CAPÍTULO 4

La expansión de Grecia

La tragedia suprema de los griegos fue que no lograron resolver el problema del conflicto político interno. El siglo V había terminado con una guerra de desgaste debilitadora y destructiva entre Atenas y Esparta; el siglo IV continuó en buena parte por el mismo camino, pues las poleis principales —Esparta, luego Tebas y, después, otra vez Atenas— no cejaban de competir por el dominio dentro del mundo griego. Pero el carácter independiente de la vida política no podía aguantar tal dominio por mucho tiempo, y tan pronto como parecía que una gran polis estaba a punto de hacer realidad su meta, se formaba una coalición de enemigos antes ancestrales para derrotarla. Pese a las abundantes invocaciones a que se dejaran de lado las diferencias locales y se unieran en una causa común, los griegos no podían escapar de su herencia de particularismo.

Las dificultades sociales y económicas también aumentaron debido a las guerras civiles de motivos ideológicos dentro de las poleis y a la beligerancia endémica que existía entre ellas. La fe en los viejos ideales igualitarios decayó cuando se abrió una gran brecha entre ricos y pobres. Los ricos fueron abandonando cada vez más la política, a la vez que el número de ciudadanos libres se reducía porque los hombres y las mujeres libres, acuciados por la pobreza, caían en la esclavitud. El resultado fue la desesperación y el cinismo.

La época no careció de energía creativa. En el siglo IV florecieron la filosofía, la ciencia y la literatura, pues hubo hombres de talento que rechazaron los caprichos de la vida pública y dedicaron su atención a la vida de la mente. Cuando el sistema de la polis entró en declive, pensadores serios debatieron sobre qué era, cómo y por qué funcionaba, así como de qué modo podía mejorarse. Pero incluso los mejores de estos pensadores permanecieron encerrados dentro de su mundo restringido.

El equilibrio inestable del ámbito griego quedó hecho añicos en la segunda mitad del siglo IV por la aparición repentina del reino de Macedonia. Las extraordinarias conquistas de Filipo de Macedonia unificaron Grecia; las de su hijo Alejandro Magno extendieron la cultura griega por la fuerza de las armas de Egipto a Persia y las fronteras de la India. El imperio de Alejandro no perduró, pero la cultura helenística (en contraposición a helénica) y cosmopolita a la que dio lugar se convirtió en la influencia más poderosa y dominante que conocería Oriente Próximo hasta el ascenso del islam casi mil años después.

Fracasos de la polis del siglo IV a. J.C.

Apenas hay nada a comienzos del siglo IV a. J.C. que haga sugerir que la mayor época de influencia cultural griega todavía estaba por llegar. La guerra del Peloponeso había dejado Esparta como potencia preeminente del mundo griego, pero sus ciudadanos mostraron poco talento para la posición que su victoria inesperada les había confiado. En política interior, los espartanos continuaban muy divididos sobre la conveniencia de enviar a sus fuerzas más allá de sus fronteras, mientras que en política exterior demostraron menos freno que los atenienses en su trato de mano dura hacia sus súbditos-aliados. En el año 395 una parte considerable de Grecia —incluidos enemigos tan tradicionales como Atenas, Argos, Corinto y Tebas— se unió contra Esparta en la denominada guerra de Corinto (395-387 a. J.C.). Por su parte, los espartanos fueron capaces de solucionar el conflicto imponiendo a sus vecinos griegos una paz gestada desde el exterior con la ayuda y garantía de los persas. Este modelo se repetiría una y otra vez durante los próximos cincuenta años, en los que la ventaja fue pasando de forma paulatina a Persia.

LA LUCHA POR LA HEGEMONÍA

Después de la guerra de Corinto, los espartanos emplazaron una guarnición en Tebas durante cuatro años, hecho que constituyó una grave afrenta a la libertad de otra gran polis. Cuando los tebanos recuperaron su autonomía, eligieron como líder a Epaminondas, feroz patriota y genio militar. Durante décadas los griegos habían experimentado con la forma básica de la falange hoplita, a la que añadieron escaramuzas ligeras y arqueros para aumentar su efectividad. Ahora Epaminondas fue más lejos. Imitando el sistema espartano, formó una unidad de élite hoplita conocida como la «Banda Sagrada Tebana», compuesta por ciento cincuenta parejas homosexuales. También desarrolló tropas de armamento ligero, y a comienzos de la década de 370 ya estaba preparado para otra prueba de fuerza con los espartanos.

Los ejércitos tebano y espartano entablaron combate en Leuctra en el año 371. Epaminondas abandonó la tradición y colocó a sus mejores tropas (la Banda Sagrada) no en el flanco derecho de su formación, sino en el izquierdo. Alineó en el flanco izquierdo de su falange una profundidad de cincuenta filas de soldados, sorpresa que disimuló con una lluvia de flechas y jabalinas. Cuando las dos partes se encontraron, el peso del flanco izquierdo tebano aplastó al flanco derecho espartano, y una vez que sus mejores tropas fueron sobrepasadas, la falange espartana se derrumbó. Epaminondas prosiguió su victoria marchando por Mesenia y liberando a los ilotas. El poder espartano —y, en cierto sentido, su sociedad— había terminado. De la noche a la mañana Epaminondas había reducido Esparta a una simple potencia local.

Cuando el poder tebano aumentó, también lo hizo la animosidad de las restantes poleis griegas en su contra. En el año 371 Atenas había apoyado a Tebas contra Esparta, pero cuando los tebanos y los espartanos volvieron a enfrentarse en el año 362, los atenienses se aliaron con los espartanos. Aunque el ejército tebano consiguió de nuevo la victoria, Epaminondas cayó en la batalla, y la hegemonía tebana murió con él. Atenas intentó llenar el vacío estableciendo una confederación naval, organizada de modo más equitativo que la Confederación de Delos. Pero pronto volvieron a abusar de sus aliados y la confederación se disolvió en rebeliones. De este modo, Grecia continuó siendo una constelación de estados guerreros diminutos, muy debilitados por las luchas entre sí.

Las poleis también estaban acosadas por la agitación interna. Atenas se había librado de las revoluciones políticas que muchas otras ciudades sufrían debido sobre todo a que los Treinta Tiranos habían desacreditado la causa de la «oligarquía»; pero en el resto del mundo griego empeoraron las disputas entre demócratas y oligarcas. Incluso se llegó a descubrir un golpe de estado abortado en Esparta, planeado por un espartiata que había perdido sus derechos ciudadanos y esperaba congregar a los elementos desafectos de la sociedad.

CRISIS SOCIALES Y ECONÓMICAS

La guerra incesante, combinada con las luchas políticas internas, afectó profundamente a la sociedad y la economía del mundo griego. Incluso ciudades tan ricas como Atenas y Esparta habían agotado sus recursos por la guerra. Muchas fortunas personales se habían perdido y mucha gente había sido arrojada de su casa o reducida a la esclavitud. Las aldeas del campo habían sido arrasadas, algunas de forma repetida, al igual que las tierras agrícolas de toda Grecia. La destrucción de huertos y viñedos fue particularmente devastadora debido al largo tiempo que se tarda en poner en producción olivos y cepas; pero incluso la tierra arable era ahora menos productiva que antes. Como resultado, los niveles de vida descendieron de manera considerable durante el siglo IV. Aunque los precios crecieron en general en torno al 50 por ciento (y algunos productos básicos triplicaron y cuadruplicaron su coste), los salarios permanecieron más o menos invariables. Aumentaron los impuestos, y en Atenas se exigió a los ricos que emplearan sus bienes personales para financiar la construcción de teatros y edificios públicos, el mantenimiento de los barcos de guerra y la celebración de festivales. Con todo, la hacienda estatal no volvió a hallarse nunca tan desahogada como en el siglo V, y el ambicioso gasto público asumido por los tiranos o Pericles no se conoció en la polis del siglo siguiente.

El desempleo estaba muy extendido, sobre todo entre la población en aumento de las ciudades. Durante la guerra, los hombres podían encontrar trabajo como remeros o soldados al servicio de su ciudad; cuando llegaba la paz, muchos pasaban a convertirse en mercenarios. Los estados griegos de Sicilia e Italia contrataban mercenarios de la Grecia continental, al igual que lo hizo Esparta para reforzar sus campañas en Asia Menor. También un pretendiente al trono persa contrató un ejército mercenario compuesto en su mayoría por soldados griegos en un intento de derrocar a su hermano mayor, el monarca reinante. Estos diez mil mercenarios griegos se abrieron paso luchando hasta el centro del Imperio persa y, cuando el pretendiente cayó en la batalla, tuvieron que seguir combatiendo para volver a su tierra. Fue una asombrosa demostración de lo que podía conseguir un minúsculo ejército griego en suelo persa.

El servicio mercenario de larga duración en el extranjero causó trastornos en la cultura basada en la unidad familiar de muchas poleis griegas. Cuando los mercenarios no encontraban trabajo fuera, es probable que se dedicaran a aterrorizar la campiña, pillajes que se sumaban al ciclo desastroso de destrucción, inflación y sobrepoblación causado por la insuficiencia de la tierra.

La respuesta cultural e intelectual

El desmoronamiento de la sociedad de la polis durante el siglo IV tuvo una enorme repercusión en la filosofía, las artes y el pensamiento político. Esta evolución puso los cimientos para las innovaciones creativas aún más asombrosas de la era helenística. A veces los estudiosos han presentado la cultura del siglo IV como si constituyera un declive de los grandes logros artísticos e intelectuales del siglo V a. J.C., pero este veredicto tan general es injustificado, porque no sólo infravalora las continuidades que hubo entre ambos siglos, sino también la originalidad y creatividad de estos nuevos avances.

ARTE Y LITERATURA

Cuando comenzó el siglo IV a. J.C., los escultores ya pretendían conseguir mayor sensación de realismo, sobre todo en el retrato. El realismo había sido el sello del arte clásico, pero en este siglo los artistas se propusieron todavía más representar los objetos tal y como los veían en lugar de mostrarlos de una forma idealizada y dignificada. Asimismo, prestaron mayor atención a la vida y al movimiento, tendencia que culminaría en las impresionantes obras del período helenístico.

El teatro, en contraste, cambió profundamente. No surgieron en este siglo autores que igualaran a los grandes creadores de tragedias de la edad dorada ateniense. Parece que el público prefería las tragedias de Sófocles, Esquilo y Eurípides a las obras de sus contemporáneos. Tampoco el genio cómico de Aristófanes tuvo verdaderos sucesores en el siglo IV, aunque durante su vida su estilo mordaz y satírico fue cediendo paso a obras más suaves y menos provocativas que guardan cierta semejanza con las comedias actuales de la televisión. Fue este nuevo estilo el que puso los cimientos para la «Nueva Comedia» de los siglos IV y III a. J.C.

Tal vez la innovación más sorprendente en las obras dramáticas del siglo IV sea la huida del comentario social y político. En el teatro, el público buscaba diversión y evasión; ya no le preocupaba la crítica mordaz de la sociedad y los personajes prominentes en los que Aristófanes había sido pionero. El humor de la comedia se basaba ahora en la confusión de identidades, enredos familiares, malentendidos cómicos y rupturas de la etiqueta. Tendencias similares se reflejan en la novela, un nuevo género literario que surgió durante el siglo IV. Ahí también los amantes se enfrentan a obstáculos extraordinarios, pero sus asuntos casi siempre terminan felizmente, con los amantes reunidos después de peligrosas aventuras y una larga separación.

El más famoso comediógrafo de la época fue Menandro (342-292 a. J.C.). La mayoría de su obra nos ha llegado en fragmentos, y algunos críticos modernos sostienen que sus comedias pueden resultar afectadas y artificiales. Sin embargo, para sus contemporáneos y también para los romanos (quienes basaron su propia tradición de comedia en el trabajo de este autor y sus contemporáneos), sus obras triviales y ligeras de la vida diaria tenían un gran atractivo.

EL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y POLÍTICO EN LA ERA DE PLATÓN Y ARISTÓTELES

El cambio intelectual comenzado por Sócrates fue proseguido con brillantez por su discípulo más aventajado, Platón. Nacido en Atenas en una familia aristocrática hacia el año 429 a. J.C., se unió al círculo de Sócrates de joven y pronto vio cómo condenaban a muerte a su mentor. Esta experiencia le causó una impresión tan indeleble que desde entonces hasta su muerte, en torno al año 349 a. J.C., rechazó la participación política directa y se dedicó a reivindicar a su maestro construyendo un sistema filosófico basado en los preceptos socráticos. Platón enseñó este sistema en Atenas en una escuela informal (sin edificios, matrícula ni programa de estudios establecido) llamada la Academia, y también escribiendo una serie de diálogos (tratados compuestos de forma dramática) en los que Sócrates era el personaje principal. Los diálogos platónicos, entre los que destacan por su importancia Fedro, El banquete y La República, son obras duraderas de la literatura, así como las primeras obras completas conservadas de la filosofía.

Platón estaba influido por los dos mundos en los que vivió. De joven había observado a su maestro participar en el relativismo de los sofistas; de adulto vivió en un mundo que cambiaba con tanta rapidez que le hizo perder la fe en las verdades absolutas. Comprendió que para combatir el escepticismo y refutar a los sofistas era necesario dotar a la ética de una base segura: su doctrina de las Ideas. Concedió que la relatividad y el cambio son características del mundo que percibimos con nuestros sentidos, pero negó que ese mundo de apariencias fuera una base apropiada para la filosofía. Existe un ámbito más elevado, espiritual, compuesto por formas eternas de Ideas que sólo puede captar la mente. Estas Ideas inmutables no son meras abstracciones, sino que poseen una existencia real. Cada una es el modelo de cierta clase de objetos, o de relación entre objetos, en la tierra. De este modo, hay Ideas de silla, árbol, forma, color, proporción, belleza y justicia. La más elevada es la Idea del Bien, la causa y principio rector del universo. Las cosas que percibimos a través de los sentidos no son más que copias imperfectas de las realidades supremas, las Ideas, y están relacionadas con ellas como las sombras con los objetos materiales. Al comprender y contemplar el Bien, se puede lograr la meta suprema de la realización a través de la virtud.

Entendiendo que sería difícil alcanzar una vida virtuosa en una sociedad llena de agitación, Platón abordó la política en uno de sus más famosos diálogos, La República, el primer tratado sistemático de filosofía política que se ha escrito. Como Platón buscaba la armonía y el orden social, y no la libertad o la igualdad, defendió un estado elitista en el que la mayoría de la gente —los campesinos, los artesanos y los comerciantes— sería gobernada por un grupo intelectualmente superior de «guardianes», a los que se escogería por sus excelentes atributos naturales de inteligencia y carácter. Todos los guardianes servirían primero como soldados, y vivirían juntos sin propiedad privada; los que resultaran más inteligentes recibirían entonces mayor educación y acabarían por convertirse en «reyes-filósofos». Estos gobernantes ilustrados se encargarían de que todos los aspectos de la vida estuvieran subordinados a la Idea del Bien y, a su vez, elegirían sólo a los más inteligentes para sucederlos. A los comentaristas posteriores este ideal de ser gobernados por los más inteligentes les ha parecido a menudo atractivo, pero preguntan a Platón: «¿Quién guardará a los guardianes?». Su sistema daba por sentado que los gobernantes bien educados jamás serían corrompidos por el poder o la riqueza, proposición que todavía ha de demostrarse en la práctica.

El pensamiento aristotélico

Estas consideraciones prácticas fueron más propias del pensamiento del mejor discípulo de Platón, Aristóteles (384-322 a. J.C.). Hijo de un médico, aprendió de su padre la importancia de observar con cuidado los fenómenos naturales. Aceptó la asunción de Platón de que hay algunas cosas que sólo puede captar la mente, pero su sistema filosófico se basó en la confianza en que la mente humana podía comprender el universo a través de la ordenación racional de la experiencia sensible. En contraste con Platón, quien pensaba que todo lo que vemos y tocamos no es más que un reflejo poco fiable de una verdad intangible, Aristóteles creía en la realidad objetiva de los objetos materiales y pensaba que la investigación sistemática de las cosas tangibles, combinada con la indagación racional sobre cómo funcionan, podía originar la plena comprensión del orden natural y del lugar que ocupaban en él los seres humanos.

Aristóteles investigó una amplia variedad de temas en tratados separados pero interrelacionados sobre lógica, metafísica, ética, poética y política. Fue el primer lógico formal conocido en la historia humana y probablemente el mejor. Estableció reglas para el silogismo, una forma de razonamiento en el que ciertas premisas llevan de manera inevitable a una conclusión válida, e instauró categorías precisas para sustentar todo análisis filosófico y científico, como sustancia, cantidad, relación y lugar. Su credo central era que todas las cosas del universo están constituidas por la impronta de la forma sobre la materia. Se trataba de un compromiso entre el platonismo, que tendía a ignorar la materia, y el materialismo más puro, que no veía más patrones en el universo que los accidentes de la materia incidiendo sobre la materia. Para Aristóteles las formas son las fuerzas determinantes que moldean el mundo de la materia; de este modo, la presencia de la forma de la humanidad moldea y dirige el embrión humano hasta que se acaba convirtiendo en un ser humano. Puesto que todo tiene una forma determinante, el universo de Aristóteles es teológico; es decir, todo elemento y toda clase de elementos se encaminan de forma inherente hacia su propio fin particular. Así pues, el universo aristotélico está en estado constante de movimiento, pues todo dentro de él se mueve hacia su forma perfeccionada suprema (conocida en griego como telos).

La filosofía moral de Aristóteles se expresó más plenamente en la Ética a Nicómaco, si bien también aparecen importantes aspectos de sus ideas en la Política. Pensaba que el bien supremo consiste en el funcionamiento armónico de la mente y el cuerpo del individuo. Los seres humanos difieren de los animales en virtud de sus capacidades racionales y, por tanto, encuentran la felicidad ejercitándolas apropiadamente. Para la mayoría de las personas esto significaría ejercer la razón en los asuntos prácticos. La buena conducta es la virtuosa, y la virtud reside en el justo medio: valor en lugar de temeridad o cobardía; templanza en lugar de complacencia excesiva o abnegación ascética. Sin embargo, mejor que la vida práctica es la vida contemplativa, pues permite a los pocos hombres dotados para ella por la naturaleza ejercer al máximo sus capacidades racionales. Así pues, Aristóteles creía que los filósofos eran los más felices de los hombres, pero comprendía que ni siquiera ellos podían dedicarse a la contemplación ininterrumpida. Además, como persona práctica, consideraba necesario que intercalaran sus actividades especulativas con la vida práctica en el mundo real.

Mientras Platón concebía la política como un medio para un fin, la consecución ordenada del Bien sobrenatural, Aristóteles pensaba que era un fin en sí misma, el ejercicio colectivo de la vida buena. Pero también daba por sentado que algunas personas —«los bárbaros»— no eran plenamente humanas y, por tanto, estaban destinadas por la naturaleza a ser esclavas. También excluía a las mujeres de la vida de la polis y, de este modo, de la medida plena de humanidad, puesto que no podían compartir la vida del estado en el que las facultades racionales humanas gozaban de su ejercicio más completo. Por su parte, todos los ciudadanos varones estaban destinados a participar, pues, según sus palabras, «el hombre es un animal político» (o, para ser más fieles con el griego, «una criatura de la polis»). Sin embargo, este planteamiento no significaba que la mejor forma de gobierno fuera la democracia; como Platón, Aristóteles la consideraba una forma de gobierno «degradada». Prefería la organización política en la que se combinaban elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos mediante controles y equilibrios. Dicho gobierno permitiría a los hombres libres darse cuenta de sus potenciales racionales al mostrarles que estaban situados en la jerarquía natural por encima de los animales y justo debajo de los dioses.

A pesar de su brillantez y originalidad, Platón y Aristóteles no fueron capaces de pensar fuera del marco de su mundo del siglo IV. Su respuesta a los males de la sociedad no fue reestructurar la vida política griega, sino mejorar la vida de una polis particular. En efecto, ambos filósofos indicaron que poleis como Atenas o Tebas eran ya demasiado grandes para funcionar como ciudades ideales. Ambos imaginaron una sociedad perfecta compuesta por unos cuantos miles de hogares, dedicados en buena medida a la agricultura y viviendo en una sociedad participativa, cara a cara. Aunque la civilización griega había comenzado en un mundo como ése, las realidades de la vida política del siglo IV eran muy diferentes. El hecho de que Platón y Aristóteles llegaran a considerar el problema confirma su reconocimiento de que algo iba mal en la polis, pero la respuesta fue la reorganización del sistema existente, no algo nuevo en su lugar.

Jenofonte e Isócrates

Otro producto de la tradición intelectual socrática fue Jenofonte, contemporáneo de Platón. Había prestado servicio en el ejército mercenario que luchó en Persia y también había combatido para el rey espartano Agesilao en Asia Menor. Desilusionado con lo que habían hecho sus conciudadanos atenienses con su maestro Sócrates, vivió la mayoría de su vida en un cómodo exilio en territorio espartano. Allí compuso historias (incluida la de los diez mil griegos que se abrieron paso combatiendo para volver de Persia), biografías, sus recuerdos de Sócrates y tratados sobre la monarquía ideal, la constitución espartana, la administración de la casa (el Oikonomikos, raíz de la palabra economía) y sobre la crianza de perros de caza. Como la mayoría de los griegos, Jenofonte asumía que el buen gobierno debía buscarse mediante modelos y dechados de moral, lo que le llevó a embellecer u omitir hechos que no contribuían a la elevación moral. Con todo, se daba cuenta de que el mundo había cambiado a peor, punto que remachó cuando contempló cómo Epaminondas debilitaba el estado que Jenofonte tanto admiraba, Esparta. Tanto lo despreciaba, que en su «continuación» de la historia de Tucídides se negó a registrar el nombre del dirigente tebano.

El orador ateniense Isócrates (436-338 a. J.C.) también se dio buena cuenta de que algo había salido muy mal. De nuevo, su solución no fue una revisión general de la polis griega o la creación de formas mayores de organización política. Lo que propuso fue una ingente invasión de Persia dirigida por un hombre de visión y habilidad, alguien capaz de unir el mundo griego en su causa. Isócrates dedicó la mayor parte de su vida a buscar a ese hombre; durante un tiempo se decidió por Agesilao de Esparta y otras veces por tiranos de las partes occidental y septentrional del mundo griego. Hacia el final de su vida empezó a pensar que el indicado era un hombre al que la mayoría de los atenienses no consideraba griego: Filipo II, rey de Macedonia. Isócrates envió una carta abierta a Filipo en la que detallaba los males del mundo griego y declaraba que se necesitaba una acción magistral para rescatarlo de su ciclo interminable de autodestrucción.

El ascenso de Macedonia y las conquistas de Alejandro

A mediados del siglo IV, los griegos estaban tan inmersos en la agitación política y socioeconómica que al principio apenas se percataron del creciente poder de Macedonia, reino situado en los bordes septentrionales del mundo griego. Tenían pocos motivos para hacerlo, pues hasta el siglo IV Macedonia había sido un reino débil, gobernado por una casa real con escasa fuerza incluso para controlar a su nobleza y acosada por las intrigas y la ambición asesina. Hasta fecha tan reciente como la década de 360, parecía tambalearse hacia el derrumbe, rodeada de vecinos bárbaros que estuvieron a punto de invadir el reino. La mayoría de los griegos consideraba bárbaros a los macedonios, pese al esfuerzo de unos cuantos reyes por añadir un poco de cultura helénica a su corte. (Un rey de finales del siglo V había logrado invitar a Eurípides y a Sófocles a Macedonia; Sócrates había rechazado una petición similar.) Así pues, cuando un joven y enérgico rey macedonio llamado Filipo II consolidó los Balcanes meridionales bajo su dominio, muchos patriotas griegos lo vieron como un acontecimiento no menos preocupante que la aproximación de los «bárbaros» persas en el siglo V.

EL REINO DE FILIPO II, 359-336 A. J.C.

Filipo llegó al trono de Macedonia tras la muerte de su hermano mayor durante un combate contra una invasión bárbara. Éste había dejado como heredero a su hijo pequeño y Filipo se nombró regente, pero pronto prescindió de esta ficción y ocupó el trono. En el año 356 ya se consideraba el rey sin lugar a dudas; ese mismo año le nació un hijo, al que llamó Alejandro y señaló como su sucesor.

El primer problema de Filipo fue estabilizar su frontera norte. Mediante una combinación de guerra y diplomacia, sometió a las tribus del sur de los Balcanes e incorporó su territorio a Macedonia. Su éxito tuvo mucho que ver con la reorganización del ejército. De niño, Filipo había sido rehén en la corte de Epaminondas; como era observador, tal vez aprendió algo al ver al general tebano. En cualquier caso, Filipo convirtió la falange macedonia de un ejército campesino mal organizado en una máquina de combate bien entrenada y armada. Los recursos minerales de los que se había apoderado al inicio de su reinado le proporcionaron la riqueza necesaria para crear lo que en esencia era un ejército profesional, pues una sola de sus minas de oro producía tanto al año como había recaudado en el mismo período la Confederación de Delos en su punto culminante. Filipo también organizó una escuadra de caballería de élite —los Compañeros— que luchaba junto al rey. Estos jinetes de élite provenían de la nobleza; Filipo esperaba inspirar un mayor espíritu de cuerpo entre ellos, así como una lealtad más profunda hacia la casa real. Reclutaba a los futuros Compañeros (y obtenía valiosos rehenes) mandando a los hijos más prometedores de la nobleza a su capital en Pella, donde los formaba como pajes con el príncipe heredero, Alejandro. Mediante una serie de matrimonios dinásticos, Filipo también consiguió ganarse la buena voluntad y la alianza de muchos reinos vecinos.

El creciente poder de Macedonia alarmó a algunos personajes del mundo griego, entre los que destacó un orador ateniense llamado Demóstenes. Mientras algunos griegos, como Isócrates, veían en Filipo una respuesta potencial a los infortunios de Grecia, Demóstenes y otros creían que era un agresor medio bárbaro cuyo designio supremo era acabar con la independencia de las poleis y someter Grecia a su dominio.

Era indudable la amenaza que ahora planteaba Filipo; pero Demóstenes y otros atenienses malinterpretaron sus verdaderos objetivos. La expansión de Filipo por el norte no se dirigía a Atenas, sino a asegurar sus fronteras y los recursos necesarios para apoyar la invasión de Persia. A partir del año 348 mostró mucho interés en propiciarse a las principales poleis griegas, en especial Atenas. Llegado el momento, incluso propuso una alianza en virtud de la cual los atenienses proporcionarían la flota bélica para la invasión que proyectaba del Imperio persa y, a cambio, él apoyaría su pretensión de obtener la hegemonía sobre Grecia. Los atenienses hicieron caso del consejo de Demóstenes y se negaron a colaborar con Filipo. Este error de cálculo resultaría desastroso.

La imposibilidad de llegar a algún acuerdo con Atenas pese a los agotadores esfuerzos diplomáticos de Filipo acabó llevando a la guerra entre los macedonios, en un bando, y Atenas, Tebas y varias poleis menores, en el otro. (Esparta permaneció al margen.) En la batalla de Queronea en el año 338 a. J.C., los macedonios obtuvieron una estrecha victoria sobre los atenienses y sus aliados. A continuación Filipo convocó a los delegados de toda la Grecia continental en Corinto, donde estableció una nueva liga. En términos generales, dejó intacta la independencia de las principales poleis griegas. El objetivo primordial de la «Liga de Corinto» era proporcionar fuerzas para la invasión de Asia Menor, con Filipo como jefe militar, pero también desempeñaba cierto papel en el mantenimiento de la paz entre las poleis griegas rivales.

Filipo no llegó a hacer realidad su sueño de invadir el territorio persa. En una fiesta celebrada en Macedonia en el año 336 a. J.C., un amante despechado se abalanzó contra el rey y lo asesinó. La monarquía recayó entonces en el joven de veinte años que había mandado la caballería de su padre en Queronea, Alejandro III. Los griegos lo conocerían como Alejandro Poliorcetes, el «saqueador de ciudades»; para los romanos, a quienes los conquistadores les impresionaban mucho más que a los griegos, sería Alejandro Magno.

LAS CONQUISTAS Y EL REINADO DE ALEJANDRO, 336-323 A. J.C.

Alejandro resulta una figura difícil de entender para los historiadores, no menos porque durante su vida ya se había creado a su alrededor una leyenda romántica sobre sus hazañas. Los investigadores han visto en él un visionario y un genio, además de un carnicero; lo que hizo fue nada menos que transformar el mundo, convirtiendo la cultura griega de un territorio provinciano a pequeña escala en una cultura mundial y difundiéndola a distancias tan lejanas como los estados actuales de Afganistán y Pakistán.

Sus victorias militares son bien conocidas. Después de sofocar primero las revueltas que estallaron en Grecia tras la muerte de su padre, en el año 334 ya estaba preparado para invadir el Imperio persa, entonces bajo el mando de Darío III. Persia sufría debilidades internas desde hacía más de una década. A Darío III lo había colocado en el trono un visir intrigante que pretendía controlar al joven noble, pero que descubrió que su marioneta tenía designios propios. Darío mató al intrigante y después gobernó con destreza durante los pocos años de paz que disfrutó hasta la aparición de Alejandro en Asia.

El rey macedonio obtuvo una serie de asombrosas victorias que comenzaron en el noroeste de Asia Menor. Llegó un momento en que Darío le ofreció cederle sus posesiones occidentales a cambio de su familia (a la que Alejandro había capturado en batalla) y un tratado de paz. El mariscal de campo de Alejandro, Parmenio, le aconsejó: «Si yo fuera tú, lo aceptaría». Alejandro replicó: «Y yo también, si yo fuera Parmenio». Antes de los tres años del inicio de su invasión, Alejandro había sometido Anatolia y la costa sirio-palestina, y había separado Egipto del Imperio persa. Durante el tiempo que pasó en Egipto, parece que Alejandro reflexionó sobre lo que ya había logrado y poco a poco llegó al convencimiento de que tenía cualidades sobrehumanas. En efecto, para muchos ya había conseguido más de lo que habría cabido esperar de los dioses insignificantes y pendencieros del monte Olimpo, que parecían empequeñecerse todavía más en comparación con lo que el monarca y su brillante cuadro de oficiales seguían alcanzando.

En septiembre del año 331 a. J.C., Darío reunió las fuerzas restantes de su imperio para hacer frente al ejército greco-macedonio de Alejandro en lo que hoy es el norte de Irak. En la batalla de Gaugamela, Alejandro destruyó al ejército persa. Darío huyó a las montañas, donde fue capturado y asesinado por un jefe tribal que quería congraciarse con Alejandro. Pero como nuevo rey de Persia, Alejandro ejecutó al jefe por haber matado a su predecesor. La primavera siguiente destruyó la capital persa de Persépolis para que no sirviera de punto de encuentro de la resistencia persa.

Durante los años siguientes Alejandro avanzó por las montañas de Bactria (Afganistán actual), donde se libraron los combates más duros de la campaña. Por fin consiguió conquistar buena parte de la región, pero su dominio fue débil. Entre los bactrianos encontró a la mujer que convertiría en su reina, Roxana. Desde allí descendió por el valle del Indo, en el que encontró una tenaz resistencia. En la desembocadura del Indo sus soldados se amotinaron y se negaron a proseguir el ataque. A su pesar, Alejandro los dirigió de vuelta hacia Babilonia, donde llegaron a finales del año 324 a. J.C.

Es difícil precisar qué pretendía hacer Alejandro con su nuevo imperio. Algunos estudiosos lo ven como un simple pirata, inclinado a la conquista y el saqueo en una búsqueda interesada de la gloria digna de los héroes homéricos de quienes declaraba descender. Otros rebaten esta postura y señalan la fundación sistemática de poleis de estilo griego a lo largo de la ruta de sus campañas. Estas nuevas ciudades no sólo servían como guarniciones para controlar a las poblaciones autóctonas, sino también como focos de la cultura griega. No hay que olvidar tampoco el extravagante matrimonio en masa al que obligó a sus oficiales, al imponerles el abandono de sus esposas y la aceptación de nobles persas como novias. Este acto, contemplado en otro tiempo como un reflejo del supuesto deseo visionario de Alejandro de eliminar las distinciones étnicas dentro de su imperio, ahora se considera un intento de crear una nueva nobleza que no fuera leal a los intereses macedonios ni persas, sino únicamente a él y a sus sucesores. Alejandro no dio pasos realistas con miras a crear una administración para su nuevo reino, aunque sí trasladó a algunos oficiales y grupos de veteranos en un intento de redistribuir ciertas responsabilidades. Nuestras fuentes dan a entender planes para proseguir las conquistas, quizá de Arabia o puede que de Italia y Sicilia al oeste. Teniendo en cuenta lo que conocemos de él, es difícil imaginarlo satisfecho con lo que ya había hecho.

Nunca lo sabremos con certeza. A finales de mayo del año 323, Alejandro cayó enfermo con síntomas de malaria y, sin prestar atención a los consejos de sus médicos, continuó representando el papel de rey homérico, bebiendo en abundancia y haciendo esfuerzos imprudentes. A menudo había resultado herido en la batalla durante el curso de su carrera y sin duda su cuerpo estaba resentido. Su estado físico se fue deteriorando, hasta que el 10 de junio del año 323 a. J.C. murió, cuando aún no había cumplido treinta y tres años. Sus amigos y oficiales, reunidos alrededor de su lecho de muerte, le preguntaron a quién deseaba dejar su imperio. Una fuente declara que, justo antes de perder la conciencia, una sonrisa irónica adornó su cara y susurró: «Al más fuerte». Eso podía significar a cualquiera de los generales brillantes y ambiciosos que lo rodeaban, que eran los segundos del rey en prestigio y destreza marcial.

Los reinos helenísticos

Después de la muerte de Alejandro, se desataron luchas épicas entre quienes querían mantener unido el reino, los que deseaban demarcar sus propios reinos y, entre estos últimos, quienes querían la mayor parte posible. Las guerras e intrigas que se sucedieron en las dos generaciones posteriores a la muerte del gran conquistador son demasiado complejas para describirlas en detalle. Sin embargo, en el año 275 a. J.C. ya habían surgido tres ejes separados de poder militar y político, cada uno con un planteamiento claro a pesar de sus orígenes comunes y su clase gobernante greco-macedonia. Uno de los rasgos llamativos del período es la renovación de antiguos modelos políticos, sobre todo en Oriente Próximo y Egipto, donde los sucesores de Alejandro Magno establecieron ciudades extendidas y revivieron el concepto del rey dios.

EGIPTO PTOLEMAICO

Después de la muerte de Alejandro en Babilonia, su círculo interno se reunió para decidir el destino de su imperio. De momento, permaneció unido, pero Ptolomeo pidió que le hicieran gobernador de Egipto. El resto de los generales de Alejandro parece que aceptó de buena gana que Ptolomeo se quedara con la tierra caliente y sofocante de Egipto, pero éste se había dado cuenta del vasto potencial y virtual invulnerabilidad del país ante el ataque. En cuanto llegó, Ptolomeo se propuso hacer de Egipto un reino independiente bajo su mando. La dinastía que estableció gobernaría el país durante los trescientos años siguientes. Todos los herederos varones de la línea adoptarían el nombre de Ptolomeo, y de ahí viene la denominación de Egipto ptolemaico.

Gobernando desde Alejandría, la gran ciudad costera fundada por Alejandro, los ptolomeos actuaron como reyes macedonios con sus súbditos griegos y macedonios que vivían en la próspera capital. Sin embargo, fuera de Alejandría desempeñaron el papel de faraones, se rodearon del boato y los símbolos propios de la herencia egipcia. Los ptolomeos no fueron en absoluto un fracaso político. El siglo III en particular fue una época de prosperidad y paz interna en Egipto, pero incluso en la Antigüedad la gente reconocía la divisoria existente entre los reyes macedonios y la antigua tierra que gobernaban. Los geógrafos describían Alejandría como una ciudad que había dentro de Egipto, pero no como parte de él. Por mucho que imitaran a los gobernantes egipcios del pasado, la clase dirigente macedonia desdeñaba ampliamente a sus súbditos. Hasta la última gobernante ptolemaica, Cleopatra VII, ningún monarca de la casa dinástica se preocupó por aprender egipcio.

Para los ptolomeos, al igual que para los faraones antiguos, todo Egipto era básicamente tierra de la corona que debía explotarse en beneficio de la casa real. Sin embargo, junto a esta tradición egipcia estaba la idea macedonia de que la tierra conquistada —tierra «ganada por la lanza»— era botín que debía usarse para el enriquecimiento y enaltecímiento personales. Los ptolomeos intentaron exprimir hasta la última gota de riqueza de la campiña egipcia, que en su mayor parte acababa en Alejandría. Había escaso interés en mejorar la suerte del campesinado egipcio; en el mundo antiguo se asumía con frecuencia que lo que mantenía a los pobres sumisos y complacientes era su pobreza desesperada. No obstante, los ptolomeos se pasaron de la raya y desde finales del siglo III se enfrentaron a revueltas regulares y peligrosas del campesinado autóctono.

Sin embargo, el Egipto ptolemaico resultó ser el más duradero de los reinos helenísticos. La dinastía empleó la riqueza del país para patrocinar la ciencia y las artes. Al comienzo de la dinastía se fundaron el museo y la biblioteca de Alejandría, y la ciudad se convirtió en un centro de erudición que atrajo a las mejores mentes del mundo helenístico, incluso llegó a desplazar a Atenas, que había conservado cierta importancia como una especie de ciudad «universitaria». Muchos avances en astronomía, ciencias aplicadas y física tuvieron lugar en Alejandría, y el estudio de la medicina adelantó mucho bajo la dinastía ptolemaica. Libres de los tabúes de su tierra natal, a los investigadores médicos griegos de Egipto se les permitía realizar autopsias en los cuerpos de los delincuentes muertos, lo que posibilitó que la anatomía se convirtiera en una disciplina científica por derecho propio. Los ptolomeos no fueron mecenas desinteresados. Les importaban mucho más la gloria y el prestigio que su mecenazgo les proporcionaba que los beneficios prácticos que pudieran surgir de la investigación que patrocinaban. Pero fueran cuales fueran sus motivos, la erudición alejandrina dejó una marca indeleble en el mundo mediterráneo.

ASIA SELÉUCIDA

Las vastas posesiones asiáticas de Alejandro Magno acabaron recayendo en otro macedonio, Seleuco, en el año 281 a. J.C. Durante la vida de Alejandro, Seleuco no había sido un oficial de alto rango, pero había logrado medrar en la confusión surgida tras su muerte explotando los temores y sospechas de sus más prominentes sucesores.

Gobernar un reino tan dilatado resultó más una maldición que una bendición. La dinastía persa fundada por Seleuco, los seléucidas, luchó con el problema de la sucesión a lo largo de toda su historia. Su dominio en las provincias más orientales fue especialmente débil —lo mismo había ocurrido durante la vida de Alejandro—, como Seleuco reconoció. Por tanto, cedió buena parte del valle del Indo al gran rey guerrero indio Chandragupta a cambio de la paz y una escuadra de elefantes de guerra. A mediados del siglo III los seléucidas también habían perdido el control de Bactria, donde estaban surgiendo una serie de estados indo-griegos con un singular complejo cultural propio. (En la tradición budista se recuerda a un rey bactriano-griego, Menandro, que tal vez sintiera inclinaciones hacia esa religión.) En la década de 260 habían perdido además el control de la parte occidental de Asia Menor. El territorio seléucida lo constituían ahora Siria-Palestina, Mesopotamia y la parte occidental de Persia: era todavía un reino grande y rico, pero mucho menor del que había dejado Alejandro.

Al igual que los ptolomeos, los seléucidas ofrecían dos caras a sus súbditos, una arraigada en la tradición del antiguo Oriente Próximo para sus súbditos persas y mesopotámicos, y otra mucho más griega para la población fuertemente helenizada de la costa. El hijo de Seleuco, Antíoco I, proclamaba, siguiendo la tradición de Sargón o Hammurabi: «Yo soy An tíoco, el Gran Rey, el rey legítimo […] rey de Babilonia, rey de todos los países». Por todo su imperio los seléucidas fomentaban el reconocimiento de su categoría divina y los honores divinos que se les debían. En los grandes centros urbanos del Asia seléucida se construyeron santuarios y templos para el culto del gobernante vivo.

Los monarcas seléucidas continuaron la tradición de Alejandro y fundaron nuevas ciudades a lo largo del imperio, ciudades que eran griegas en sus premisas, pero que en muchos casos crecieron para convertirse en prósperos centros comerciales e industriales, como Antioquía. Estas ciudades atrajeron hacia Oriente buena parte del talento profesional y mercantil, lo que fomentó el comercio y las manufacturas sobre las que los seléucidas aplicaban una amplia variedad de impuestos, aranceles y levas. Aunque su burocracia estaba menos organizada que la de los ptolomeos, en un imperio de más de 30 millones de habitantes, hasta una recaudación de impuestos aleatoria podía recoger ingentes ingresos. Sin embargo, como sus predecesores persas, los seléucidas no reinvertían sus ganancias en lo que denominaríamos mejoras de capital, sino que la acumulaban en grandes tesorerías estatales. Al mismo tiempo, contaron con dinero en metálico más que suficiente para costear el buen funcionamiento de su gobierno y defender sus fronteras a lo largo de todo el siglo III, período de guerras regulares con los ptolomeos. No fue hasta el siglo II, al perder una cara contienda con los romanos, cuando Antíoco III tuvo que saquear los templos y la riqueza privada a fin de pagar su indemnización de guerra.

MACEDONIA Y GRECIA ANTIGÓNIDAS

El suelo macedonio no poseía la vasta riqueza de los nuevos reinos surgidos de las conquistas de Alejandro. También permaneció muy inestable desde la época de su muerte hasta el año 276 a. J.C., cuando un general llamado Antígono por fin fue capaz de establecer su dominio sobre la zona. Macedonia obtenía su fortaleza de los considerables recursos naturales y de su influencia sobre el comercio por el Egeo, así como de su señorío de facto sobre el suelo griego. Además, los macedonios todavía podían poner en el campo el mejor ejército de todos los estados sucesores, y sus reyes antigónidas conservaban lo que muchos de los monarcas del mundo helenístico deseaban, el reino de la tierra cuna de Filipo y Alejandro.

Antígono estaba influido por el planteamiento estoico (véase más adelante) y contemplaba el reino como una especie de servidumbre noble, un cargo que había que soportar en lugar de disfrutar. Este punto de vista, combinado con sus restringidos recursos, le convenció de que no debía competir con los seléucidas y los ptolomeos por el dominio. En su lugar, la política antigónida consistió en mantener en guerra a estas otras dos potencias y lejos de la esfera de influencia macedonia. Así pues, Antígono y sus sucesores persiguieron una política que recordaba más a Filipo que a Alejandro. Aseguraron las fronteras septentrionales, sostuvieron un fuerte ejército permanente y mantuvieron a raya a los quisquillosos griegos del sur.

Sin embargo, los griegos estaban inquietos bajo los antigónidas, y dos fuerzas emergentes en el mundo heleno servirían de puntos de concentración para clamar por la libertad y la guerra contra los «bárbaros». Estas dos fuerzas, la Liga Etolia y la Liga Aquea, fueron una innovación en la organización política griega. A diferencia de las alianzas defensivas del período clásico, estas dos ligas representaban una unificación política real, con cierta centralización de funciones gubernamentales. Los ciudadanos de las poleis miembros participaban en consejos de estado que se ocupaban de la política exterior y los asuntos militares, los juicios por traición y la elección anual de un general de las ligas (también el principal cargo ejecutivo) y su segundo en el mando. A los nuevos miembros se los admitía en igualdad de condiciones que a los antiguos, y todos los ciudadanos de las distintas poleis gozaban de ciudadanía conjunta en la liga. Además, se aplicaban las mismas leyes, pesos y medidas, moneda y procedimientos judiciales en todo este sistema federal. Tan impresionante fue el grado de colaboración y unificación, que James Madison, John Jay y Alexander Hamilton emplearon la Liga Aquea como uno de sus modelos al abogar por el federalismo en Estados Unidos.

La expansión del comercio y la urbanización

En líneas generales, el mundo helenístico fue próspero debido al crecimiento del comercio de largo alcance, las finanzas y las ciudades. Las conquistas de Alejandro abrieron una amplia zona comercial que se extendía de Egipto al golfo Pérsico, dominado por monarcas de lengua griega y comunidades mercantiles de reciente establecimiento. Estas conquistas también estimularon la economía comercial al poner en circulación grandes cantidades de monedas de oro y plata, joyas y utensilios persas adquiridos mediante el saqueo. Las industrias también se beneficiaron, porque los monarcas autócratas fomentaron la manufactura como medio de aumentar sus ingresos mediante el comercio.

Las nuevas aventuras comerciales fueron particularmente vigorosas y lucrativas en el Egipto ptolemaico y la zona de Asia occidental gobernada por los monarcas seléucidas, cuyo territorio central era Siria. Los ptolomeos ofrecieron todos los servicios para el fomento del comercio. Se mejoraron los puertos, se enviaron barcos para patrullar los mares y se construyeron caminos y canales. Los ptolomeos emplearon incluso geógrafos para descubrir nuevas rutas a tierras distantes y, de este modo, abrir valiosos mercados. Como resultado de estos métodos, Egipto desarrolló un comercio floreciente en la más amplia variedad de productos. Al puerto de Alejandría llegaban especias de Arabia, oro de Etiopía y la India, estaño de Britania, elefantes y marfil de Nubia, plata de Iberia, alfombras finas de Asia Menor e incluso seda de China. Los beneficios para el gobierno y para algunos comerciantes alcanzaban a menudo el 20 o 30 por ciento.

Las ciudades crecieron enormemente durante la era helenística, tanto por razones políticas como económicas. Fuera por completo de los motivos económicos, los monarcas griegos importaban oficiales y, sobre todo, soldados griegos para mantener el control sobre la población no griega. Muchos de esos asentamientos fueron nuevas fundaciones. El propio Alejandro Magno había fundado unas setenta ciudades como puestos de avanzada del dominio griego, y en los dos siglos siguientes sus sucesores establecieron unas doscientas más. Pero la urbanización también creció debido a la expansión del comercio y de la industria, así como a la proliferación de las delegaciones gubernamentales.

El crecimiento demográfico en algunos centros urbanos fue explosivo. En Antioquía, ciudad siria, la población se cuadruplicó en un solo siglo. Seleucia, junto al Tigris, pasó de la nada a convertirse en una metrópolis de varios cientos de miles de habitantes en menos de dos siglos. Alejandría, en Egipto, la ciudad mayor y más famosa de todas las helenísticas, tenía medio millón de habitantes. Hasta la Roma imperial, ninguna otra ciudad de los tiempos antiguos la había sobrepasado en tamaño o magnificencia. Sus calles estaban bien pavimentadas y trazadas en un orden regular. Contaba con espléndidos edificios públicos y parques, un museo y una biblioteca de medio millón de rollos.

A pesar del crecimiento general de la economía helenística, no todos disfrutaron de prosperidad. La agricultura se mantuvo como fuente de riqueza primordial, y los pequeños campesinos sufrieron mucho por las políticas impositivas explotadoras de los monarcas helenos. Aunque la producción industrial aumentó, la industria continuó basándose en el trabajo manual de los artesanos particulares, que en su mayoría vivían en la pobreza. Entre las poblaciones ingentes de las ciudades, el desempleo era una preocupación constante. Los que no podían encontrar trabajo se veían obligados a mendigar, robar o prostituirse para sobrevivir.

Incluso quienes prosperaron en la nueva economía estaban a menudo sometidos a drásticas fluctuaciones de sus fortunas debido a la precariedad natural de las empresas mercantiles. Un comerciante al que le fuera muy bien vendiendo tela de lujo podía invertir mucho en ella para después descubrir que los gustos habían cambiado o que el barco que había enviado para transportar sus mercancías había naufragado. Los mercaderes también estaban muy expuestos al síndrome del «auge-quiebra». Calculando que podía hacer una fortuna durante una espiral de precios en auge, un comerciante podía contraer deudas a fin de aprovechar la tendencia ascendente y descubrir al poco que la oferta del artículo con que comerciaba excedía de repente a la demanda, con lo cual no le quedaba margen para pagar a sus acreedores.

Sin embargo, dicho todo esto, parece claro que el paisaje económico del mundo helenístico era de contrastes extremos, una imagen que merece la pena recordar cuando pasamos a considerar su pensamiento y cultura.

La cultura helenística: filosofía y religión

La filosofía helenística mostraba dos tendencias que corrían casi paralelas a lo largo de la civilización. La tendencia principal, ejemplificada por el epicureismo y el estoicismo, presentaba un interés fundamental por la razón como clave para la solución de los problemas humanos. Esta tendencia era una manifestación de la influencia griega, por más que la filosofía y la ciencia, tal como las había combinado Aristóteles, hubieran llegado ahora a una bifurcación de caminos. La tendencia menor, ejemplificada por los escépticos y diversos cultos, tendía a rechazar la razón, a negar la posibilidad de alcanzar la verdad y en ciertos casos a acudir al misticismo y a confiar en la fe. A pesar de las diferencias en su enseñanza, los filósofos y entusiastas religiosos de la era helenística solían estar de acuerdo en una cosa: la necesidad de hallar algún alivio de las pruebas a las que sometía la existencia, pues con el declive de la actividad cívica libre como medio de expresión del idealismo humano, era preciso encontrar alternativas para que la vida tuviera significado o por lo menos resultara soportable.

EPICUREÍSMO Y ESTOICISMO

El epicureísmo y el estoicismo se originaron hacia el año 300 a. J.C. Los fundadores fueron, respectivamente, Epicuro (c. 342-270 a. J.C.) y Zenón (vivió a partir del año 300 a. J.C.), los dos residentes en Atenas. Las dos filosofías tenían varios rasgos en común. Ambas eran individualistas, preocupadas no por el bienestar de la sociedad, sino por el bien del individuo. Eran materialistas, negaban la existencia de toda sustancia espiritual; se declaraba incluso que los seres divinos y el alma estaban formados de materia. El estoicismo y el epicureísmo también contenían elementos de universalismo. Ambos enseñaban que la gente es igual en todo el mundo y no reconocían distinciones entre griegos y no griegos.

Pero en la mayoría de los restantes aspectos, los dos sistemas eran completamente diferentes. Los estoicos creían que el cosmos es un todo ordenado en el que las contradicciones se resuelven para el bien supremo. Por tanto, el mal es relativo; las desgracias particulares que acosan a los seres humanos no son más que incidentes necesarios para la perfección final del universo. Todo lo que sucede está rígidamente determinado de acuerdo con un objetivo racional. Ninguna persona es dueña de su suerte; el destino humano es un eslabón en una cadena continua. La gente sólo es libre en el sentido de que puede aceptar su sino o rebelarse contra él. Pero en cualquiera de los casos no puede vencerlo. Su deber supremo es someterse al orden del universo a sabiendas de que ese orden es bueno. Mediante tal acto de resignación se alcanzará la felicidad más elevada, que consiste en la tranquilidad mental. Aquellos verdaderamente felices son quienes mediante la afirmación de sus naturalezas racionales han conseguido un ajuste perfecto de sus vidas al fin cósmico y han purgado sus almas de toda amargura y protesta contra los avatares de la fortuna.

La ética y la teoría social del estoicismo surgieron de su filosofía general. Creyendo que el bien más elevado es la serenidad mental, destacaban el deber y la autodisciplina como virtudes cardinales. Al reconocer el predominio de males particulares, enseñaban tolerancia y perdón mutuo. También instaban a la participación en los asuntos públicos como un deber para quienes poseían una mente racional. Condenaban la esclavitud y la guerra, si bien no emprendieron acciones reales contra esos males, puesto que creían que los resultados que surgirían de las medidas violentas de cambio social serían peores que las enfermedades que pretendían curar. Con las reservas pertinentes, la filosofía estoica fue uno de los productos más nobles de la era helenística porque enseñaba igualitarismo, pacifismo y humanitarismo.

Los epicúreos basaron su filosofía en el «atomismo» materialista de un pensador griego anterior llamado Demócrito, que vivió en la segunda mitad del siglo V a. J.C. Según esta teoría, los componentes finales del universo son los átomos, infinitos en número, indestructibles e indivisibles. Todo objeto u organismo individual del universo es producto de un concurso fortuito de átomos. Una vez sentada esta premisa, Epicúreo y sus discípulos propusieron que, puesto que no hay un objetivo final en el universo, el bien más elevado es el placer: la satisfacción moderada de los apetitos corporales, el placer mental de contemplar la excelencia y las satisfacciones ya disfrutadas, y, sobre todo, la serenidad de alma. El último fin puede lograrse mejor mediante la eliminación del miedo, en especial del miedo a lo sobrenatural, puesto que es la mayor fuente de dolor mental. El individuo debe comprender que el alma es materia y, por tanto, no puede sobrevivir al cuerpo, que el universo funciona por sí mismo y que no hay dioses que intervengan en los asuntos humanos. Así pues, los epicúreos llegaron por un camino diferente a la misma conclusión general que los estoicos: nada es mejor que la tranquilidad mental.

Las enseñanzas morales prácticas y la política de los epicúreos descansaban en el utilitarismo. En contraste con los estoicos, no insistían en la virtud como fin en sí misma, sino que enseñaban que la única razón por la que se debe ser bueno es para aumentar la felicidad propia. De igual manera, negaban que existiera la justicia absoluta: las leyes y las instituciones sólo son justas en la medida en que contribuyan al bienestar del individuo. En toda sociedad se han hecho necesarias ciertas reglas para el mantenimiento del orden. Deben obedecerse únicamente porque redundan en nuestro beneficio. Epicuro consideraba que el estado era una mera conveniencia y enseñaba que el hombre sabio no debía tomar parte activa en la política. No proponía que hubiera que abandonar la civilización, pero su concepción de la vida más feliz era esencialmente pasiva y derrotista. Enseñaba que la persona pensante reconocerá que los males del mundo no pueden erradicarse mediante el esfuerzo humano; por tanto, el individuo se retirará al estudio de la filosofía y a disfrutar de la compañía de unos cuantos amigos agradables.

ESCEPTICISMO

Los escépticos propusieron una filosofía más radicalmente derrotista. El escepticismo alcanzó el cenit de su popularidad hacia el año 200 a. J.C. bajo el influjo de Carnéades. Su principal fuente de inspiración fue la enseñanza de que todo conocimiento se deriva de la percepción sensual y, por tanto, debe ser limitado y relativo. De ahí dedujeron que no se puede probar nada. Puesto que las impresiones de nuestros sentidos nos engañan, ninguna verdad puede ser segura. Todo lo que cabe afirmar es que las cosas parecen ser de tal y tal modo; no sabemos cómo son en realidad. No tenemos un conocimiento definitivo de lo sobrenatural, del significado de la vida y ni siquiera de lo bueno y lo malo. Se deduce que el camino sensato que hay que seguir es la suspensión del juicio, pues es lo único que puede llevar a la felicidad. Si abandonáramos la búsqueda infructuosa de la verdad absoluta y dejáramos de preocuparnos por el bien y el mal, alcanzaríamos la paz mental, que es la satisfacción suprema que ofrece la vida. A los escépticos les interesaban todavía menos que a los epicúreos los problemas políticos y sociales. Su ideal era la huida de un mundo no reformable ni comprensible.

RELIGIÓN

De forma similar, la religión helenística tendió a ofrecer vehículos de escape de los compromisos políticos colectivos. Aunque la religión griega en el período de las ciudades-estado había destacado el culto a los dioses asociados con ciudades determinadas para mejorar la suerte de dichas ciudades, ese culto de orientación cívica estaba perdiendo vitalidad. Para muchos dirigentes sociales, su lugar lo ocuparon las filosofías del estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo. Por su parte, la gente más llana tendía a abrazar religiones personales emocionales que ofrecían rituales elaborados en este mundo y salvación en el otro. En las comunidades de lengua griega, los cultos que resaltaban la expiación ascética extrema, la unión mística extática con la divinidad y demás salvación mundana atraían aún más seguidores. Entre estos cultos de misterio, así llamados porque la pertenencia era un secreto y sus ritos se realizaban en privado, uno de los más populares era el dionisiaco, basado en el mito de la muerte y resurrección del dios Dioníso. Todavía hoy la palabra dionisiaco connota dedicación a prácticas religiosas de éxtasis que bordean lo orgiástico. En las comunidades persas el zoroastrismo se hizo aún más extremo en su dualismo, los magi insistían en que todo lo material era malo y exigían que los creyentes practicaran la austeridad a fin de preparar sus almas inmateriales para la dicha etérea en la otra vida. Por último, tanto entre los griegos como los no griegos, fue cobrando cada vez mayor popularidad una rama del zoroastrismo conocida como mitraísmo.

No se sabe con exactitud cuándo se convirtió el mitraísmo en una religión independiente, pero no fue más tarde del siglo IV a. J.C. El culto obtuvo su nombre de Mitras, al principio una deidad menor del zoroastrismo. Poco a poco muchos le reconocieron como el dios más merecedor de adoración, debido probablemente a su atractivo emocional. Se creía que había vivido una existencia terrenal que supuso gran sufrimiento y sacrificio. Realizó milagros, dio pan y vino a la humanidad y puso fin a una sequía, así como a una inundación desastrosa. Proclamó que el domingo era el día más sagrado de la semana, puesto que el sol era el dador de luz. Declaró el 25 de diciembre el día más sagrado del año porque, como fecha aproximada del solsticio de invierno, era el «cumpleaños» del sol, cuando sus poderes de dar vida comenzaban a aumentar para beneficio de la humanidad. El mitraísmo extraía a la mayoría de sus conversos de las clases más bajas de la sociedad helenística, les ofrecía un ritual elaborado, desprecio por la vida en este mundo y una doctrina claramente definida de redención a través de Mitras, un salvador personal. No es sorprendente que perdurara más allá del período helenístico; a partir de en torno al año 100 a. J.C. se convirtió en una de las religiones más populares del Imperio romano y ejerció cierta influencia sobre el cristianismo.

La cultura helenística: literatura y arte

Tanto el arte como la literatura de la era helenística se caracterizaron por la tendencia de llevar a los extremos aspectos de logros griegos anteriores. Es difícil aseverar las razones de esta postura, pero parece que los escritores y artistas deseaban demostrar sus destrezas puramente formales a fin de complacer a sus mecenas autócratas. Las mayores incertidumbres de la existencia en los tiempos helenísticos puede que también llevaran a los consumidores del arte a buscar satisfacción en formas más espectaculares y menos sutiles de expresión artística. Sea cual fuere el caso, durante este período, el arte, en lugar de ser una expresión integral de actividades cívicas, se convirtió más en un producto. Las obras artísticas se hicieron más numerosas y asequibles: conocemos los nombres de al menos mil cien autores helenísticos. Muchas de estas obras son mediocres, pero algunas constituyen duraderas obras maestras del arte y la literatura.

LITERATURA BUCÓLICA

La forma poética helenística más prominente fue la égloga, un nuevo género que presentaba un mundo fantástico de pastores y ninfas del bosque. El inventor del género fue un griego llamado Teócrito, quien escribió hacia el año 270 a. J.C. en el entorno de la gran ciudad de Alejandría. Teócrito era un mercader del escapismo. En medio del ajetreo urbano, enfrentado a gobernantes déspotas y teniendo ante los ojos las condiciones de apiñamiento propias de los barrios bajos, celebró los encantos de los vagos valores campestres e idealizó los «placeres sencillos» de la gente rústica. Uno de sus poemas bucólicos podría empezar así: «Comenzad mi canción pastoril, dulces musas, comenzad, yo soy Tirsis de Etna, ésta es la amable voz de Tirsis». Para muchos la falsedad de estos versos es alienante: ¿cómo podían los pastores hablar de esa forma? Pero a otros lectores les gusta la exuberancia poética. Al crear los poemas bucólicos, Teócrito dio con una tradición duradera que pervivió al período helenístico y que maestros como Virgilio y Milton adoptaron, además de proporcionar gran riqueza de temas para las artes visuales. Incluso compositores de música moderna para concierto, como Claude Debussy en su Preludio a la siesta de un fauno, están en deuda con este poeta escapista de Alejandría.

PROSA

La literatura en prosa helenística estuvo dominada por historiadores y biógrafos. El más profundo de los escritores de historia fue el griego Polibio, que vivió durante el siglo II a. J.C. Sostenía que el desarrollo histórico avanza en ciclos y que las naciones pasan de forma tan ineludible por etapas de crecimiento y declive, que es posible predecir con exactitud hacia dónde se dirige una determinada si se sabe lo que le ha sucedido en el pasado. Desde la perspectiva del método histórico, Polibio merece ocupar el segundo lugar, detrás de Tucídides, entre los historiadores de los tiempos antiguos, e incluso sobrepasó a este último en su comprensión de la importancia que tienen las fuerzas sociales y económicas. Aunque la mayoría de las biografías de la época era ligera y estaba llena de chismes, su popularidad ofrece un elocuente testimonio sobre los gustos literarios del período.

ARQUITECTURA

En consonancia con el estilo de gobierno despótico, los rasgos principales de la arquitectura helenística fueron la grandiosidad y la ornamentación. En lugar del equilibrio y el comedimiento que habían distinguido a la arquitectura griega del siglo V y comienzos del IV a. J.C., los edificios públicos helenísticos se basaron en elementos griegos, pero se desplazaron hacia las pautas establecidas por los monarcas persas y los faraones egipcios. Dos ejemplos (por desgracia, ya no sobrevive ninguno) son el gran faro de Alejandría, que se erguía hasta una altura de casi 120 metros, con tres pisos decrecientes y ocho columnas para sostener la luz en la cúspide, y la ciudadela de Alejandría, construida en piedra revocada de azul y de la que un contemporáneo afirmaba que «ascendía hasta el aire». En Pérgamo, Asia Menor, sobre una alta colina, se levantaron un enorme altar a Zeus (trasladado a Berlín en tiempos modernos) y un gran teatro al aire libre. En Éfeso, no muy lejos, las calles estaban pavimentadas de mármol. La «firma» de la arquitectura helenística de cualquier dimensión era la columna corintia, una forma más adornada que las sencillas y dignas alternativas dórica y jónica, predominantes en la edificación griega anterior.

ESCULTURA

En el análisis final, quizá el más influyente de todos los productos de la cultura helenística fueran las obras escultóricas. Mientras que la escultura griega anterior había buscado ensalzar a la humanidad y expresar los ideales griegos de modestia mediante una compostura sobria, la escultura helenística resaltó el naturalismo extremo y la extravagancia sin reparos. En la práctica esto significó que los escultores se esforzaran en recrear los surcos faciales, las distensiones musculares y los pliegues complejos de los ropajes. Se consideraba que las posturas humanas extrañas ofrecían los mayores desafíos a los artistas de la piedra, hasta el grado de que los escultores llegaban a preferir representar a personas estirándose o balanceándose sobre una pierna en contorsiones que rara vez se dan en la vida real. Puesto que la mayoría de la escultura se realizaba para ricos mecenas privados, es evidente que la meta era crear algo singular por su concepción y destreza, algo que un coleccionista pudiera mostrar como ejemplar único de su tipo. Por tanto, no resulta sorprendente que se llegara a admirar la complejidad por sí misma, y que el naturalismo extremo se tambaleara a veces al borde de la estilización distorsionada. No obstante, cuando los espectadores actuales ven esas obras, es frecuente que tengan la impresión de reconocerlas, pues las posturas extrañas y exageradas de las esculturas helenísticas ejercieron una enorme influencia en Miguel Ángel y sus discípulos, y más adelante inspiraron a algunos de los escultores más «modernos» de los siglos XIX y XX. Cabe citar aquí tres de los más famosos ejemplos de la escultura helenística que revelan diferentes aspectos de sus ideales estéticos: el Galo moribundo, tallado en Pérgamo hacia el año 220 a. J.C., demuestra una destreza consumada en la representación de un cuerpo humano girado; la Victoria alada de Samotracia, fechada hacia el año 200 a. J.C., exhibe un ropaje ondulante que no parece de piedra, sino de tela real; y el grupo de Laoconte, del siglo I a. J.C., ofrece una de las composiciones más intensamente conmovedora y compleja de toda la historia del arte escultórico.

Ciencia y medicina

El período helenístico fue la época más brillante de la historia de la ciencia hasta el siglo XVII de nuestra era. Hay dos razones fundamentales para ello. Una fue el enorme estímulo otorgado a la indagación intelectual por la fusión de la ciencia mesopotámica y egipcia con la erudición y la curiosidad de los griegos. La otra fue que muchos gobernantes helenísticos se convirtieron en mecenas generosos de la investigación, subvencionaban a los científicos que pertenecían a sus séquitos del mismo modo que lo hacían con los escultores.

En otro tiempo se pensó que los motivos de tal patrocinio eran prácticos, que los gobernantes creían que el progreso de la ciencia fomentaría el auge de la industria en sus territorios, además de mejorar sus comodidades materiales. Pero los estudiosos de la civilización helenística dudan ahora de que algún monarca esperara una «revolución industrial» en el sentido de aplicar la tecnología para ahorrar mano de obra humana, pues ésta era barata y a los príncipes autócratas les tenían sin cuidado los sufrimientos de las clases obreras. En cuanto a la supuesta conexión entre la ciencia y la mejora de la comodidad material, los monarcas helenísticos poseían el número preciso de esclavos para que los abanicaran y no eran proclives a introducir dispositivos mecánicos que habrían disminuido la grandiosidad pública de ser atendidos por subalternos respetuosos.

Sin duda, razones prácticas motivaron el patrocinio de la ciencia en ciertas áreas, en particular en medicina y todo lo que se relacionara con la tecnología militar. Pero los gobernantes que financiaban empresas científicas lo hacían fundamentalmente por motivos de prestigio: los monarcas podían enseñar a los visitantes un artilugio científico del mismo modo que exhibían sus esculturas. Entre las clases acomodadas de lengua griega se admiraban tanto hasta los logros puramente teóricos, que el príncipe helenístico mecenas de dichos avances compartiría el prestigio que proporcionaban, del mismo modo que hoy una ciudad podría llenarse de orgullo si su equipo de fútbol ganara la Supercopa.

ASTRONOMÍA, MATEMÁTICA Y GEOGRAFÍA

Las principales ciencias helenísticas fueron la astronomía, la matemática, la geografía, la medicina y la física. El más renombrado de los primeros astrónomos fue Aristarco de Samos (310-230 a. J.C.), a veces llamado el «Copérnico helenístico». Su primer logro fue la deducción de que la Tierra y los demás planetas giran alrededor del Sol. Sus sucesores no aceptaron este planteamiento porque chocaba con las enseñanzas de Aristóteles y con la convicción de los griegos de que la humanidad y, por tanto, la Tierra debían estar en el centro del universo. Más tarde la fama de Aristarco quedó eclipsada por la de Ptolomeo de Alejandría (siglo II de nuestra era), que hizo pocos descubrimientos originales, pero sistematizó la obra de otros. Su escrito principal, el Almagesto, basado en el punto de vista de que todos los cuerpos celestiales giran alrededor de la Tierra, pasó a la Europa medieval como el compendio clásico de la astronomía antigua.

Estrechamente ligadas con la astronomía estaban la matemática y la geografía. El matemático más influyente fue Euclides, maestro de la geometría. Hasta mediados del siglo XIX su Elementos de geometría (escrito hacia el año 300 a. J.C. como síntesis de la obra de otros) se mantuvo como la base aceptada para el estudio de esa rama de la matemática. El más original de los matemáticos helenísticos fue probablemente Hiparco (siglo II a. J.C.), que estableció los fundamentos para la trigonometría plana y esférica. La geografía helenística debe la mayor parte de su desarrollo a Eratóstenes (c. 276-c. 196 a. J.C.), astrónomo y bibliotecario de Alejandría. Valiéndose de relojes de sol colocados con una separación de unos cientos de kilómetros, calculó la circunferencia de la Tierra con un error de menos de 320 kilómetros. También fue el primero en sugerir la posibilidad de llegar a Asia oriental navegando hacia Occidente. Uno de sus sucesores dividió la Tierra en las cinco zonas climáticas que todavía se reconocen y explicó el flujo y reflujo de las mareas por el influjo de la Luna.

MEDICINA

Otros avances helenísticos en la ciencia se dieron en el campo de la medicina. Especialmente significativa fue la obra del erudito alejandrino Herófilo de Calcedonia (c. 335-c. 280 a. J.C.), el mayor anatomista de la Antigüedad y probablemente el primero que practicó la disección humana. Entre sus logros se cuentan la descripción detallada del cerebro, con insistencia (en contra de Aristóteles) de que es la sede de la inteligencia humana; el descubrimiento del significado del pulso y su uso en el diagnóstico de enfermedades; y el descubrimiento de que las arterias contienen sólo sangre (no una mezcla de sangre y aire, como había enseñado Aristóteles), y que su función consiste en transportar la sangre del corazón a todas las partes del cuerpo. A mediados del siglo III, Erasístrato de Alejandría obtuvo un conocimiento considerable de las funciones corporales mediante la vivisección. Descubrió las válvulas del corazón y distinguió entre nervios motores y sensoriales. Además, rechazó la teoría de Hipócrates de que el cuerpo constaba de cuatro «humores» y, en consecuencia, criticó las sangrías excesivas como método de cura. Por desgracia, la teoría humoral y el valor de las sangrías los revivió Galeno, el gran enciclopédico de la medicina que vivió en el Imperio romano en el siglo II de nuestra era. Su funesta influencia perduró hasta el siglo XVIII.

FÍSICA

Hasta el siglo III a. J.C., la física había sido una rama de la filosofía. La convirtió en una ciencia experimental separada Arquímedes de Siracusa (c. 287-212 a. J.C.), quien inventó la ley de los cuerpos flotantes o de la gravedad específica y formuló con exactitud científica los principios de la palanca, la polea y la hélice. Entre sus inventos memorables se encuentran la polea compuesta y el propulsor de hélice para barcos. Aunque ha sido considerado el mayor genio técnico de la Antigüedad, en realidad no puso demasiado empeño en sus artilugios mecánicos y prefirió dedicar su tiempo a la investigación científica pura. Cuenta la tradición que descubrió «el principio de Arquímedes» (la gravedad específica) mientras reflexionaba sobre posibles teorías en su baño: cuando llegó a su asombrosa percepción, salió a la calle desnudo, gritando «Eureka» («lo encontré»).

La transformación de la polis

El período helenístico contempló la creación de grandes reinos en Egipto y Asia Menor, así como el surgimiento de nuevas formas de organización política en el mundo griego, como la Liga Aquea. Sin embargo, ¿qué fue de la polis, el cimiento de la cultura griega clásica?

Su eclipse aparente es resultado en cierta medida de una impresión engañosa. Algunas siguieron prosperando como centros de comercio. También es importante recordar que los grandes reinos helenísticos continuaron siendo, en muchos aspectos, conjuntos de ciudades y que, en su mayor parte, los monarcas greco-macedonios conservaron el bagaje cultural y político del mundo de la polis.

Sin embargo, por mucho que la polis helenística no se hubiera convertido en una megalópolis extendida como Alejandría o Antioquía, era diferente en diversos sentidos fundamentales de su precursora clásica. Como hemos visto, los cambios acaecidos en el siglo IV habían tensado los lazos tradicionales de la vida social y política griega, y las conquistas de Alejandro proporcionaron la oportunidad para que muchos ciudadanos escaparan de las restricciones constantes de su tierra natal. Tal vez sin quererlo, Alejandro había creado un mundo cosmopolita lleno de oportunidades económicas para quienes hablaban griego; una cultura común basada en la lengua que abarcaba el Mediterráneo oriental y Asia occidental; y un sentido de «ser griego» que trascendía las fronteras políticas y geográficas. Los griegos salieron en masa a este mundo vasto e interesante, con lo que redujeron la población de la Grecia continental a la mitad en el siglo comprendido entre los años 325 y 225 a. J.C. Cientos de miles de personas abandonaron Grecia para buscar fortuna —financiera o de otro tipo— en un mundo mediterráneo de imperios ingentes y ciudades cosmopolitas cuya escala empequeñecía todo lo imaginable incluso en la Atenas de Pericles.

Esta transformación tuvo considerables efectos en la cultura y la polis griegas. Las pequeñas comunidades de la edad oscura y las poleis arcaicas de las que surgió la cultura griega eran sociedades en las que todos se conocían; innumerables lazos sociales y políticos ligaban a los ciudadanos. Las tradiciones de participación en el gobierno habían llevado a que los derechos se compartieran mucho más que en ninguna otra cultura de la Antigüedad. Todos los ciudadanos del mundo griego, en mayor o menor medida, tenían cierta parte, cierto interés, en su sociedad, sus instituciones, sus dioses, su ejército y su vida cultural.

Si trasladamos este planteamiento arraigado al cosmopolitismo turbulento de la ciudad helenística, tal vez podamos apreciar la magnitud del cambio. Todas las cosas que habían definido la vida como persona y ciudadano habían desaparecido en buena parte. La conexión íntima con la vida política del estado, a menudo incluso en el plano local, se había desvanecido. En lugar del nexo de las relaciones sociales y familiares prevaleciente en la Grecia continental, el griego medio de uno de los reinos helenísticos probablemente sólo contaba con su familia inmediata, y a veces ni eso. El resultado fue la separación traumática entre los valores y asunciones tradicionales de la vida griega y las realidades sociales y políticas de la época.

Conclusión

Juzgada desde la superioridad de la cultura griega, la civilización helenística puede que no parezca al principio más que una fase degenerada de la primera. Los gobiernos autocráticos de la era helenística resultan repugnantes en contraste con la democracia ateniense, y el gusto helenístico por la extravagancia tal vez se antoje degradado en contraste con la tendencia griega hacia la belleza casta. Incluso las mejores obras literarias helenísticas carecen de la majestad inspirada de las grandes tragedias griegas, y ninguno de los filósofos helenísticos igualó la profundidad de Platón y Aristóteles. Sin embargo, la civilización helenística también alcanzó logros que la edad clásica no pudo igualar. Buena parte de las ciudades helenísticas ofrecía mayor variedad de instalaciones públicas, como museos y bibliotecas, que las ciudades griegas, y hemos visto que numerosos pensadores, escritores y artistas helenísticos dejaron a la posteridad importantes ideas nuevas, impresionantes géneros nuevos e imaginativos estilos nuevos. Los avances científicos también demuestran la creatividad cultural que marcó al mundo helenístico.

Probablemente la contribución más importante de la era helenística al desarrollo histórico posterior fuera el papel que desempeñó como intermediaria entre Grecia y Roma. En algunos casos, la aportación helenística se limitó a la conservación. La mayor parte de lo que los romanos antiguos conocerían del pensamiento de la Grecia clásica les llegaría a través de copias de los textos filosóficos y literarios conservados en las bibliotecas helenísticas. Sin embargo, en otros ámbitos la transferencia supuso transmutación. El arte helenístico, por ejemplo, evolucionó del arte griego previo a algo relacionado pero completamente diferente, y fue este arte «semejante al griego» el que ejerció la mayor influencia en los gustos y logros artísticos de los romanos. Algo similar ocurrió con las obras teatrales.

Para concluir, merecen un comentario especial dos aspectos particularmente notables de la cultura helenística: el cosmopolitismo y la «modernidad». La misma palabra «cosmopolita» proviene de un término griego que significa «ciudad universal», y de los pueblos occidentales fueron los griegos del período helenístico quienes más se acercaron a convertir en realidad este ideal. Hacia el año 250 a. J.C., un griego de clase acomodada podía viajar de Sicilia a las fronteras de la India y encontrarse siempre con gente que «hablara su lengua», tanto de forma literal como en el sentido de ideales compartidos. Este mismo griego tampoco sería un nacionalista que profesara una lealtad exclusiva a una ciudad-estado o reino; es más probable que se considerara un «ciudadano del mundo».

El cosmopolitismo helenístico fue en parte producto del cosmopolitismo de Persia y, a su vez, ayudó a crear el cosmopolitismo de Roma; pero, en contraste con ambos, no fue imperial —esto es, estaba enteramente divorciado de los constreñimientos impuestos por un estado supranacional—, aunque se logró explotando a los pueblos sometidos. Otros aspectos de la civilización helenística resultarán aún más conocidos para los observadores actuales. Gobiernos autoritarios, cultos al gobernante, inestabilidad económica, escepticismo extremo coexistiendo codo con codo con una religiosidad intensa, ciencia racional conviviendo estrechamente con la superstición irracional, arte extravagante y coleccionismo de arte ostentoso: todos estos aspectos de la era helenística podrían hacer que el estudiante de historia reflexivo la considerara una de las más relevantes de los anales de la humanidad si se la compara con la nuestra.

Bibliografía seleccionada

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