emperador entre los años 284 y 305 e impuso diversas reformas políticas y económicas fundamentales. Sin embargo, lo más importante fue que restauró la majestad y el prestigio del emperador. Al hacerlo, puso los cimientos sobre los que todos los emperadores romanos y bizantinos posteriores basarían su autoridad.

EL REINADO DE DIOCLECIANO

Como Augusto, Diocleciano tenía muy presentes la dignidad de su cargo imperial y la importancia del simbolismo político para mantenerlo. Pero a diferencia de Augusto, quien trató de disimular la realidad de su poder entre los adornos del republicanismo, Diocleciano se presentó a sus súbditos sin ambages como autócrata. Su título no era el de princeps («primer ciudadano»), sino el de dominus («señor»). Vestía una diadema y una túnica púrpura de seda entretejida con oro, e introdujo en su corte la deferencia ceremonial de estilo persa. Sus autoridades ostentaban títulos elaborados que indicaban su rango; un solicitante podía juzgar la importancia que se le confería por el rango superior o inferior de los administradores a los que se le permitía ver. El mismo Diocleciano permanecía al margen de los asuntos ordinarios de la corte, alejado físicamente detrás de un laberinto de entradas, estancias y cortinas. Aquellos afortunados que lograban una audiencia con él tenían que postrarse a sus pies; a unos pocos privilegiados se les permitía besarle la túnica. La excesiva familiaridad de los «emperadores cuarteleros» de comienzos del siglo III con sus soldados y cortesanos había engendrado desprecio, y como emperador soldado, Diocleciano estaba resuelto a evitar ese error.

Rompiendo de nuevo con la tradición augustal, Diocleciano tomó medidas para definir reglas formales en la sucesión imperial. Comprendió que el imperio se había vuelto demasiado grande para que un único gobernante todopoderoso fuera capaz de controlarlo con eficacia, así que lo dividió por la mitad y confió la parte occidental a un joven y fiable emperador asociado llamado Maximiano, mientras retenía para sí la parte oriental más rica. Después los dos augusti (como se llamaban Diocleciano y Augusto) eligieron cada cual a un lugarteniente, llamado cesar, para que gobernara una subsección de sus territorios respectivos. Cuando ambos augustos se retiraran, los césares ocuparían su lugar y nombrarían a su vez a dos césares para que los ayudaran. Este sistema (conocido como tetrarquía, el «gobierno de cuatro») pretendía proporcionar un gobierno más efectivo en el imperio, lo que permitía cierto erado de descentralización. Pero también estaba diseñado para poner fin a las disputas sucesorias que se habían revelado como la debilidad fatal del sistema político augustal y que pusieron de rodillas al imperio durante el siglo III.

Diocleciano también fue un enérgico reformista de la administración. Aunque retuvo un estrecho control personal sobre el ejército, tomó medidas para separar las cadenas de mando militares de las civiles. Nunca más los ejércitos romanos harían y desharían emperadores, como había sucedido en el siglo III. Para controlar las altísimas tasas de inflación que estaban socavando la economía del imperio, Diocleciano estabilizó la moneda e intentó (sin demasiado éxito) fijar precios y salarios por ley. Reformó el sistema impositivo, ajustó el cálculo de impuestos y nombró un pequeño ejército de nuevos recaudadores (inmensamente impopular). También trasladó la capital administrativa del imperio de Italia a Nicomedia, en la actual Turquía. Roma continuó siendo la capital espiritual y simbólica, porque el senado seguía reuniéndose en esa ciudad. Pero Diocleciano apenas necesitaba el consejo del senado, y la creciente disparidad de riqueza entre las regiones orientales y occidentales hacía de Nicomedia una capital más conveniente que Roma para un imperio que ahora descansaba en las espaldas de sus burócratas.

EL REINADO DE CONSTANTINO

En el año 305 Diocleciano se retiró al palacio que se había construido en Spalatum, la actual Split (Croacia), proceder sin precedentes para un gobernante tardorromano. Al mismo tiempo, obligó a su colega Maximiano a que se retirara también, y sus dos césares ascendieron de forma pacífica en la escala sucesoria. Pero la concordia apenas duró. Entre los sucesores de Diocleciano estalló la guerra civil y continuó hasta que Constantino, hijo de uno de los césares originales, salió victorioso. De los años 321 a 324 Constantino gobernó como augusto sobre el imperio occidental, mientras que un augusto más joven imperaba en el oriental. En el año 324 Constantino puso fin a este concierto y gobernó en solitario el imperio reunificado hasta su muerte, en el año 337.

Salvo por el hecho de que favoreció al cristianismo (decisión trascendental que se examinará en el capítulo siguiente), el gobierno de Constantino siguió los precedentes establecidos por Diocleciano. Ambos imperaban por decreto y ambos se basaban en una extensa red de espías e informadores para controlar su imperio. En un intento de asegurarse un número adecuado de tropas, Diocleciano ya había declarado hereditario el servicio militar; Constantino extendió esta política, ligó también a campesinos y artesanos a las ocupaciones de sus padres. Estas restricciones no entraron en vigor de manera generalizada, pero constituyen una buena prueba de la reglamentación social y política que tanto Diocleciano como Constantino aspiraron a imponer en el imperio.

El arte y la arquitectura también reflejaron este nuevo espíritu de conformidad. El palacio de Diocleciano en Split se trazó como un campamento militar. Las termas que construyó en Roma abarcaban 12 kilómetros; con su tamaño suplían su falta de gracia. Los retratos de busto imperiales del siglo IV se volvieron impersonales, inexpresivos y casi intercambiables en sus rasgos, lo que constituyó una variación marcada con respecto a los naturalistas e individualizados del siglo III. También fueron cada vez más ostentosos y propagandísticos: una de las estatuas de Constantino, situada cerca del foro de Roma, mostraba al emperador sedente siete veces mayor que el tamaño natural, y los ojos alargados destacaban su discernimiento espiritual.

En consonancia con la grandiosa concepción que de sí mismo tenía Constantino, en el año 324 inició la construcción de una nueva capital y la llamó Constantinopla. Fundada en el sitio de la antigua ciudad de Bizancio, esta nueva capital personificó el paso incesante del «peso» de la civilización romana hacia Oriente. Situada en la desembocadura del mar Negro, en la frontera entre Europa y Asia, Constantinopla poseía considerables ventajas como centro de comunicaciones, comercio y defensa. Rodeada por agua en tres de sus flancos y protegida por tierra con murallas, se mantendría como centro político y económico del Imperio romano hasta 1453, cuando, finalmente, los turcos otomanos la conquistaron.

Sin embargo, en un aspecto crucial Constantino abandonó los precedentes establecidos por Diocleciano. Al hacer hereditaria la sucesión al trono imperial dentro de su propia familia, Constantino restituyó a Roma el principio de la monarquía dinástica, de la que se había librado hacía ochocientos años. Para empeorar las cosas, a su muerte dividió el imperio entre sus tres hijos. La guerra civil fue el resultado previsible, agravado por las diferencias en el tipo de cristianismo que cada uno profesaba.

Los conflictos dinásticos entre los descendientes de Constantino se prolongaron durante la mayor parte del siglo IV, interrumpidos periódicamente por los desafíos de aspirantes usurpadores al trono imperial. Pero estos conflictos nunca fueron tan serios como las guerras civiles del siglo III, y de cuando en cuando un contendiente todavía era capaz de reunificar el imperio. El último que lo logró fue Teodosio I (379-395), quien mató a miles de ciudadanos inocentes de Tesalónica en castigo por la muerte de uno de sus oficiales, pero cuyos esfuerzos por proteger el imperio contra los invasores todavía le confirieron cierto derecho a su título de «el Grande». Sin embargo, antes de morir siguió la tradición de su familia y dividió el imperio entre sus dos hijos, esta vez con resultados desastrosos, como veremos a continuación.

Detrás de estas peleas por el trono imperial también cabe discernir algunas tendencias mayores en la historia del imperio durante el siglo IV. La más importante fue que las divisiones entre las mitades oriental y occidental del imperio se iban pronunciando cada vez más. A medida que el Oriente de lengua griega se hacía más populoso, próspero y central para la política imperial, el Occidente de lengua latina se volvía más pobre y periférico para la vida política, económica y cultural del imperio. Muchas ciudades occidentales dependían ahora de las transferencias de fondos de Oriente para seguir funcionando; cuando estos fondos se agotaban o las unidades militares se transferían a otros lugares, estas ciudades declinaban. Hasta la misma Roma se estaba convirtiendo en una especie de páramo dentro de su propio imperio. Cuando los emperadores residían en Occidente, les resultaba más conveniente vivir en Milán o Rávena, o en la frontera del Rin en Tréveris. Desde comienzos del siglo IV ningún emperador vivió en Roma y a partir de entonces sólo dos veces un emperador visitó la ciudad.

Las divisiones entre Oriente y Occidente tampoco eran las únicas líneas de fractura dentro de un imperio cada vez más sedicioso. Afloraron movimientos secesionistas repetidas veces entre los habitantes de Britania, la Galia, Hispania y Germania, que estaban comenzando a considerarse ciudadanos de un imperio separado. En particular, los egipcios sufrían unos elevados impuestos sobre sus tierras agrícolas. Los norteafricanos se sentían abandonados por los emperadores, preocupados primordialmente por la defensa de sus fronteras orientales contra los persas, los godos y los hunos. Bajo la superficie de la autocracia imperial, el imperio del siglo IV se disolvía lentamente en sus partes constituyentes.

Surgimiento y triunfo del cristianismo

Entre los siglos I y V de nuestra era, el cristianismo pasó a convertirse, desde su oscuro inicio en Judea, en la religión de estado oficial del mundo romano. A partir de entonces se convirtió en una fuerza dominante (quizá incluso la imperante) en la conformación de las civilizaciones del mundo occidental hasta la actualidad. Para los cristianos, el extraordinario crecimiento y repercusión de su religión es testimonio de su verdad. Sin embargo, para los historiadores plantea un enorme problema interpretativo: ¿cómo podemos explicar el atractivo del cristianismo primitivo sin hacer que su éxito posterior resulte predecible o incluso inevitable?

En este intento, puede resultar útil reconocer como punto de partida que el cristianismo atrajo a diferentes grupos de personas en etapas distintas de sus comienzos y que cada uno de dichos grupos entendió su atractivo de manera muy diferente. El cristianismo empezó con las enseñanzas de Jesús, impartidas a los judíos de Judea y Galilea en torno al año 30 de nuestra era, pero arraigó firmemente entre los habitantes de las ciudades de lengua griega del Mediterráneo oriental durante los siglos II y III, y luego, a partir de Constantino, se convirtió en la religión preferida de la familia imperial hasta que llegó a ser la oficial del Imperio romano. Examinaremos estas etapas en orden, comenzando con la trayectoria del mismo Jesús.

LA TRAYECTORIA DE JESÚS

No hay duda de que Jesús fue una figura histórica; de hecho, es una de las figuras mejor atestiguadas del mundo antiguo. Pero aún hoy resulta muy difícil documentarse sobre él. No hay fuentes estrictamente contemporáneas que lo mencionen, si bien sí existen referencias de algunos de sus rivales, incluido el gobernador romano de Palestina, Poncio Pilatos, y el sumo sacerdote, Caifás. Las primeras fuentes escritas que mencionan a Jesús son las cartas de uno de sus discípulos, el apóstol Pablo, escritas durante los años 50 y 60 de nuestra era; y los relatos de los cuatro «evangelios» de la vida de Jesús, más los Hechos de los Apóstoles, escritos todos más o menos entre los años 70 y 100. Estas obras, junto con varias fuentes posteriores, están contenidas en el Nuevo Testamento, una colección de escritos cristianos añadidos a los textos de la Biblia hebrea durante los primeros tres siglos de nuestra era. Durante esos años también circularon otras fuentes, entre las que se incluía una compilación ahora perdida de los dichos de Jesús, de los que los escritores de los evangelios extrajeron algún material. Así pues, es posible que incluso fuentes no bíblicas bastante tardías como el «Evangelio de Tomás» del siglo II conserven algunos registros auténticos de las enseñanzas de Jesús. Sin embargo, la mayoría de los historiadores prefiere fiarse de las fuentes del siglo I para tratar de interpretar su trayectoria.

Jesús nació en una familia judía de Galilea poco antes del comienzo de la era cristiana. No nació precisamente en el «año 1»: debemos este error en nuestro sistema de datación a un monje del siglo VI. Cuando Jesús rondaba los treinta años, fue proclamado por un predicador de la reforma moral, Juan el Bautista, alguien «más fuerte que yo, cuyas sandalias no soy digno de desatar». A partir de entonces, la trayectoria de Jesús fue un curso continuo de predicación, sanación y enseñanza, sobre todo en las zonas rurales de Galilea y Judea. Sin embargo, hacia el año 30 de nuestra era organizó una entrada abiertamente mesiánica en Jerusalén durante la Pascua, festividad religiosa durante la que acudían a la ciudad ingentes y fogosas multitudes de judíos. Tres de los relatos evangélicos cuentan que agravó esta infracción atacando físicamente a los mercaderes y cambistas asociados con los sacrificios del templo. Los dirigentes religiosos de la ciudad lo detuvieron de inmediato y lo llevaron ante Poncio Pilatos, el gobernador romano, para que lo condenara. La preocupación principal de Pilatos era conservar la paz durante una festividad religiosa inestable y, sin duda, también ansiaba mantener buenas relaciones con las autoridades religiosas de Jerusalén, así que decidió dar ejemplo con Jesús y lo condenó a la muerte por crucifixión, pena normal para aquellos a los que se juzgaba culpables de sedición contra Roma.

Éste podría haber sido el final de la historia. Pero poco después de la ejecución de Jesús comenzaron a correr rumores de que estaba vivo y de que algunos de sus discípulos lo habían visto. Había resucitado de entre los muertos, proclamaban ahora aquéllos, y después de cuarenta días había ascendido a los cielos, con la promesa de regresar de nuevo en el fin de los tiempos. En vida, Jesús había sido un maestro religioso y un sanador; en la muerte, sin embargo, se había revelado como algo más. Ahora sus discípulos debían replantearse y reinterpretar toda su trayectoria. La prueba de esta reinterpretación nos ha llegado en las cartas de Pablo y en las narraciones de los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

JESÚS Y EL JUDAÍSMO DEL SEGUNDO TEMPLO

En 1947 un chico beduino descubrió un extraordinario alijo de textos religiosos judíos que habían sido escondidos en una cueva cerca de Qumrán en algún momento durante el siglo I de nuestra era. Sin embargo, hasta esta última década el grueso de este material, conocido colectivamente como los «Manuscritos del Mar Muerto», no ha estado al alcance general de los estudiosos. Estos manuscritos han revolucionado nuestra comprensión de la práctica y el credo religiosos de los judíos en torno a la época de Jesús, y de ellos destaca sobre todo su extraordinaria diversidad.

Cuando nació Jesús, hacía menos de una década que Roma había conquistado Judea. El bandolerismo, a veces teñido de nacionalismo, era habitual en el campo; en los pueblos y ciudades se hablaba de rebelión y se esperaba un mesías que restaurara el dominio judío sobre la tierra santa de Israel. Los más extremistas de quienes buscaban esperanza en la política eran los zelotes, que pretendían expulsar a los romanos por la fuerza de las armas. Sus actividades acabaron llevando a dos revueltas desastrosas. La primera, entre los años 66 y 70 de nuestra era, causó la destrucción del templo judío de Jerusalén a manos de los vengativos romanos. La segunda, en los años 132-135, provocó la destrucción de la ciudad de Jerusalén y la expulsión de toda la población judía. En sus ruinas se refundo la ciudad pagana de Aelia Capitolina; durante los siguientes quinientos años se prohibió a los judíos que vivieran allí.

Este contexto político es importante para comprender la decisión de Pilatos de ejecutar a Jesús; pero nos dice poco sobre lo que enseñaba Jesús en realidad o cómo lo entendían sus congéneres judíos. A este respecto, las divisiones dentro del judaísmo contemporáneo son mucho más importantes.

En los siglos siguientes al regreso de los judíos de Babilonia y la reedificación del templo, el judaísmo se convirtió en una religión monoteísta intransigente, basada en la alianza entre Yahvé y su pueblo elegido. Sin embargo, en el siglo I de nuestra era, ya habían surgido diferencias importantes sobre la forma en que los judíos entendían lo que esa alianza requería de ellos. Las enseñanzas de Jesús deben verse en el contexto de estos debates.

Los guardianes de las tradiciones escritas conservadas en la Tora (los cinco primeros libros de la Biblia hebrea) eran la casta sacerdotal hereditaria del templo y sus aliados aristócratas, un grupo conocido como los saduceos. Como cabría esperar en el mundo antiguo, la alianza entre las autoridades religiosas y políticas de Judea era cerrada. Antes de la conquista romana, al sumo sacerdote del templo de Jerusalén lo nombraban los monarcas judíos hasmoneos, que habían conseguido su independencia de los gobernantes seléucidas de Siria durante el siglo II a. J.C. Sin embargo, tras la conquista romana, al sumo sacerdote lo designaba Roma. Como resultado, fue inevitable que los saduceos se vieran teñidos por la sospecha de colaboracionismo, a pesar del papel central que desempeñaban en el culto del templo.

Sus principales rivales en fidelidad religiosa eran los fariseos, grupo de maestros y predicadores de la ley religiosa y herederos en cierta medida de la tradición profética del período del Primer Templo. En contraste con los saduceos, quienes consideraban que la mayoría de los preceptos contenidos en la ley religiosa concernía sólo a los sacerdotes, los fariseos insistían en que los 613 mandamientos de Yahvé ligaban a todos los judíos. Como intérpretes de la ley mosaica, basaban su autoridad en su declaración de que Yahvé había entregado a Moisés una Tora escrita y otra oral en el monte Sinaí. La Tora escrita estaba contenida en la Biblia, pero la oral, que explicaba cómo debía interpretarse y aplicarse la escrita en la vida diaria, había sido transmitida de palabra de los maestros a los alumnos y de generación en generación desde Moisés hasta el día presente.

Los fariseos instaban a una devoción rigurosa a la ley mosaica, pero también eran bastante flexibles al aplicarla a la vida diaria. Por ejemplo, para permitir que los judíos comieran juntos el sabbat, día de descanso (cuando los judíos tenían prohibido trabajar, incluso llevar comida fuera de sus casas), los fariseos estaban dispuestos a considerar que todo un barrio constituía una sola casa para la observancia del sabbat. También creían en la otra vida después de la muerte, caracterizada por recompensas y castigos individuales. Buscaban la conversión mediante la predicación y esperaban la llegada inminente del mesías que Dios había prometido a su pueblo. En todos estos aspectos diferían de los saduceos más tradicionales. Sin embargo, más radicales aún eran algunos colectivos escindidos, como los esenios, grupo casi monástico que buscaba la liberación espiritual mediante el ascetismo, el arrepentimiento y una estricta separación sectaria de sus semejantes judíos.

Aunque algunos estudiosos ven influencia esenia tras la trayectoria de Jesús, es probable que sus contemporáneos judíos lo consideraran algún tipo de fariseo radical. Su hincapié en las exigencias éticas de la ley (amor a Dios y al prójimo; obligación de hacer el bien incluso a aquellos que te perjudican y perdonar a quienes te hacen mal); su aparente creencia en la vida después de la muerte y en el advenimiento inminente del «reino de Dios»; y sus exhortaciones a obedecer el espíritu y no la letra de la ley religiosa encajaban bien dentro de un marco farisaico. No obstante, parece que Jesús llevó mucho más lejos esos principios que la mayoría de los fariseos; cuando, por ejemplo, sus discípulos rompían las leyes del sabbat reuniendo grano para comer, Jesús los justificaba: «El sabbat se hizo para el hombre, no el hombre para el sabbat». Al extender hasta tal punto el razonamiento farisaico, las enseñanzas de Jesús amenazaban con socavar por completo la naturaleza obligatoria de la ley judía tal como la entendían los fariseos.

Ninguno de estos grupos era monolítico; incluso los esenios, los más sectarios de todos, incluían una variedad de credos y prácticas diferentes dentro de su orden. Y la vasta mayoría de los judíos no se habría identificado con ninguno de estos grupos. Ni siquiera cabe considerar a los saduceos una secta dentro del sacerdocio mayor del templo. Para la mayoría de los judíos de la época de Jesús, el judaísmo consistía en acudir al templo de Jerusalén unas cuantas veces al año en los días sagrados; pagar el diezmo anual al templo; recitar las oraciones matutinas y vespertinas, y observar ciertas leyes religiosas, como la circuncisión (para los hombres), la pureza ritual (sobre todo para las mujeres) y las prohibiciones del trabajo en el sabbat y del consumo de alimentos prohibidos tales como el cerdo, la sangre y los mariscos.

Puede que Jesús se apartara un poco de esas observancias, pero no hay pruebas de que intentara derogarlas. Más bien lo que lo convirtió en polémico dentro de la comunidad judía mayor fue la afirmación de sus discípulos de que era el mesías prometido por Dios para librar a Israel de sus enemigos. Después de su muerte y supuesta resurrección, dichas afirmaciones se volvieron más clamorosas e inequívocas; pero nunca convencieron más que a una pequeña minoría de judíos compañeros de Jesús. Sin embargo, cuando sus discípulos empezaron a predicar a públicos no judíos, reinterpretaron el papel de Jesús como mesías en términos extraídos de las ideas teológicas griegas. Jesús, proclamaron ahora sus discípulos, no era solamente un mesías para los judíos. Era el «Cristo» (en griego, «el ungido»), el hijo divino de Dios enviado a la tierra para sufrir y morir por los pecados de toda la humanidad, que se había levantado de entre los muertos y ascendido a los cielos, y que volvería para juzgar a todos los habitantes del mundo al final de los tiempos.

LA EXPANSIÓN DEL CRISTIANISMO EN EL MUNDO HELENÍSTICO

La figura clave en el desarrollo de esta nueva comprensión teológica del carácter mesiánico de Jesús fue Saúl de Tarso (c. 10-c. 67 d. J.C.), judío nacido en el sureste de Asia Menor. Fariseo intransigente, persiguió al principio a los discípulos de Jesús, pero tras una cegadora experiencia de conversión, se unió al «movimiento de Jesús», cambió su nombre por el de Pablo y dedicó energías ilimitadas a interpretar y predicar la nueva fe a las comunidades de lengua griega en su mayoría no judías de Grecia y Asia Menor. Declarándose el apóstol de los gentiles (no judíos), Pablo rechazó la naturaleza vinculante de la ley mosaica, afirmó que carecía de importancia para la salvación de los discípulos de Jesús. Esta postura resultó al principio ofensiva para los cristianos judíos de Jerusalén, grupo dirigido por el hermano de Jesús, Santiago, pero, tras un doloroso debate, triunfó la posición de Pablo. Algunos cristianos continuarían obedeciendo la ley religiosa judía, pero el futuro del movimiento se hallaba ahora sin duda en los conversos no judíos que estaba logrando fuera de Judea y Galilea.

No resulta del todo claro quiénes constituían la mayoría de esos nuevos conversos. En el siglo I de nuestra era, ya existían comunidades cristianas considerables en la mayoría de las ciudades importantes del mundo mediterráneo oriental, incluida Roma. Estas comunidades ya habían comenzado a reinterpretar las ideas religiosas judías dentro de un contexto intelectual y cultural griego. Como sugiere el propio ejemplo de Pablo, las nuevas enseñanzas cristianas les resultarían atractivas a algunos de esos judíos helenizados. Es probable, sin embargo, que el cristianismo atrajera más a los grupos de no judíos (conocidos como «temerosos de Dios») que tendían a congregarse alrededor de las comunidades judías de lengua griega. Los temerosos de Dios no seguían todos los preceptos de la ley judía (la mayoría de los griegos y romanos contemplaban la circuncisión con un horror particular), pero admiraban a los judíos por su monoteísmo, su moral inflexible y sus criterios éticos, y organizaban sus vidas siguiendo su ejemplo. Pero el cristianismo también se habría abierto paso entre los griegos normales, muchos de los cuales ya conocían otros cultos similares superficialmente (como el mitraísmo y el culto a Serapis) que también hacían hincapié en elaboradas ceremonias de iniciación (para los cristianos, el bautismo) y la importancia de un conocimiento religioso especial para la salvación.

Sin embargo, resultaban patentes ciertas discrepancias entre el cristianismo y las restantes religiones. A diferencia de otras sectas contemporáneas que también subrayaban la transformación a través de la conversión personal, el cristianismo presentaba un aspecto fuertemente comunal. Las estructuras organizativas evolucionaron muy pronto; a mediados del siglo II la Iglesia cristiana de Roma ya tenía un obispo que presidía un pequeño ejército de prelados menores, entre los que se incluían sacerdotes, diáconos, confesores y exorcistas. Las mujeres también alcanzaron una prominencia notable en estas primeras comunidades cristianas, no sólo como mecenas y benefactoras (papel que las romanas de clase alta habían desempeñado con frecuencia en los nuevos cultos religiosos), sino también como titulares de cargos (aunque no conocemos obispas ni sacerdotisas, las diáconas sí están bien atestiguadas). Esta posición relativamente alta de las mujeres era muy poco habitual y distinguía marcadamente al cristianismo del mitraísmo, que las excluía hasta de la pertenencia al culto, y mucho más de la ocupación de algún cargo dentro de él. Los cristianos también eran conocidos por apoyar a sus miembros más pobres mediante la caridad. El cristianismo extraía a sus fieles de una amplia variedad de clases sociales, pero quizá presentara un aliciente especial para la gente (como los artesanos urbanos) cuyo medio de vida podía desaparecer con un cambio de viento económico.

Estos factores ayudan a explicar el atractivo de la nueva religión, sobre todo para los habitantes de las poblaciones de lengua griega, que constituyeron la vasta mayoría de los conversos al cristianismo durante los siglos II y III. No obstante, los historiadores siguen sin poder responder a ciencia cierta por qué la gente decidía hacerse cristiana. Se suele sugerir que la promesa de salvación era un acicate poderoso, sobre todo en el mundo caótico del siglo III. Tal vez así fuera, pero la afirmación se basa en dos hechos constatables: que el cristianismo creció en el siglo III y que los cristianos creían en la vida después de la muerte. El inconveniente es que no existe modo de probar que el segundo hecho llevó al primero. Todo lo que cabe asegurar es que en los siglos II y III hubo cada vez más gente en el mundo mediterráneo que creía en las enseñanzas cristianas y estaba dispuesta a aceptarlas, pese a la desaprobación que generaban dentro de la sociedad grecorromana y judía.

Una consecuencia final de la expansión del cristianismo dentro de las comunidades de lengua griega fue la generación de hostilidad entre éste y el judaísmo. Ambas religiones se redefinieron durante los siglos II y III: el cristianismo, para acomodarse a su nuevo entorno cultural griego, y el judaísmo, para adaptarse a la destrucción del templo y el exilio masivo de judíos de la Tierra Santa. En general, los eruditos judíos que dieron nueva forma a la comprensión de la ley mosaica durante estos años ignoraron el cristianismo, pues no les importaba más que el mitraísmo o el culto a Serapis. Sin embargo, los cristianos no podían pasar por alto el judaísmo porque su religión se basaba en la creencia de que Jesús era el salvador prometido por Dios a Israel en la Biblia hebrea. Por tanto, el hecho de que tan pocos judíos aceptaran esta afirmación se consideraba una repulsa permanente de su fe que socavaba (al menos en potencia) la credibilidad del mensaje cristiano.

Los cristianos podían haber respondido como hizo el erudito Marción en el siglo II al declarar que la Biblia hebrea carecía de valor para el cristianismo, pero la mayoría se negó a abandonar las raíces judías de su nueva religión y prefirió reinterpretar las profecías mesiánicas y la alianza entre Dios e Israel. Ahora se sostenía que los cristianos eran el verdadero Israel; cuando los judíos rechazaron a Jesús como mesías, Dios rechazó a los judíos e hizo de los cristianos su nuevo pueblo elegido. Al final de los tiempos el judaísmo desaparecería; hasta entonces, la única razón para su existencia era atestiguar, mediante sus profecías mesiánicas y las tragedias de su pueblo, que los cristianos estaban en lo cierto acerca de Jesús, y los judíos, equivocados.

EL CRISTIANISMO Y EL IMPERIO ROMANO

Mientras el cristianismo se mantuvo como religión minoritaria dentro del Imperio romano, estas actitudes no tuvieron repercusión alguna en la posición de los judíos. Durante los siglos II y III de nuestra era, el judaísmo continuó como religión legalmente reconocida dentro del imperio, pues los romanos, prescindiendo de la valoración que les mereciera su credo y prácticas religiosas, no dejaban de respetar el hecho de que los judíos conservaran las costumbres religiosas de sus antepasados.

En contraste, el cristianismo era una innovación, y a los ojos de los romanos tradicionales, la novedad en la religión no era buena cosa. No obstante, la actitud oficial hacia el cristianismo fue, por regla general, de indiferencia. Durante los siglos I y II, las autoridades romanas toleraron a los cristianos, salvo cuando los magistrados locales decidían enjuiciarlos por negarse a adorar a los dioses estatales. Durante el siglo III hubo algunas persecuciones concertadas y centralizadas; la última se llevó a cabo al final del reinado de Diocleciano y el comienzo del de su sucesor, Galerio, pero fueron demasiado intermitentes y breves para ocasionar un daño irreparable. Al inicio del siglo IV la religión había obtenido demasiados adeptos para que se la pudiera suprimir por la persecución, hecho que Galerio acabó reconociendo con la emisión de un edicto de tolerancia justo antes de su muerte en el año 311 de nuestra era.

Sin embargo, el número de cristianos todavía no era grande. No existen cifras fiables, pero la mayoría de los estudiosos cree que en el año 300 sólo era cristiana de un 1 a un 5 por ciento de la población total del imperio. Incluso en las partes orientales relativamente más cristianizadas, no más de un 10 por ciento de la población había abrazado la fe, y es probable que el cálculo sea generoso. Aunque el cristianismo iba en aumento, no parece factible que se hubiera convertido en la religión mayoritaria del imperio sin la ayuda del emperador Constantino.

Su decisión de hacerse cristiano continúa intrigando a los historiadores. Debió de tener cierto contacto con el cristianismo en su juventud; puede que hasta fuera un cristiano nominal en el momento en que decidió aspirar al trono imperial. Sin embargo, su compromiso real con la fe llegó más adelante, cuando vio un símbolo cristiano en el cielo mientras se preparaba para la batalla en el puente Milvio (312 d. J.C.) y escuchó una voz celestial que decía: «Con este signo vencerás». Constantino ordenó a sus soldados que pintaran el símbolo en sus escudos; la victoria que obtuvo ese día le impulsó al trono.

Como emperador, Constantino favoreció al clero cristiano y sufragó la construcción de iglesias por todo el imperio. Al final de su reinado, su apoyo al cristianismo le costaba más que todo su funcionariado. Pero no lo convirtió en la religión oficial del imperio ni prohibió el culto pagano. No obstante, como pasó a ser la religión favorita de la familia imperial, alcanzó de la noche a la mañana el prestigio necesario para que las clases dirigentes consideraran su adopción potencialmente beneficiosa. Poco a poco el resto de los ciudadanos siguió su ejemplo. A finales del siglo IV, una clara mayoría ya era cristiana y habían surgido los obispos como influencias dominantes en la vida política de las ciudades.

Constantino mantuvo cargos paganos y cristianos en su corte y se cuidaba en sus declaraciones públicas de hablar de modo que resultara aceptable para un auditorio no cristiano. Sin embargo, la orientación cristiana de sus sucesores se fue volviendo cada vez más inflexible y menos inclinada a tolerar las fes competidoras. Una breve excepción fue el reinado de Julián el Apóstata (360-363), quien abandonó el cristianismo e intentó revivir el paganismo romano tradicional. Pero murió en batalla contra los persas, sus edictos en pro del paganismo fueron revocados y las autoridades cristianas de la corte redoblaron su insistencia en que debía utilizarse el poder imperial para acabar con los restantes cultos. Finalmente lo hizo Teodosio el Grande (379-395), al prohibir el culto pagano de cualquier tipo dentro del imperio y eliminar el altar a la diosa Victoria de la cámara del senado en Roma. Cincuenta años después, Roma cayó ante los visigodos. Los portavoces paganos no dejaron de señalar la conexión.

Los nuevos contornos del cristianismo del siglo IV

Cuando el cristianismo logró influencia política y prestigio social, sufrió importantes cambios en cuanto a doctrina, organización y miras. Como resultado, al final del siglo IV era, en muchos aspectos, una religión completamente diferente de la perseguida por Diocleciano y Galerio apenas un siglo antes.

DISPUTAS DOCTRINALES

Una consecuencia de la nueva prominencia del cristianismo fue el estallido de encarnizadas disputas doctrinales. Por supuesto, los cristianos habían mantenido antes algunos desacuerdos sobre asuntos doctrinales, pero mientras la religión fue minoritaria, sus consecuencias políticas o sociales fueron escasas. Sin embargo, con el acceso de Constantino al trono imperial, ahora tenían potencial para inflamar disputas políticas (incluso disturbios) entre los obispos y sus rivales, y de socavar el apoyo imperial a la Iglesia. Así pues, resultaba obligado que esas disputas se resolvieran, si era necesario, mediante la intervención activa del mismo emperador cristiano.

La disputa doctrinal más importante surgió entre los arrianos y los atanasianos por la naturaleza de la Trinidad. Los arrianos eran discípulos de un sacerdote llamado Arrio. Influidos por la filosofía griega, rechazaban la idea de que Jesús, como Cristo, pudiera ser igual que Dios. Mantenían que, como hijo de Dios, Jesús fue creado por el Padre en el tiempo y, por tanto, no era eterno como él ni estaba formado de la misma sustancia. Los discípulos de san Atanasio argumentaban lo contrario: aunque Cristo era el Hijo, también era plenamente Dios y, de este modo, Padre, Hijo y Espíritu Santo (la Trinidad) eran iguales y estaban compuestos de una sustancia idéntica. Después de luchas prolongadas, la doctrina atanasiana se convirtió en la posición cristiana ortodoxa y el arrianismo se declaró herejía. Pero Arrio continuó atrayendo discípulos durante los doscientos años siguientes.

Este nuevo énfasis en la importancia de la ortodoxia (término griego para «enseñanza correcta») fue una de las evoluciones más importantes dentro del cristianismo del siglo IV, que teñiría toda la historia posterior de la Iglesia. Desde sus primeros días, el cristianismo había resaltado la importancia de creer para alcanzar la salvación, pero las creencias en las que insistía eran bastante sencillas: había un Dios; Jesús era el Cristo; para ser salvados, sus discípulos tenían que renunciar al pecado y ser bautizados para pertenecer a la Iglesia. Pero en el siglo IV la teología cristiana ya había asumido una complejidad considerable, y ahora los eruditos tenían que demostrar que su credo podía soportar el escrutinio filosófico más intenso. Para presentar su fe como una «filosofía verdadera», la teología cristiana tenía que ser compatible con las presunciones filosóficas griegas y romanas. Pero del mismo modo que había muchas escuelas diferentes de pensamiento griego y romano, surgieron muchas interpretaciones distintas de la doctrina cristiana.

Resolver tales disputas era muy difícil. A menudo no sólo había en juego diferencias doctrinales, sino también regionales y políticas; además, suscitaban complicadas cuestiones de autoridad. En los siglos II y III, las disputas doctrinales se habían resuelto mediante la discusión entre los obispos en concilios locales o regionales; pero si la parte perdedora se negaba a aceptar el veredicto, dichos concilios carecían de autoridad coercitiva para hacer cumplir las decisiones. Sin embargo, ahora lo que estaba en juego era mayor; en el siglo IV las disputas doctrinales tenían a menudo consecuencias políticas y en ellas participaba hasta el emperador. Como resultado, el estado romano cada vez se fue implicando más en el gobierno de la Iglesia, sobre todo en la parte oriental del imperio. Constantino inició este proceso en el año 325, cuando convocó y presidió el Concilio de Nicea, que condenó el arrianismo. Sus sucesores llegaron mucho más lejos. Poco a poco, estos emperadores romanos empezaron a declarar que al presidir los concilios estaban asumiendo un papel como representantes de Cristo en la tierra que les daba derecho a decidir cuál era y debía ser la doctrina cristiana. Algunos llegaron incluso a despachar tropas para acabar con grupos cristianos que se negaban a aceptar las decisiones del emperador sobre la ortodoxia. A los que rechazaban esas decisiones se los etiquetaba de herejes y podían sufrir castigos legales y eclesiásticos.

Desde la época de Augusto los emperadores romanos habían actuado como las autoridades religiosas responsables de la observancia cívica del paganismo romano. Constantino y los emperadores cristianos que le sucedieron mostraban ahora cómo podía adaptarse este papel imperial tradicional para hacer frente a las nuevas realidades de un Imperio romano cristianizado.

LA EXPANSIÓN DE LA ORGANIZACIÓN ECLESIÁSTICA

Esta consolidación de la autoridad religiosa con la imperial se reflejó también en la organización interna de la Iglesia. Como hemos visto, los cargos eclesiásticos habían existido desde al menos el siglo II de nuestra era. Sin embargo, durante el siglo IV la Iglesia se volvió una organización jerárquica mucho más definida cuando los obispos radicados en las ciudades (a menudo procedentes de poderosas familias locales) comenzaron a ejercer un control más estrecho sobre los sacerdotes y diáconos de las zonas circundantes. Asimismo, aparecieron las distinciones de rango entre los mismos obispos: los que gobernaban desde las ciudades mayores pasaron a llamarse metropolitanos (conocidos hoy en Occidente como arzobispos), con autoridad sobre el clero de una provincia completa; en el siglo IV se estableció el rango superior de patriarca para designar a los obispos que gobernaban sobre las comunidades cristianas más antiguas y grandes, como Roma, Jerusalén, Constantinopla, Antioquía y Alejandría. Así pues, en el año 400, el clero cristiano ya comprendía una jerarquía definida de patriarcas, metropolitanos, obispos, sacerdotes y diáconos, de la que las mujeres estaban ahora firme y completamente excluidas.

El punto culminante de este proceso fue la primacía del obispo de Roma, o el surgimiento del papado. El derecho a la preeminencia del obispo de Roma sobre los restantes patriarcas de la Iglesia se basaba en varios fundamentos. Los fieles veneraban Roma como el lugar donde los apóstoles Pedro y Pablo habían sido martirizados. Se consideraba que Pedro había sido el primer obispo de Roma; y el Nuevo Testamento (Mateo, 16, 18-19) decía que Jesús lo había nombrado su representante en la tierra, con el poder de admitir o negar la entrada de cualquier cristiano al reino de los cielos. Como sucesores de Pedro, los obispos siguientes de Roma reclamaron ejercer los mismos poderes que Jesús había otorgado a Pedro.

El obispo de Roma también disfrutaba de ventajas más prosaicas sobre los restantes obispos dentro de la Iglesia. A diferencia de los orientales, el obispo de Roma, desde el año 330, rara vez tuvo un emperador a sus puertas. Como resultado, podía actuar con mayor independencia que el patriarca de Constantinopla. Sin embargo, al mismo tiempo, solía resultar conveniente para los emperadores orientales apoyar las reclamaciones papales a la autoridad sobre los obispos occidentales como modo de mantener cierta apariencia de control imperial sobre el imperio occidental. Esto era probablemente lo que subyacía en el decreto del año 445 del emperador Valentiniano III, que ordenaba a todos los obispos occidentales someterse a la jurisdicción del papa. Siglos después este decreto se citaría para justificar el dominio que el papado había logrado por entonces sobre la Iglesia occidental. Pero en su momento fue ignorado por todos, salvo el papa. La mayoría de los obispos orientales consideraba que las reclamaciones del papa de la primacía sobre la Iglesia entera eran una desfachatez descarada; muchos obispos occidentales tampoco le prestaron atención. No obstante, el prestigio de los obispos de Roma fue creciendo durante los siglos IV y V, y aunque los papas no eran todavía los gobernantes monárquicos en que acabarían convirtiéndose, ahí se encuentran las raíces de su primacía.

La creciente efectividad de su organización y administración durante el siglo IV ayudó a la Iglesia a conquistar el mundo romano y a atender las necesidades de los fieles a partir de entonces. La existencia de una estructura administrativa episcopal fue particularmente importante en Occidente cuando el Imperio romano entró en declive y acabó derrumbándose durante el siglo V. En el caos cada vez mayor, los obispos occidentales asumieron muchas funciones del gobierno urbano y mantuvieron los vestigios del dominio romano. Como resultado, cuando llegaron los ejércitos bárbaros, en general fue con los obispos locales con quienes negociaron.

LA EXPANSIÓN DEL MONACATO

A la mayoría de los cristianos les parecieron naturales las crecientes responsabilidades administrativas de la Iglesia: la religión y la política siempre habían estado estrechamente conectadas a lo largo de la historia del Imperio romano. Sin embargo, a algunos el nuevo mundo se les antojaba algo muy distinto de la fe sencilla de Jesús y sus apóstoles. El monacato surgió de esa desilusión. En la actualidad tendemos a pensar en los monjes como grupos de sacerdotes que viven en comunidad y se dedican a la contemplación y la oración. Pero en sus orígenes no eran sacerdotes, sino laicos, casi siempre vivían solos y buscaban la abnegación extrema en lugar de una vida ordenada de oración y servicio comunitarios.

El monacato comenzó a surgir en el siglo III como respuesta a las zozobras de esa época, pero no se convirtió en un movimiento dominante dentro del cristianismo hasta el siglo IV. Hubo dos razones principales para que resultara atractivo: cuando terminó la persecución de los cristianos, el ascetismo extremo actuó a veces como sustituto del martirio; sin embargo, es más evidente que el aumento del monacato fue una respuesta a la creciente mundanería de la Iglesia del siglo IV. Los cristianos que pretendían evitar las tentaciones terrenales huían a los desiertos y los bosques para practicar una vida ascética completamente diferente de la que llevaban los hombres y mujeres acomodados que ahora se apresuraban a abrazar la religión de su emperador. En una Iglesia repleta de esos «cristianos sociales», a algunos puristas el monacato les parecía el único camino cierto para la salvación.

La vida monástica surgió primero en Oriente, donde se extendió con rapidez durante el siglo IV. Los primeros monjes vivían en su mayoría como ermitaños y practicaban proezas extraordinarias de abnegación y humillación. Algunos pastaban en los campos como vacas; otros pendían dentro de pequeñas jaulas, y otros más se colgaban enormes pesos del cuello. Un monje llamado Ciriaco estuvo durante horas a la pata coja como una grulla hasta que no pudo resistir más. Otro, san Simeón el Estilita, vivió sobre un alto pilar durante treinta y siete años realizando ejercicios de mortificación mientras las multitudes se congregaban debajo para adorar a «los gusanos que caían de su cuerpo».

Sin embargo, los dirigentes monásticos se dieron cuenta pronto del beneficio que supondría para el movimiento una mayor organización y disciplina. En Oriente, el artífice más importante de esta nueva forma de vida monástica más comunal fue san Basilio (c. 330-379). Sus reglas prohibían a los monjes hacer ayunos prolongados o lacerarse la carne; en cambio, los alentaba a disciplinarse con el trabajo útil. También los instaba a abrazar las virtudes de la pobreza y la humildad, y a pasar muchas horas diarias en silenciosa meditación religiosa. Pero continuaba exhortándolos a vivir tan lejos del «mundo» como pudieran; como resultado, el monacato basiliano acabó teniendo menos repercusión en el mundo externo del claustro que la tradición monástica benedictina en Europa occidental.

En su inicio, el monacato no se extendió tan deprisa en Occidente como en Oriente. En Europa occidental no comenzó a aumentar hasta el siglo VI, cuando san Benito de Nursia (c. 480-c. 547) esbozó su famosa Regla en latín, e incluso entonces adoptó muchas formas, de las cuales la tradición benedictina fue sólo una y no se convirtió en el modelo dominante hasta el siglo VIII; a partir del siglo XIII volvió a tener muchos rivales. Sin embargo, su repercusión fue enorme, sobre todo durante la Edad Media.

Benito copió buena parte de su Regla de un texto latino anterior mucho más duro, conocido como la «Regla del Maestro», pero creó un documento muy diferente: una «regla sencilla para principiantes», lo denominó, notable por su brevedad, flexibilidad y moderación. La Regla establecía un ciclo cuidadosamente definido de oraciones, lecciones y culto comunal diarios. Fijaba pautas sobre cómo debían vivir los monjes juntos; qué tenían que comer (alimentos suficientes y sencillos; un poco de vino; pero carne sólo para los enfermos o las ocasiones especiales); y cómo debía realizarse el trabajo del monasterio. Se alentaban las tareas físicas —según declaraba Benito, la indolencia era «un enemigo del alma»—, pero también reservaba tiempo para el estudio y la contemplación privados. Sin embargo, en todos estos asuntos Benito dejaba mucho a la discreción del abad, la cabeza del monasterio, a quien se esperaba que todos los monjes obedecieran sin vacilación.

Los que pretendían entrar en un monasterio benedictino tenían que cumplir un extenso período de prueba y sólo una vez transcurrido podían hacer los votos perpetuos como monjes. A veces los estudiosos han resumido los votos benedictinos en «pobreza, castidad y obediencia»; sin duda, éstas eran virtudes importantes, pero no constituían la esencia de la Regla a la que se comprometía un monje benedictino. Más bien las virtudes principales de la vida benedictina eran la estabilidad, la perseverancia y el compromiso con la vida monástica. La meta de la Regla, como la de la vida monástica en general, era permitir a los monjes que vivían según marcaba transformar sus vidas de acuerdo con la voluntad de Dios. La Regla era el medio por el cual esta transformación podía lograrse.

CAMBIO DE ACTITUDES HACIA LAS MUJERES, EL MATRIMONIO Y EL CUERPO

Los cambios generalizados en las actitudes e instituciones cristianas que tuvieron lugar durante el siglo IV repercutieron en particular sobre la posición de las mujeres. Como hemos visto, habían ejercido un grado de influencia inusual dentro de la primera Iglesia. San Pablo había recurrido mucho al apoyo de mujeres prominentes en sus viajes misioneros. En su carta a los Galateos (3, 28) declaró que en los cristianos no debían existir distinciones espirituales entre esclavos y hombres libres, ni entre hombres y mujeres: todos eran iguales a los ojos de Dios. Las mujeres de clase alta también fueron importantes mecenas de la primera Iglesia en Roma y otros lugares. Destacaban entre los primeros mártires y en algunas iglesias servían además de maestras, profetas y autoridades de la congregación local. Sus funciones eran sin duda polémicas, pero la diversidad de opiniones reflejadas en el Nuevo Testamento muestra claramente que la Iglesia de los primeros tiempos no era una institución patriarcal uniforme.

Con el aumento del ascetismo como ideal espiritual durante los siglos III y IV, la denigración de las mujeres como peligrosas criaturas «carnales» se hizo más pronunciada. Los monjes, por supuesto, las rechazaban por completo, razón por la que huían a los desiertos y bosques. Pero el clero cristiano también se vio arrasado por las actitudes sexuales y sociales cada vez más «puritanas» que caracterizaron al mundo tardoantiguo. Varios de los apóstoles de Jesús estaban casados y en la primera Iglesia era común aceptar que los sacerdotes y obispos lo estuvieran. En realidad, el matrimonio era una marca tan importante de respetabilidad social en el mundo romano, que un hombre soltero a menudo suscitaba suspicacias. Sólo se acostumbraba a eximir de la obligación del matrimonio a los filósofos. Sin embargo, durante el siglo IV se desarrolló la idea de que, al igual que los filósofos, los sacerdotes y obispos tampoco debían casarse; o si ya estaban casados, tenían que vivir en castidad con sus esposas.

De este modo, la virginidad tanto para hombres como para mujeres acabó aceptándose como la norma espiritual más elevada dentro de la Iglesia. El matrimonio continuó admitiéndose para los laicos, pero era en buena medida una «segunda opción» para quienes carecían de la voluntad necesaria para abstenerse del sexo. San Jerónimo expresó esta postura de manera más vulgar cuando declaró que la virginidad era trigo; el matrimonio, cebada; y las relaciones sexuales fuera del matrimonio, excremento de vaca. Puesto que la gente no podía comer excremento de vaca, Dios le permitía la cebada; pero el trigo era con creces el alimento preferible. El propósito del matrimonio era evitar la fornicación y procrear hijos; sin embargo, san Jerónimo elogiaba el matrimonio debido principalmente a que traía al mundo más vírgenes.

Como las mujeres se consideraban más lujuriosas por naturaleza que los hombres, esta denigración de la sexualidad tuvo un efecto desproporcionadamente negativo sobre las actitudes masculinas hacia ellas. Pero al rechazar el matrimonio (o al menos presentarlo como una alternativa indeseable a la virginidad) y exaltar la retirada monástica del mundo, el cristianismo del siglo IV también llevó a cabo una ruptura decisiva con las actitudes romanas anteriores hacia el cuerpo humano y el estado. De forma tradicional, los romanos habían considerado que los cuerpos de los ciudadanos estaban al servicio del estado: los hombres, como soldados y padres; las mujeres, como madres y esposas. Ahora, sin embargo, los cristianos afirmaban que sus cuerpos no pertenecían al estado, sino a Dios, y que servirle plenamente significaba que ya no servirían más al estado aportando hijos. Suponía un cambio revolucionario de postura, un signo más de cómo el mundo antiguo iba desapareciendo lentamente durante la Antigüedad tardía.

Las invasiones germánicas y la caída del Imperio romano occidental

Mientras el cristianismo transformaba el Imperio romano desde el interior, también sufría una renovada presión desde más allá de sus fronteras. El imperio occidental ya había padecido una devastadora serie de ataques de las tribus germánicas a mediados del siglo III de nuestra era; a lo largo del siglo IV las relaciones entre los romanos y los germanos fueron en general pacíficas, pero al inicio del siglo V una serie de invasiones asoló la mitad occidental del imperio. De este derrumbe surgió un grupo de nuevos reinos germánicos en Europa occidental que alterarían de manera permanente la historia y la cultura de la región.

LAS RELACIONES ENTRE LOS GERMANOS Y LOS ROMANOS

Los germanos eran bárbaros a los ojos de Roma porque no vivían en ciudades y eran analfabetos, pero de ningún modo eran salvajes, sino agricultores sedentarios y diestros metaleros que habían disfrutado de relaciones comerciales con el mundo romano durante siglos. Los soldados germanos eran figuras familiares en los ejércitos romanos; un germano llamado Flavio Estilicón ostentaba el mando militar del Imperio romano occidental a comienzos del siglo V, cuando se iniciaron las invasiones germánicas. En algunas zonas fronterizas, se habían asentado tribus germánicas enteras dentro de las fronteras de Roma como foederati para reforzar las guarniciones romanas mermadas o retiradas. A finales del siglo IV, muchas tribus germanas también habían adoptado el cristianismo, si bien de la variedad herética arriana. Todas estas relaciones hicieron que los bárbaros conocieran bien la civilización romana y la apreciaran.

Fue en realidad el maltrato romano y no la agresión germana lo que puso en marcha la secuencia de acontecimientos que llevó al derrumbe del imperio occidental. Durante la década de 370, se invitó a un gran grupo de visigodos (los «godos occidentales») a que se asentaran en tierras romanas junto al Danubio con el fin de guardar esa frontera contra las incursiones de otros «bárbaros». Sin embargo, en el año 378 los visigodos iniciaron una revuelta cuando los romanos no les proporcionaron el alimento y la tierra agrícola que les habían prometido. El ejército romano que se envió para aplastarlos fue derrotado en la batalla de Adrianópolis, y el emperador Valente (que acaudillaba la expedición) resultó muerto. El nuevo emperador, Teodosio el Grande (379-395), restauró la paz de inmediato, aceptó las demandas de los visigodos y los enroló en el ejército romano.

Sin embargo, antes de su muerte, Teodosio dividió el imperio entre sus dos jóvenes hijos, cuyos consejeros se pusieron de inmediato a tratar de socavar al contrario. En estas prometedoras circunstancias, los visigodos renovaron y aumentaron sus demandas al imperio. El emperador oriental los sobornó y los alentó para que atacaran a su rival imperial en Occidente. Bajo el brillante mando militar de Alarico, los visigodos hicieron precisamente eso. Tras varios años de vagar por el imperio occidental en busca de botín, comida y tierra, en el año 410 llegaron a las puertas de Roma. Pero la ciudad tenía poco que ofrecerles en cuanto a comida o tierra y después de saquearla siguieron su camino, para asentarse por fin en el sur de la Galia e Hispania, donde establecieron un reino.

Mientras tanto, la víspera de Año Nuevo de 406-407, un grupo de tribus germánicas aliadas dirigidas por los vándalos cruzó el Rin helado. Aprovechando la preocupación del emperador occidental con los visigodos, penetraron en tromba en la Galia e Hispania, cruzaron el estrecho de Gibraltar y acabaron asentándose en las fértiles regiones agrícolas del norte de África romano, desde donde en el año 455 lanzaron un ataque naval sobre Roma. Otras tribus germánicas, entre las que se incluían los alanos, los francos, los borgoñones y los alamanes, los siguieron pronto, cruzando el Rin hasta la Galia, donde se pusieron en seguida a erigir reinos.

En el año 476 el último emperador romano de Occidente, un usurpador incapaz conocido con sorna como Rómulo Augústulo («pequeño Augusto»), fue derrocado por Odoacro, huno procedente de Asia central al mando de un ejército mixto de germanos, hunos y romanos descontentos. Este acontecimiento marca convencionalmente la fecha final del Imperio romano occidental. Sin embargo, en Oriente continuaba gobernando un emperador romano, que reclamaba su autoridad sobre la parte occidental del imperio. Pero en el año 476 el emperador oriental ya sólo podía influir en los acontecimientos de Occidente alentando a un rey bárbaro a que depusiera a otro. Para afirmar su control sobre Italia, el emperador Zenón encargó a Teodorico que dirigiera su ejército ostrogodo («godos orientales») desde los Balcanes hasta Roma para expulsar a Odoacro. En una década de feroces combates, los godos eliminaron por completo a los hunos de Italia. A partir de entonces Teodorico estableció allí un reino ostrogodo, que gobernó con apoyo imperial hasta poco antes de su muerte en el año 526.

ÉXITO E IMPACTO DE LAS INVASIONES GERMÁNICAS

Aunque los manuales pintan a veces estas invasiones como una especie de «oleada humana» que cayó sobre las líneas romanas, en realidad los ejércitos germánicos eran notablemente pequeños. El ejército visigodo en Adrianópolis sólo ascendía a unos diez mil hombres; el número total de las «hordas» vándalas, incluidos mujeres y niños, era de unos ochenta mil. Es probable que estos ejércitos crecieran «sobre la marcha», cuando se les unían romanos descontentos y foederati germanos ya asentados dentro del imperio. Pero si las cifras seguían siendo muy bajas, ¿cómo podemos explicar entonces su éxito?

Los ejércitos romanos de las fronteras occidentales se encontraban en un estado lamentable. Algunos habían sido retirados para proteger la mitad oriental del imperio y los que quedaban estaban a menudo muy mermados. Hacía un tiempo que la población del imperio occidental iba en descenso; había escasez de soldados, agricultores y artesanos. La financiación del ejército era inadecuada; para sostenerse, muchos soldados se casaban y algunas unidades cultivaban sus alimentos, haciéndolos cada vez más indistinguibles de la población civil que los rodeaba. La moral también era baja entre los civiles. El régimen burocrático del siglo IV inspiraba poca lealtad, incluso entre los aristócratas; y los germanos provocaban escaso terror porque se habían convertido en un elemento familiar en la sociedad romana a lo largo de varios siglos. Como resultado, se libraron pocas batallas campales (Adrianópolis fue una de las pocas y tuvo lugar en Oriente). Lo más frecuente era que los ejércitos germánicos triunfaran por incomparecencia, porque los romanos no tenían demasiado interés en defenderse. Y cuando se libraban las batallas, a menudo presentaban ejércitos mixtos de romanos, germanos y hunos en ambos bandos, cada cual combatiendo en nombre de su caudillo respectivo.

Tal vez la moral fuera más alta en el imperio oriental, pero la razón primordial por la que sobrevivió fue su mayor riqueza. En el siglo V la mayoría de las ciudades occidentales ya se había reducido a una pequeña fracción de su antiguo tamaño; a menudo eran poco más que estructuras administrativas vacías o fortificaciones. La economía era ahora predominantemente agrícola y la riqueza que producía acababa a menudo en las manos de terratenientes orientales asentistas. En contraste, en Oriente las ciudades continuaban siendo abarrotados centros de comercio e industria. Como la parte oriental del imperio tenía mayores reservas de riqueza para gravar, podía sostener las cargas de la burocracia imperial con mayor facilidad que Occidente. Sus fronteras eran más cortas y sus ejércitos estaban mejor pertrechados; también podía permitirse comprar a los invasores dispuestos a redirigir su atención a Occidente. Por todas estas razones, el imperio oriental se mantuvo a flote durante el siglo V, mientras que el occidental hizo aguas y se hundió.

Los efectos de las conquistas germánicas en Occidente no fueron catastróficos. Las ciudades romanas occidentales ya se encontraban en un declive severo; las invasiones sólo aceleraron un proceso avanzado de decadencia urbana. En cuanto a la tierra, los patrones agrícolas romanos continuaron invariables bajo terratenientes germanos y romanos. Las invasiones fracturaron la unidad política del imperio occidental, pero, en general, dentro de los nuevos reinos germánicos continuaron las tradiciones administrativas romanas, al menos durante unas cuantas generaciones más. Sin embargo, lo más importante es que las invasiones no pusieron término a la cultura romana ni a la influencia de su ejemplo sobre los nuevos inmigrantes. Como le gustaba señalar a Teodorico, el conquistador ostrogodo de Italia, «el romano miserable imita al godo y el godo útil imita al romano».

La conformación del pensamiento cristiano occidental

Cuando el Imperio romano declinó durante los siglos IV y V, un pequeño grupo de pensadores cristianos occidentales formularon un punto de vista teológico sobre el mundo que guiaría el pensamiento occidental durante los ochocientos años siguientes. Esta concurrencia de declive político y avance teológico no fue una coincidencia. Cuando el imperio occidental se derrumbó, a los pensadores cristianos les pareció más evidente que nunca que la herencia clásica estaba desapareciendo y que Dios no había pretendido que el mundo fuera otra cosa que un lugar de prueba transitorio. ¿Cómo, entonces, debían vivir los cristianos? ¿Qué requería Dios de ellos?

Las respuestas a estas preguntas fueron elaboradas por los cuatro grandes «padres» de la Iglesia occidental: san Jerónimo (c. 340-420), san Ambrosio (c. 340-397), san Agustín (354-430) y el papa san Gregorio Magno (540-604). Jerónimo, Ambrosio y Agustín fueron contemporáneos que se conocieron e influyeron mutuamente. Trataremos de su obra en este capítulo, mientras que las contribuciones del papa Gregorio se analizarán en el capítulo 7.

SAN JERÓNIMO Y SAN AMBROSIO

La mayor contribución de san Jerónimo fue la traducción de la Biblia del hebreo y griego al latín. Conocida como la Vulgata (o versión «común»), no fue el primer intento de contar con una Biblia latina, pero pronto se convirtió en la estándar y continuaría siéndolo hasta el siglo XVI. La traducción de Jerónimo era vigorosa, coloquial y clara; su prosa intensa y su poesía influirían a todos los autores latinos posteriores durante mil años. También fue un comentarista acreditado sobre cómo debía interpretarse la Biblia; en buena medida, a él se le debe la tradición occidental de interpretar los pasajes bíblicos de forma alegórica y simbólica, así como literal e históricamente.

Jerónimo era un asceta riguroso y ferviente defensor de la vida monástica. Aunque mantenía relaciones respetuosas con diversas mujeres contemporáneas, sus posturas al respecto como grupo eran intensamente misóginas. No fue un pensador muy original, pero ejerció gran influencia por sus formulaciones elocuentes de las ideas de otros. También constituyó una influencia muy importante al sostener que los cristianos podían y debían estudiar el saber clásico siempre que se subordinara por completo a los objetivos cristianos. Sin embargo, él no estaba seguro de haber logrado subordinar su amor por lo clásico a su amor por Dios. Cuando se imaginó en un sueño llegando a las puertas del cielo, Dios le reprochaba haber sido más discípulo de Cicerón que de Cristo.

Jerónimo fue por encima de todo un erudito. En contraste, san Ambrosio fue un hombre de mundo. Como arzobispo de Milán, el aristócrata Ambrosio reprendía sin miedo hasta al emperador cristiano Teodosio el Grande por masacrar a inocentes civiles en Tesalónica. Por supuesto, Teodosio seguía siendo el emperador, pero hasta que no hiciera penitencia por sus pecados como cristiano, Ambrosio se negó a recibirlo en la iglesia, declarando que en asuntos de fe «el emperador está dentro de la iglesia, no por encima de ella». Al final Teodosio capituló e hizo penitencia ante Ambrosio en su catedral de Milán. Este famoso incidente refleja el sentimiento de autonomía sobre materias religiosas que se estaba desarrollando en la Iglesia occidental, incluso frente al poder de un emperador.

Al igual que Jerónimo, Ambrosio era un admirador de Cicerón y escribió una obra ética, Sobre los deberes de los ministros, que se inspiraba mucho en el tratado de Cicerón Sobre los deberes. Sin embargo, a diferencia del filósofo, Ambrosio sostenía que el principio y el fin de la conducta humana deben ser venerar a Dios y no el ascenso social o político. Pero lo fundamental es que también sostenía que aunque Dios ayuda a todos los cristianos compartiendo con ellos la fuerza de la gracia divina, concede más gracia a algunos cristianos que a otros. Su énfasis en la necesidad y misterio de la gracia (¿por qué concede Dios más gracia a unos que a otros?) sería refinado y ampliado por su discípulo, Agustín de Hipona.

VIDA Y PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN

Agustín fue el más grande de todos los Padres latinos; en realidad, fue uno de los pensadores cristianos más poderosos de todos los tiempos. Su influencia en el pensamiento medieval fue incalculable, pero su teología también tuvo una profunda repercusión en el desarrollo del protestantismo. Incluso en el siglo XX muchos importantes pensadores cristianos se describirían como neoagustinianos.

Tal vez el cristianismo de Agustín fuera tan inquisitivo porque comenzó su trayectoria buscándolo. Aunque su madre era cristiana, dudó ser bautizado hasta los treinta y tres años, y pasó de un sistema filosófico a otro sin encontrar satisfacción intelectual o espiritual en ninguno. Sus crecientes dudas sobre las restantes alternativas, el atractivo de las enseñanzas de san Ambrosio sobre la gracia y la experiencia mística descrita conmovedoramente en sus Confesiones autobiográficas le llevaron a abrazar la fe con entusiasmo en el año 387. A partir de entonces ascendió deprisa en los puestos eclesiásticos y se convirtió en obispo de la ciudad norteafricana de Hipona en el año 395. Aunque llevó una vida extraordinariamente activa como obispo (murió en el año 430 mientras defendía Hipona contra los vándalos), encontró tiempo para escribir más de cien tratados profundos, complejos e influyentes que analizaban los problemas más importantes del credo cristiano.

La teología de Agustín giraba en torno a una única cuestión fundamental: cómo podía ser tan pecadora la humanidad si los seres humanos fueron creados por un Dios omnipotente cuya naturaleza es enteramente buena. Agustín no dudaba de la plena extensión de la depravación humana. Una de sus ilustraciones más vividas al respecto aparece en las Confesiones, donde cuenta cómo una vez otros chicos y él robaron peras del huerto de un vecino no porque tuvieran hambre o porque las peras fueran bonitas, sino simplemente por el gusto de hacer el mal. Toda sugerencia de que los humanos obraban mal porque no sabían hacerlo mejor le resultaba inaceptable. La inclinación humana hacia el mal estaba arraigada mucho más hondo que la falta de conocimiento.

Su respuesta a la cuestión del mal se remontaba al Jardín del Edén, donde Dios había otorgado a Adán y Eva, la primera pareja humana, la libertad de seguir la voluntad divina o la propia. Al comer una fruta que Dios les había prohibido, Adán y Eva eligieron seguir su propia voluntad y no la de Dios. A partir de entonces, dice Agustín, Dios dejó a su suerte a los descendientes de Adán y Eva retirando de los seres humanos la fuerza divina (la gracia) por la que podrían vencer su propia voluntad para seguir la de Dios. Así pues, todos los males que asuelan el mundo son, en definitiva, el resultado de la propensión humana innata de colocar nuestros deseos por delante de los de Dios.

Dios estaría justificado si condenara a todos los seres humanos al infierno, pero como también es misericordioso, decidió salvar a algunos mediante el sacrificio de su hijo, Jesús. Sin embargo, nadie tiene por naturaleza la gracia necesaria para convertirse en cristiano, y mucho menos para merecer la salvación. Sólo Dios hace esta elección; concediendo la gracia a unos y no a otros, predestina a una parte de la raza humana a la salvación y sentencia al resto a ser condenados. Si parece injusto, la respuesta de Agustín es, primero, que la «justicia» estricta condenaría a todos al infierno y, segundo, que la base de la elección de Dios es un misterio envuelto en su omnipotencia, mucho más allá del alcance de la comprensión humana.

Por mucho que pudiera parecernos que las consecuencias prácticas de esta rigurosa doctrina de la predestinación serían el aletargamiento y el fatalismo, ni Agustín ni sus discípulos posteriores lo vieron de este modo. Aquellos que son «elegidos» obrarán bien, por supuesto; pero como nadie sabe quién es elegido y quién no, todos deben intentar obrar bien en la medida en que Dios les posibilite hacerlo. Para Agustín, la guía central para obrar bien era la doctrina de la «caridad», que significaba llevar una vida devota de amar a Dios y amar al prójimo por amor a Dios, en lugar de una vida de «codicia», de amor a las cosas terrenales por sí mismas.

Para responder a quienes acusaban al cristianismo de la caída de Roma en el año 410, Agustín escribió una de sus obras más famosas, La ciudad de Dios, donde desarrolló sus ideas sobre la predestinación en una interpretación de toda la historia humana. Sostenía que la raza humana entera desde la creación hasta el juicio final estaba compuesta por dos sociedades en pugna, los que «viven de acuerdo con el hombre» y se aman a sí mismos, y los que «viven de acuerdo con Dios». Los primeros pertenecen a la «Ciudad del Hombre»; sus recompensas son la riqueza, la fama y el poder que pueden disfrutar en la tierra. La Ciudad del Hombre no es inútil; los gobernantes terrenales traen la paz y el orden; por tanto, merecen la obediencia de los cristianos. Pero sólo a aquellos predestinados a la salvación y que, de este modo, son miembros de la Ciudad de Dios, se les vestirá el día del juicio con la prenda de la inmortalidad. Por consiguiente, los cristianos deben comportarse en la tierra como si fueran viajeros o «peregrinos», sin olvidar nunca que su verdadero hogar está en el cielo. En cuanto al momento en que llegaría el juicio final, Agustín sostenía con vehemencia que ningún ser humano era capaz de conocer la fecha exacta; sin embargo, como podría ocurrir en cualquier momento, todos los mortales debían dedicar sus máximos esfuerzos a prepararse para él llevando vidas rectas.

Aunque san Agustín formuló importantes aspectos nuevos de la teología cristiana, creía que no estaba haciendo más que extraer verdades que se encontraban en la Biblia. En efecto, estaba convencido de que sólo la Biblia contenía toda la sabiduría digna de conocerse, pero también creía que buena parte estaba expresada de forma oscura y que se precisaba cierta cultura para entenderla por completo. Por tanto, aprobaba que algunos cristianos adquirieran educación en las artes liberales (como él mismo había hecho), siempre que la dirigieran hacia el fin adecuado: el estudio de la Biblia. De este modo, junto con san Jerónimo, san Agustín estableció las bases para que los cristianos occidentales conservaran las tradiciones literarias y educativas del pasado clásico. Pero Agustín pretendía que la educación liberal se restringiera a una élite; la mayoría de los cristianos sólo necesitaba ser catequizada o instruida en la fe. También pensaba que era mucho peor estudiar el pensamiento clásico por sus propios méritos que no saber nada de él. La verdadera sabiduría de los mortales, insistía, era la piedad.

BOECIO VINCULA EL PENSAMIENTO CLÁSICO Y EL MEDIEVAL

Uno de los discípulos más interesantes e influyentes de Agustín fue Boecio, aristócrata romano que vivió desde en torno al año 480 hasta 524. Como le interesaba la filosofía antigua, escribía en un estilo pulido, casi ciceroniano, y procedía de una familia noble romana, a menudo se le ha descrito como el «último de los romanos». Pero lo que en realidad pretendía es que los estudios clásicos se amoldaran a los objetivos cristianos, como Agustín había prescrito, y sus enseñanzas fueron básicamente agustinianas.

Como Boecio vivió un siglo después que Agustín, pudo ver con mucha mayor claridad que el mundo antiguo estaba llegando a su fin. Así pues, su meta fue conservar al máximo lo mejor del saber clásico, por lo que escribió una serie de manuales, traducciones y comentarios. Redactó manuales sobre dos de las siete artes liberales (aritmética y música; las restantes eran gramática, retórica, lógica, astronomía y geometría), en los que resumió todo lo que un cristiano debía saber sobre cada tema. Sin embargo, dedicó la mayor parte de su atención a la lógica; tradujo del griego al latín varios de los tratados de Aristóteles, junto con una obra introductoria sobre lógica de Porfirio (otro filósofo antiguo). También escribió sus propios comentarios explicativos sobre estas obras para ayudar a los principiantes. Como los escritores romanos nunca habían demostrado demasiado interés por la lógica, las traducciones y comentarios de Boecio establecieron un vínculo crucial entre el pensamiento de los griegos y el de la Edad Media. También dotaron a la lengua latina de un vocabulario lógico; cuando se reavivó el interés por la lógica en Occidente durante el siglo XII, se recurrió a la base que había creado Boecio.

Aunque Boecio fue un exponente de la lógica aristotélica, su visión del mundo no era aristotélica sino agustiniana, lo que cabe apreciar en sus tratados sobre la teología cristiana y su obra maestra, La consolación de la filosofía. La escribió al final de su vida, después de que Teodorico el ostrogodo, a quien había servido como funcionario en su corte, lo hubiera condenado a muerte por traición. (Los historiadores dudan sobre la justicia de las acusaciones.) En ella, Boecio plantea la vieja pregunta de en qué consiste la felicidad humana y concluye que no se encuentra en recompensas terrenales como las riquezas o la fama, sino sólo en el «bien supremo», que es Dios. Puesto que Boecio habla en La consolación más como filósofo que como teólogo, no se refiere a la revelación cristiana ni al papel de la gracia divina en la salvación, pero su mensaje agustiniano resulta inconfundible. La consolación de la filosofía se convirtió en una de las obras más populares de la Edad Media porque estaba muy bien escrita, porque adecuaba y subordinaba ideas clásicas dentro de un marco claramente cristiano y sobre todo porque parecía ofrecer un sentido real a la vida. En una época en que las cosas terrenales se antojaban groseras o fugaces, resultaba muy consolador que se afirmara elocuente y filosóficamente que la vida posee un objetivo si se dirige hacia Dios.

La cristianización de la cultura clásica en Occidente

Como hemos visto, ninguno de los intelectuales cristianos de la Antigüedad tardía estaba dispuesto a deshacerse de las tradiciones del saber clásico que había heredado, por mucho que para todos plantearan varios retos. En primer lugar, eran completamente paganas, y el paganismo seguía constituyendo una amenaza considerable para el cristianismo incluso después de que el imperio adoptara formalmente dicha fe. El saber clásico también se asociaba con el sincretismo, es decir, con la aceptación complaciente de los credos cristiano y pagano de manera simultánea, lo que había sido un rasgo muy marcado en la cultura aristocrática durante el siglo IV. Además, no se negaba la tentación seductora de la literatura y filosofía clásicas. Jerónimo no ocultó su preocupación de que el día del juicio Dios descubriera que era menos discípulo de Cristo que de Cicerón; y Agustín pasó años luchando para liberarse de la atracción que sentía por sistemas filosóficos paganos como el maniqueísmo, que explicaba por qué existía el mal en el mundo planteando la presencia de dos dioses en pugna, uno bueno y otro malo.

Los pensadores cristianos se movían dentro de un mundo en el que todavía se alababa a los filósofos porque eran quienes instruían sobre la vida recta. Por este motivo, dichos pensadores —y, en general, el clero cristiano— ansiaban ser considerados filósofos para reemplazar las doctrinas filosóficas paganas por la doctrina de Cristo. Pero para lograrlo necesitaban hallar un modo intelectual satisfactorio de cristianizar la herencia clásica y transmitirla a las masas cristianas. El derrumbe político del imperio occidental y la creciente barbarización de su cultura romana resaltó más la urgencia de la tarea. En consecuencia, los intelectuales cristianos de los siglos IV, V y VI se consagraron a la conservación y reinterpretación de la cultura latina clásica para un público mixto de romanos vulgares y aspirantes bárbaros.

Este proceso adoptó dos formas. La primera de ellas fue la selección gradual de los textos clásicos producidos en Grecia y Roma, y tuvo lugar entre el siglo V a. J.C. y el siglo II de nuestra era. Buena parte de esta selección ya se había realizado. En líneas generales, los lectores romanos de los siglos III y IV de nuestra era tenían escaso gusto por las obras científicas y matemáticas de los griegos clásicos. Preferían los bestiarios, con sus entretenidos relatos de hienas que cambiaban de sexo anualmente y de comadrejas que concebían por la oreja. Tampoco les interesaban mucho las obras filosóficas de Platón o Aristóteles, ni las obras literarias de los dramaturgos griegos clásicos. Preferían el neoplatonismo (véase el capítulo 5), un conjunto casi místico de doctrinas que planteaban un principio divino de algún tipo subyacente en el mundo creado y que contemplaban la creación y la existencia como parte de un proceso continuado por el que el mundo material emanaba de esa divinidad y de forma gradual regresaba a ella. En literatura, los gustos de los tardorromanos se dirigían hacia las comedias y las novelas, de las que el Satiricón de Petronio constituía un ejemplo impúdico pero no atípico.

El segundo reto era llegar a un entendimiento de los objetivos de la cultura clásica para un público cristiano. Tertuliano había suscitado esta cuestión en el siglo II al preguntar: «¿Qué tiene que ver Atenas [símbolo del saber clásico] con Jerusalén [símbolo de la salvación cristiana]?». Su respuesta había sido: «Nada». Pero no se ceñía a las nuevas circunstancias de la Iglesia cristiana a partir del siglo IV. Jerónimo y Agustín mostraron más esperanzas acerca de la cristianización de la tradición clásica, pero en su conjunto el primer movimiento monástico se puso de parte de Tertuliano. A pesar del papel que los monasterios benedictinos desempeñarían más adelante en el copiado y la conservación de los textos literarios latinos, el mismo san Benito no fue un admirador de la cultura clásica. Muy al contrario, quería que sus monjes sirvieran sólo a Cristo, no a la literatura o la filosofía. Pero a diferencia de algunos de sus contemporáneos monásticos, sí creía que los monjes debían ser capaces de leer lo suficientemente bien como para estudiar la Biblia. Para garantizarlo era necesario que existiera cierta escolarización dentro del monasterio, sobre todo para los niños entregados desde su nacimiento a la profesión monástica. Sin embargo, para Benito la conservación del saber clásico no era parte de los deberes propios de un monasterio.

CASIODORO Y LA TRADICIÓN DE ERUDICIÓN BENEDICTINA

El ímpetu para el desarrollo de la tradición erudita en la vida monástica benedictina no provino de Benito, sino de Casiodoro (c. 490-c. 583), otro funcionario de la corte ostrogoda de Teodorico. Al comienzo de su carrera, Casiodoro escribió una Historia de los godos para su señor bárbaro, que mostraba a los godos reflejados en un espejo romano, como pueblo cuya historia formaba parte de la de Roma. También compuso (y acabó publicando) varios volúmenes de su correspondencia oficial que evidencian su formación en la tradición retórica clásica. Sin embargo, durante los últimos cuarenta años de su vida Casiodoro giró su atención hacia la religión, compuso comentarios sobre los salmos y fundó un importante monasterio en Vivario, en el sur de Italia.

Casiodoro compuso su obra más influyente, las Instituciones, para sus monjes. Inspirado por san Agustín, creía que el estudio de la literatura clásica era el preliminar esencial para una comprensión adecuada de la Biblia y los padres de la Iglesia. Su obra era básicamente una lista de lecturas que comprendía primero las obras esenciales de la literatura clásica pagana que un monje debía conocer antes de pasar al estudio más dificultoso y exigente de la teología y la Biblia. De este modo, mediante las Instituciones definió un canon literario clásico que influiría la práctica educativa cristiana hasta el final de la Edad Media.

Para hacerse con estos libros, Casiodoro también alentó a sus monjes a copiar manuscritos, pues sostenía que se trataba de una «tarea manual» del tipo que había demandado san Benito y que incluso podía ser un trabajo más apropiado para los monjes que labrar los campos. Cuando los benedictinos comenzaron a admitir estas ideas, sus monasterios surgieron como los centros más importantes para la conservación y el estudio de la literatura clásica en el Occidente de lengua latina. Apenas sobreviviría alguna obra de la literatura latina clásica, incluidos textos tan «licenciosos» como los poemas de Catulo y Ovidio, si los monjes benedictinos no la hubieran copiado y conservado durante la Alta Edad Media siguiendo el ejemplo de Casiodoro.

También hubo otros que trataron de conservar y cristianizar lo que quedaba de la tradición literaria clásica. A instancias del papa Simaco (498-514), Prisciano (c. 500) compuso el que se convertiría en el tratado estándar de la Edad Media sobre gramática latina. A petición de otro papa, el erudito del siglo VI Dionisio el Exiguo emprendió la tarea de recoger y codificar las leyes de la Iglesia romana; otro papa más, Agapito (535-536), reunió la mayor biblioteca cristiana en Roma, biblioteca de la que su pariente, el papa Gregorio Magno (590-604), extraería la mayor parte de su conocimiento sobre san Agustín. Por supuesto, todos estos esfuerzos iban dirigidos en cierto grado hacia una élite culta y aristocrática que iba desapareciendo deprisa del Occidente latino del siglo VI. Pero este hecho no debe ensombrecer hasta qué punto esta cultura clásica cristianizada se fue convirtiendo lentamente en una posesión común no sólo de los obispos cristianos aristocráticos, sino también de sus señores bárbaros.

Boecio y Casiodoro trabajaron en la corte de Teodorico el ostrogodo, el monarca más romanizado del mundo bárbaro del siglo VI. Pero todos sus esfuerzos por extender, conservar y cristianizar la tradición cultural clásica atestiguan su percepción de que este mundo estaba desapareciendo. Teodorico gobernaba Italia como representante designado del emperador de Constantinopla. Gran admirador de la civilización romana, fomentó la agricultura y el comercio, reparó los edificios públicos y las calzadas, patrocinó el saber y mantuvo una política de tolerancia religiosa. En pocas palabras, proporcionó a Italia el gobierno más ilustrado que había conocido en varios siglos. Pero nada de esto bastó para borrar la desconfianza corrosiva que en los años finales de Teodorico destrozó su reino. El problema era que a pesar de toda su romanitas («romanidad»), Teodoro y los godos eran herejes arrianos, mientras que los obispos y terratenientes de Italia eran cristianos trinitarios ortodoxos, hecho que hacía a los aristócratas italianos súbditos fieles no a Teodoro, sino de su patrocinador imperial de Constantinopla. Cuando en el año 523 el emperador dictó una orden, válida también en Italia, que prohibía a los judíos, paganos y herejes (por los cuales probablemente se refería a los arrianos) ostentar cargos públicos, estalló la tormenta. Aunque Casiodoro permaneció leal a Teodorico, Boecio fue encarcelado, acusado de conspirar para devolver Italia al gobierno imperial directo. Los últimos años de Teodorico estuvieron marcados por su persecución continua de los cristianos trinitarios. Cuando murió en el año 526, no dejó un hijo que lo sucediera, mientras las tensiones religiosas continuaban destrozando su reino. Diez años después se confirmarían sus temores cuando un nuevo emperador, Justiniano, intentó reconstituir el Imperio romano de Augusto reconquistando Italia a los ostrogodos.

Roma oriental y el imperio occidental

La ejecución de Boecio a manos de Teodorico en el año 524 fue en muchos sentidos un importante punto de inflexión histórico. Fue el último filósofo digno de mención y el último escritor en prosa latina culta que iba a tener Occidente durante muchos cientos de años. También era laico; durante cientos de años después casi todos los escritores de Europa occidental serían sacerdotes o monjes. Su ejecución también fue un presagio del derrumbe político del reino ostrogodo en Italia, porque mostró que los cristianos arrianos y católicos no podían vivir en armonía en el imperio occidental barbarizado. Poco después los ostrogodos fueron derrocados por el Imperio romano oriental. Ese acontecimiento, a su vez, iba a ser un factor crucial en el divorcio definitivo entre Oriente y Occidente, y la consiguiente desintegración final del mundo romano antiguo.

JUSTINIANO Y EL RENACIMIENTO DEL IMPERIO ROMANO

La conquista de los ostrogodos formó parte de un plan mayor para que renaciera el Imperio romano concebido y dirigido por el emperador romano oriental Justiniano (527-565). El imperio oriental, con su capital en Constantinopla, había arrostrado muchas presiones internas y externas desde la época de Teodosio (muerto en el año 395), pero había logrado sobrellevar estos ataques y divisiones, y a comienzos del siglo VI ya había recuperado buena parte de su fortaleza. Aunque el imperio oriental —que entonces abarcaba los territorios actuales de Grecia, Turquía, la mayor parte de Oriente Medio y Egipto— era en su mayoría de lengua griega y siria, Justiniano provenía de una provincia occidental (la actual Serbia) y hablaba latín. Estudioso de la historia, se veía como el heredero de la Roma imperial, cuyo antiguo poder y territorios occidentales aspiraba a restaurar. Ayudado por su astuta y resuelta esposa Teodora, quien desempeñaba un papel influyente en su reino, Justiniano trabajó sin descanso para recuperar Occidente y restaurar el imperio. Aunque sus esfuerzos acabaron fracasando, tuvieron un impacto duradero en todo el mundo mediterráneo.

LA CODIFICACIÓN DEL DERECHO ROMANO

Uno de los logros más impresionantes y duraderos de Justiniano fue la codificación del derecho romano. Este proyecto formaba parte de su intento de destacar las continuidades con la Roma imperial previa y también pretendía ensalzar su prestigio y poder absoluto. La codificación del derecho era necesaria porque entre los siglos III y VI el volumen de las leyes había continuado creciendo y el vasto cuerpo legal contenía muchos elementos contradictorios u obsoletos. Además, las condiciones habían cambiado de forma tan radical que muchos de los antiguos principios legales ya no podían aplicarse. Cuando Justiniano llegó al trono en el año 527, decidió de inmediato revisar y sistematizar el derecho existente para armonizarlo con las nuevas condiciones e instituirlo como base autorizada para su gobierno.

Para llevar a cabo esta labor nombró una comisión de abogados bajo la supervisión de su ministro Triboniano. Antes de los dos años, la comisión publicó el primer resultado de su trabajo. Fue el Código, una compilación sistemática de todas las leyes imperiales que se habían emitido desde el reinado de Adriano hasta el de Justiniano. Más adelante se complementó con las Novelas, que contenían la legislación de Justiniano y sus sucesores inmediatos. En el año 532 la comisión había completado también el Digesto, un resumen de los textos de los grandes juristas. La obra final de la comisión fue las Instituciones, manual de los principios legales reflejados en el Digesto y el Código. Los cuatro volúmenes juntos constituyen el Corpus Iuris Civilis, o «cuerpo de derecho civil».

El Corpus de Justiniano fue un logro brillante: sólo el Digesto se ha llamado con justicia «el más notable e importante libro de derecho que el mundo ha visto nunca». En Oriente, el Corpus se convirtió de inmediato en el cimiento sobre el que todos los avances legales posteriores se asentarían. En Occidente, en contraste, el Corpus fue poco conocido al principio; los primeros códigos medievales se inspiraron en la compilación del siglo V del emperador Teodosio II (408-450). Sin embargo, desde el siglo XII en adelante el Corpus de Justiniano se estudiaría intensamente también en Occidente, e influyó tanto la conducta del gobierno como los sistemas legales en desarrollo de la Europa de la Baja Edad Media y la Edad Moderna. Incluso el Código napoleónico del siglo XIX (cuyo espíritu está aún muy vigente en los códigos de Francia, España y buena parte de América Latina, además del estado de Luisiana) no es más que las Instituciones de Justiniano con un ropaje moderno.

El Corpus también tuvo una influencia crucial en el pensamiento político occidental. Comenzando por la máxima de que «lo que place al príncipe tiene fuerza de ley», otorgaba poderes ilimitados al emperador y, por tanto, los monarcas europeos de la Baja Edad Media y comienzos de la Edad Moderna lo adoptaron como fundamento para el absolutismo. Pero el Corpus proporcionó además cierto soporte teórico para el constitucionalismo porque mantenía que los poderes del soberano se los había delegado el pueblo: puesto que el gobierno provenía del pueblo, en teoría se le podían devolver. Igualmente importante e influyente era su visión del estado como una entidad abstracta mucho más parecida a una sociedad anónima. En la Edad Media el estado se consideraba con frecuencia propiedad privada del gobernante o una creación sobrenatural para controlar el pecado. La concepción moderna del estado como entidad pública con sus propios intereses y objetivos cobró fuerza hacia el final de la Edad Media debido en buena medida al renacimiento de las asunciones contenidas en la compilación de Justiniano.

LAS CONQUISTAS MILITARES DE JUSTINIANO

Los intentos iniciales de Justiniano de reconquistar el Imperio romano occidental alcanzaron éxito con facilidad. En el año 533 su brillante general Belisario conquistó el reino vándalo del noroeste de África; en el año 536 Belisario ya parecía haber conquistado Italia, donde fue bien recibido por los súbditos católicos de los ostrogodos. Pero las primeras victorias de la campaña italiana fueron ilusorias; la guerra se prolongaría durante décadas hasta que las exhaustas fuerzas imperiales acabaron reduciendo los últimos puestos de avanzada godos en el año 563. Como Justiniano ya había reconquistado el noroeste de África y el litoral de Hispania, el Mediterráneo era de nuevo un «lago» romano cuando murió en el año 565. Pero los costes de esta empresa habían sido enormes y pronto pondrían en tela de juicio la misma existencia del Imperio romano oriental.

Las campañas occidentales de Justiniano estuvieron mal aconsejadas por dos razones. Una era su enorme coste. Belisario rara vez contó con tropas suficientes para hacer bien su labor: inició su campaña italiana con sólo ocho mil hombres. Para proporcionar a sus generales las tropas que precisaban, Justiniano impuso opresivos gravámenes que socavaron el apoyo al imperio en regiones de importancia tan vital como Egipto y Siria. Incluso los cristianos trinitarios de Italia y el norte de África se resintieron de los costes que les imponía su liberación. Las campañas occidentales también distrajeron la atención de los peligros más próximos: en particular, la fuerza creciente de Persia. Para responder a la amenaza persa, los sucesores de Justiniano se vieron obligados a retirar sus tropas de Italia y el norte de África, lo que dejó a ambas regiones peligrosamente expuestas a otras invasiones bárbaras, pero no bastó para garantizar la seguridad del imperio oriental. Sólo una heroica reorganización del imperio oriental a partir del año 610 salvó Constantinopla de caer ante los persas; pero, como veremos, esta reorganización también marca el punto final del sueño de Justiniano de volver a unir los mundos mediterráneos oriental y occidental.

LA REPERCUSIÓN DE LA RECONQUISTA DE JUSTINIANO EN EL IMPERIO OCCIDENTAL

Las guerras de Justiniano causaron una devastación tremenda en el norte y el centro de Italia. Alrededor de Roma se cortaron los acueductos y parte del campo volvió a empantanarse; algunas zonas no se drenarían de nuevo hasta el siglo XX. En el año 568 otra tribu germánica mucho más primitiva, los lombardos, aprovecharon el caos para conquistar el tercio norte de la península. A partir de entonces Italia se dividiría entre los territorios lombardos en el norte, los territorios romanos en el sur y los territorios papales situados precariamente entre ambos. Los actores cambiarían, pero esta división entre norte, centro y sur continuaría caracterizando la vida política italiana hasta el siglo XIX.

El control romano oriental sobre el norte de África duró sólo unas cuantas generaciones más que en Italia. Debilitado por la disensión religiosa y los fuertes impuestos, esta zona cayó durante el siglo VII ante los ejércitos invasores del islam, junto con Egipto y el resto de África romana. Entonces desapareció casi por completo el cristianismo en el norte de África.

Más al norte, el reino visigodo de Hispania continuó controlando la porción interior del país, a pesar de la conquista por parte de Justiniano de la costa mediterránea. Una vez que se marcharon los ejércitos imperiales, los visigodos retomaron el control que siempre habían ejercido sobre esas regiones costeras. Pero las tensiones entre los visigodos arrianos y sus súbditos católicos continuaron incluso después del año 582, cuando el rey visigodo Recaredo acabó convirtiéndose al cristianismo ortodoxo. La hostilidad entre los reinos visigodos, sus obispos católicos y la población romanizada del litoral mediterráneo duraría hasta el fin del reino visigodo. A pesar de los esfuerzos de los reyes visigodos por ajustar su gobierno al ejemplo bizantino, su reino se derrumbó con rapidez a comienzos del siglo VIII, cuando los ejércitos musulmanes cruzaron el estrecho de Gibraltar. A finales de ese siglo, los monarcas cristianos sólo gobernaban las partes más septentrionales de la península Ibérica y la zona circundante de Barcelona. Durante los trescientos años siguientes, Hispania sería una parte importante del mundo musulmán.

Conclusión

Desde sus primeros días Roma se había caracterizado por su notable capacidad para asimilar las culturas dispares de las tierras que conquistaba. En este proceso Roma y su imperio se fueron transformando de forma constante. Sin embargo, el ritmo de estas transformaciones se aceleró marcadamente a partir de mediados del siglo III, tanto que los historiadores suelen referirse al período comprendido entre mediados del siglo III y comienzos del siglo VII como la «Antigüedad tardía» para distinguirlo del mundo romano clásico que le precedió. Durante estos siglos, entraron en el Imperio romano más cantidades que nunca de inmigrantes, arrastrados por una combinación de avidez de tierra, oportunidad y deseo de participar en los beneficios materiales y culturales de la vida romana. En el imperio occidental, en especial, aumentó tanto el número de nuevos inmigrantes a finales del siglo IV y durante el siglo siguiente, que sus zonas fronterizas dejaron de ser distinguibles de las zonas más «romanizadas» del interior.

Al mismo tiempo, dos procesos culturales internos estaban transformando lo que significaba ser romano. La cultura erudita de los mundos griego y romano se iba extendiendo de forma constante a un número mayor de personas, pero en el proceso esa cultura se iba vulgarizando. Y al final el mismo imperio se volvió cristiano, primero por persuasión, cuando Constantino y sus sucesores lograron que resultara atractivo convertirse a la nueva religión, y después por coerción, cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial de todo el Imperio romano. Como resultado, comenzó a desarrollarse una nueva fusión de cultura cristiana y gobierno tardorromano, no sólo en torno a la corte imperial en Constantinopla, sino también en las provincias.

Sin embargo, lo que no cambió fue el epicentro mediterráneo de este mundo tardoantiguo en evolución. A pesar del surgimiento de nuevas unidades políticas en el Imperio romano occidental, la civilización romana en los siglos V y VI se mantuvo firmemente centrada en el mar Mediterráneo. Pero eso también iba a cambiar pronto. El siglo VII sería testigo de la fractura final de este mundo mediterráneo unificado y del surgimiento en su lugar de tres civilizaciones occidentales completamente diferentes: Bizancio, Europa occidental y el islam. Esta evolución marca el fin del mundo clásico y el inicio de la Edad Media. Ahora nos ocuparemos de dicha evolución.

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