La civilización romana
Mientras los griegos luchaban contra los persas y entre sí, a orillas del río Tíber surgía una nueva civilización en el centro de Italia. A finales del siglo IV a. J.C., Roma era ya la potencia dominante de la península italiana, y a partir de entonces, durante cinco siglos, su poder no dejó de aumentar: en el siglo primero de nuestra era ya gobernaba la mayor parte del mundo helenístico, así como el grueso de Europa occidental. Sus conquistas unieron el mundo mediterráneo por primera vez e hicieron de ese mar un «lago romano». El Imperio romano llevó las instituciones e ideas griegas no sólo a la mitad occidental del mundo mediterráneo, sino también a Bretaña, Francia, España y Rumania. Así pues, Roma fue la constructora de un gran puente histórico que conectó Europa con la herencia cultural y política de Oriente Próximo antiguo. Sin ella no habría existido la civilización europea tal como la conocemos.
Roma presentaba hondas influencias de la cultura griega, pero también era una civilización singular por derecho propio. Los romanos eran mucho más tradicionales que los griegos. Roma veneraba sus antiguas tradiciones agrícolas, sus dioses del hogar y sus adustos valores militares. Pero cuando su imperio creció, los romanos también pasaron a considerar que tenían la misión divina de civilizar el mundo, enseñando las artes de la ley y del gobierno que constituían su genio peculiar. Virgilio (70-19 a. J.C.), el gran poeta épico, expresó este sentimiento consciente de su misión histórica en la Eneida, que cuenta una de las diversas leyendas existentes sobre la fundación de Roma. En ella, Anquises de Troya habla proféticamente a su hijo Eneas, quien (en el relato de Virgilio) llegaría a convertirse en uno de los fundadores de la ciudad. Al referirse a los romanos, Anquises relata a su hijo el futuro de su pueblo:
Labrarán otros con más gracia bronces animados,
no lo dudo; sacarán vivos rostros del mármol;
dirán mejor sus discursos; los caminos del cielo
trazarán con su compás y describirán el orto de los astros.
Tú, romano, piensa en regir bajo tu poder a los pueblos.
Éstas serán tus artes: imponer de la paz la costumbre,
perdonar a los sometidos y abatir a los soberbios.
Virgilio, Eneida, libro VI, versos 848-857
No todos los pueblos a los que Roma conquistó acogieron de buena gana la experiencia, pero todos fueron transformados por ella.
La geografía de la península italiana tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de Roma. La antigua Italia poseía bosques considerables y suelo mucho más fértil que Grecia, pero nunca fue una tierra próspera. Contaba con pocos recursos minerales, aparte de excelentes yacimientos de mármol y pequeñas cantidades de plomo, estaño, cobre, hierro (en la isla de Elba) y plata. Su extenso litoral no contaba más que con unos pocos puertos buenos y la mayoría se encontraba en la costa occidental, la opuesta a Grecia y Oriente Próximo. La tierra tampoco disponía de defensas naturales seguras. Los Alpes no constituían una barrera eficaz para evitar la afluencia de los pueblos de Europa y el bajo litoral invitaba a la conquista por mar. En pocas palabras, Italia era lo bastante rica como para resultar atractiva, pero no tanto como para que fuera fácil su defensa. La sociedad romana se militarizó casi desde el momento en que se asentó en suelo italiano porque se vio continuamente obligada a proteger su conquista ante otros invasores.
LOS ETRUSCOS
Los primeros colonos dominantes en la península italiana fueron un pueblo de lengua no indoeuropea conocido como los etruscos. Lo que sabemos de ellos es muy limitado, porque su lengua, aunque escrita en un alfabeto griego, todavía no se ha descifrado por completo. Sin embargo, parece que sus asentamientos se remontan a la Edad de Bronce tardía y que mantuvieron contactos antiguos y frecuentes con Grecia y Asiria. En el siglo VI a. J.C. ya habían establecido una confederación de ciudades-estado independientes en el norte-centro de Italia. Eran diestros metalúrgicos, artistas y arquitectos, de quienes los romanos posteriores tomaron su conocimiento del arco y la bóveda, entre muchas otras cosas. Además del alfabeto, los etruscos también compartían con los griegos una religión basada en el culto a los dioses con forma humana (y no animal o meteorológica).
En contraste con la práctica griega, las mujeres etruscas disfrutaban de una posición comparativamente elevada en la sociedad. Participaban en la vida pública y los acontecimientos deportivos, asistían a las representaciones teatrales y las competiciones atléticas (ambas prohibidas para las mujeres griegas) y bailaban de un modo que chocaba tanto a los griegos como a los romanos. Las esposas comían con sus cónyuges y se reclinaban sobre el mismo lecho hasta en los banquetes formales; y cuando morían, se los enterraba juntos en la misma cripta funeraria. Algunas familias etruscas incluso seguían su descendencia por la línea femenina. Es probable que las mujeres romanas estuvieran menos recluidas que las griegas en los siglos V y IV a. J.C., pero en ningún caso fueron tan libres como las etruscas.
En otros aspectos, sin embargo, la sociedad romana en sus inicios estuvo muy influida por el ejemplo etrusco. No sólo el arco y la bóveda tenían orígenes etruscos, sino también el cruel deporte del combate de gladiadores y la predicción del futuro analizando las entrañas de animales o el vuelo de los pájaros. Es probable que también proviniera del ejemplo etrusco la práctica romana de centralizar la vida urbana alrededor de enormes templos de piedra y los cultos que conllevaban. Puede incluso que los romanos tomaran de los etruscos los dos mitos más famosos que narraban la fundación de Roma: el de Eneas de Troya (citado antes en conexión con la Eneida de Virgilio) y el de los gemelos Rómulo y Remo, criados por una loba tras ser abandonados por sus padres.
Los romanos también asimilaron mucho de los pobladores griegos de Italia. Los colonos procedentes de la Grecia continental comenzaron a llegar al sur de Italia y Sicilia en grandes cantidades durante el siglo VIII a. J.C. Al término del siglo VII a. J.C. la civilización griega en Italia ya era tan avanzada como la de la misma Grecia. Griegos tan famosos como Pitágoras, Arquímedes, e incluso Platón durante algún tiempo, vivieron en la Italia griega, que se convirtió en un campo de batalla clave en la guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta. De los griegos, los romanos derivaron su alfabeto, muchos conceptos religiosos (es difícil en este caso deslindar la influencia griega de la etrusca) y buena parte de su arte y mitología. La elevada cultura de Roma fue en buena medida griega en cuanto a inspiración e imitación.
EL ASCENSO DE ROMA
Los romanos eran descendientes de un conjunto de pueblos de lengua indoeuropea que cruzaron los Alpes hasta Italia durante el segundo milenio a. J.C. La investigación arqueológica reciente ha remontado los orígenes de la ciudad al menos hasta el siglo X a. J.C., varios siglos antes que la fecha tradicional de 753 a. J.C., que los mismos romanos consideraban el año de fundación de su ciudad. La situación estratégica de Roma junto al Tíber le proporcionaba muchas ventajas. Los buques mercantes —pero no grandes flotas de guerra— podían navegar por el río hasta Roma, pero no más allá, con lo que la ciudad hacía de puerto sin verse amenazada por los ataques desde el mar. Sus famosas colinas aumentaban su capacidad defensiva. También se hallaba junto al primer buen vado del río Tíber, lo que la convertía en una tierra importante y cruce fluvial. Su emplazamiento en la frontera entre el Lacio (el territorio de los «latinos», es decir, los romanos) y Etruria (la cuna de los etruscos) contribuyó asimismo a que cobrara importancia comercial y estratégica.
La topografía del Lacio —amplia llanura con escasos obstáculos naturales— también influyó en la forma en que Roma se relacionó con las comunidades vecinas. En fecha temprana los romanos establecieron con las restantes comunidades latinas una serie de «derechos» comunes, entre los que se incluían el comercium (los contratos entre los latinos eran de cumplimiento obligado en todo el Lacio), el connubium (los latinos podían casarse entre sí con reconocimiento legal en la comunidad de ambos cónyuges) y la migratio (un latino de un pueblo podía emigrar a otro y, si permanecía en él durante un año, trasladar su ciudadanía). Estos privilegios, conocidos como el «derecho latino», destacaban en agudo contraste con el particularismo rígido y el recelo celoso que dividían las ciudades de Sumer o Grecia. La disposición romana a extender el derecho latino incluso más allá del Lacio fue un factor clave para conseguir su expansión posterior por Italia.
Según la leyenda, el gobierno romano fue en su inicio una monarquía en la que un rey patriarcal ejercía la jurisdicción sobre sus súbditos, comparable a la que un cabeza de familia ejercería sobre los miembros de su hogar. Había un senado o consejo de ancianos (senex en latín), compuesto por los jefes de los diversos clanes que formaban la comunidad, pero su función en este período arcaico no está clara. Es probable que fuera un órgano consultivo para los reyes de Roma.
Sin embargo, la monarquía no duró. Cuenta la leyenda que en el año 534 a. J.C., un tirano etrusco, Tarquino el Soberbio, obtuvo el reino de Roma, circunstancia que ayudó a transformarla de una aldea próspera en un verdadero centro urbano, pues Tarquino utilizó su emplazamiento ventajoso para dominar el Lacio y el próspero distrito agrícola de Campania al sur. Pero Tarquino mandaba sobre los romanos con una crueldad extrema. La ignominia final llegó en el año 510 a. J.C., cuando su hijo violó a una virtuosa matrona romana, Lucrecia. Cuando ésta se suicidó para no vivir «en la deshonra», los romanos se alzaron en una revuelta y derrocaron no sólo al tirano etrusco, sino toda la forma de gobierno monárquico.
La historia de Lucrecia es probablemente un mito patriótico, pero sí hubo un cambio de gobierno en Roma en torno al año 500 a. de C. (no se sabe si gradual o repentino) que puso fin a la monarquía y la reemplazó con la república. A partir de entonces los romanos sentirían por la monarquía el mismo temor y desprecio que acabarían profesando los griegos por el «tirano». Así pues, prescindiendo de la verdad que haya en la historia de Lucrecia, sí nos dice algo importante acerca de las actitudes de los primeros romanos hacia el gobierno y la familia.
Los primeros tiempos de la república romana estuvieron marcados por una guerra casi constante. Al principio los romanos se situaron a la defensiva, pero con el paso de los años fueron ganando terreno, conquistando primero los demás territorios latinos y después Etruria y las ciudades griegas del sur de Italia. No solían imponer pesadas cargas a las ciudades que tomaban; lo más frecuente era que exigieran a sus enemigos derrotados aportar soldados al ejército romano. Roma también extendió el derecho latino a muchas de las ciudades que conquistaba, les otorgaba mayor parte en su continuo éxito político y militar. De este modo, obtenía reservas casi inagotables de combatientes; a mediados del siglo III a. J.C. su ejército rondaría los trescientos mil hombres, una fuerza ingente para los criterios del mundo antiguo o medieval.
Esta larga serie de conflictos reforzó tanto el carácter agrario como militar de la nación romana. La adquisición de nuevas tierras posibilitó que los ciudadanos necesitados se ganaran el sustento como agricultores en las nuevas colonias romanas. Al acomodar de este modo a su población creciente, Roma consiguió mantenerse como una civilización firmemente agrícola durante largo tiempo, lo que hizo que tardara en desarrollar interés en la navegación y el comercio si se la compara con los griegos o los fenicios. La guerra continua también fortaleció entre los romanos un férreo ideal militar. Muchas de las más conocidas leyendas de heroísmo marcial provienen de los inicios del período republicano, incluida las historias de Horacio, quien defendió un puente clave frente a un ejército completo, y del soldado retirado y estadista Cincinato (con quien se compararía a menudo a George Washington), quien dejó su granja en cuanto se lo requirieron para luchar por Roma en el campo de batalla.
EL GOBIERNO DE LOS INICIOS DE LA REPÚBLICA
Mientras tanto, Roma sufrió una lenta evolución política. Incluso el reemplazo de la monarquía fue muy conservador: su efecto principal fue sustituir al rey por dos cargos electos llamados cónsules y exaltar la posición del senado otorgándole el control sobre los fondos públicos. Aunque a los cónsules los elegían los comitia centuriata (el «pueblo en armas» romano), este órgano difería de la asamblea de ciudadanos de la antigua Atenas porque se reunía en grupos. Cada grupo de la asamblea romana tenía un voto, y como los que estaban compuestos por los ciudadanos más ricos votaban primero, se podía alcanzar la mayoría antes de que se emitieran los votos de los grupos más pobres. En consecuencia, resultaba inevitable que los cónsules, que ocupaban el cargo durante un año, fueran senadores que actuaban como agentes de los intereses aristocráticos. Cada cónsul ejercía la plena autoridad ejecutiva y judicial que antes ostentaba el rey, limitada por el derecho que poseía cada uno de vetar la actuación del otro. Si surgía un conflicto entre ambos, se podía convocar al senado para que decidiera; o en tiempo de urgencia grave, podía nombrarse un dictador por un plazo no mayor de seis meses.
Tras el establecimiento de la república, el dominio político de la aristocracia inicial, conocida como los patricios, comenzó a verse desafiado por los plebeyos, que constituían el 98 por ciento de la población ciudadana, pero que al principio no tenían acceso al poder político. La pelea de doscientos años entre ellos se conoce a veces como la «lucha de los órdenes». Los plebeyos constituían un grupo diverso. Algunos se habían hecho ricos con el comercio o la agricultura, pero la mayoría eran pequeños agricultores, mercaderes o pobres urbanos. Sus quejas eran numerosas. Se los obligaba a servir en el ejército en tiempos de guerra y, sin embargo, les estaban vedados los cargos. Con frecuencia se sentían víctimas de decisiones discriminatorias en los procesos judiciales. Ni siquiera sabían de qué derechos gozaban, pues las leyes no estaban escritas y sólo los patricios tenían poder para interpretarlas. Lo peor de todo era la opresión que podían originar las deudas, pues un acreedor podía vender a su deudor como esclavo fuera de Roma.
Estas afrentas incitaron una rebelión plebeya a comienzos del siglo V a. J.C. que obligó a los patricios a aceptar la elección de dos nuevos cargos, los tribunos, que podían proteger a los plebeyos vetando las leyes ilegales de los patricios. A esta victoria siguió la exigencia de codificar las leyes. El resultado fue la aparición, hacia el año 450 a. J.C., de la famosa Ley de las Doce Tablas, llamada así porque estaba escrita en tablas de madera. Aunque más adelante los romanos veneraron esta ley como una especie de fuero de las libertades del pueblo, en realidad, en términos generales, perpetuaba la costumbre antigua, sin abolir siquiera la esclavitud por deudas. Pero al menos ahora existía una definición clara de cuál era la ley. Una generación después más o menos, los plebeyos alcanzaron el derecho a ocupar cargos como magistrados inferiores, y hacia el año 367 a. J.C. se eligió el primer cónsul plebeyo. De forma gradual, también obtuvieron acceso al senado. La victoria final llegó en el año 287 a. J.C. con la aprobación de una ley que estipulaba que las medidas promulgadas por el concilium plebis (una asamblea organizada de forma más democrática, compuesta sólo por plebeyos) serían vinculantes para el gobierno romano, las aprobara o no el senado. De la decisión de esta asamblea de ciudadanos deriva la palabra actual «plebiscito».
Estas reformas tuvieron varias consecuencias importantes, si bien tardaron mucho tiempo en manifestarse debido a la visión conservadora de los romanos y a las garantías constitucionales de la república. Como ahora los plebeyos prósperos podían abrirse paso hasta los ámbitos más elevados de la sociedad y el gobierno, poco a poco la aristocracia pasó a basarse (al menos hasta cierto grado) más en la riqueza que en la cuna. Para que la riqueza no se convirtiera en un factor demasiado decisivo en la vida política, se aprobaron leyes que prohibían a los senadores tomar parte activa en el comercio. Pero esta restricción no sirvió más que para fomentar el ascenso de la importante orden «ecuestre»: los hombres que tenían la riqueza e influencia de los senadores, pero que habían preferido la vida empresarial a la política. No obstante, los ecuestres y los senadores nunca llegaron a diferenciarse entre sí por completo. Con frecuencia algunos miembros de familias importantes se mantenían «al margen» de la política, se convertían en ecuestres a la vez que apoyaban las carreras políticas de sus hermanos y primos, quienes actuaban de «socios comanditarios» en los negocios familiares. Mientras tanto, las pocas familias que lograban ganar elecciones generación tras generación se volvieron cada vez más prestigiosas e influyentes. Como resultado, en el siglo I a. J.C. incluso los romanos poderosos y aristócratas empezaban a sentirse excluidos de la influencia política real dentro de su ciudad, lo que tentó a algunos a impulsar sus programas políticos particulares presentándose como adalides de un interés público atropellado.
Los estudiosos continúan debatiendo cómo era la Roma «democrática» en los siglos IV, III y II a. J.C. La república difiere de la monarquía en la medida en que el poder supremo reside en un órgano de ciudadanos y lo ejercen cargos que son de algún modo responsables ante dichos ciudadanos. Pero la república no es necesariamente democrática, puesto que puede concebir sistemas para reservar el poder a una oligarquía o grupo privilegiado. La constitución romana aseguraba el gobierno oligárquico mediante el equilibrio entre instituciones gubernamentales en pugna: la asamblea, el senado y los cargos como cónsules, tribunos, jueces y administradores. En este sistema ningún individuo o camarilla familiar particulares podía conseguir una fuerza excesiva, ni la expresión directa de la voluntad popular podía afectar indebidamente la política romana. Para el historiador griego Polibio, la constitución romana era, de este modo, un equilibrio ideal de principios monárquicos, oligárquicos y democráticos. En su opinión, era un sistema de gobierno aristotélico perfecto.
CULTURA, RELIGIÓN Y MORALIDAD
En los inicios de la Roma republicana, tanto los cambios políticos como los intelectuales y culturales resultaban apenas perceptibles. Aunque ya en el siglo VI a. J.C. se había adoptado la escritura, los romanos la utilizaban poco, salvo para las leyes, tratados e inscripciones funerarias. La educación se limitaba en buena medida a la instrucción impartida por los padres a los hijos en deportes masculinos, artes prácticas y virtudes militares; como resultado, la cultura literaria ocupó durante largo tiempo un papel menor en la vida romana, incluso entre la aristocracia. La guerra y la agricultura continuaron siendo las actividades principales para el grueso de la población. En las ciudades se podían encontrar algunos artesanos y se había producido un desarrollo menor del comercio, pero el hecho de que no hubiera un sistema normalizado de acuñación hasta el año 289 a. J.C. refleja la insignificancia comparativa del comercio romano en esta época.
La religión asumió el carácter que mantuvo a lo largo de la mayor parte de la historia romana. Esta religión se parecía en varios aspectos a la griega, lo que no resulta sorprendente, puesto que estaba directamente influida por el conocimiento que tenían los romanos de las creencias griegas. Así pues, las principales deidades romanas realizaban las mismas funciones que sus equivalentes griegas: Júpiter se correspondía con Zeus como dios de los cielos; Neptuno, con Poseidón como dios de las olas; y Venus, con Afrodita como diosa del amor. Como los griegos, los romanos carecían de dogmas o sacramentos y no hacían gran hincapié en las recompensas y castigos después de la muerte. Pero también existían diferencias considerables entre las dos religiones. Una era que los romanos veneraban a sus antepasados; entre sus «dioses del hogar» o lares se incluían los miembros fallecidos del linaje, a los que se adoraba para asegurar la prosperidad continuada de la familia. Otra diferencia era la enorme vinculación de la religión romana con la vida política. En el mundo antiguo, religión y política siempre aparecían estrechamente integradas, pero como los romanos concebían su estado como un hogar gigante, creían que éste, como sus hogares, sólo prosperaría si los dioses de Roma le prestaban su apoyo continuo y activo. Por consiguiente, el estado romano nombraba comités de sacerdotes casi como si se tratara de ramas del gobierno para atender el culto de los dioses de la ciudad, presidir los ritos públicos y servir de guardianes de la tradición sagrada. Estos sacerdotes no eran profesionales a tiempo completo, sino aristócratas prominentes que se rotaban en los cargos sacerdotales mientras también servían de dirigentes del estado. Este doble papel hacía de la religión una parte aún más integrada en la urdimbre de la vida pública y política de lo que lo había sido en Grecia.
Los romanos recurrían a los dioses para que concedieran a sus hogares y ciudad las bendiciones de la prosperidad, la victoria y la fertilidad. La moralidad resaltaba el patriotismo, el deber, el autocontrol viril y el respeto a la autoridad y la tradición. Sus principales virtudes eran la valentía, el honor, la autodisciplina y la lealtad al país y a la familia. El deber primordial del romano era honrar a sus antepasados con su conducta, pero el mayor honor correspondía a quienes se sacrificaban por Roma. Así pues, por el bien de la república, los ciudadanos tenían que estar dispuestos no sólo a sacrificar sus vidas, sino, si era necesario, las de su familia y amigos. La sangre fría de ciertos cónsules que mandaron a la muerte a sus hijos por incumplimientos de la disciplina militar producía a los romanos una profunda admiración, que rayaba en el temor reverente.
En el año 265 a. J.C., los romanos ya controlaban la mayor parte de la península italiana y estaban dispuestos a embarcarse en aventuras de ultramar. Los estudiosos disienten acerca de si se dedicaron a extender continuamente su dominio como resultado de una política deliberada o si sus conquistas aumentaron de modo más fortuito por una serie de reacciones ante cambios en el statu quo que parecían amenazar su seguridad. Lo probable es que la verdad se encuentre entre ambos extremos. Sea cual fuere el caso, desde 264 a. J.C., un año después de su victoria final sobre los etruscos, Roma se vio enredada en una serie de guerras con naciones de ultramar que alteraron marcadamente el curso de su historia.
LAS GUERRAS PÚNICAS
La guerra más crucial fue la mantenida con Cartago, gran imperio marítimo que se extendía por la costa septentrional de África del actual Túnez al estrecho de Gibraltar, y que incluía partes de Hispania, Sicilia, Cerdeña y Córcega. Cartago se había fundado hacia el año 800 a. J.C. como una colonia fenicia, pero evolucionó a estado independiente, rico y poderoso. En poderío naval, pericia comercial y control de recursos materiales cruciales, en el siglo III a. J.C., Cartago era muy superior a Roma.
Las luchas prolongadas entre Roma y Cartago se conocen de forma colectiva como guerras púnicas porque los romanos llamaban a los cartagineses poeni, es decir, fenicios. La primera guerra púnica comenzó en el año 264 a. J.C. debido, al parecer, al temor genuino que sentía Roma de que los cartagineses pudieran obtener el control de Mesina, puerto siciliano situado frente a la costa italiana. Siguieron veintitrés años de encarnizados combates, hasta que por fin, mediante un tratado de paz alcanzado en el año 241, Cartago se vio obligada a ceder toda Sicilia a Roma y a pagar una fuerte compensación. De este modo, aquélla se convirtió en la primera provincia de ultramar de Roma. Poco después de la guerra, una facción de senadores romanos quiso renegociar los términos, apoderándose de Córcega y Cerdeña en el proceso; resulta comprensible que el resentimiento se arraigara profundamente entre los cartagineses.
Como los romanos habían luchado tanto para derrotar a Cartago, no estaban dispuestos a permitir que su enemigo extendiera su control a otras zonas mediterráneas. Por consiguiente, en el año 218 interpretaron el intento de Cartago de expandir su dominio en Iberia como una amenaza a los intereses romanos y respondieron con una declaración de guerra. Los renovados combates, conocidos como la segunda guerra púnica, se prolongaron durante dieciséis años. Al principio, las brillantes hazañas del famoso general cartaginés Aníbal, que condujo un ejército ibérico, incluidos elefantes de guerra, por el sur de la Galia y luego cruzando los Alpes hasta Italia, pillaron desprevenida a Roma. Con las tropas cartaginesas en suelo italiano, Roma escapó de la derrota por un margen estrechísimo. Las «tácticas dilatorias» salvaron la situación, pues el tiempo jugaba de su parte si eran capaces de mantener al invasor escaso de suministros y agotado por el acoso constante. Sin embargo, igualmente decisivo fue el fracaso de Aníbal a la hora de obtener el apoyo de los aliados latinos de Roma. El trato generoso recibido los había convertido en firmes defensores de Roma.
Las grandes reservas de recursos humanos y la disciplina de Roma y sus más estrechos aliados acabaron venciendo al genio militar de Aníbal. A partir del año 212 a. J.C., los romanos pusieron a los cartagineses a la defensiva en Italia, Sicilia e incluso Iberia. El arquitecto de la ofensiva ibérica, Publio Cornelio Escipión, invadió entonces el norte de África y derrotó a Aníbal en Zama, cerca de Cartago, en el año 201 a. J.C. Su victoria puso fin a la segunda guerra púnica y Escipión fue honrado con el nombre añadido de Africano, el conquistador de África.
En ese momento se obligó a Cartago a abandonar todas sus posesiones, salvo la ciudad de Cartago y el territorio circundante en África, y a desembolsar una compensación tres veces mayor que la que había pagado al término de la primera guerra púnica. Pero el recelo romano continuó siendo obsesivo. A mediados del siglo II a. J.C., Cartago ya había recuperado parte de su antigua prosperidad, lo que bastó para provocar el disgusto de los romanos. Nada que no fuera la demolición total del estado cartaginés satisfaría ahora a senadores romanos tan influyentes como Catón el Censor, quien concluía siempre sus discursos con las mismas palabras: «Cartago debe ser destruida». El senado estuvo de acuerdo, y en el año 149 a. J.C. recurrió a un pretexto menor para exigir que los cartagineses abandonaran su ciudad y se asentaran al menos a 16 kilómetros de la costa. Puesto que esta pretensión suponía la sentencia de muerte para una nación dependiente del comercio, se rechazó, como era de esperar. El resultado fue la tercera guerra púnica, librada entre los años 149 y 146 a. J.C. Cuando por fin los romanos lograron romper las murallas de Cartago, hubo una carnicería horrorosa. Mientras el victorioso general romano Escipión Emiliano, nieto del Africano, contemplaba las llamas que devoraban Cartago, dijo: «Éste es un momento glorioso y, sin embargo, estoy sobrecogido de temor y presiento que el mismo sino caerá sobre mi propia patria». Los cincuenta y cinco mil cartagineses que sobrevivieron a la matanza acabaron vendidos como esclavos, y su otrora magnífica ciudad fue arrasada hasta los cimientos. (La leyenda de que los romanos sembraron de sal la tierra es claramente una exageración, porque una generación después un político propuso fundar una colonia romana en ese lugar.)
LA EXPANSIÓN TERRITORIAL
Las guerras con Cartago provocaron la extensión del territorio romano, que llevó a la creación de nuevas provincias ultramarinas en Sicilia, el norte de África e Iberia. Este hecho no sólo proporcionó mucha mayor riqueza —sobre todo grano siciliano y africano, así como plata ibérica—, sino que fue el inicio de una política de expansión hacia Occidente que resultó una de las mayores influencias formativas de la historia de Europa.
El aumento de los compromisos ultramarinos también causó conflictos con potencias del Mediterráneo oriental, y allanó el camino para conquistas sucesivas. Durante la segunda guerra púnica, Filipo V de Macedonia se alió con Cartago; poco después avanzó enérgicamente por Grecia, y corrieron rumores de que tenía los ojos puestos en Egipto. Roma envió un ejército para arrojarlo fuera de Grecia; una década más tarde, otro ejército romano frustró planes semejantes del monarca seléucida Antíoco III. En ninguna de las campañas Roma tuvo la intención de conquistar Grecia militarmente; sin embargo, en el año 145 a. J.C. tanto Grecia como Macedonia ya se habían convertido en provincias romanas, a Asia seléucida se le había privado de la mayor parte de sus territorios y Egipto ptolemaico era en buena medida un peón de los intereses comerciales y navales romanos.
La conquista «involuntaria» de Grecia y Asia Menor transformaron la vida económica, social e intelectual de la república. Afluyó a Roma una ingente riqueza que aumentó las desigualdades sociales y económicas dentro de la sociedad y socavó los valores tradicionales de austeridad y abnegación. Los pequeños campesinos abandonaron la tierra para acudir a las ciudades, incapaces de competir con las inmensas fincas agrícolas (conocidas como latifundia) propiedad de los aristócratas y labradas por cuadrillas de esclavos. Estos últimos también desempeñaron un papel creciente en la sociedad como artesanos, comerciantes y siervos domésticos. El dominio romano sobre el Oriente helenístico también tuvo un impacto penetrante en la vida cultural de la república; fue de tal calibre, que al final del período republicano los romanos se preguntaban si habían conquistado Grecia o era ésta la que había conquistado Roma.
CAMBIO ECONÓMICO Y SOCIAL
Al igual que casi todos los pueblos del mundo antiguo, los romanos daban por sentada la esclavitud. Sin embargo, nada en su experiencia previa preparó a Roma para el ingente aumento de esclavos que resultó de sus conquistas occidentales y orientales. En el año 146 a. J.C. fueron esclavizados 55.000 cartagineses tras la destrucción de su ciudad; no mucho antes, 150.000 prisioneros de guerra griegos habían sufrido la misma suerte. Al término del siglo II a. J.C. ya había un millón de esclavos sólo en Italia, lo que la convertía en una de las economías más cimentada en la esclavitud de la historia.
La mayoría de estos esclavos trabajaban como peones agrícolas en las vastas y crecientes fincas de la aristocracia. Algunas de éstas eran resultado de conquistas romanas anteriores dentro de Italia, pero otras las habían formado los aristócratas comprando las parcelas a miles de pequeños agricultores que fueron incapaces de competir con los grandes latifundios en la producción de grano para el mercado. A los soldados en particular —a los que ahora se les podía requerir que prestaran servicio durante años en tiempos de campañas en Hispania o el Oriente griego— a menudo les resultaba imposible mantener sus granjas familiares, así que se trasladaban a la ciudad y vendían sus tierras (con frecuencia a muy buen precio) a aristócratas ávidos de invertir en suelo los ingentes beneficios que habían obtenido de la guerra y el imperio. Sin embargo, en las ciudades solía haber poco trabajo que hacer. Roma nunca llevó a cabo la transición a la industrialización. Como había esclavos para realizar cualquier trabajo duro, no existían incentivos que llevaran a la industrialización; pero sin una manufactura a gran escala, la población urbana permanecía desempleada y volátil desde el punto de vista político. En el siglo I a. J.C., casi un tercio del millón de habitantes de Roma recibía grano gratis del estado, en parte para su subsistencia y en parte para mantener la tranquilidad.
Como hemos visto, la economía romana continuó siendo fundamentalmente agraria y no comercial hasta mediados del siglo III a. J.C. No obstante, durante el siglo siguiente las conquistas orientales condujeron de lleno a Roma a la elaborada economía comercial del mundo helenístico. Los principales beneficiarios de esta transformación económica fueron los ecuestres, el segundo de los cuatro órdenes en los que se dividía la sociedad de la república (aristócratas senatoriales, plebeyos y esclavos eran los tres restantes). Como comerciantes de ultramar, los ecuestres obtuvieron ingentes beneficios del voraz apetito de Roma por los bienes de lujo extranjeros. Como representantes del gobierno romano en las provincias, explotaban minas, construían carreteras y recaudaban impuestos, siempre pendientes de su propio beneficio. También eran los principales prestamistas del estado romano y las personas en aprietos. Los tipos de interés eran altos, y cuando el estado no podía pagar sus deudas, a menudo pedía a los prestamistas que se las cobraran explotando a la población indefensa de las provincias.
No cabe duda de que los plebeyos que perdieron sus tierras padecieron estos cambios económicos, pero las víctimas principales de la transformación de Roma fueron sus esclavos. Rara vez se los consideraba personas, sólo instrumentos de producción como el ganado. A pesar de que algunos eran extranjeros cultos tomados como prisioneros de guerra, el criterio habitual de los dueños era obtener de ellos el mayor trabajo posible hasta que murieran de agotamiento o fueran liberados ya ancianos para que se las arreglaran por su cuenta. El hecho de que los esclavos fueran baratos y abundantes como consecuencia de las conquistas hizo de la esclavitud romana una institución mucho más impersonal y brutal de lo que había sido en otras civilizaciones antiguas. Por mucho que a algunos esclavos domésticos se los tratara con decencia y que a algunos esclavos artesanos de la ciudad de Roma se les permitiera llevar sus propios negocios, su suerte general era horrenda.
Los esclavos cultivaban buena parte de los alimentos de Roma y también realizaban la mayoría del trabajo en las tiendas de la urbe. Asimismo, se los empleaba en numerosas actividades improductivas. Algunos empresarios compraban esclavos y los entrenaban como gladiadores para que los mataran animales salvajes u otros gladiadores como diversión. El aumento del lujo también requería el empleo de miles de esclavos en el servicio doméstico. Las familias ricas insistían en tener porteros, porteadores de literas, mensajeros, mayordomos y tutores para sus hijos. Algunas grandes casas tenían servidores especiales sin más deberes que secar al señor después del baño o cuidar de sus sandalias. Todos estos servidores habrían sido esclavos.
Esta dependencia extrema de la mano de obra esclava, combinada con su precio relativamente bajo, fomentó un modo de pensar ajeno a la aplicación de la ciencia mecánica y los inventos que ahorraban recursos humanos. Entre las muchas posibles innovaciones industriales, los romanos conocieron en el curso de su historia los molinos de agua y un motor de vapor rudimentario, pero mostraron escaso interés. Poco necesitaban esos ingenios cuando la barata mano de obra humana parecía inagotable.
LA VIDA FAMILIAR Y LA POSICIÓN DE LAS MUJERES
Otro cambio que acompañó la adquisición de nuevos territorios ocurrió en la naturaleza de la vida familiar y la posición de las mujeres. En tiempos anteriores, la familia romana se basaba en la potestad casi absoluta del marido sobre su hogar. Sin embargo, durante el siglo II a. J.C., dos innovaciones legales alteraron este patrón de control patriarcal. Una fue la introducción del «matrimonio libre», por el cual la parte correspondiente a la esposa de la propiedad de su padre continuaba siendo suya en lugar de pasar a su marido y luego revertía a su padre o a los herederos de su padre a su muerte. Junto con el «matrimonio libre» llegaron nuevas normas para el divorcio, por las cuales cualquiera de las dos partes, no sólo el hombre, podía iniciar la demanda.
Así se pretendía impedir la transferencia de propiedad de una familia a otra, lo que disminuiría el tamaño de las grandes fincas creadas con la afluencia de esclavos. Pero también otorgaban a las esposas mayor independencia legal. El sistema esclavista concedió además mayor independencia práctica a las mujeres ricas, pues ahora los esclavos podían hacerse cargo de las tareas femeninas tradicionales de criar a los hijos y mantener la casa. Las mujeres romanas de clase alta pasaban más tiempo fuera del hogar y comenzaron a participar en diversas actividades sociales, intelectuales y artísticas.
La conquista del Oriente helenístico también produjo la adopción de ideas y costumbres griegas en la vida romana de la clase alta. En los siglos anteriores, los romanos se habían enorgullecido de la simpleza de sus vidas culturales. Sin embargo, ahora la clase alta comenzó a considerar la cultura griega una marca de refinamiento que se podía permitir por su riqueza. Se generalizó el bilingüismo en latín y griego, y la literatura griega se convirtió en el patrón con el que se medían los autores romanos. A los niños se les daba educación griega, y se pusieron de moda el teatro y la literatura. Pronto, los conquistadores romanos del mundo mediterráneo adoptaron las comodidades materiales que disfrutaban los griegos helenísticos en Siria y Egipto. Algunos romanos contemplaron tales cambios con repugnancia. Para ellos, las «buenas costumbres antiguas» de autoridad paterna y disciplina militar firme estaban cediendo paso a la fascinación debilitante de la vida muelle. Su protesta tocó una fibra sensible, pero apenas sirvió para detener la marea del cambio. Roma se estaba transformando de manera irreversible de una república de campesinos en una sociedad compleja, con grandes brechas entre ricos y pobres, así como nuevos hábitos de autonomía personal tanto para los hombres como para las mujeres.
EPICUREÍSMO Y ESTOICISMO
El período final de la república también sufrió la profunda influencia de las ideas filosóficas griegas. El más renombrado de los exponentes romanos del epicureísmo fue Lucrecio (98-55 a. J.C.), autor de un extenso poema filosófico en seis cantos, De la naturaleza de las cosas. Al escribir esta obra, Lucrecio deseaba explicar el universo para que desapareciera el miedo a lo sobrenatural, que consideraba el principal obstáculo para la paz mental. Enseñaba que los mundos y todas las cosas que hay en ellos son el resultado de combinaciones fortuitas de átomos. Aunque admitía la existencia de los dioses, los concebía como seres que vivían en paz eterna, sin crear ni gobernar el universo. Todas las cosas son producto de la evolución mecánica, incluidos los seres humanos con sus costumbres y credos. Puesto que la mente está indisolublemente ligada a la materia, la muerte significa la extinción completa; en consecuencia, ninguna parte de la personalidad humana puede sobrevivir para ser recompensada o castigada en el más allá. Su concepción de la buena vida era sencilla: afirmaba que lo que uno necesita no es placer, sino «paz y un corazón puro». Sus ideas filosóficas no eran originales, pero sus cadencias musicales, la majestuosidad constante de su expresión y su entusiasmo contagioso le hacen uno de los más grandes poetas que han existido.
El estoicismo se introdujo en Roma hacia el año 140 a. J.C. y pronto contó entre sus conversos con muchos dirigentes influyentes de la vida pública. El más importante fue Cicerón (106-43 a. J.C.), el «padre de la elocuencia romana». Aunque Cicerón adoptó doctrinas de diversos filósofos, incluidos Platón y Aristóteles, extrajo más ideas de los estoicos que de ninguna otra fuente. Su filosofía ética se basaba en las premisas estoicas de que basta la virtud para alcanzar la felicidad y que la tranquilidad mental es el bien más elevado. Concibió al ser humano ideal como alguien a quien la razón ha guiado a la indiferencia hacia el pesar y el dolor. Divergió de los estoicos griegos en conceder una mayor aprobación a la vida política activa y siguió hablando de la antigua tradición romana del servicio al estado. Nunca declaró ser un filósofo original; su meta era llevar lo mejor de la filosofía griega a Occidente, y tuvo un éxito considerable, pues escribió en un estilo de prosa latina rico y elegante que jamás se ha superado. Esta prosa se convirtió de inmediato en la norma para la composición latina, y así ha seguido hasta el presente siglo. Aunque no era un gran pensador, Cicerón fue el transmisor latino más influyente del pensamiento antiguo a la Europa medieval y moderna.
Lucrecio y Cicerón fueron los dos exponentes principales del pensamiento griego, pero no los únicos buenos escritores del período final de la república. Se había puesto de moda entre las clases altas aprender griego y esforzarse en reproducir en latín algunas de las formas más populares de la literatura griega. Algunos resultados de mérito literario duradero fueron las comedias picarescas de Plauto (257?-184 a. J.C.), los poemas de amor apasionado de Catulo (84?-54? a. J.C.) y las escuetas memorias militares de Julio César.
RELIGIÓN
Las creencias religiosas de los romanos también se alteraron en los dos últimos siglos de la república, una vez más, sobre todo, por la relación de Roma con el mundo helenístico. Lo más destacado fue la propagación de los cultos de misterio orientales, que satisfacían las ansias de una religión más emotiva que el culto tradicional romano y ofrecían la recompensa de la inmortalidad a los desdichados de la tierra. De Egipto llegó el culto a Osiris (o Serapis, como entonces se solía llamar al dios), mientras que desde Asia Menor se introdujo la adoración a la Gran Madre, con sus sacerdotes eunucos y orgías rituales. El más popular de todos al final del período era el culto persa del mitraísmo, que ofrecía sobrecogedores ritos bajo tierra y una doctrina acerca de la vida ulterior del alma. Pero a pesar de los atractivos de estos nuevos cultos, la mayoría de los romanos continuó honrando a los dioses tradicionales de su hogar y de su ciudad. El politeísmo romano no era un sistema exclusivo. Mientras se les prestara la veneración debida a los dioses tradicionales, podían añadirse y honrarse dioses nuevos.
El período comprendido entre el fin de la tercera guerra púnica en el año 146 y aproximadamente el año 30 a. J.C. fue de enorme agitación. Eran corrientes los conflictos sociales, los asesinatos, las luchas entre dictadores rivales y las insurrecciones. Los alzamientos de los esclavos también formaron parte del desorden general. Unos setenta mil esclavos derrotaron a un ejército romano en Sicilia en el año 134 a. J.C. antes de que la revuelta fuera aplastada por la llegada de refuerzos. Los esclavos volvieron a saquear Sicilia en el año 104 a. J.C., pero la revuelta más amenazadora fue la que encabezó un esclavo llamado Espartaco, que había sido entrenado como gladiador (lo que significaba la muerte segura en la arena). Se escapó con una banda de fugitivos al monte Vesubio, cerca de Nápoles, y atrajo a una enorme multitud de esclavos fugitivos. Del año 73 al 71 a. J.C., los fugitivos bajo su mando rechazaron a los ejércitos romanos e invadieron buena parte del sur de Italia, hasta que por fin fueron derrotados y Espartaco cayó en la batalla. Seis mil de los capturados quedaron crucificados a lo largo del camino que iba de Capua a Roma (unos 240 kilómetros) para que sirvieran de terrible escarmiento.
LOS GRACOS
Mientras tanto, en el año 133 a. J.C. se inició un extenso conflicto entre elementos de la clase gobernante romana debido a los intentos de reforma social y económica instituidos por los dos hermanos Graco. Aunque eran de linaje aristocrático, los Graco propusieron aliviar la tensión social y económica concediendo tierras del gobierno a los que carecían de ella. Junto con sus aliados senatoriales, pretendían ganar la lealtad electoral de los muchos clientes que habrían recibido esa tierra, pero parece que a Tiberio Graco también le pudo motivar una preocupación genuina por el bienestar de los campesinos y la escasez concomitante de recursos humanos en el ejército. Un hombre tenía que cumplir ciertos requisitos de propiedad para alistarse en el ejército, y en un tiempo en que los compromisos militares de Roma iban en aumento, la disponibilidad de ciudadanos soldados disminuía. En el año 133 a. J.C. Tiberio Graco, como tribuno, propuso una ley que restringía las fincas de los arrendatarios o poseedores de tierras estatales a un máximo de 120 hectáreas por ciudadano, más 60 hectáreas por cada hijo que hubiera en la familia. El excedente se entregaría a los pobres en pequeñas parcelas. Los aristócratas conservadores se opusieron encarnizadamente a esta propuesta y gestionaron su veto mediante Octavio, compañero tribuno de Tiberio. Entonces Tiberio quitó del cargo a Octavio en una acción muy irregular, y cuando terminó su propio período en el puesto, intentó presentarse a la reelección. Ambas jugadas parecían amenazar con una dictadura y ofrecieron a los senadores conservadores una excusa para la resistencia. Armados con porras, provocaron tumultos durante las elecciones y asesinaron a Tiberio y a muchos de sus partidarios.
Nueve años después, el hermano menor de Tiberio, Cayo Graco, reanudó la lucha. Aunque finalmente el senado aprobó la ley de Tiberio sobre la tierra, Cayo creía que la campaña debía llegar más lejos. Elegido tribuno en el año 123 a. J.C. y reelegido en el año 122, promulgó varias leyes en beneficio de los menos privilegiados. Una estabilizó el precio del grano en Roma con la construcción de graneros públicos junto al Tíber. Otra impuso controles sobre los gobernadores sospechosos de explotar las provincias en su beneficio y otorgó al orden ecuestre un papel judicial en la vigilancia de los abusos administrativos de la clase senatorial. En un intento de obtener mayor apoyo, Cayo también propuso extender la plena ciudadanía romana a una gran cantidad de aliados italianos, paso que habría alterado por completo el paisaje político de Roma. Ésta y otras medidas similares provocaron tanta ira entre los intereses creados que resolvieron eliminar a su enemigo. El senado romano declaró fuera de la ley a Cayo Graco y autorizó a los cónsules a que tomaran todas las medidas necesarias para la defensa de la república. En el conflicto que siguió Cayo encontró la muerte, y alrededor de tres mil de sus partidarios perdieron la vida en purgas vengativas.
LA REACCIÓN PATRICIA
Tras la caída de los Graco, dos dirigentes militares que habían alcanzado fama en las guerras exteriores se convirtieron sucesivamente en gobernantes del estado. El primero fue Mario, a quien el partido plebeyo elevó a cónsul en el año 107 a. J.C. y que resultó reelegido seis veces. Sin embargo, no era un estadista y consiguió poco para sus partidarios más allá de demostrar lo fácil que era para un general con un ejército a sus espaldas anular a la oposición. En parte por motivos políticos y en parte para afrontar la escasez de recursos humanos, Mario abolió por completo los requisitos de propiedad para acceder al ejército. A partir de entonces los soldados romanos procederían cada vez más de las filas de los pobres urbanos y de los campesinos sin tierra. El resultado fue que de forma gradual los ejércitos romanos mostraron mayor lealtad hacia los intereses individuales de sus generales que hacia los de la república, puesto que el éxito político de sus generales podía garantizar mejores recompensas para los soldados empobrecidos.
Tras la muerte de Mario en el año 86 a. J.C., les llegó el turno a los conservadores de gobernar a través del ejército. Su elegido fue Sila, otro caudillo victorioso. Designado dictador en el año 82 a. J.C. por un período ilimitado, procedió a exterminar sin piedad a sus adversarios. Extendió los poderes del senado (cuyas filas, reducidas por la guerra civil, llenó de hombres que le eran leales) y recortó la autoridad de los tribunos. Después de tres años de gobierno, decidió que había terminado su labor y se retiró a una vida de lujo en su finca campestre.
POMPEYO Y JULIO CÉSAR
El efecto de los decretos de Sila fue otorgar el control a un patriciado egoísta. Sin embargo, pronto surgieron nuevos dirigentes que abrazaron la causa del pueblo. Los más prominentes fueron Pompeyo (Cneo Pompeyo Magno, 106-48 a. J.C.) y Julio César (100-44 a. J.C.). Durante un tiempo colaboraron en un complot para lograr el control del gobierno, pero después se convirtieron en rivales e intentaron superarse mutuamente en la búsqueda del apoyo popular. Ambos eran hombres que, a pesar de sus éxitos, no habían logrado la aceptación completa de la élite establecida, pero que en cualquier caso habrían encontrado que las «normas» eran un obstáculo excesivo para sus talentos y ambiciones personales. Pompeyo consiguió fama como conquistador de Siria y Palestina, mientras que César dedicó sus energías a una serie de campañas contra los galos. Dichas campañas añadieron al estado romano el territorio de las actuales Bélgica, Alemania al oeste del Rin y Francia, lo que aumentó inmensamente la reputación de César y cimentó la lealtad de su ejército. No obstante, los galos pagaron un precio muy alto: en torno a un millón murió en estas campañas y otro millón pasó a la esclavitud.
En el año 52 a. J.C., tras prolongados desórdenes callejeros en Roma, el senado recurrió a Pompeyo y urdió su elección como cónsul único. César, destacado en la Galia, fue tachado de enemigo del estado y Pompeyo conspiró con el senado para privarlo de poder político. El resultado fue una guerra mortal entre los dos hombres. César, en el año 49 a. J.C., cruzó el río Rubicón para entrar en Italia (desde entonces, imagen de una decisión irrevocable) y marchó sobre Roma. Pompeyo huyó a Oriente con la esperanza de reunir un ejército lo suficientemente grande como para recuperar el control de Italia. En el año 48 a. J.C., las fuerzas de los dos rivales se encontraron en Farsalo, Grecia. Pompeyo fue derrotado y, poco después, asesinado por partidarios de César.
Entonces César intervino en la política egipcia en la corte de Cleopatra (a quien dejó embarazada). A continuación dirigió otra campaña militar en Asia Menor, en la que la victoria fue tan rápida que pudo informar: «Vine, vi, vencí» (Veni, vidi, vici), tras lo cual regresó a Roma. Ahora nadie se atrevía a poner en tela de juicio su poder. Con la ayuda de sus veteranos, intimidó al senado para que le concediera todos sus deseos. En el año 46 a. J.C. se le nombró dictador durante diez años, y dos años después, vitalicio. Además, asumió casi todos los restantes títulos que podían incrementar su poder. Obtuvo del senado autoridad plena para declarar la guerra y hacer la paz, así como para controlar los ingresos del estado. A efectos prácticos, se hallaba por encima de la ley, y corrieron rumores de que pretendía convertirse en rey. Dichos temores llevaron a su asesinato en los Idus de marzo (el día 15) del año 44 a. J.C., a manos de un grupo de conspiradores bajo el liderazgo de Bruto y Casio, quienes esperaban devolver a Roma un gobierno republicano.
Aunque César fue en otro tiempo venerado por los historiadores como un héroe sobrehumano, ahora a menudo se le desprecia por insignificante. Deben evitarse las dos interpretaciones extremas. Es cierto que no «salvó Roma» ni fue el mayor estadista de todos los tiempos. Trató a la república con desdén e hizo que el problema de la gobernación fuera más difícil para sus sucesores. Sin embargo, algunas de las medidas que tomó como dictador tuvieron efectos duraderos. Con la ayuda de un astrónomo griego, revisó el calendario para hacer un año de 365 días (con un día adicional añadido cada cuatro años). Este calendario «juliano» —ajustado por el papa Gregorio XIII en el año 1582— es por el que aún nos regimos, y el séptimo mes recibe el nombre de julio por él. Al otorgar la ciudadanía a miles de hispanos y galos, César dio un paso importante hacia la eliminación de la distinción entre italianos y provincianos. También ayudó a aliviar las desigualdades económicas asentando a algunos de sus veteranos y a algunos de los pobres urbanos en tierras no utilizadas. No obstante, lo más importante fue su resolución clarividente, efectuada antes de que tomara el poder, de invertir sus esfuerzos en Occidente. Mientras que Pompeyo —y, antes que él, Alejandro— fue a Oriente a lograr fama y fortuna, César fue el primer dirigente romano en reconocer el significado potencial de Europa noroccidental. Al incorporar la Galia al mundo romano, llevó a Roma gran riqueza agrícola y ayudó a trasladar la vida y la cultura urbanas a lo que era entonces el salvaje Oeste. La civilización europea occidental, que más adelante se cimentaría justo en las regiones que César había conquistado, tal vez no habría sido la misma sin él.
En su testamento, Julio César había designado como principal heredero a su sobrino nieto Octavio (63 a. J.C.-14 d. J.C.), por entonces un joven de dieciocho años al servicio de su tío en Iliria, al otro lado del mar Adriático. Al enterarse de la muerte de César, Octavio se apresuró a acudir a Roma para intentar reclamar su herencia y pronto descubrió que tenía que unir fuerzas con dos poderosos amigos de César, Marco Antonio y Lépido. Al año siguiente los tres establecieron una alianza para aplastar a la facción política responsable de su asesinato. Los métodos empleados no hablaron bien de los nuevos dirigentes: se dio caza a prominentes miembros de la oposición para asesinarlos y se confiscaron sus propiedades. La más notable de las víctimas fue Cicerón, brutalmente asesinado por los matones de Marco Antonio; aunque no había tomado parte en la conspiración contra la vida de César, Cicerón se había esforzado en debilitar a Marco Antonio durante su mandato como cónsul y le había declarado enemigo público. Los asesinos reales de César, Bruto y Casio, huyeron y organizaron un ejército, pero fueron derrotados por Marco Antonio y Octavio cerca de Filipos en el año 42 a. J.C.
Con la oposición «republicana» aplastada, crecieron las tensiones entre los miembros de la alianza, inspiradas fundamentalmente por los celos que sentía Marco Antonio por Octavio. Lo que siguió fue una contienda entre Oriente y Occidente. Marco Antonio se fue a Oriente y estableció una alianza con Cleopatra, pues esperaba poder utilizar los recursos del reino de Egipto en la lucha de poder con Octavio. Éste, como socio más joven, se estableció en Italia y Occidente. Era una jugada arriesgada: Octavio tenía que resolver los problemas de reubicación de sus veteranos, a la vez que mantenía su posición en el cambiante entorno político romano. Pero Italia le proporcionaba recursos humanos y la oportunidad de presentarse como el protector de Roma y su herencia ante Marco Antonio, a quien supo describir como presa en las garras de una soberana extranjera que pretendía convertirse en reina de Roma. Al igual que en la contienda anterior entre César y Pompeyo, la victoria fue para Occidente. En la batalla naval de Actio (31 a. J.C.), las fuerzas de Octavio derrotaron a las de Marco Antonio y Cleopatra, por lo que ambos se suicidaron poco después. La existencia independiente de Egipto llegó a su fin y Roma reinó sin contestación sobre todo el mundo mediterráneo.
EL SISTEMA AUGUSTAL DE GOBIERNO
La victoria de Actio marcó el comienzo de un nuevo período de la historia romana, el más glorioso y próspero que experimentó jamás. Cuando Octavio regresó a Roma, anunció la restauración de la paz completa, lo que constituyó un gran alivio para el pueblo italiano, que había sufrido lo indecible desde hacía una década por la guerra civil. Durante cuatro años gobernó como cónsul, hasta que aceptó del senado los títulos honoríficos de imperator (emperador) y augustus (augusto), paso que los historiadores cuentan como el inicio del Imperio romano. Esta periodización es algo arbitraria porque Octavio fue igual de fuerte después del cambio de título que antes; es más, por entonces imperator sólo significaba «venerable» o «digno de honor». Pero de forma gradual, después de que sus sucesores también adoptaran el título de emperador, se convirtió en la designación primordial para el gobernante del estado romano. El título que Octavio prefería era el más modesto de princeps o «primer ciudadano». Por esta razón, el período de su gobierno y el de sus sucesores se denomina justamente el Principado (o, de forma alternativa, el Alto Imperio), para distinguirlo de los períodos de la República (c. 500-27 a. J.C.), la «Crisis del siglo III» (180-284 d. J.C.) y el Bajo Imperio o «Dominación» (284-610 d. J.C.)
Octavio, o Augusto, como ahora se le llamaba, no estaba dispuesto a parecer un dictador. Por tanto, dejó intacta la mayoría de las instituciones republicanas, aunque ahora ejercían escaso poder independiente. En teoría, el senado y los ciudadanos seguían siendo las autoridades supremas, pero en la práctica Augusto controlaba el ejército y determinaba la política gubernamental. Por fortuna, era un gobernante capaz. Instituyó un nuevo sistema de acuñación en todo el imperio; introdujo una serie de servicios públicos en la ciudad de Roma, incluidos policías y bomberos; reorganizó el ejército, y permitió a las ciudades y provincias derechos más esenciales de autogobierno de los que habían disfrutado antes. También abolió el antiguo sistema corrupto de recaudación de impuestos. Antes a los recaudadores se los remuneraba permitiéndoles quedarse con una parte de lo que cobraban, sistema que llevaba de forma inevitable al soborno y la extorsión. Ahora Augusto nombró a sus propios representantes como recaudadores, les pagó sueldos regulares y los mantuvo bajo una estricta supervisión. También creó nuevas colonias en las provincias para sacar de Italia el exceso de población libre y, de este modo, acabó con una importante fuente de tensión social y política, además de fomentar la integración del centro romano con su extenso imperio.
Augusto se presentó como un firme defensor de la moral tradicional. Reconstruyó templos y prohibió a los romanos adorar a dioses extranjeros. En un intento de aumentar la tasa de nacimientos, sancionó a los ciudadanos que no se casaban y requirió a las viudas que volvieran a contraer matrimonio a los dos años de la muerte de sus esposos. También introdujo leyes que castigaban el adulterio e hizo más difíciles de obtener los divorcios. Para remachar el mensaje, la propaganda augusta retrataba a la familia imperial como un modelo de virtud doméstica y decoro sexual, pero su éxito fue moderado. Los devaneos extramatrimoniales del emperador eran bien conocidos y la promiscuidad sexual de su hija Julia le acabó llevando a exiliarla en una isla distante.
Desde la época de Augusto hasta la de Trajano (98-117 d. J.C.), el Imperio romano continuó extendiéndose. Augusto obtuvo más tierra para Roma que ningún otro gobernante romano. Sus generales avanzaron por Europa central, conquistaron los territorios actuales de Suiza, Austria y Bulgaria. Las tropas romanas no encontraron la derrota hasta llegar a lo que hoy es el centro de Alemania, contratiempo que convenció a Augusto de que debía mantener las fronteras de su imperio en el Rin y el Danubio. Más adelante, en el año 43 d. J.C., el emperador Claudio inició la conquista de Britania, y al comienzo del siglo siguiente, Trajano avanzó más allá del Danubio para añadir Tracia (hoy Rumania). Trajano conquistó también territorios de Mesopotamia, pero al hacerlo suscitó la enemistad de los gobernantes partos de Persia. Su sucesor, Adriano, detuvo las conquistas y se embarcó en una política defensiva que culminó con la construcción de la Muralla de Adriano en el norte de Britania. El Imperio romano había alcanzado sus límites territoriales; en el siglo III esos límites comenzarían a retroceder.
Cuando Augusto murió en el año 14 a. J.C. tras cuatro décadas de gobierno, sus notables experimentos en el arte de gobernar podrían haber desaparecido con él. Sin embargo, su sistema era tan ingenioso que Roma disfrutó de casi dos siglos de paz, prosperidad y estabilidad como resultado de sus reformas. Aparte de un breve período de guerra civil en el año 68, la transición de poder entre emperadores fue por lo general pacífica, y la creciente burocracia imperial administraba los asuntos con destreza incluso cuando algunos emperadores resultaban depravados. Sin embargo, cada vez era más difícil de ocultar el hecho de que Roma se había convertido en un imperio autocrático. Varios hombres de talento sucedieron a Augusto, pero pocos tuvieron su gracia para disfrazar el verdadero poder del princeps. Muchos de sus sucesores mantuvieron relaciones dificultosas con el senado, y como sus miembros solían ser los historiadores de la época, varias reputaciones imperiales sufrieron injustamente. Tiberio (14-37 d. J.C.) y Claudio (41-54 d. J.C.) fueron administradores diestros, pero las tensiones con el senado les llevaron a veces a tomar medidas extremas que irritaron a la élite. Nerón (54-68 d. J.C.) y Domiciano (81-96 d. J.C.) fueron vilipendiados por la aristocracia senatorial, pero eran populares entre las masas de Roma y en las provincias; de hecho, las reformas que efectuó Domiciano en el gobierno provincial y su indiferencia mortal hacia los privilegios senatoriales explican la hostilidad del patriciado y la adoración de sus súbditos.
El apogeo del sistema augustal se produjo entre los años 96 y 180 de nuestra era bajo los denominados «cinco emperadores buenos»; Nerva (96-98), Trajano (98-117), Adriano (117-138), Antonino Pío (136-171) y Marco Aurelio (161-180). Todos fueron administradores capaces y resultaron dignos sucesores de Augusto, pues respetaron al senado y mantuvieron las formas de la república mientras dirigían gobiernos esencialmente autocráticos. Hasta el año 180 ninguno tuvo un hijo que le sobreviviera, por lo que cada uno adoptó a un hombre digno de sucederlo. De este modo, evitaron las dificultades de la política dinástica, uno de los grandes horrores de la vida imperial del siglo I a los ojos de los historiadores senatoriales.
El buen gobierno por parte de Roma de tan vasto imperio desde los tiempos de Augusto hasta los de Marco Aurelio fue sin duda uno de sus mayores logros. Durante estos dos siglos, Roma tuvo pocos enemigos externos. El Mediterráneo se hallaba ahora bajo el control de una única potencia militar; en tierra, las autoridades romanas gobernaban desde las fronteras de Escocia hasta las de Persia. Un orador contemporáneo se vanagloriaba con justeza de que «todo el mundo civilizado depone las armas que eran su antigua carga como si estuviera de fiesta […]. Todos los lugares están llenos de gimnasios, fuentes, accesos monumentales, templos, talleres, escuelas; cabe afirmar que el mundo civilizado, que había estado enfermo desde el comienzo […], ha sido conducido por el conocimiento justo a un estado saludable».
ROMANIZACIÓN Y ASIMILACIÓN
Esta «Paz romana» (Pax Romana) no fue universal. En Britania, el ejército romano masacró a decenas de miles de británicos tras la revuelta de la reina Boudica. En Judea, quizá la más descontenta de las provincias, un ejército romano destruyó el templo de Jerusalén en el año 70 d. J.C. como consecuencia de una rebelión y en el año 135 destruyó la ciudad completa tras otra rebelión, mató a sus habitantes y dispersó a los supervivientes por el imperio. Puede que murieran más de medio millón de personas en Judea durante esos años, y un número igual pasó a la esclavitud. Mientras tanto, el emperador Adriano refundo Jerusalén como capital pagana con el nombre de Aelia Capitolina. Durante los quinientos años siguientes, los judíos tendrían prohibido vivir en ella.
Sin embargo, estas rebeliones no fueron la norma, ni siquiera en Judea. Aunque el Imperio romano se apoyaba en la fuerza de sus ejércitos, no era realmente una ocupación militar. Roma controlaba sus extensos territorios asimilando a sus residentes en la vida cultural y política común. Los dioses locales pasaron a ser dioses romanos y fueron adoptados en el panteón de divinidades. Se construyeron ciudades y se introdujeron los servicios de la vida urbana: baños, templos, anfiteatros, acueductos y calzadas. Se extendieron los derechos de ciudadanía y los provincianos capaces podían ascender mucho en el servicio de Roma. Algunos, como Trajano y Adriano, incluso llegaron a emperadores.
Las fronteras del imperio también deben comprenderse a la luz de esto, pues eran muy fluidas y permeables. Con más propiedad, debemos hablar de «límites» y no de «fronteras» y contemplarlos como zonas de interacción particularmente intensa entre los romanos de las provincias y los pueblos no romanos que vivían más allá de ellas. De este modo, la influencia romana trascendía con creces las zonas fronterizas, cruzando el Rin y el Danubio hasta el centro de Germania y las tierras góticas del este. Cuando en el siglo III se retiraron las guarniciones fronterizas para tomar parte en las guerras civiles dentro del mismo imperio, muchos de esos germanos y godos se trasladaron al imperio, a veces como saqueadores, pero con frecuencia como colonos y aspirantes a romanos.
Los cambios culturales e intelectuales que comenzaron en Roma a finales del período republicano fructificaron en el Principado. Durante este período vivieron en Roma tres notables exponentes del estoicismo: Séneca (4 a. J.C.-65 d. J.C.), acaudalado consejero de Nerón durante un tiempo; el esclavo Epicteto (60?-120 d. J.C.); y el emperador Marco Aurelio (121-180 d. J.C.). Todos ellos convinieron en que la serenidad interior es la meta humana suprema y que la felicidad verdadera sólo puede encontrarse en el sometimiento al orden benevolente del universo. Predicaban el ideal de la virtud por sí misma, deploraban la pecaminosidad de la naturaleza humana e instaban a obedecer a la conciencia. Séneca y Epicteto expresaron profundos anhelos místicos como parte de su filosofía, con lo que la convirtieron casi en una religión. Adoraban al cosmos como divino, gobernado por una providencia todopoderosa que ordenaba cuanto ocurría para el bien supremo. El último de los estoicos romanos, Marco Aurelio, era más fatalista y menos optimista. Aunque no rechazaba el concepto de un universo ordenado y racional, no creía que la inmortalidad equilibrara el sufrimiento en la tierra y se inclinaba a pensar en los seres humanos como criaturas zarandeadas por una mala suerte a los que ninguna perfección distante podía compensar del todo. Sin embargo, instaba a que la gente continuara viviendo con nobleza, que no se abandonara a la complacencia exagerada o a la protesta airada, sino que extrajera la satisfacción posible de la resignación circunspecta al sufrimiento y la sumisión tranquila a la muerte.
LA LITERATURA DE LAS EDADES DORADA Y PLATEADA
La literatura romana del Principado se divide por norma en dos períodos: las obras de la Edad Dorada, escritas durante el reinado de Augusto, y las obras de la Edad Plateada, escritas durante los siglos I y II de nuestra era. En general, la literatura de la Edad Dorada fue vigorosa, positiva y animosa, y buena parte de ella sirvió a los objetivos propagandísticos del gobierno de Augusto. La poesía del mayor poeta romano, Virgilio (70-19 a. J.C.), fue el prototipo. En un conjunto de poemas pastorales, las Eglogas, expresó una visión idealizada de la vida humana en armonía con la naturaleza, a la vez que encomiaba implícitamente a Augusto como el causante de esa paz y abundancia. Su obra maestra, la Eneida, es un poema épico sobre un héroe troyano, Eneas (reclamado como antepasado por la familia de César y Augusto), a quien se otorgaba un papel importante en la formación del pueblo romano. Escrita en verso métrico elevado, pero enérgico y conmovedor («Canto a las armas y al hombre […]»), la Eneida narra la fundación de un gran estado mediante la guerra y el esfuerzo, y predice el glorioso futuro de Roma.
Otros escritores importantes de la Edad Dorada fueron Horacio (65-8 a. J.C.), Tito Livio (59 a. J.C.-17 d. J.C.) y Ovidio (43 a. J.C.-17 d. J.C.). De ellos, Horacio fue el más filosófico. Sus Odas combinaban la justificación epicúrea del placer con la fortaleza estoica frente al sufrimiento. La Historia de Roma de Tito Livio suele ofrecer datos poco fiables, pero está repleta de relatos dramáticos destinados a apelar a las emociones patrióticas. Ovidio fue el menos típico de los escritores latinos de la Edad Dorada en la medida en que su punto de vista tendía a ser más satírico que heroico. Su principal logro poético fue una nueva narración bien elaborada de los mitos griegos en un largo poema de quince libros, la Metamorfosis, lleno de ingenio y erotismo. A Augusto le deleitaba la Eneida, pero el tono burlón y disoluto de los versos de Ovidio le resultaba tan aborrecible que lo desterró de Roma. Augusto intentaba presentarse como un firme moralista, mientras que los versos de Ovidio trataban temas tales como de qué modo atraer a las mujeres en el hipódromo y su aventura adúltera (aunque tal vez imaginaria) con la esposa de un senador romano.
La literatura de la Edad Plateada fue, en general, menos calmada y equilibrada que la de la Edad Dorada y recurría con mayor frecuencia al artificio afectado para lograr efectos. Los relatos de Petronio y Apuleyo describen los aspectos más exóticos y a veces sórdidos de la vida romana. El propósito de los autores no es tanto instruir o elevar como contar una historia entretenida o componer una frase ingeniosa. Pero hay dos importantes escritores de esta época que presentan un punto de vista completamente diferente. El satírico Juvenal (60?-140 d. J.C.) escribió con indignación feroz acerca de la degeneración moral que veía en sus contemporáneos. Su gusto por las frases retóricas concisas y mordaces le ha convertido en una de las fuentes favoritas para las citas. Una actitud similar hacia la sociedad romana caracterizó los escritos de Tácito (55?-117? d. J.C.), historiador senatorial que no describió los acontecimientos de su época planteándose un análisis desapasionado, sino en buena medida con el fin de lanzar una acusación moral. Sus Anales ofrecen un retrato sutil pero devastador del sistema político construido por Augusto y utilizado por sus herederos; su Germania contrasta las virtudes varoniles de los bárbaros germanos con los vicios afeminados de los romanos decadentes. Al igual que Juvenal, Tácito fue un maestro de la ironía y un aforista brillante. Al referirse a las conquistas romanas, hace que un caudillo bárbaro diga: «Y cuando han creado un páramo, lo llaman paz».
ARTE Y ARQUITECTURA
El arte romano asumió por primera vez su carácter distintivo durante el Principado. Antes de esta época, lo que pasaba por arte de Roma era en realidad una importación del Oriente helenístico. Los ejércitos conquistadores trajeron a Italia carretadas de estatuas, relieves y columnas de mármol como parte de su saqueo de Grecia y Asia Menor, que se convirtieron en propiedad de los ricos y se utilizaron para embellecer sus suntuosas mansiones. Cuando la demanda de esas obras creció, los artesanos romanos hicieron cientos de copias. Ninguna, sin embargo, representaba un estilo artístico romano verdadero y autóctono.
Fomentado por el patrocinio de Augusto, el Principado fue testigo del desarrollo de un arte más nítidamente romano, más variado de lo que suele suponerse al abarcar desde la arquitectura pública más espléndida hasta las pinturas de los muros más íntimas. La arquitectura romana solía ser grandiosa y de ingentes proporciones, posibilitadas por la experiencia que los ingenieros habían desarrollado al trabajar con hormigón. Entre los más grandes de esos edificios públicos estaba el Panteón, con una cúpula de 8,9 metros de diámetro, y el Coliseo, que podía albergar a cincuenta mil espectadores en los combates de gladiadores. Salvo en los monumentos públicos, la escultura romana era menos ampulosa. La escultura en relieve fue particularmente notable durante este período por su delicadeza y naturalismo. Hasta en las monedas se retrataba a los emperadores tal como eran en la vida real; y como las imágenes de las monedas se volvían a grabar todos los años, podemos seguir en las emisiones sucesivas la incipiente calvicie o la doble papada en avance de un gobernante. Sin embargo, la pintura fue el arte romano más original e intimista. A los romanos les gustaban los colores intensos; quienes podían permitírselo, se rodeaban de brillantes pinturas murales y mosaicos (imágenes producidas uniendo pequeñas piezas de vidrio o piedra de colores), que creaban un espectro de efectos que iban de las fantásticas marinas a los paisajes oníricos y los retratos introspectivos.
Estrechamente relacionados con sus logros en arquitectura, estaban los triunfos en ingeniería. Los romanos imperiales construyeron calzadas y puentes maravillosos, muchos de los cuales todavía sobreviven. Bajo Trajano, once acueductos llevaban agua a Roma de las colinas cercanas y proporcionaban a la ciudad 114 millones de litros diarios para beber y bañarse, así como para sanear un sistema de alcantarillado bien diseñado. El agua se canalizaba diestramente a las casas de los ricos para abastecer sus jardines, fuentes y piscinas privados. El emperador Nerón construyó una famosa «Casa Dorada» en el centro de Roma con tuberías dispuestas para rociar a sus huéspedes con perfume, termas de aguas medicinales y un estanque «como un mar». Además, había un techo esférico en el salón de banquetes que giraba día y noche como el cielo; todo ello contribuía a la merecida fama que gozaba Nerón de voluptuoso. (Se cuenta que cuando el emperador se mudó a ella, se le oyó decir: «Por fin puedo vivir como un ser humano».)
LAS MUJERES PATRICIAS DURANTE EL PRINCIPADO
Uno de los aspectos más sorprendentes de la sociedad romana durante el Principado fue el importante papel que desempeñaron las mujeres de clase alta. Como hemos visto, las mujeres acomodadas de Roma a finales del período republicano estaban mucho menos confinadas a la vida doméstica que sus semejantes de la Atenas clásica. Este rasgo se hizo más pronunciado durante el Principado. Es cierto que a las romanas se les asignaban los nombres de sus padres con terminaciones femeninas; por ejemplo, Julia de Julio, Claudia de Claudio o Marcia de Marcio. Sin embargo, al mismo tiempo, gozaban de una posición independiente por completo de la de sus esposos. No solían adoptar el nombre de sus cónyuges cuando se casaban. A pesar de las leyes que las mantenían formalmente bajo la supervisión legal de un guardián masculino, en la práctica, las mujeres ricas podían poseer propiedades, invertir en empresas comerciales y efectuar obras de beneficencia según su voluntad. No podían ocupar cargos políticos, pero sí ejercer como sacerdotisas y mecenas cívicas. Ambos papeles les otorgaban considerable influencia en los asuntos públicos. Con abundantes esclavos para cuidar sus hogares y caudales propios a los que recurrir, las romanas de clase alta eran libres para participar en actividades intelectuales y artísticas. Algunas escribían poesía, otras estudiaban filosofía y otras más presidían salones literarios. También ejercían cierta libertad sexual, desconocida en el resto del mundo antiguo y muy desconcertante para los críticos masculinos conservadores. A menudo las patricias se hacían pintar retratos o cincelarlos en piedra. Algunas esposas o hijas de emperadores aparecían incluso en las monedas romanas, en parte porque los emperadores deseaban proclamar la grandeza de sus familias y, en parte, porque algunas de esas mujeres desempeñaban un influyente papel (si bien informal) en los asuntos de estado.
Las vidas de las mujeres de clase inferior son mucho menos conocidas. Es probable que la mayoría se casara en algún momento de su vida, y las esposas de los tenderos en particular tenían una función importante en el negocio que sostenía a la familia. Las casadas que sobrevivían a los peligros del parto puede que dieran a luz tres o cuatro hijos, pero no todos llegarían a la edad adulta. Las tasas de mortalidad eran elevadas, sobre todo para las mujeres. En Roma su edad media de fallecimiento era a los treinta y cuatro años; para los hombres, entre los cuarenta y los cuarenta y seis años. Si las esclavas estuvieran plenamente representadas en esas cifras, es probable que fueran todavía más bajas.
LOS COMBATES DE GLADIADORES
Para la mayoría de las sensibilidades actuales, el aspecto más repelente de la cultura romana durante el período del Principado era su crueldad. Mientras que los griegos se entretenían con el teatro, los romanos preferían cada vez más los «circos», que en realidad eran exhibiciones de matanzas humanas. Durante el Principado los espectáculos se volvieron más sangrientos que nunca. A los romanos ya no les bastaba la emoción de la mera demostración de proezas atléticas: ahora se les requería a los púgiles que se vendaran las manos con correas de cuero forradas de hierro o plomo. La diversión más popular de todas era contemplar combates de gladiadores en anfiteatros construidos para miles de espectadores. Las peleas entre gladiadores no eran nada nuevo, pero ahora se presentaban con mucha mayor elaboración. No sólo asistía a ellas la gente común, sino los patricios acaudalados e incluso el mismo emperador. Los gladiadores combatían con el acompañamiento de furiosos gritos e insultos del público. Cuando uno caía con una herida discapacitante, se le pedía a la muchedumbre que decidiera si se le debía perdonar la vida o si se le debía hundir en el corazón el arma de su rival. En el curso de una exhibición se sucedía una contienda tras otra, y a menudo se presentaba el sacrificio de hombres entre las garras de animales salvajes. Si la arena se empapaba demasiado de sangre, se cubría con una capa nueva y el espectáculo proseguía. Los gladiadores, en su mayoría, eran delincuentes condenados o esclavos, pero algunos eran voluntarios hasta de las clases respetables. Cómodo, el perturbado e inútil hijo de Marco Aurelio, salió a la arena varias veces para recibir las aclamaciones del populacho, imaginándose que era un Hércules redivivo.
NUEVAS RELIGIONES
La época del Principado se caracterizó por un interés mayor en las religiones salvíficas que habían prevalecido en los últimos tiempos de la República. El mitraísmo ganó miles de adeptos, absorbió a muchos seguidores de los cultos de la Gran Madre y Serapis. Poco a poco se convirtió en la religión favorita del ejército romano. Hacia el año 40 de nuestra era aparecieron los primeros cristianos en Roma, siguiendo la estela de las considerables comunidades judías que ya se habían esparcido por todo el mundo helenístico. La nueva secta cristiana creció de forma constante y acabó desplazando al mitraísmo como la más popular de las fes salvíficas, debido en parte a su inclusión de las mujeres casi en pie de igualdad al principio con los hombres. Pero quizá la evolución religiosa más asombrosa de comienzos del período imperial fuera el surgimiento y la popularidad del culto al emperador. Aunque la mayoría de los emperadores de los siglos I y II de nuestra era evitó declararse divino durante su vida, a partir de Julio César se los «deificaba» de modo rutinario después de su muerte. La forma que tal adoración adoptó variaba de un lugar a otro dentro del imperio. Sin embargo, es evidente que no era un culto impuesto a súbditos renuentes por un estado romano todopoderoso, sino que su extensa popularidad reflejaba la opinión compartida y extendida de que existían conexiones esenciales entre los gobernantes humanos y el orden divino del mundo.
EL DERECHO ROMANO
Uno de los legados más importantes que dejaron los romanos a las culturas posteriores fue su sistema legal, cuya evolución gradual comenzó con la publicación de las Doce Tablas hacia el año 450 a. J.C. A lo largo de varios siglos, este primitivo código legal fue transformado por nuevos precedentes y principios que reflejaban los cambios en las costumbres; nuevas ideas filosóficas, sobre todo el estoicismo; las decisiones de los jueces, y los edictos de los pretores, que tenían autoridad para definir e interpretar la ley en un caso particular y para dictar instrucciones a los jueces.
Sin embargo, los cambios más extensos ocurrieron durante el Principado, debido en parte a que, con el crecimiento del Imperio romano, su ley abarcaba un ámbito de jurisdicción mucho más amplio, que incluía las provincias lejanas y a los ciudadanos de Italia. Pero la razón principal para el rápido desarrollo del pensamiento legal durante esos años fue el hecho de que Augusto y sus sucesores nombraron a un pequeño número de eminentes juristas para que opinaran sobre los temas legales suscitados por los casos que se juzgaban en los tribunales. Los más prominentes de estos juristas fueron Cayo, Ulpiano, Papiniano y Paulo. Aunque la mayoría ocupaba altos cargos judiciales, cobraron fama fundamentalmente como abogados y escritores de temas legales. Sus opiniones llegaron a plasmar una filosofía sistemática del derecho diferente de todo lo que había habido antes y se convirtieron en la base de la jurisprudencia romana posterior.
El derecho romano tal como lo desarrollaron los juristas comprendía tres grandes ramas o divisiones: derecho civil, derecho de gentes y derecho natural. El derecho civil era la ley de Roma y sus ciudadanos, tanto en su forma escrita como no escrita. Incluía las leyes del senado, los decretos del emperador, los edictos de los magistrados y también algunas costumbres antiguas que funcionaban con fuerza de ley. El derecho de gentes era la ley común para todas las personas, prescindiendo de su nacionalidad, una especie de «derecho internacional» rudimentario. Este derecho autorizaba la esclavitud y la propiedad privada, además de definir los principios de la compra y la venta, la asociación y el contrato. No era superior al derecho civil, sino que lo complementaba, sobre todo en relación con los habitantes extranjeros del imperio.
La rama más interesante y en muchos sentidos más importante del derecho romano fue el derecho natural, producto no de la práctica judicial, sino de la filosofía. Los estoicos habían desarrollado la idea de que existía un orden racional en la naturaleza que era la encarnación de la justicia y el derecho. Habían afirmado que todos los hombres son iguales por naturaleza y que poseen ciertos derechos básicos que los gobiernos carecen de autoridad para transgredir. Sin embargo, el padre del derecho natural como principio legal no fue uno de los estoicos helenísticos, sino Cicerón. Declaró que: «la verdadera ley es una recta razón conforme a la naturaleza, general para todos, constante y eterna, que con sus mandatos llama al cumplimiento de la obligación y disuade del mal con sus prohibiciones. Esta ley no puede anularse ni derogarse en todo o en parte, y ni siquiera por la autoridad podemos ser dispensados de la misma». Este derecho era previo al mismo estado y todo gobernante que lo desafiara se convertía automáticamente en tirano.
La mayoría de los grandes juristas suscribió conceptos de derecho natural muy similares a los de los filósofos. No obstante, los juristas no consideraban este derecho una limitación automática del derecho civil, sino que lo concebían como un ideal al que debían conformarse las leyes y los decretos de los hombres. El derecho práctico que se aplicaba en los tribunales romanos a menudo se asemejaba poco al derecho natural. Pero su desarrollo del concepto de justicia abstracta como principio legal fue uno de los logros más nobles de la civilización romana.
LA ECONOMÍA DE ITALIA DURANTE EL PRINCIPADO
El establecimiento de un gobierno estable por parte de Augusto marcó el comienzo de un período de prosperidad para Italia que duró más de dos siglos. El comercio se extendió ahora a todas las partes del mundo conocido, incluso a Arabia, la India y China. Aumentó la manufactura, sobre todo en la producción de cerámica, textiles y artículos de metal y vidrio. La riqueza afluyó a Roma, lo que permitió a las clases altas vivir en un lujo espectacular e incluso a los pobres de las urbes llevar una vida digna.
Pero la prosperidad no estaba distribuida de forma equitativa. En el campo, el número menor de esclavos capturados en la guerra comenzaba a ocasionar escasez de mano de obra en los grandes latifundios de los patricios. Esta escasez se palió en parte por el descenso de posición social y económica de los pequeños agricultores, muchos de los cuales acabaron como jornaleros agrícolas semiserviles (conocidos como colonii) ligados a las grandes fincas. En las ciudades, asimismo, la producción estaba destinada a declinar en cuanto la provisión de esclavos descendiera, puesto que seguían realizando la mayor parte del trabajo cualificado en la sociedad romana. Italia también presentaba una balanza comercial muy desfavorable. Su escaso grado de desarrollo industrial no permitía producir suficientes artículos de exportación para cubrir la demanda de bienes de lujo importados de las provincias y del mundo exterior. Como consecuencia, poco a poco se vació de su caudal de metales preciosos. En el siglo III la economía ya comenzaba a derrumbarse.
Con la muerte de Marco Aurelio en el año 180 de nuestra era, llegó a su fin el período de buen gobierno imperial. Una de las razones del éxito de los «cinco emperadores buenos» fue que los primeros cuatro designaron como sucesores a jóvenes muy prometedores en lugar de hijos o parientes cercanos. Pero Marco Aurelio rompió este patrón con resultados desastrosos. Aunque fue uno de los monarcas más filósofos y reflexivos que habían reinado, no tuvo la inteligencia suficiente para darse cuenta de que su hijo Cómodo era un adolescente indolente que carecía de la disciplina o la capacidad para gobernar con eficacia. Además, hasta cierto punto, tenía las manos atadas, pues es probable que cualquier intento de convertir en heredero a otra persona que no fuera su hijo natural hubiera encontrado una firme resistencia por parte del ejército. Sin embargo, Cómodo se enajenó en seguida a dicho ejército y puso fin a las costosas guerras que no producían beneficio alguno a Roma. Fue un paso sensato, pero lo hizo impopular tanto entre los militares como en el senado. A partir de entonces, vaciló entre complacer a los senadores y acosarlos para que se sometieran. Si ninguna postura funcionaba, intentaba aplacarlos ejecutando a uno o más de sus consejeros; es comprensible que en estas circunstancias las personas de talento se mostraran renuentes a trabajar para él. También menospreció la conducta patricia tradicional que se esperaba de él, se recreó en perversiones públicas y privadas e incluso apareció como gladiador en el coliseo. Su comportamiento errático y a menudo violento originó una conspiración dentro del propio palacio: su entrenador de lucha acabó estrangulándolo en el año 192 de nuestra era. A partir de entonces las cosas empeoraron. Sin un sucesor claro, los ejércitos de las provincias elevaron a sus propios candidatos y se desencadenó una guerra civil. Un general, Septimio Severo (193-211 d. J.C.), salió victorioso, lo que puso de manifiesto que ahora los ejércitos provincianos podían interferir a voluntad en la política imperial.
LA DINASTÍA SEVERINA
Severo y sus sucesores agravaron el problema, eliminaron incluso los derechos teóricos del senado y gobernaron como dictadores militares. En su lecho de muerte, Severo aconsejó a sus dos hijos: «Enriqueced a los soldados, muchachos, y despreciad al resto». Su hijo Caracalla fue poco más que un matón que asesinó a su hermano y coemperador Geta. Tan desesperado estaba Caracalla por obtener ingresos y pagar primas a sus ejércitos cada vez más codiciosos (sobre todo para apaciguarlos tras el asesinato de su hermano, más popular), que hizo ciudadanos romanos a todos los habitantes del imperio. Pero no se trató de un acto ilustrado, sino que pretendía aumentar la base impositiva del estado. En el proceso, abarató la ciudadanía romana, en otro tiempo apreciado cohesivo que mantenía unido al vasto imperio. Sus sucesores de la dinastía severina no resultaron mejores. Heliogábalo trató de introducir un culto al sol oriental como religión oficial de Roma e insultó las normas sexuales y morales en el mismo suelo del senado.
Si no hubiera sido por una serie de notables mujeres imperiales que lucharon para mantener unidos la dinastía y el imperio, los resultados habrían sido desastrosos. Primero Julia Domna, esposa de Septimio Severo, ayudó a administrar el imperio a su hijo Caracalla y parece que actuó de freno a su personalidad viciosa; le costó la vida, porque fue asesinada en el año 217. Su hermana Julia Mesa fue abuela de Heliogábalo y de su sucesor, Severo Alejandro. Su influencia política fue considerable y resultó decisiva en la caída de Heliogábalo cuando sus abusos pusieron en peligro el estado. Por último, su hija Julia Mamea, madre de Severo Alejandro, disfrutó de una prominencia y popularidad inusuales durante el reinado de su joven hijo (222-235 d. J.C.) y ejerció una autoridad casi de regente dentro de su gobierno. Pero no pudieron contener la marea iniciada por el fundador de la dinastía, Septimio. La prominencia en aumento del ejército lo hizo cada vez más incontrolable. Una vez que se reveló abiertamente el papel de la fuerza bruta, cualquier general aspirante podía probar suerte a hacerse con el poder. Severo Alejandro y Julia Mamea fueron asesinados en el año 235 de nuestra era, cuando el ejército se les puso en contra. Siguieron cincuenta años de guerra civil endémica. De 235 a 284 de nuestra era hubo nada menos que veintiséis «emperadores cuarteleros», de los cuales sólo uno consiguió librarse de una muerte violenta.
CULMINACIÓN DE LA CRISIS DEL SIGLO III
El medio siglo comprendido entre los años 235 y 284 de nuestra era fue sin duda el peor para Roma desde su ascenso al poder mundial y constituyó la culminación de la «Crisis del siglo III». El caos político se combinó con una serie de factores para llevar al imperio al borde de la ruina. Las guerras civiles socavaron la economía; no sólo interfirieron con la agricultura y el comercio, sino que también fomentaron que los aspirantes a emperadores enriquecieran a sus soldados devaluando la moneda e imponiendo exorbitantes impuestos a la población civil de sus provincias. Así pues, los latifundistas, pequeños agricultores y artesanos tenían pocos motivos para producir en una época en la que era muy necesario. En términos humanos, los pobres, como suele suceder en tiempos de contracción económica, fueron los que más sufrieron; a menudo se los abandonó a la más abyecta indigencia. A la estela de la guerra y la hambruna también proliferaron las enfermedades. En el reinado de Marco Aurelio una terrible epidemia barrió el imperio, diezmó al ejército y a la población en general. A mediados del siglo III la peste regresó y golpeó a la población con su temible guadaña durante quince años.
El resultante descenso de población llegó en un momento en que Roma apenas podía permitírselo, pues el imperio se veía amenazado además por el avance de sus enemigos exteriores. Con las filas romanas reducidas por la enfermedad y los ejércitos luchando entre sí, los germanos en Occidente y los persas en Oriente rompieron las viejas líneas de defensa. En el año 251 de nuestra era los godos derrotaron y mataron al emperador Decio, cruzaron el Danubio y saquearon a su voluntad los Balcanes. En el año 260 los persas capturaron al emperador Valeriano, al que sometieron a reiteradas humillaciones hasta su muerte. Durante un tiempo, las provincias occidentales se separaron como imperio independiente por derecho propio, pues habían perdido la esperanza en que Roma pudiera ayudarlas, y ya no digamos proporcionar soluciones duraderas a sus problemas. Era evidente que los días de Augusto habían quedado en el pasado lejano.
EL NEOPLATONISMO
Resulta comprensible que la cultura del siglo III estuviera marcada por una angustia dominante. Se puede ver la preocupación incluso en la estatuaria que ha sobrevivido, como el busto del emperador Filipo (244-249 d. J.C.), que parece casi darse cuenta de que pronto lo matarán en la batalla. Cuando cundió la desesperación, surgieron nuevos sistemas filosóficos que predicaban a sus seguidores el retiro del mundo que los rodeaba. Uno de esos sistemas fue el neoplatonismo. Aunque en líneas generales se basaba en las tendencias espiritualistas del pensamiento platónico, su fundador real fue Plotino (204-270 d. J.C.), egipcio que llegó a Roma y logró muchos seguidores entre la clase alta.
El neoplatonismo ofrecía a sus adeptos una explicación de los males del mundo basada en un conjunto de creencias acerca de la creación. Plotino enseñaba que todo lo que existe procede de la divinidad en una corriente continua de emanaciones. El estadio inicial del proceso es la emanación del mundo-alma. De éste provienen las Ideas divinas, o patrones espirituales, y luego las almas de las cosas particulares. La emanación final es la materia. Pero ésta no tiene forma ni cualidad propias; no es más que el residuo que queda después que los rayos espirituales de la divinidad se han quemado. Así pues, la materia debe desdeñarse como símbolo del mal y la oscuridad.
La segunda doctrina trascendental de Plotino era el misticismo. El alma humana era en su origen parte de Dios, pero mediante su unión con la materia ha quedado separada de su fuente divina. La meta suprema de la vida debe ser la reunión mística con la divinidad, que puede alcanzarse mediante la contemplación y la emancipación del alma de la atadura a la materia. Los seres humanos tienen que avergonzarse por el hecho de poseer un cuerpo físico y han de intentar someterlo de todas las maneras posibles. Por tanto, el ascetismo era la tercera enseñanza fundamental de su filosofía.
Los sucesores de Plotino diluyeron sus ideas filosóficas con más y más supersticiones extravagantes. Pero a pesar de su punto de vista irracional y su completa indiferencia hacia el estado, el neoplatonismo se hizo tan popular en Roma durante los siglos III y IV, que casi logró suplantar al estoicismo. También llegó a tener una influencia considerable sobre el cristianismo, como veremos en el capítulo 6. Cuesta imaginar una filosofía más en desacuerdo con los valores y compromisos tradicionales de la sociedad romana. Por consiguiente, su popularidad constituye un elocuente testimonio de los cambios que causaron las crisis en la sociedad y el gobierno del siglo III.
Roma no se construyó en un día, del mismo modo que tampoco se perdió en otro. Como veremos en el siguiente capítulo, en el año 284 de nuestra era volvió un gobierno fuerte. A partir de entonces, el Imperio romano duró en Occidente doscientos años más, y en Oriente, un milenio. Pero el estado romano restaurado difería considerablemente del antiguo, tanto que lo apropiado en este punto es dar por terminada la historia de la civilización romana característica y revisar las razones por las que se transformó en un tipo de sociedad diferente, que analizaremos con detalle en el capítulo 6.
EXPLICACIÓN DEL «DECLIVE Y CAÍDA» DE ROMA
Se ha escrito más sobre el declive y caída de Roma que sobre la desaparición de cualquier otra civilización. Las teorías ofrecidas para explicar el declive han sido muchas y variadas. Quizá la más curiosa es que Roma cayó por los efectos del plomo ingerido debido a los utensilios de cocina, pero, si fuera cierto, tendríamos que preguntarnos por qué le fue tan bien durante tanto tiempo. Los moralistas han encontrado la explicación del declive en las descripciones de lascivia y gula presentadas por autores como Juvenal y Petronio. Sin embargo, este planteamiento pasa por alto el hecho de que muchas de estas pruebas están patentemente exageradas y que casi todas provienen del inicio del Principado: en los siglos posteriores, cuando era más evidente que el imperio se estaba desmoronando, la moral se hizo más austera por la influencia de las religiones ascéticas. Una de las explicaciones más sencillas es que Roma cayó debido a la fortaleza de los ataques germanos. Pero estos «bárbaros» siempre habían estado dispuestos a atacarla: las invasiones germanas no tuvieron éxito hasta que Roma estuvo debilitada internamente. De hecho, desde el siglo IV de nuestra era en adelante, cada vez más tribus germanas mostraban menos interés en destruir Roma que en convertirse en parte de ella. Muchas de esas tribus que invadirían el imperio occidental durante el siglo V eran en realidad aliadas, incitadas a la invasión por la intolerancia, la mala administración y los abusos romanos.
FRACASOS POLÍTICOS
Así pues, lo mejor es concentrarse en los problemas internos más graves de Roma. Algunos eran políticos. El fallo más evidente de la constitución romana bajo el Principado era la falta de una ley sucesoria clara. Cuando un monarca moría de repente, no había certeza sobre quién le iba a suceder, nadie lo sabía, y la consecuencia cada vez más habitual era la guerra civil. Por muchos logros que hubiera alcanzado Augusto, éste fue el mayor fallo de su sistema. En efecto, como la realidad del gobierno autocrático se disfrazaba detrás de formas republicanas, había poco que un emperador pudiera hacer para proporcionar una sucesión ordenada a una posición imperial que no existía de manera oficial. Mientras perduraron la prosperidad y la deferencia hacia las instituciones de la antigua Roma, las transiciones podían efectuarse más o menos suavemente. Pero del año 235 al 284 la guerra y la inestabilidad se alimentaron mutuamente. También avivó la guerra la falta de medios constitucionales para la reforma. Si los regímenes se volvían impopulares, como les sucedió a la mayoría a partir del año 180 de nuestra era, el único medio de alterarlos era derrocarlos. Pero recurrir a la violencia siempre engendra más violencia, en especial cuando la soldadesca se convierte en el árbitro del éxito o fracaso de un régimen imperial.
CRISIS ECONÓMICA
El Imperio romano también tuvo su cuota de problemas económicos, aunque las lecciones que deben extraerse de ellos siguen sin estar claras. Los peores problemas económicos de Roma se derivaron de su sistema esclavista y de la escasez de mano de obra. La civilización romana se basaba en las ciudades, y éstas existían en buena medida en virtud de un excedente agrícola producido por los esclavos, a los que se explotaba tanto que no solían reproducirse para aumentar sus filas. Hasta la época de Trajano (98-117 d. J.C.), las conquistas proporcionaron nuevos suministros de esclavos para mantener en funcionamiento el sistema, pero a partir de entonces la economía comenzó a quedarse sin combustible humano. Los terratenientes ya no podían ser tan derrochadores con la vida humana, la esclavitud de los barracones llegó a su fin y el campo produjo menos del excedente necesario para alimentar a las ciudades. El hecho de que no surgiera ningún avance tecnológico también puede atribuirse a la esclavitud. Más adelante, en la historia occidental, los excedentes agrícolas los produjeron las revoluciones tecnológicas, pero los latifundistas romanos mostraban indiferencia hacia la tecnología porque se pensaba que interesarse por ella era degradante. Mientras hubiera esclavos para hacer el trabajo, a los romanos les tenían sin cuidado los mecanismos que ahorraban mano de obra, y la atención a cualquier tipo de maquinaria se consideraba un signo de servilismo. Los terratenientes probaban su nobleza por su interés en las «cosas elevadas», pero mientras se dedicaban a contemplarlas, sus excedentes agrícolas se fueron agotando poco a poco.
La escasez de mano de obra también agravó los problemas económicos de Roma, sobre todo en Occidente. Con el fin de las conquistas exteriores y el declive de la esclavitud, había una necesidad apremiante de gente que labrara el campo, pero la presión de los bárbaros también suponía que hubiera una necesidad constante de hombres para servir en el ejército. Las epidemias de los siglos II y III redujeron abruptamente la población justo en el peor momento. Se ha calculado que entre el reinado de Marco Aurelio y la restauración del gobierno fuerte en el año 284 de nuestra era, se combinaron la enfermedad, la guerra y la tasa de nacimientos descendente para reducir la población del Imperio romano en un tercio. El resultado fue que no había suficientes agricultores para trabajar la tierra ni suficientes soldados para luchar contra los enemigos de Roma.
A pesar de todo esto, es importante recordar que la pobreza apenas había golpeado Roma. La riqueza seguía afluyendo a la sociedad desde Oriente, pero en las provincias occidentales, sobre todo, tendía a concentrarse en las manos de unas pocas familias. De forma gradual, éstas acumularon tan extensos privilegios que rara vez aportaban algo a las arcas del estado romano. De este modo, la carga del mantenimiento de las ciudades recayó cada vez más en una élite local que no podía soportarlo; cuando esos hombres se vieron reducidos a la pobreza o huyeron de las ciudades, la base urbana de la civilización romana clásica y sus ideales cívicos compartidos se socavaron aún más. Las diferencias regionales también se hicieron más pronunciadas y llevaron a una serie de movimientos secesionistas entre las provincias occidentales. Es posible que una enorme dedicación y esfuerzo por parte de su ciudadanía hubiera salvado el imperio, pero había muy pocos ciudadanos dispuestos a trabajar por el bien público. En última instancia, el declive de Roma estuvo marcado por la falta de interés entre sus ciudadanos en conservarlo. Como resultado, el mundo romano llegó a su fin, más que con estrépito, con un quejido.
LOGROS ROMANOS
La atención concedida a la dinámica del declive de Roma en Occidente no debe hacer que pasemos por alto los muchos aspectos en los que la sociedad romana alcanzó un éxito imponente. Ningún estado ha abarcado nunca tanto territorio, con un porcentaje tan grande de la población mundial bajo su dominio y durante un lapso tan largo. El gobierno romano mantuvo su vitalidad en Occidente desde el siglo I a. J.C. hasta el siglo V de nuestra era. En Oriente, el Imperio romano sobrevivió hasta 1453. Parte de ese éxito se debió a la capacidad del gobierno romano para crear y mantener sistemas de comunicación, comercio y transporte como ningún otro estado lo había hecho antes y como ninguno lo volvería a hacer hasta los tiempos modernos. Bajo estos éxitos se encontraba la fortaleza fundamental de la economía. Aunque se ha hablado mucho de su derrumbe en el siglo III de nuestra era y de su inflación galopante, los romanos habían mantenido una moneda relativamente estable y un comercio internacional próspero durante los cuatro siglos anteriores sin ninguno de los mecanismos o salvaguardas de una economía de mercado moderna, lo cual también constituye un logro sin precedentes.
Sin embargo, lo fundamental es que la supervivencia del Imperio romano fue un logro político. Su sistema político fue incluyente hasta un grado que no ha igualado jamás ningún imperio moderno. Mediante su disposición a extender los derechos a los no romanos, a permitir hasta a los provincianos convertirse en senadores y al final en emperadores, Roma otorgó una cuota de poder a su población que ningún imperio de Oriente Próximo o Grecia ni siquiera podría haber imaginado. Aunque los persas fueron tolerantes con las prácticas de cultos extranjeros, y los atenienses, generosos con los derechos políticos entre su propia ciudadanía, la extensión del poder político real a los «extraños» estaba fuera de cuestión. Para los romanos, la extensión de los derechos fue la clave de su éxito, del mecanismo del derecho latino al comienzo de Italia a la concesión de la ciudadanía a todos los habitantes del imperio con Caracalla. Como señaló una vez un prominente historiador de Roma, si el Imperio británico se hubiera mostrado tan dispuesto a extender sus derechos como el romano, la revolución americana no hubiera tenido lugar.
Resulta tentador creer que hoy guardamos muchas similitudes con los romanos: primero, porque Roma está más cerca de nosotros en el tiempo que las restantes civilizaciones de la Antigüedad; y segundo, porque Roma parece guardar un parentesco muy estrecho con el temperamento moderno. Se han citado a menudo las semejanzas entre la historia romana y la de Gran Bretaña o Estados Unidos en los siglos XIX y XX. Al igual que la estadounidense, la economía romana se desarrolló de un agrarismo sencillo a un complejo sistema urbano con problemas de desempleo, flagrantes disparidades de riqueza y crisis financieras. Como el Imperio británico, el Imperio romano se basó en la conquista. Y al igual que los imperios británico y estadounidense, aquél se justificó celebrando la paz que supuestamente llevaban al mundo sus conquistas.
Sin embargo, en última instancia, esos paralelismos son superficiales. Roma era una sociedad antigua, no una moderna, que difería profundamente de todas las sociedades del mundo moderno occidental. Como ya se ha señalado, los romanos desdeñaban las actividades industriales. Tampoco tenían idea alguna sobre el estado nacional moderno; su imperio se parecía más a un conjunto de ciudades que a una comunidad territorial y política integrada. Los romanos no desarrollaron nunca un gobierno representativo adecuado ni resolvieron el problema de la sucesión al poder imperial. Sus relaciones sociales tampoco eran comparables con las de los siglos más recientes. La economía se fundaba en la esclavitud hasta un grado no igualado en ninguna sociedad moderna. La tecnología era primitiva; la estratificación social, extrema; y las relaciones de género, muy desiguales. La religión se basaba en la asunción de que la práctica religiosa y la vida política eran inseparables, y los emperadores eran adorados (sobre todo en Oriente) como dioses vivientes.
No obstante, la civilización de Roma ejerció gran influencia sobre las culturas posteriores. Las formas arquitectónicas romanas sobreviven hasta nuestros días en el diseño de muchos edificios gubernamentales y sus estilos de vestir los continúa utilizando el clero de varias iglesias cristianas. El derecho romano pasó a la Edad Media y a los tiempos modernos a través del código del siglo VI del emperador Justiniano (véase el capítulo 6). Los jueces siguen citando máximas legales acuñadas por Cayo o Ulpiano; y los precedentes legales del siglo III continúan siendo válidos en los sistemas legales de casi todos los países de Europa continental y el estado estadounidense de Luisiana. La escultura romana proporcionó el modelo en el que se basa la práctica totalidad de la escultura moderna, y los escritores romanos marcaron las pautas de la composición en prosa en Europa y América hasta el siglo XX. Incluso la organización de la Iglesia católica se adaptó de la estructura del estado romano; hoy el papa lleva el título de supremo pontífice (pontifex maximus), otrora ostentado por el emperador en su papel real como cabeza de la religión cívica romana.
Pero quizá la contribución más importante de Roma al futuro fuera su papel en la transmisión de la civilización griega a lo ancho y largo de su imperio. Cuando al final el Imperio romano unido se derrumbó, surgieron tres civilizaciones sucesoras diferentes para ocupar sus antiguos territorios: Bizancio, el islam y Europa Occidental. Cada una de estas civilizaciones se caracterizaría por una tradición religiosa distintiva y cada una adoptaría diferentes aspectos de su herencia romana. Sin embargo, lo que estas tres civilizaciones occidentales compartían era una herencia cultural común derivada de Grecia a través de Roma, una herencia de urbanismo, cosmopolitismo, imperialismo e instrucción que marcaría para siempre a Occidente como experimento único en la historia humana.
Esta herencia cultural sería el epitafio de Roma; y a mediados del siglo III puede que pareciera que un epitafio era cuanto se necesitaba para poner término al Imperio romano. Pero en realidad éste no se derrumbó. Prosiguió para disfrutar de varios siglos más de vida. Roma no cayó en el siglo III, en el IV o ni siquiera en el V, pero sí se transformó, y en este estado transformado la herencia romana pasaría a las civilizaciones occidentales de la Edad Media. A esas transformaciones dedicaremos ahora nuestra atención.
La editorial Gredos y la Biblioteca de Clásicos de Grecia y Roma de Alianza Editorial, entre otras, ofrecen traducciones fiables de los autores romanos.
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