CAPÍTULO 3

El experimento griego

La imagen que con más frecuencia viene a la mente cuando los americanos o europeos piensan en el mundo antiguo es la Acrópolis de Atenas, con sus brillantes templos y santuarios todavía impresionantes pese a sus años y estado ruinoso. La racionalidad, armonía y serenidad de este símbolo de la cultura griega a muchos les parece que revela algo esencialmente «occidental»: el triunfo de la razón y la libertad sobre la «superstición» y el «despotismo» de las culturas «orientales» como Asiria o Persia.

Estos contrastes fáciles y autocomplacientes dicen más sobre nosotros mismos que sobre los griegos antiguos. En realidad, la civilización griega ha sufrido una profunda influencia de sus vecinos de Oriente Próximo desde el período micénico hasta nuestros días. Sus logros habrían sido imposibles sin la deuda que había contraído con los ejemplos fenicio, asirio y egipcio.

No obstante, el florecimiento de la civilización griega durante el primer milenio a. J.C. constituye una divisoria en el desarrollo de las civilizaciones occidentales. Basándose en sus experiencias históricas tras el derrumbe de la Edad de Bronce, los griegos de la Edad de Hierro llegaron a apreciar asunciones y valores que diferían mucho de los de sus vecinos de Oriente Próximo. Dignidad humana, libertad individual, gobierno participativo, innovaciones artísticas, investigación científica, experimentación constitucional, confianza en las capacidades creativas de la mente humana: los griegos abrazaron todos estos valores, si bien, como siempre ocurre en los asuntos humanos, a menudo la práctica no estuvo a la altura de sus ideales.

Aunque lo que hoy entendemos por términos como democracia, igualdad, justicia y libertad difiere de lo que significaba para los griegos, al mundo occidental moderno le resultan inteligibles las instituciones y creencias de ese pueblo tenaz, pendenciero y enérgico, cuyas sociedades de pequeña escala iniciaron una revolución cultural y crearon una civilización nítidamente diferente de todo lo anterior. Las democracias del mundo occidental actual no sólo son herederas de este experimento griego, sino que resultan inimaginables sin él.

La edad oscura de Grecia, 1150-800 a. J.C.

A finales del siglo XII, los últimos vestigios de la civilización micénica se habían desvanecido y Grecia entró en una edad oscura no documentada. El interior del país se despobló hasta un 90 por ciento durante más o menos un siglo a partir de 1200. Salvo Atenas, las grandes ciudadelas fueron destruidas en las conflagraciones al término de la Edad de Bronce; e incluso en Atenas la población descendió de manera constante. Muchos habitantes huyeron a las tierras altas del sur de Grecia o cruzaron el mar hasta Chipre y la costa de Anatolia. Según la tradición histórica griega, esta huida se vio precipitada por la llegada de un nuevo grupo de griegos procedentes del norte llamados dorios. Aunque los estudiosos dudan ahora de la veracidad de esta tradición, las tensiones entre los hablantes del dialecto dórico (como los espartanos y los corintios) y los hablantes más «antiguos» del jónico-ático (como los atenienses, los habitantes de las islas del Egeo y los pobladores de la costa de Anatolia) continuaron hasta el fin del período clásico de la historia griega.

La despoblación de comienzos de la edad oscura tuvo graves efectos sobre la organización social, la economía y la cultura material de Grecia. Los asentamientos disminuyeron de tamaño y se trasladaron hacia el interior, lejos de emplazamientos vulnerables cerca del mar. Los restos de cerámica y enterramientos sugieren un mundo que permaneció estático y atrasado, aislado de los centros de la civilización de Oriente Próximo. Hasta las comunidades griegas cercanas mantenían escaso contacto económico entre sí. Puede que algunas aldeas tuvieran jefes, pero su casa y posesiones materiales diferían poco de las de sus vecinos. Este contexto de la edad oscura, con sus presunciones de igualdad política y económica de cada hogar autosuficiente, tuvo un profundo efecto sobre las asunciones políticas posteriores de los griegos clásicos.

La religión y el ritual estaban imbricados en la urdimbre de la sociedad, pero los griegos recelaban de sus dioses y no los consideraban fuerzas necesariamente positivas. Los dioses eran caprichosos y poseían todos los defectos de los seres humanos, a la vez que gozaban de un poder sobrenatural y disfrutaban interfiriendo en los asuntos de los hombres. Tenían que ser aplacados y había que propiciarse su voluntad, pero no convenía fiarse jamás de ellos por completo. Aunque los griegos confiaban mucho más en el poder del espíritu humano individual que en la intervención divina, también desarrollaron la idea de hubris (orgullo excesivo) para desalentar a los hombres de que se enorgullecieran demasiado de sus logros. El hubris atraía la atención de los dioses y los amenazaba; por tanto, sentirían gran deleite en castigar a los hombres que mostraran tal actitud.

HOMERO Y LA TRADICIÓN HEROICA

En el año 1000 a. J.C. el completo aislamiento de Grecia estaba llegando a su fin y su sociedad se volvió más compleja. La cerámica también se hizo más elaborada, reflejaba la mejora de la cultura material y la prosperidad de los griegos continentales y proporcionaba a los comerciantes artículos valiosos que intercambiar por bienes de lujo del exterior.

A medida que el comercio fue cobrando importancia en la edad oscura, la riqueza aumentó y la estratificación social se hizo más pronunciada. Comenzó a despuntar un pequeño grupo de aristócratas que justificó su preeminencia en virtud de sus cualidades superiores como «los mejores hombres». Su riqueza provenía de una combinación variable de comercio, saqueo y piratería. Pero en la edad oscura la riqueza no bastaba para establecer una posición aristocrática. Un gran hombre también tenía que cantar canciones, recitar hazañas, ganar batallas y, sobre todo, ser favorecido por los dioses. En pocas palabras, tenía que ser un héroe.

La mayoría de lo que sabemos sobre el ideal heroico de finales de la edad oscura proviene de la Ilíada y la Odisea, poemas épicos atribuidos a Homero. Aunque estas obras asombrosas, que se encuentran entre los mejores ejemplos de la literatura en la tradición occidental, no se escribieron hasta después del año 800 a. J.C., se basaban en tradiciones orales mucho más antiguas. Para los historiadores, este hecho las convierte en fuentes complejas y difíciles de analizar. Los poemas de Homero se sitúan a finales de la Edad de Bronce, pero a lo largo de siglos y siglos de narración continuada, las relaciones sociales y políticas que se representaban en ellos cambiaron para reflejar las asunciones de eras posteriores. Como resultado, aunque los grandes acontecimientos y muchos de los objetos materiales descritos en la épica homérica pertenecen a la Edad de Bronce, la sociedad que nos revela corresponde, en general, a la de finales de la edad oscura de Grecia.

Homero presenta un mundo en el que la competencia y la posición son la preocupación primordial de la élite guerrera. Mediante el intercambio de costosos presentes y hospitalidad, los aristócratas podían crear importantes lazos de amistad mutua. En realidad, en cierto sentido, los aristócratas tenían más en común entre sí que con las sociedades locales que dominaban. Pero este hecho no disminuía sus rivalidades.

La competencia entre las casas aristocráticas llevaba con frecuencia a la violencia, como sucedió durante la guerra de Troya, pero también podía adoptar una forma religiosa en la creación de cultos a los héroes. Dichos cultos podían comenzar cuando una familia importante reclamaba una majestuosa tumba micénica cercana como perteneciente a un antepasado famoso y practicaba en ella el sacrificio debido y demás rituales. Esta devoción podía extenderse a sus seguidores y dependientes; a veces, una comunidad entera se identificaba con ese famoso héroe local. De este modo, el ideal heroico se convirtió en un rasgo profundamente arraigado en la sociedad griega, que los poemas de Homero conservarían y propagarían por el período clásico y más allá.

CONTACTOS EXTERIORES Y ASCENSO DE LA POLIS

En el siglo IX a. J.C. se produjeron cambios espectaculares por toda la cuenca del Egeo. Se intensificaron los contactos entre griegos y fenicios, pero lo más crucial fue que los griegos adoptaron el alfabeto de los fenicios y lo mejoraron reformando símbolos consonánticos innecesarios para representar vocales. Ahora no sólo se podían escuchar la melodía vibrante y la fuerza de los poemas homéricos, sino también escribirse y leerse. Además, los fenicios introdujeron en Grecia muchas tradiciones artísticas y literarias de Oriente Próximo, que los griegos incorporaron y remodelaron para sus propios fines.

Los fenicios también abrieron paso a una nueva actividad entre los griegos: la navegación. Hasta el siglo X a. J.C., la mayoría de los comerciantes griegos esperaba en su casa a que llegaran los fenicios; sin embargo, a finales de la edad oscura ya habían copiado los diseños fenicios para los navíos mercantes, lo que les permitió zarpar en empresas comerciales propias y también participar en la piratería. Cuando la actividad comercial aumentó, muchísimos griegos iniciaron el traslado entre su tierra natal, las islas y Anatolia, con lo que se adelantaron a la explosión colonial que surgiría desde el Egeo en los siglos VIII y VII a. J.C.

Estos avances económicos y culturales estuvieron acompañados de un crecimiento demográfico espectacular. Puede que la población alrededor de Atenas llegara a cuadruplicarse durante el siglo IX y comienzos del VIII. Este rápido aumento demográfico puso a prueba los recursos de Grecia, país montañoso con tierra agrícola limitada. Cuando las aldeas menores se convirtieron en ciudades, los habitantes de estas comunidades rivales establecieron contactos mutuos más frecuentes. Pronto se hizo necesario cierto grado de colaboración económica, política y social, pero los valores heroicos de la sociedad de la edad oscura no facilitaban las cosas. Cada comunidad guardaba como un tesoro su autonomía e independencia tradicionales, celebraba sus propios cultos religiosos y honraba a sus propias lumbreras. Así pues, ¿en virtud de qué podían unirse esas comunidades?

La solución griega a este desafío fue la polis, mezcla singular de estructuras organizativas institucionales e informales. Aunque polis es la raíz de la que proviene la palabra político, muchos griegos concebían su polis menos como un estado que como una colectividad social. Las fuentes antiguas hacen referencia a «los atenienses», «los espartanos» o «los tebanos» más a menudo que a las poleis (plural de polis). E incluso cuando los griegos hablaban de la polis como tal, con frecuencia lo hacían como si todos sus residentes fueran miembros de una única familia extendida que a su vez estaba dividida en grupos menores basados en el parentesco, como tribus, clanes y hogares.

Las poleis diferían ampliamente en tamaño y organización. Sin embargo, desde el punto de vista estructural, en su mayoría, estaban organizadas en torno a un centro político y social conocido como el asty, donde se celebraban el mercado y las reuniones importantes y se resolvían al aire libre los asuntos cruciales de la polis. Rodeando al asty urbanizado estaba la chora, la «tierra». La chora de una polis grande podía sostener a otros pueblos además del asty, así como a numerosas aldeas; por ejemplo, todos los residentes del territorio completo de Ática eran considerados ciudadanos de Atenas. La vasta mayoría de los atenienses eran, de este modo, campesinos que podían acudir al asty para participar en los asuntos de su polis, pero que no residían en el centro urbano.

Synoikismos (o sinecismo, «reunión de las moradas») fue el modo de describir el proceso de las primeras formaciones de polis. Podía producirse por conquista o absorción, o mediante el lento proceso de trabajo mutuo y acomodación entre comunidades vecinas. Qué espoleó el sinecismo es asunto de debate. Algunas poleis se conformaron en torno a cumbres defendibles como la Acrópolis en Atenas. Puede que los griegos también copiaran una práctica de Oriente Próximo (y fenicia en particular) de ubicar un centro urbano alrededor del recinto de un templo. Sin embargo, en Grecia el templo central de una polis no siempre estaba situado dentro de las murallas de la ciudad; en Argos, por ejemplo, el ingente templo a Hera se encontraba a varios kilómetros de cualquier asentamiento considerable. Además, en muchas ciudades griegas la edificación del templo puede haber sido consecuencia de la formación de la polis y no su causa, cuando las élites competían entre sí para exaltar a su polis y cubrirse de gloria. Como era habitual en la vida griega en general, probablemente no existiera un patrón estandarizado en virtud del cual cobraron forma las primeras poleis.

Grecia arcaica, 800-480 a. J.C.

Con el surgimiento de la polis y el regreso de la escritura y la alfabetización, comienza la edad arcaica. Después de haber languidecido en la oscuridad durante casi cuatro siglos, la civilización griega irrumpe ahora con un dinamismo y energía asombrosos. La Grecia arcaica es notable no sólo por sus logros, sino también por su disposición para explorar nuevas vías en religión, sociedad y política. Este período también ha sido denominado acertadamente como la «era del experimento».

COLONIZACIÓN Y PANHELENISMO

En los siglos VIII y VII, las aventuras comerciales y migraciones griegas a pequeña escala por el Egeo evolucionaron hasta convertirse en un esfuerzo de colonización plenamente desarrollado. Cada colonia era una fundación independiente, con lazos emocionales y sentimentales con su ciudad matriz, pero sin obligaciones políticas. Los griegos, a finales del siglo VI a. J.C., ya habían fundado varios cientos de nuevas colonias desde el mar Negro hasta el Mediterráneo occidental, lo que alteró de manera permanente la geografía cultural del mundo mediterráneo. Las costas occidentales de Anatolia continuarían siendo un bastión de la cultura griega hasta el final de la Edad Media; tantos griegos se asentaron en el sur de Italia y Sicilia, que los romanos llamaron a la región la Magna Grecia, la «Grecia mayor»; en el siglo IV a. J.C. ya vivían allí más griegos que en la propia Grecia. Asimismo, podían encontrarse colonias griegas más hacia el oeste, en el norte de África y a lo largo de la costa meridional de Francia.

Los motivos para la colonización variaban. Algunas polis, como Corinto, estaban bendecidas por la geografía, pero maldecidas por la pobreza agrícola de sus tierras. Por tanto, el comercio se convirtió en su vida. El clan aristocrático dirigente del siglo VIII emprendió un ambicioso plan de colonización con el establecimiento de colonias por la costa del Adriático y en Sicilia como modo de fomentar el comercio. Otras poleis, enfrentadas a las presiones demográficas y la agitación política, utilizaron la colonización como salida para el exceso de población y los disidentes.

La expansión colonial intensificó los contactos con otras culturas, sobre todo con Egipto y Fenicia. La cerámica fenicia llevó a Grecia nuevos motivos artísticos y figuras mitológicas; Egipto influyó enormemente en las primeras representaciones escultóricas griegas de la forma humana. Al mismo tiempo, sin embargo, el contacto intensificado con otras culturas agudizó la conciencia griega de su identidad común y peculiaridad como «helenos» (nombre que se daban a sí mismos los griegos). Este «helenismo» consciente no llevó de manera forzosa a una mayor colaboración política entre las poleis ferozmente independientes. Al igual que los sumerios, los griegos eran particularistas poco inclinados a asociaciones políticas permanentes mayores que la polis. También estaban divididos por distinciones lingüísticas entre hablantes jónicos y dóricos, si bien comenzaba a surgir, pese a su rebeldía política, un sentimiento de cultura y conceptos comunes.

El helenismo también alentó el desarrollo de lugares de culto pan-helénicos («todos los griegos»), como el Oráculo de Delfos, y de festividades panhelénicas, como los Juegos Olímpicos. A Delfos llegaba gente procedente de todo el mundo griego para buscar el consejo de la sacerdotisa de Apolo, que se hallaba sentada sobre una grieta de la tierra y mascaba hojas de eucalipto. Sus respuestas ininteligibles, ofrecidas mientras se encontraba en estado de trance, las traducían entonces en verso perfecto los sacerdotes que la asistían. Estas respuestas eran lo suficientemente vagas como para que el oráculo rara vez se equivocara, incluso juzgado a posteriori. En los Juegos Olímpicos los griegos honraban al rey de los dioses, Zeus, cerca de su templo gigantesco en Olimpia. Les enorgullecían tanto estas competiciones atléticas, que hasta los historiadores fechaban los acontecimientos por las «Olimpiadas», períodos de cuatro años que comenzaron con la supuesta fecha de los primeros juegos en 776 a. J.C. Sólo se permitía la participación de griegos y todas las guerras entre ellos tenían que cesar mientras tenían lugar. Una victoria en los juegos proporcionaba gran prestigio al ganador, quien podía catapultarse a una posición de poder social e incluso político en su polis. Como era de esperar, estas competiciones contribuían poco a detener las disputas y rivalidades entre las poleis, pero sí fortalecían el sentimiento de que compartían una cultura común, pese a las diferencias políticas y lingüísticas.

LA GUERRA HOPLITA

Durante la edad oscura, la fuerza militar de la comunidad griega descansaba en la élite, cuyos miembros contaban con tiempo, recursos y entrenamiento para convertirse en héroes guerreros «homéricos». Los soldados de infantería rasos desempeñaban un papel secundario como seguidores y partidarios de los guerreros aristócratas que se batían en duelo en un combate individual. Este monopolio de las hazañas militares proporcionaba a la aristocracia una tremenda influencia política y social dentro de las poleis incipientes. Como resultado, los aristócratas dominaban los cargos políticos y el sacerdocio, así como la vida económica.

La introducción de las tácticas hoplitas durante el período arcaico puso fin al dominio militar de la aristocracia. Los hoplitas eran soldados de infantería, armados con lanzas o espadas cortas, que estaban protegidos por un gran escudo redondo (hopla), un peto, un casco y a veces muñequeras y rodilleras. En la batalla, los hoplitas se colocaban hombro con hombro en una estrecha formación llamada falange en varias filas a lo ancho y a lo largo, y cada hoplita portaba el escudo en la mano izquierda para proteger el costado derecho sin escudo del hombre que estaba a su lado; en la mano derecha blandía un arma arrojadiza, como una lanza o una espada corta, de modo que, al aproximarse una falange, presentaba una muralla casi impenetrable de armaduras y armas a sus rivales. Si un hombre de la primera fila caía, el que estaba detrás se adelantaba para ocupar su lugar; en realidad, el peso de la falange completa estaba literalmente detrás de la primera línea, pues cada soldado ayudaba al ataque inclinándose con su escudo hacia el hombre que tenía delante. La cerrada formación y la pesada armadura (más de 31 kilos incluido el casco) requerían una única destreza: la capacidad de mantenerse juntos. Mientras la falange permaneciera intacta, era una formación casi invencible.

Continúa siendo un misterio dónde, cuándo y cómo llegaron a Grecia las tácticas hoplitas. Puede que los griegos las aprendieran de los asirios. Pero dejando de lado su procedencia, una vez que se introdujeron, todas las poleis se apresuraron a adoptarlas. Las tácticas hoplitas ya eran un elemento normal en la guerra griega, a finales del siglo VII a. J.C.

El resultado fue una revolución social y política. Puesto que toda polis necesitaba una fuerza hoplita para proteger su independencia, los campesinos que podían permitirse la adquisición de la armadura requerida se convirtieron pronto en una fuerza política y social dentro de la polis arcaica, «la clase hoplita». Pero los sacrificios que exigía este tipo de guerra eran grandes, y cundió la agitación entre los hombres que ahora se habían vuelto indispensables para la supervivencia de la polis, pero que no participaban en la toma de decisiones. En un principio los estudiosos creyeron que su malestar bastó por sí solo para forzar concesiones de la aristocracia que incluirían el acceso a la toma de decisiones y la redacción de leyes para garantizar una justicia «igual», pero en realidad puede que fueran algunos aristócratas descontentos quienes impulsaran el cambio político.

LA CULTURA ARISTOCRÁTICA Y EL ASCENSO DE LA TIRANÍA

Durante la mayor parte de los siglos VII y VI a. J.C., los aristócratas continuaron dominando las poleis griegas. Eran habituales las luchas por conseguir influencia entre familias aristocráticas competidoras, que pretendían dar jaque mate a sus rivales utilizando nuevas leyes y el despacho de expediciones coloniales como armas. Sin embargo, a pesar de sus peleas, los aristócratas gozaban de todo el poder dentro de la polis, no menos porque eran los únicos miembros de la sociedad que podían permitirse ocupar estos cargos políticos que no tenían sueldo pero que ocupaban tiempo.

Los aristócratas de la edad arcaica no sólo pretendían riqueza, poder y gloria, sino también una cultura y un estilo de vida definidos. Ocupar cargos y participar en la política eran parte de este estilo de vida, pero también lo era el simposio, una reunión íntima en la que los hombres de la élite disfrutaban del vino (a veces en cantidades ingentes), la poesía (de la épica a las canciones de borrachera subidas de tono), concursos de baile y cortesanas que proporcionaban música y servicios sexuales. Las mujeres respetables estaban excluidas de estas reuniones, al igual que de los restantes aspectos de la vida social y política. También quedaban excluidos los hombres que no pertenecían a la aristocracia. Así pues, el simposio era mucho más que un acto social. Constituía un rasgo esencial de la vida masculina aristocrática dentro de la polis.

La homosexualidad era otro aspecto importante de la cultura aristocrática en el período arcaico. La conducta homosexual aristocrática estaba regulada por la costumbre social. Lo habitual era que un hombre de entre veintitantos a treinta y tantos años en ascenso en la vida política tomara como amante y protegido a un joven aristócrata de diez y pocos años. Los dos formarían un lazo de amistad estrecho e íntimo en el que las relaciones sexuales desempeñaban un papel importante. Se creía que este lazo íntimo entre hombre y muchacho beneficiaba al miembro más joven de la pareja, pues aprendía el funcionamiento del gobierno y la sociedad, y por mediación de su amante mayor establecía importantes conexiones sociales y políticas de las que sacaría provecho más adelante en la vida. En efecto, Platón sostendría que el amor verdadero sólo podía existir entre dos amantes masculinos porque sólo dentro de esa relación podía un hombre encontrar una pareja merecedora de su afecto.

Así pues, en el período arcaico un complejo íntegro de valores, ideas, prácticas y asunciones informaba la identidad aristocrática. Como resultado, era imposible para los que se encontraban fuera de este mundo elitista participar de lleno en la vida pública de la polis. Sin embargo, a mediados de la era arcaica el círculo de la élite aristocrática se estrechó aún más. Un pequeño número de aristócratas dominaba ahora los cargos más elevados de la polis, con lo que se encontraban en posición de controlar una amplia zona de la vida cívica a expensas de sus rivales. Se dejó a muchos aristócratas fuera de su propia cultura, como meros observadores. Pero estos hombres tenían a mano el remedio a su problema: los hoplitas, quienes también se quejaban de su exclusión del poder político.

Cuando los círculos de poder político se estrecharon en el siglo VII, aumentó la violencia entre los grupos aristocráticos y acabó propiciándose el surgimiento de la tiranía como forma alternativa de gobierno. La palabra tyrannos no era originalmente griega, sino que se tomó de Lidia para significar a alguien que se hacía con el poder y gobernaba fuera del marco constitucional tradicional. De este modo, en la Grecia arcaica un tirano no era necesariamente un gobernante abusivo, y los pensadores de esa era se sintieron fascinados y horrorizados por su poder sin freno. Aristóteles condenaría la tiranía como perversión de la forma «pura» de la monarquía hereditaria, por mucho que en el período arcaico sirviera a menudo para abrir camino a la concesión de derechos políticos más amplios.

El tirano griego solía ser un aristócrata cansado de su exclusión de la élite o frustrado por las disputas mezquinas de las facciones aristocráticas dentro de la polis. Los futuros tiranos apelaban a la clase hoplita, cuya fuerza armada podía impulsarlos a una posición de poder único; a cambio, le extendían derechos de participación política o al menos le ofrecían nuevas garantías económicas y judiciales, a la vez que se esforzaban en retener las riendas del poder en sus manos. Era un estado de cosas inestable de por sí, porque una vez que el tirano original había satisfecho los deseos de los hoplitas, la continuación de la tiranía se convertía en un obstáculo para la obtención de mayor poder para el pueblo, el demos. Por esta razón, las tiranías rara vez duraron más de dos generaciones. Las más de las veces sirvieron de estaciones de paso en el camino de la aristocracia a formas de gobierno más participativas, como la democracia.

LA POESÍA LÍRICA

La característica de la cultura griega arcaica es la poesía lírica, un nuevo cambio en la literatura que se originó en el siglo VII a. J.C. y ha continuado desde entonces. Las primeras obras maestras de la literatura griega son los imponentes poemas épicos de Homero, cuya esfera de acción es grandiosa y en los que abundan temas heroicos provenientes de la sociedad griega de la edad oscura. El sucesor de Homero, Hesiodo (c. 700 a. J.C.), compuso poemas épicos más cortos imbuidos de las visiones tradicionales. Su Teogonía describe los orígenes de los dioses y el cosmos creado; Los trabajos y los días es una diatriba personal contra su intrigante hermano y la élite de su ciudad natal que también aborda temas como las recompensas al trabajo tenaz, el lugar de la justicia en la polis y la importancia de tratar bien a los vecinos.

Las siguientes generaciones de poetas fueron menos ambiciosas en alcance, pero su obra con frecuencia goza de mayor atractivo debido a su naturaleza muy personal. Era habitual que los poetas hablaran de sí mismos en los versos de sus poemas. Los poetas líricos evitaban los tropos convencionales para concentrarse en temas que les interesaban más. Algunos se burlaban abiertamente de costumbres y valores típicos. Arquíloco de Paros (c. 680-640 a. J.C.), por ejemplo, conmemoró su servicio como mercenario escribiendo: «Algún sayo alardea con mi escudo, arma sin tacha, / que tras un matorral abandoné, a pesar mío. / Puse a salvo mi vida, ¿qué me importa el tal escudo? / […] Ahora adquiriré otro no peor». ¿Dónde quedan el heroísmo y el mantenerse firme en la batalla? Arquíloco arrojó su equipo y huyó para salvarse. También dio rienda suelta a su enfado personal con una amante infiel y su mejor amigo, con el que ella se marchó, comparándola con una higuera que alimenta a todos los cuervos y deseando que se la llevaran como esclava al país salvaje de Tracia.

Entre los poetas líricos más famosos y consumados se encontraba Safo (c. 620-550 a. J.C.), que vivía en la polis de Mitilene, en la isla de Lesbos. Safo escribía poemas bellos y conmovedores sobre el anhelo romántico y el deseo sexual, a veces hacia hombres, pero con mayor frecuencia y pasión hacia otras mujeres. En un famoso poema escribió: «Me parece igual a los dioses ese hombre / que frente a ti se sienta, y tan de cerca / te escucha absorto hablarle con dulzura / y reírse, deseable / […] Y cuando te miro un solo instante, ya no puedo decir ni una palabra / mi lengua queda rota, / y un sutil fuego no tarda en recorrer mi piel […]». Otro poema se inicia con los versos siguientes: «Dicen unos que lo más bello sobre la tierra oscura / es un ecuestre tropel; la infantería, otros, y ésos, / que una flota de naves, pero yo afirmo / que lo más bello es aquella a quien se ama».

Aunque algunos poetas líricos ensalzaron las virtudes marciales y elogiaron el heroísmo, el carácter intimista de la lírica nos revela algo completamente nuevo en la historia de Occidente: al individuo que expresa sus sentimientos, aunque estén en desacuerdo con la cultura dominante de la época.

La polis arcaica en acción

Las poleis arcaicas se desarrollaron de formas muy diferentes. Para ilustrar esta diversidad, examinaremos tres ejemplos particularmente bien documentados: Atenas, Esparta y Mileto. Sin embargo, ninguna es «típica» del desarrollo histórico de las poleis griegas en su conjunto. Hubo más o menos mil poleis en Grecia y de la mayoría no sabemos apenas nada. Parece improbable que entre tanta diversidad seamos capaces alguna vez de describir una polis «típica».

ATENAS

Los atenienses creían que ellos y su ciudad habían existido de forma continuada desde la Edad de Bronce, afirmación que formaba parte esencial de su identidad y su sentimiento de importancia dentro del mundo griego mayor. Pero aunque Ática se encontraba entre las regiones más poblabas y prósperas en la edad oscura, Atenas apenas contaba en esos primeros tiempos. Incluso al comienzo del período arcaico Corinto era la principal ciudad comercial de Grecia; Atenas destacaba como la potencia militar preeminente; y las islas egeas, junto con la costa central de Anatolia, eran los centros culturales primordiales.

Atenas surgió de la edad oscura con una economía claramente agrícola. Los ingresos que sus aristócratas habían obtenido mediante el comercio los habían reinvertido en tierra. A comienzos de la era arcaica, la élite aristocrática consideraba el comercio un medio dudoso de ganarse la vida. La orientación de su ciudad hacia el Egeo, junto con los excelentes puertos que había en el litoral de Ática, acabarían convirtiendo Atenas en una polis famosa en la actividad mercantil y marinera, pero hasta el siglo VI a. J.C. la aristocracia ateniense permaneció firmemente atrincherada en la tierra.

El dominio aristócrata de Atenas descansaba sobre los magistrados elegidos, que monopolizaban, y el consejo de estado, que estaba compuesto por antiguos magistrados. A comienzos del siglo VII a. J.C., unos cargos aristocráticos llamados arcontes ya ejercían el poder ejecutivo. Dichos arcontes acabaron siendo nueve y presidían las funciones civiles, militares, judiciales y religiosas de la polis. Ocupaban el cargo durante un año y después se convertían en miembros vitalicios del consejo del Areópago, que era donde residía el poder real en Atenas. El Areópago elegía a los arcontes, con lo que controlaba a sus futuros miembros; también servía de especie de «tribunal supremo» y tenía una influencia tremenda en los procesos judiciales.

Durante el siglo VII se desarrollaron profundas divisiones económicas y sociales en la sociedad, cuando una proporción considerable de la población cayó en la esclavitud por deudas (la práctica de conseguir un préstamo poniendo como garantía a la persona que lo pedía y, cuando no era capaz de pagarlo, convirtiéndose en esclavo del acreedor). Asimismo, las rivalidades entre las facciones políticas de la aristocracia desestabilizaron la polis. En el año 632 a. J.C., un aristócrata prominente llamado Quilón intentó establecer una tiranía, pero se rindió cuando le ofrecieron un salvoconducto. Sin embargo, sus rivales políticos violaron su promesa de inmunidad, asesinaron a sus partidarios y lo enviaron al exilio. Los resentimientos perdurarían durante una generación.

El ciclo interminable de asesinatos por venganza que siguió al golpe de estado fallido de Quilón inspiró el primer intento de ley escrita en Atenas. En el año 621 a. J.C., a un aristócrata llamado Dracón se le encargó «fijar las leyes», y se propuso en particular controlar los homicidios mediante duros castigos («draconianos»). Sin embargo, su intento de estabilizar Atenas fracasó, y la ciudad se vio pronto al borde de la guerra civil. Con la esperanza de evitarla, en el año 594 a. J.C. los aristócratas y los hoplitas convinieron en que Solón fuera el único arconte durante un año y en otorgarle amplios poderes para reorganizar el gobierno. Solón era un aristócrata que había conseguido fama y fortuna como comerciante, lo que hizo que la sociedad ateniense confiara en él porque no estaba en deuda con ningún interés particular.

Sus reformas políticas y económicas pusieron los cimientos para el desarrollo posterior de la democracia ateniense. Prohibió la esclavitud por deuda y estableció un fondo para comprar a los esclavos por deuda atenienses que se habían vendido al extranjero. Fomentó el cultivo de olivos y viñas, con lo que espoleó la agricultura de cultivos comerciales y las industrias urbanas (como la alfarería, la producción de aceite y la construcción naval), necesarias para hacer de Atenas una potencia comercial. También amplió los derechos de participación política. Estableció tribunales en los que una mayor diversidad de ciudadanos servía de miembros del jurado y a los que podía apelar cualquier ateniense si le disgustaba una decisión del Areópago. Basó la elección de los cargos políticos en criterios de propiedad, y de este modo posibilitó a quienes no habían nacido aristócratas lograr el acceso al poder mediante la acumulación de riqueza. Además, otorgó a la asamblea de ciudadanos (conocida como ekklesia) el derecho a elegir a los arcontes, paso que resultó crucial, puesto que todos los hombres atenienses de más de dieciocho años nacidos libres podían participar en la asamblea.

Con todo, las reformas de Solón no tuvieron éxito. La aristocracia las consideró demasiado radicales, y el demos, insuficientes. En la agitación que se suscitó, un aristócrata llamado Pisístratos consiguió establecerse como tirano en el año 546 a. J.C. Pisístratos permitió que los órganos de gobierno funcionaran como había pretendido Solón y lanzó una ingente campaña de proyectos de obras públicas. Sin embargo, detrás de la aparente moderación de su gobierno subyacía la intimidación callada pero persistente que practicaba mediante la contratación de mercenarios extranjeros y la crueldad con la que aplastaba toda disensión de su régimen. Al poner en práctica las reformas de Solón, fortaleció al demos y fomentó el gusto por el autogobierno. Fue un gobernante popular hasta su muerte. Sus hijos, sin embargo, resultaron mucho menos populares, y después de que uno de ellos fuera asesinado en una disputa aristocrática, el otro fue derrocado en seguida con la ayuda de los espartanos.

Tras la caída de los pisistrátidas en el año 510 a. J.C., llegó un breve régimen contrarrevolucionario aristocrático, apoyado por los espartanos. Pero dos generaciones de acceso a un poder en aumento habían hecho que el demos ateniense no tuviera el más mínimo interés en volver a una oligarquía elitista. Por primera vez en la historia, el pueblo en general se levantó de forma espontánea y derrocó al gobierno. Se congregó en torno a Clístenes, también aristócrata, pero que había servido bien en el gobierno pisistrátida y había abrazado la causa del demos tras la caída de la tiranía. Una vez votado como arconte en 508-507 a. J.C., Clístenes tomó medidas de inmediato para limitar el poder de la aristocracia. Al reorganizar a la población ateniense en diez «tribus» votantes, suprimió las identidades regionales dentro de Ática, que habían sido una importante fuente de influencia para la aristocracia. Fortaleció más la asamblea de ciudadanos atenienses y extendió la maquinaria del gobierno democrático al ámbito local por toda Ática. También introdujo la práctica del ostracismo, por la cual los atenienses podían decidir cada año si querían desterrar a alguien durante diez años y, de ser así, a quién. Clístenes creía que con este poder el demos podría impedir el regreso de un tirano y sofocar las luchas de facciones si la guerra civil parecía inmediata.

En el año 500 a. J.C. Atenas ya se había convertido en la principal exportadora de aceites de oliva, vinos y cerámica del mundo griego. Las contiendas políticas del siglo VI también le habían otorgado un carácter mucho más democrático que el que poseían cualquiera de las restantes polis griegas, y fortaleció de forma simultánea sus instituciones de gobierno central. Los atenienses estaban en disposición de asumir el papel que reclamarían para sí durante el siglo V como modelo de la cultura griega y defensores de su estilo de democracia participativa.

ESPARTA

Situada en la parte meridional del Peloponeso (la gran península que forma el sur de Grecia), Esparta significaba todo lo que no eran los atenienses. Atenas era culta, sofisticada y cosmopolita; Esparta, básica, llana y tradicional. Dependiendo del punto de vista de cada cual, ambos conjuntos de adjetivos podrían servir de admiración o de crítica.

Esparta tomó forma cuando cuatro aldeas (y al final una quinta) se unieron para crear la polis. Tal vez como reliquia del proceso de unificación, mantuvo una monarquía doble a lo largo de la historia, con dos familias reales y dos líneas de sucesión. Aunque la antigüedad o la capacidad solían determinar cuál de los dos reyes gobernantes gozaba de mayor influencia, ninguno era técnicamente superior al otro, situación que condujo a la intriga política intestina.

El sistema espartano dependió de su conquista de Mesenia, rica región agrícola situada al oeste de Esparta. Hacia el año 720 a. J.C., los espartanos subyugaron la región y esclavizaron a la población. Estos ilotas (como entonces se denominó a los mesenios esclavizados) siguieron trabajando la tierra, que ahora se parceló entre los espartanos. Sin embargo, hacia el año 650 a. J.C., los ilotas se levantaron en una revuelta y obtuvieron el apoyo de varias ciudades vecinas, y llegaron a amenazar brevemente a Esparta con la aniquilación. Al final, ésta triunfó, pero la conmoción de esta rebelión produjo una transformación permanente en su sociedad.

Dispuesta a impedir otro levantamiento, Esparta se convirtió en la polis más militarizada de Grecia. En el año 600 a. J.C. toda la polis ya se orientaba al mantenimiento de su ejército hoplita, una fuerza tan superior que los espartanos, confiados en su seguridad, dejaron sin fortificar su ciudad. El sistema espartano hacía de todo ciudadano pleno, llamado espartiate (o, de forma alternativa, «igual»), un soldado profesional de la falange. En una época en la que la sociedad ateniense se estaba volviendo más democrática, en Esparta la ciudadanía se iba «aristocratizando», convirtiendo a cada ciudadano-soldado en un guerrero-campeón de la falange hoplita.

Esparta llegó a ser una sociedad organizada para la guerra. Las autoridades examinaban a todos los niños que nacían y determinaban si estaban sanos para ser criados (en caso contrario, se los abandonaba en las montañas). Si resultaban dignos de crianza, a los siete años se los colocaba en el sistema educativo estatal. Los niños y las niñas se instruían juntos hasta los doce años, participaban en ejercicios, gimnasia, otra preparación física y competiciones. Luego los niños pasaban a vivir en los barracones, donde iniciarían en serio su formación militar. Las niñas continuaban una educación en letras hasta que se casaban, por lo general en torno a los dieciocho años.

La formación en los barracones era rigurosa con miras a acostumbrar al joven a las privaciones físicas. A los dieciocho años tenía que intentar ser aceptado en un syssition, una tienda comedor comunal, además de una especie de fraternidad de combate. Si fracasaba, no podría convertirse en un espartiata completo y perdería sus derechos como ciudadano. Sin embargo, si era aceptado, permanecería en los barracones hasta que tuviera treinta años. Aunque se pedía que los hombres se casaran entre los veinte y los treinta años, a los que vivían en los barracones sólo se les permitía reunirse con sus esposas a escondidas, hecho que quizá explique en parte la tasa de nacimientos tan baja entre las parejas de espartiatas. Una vez cumplidos los cincuenta, el varón espartiata podía vivir con su familia, pero permanecía como militar en activo hasta los sesenta años, si bien no era probable que participara en el combate de falanges una vez que sobrepasara los cuarenta y cinco años.

Todos los varones espartiatas de más de treinta años eran miembros de la asamblea de ciudadanos, la apella, que votaba sí o no, sin debate, en asuntos que les proponía un consejo formado por veintiocho ancianos (la gerousia), además de los dos reyes. La gerousia era el principal organismo normativo de la polis, así como su tribunal fundamental. Sus miembros eran elegidos por la apella de por vida, pero tenían que sobrepasar los sesenta años. Cinco éforos, elegidos anualmente por la apella, supervisaban el sistema educativo y actuaban de guardianes de las tradiciones. En su último papel podían incluso deponer a un rey descarriado del mando del ejército cuando estaba en campaña. Los éforos también supervisaban el servicio secreto, la kripteia, y reclutaban agentes entre los jóvenes espartiatas más prometedores. Los agentes espiaban a los ciudadanos, pero su principal labor consistía en infiltrarse entre la población de los ilotas, identificar a posibles perturbadores y matarlos.

La política espartana solía girar en torno a la precaria relación entre los ilotas y los espartiatas. Los ilotas superaban a los espartiatas en número en una proporción de diez a uno, y Mesenia ardía en revueltas cada poco tiempo. Los ilotas acompañaban a los espartanos durante las campañas como portadores de escudos y lanzas, además de como responsables del bagaje; resulta notable que no sepamos de revueltas en estas circunstancias. Sin embargo, cuando no estaban en campaña, los ilotas eran una preocupación de seguridad constante. Todos los años, de forma ritual, los espartanos les declaraban la guerra, como recuerdo de que no tolerarían intentos de liberación. Pero los espartiatas nunca descansaban tranquilos en sus camas; los espartanos eran renuentes a mandar fuera a su ejército, debido en parte a que temían que su ausencia prolongada pudiera alentar un alzamiento de los ilotas en el país. La esclavitud de los ilotas hizo posible el sistema espartano, pero el hecho de que Esparta tuviera que depender de una población hostil de esclavos también fue una limitación seria para su poder.

Los espartiatas tenían prohibido participar en intercambios o comercio debido a que la riqueza podría distraerlos de su persecución de la virtud marcial. Tampoco labraban sus tierras. La actividad económica en el estado espartano recaía en los ilotas o en los residentes libres de otras ciudades peloponesas (conocidos como los perioikoi [periecos], «los que moran alrededor»). Los periecos disfrutaban de ciertos derechos y protección en la sociedad espartana, y algunos se hicieron ricos administrando sus negocios. Sin embargo, no ejercían derechos políticos dentro del estado espartano y era Esparta quien dirigía su política exterior. Los espartiatas que perdían sus derechos como ciudadanos también se convertían en periecos.

Los espartanos rechazaban de forma consciente la innovación o el cambio. Se llamaban a sí mismos los protectores de las «constituciones tradicionales» de Grecia, entendiendo por tales los regímenes aristocráticos más antiguos. En este papel, Esparta intentó evitar el establecimiento de tiranías en los estados vecinos y derrocarlas cuando surgieron. Su tenaz defensa de la tradición la convirtió en objeto de admiración en todo el mundo griego, aunque pocos griegos sintieran algún deseo de vivir como lo hacían los espartanos.

El defecto fatal del sistema espartano fue demográfico. Había muchos modos de perder la posición de espartiata, incluidas la conducta criminal y la cobardía, pero la única manera de llegar a serlo era por la cuna, y la tasa de nacimientos no podía mantenerse a la par que la demanda de espartiatas. Como consecuencia, el número de espartiatas de pleno derecho descendió de unos diez mil en el período arcaico a sólo unos mil a mediados del siglo IV a. J.C.

MILETO

Al otro lado del Egeo, enfrente de la Grecia continental, se encontraban las ciudades griegas de Anatolia. Durante el período arcaico, Mileto, una estrecha franja costera que dominaba la parte central del litoral occidental, fue la potencia más comercial, cultural y militar de Jonia. Formaba parte del mundo griego desde hacía largo tiempo, pero las influencias de Oriente Próximo también moldearon su cultura en aspectos importantes. Jonia fue el lugar de nacimiento de la épica griega, y continúa el debate sobre en qué medida podrían haber influido los modelos de Oriente Próximo en los poemas homéricos. Sin duda, había otros empeños creativos que mostraban influencia de Oriente Próximo. Animales fantásticos, un tema antiguo del arte decorativo oriental, se representaron con frecuencia en la cerámica milesia durante los siglos VII y VI a. J.C. Los intelectuales milesios también conocían bien las tradiciones de la literatura y el saber orientales. Algunos incluso recurrían a los grandilocuentes comienzos de los decretos imperiales persas («así habla Darío el gran rey […]») para efectuar sus propias observaciones, completamente diferentes («así habla Hecateo de Mileto: los dichos de los griegos son muchos y necios»).

La relación estrecha pero difícil entre los jonios de la costa y el reino interior de Lidia llevó a un intercambio cultural cruzado particularmente extenso. Fue a través de los jonios como se introdujo en el mundo griego la invención lidia de la acuñación. A su vez, los jonios desempeñaron un papel crucial en la helenización del interior de Asia Menor. Bajo la presión de los lidios —quienes querían para sí los fabulosos puertos de la costa de Anatolia—, las ciudades importantes de Jonia acabaron reuniéndose para formar la Liga Jónica, una confederación política y religiosa de poleis independientes comprometidas en el apoyo mutuo en tiempos de necesidad. Fue la primera organización de este tipo conocida en el mundo griego.

Los milesios fundaron muchas colonias, sobre todo en el mar Negro y sus alrededores. También desarrollaron su actividad en Egipto, donde los principales puestos de avanzada comerciales fueron fundaciones milesias. Sus esfuerzos coloniales, combinados con su ventajosa posición para el comercio con el resto de Asia Menor, proporcionaron gran riqueza a Mileto, que alcanzó la cumbre de su poder a comienzos del siglo VI a. J.C., cuando su tirano Trasíbulo logró rechazar el ataque lidio y (probablemente) construyó una flota para proteger sus intereses navales. Sin embargo, tras su muerte, la continua presión de Lidia, combinada con la competencia de la isla jónica de Samos, llevaron al lento declive de Mileto en el curso del siglo VI.

Asimismo, Mileto se convirtió en el centro del pensamiento especulativo y la filosofía griegos. Desde el siglo VI a. J.C., una serie de pensadores conocidos como los «presocráticos» (porque llegaron antes que el gran filósofo Sócrates) planteó serias preguntas sobre la relación entre el mundo natural (el kosmos), los dioses y los hombres. Con frecuencia sus explicaciones trasladaban a los márgenes la agencia divina o la suprimían por completo, motivo por el cual los griegos de la época los miraban con recelo. La denominada Escuela de Mileto contó con tres pensadores sucesivos: Tales, Anaximandro y Anaxímenes. Los tres recurrieron a tradiciones más antiguas del saber de Oriente Próximo, como la astronomía babilónica, pero según el modo habitual entre los griegos, le daban muchas vueltas a esas ideas. Calculando y observando los movimientos del firmamento, los pensadores de la Escuela de Mileto buscaron explicaciones físicas para lo que veían, y se negaban a suponer que los cuerpos celestiales eran dioses. Al hacer de la observación de los hombres y no de la voluntad de los dioses el punto de partida de su pensamiento, esta escuela comenzó a formular teorías racionales para explicar el universo físico que observaba.

Estimulados por el cosmopolitismo de su ciudad, los filósofos milesios también empezaron a replantearse su lugar en el mundo humano, y así inauguraron lo que a veces se ha denominado «la revolución jónica en el pensamiento». Hecateo de Mileto, el primer griego que dibujó un mapa del mundo conocido, escribió sus comentarios sobre la necedad de los griegos después de extensos viajes durante los que estudió otras culturas y a sus dioses. Jenófanes de Colofón observó que los tracios (pueblo bárbaro que vivía al norte de los griegos) creían que los dioses tenían los ojos azules y el cabello pelirrojo, mientras que los etíopes representaban a los suyos con la piel oscura y el cabello rizado. Llegó a la conclusión de que los seres humanos creaban a los dioses a su imagen y semejanza, y no al revés. Declaró que si los bueyes pudieran hablar y fabricar objetos, rezarían y darían forma a dioses que parecerían bueyes. Este relativismo era nuevo, pero se convertiría en una corriente característica en la filosofía griega posterior.

Esta fisura creciente entre el credo religioso y la especulación filosófica fue un avance crucial en la historia del pensamiento occidental. Sin embargo, fue menos completa de lo que se suele imaginar. La filosofía era un juego para unos pocos griegos, no para el ciudadano medio; y cuando los filósofos dirigieron su atención a la relación de los seres humanos con los dioses, se pusieron nerviosos hasta los ciudadanos de las poleis más progresistas. Los dioses eran una parte demasiado central de la vida cotidiana como para no sentirse amenazados por un pensamiento filosófico tan impío.

La lucha entre la religión y la filosofía acabaría librándose no en Mileto, sino en Atenas más de cien años después de la atrevida proclamación de Jenófanes. La revolución jónica del pensamiento perdió fuerza a partir del año 546 a. J.C., cuando los persas conquistaron Lidia y asumieron su protectorado sobre las ciudades-estado griegas de Asia Menor, incluida Mileto. A la larga, la resistencia milesia al dominio persa desencadenaría el mayor enfrentamiento que había conocido el mundo griego hasta entonces: la guerra con el poderoso Imperio persa.

Las guerras médicas

El período arcaico de la historia griega se cerró entre dramáticas batallas contra los persas. Cuando se iniciaron las hostilidades, Persia era el estado más poderoso que el mundo había visto, capaz de reunir más de un millón de hombres armados. En contraste, los griegos seguían siendo un conjunto de poleis ferozmente desconfiadas unas de otras y competitivas al máximo. Una polis excepcionalmente grande como Atenas o Esparta podía poner en el campo diez mil hoplitas, pero la inmensa mayoría de los estados griegos apenas era capaz de aportar unos cuantos cientos cada uno. Durante dos décadas la amenaza de la conquista persa se cernió en el horizonte, y cuando por fin se alejó el peligro inmediato a la libertad, la experiencia de la guerra había cambiado el mundo griego de manera inconmensurable.

LA REVUELTA JÓNICA, 499-494 A. J.C.

Nuestra fuente principal para las guerras médicas es Herodoto, el «padre de la historia». Su relato refleja muchas de las corrientes intelectuales de Atenas a mediados del siglo V, donde vivió y trabajó. Exhibiendo una especie de determinismo geográfico y cultural, atribuyó la guerra entre Persia y Grecia a un antiguo odio entre Europa y Asia, pero su misma narración muestra que la causa inmediata fue un conflicto político surgido en Mileto.

En el año 501 a. J.C., Aristágoras —el tirano de Mileto, marioneta de los persas— estaba muy preocupado porque sus días como favorito de Darío el Grande estaban contados. Pasando de marioneta a patriota, enardeció a los milesios y al resto de Jonia para que se rebelaran contra el dominio persa. También buscó el apoyo militar de la Grecia continental. Los espartanos se negaron a enviar su ejército al exterior, pero los atenienses y la ciudad de Eretria, en la isla de Eubea, se apiadaron de sus camaradas jonios y aceptaron enviar un total de veinticinco barcos con sus tripulaciones. Esta pequeña fuerza tomó la antigua capital lidia de Sardis (entonces centro administrativo persa) y la quemó hasta los cimientos. Pero los atenienses y los eretrios se retiraron después de esta hazaña, y dejaron a los jonios a su suerte. Tras cinco años de valiente combate, los rebeldes acabaron aplastados por el poder, muy superior, de Persia en el año 494 a. J.C.

Sin embargo, Darío se dio cuenta de que mientras sus súbditos griegos de Asia Menor pudieran recurrir a sus primos del otro lado del Egeo, anhelarían la libertad, así que decidió enviar una expedición punitiva para dar una lección a Atenas y Eretria. Mandó veinte mil soldados a las órdenes de dos de sus mejores generales en una campaña que saltaría de isla en isla por el Egeo. Las fuerzas persas desembarcaron en Eubea en el verano del año 490, saquearon y quemaron Eretria, y mandaron a su población a la cautividad en Persia. Después cruzaron el angosto estrecho hasta Ática, para desembarcar en la llanura de Maratón.

MARATÓN Y SUS CONSECUENCIAS

Los atenienses, reconociendo el peligro que arrostraban, buscaron la ayuda de los espartanos, quienes respondieron que no se la podían brindar porque estaban celebrando una festividad religiosa. Unicamente la pequeña polis vecina de Platea se ofreció a auxiliarlos. Los atenienses tendrían que entablar combate solos contra los poderosos persas.

La falange ateniense, superada con creces en número y sin una caballería eficaz con la que hacer frente a los persas, tomó posición entre dos cerros para bloquear el acceso al camino principal al asty. Tras un pulso de varios días, el general ateniense Milcíades recibió noticias de que los persas estaban abrevando a sus caballos y que la infantería (numéricamente superior, pero mal equipada en comparación con los diez mil hoplitas atenienses) era vulnerable, así que dirigió un ataque que aplastó a la fuerza persa, le causó pérdidas catastróficas. Herodoto relata que murieron 6.400 persas y sólo 192 atenienses. Los persas se retiraron.

Los atenienses habían derrotado al mayor imperio del mundo, y lo habían hecho sin la ayuda espartana. Fue un tremendo estímulo para su confianza y muchos se regocijaron de su victoria, la victoria del demos. Sin embargo, el político ateniense Temístocles creía que no sería la última vez que Grecia vería a los persas, quienes, inevitablemente, regresarían con una fuerza mucho mayor. En el año 483 a. J.C., los atenienses descubrieron un rico yacimiento de plata en la campiña de Ática y Temístocles los persuadió para que no dividieran las ganancias entre ellos (según la práctica acostumbrada), sino que las utilizaran para construir una flota de doscientos trirremes, lo último en barcos de guerra en la época. De este modo, Atenas se transformó en la potencia naval preeminente del mundo griego justo a tiempo para afrontar una nueva acometida persa.

LA INVASIÓN DE JERJES

Darío murió en el año 486 a. J.C. y le sucedió su hijo Jerjes, quien comenzó a preparar una masiva invasión por tierra de Grecia, diseñada para conquistar el país completo. Apoyado por una flota de seiscientos barcos, el gran ejército de Jerjes (que alcanzaba al menos los 150.000 hombres y puede que incluso llegara hasta los 350.000) partió de Sardis en el año 480 a. J.C. y cruzó el angosto estrecho que separaba Europa de Asia sobre puentes de pontones. A diferencia de su padre, que había enviado a excelentes generales contra Atenas, Jerjes encabezó en persona esta campaña.

Muchas ciudades griegas capitularon de inmediato. Sin embargo, Atenas, Esparta, Corinto y unas treinta más se negaron a doblegarse y formaron la Liga Helénica para acabar con la amenaza persa. Bajo la dirección militar de Esparta, los aliados griegos, inferiores en número, se enfrentaron a Jerjes en el paso de las Termopilas en agosto del año 480. Durante tres días los griegos rechazaron a la multitud persa, mientras su flota libraba batalla con una flotilla persa cerca de Artemisio. La defensa de las Termopilas liderada por Esparta fracasó, pero su sacrificio permitió a la flota, bajo la guía de Temístocles, infligir graves pérdidas a los persas y luego retirarse sin percances hacia el sur.

Temístocles se dio cuenta de que ya no podían defender su ciudad y convenció a los atenienses para que la abandonaran y se retiraran a la isla de Salamina, situada frente a la costa de Atica. A comienzos de septiembre, los atenienses observaron cómo los persas prendían fuego a Atenas. Sin embargo, el tiempo corría a favor de Temístocles. El ingente ejército de Jerjes dependía de su flota para los suministros. Como el mal tiempo hacía muy arriesgada la navegación por el Egeo en otoño, los persas buscaban desesperados forzar una batalla decisiva antes de que la estación se pusiera en su contra.

A finales de septiembre, la flota persa, superior en número, creyendo que los griegos estaban a punto de huir de Salamina, navegó hasta la bahía de Eleusis, donde se encontró con que Temístocles tenía a la flota griega dispuesta para el combate. Los griegos aplastaron a la flota persa mientras Jerjes contemplaba el desastre desde un trono colocado en lo alto de una colina. Al año siguiente, un ejército griego se impuso en tierra en la batalla de Platea y expulsó por completo a los persas de la Grecia continental. Contra todas las previsiones, las poleis griegas, pequeñas, díscolas e inferiores en número, habían derrotado al imperio más poderoso del mundo mediterráneo. Fue un momento decisivo en la historia de Grecia que anunció la entrada en la edad clásica o dorada.

La «edad dorada» de la Grecia clásica

En el medio siglo posterior a la batalla de Salamina, Atenas disfrutó de un ascenso meteórico de poder y prestigio, se convirtió en la primera potencia naval del Mediterráneo oriental y en un rival militar incluso para Esparta. También surgió como líder de la Confederación de Delos, un grupo de poleis dispuestas a continuar la guerra contra Persia. Como líder de la confederación, Atenas controlaba sus fondos y recursos, hecho que permitió a los atenienses hacer de su polis —en palabras de su brillante dirigente político Pericles— «la escuela de la Hélade». El siglo V a. J.C. fue testigo de los mayores logros de la cultura griega y del florecimiento de la democracia ateniense. Sin embargo, ambos fueron avivados por la relación cada vez más difícil que Atenas mantenía con sus aliados, quienes en la década de 430 ya habían empezado a parecer más súbditos atenienses que poleis libres.

LA ATENAS DE PERICLES

Las reformas de Clístenes alentaron más experimentos en la democracia griega, incluida la selección por sorteo de los cargos más importantes. Sólo un puesto clave se cubría ahora por la votación tradicional: el de strategos o general. Como un hombre podía ser elegido estratego año tras año, este puesto se convirtió en la meta de las figuras públicas con mayor talento y ambición de Atenas. Temístocles había sido estratego, al igual que Cimón, quien dirigió la Confederación de Delos a asombrosas victorias sobre Persia en las décadas de 470 y 460. Pero Cimón también volvió la confederación contra los miembros que intentaban abandonarla, aniquiló sus «revueltas» por la fuerza de las armas y convirtió la confederación cada vez más en un instrumento de la política ateniense.

Las victorias militares de Cimón le hicieron el político más poderoso de Atenas. Sin embargo, en la década de 460 el talante político de la polis estaba cambiando: nuevas voces exigían un mayor papel en el gobierno, sobre todo los thetes, la clase inferior de las cuatro establecidas por Solón. Como remeros, estos hombres eran la espina dorsal de la importantísima flota ateniense; sin embargo, como ciudadanos, desempeñaban un papel insignificante en el gobierno de su polis.

Y surgió un inesperado adalid para su causa, un aristócrata de una de las familias nobles más prestigiosas de Atenas: Pericles. Rival político de Cimón, Pericles utilizó un programa de concesión de mayores derechos políticos a los thetes y una política exterior antiespartana para derrotarlo. Fue elegido estratego para el período 462-461 y consiguió el ostracismo de Climón de Atenas. Entonces impulsó reformas para consolidar la democracia. Otorgó a todos los ciudadanos el derecho a proponer y enmendar la legislación, sin limitarse a votar sí o no en la asamblea. También facilitó a los ciudadanos más pobres la participación en la asamblea y en los tribunales superiores de apelación, pagando el salario medio de un día por asistencia. Mediante esta y otras medidas, los thetes se convirtieron en una fuerza dominante en la política, leales al hombre que había hecho posible dicho dominio.

Pericles glorificó la democracia ateniense con un ambicioso plan de edificación pública y espléndidas fiestas para los dioses, en especial Atenea. También fue un mecenas generoso de las artes, las ciencias y la literatura, atrajo a las mejores mentes de la época a la ciudad. Su postura política populista, combinada con su habilidad para inspirar el sentimiento de que Atenas era superior, le aseguró su reelección como estratego durante las siguientes tres décadas. En esos años la cultura floreció como nunca antes. Pericles demostró ser un dirigente político desastroso, pero su Atenas marca un momento espectacular y brillante en la historia de las civilizaciones occidentales.

LITERATURA Y TEATRO

La Atenas de Pericles produjo grandes obras literarias durante la edad dorada. Nuestro conocimiento de la literatura griega clásica está dominado por la poesía y el teatro (tanto tragedia como comedia) que se crearon allí. La poesía épica y la lírica ya estaban bien asentadas en las formas literarias griegas cuando se inició el siglo V. Sin embargo, el teatro parece que fue una innovación que se desarrolló en Atenas a partir de las odas poéticas cantadas por los coros al dios Dioniso en los grandes festivales de primavera que se le dedicaban. Probablemente fue el tirano Pisístratos quien primero organizó la Gran Dionisíaca, y Ciístenes quien la convirtió en un festival en el que se representaban obras dramáticas trágicas. Así pues, desde el comienzo, el teatro ateniense estuvo estrechamente conectado con la vida política y religiosa del estado que lo patrocinaba. Sin embargo, la transformación de las odas dionisíacas en una obra dramática genuina, con personajes y un coro, corresponde al gran autor de tragedias Esquilo (525-456 a. J.C.), quien al introducir un segundo personaje (y después un tercero) en la representación hizo posible ofrecer en el escenario por primera vez una conversación y, de ahí, conflictos humanos. La puesta en escena continuó siendo muy sencilla, pero el impacto emocional de la tragedia podía resultar abrumador.

Aristóteles declaró que el objetivo de la tragedia era inspirar piedad y temor al público y, de este modo, purgar estas emociones a través de una catarsis. A pesar de su enorme influencia, esta formulación resulta probablemente demasiado limitada para que sea útil a la hora de comprender la tragedia griega. Sus temas fundamentales —justicia, ley y las exigencias en pugna de la piedad y el deber que conducen a los hombres y mujeres a la destrucción— se derivaban de Homero. La mayoría de las tragedias cuenta historias bien conocidas de un pasado legendario: el sacrificio que hizo Agamenón de su hija, su asesinato a manos de su mujer Clitemnestra y la venganza que se toma su hijo Orestes; o la historia de Edipo, sobre un rey que, sin saberlo, mata a su padre y se casa con su madre. Pero la tragedia también podía tener un aspecto marcadamente contemporáneo. En Los persas, Esquilo contaba de nuevo la gran victoria ateniense en Salamina (en la que puede que participara) a través de los ojos del rey persa Artajerjes, quien de este modo se convertía en su héroe trágico. La gran obra maestra de Sófocles (496-406 a. J.C.), Edipo en Colono, se presentó en medio de la desastrosa guerra de Atenas contra Esparta. Las troyanas de Eurípides (485-406 a. J.C.) se representó en 415, el año de la expedición a Siracusa y el momento clave de la marcha ateniense hacia la derrota en la guerra del Peloponeso. La tragedia trata de absolutos, quizá de la forma más memorable en la Antígona de Sófocles, la historia de la colisión entre la justicia y la ley, y los deberes en pugna de la piedad familiar y la obligación cívica; pero este contexto era inevitable en la historia de Atenas en el período de sus mayores logros y fracasos.

La comedia era un género aún más directo de comentario político. Era cruda, paródica y franca, llena de bufonadas, absurdos y vulgaridades. Sus temas eran (en palabras del estudioso Peter Levi) «el sexo, la vida en el campo, los buenos tiempos pasados, la pesadilla de la política, las rarezas de la religión y los extraños modales del pueblo». Aristófanes (c. 448-382 a. J.C.), el más grande de los escritores de comedias atenienses, ridiculizaba todo lo que le ofendía o le divertía: la filosofía de Sócrates, las tragedias de Eurípides y, en especial, la belicosidad imperialista de políticos contemporáneos como Cleón. Pero, por encima de todo, Aristófanes fue un crítico social que como rutina atacaba con ferocidad a las figuras políticas poderosas que (con justicia) creía que estaban llevando a Atenas a su perdición. Fue arrastrado repetidas veces a los tribunales para defenderse de los políticos a los que había atacado. Pero, a pesar de su cólera, dichos políticos nunca osaron cerrar el teatro de comedias por mucho tiempo, porque era una parte demasiado importante del espíritu de la Atenas democrática.

La Atenas de Pericles también fue campo fértil para el desarrollo de la prosa. Durante el siglo VI, lo habitual era que los griegos expresaran las ideas mediante la poesía; los pensadores milesios y Jenófanes conservaron sus pensamientos en verso, y Solón, del mismo modo, utilizó la poesía para justificar sus reformas políticas. Sin embargo, en el siglo V, tal vez como reflejo de la creciente alfabetización de los atenienses, la prosa surgió como una forma literaria definida. Herodoto encontró un mercado preparado para sus «indagaciones» (historiai) en Atenas. Su contemporáneo más joven, Tucídides (c. 460-c. 400), escribió una historia magistral sobre la gran guerra entre Atenas y Esparta. Entre estos dos historiadores desarrollaron un nuevo planteamiento de la historia, en el que destacaba la fiabilidad de sus fuentes y la búsqueda de explicaciones humanas a los acontecimientos. El desarrollo de la prosa posibilitaría en el siglo IV otros logros literarios, como los grandes tratados filosóficos de Platón y Aristóteles y los apasionantes discursos políticos y legales de los grandes oradores de Ática que nos encontraremos en el capítulo siguiente.

ARTE Y ARQUITECTURA

Los griegos de la edad dorada revelaron la misma variedad de genio en las artes visuales que en sus obras teatrales. Su vis cómica —exuberancia, sensualidad jovial e ingenio grosero— puede verse en especial en sus jarrones y jarras de «figuras negras», cuyos personajes suelen parecer granujas que están cometiendo algún tipo de travesura, por lo general sexual. Más dignas eran las estatuas de mármol y los relieves escultóricos que los griegos hacían para los templos y lugares públicos. Los escultores atenienses en particular adoptaron como tema la grandeza humana, representaron la belleza de la forma humana en unas estatuas que eran a la vez naturalistas e idealistas.

Tal vez el avance más asombroso en la escultura griega del siglo V sea la aparición relativamente repentina del desnudo naturalista bien proporcionado. Sucedió primero en Atenas en torno a los años comprendidos entre 490 y 480 a. J.C. No se había visto nada igual hasta entonces y es difícil no llegar a la conclusión de que el triunfo de los ideales griegos de dignidad y libertad humanas en las guerras médicas tuvo algo que ver. Convencidos de que todos los persas se doblegaban ante sus gobernantes como esclavos, mientras que ellos disfrutaban de igualdad política y social, los griegos expresaron el ideal de la grandeza humana conmemorando en piedra la dignidad del cuerpo sin adornos.

Asimismo, los atenienses realizaron contribuciones excepcionales a la arquitectura. Todos sus templos intentaban crear una impresión de armonía y reposo, pero el Partenón de Atenas, construido entre los años 447 y 438 a. J.C., suele considerarse el ejemplo más consumado de su género. Pericles fue quien urgió a los atenienses para que construyeran este edificio asombroso, caro y difícil, pues lo consideraba un símbolo de devoción a su diosa patrona, Atenea, y una celebración de su poder y confianza.

MUJERES Y HOMBRES EN LA VIDA COTIDIANA DE ATENAS

Hacia el final de su famosa oración fúnebre, Pericles instaba a las mujeres casadas a hacer tres cosas: criar más hijos por el bien de Atenas; no demostrar más debilidad que la «natural de su sexo» y evitar las murmuraciones. Sus comentarios revelan actitudes machistas hacia las mujeres muy generalizadas en la Grecia clásica, pero sobre todo en Atenas.

En lugar de llevar a una mayor igualdad entre los sexos, el aumento de la democracia tuvo el resultado opuesto. En la edad oscura, a veces se describía a las mujeres aristócratas como poseedoras de extraordinarios rasgos de belleza, sabiduría o valor. Estas mujeres daban certeros consejos en asuntos políticos y militares, además de desempeñar un papel activo en el mundo que las rodeaba. Pero cuando los ideales aristocráticos cedieron paso a otros más democráticos, la vida en la sombra se convirtió cada vez más en la suerte de las mujeres. El auge de la infantería hoplita y su espíritu de igualdad alentó a los hombres a formarse juntos y a desarrollar relaciones estrechas, a veces de naturaleza homosexual. Este mismo espíritu de igualdad también desalentaba las exhibiciones de riqueza, especialmente en las mujeres. En su lugar, la crianza de los hijos para abastecer a la infantería se convirtió en un imperativo femenino. Los espacios públicos estaban restringidos a actividades masculinas como el atletismo y las reuniones políticas, mientras que los espacios domésticos y privados estaban reservados para las actividades femeninas como la crianza de los hijos y el hilado. En el siglo V a. J.C. las mujeres «respetables» vivían en reclusión, rara vez se aventuraban a salir fuera de sus casas.

Las jóvenes podían casarse a los catorce años —tan pronto como fueran biológicamente capaces de concebir— con maridos que doblaban con creces esa edad. (Se suponía que los hombres más jóvenes debían dedicarse a la guerra.) El padre de una joven concertaba su matrimonio sin preocuparse por sus preferencias y le proporcionaba una dote que su marido podía emplear en su sostén. Sin embargo, legalmente las esposas se convertían en propiedad de sus cónyuges. Poco después de que una esposa entraba en su nueva casa, solía comenzar un programa regular de embarazos. El intervalo habitual entre los nacimientos iba de los dos a los cuatro años, lo que significaba que la joven esposa media daría a luz entre cuatro y seis hijos hasta su muerte, por lo general en torno a los treinta y cinco años.

Las mujeres casi no salían de casa, pues se consideraba poco recatado que las vieran otros hombres. Los esclavos hacían las compras y los recados que necesitara el hogar. Incluso en él, se esperaba que las mujeres se retiraran a habitaciones privadas si llegaban invitados. Como la ideología de la Atenas democrática se oponía a la exhibición excesiva de riqueza o lujo, no se suponía que las mujeres debían permanecer sentadas e indolentes, sino que su principal ocupación era probablemente el tejido de la ropa. Pero puesto que el «trabajo femenino» era de ínfima categoría, los hombres las miraban con desprecio por hacerlo. Las pruebas disponibles sugieren que los maridos sentían poco apego emocional por sus mujeres y las consideraban inferiores por naturaleza. En un pasaje revelador, Herodoto afirma de cierto rey lidio: «Este Candaules se enamoró de su propia esposa, capricho que tuvo extrañas consecuencias». Un orador ateniense señalaba: «Para el placer tenemos prostitutas, concubinas para la asistencia física cotidiana, y esposas para que nos den hijos legítimos y sean nuestras fieles amas de casa».

La sociedad ateniense era tan dependiente de sus esclavos como la espartana de sus ilotas. Sin la esclavitud no hubieran sido posibles ninguno de los extraordinarios logros en la política, el pensamiento o el arte. El ideal ateniense de dividir y rotar los deberes de gobierno entre todos los hombres libres dependía de los esclavos que trabajaban en los campos, los negocios y los hogares mientras los hombres libres se ocupaban de la política. En realidad, el sistema democrático comenzó a funcionar plenamente con la expansión de la minería y el comercio en torno al año 500 a. J.C., lo que permitió a los atenienses comprar esclavos del norte y el este en ingentes cantidades. La libertad y la esclavitud estaban ineludiblemente unidas.

Aunque extendida, la esclavitud en Atenas era de pequeña escala. La única excepción eran las minas de plata estatales, donde grandes cantidades de esclavos trabajaban en condiciones miserables. Pero una amplia variedad de familias, incluidas las relativamente pobres, era dueña de esclavos en pequeños números. Como servidores domésticos y trabajadores agrícolas, rara vez se los trataba con brutalidad absoluta, si bien sus dueños eran libres para golpearlos y abusar de ellos sexualmente. Pero tampoco se consideraba a los esclavos humanos del todo, noción que facilitaba a los hombres libres atenienses asumir que la naturaleza había elegido a algunos para el trabajo servil, y a otros, como ellos, para la vida política.

Sin embargo, para los hombres libres la vida cotidiana en la Atenas de Pericles tenía numerosos atractivos. Los ciudadanos masculinos disfrutaban de una igualdad social y económica considerable. La norma era la agricultura y el comercio a pequeña escala, y la escasa industria que existía —en su mayoría manufactura de cerámica y armamento— se llevaba a cabo en tiendas propiedad de artesanos particulares que producían sus propias mercancías. Las fábricas que empleaban grandes cantidades de trabajadores eran escasas, pero iban en aumento: una de las mayores en el siglo V, una fábrica de escudos, contaba con una plantilla de ciento veinte trabajadores y era propiedad de un residente extranjero. Algunos ciudadanos, por supuesto, eran más ricos que los demás, pero a los muy ricos se les requería donar parte de sus bienes para financiar las festividades públicas o equipar a la marina. La Atenas del siglo V era un centro de comercio y de cultura apasionante, animado y cosmopolita, una ciudad de la que los atenienses estaban desmesuradamente orgullosos.

La creación de la confederación y la guerra del Peloponeso

Los atenienses se consideraban los hombres más libres, pero su libertad descansaba en la servidumbre de otros. Los esclavos realizaban buena parte del trabajo en el país, mientras que los aliados de la Confederación de Delos proporcionaban los recursos que sostenían la grandeza ateniense. Sin el excedente de riqueza que afluía a Atenas de la confederación, ninguno de los proyectos que emprendió Pericles —pago por la participación política, ingentes proyectos arquitectónicos (además, de paso, un plan de empleo para los ciudadanos más pobres), patrocinio del teatro— habría sido posible. Estos proyectos hicieron que Atenas fuera poderosa, y su democracia, vibrante, además de mantener la popularidad y el poder de Pericles. Pero sus logros democráticos descansaban en su control de una alianza que había transformado en un imperio.

Desde la década de 470 Atenas se venía enfrentando a los intentos de sus aliados de romper la confederación, aplastándolos sin piedad. En la década de 450 estas revueltas fueron raras, pero a comienzos de la de 440 Pericles estableció una política más agresiva hacia Esparta, por entonces la única rival verdadera de Atenas para la supremacía en el mundo griego. A fin de tener la mano más libre, firmó un tratado de paz con Persia, que acabó con el objetivo de la Confederación de Delos; Atenas ya no tenía justificación para obligar a sus aliados a permanecer en ella. No obstante, muchos continuaron siendo leales, pagaron sus contribuciones y disfrutaron de los beneficios económicos de las cálidas relaciones con Atenas; pero otros no lo hicieron, y Atenas tuvo que forzarlos a entrar en razón, a menudo con la instalación de guarniciones y el asentamiento de colonos —que mantenían la ciudadanía ateniense—, para asegurarse la lealtad futura.

En el contexto de la cultura griega, esta conducta era sorprendente. La Confederación de Delos se había formado para salvaguardar la independencia griega frente a los persas. Ahora muchos griegos acusaron a Atenas de haberse convertido también en un imperio tiránico. Los más señalados entre los acusadores eran los corintios, cuya posición económica se veía seriamente amenazada por el dominio ateniense del Egeo. Los corintios eran estrechos aliados de los espartanos, la potencia dominante en la que los historiadores denominan la Liga del Peloponeso. (Los griegos se limitaban a llamarla «los espartanos y sus aliados».) Cuando por fin estalló la guerra entre Atenas y Esparta, el gran historiador Tucídides la achacó al poder creciente de Atenas y al temor y la envidia que esto inspiraba en Esparta. Ningún historiador moderno ha mejorado su análisis. Para la democracia ateniense y su dirigente, no cabía plantearse la renuncia al imperio, la piedra angular de su ascendencia cultural y política. Sin embargo, en la década de 430 Atenas ya no podía conservar dicho imperio sin amenazar los intereses de Esparta y sus aliados.

ESTALLA LA GUERRA DEL PELOPONESO

Después de una serie de provocaciones, los atenienses y los espartanos se declararon la guerra en el año 431 a. J.C. Atenas no podía derrotar a Esparta por tierra; pero ni Esparta ni sus aliados poseían una flota capaz de enfrentarse a los atenienses en el mar. Así pues, Pericles llevó a cabo una osada estrategia: pondría a toda la población de Ática dentro de los muros de Atenas y su puerto, abandonando el campo a Esparta, mientras que la flota superior ateniense aprovisionaría a la ciudad desde el mar y saquearía las costas del territorio espartano. Como en muchas de las contiendas capitales de la historia, ambas partes creían que la guerra acabaría pronto, pero se prolongó durante veintisiete años.

Los espartanos asolaron las granjas y pastos de Ática, frustrados porque los atenientes no enviaban a sus hoplitas a librar una batalla decisiva. Entre tanto, los atenienses causaron una destrucción considerable en el territorio espartano con una serie de incursiones relámpago, además de incitar una revuelta entre los ilotas. El tiempo parecía jugar a favor del bando ateniense, pero en el año 429 a. J.C. el hacinamiento que se sufría en la ciudad sitiada dio lugar a una epidemia que mató a más de un tercio de la población, incluido Pericles. Su muerte mostró que era el único hombre capaz de manejar las fuerzas políticas democráticas que había desatado. Sus sucesores fueron en su mayoría demagogos y ambiciosos que jugaron con los peores instintos del demos para obtener el poder. El que más éxito alcanzó fue un belicista llamado Cleón —blanco particular de la invectiva de Aristófanes—, quien rechazó una oferta de paz espartana en el año 425 a. J.C. y continuó la guerra hasta su propia muerte en la batalla cuatro años después.

Siguió a continuación una breve tregua, alcanzada por un hábil dirigente ateniense llamado Nicias. Pero el demos no estaba en disposición de llegar a una paz duradera y cayó pronto bajo el encanto de un aristócrata atrayente, flamante y carente de escrúpulos llamado Alcibíades, quien convenció a sus conciudadanos en el año 415 a. J.C. para reanudar las hostilidades con un ataque mal aconsejado sobre la distante ciudad de Siracusa, en Sicilia. La expedición fracasó y murieron o fueron esclavizados miles de atenienses.

Las noticias del desastre de Siracusa destrozaron al demos ateniense, y comenzaron de inmediato las recriminaciones. Muchos dirigentes políticos fueron expulsados de la polis, y en el año 411 a. J.C. el demos sufrió una falta de confianza momentánea pero colosal. Mientras los remeros de la flota se encontraban fuera de la ciudad, los atenienses votaron para que dejara de existir la democracia y se sustituyera por una oligarquía de cuatrocientos ciudadanos. La flota ateniense, fondeada en Samos, respondió declarando un gobierno democrático en el exilio bajo el liderazgo de no otro que Alcibíades. La oligarquía resultó breve y la democracia se restauró en el año 409 a. J.C. Pero el hecho de que la guerra fuera capaz de producir tal desesperación no auguraba un buen futuro.

EL FIN DE LA GUERRA

Los espartanos también estaban desesperados por poner término a la guerra. A pesar de los problemas atenienses, su flota seguía resultando invencible. Esparta acabó recurriendo a los persas, quienes aceptaron suministrarle el oro y la experiencia naval precisos para crear una flota eficaz. En el año 407 a. J.C., un comandante espartano inteligente y ambicioso llamado Lisandro ya había logrado acosar a los atenienses por el mar Egeo oriental.

Tal vez el acontecimiento más sorprendente de los años finales de la guerra fuera la pasión autodestructiva con la que los atenienses empezaron a acometerse unos a otros. Por tomar un solo ejemplo, en el año 406 los atenienses consiguieron una victoria naval clave en Arginusas. Sin embargo, tras el combate se presentó una tormenta repentina que impidió a los comandantes atenienses rescatar a los marineros cuyos barcos habían naufragado en la batalla. Los marineros se ahogaron y estalló en Atenas una enorme protesta, avivada por demagogos, que consiguieron mediante juicios truculentos la ejecución de los generales que fueron tan necios como para regresar a Atenas. Uno de los ejecutados fue Pericles, hijo de Pericles, quien de este modo se convirtió en víctima de la democracia que su padre había creado. Con estas medidas los atenienses mataron o enviaron al exilio a muchos de sus mandos más diestros y experimentados.

El resultado debía haber resultado predecible. Lisandro destruyó la flota griega mal dirigida en el año 404 a. J.C., y sin ella los atenienses no podían alimentarse ni defender su ciudad. Lisandro navegaba por el Egeo sin encontrar resistencia, instalaba oligarquías pro espartanas entre los antiguos aliados de los atenienses y, finalmente, sitió Atenas. Enfrentados a lo inevitable, los atenienses se rindieron. Corinto y Tebas pidieron su destrucción. Los espartanos se negaron a permitirla, pero impusieron duras condiciones: el desmantelamiento de sus murallas, el desguace de su flota y la aceptación de un gobierno oligárquico de treinta atenienses.

El epílogo de la guerra fue sombrío. En Atenas, los denominados Treinta Tiranos confiscaron la propiedad y asesinaron a más de mil quinientos rivales políticos en los dieciocho meses que duró su mandato. Sus excesos llevaron a los demócratas comprometidos a la resistencia desesperada, y sólo se evitó un baño de sangre por la intervención razonada del rey de Esparta Pausanias. Al término del año 401, Atenas ya era de nuevo una democracia, y más moderada en su conducta que durante la guerra, por mucho que, como veremos, todavía tuviera que llevar a cabo un último acto de brutalidad y miopía.

Con la victoria, Esparta sucedió a Atenas como árbitro del mundo griego. Se trataba de un trabajo desagradecido, empeorado por las pérdidas que la propia Esparta había sufrido durante la guerra y por el hecho de que los espartanos ejercían un control aún más estrecho sobre el Egeo que los atenienses. Ahora los espartanos se encontraron en una posición que habían evitado a lo largo de la historia, pues sus intereses imperiales lejanos drenaban sus recursos humanos y socavaban su control sobre los ilotas. También se enfrentaban a un Imperio persa revigorizado que había usado las luchas fratricidas griegas para aumentar su influencia sobre el mundo egeo. Antes de que hubiera transcurrido una década desde el final de la guerra del Peloponeso, Esparta arrostró la oposición de cuatro poleis, cuya antigua aversión mutua era legendaria: Atenas, Tebas, Argos y Corinto. Su colaboración habla por sí sola de lo impopular que había llegado a ser la preeminencia espartana en unos cuantos años.

Para los griegos, la guerra del Peloponeso fue un desastre. Desde la larga perspectiva que ofrece la distancia histórica, podemos considerarla una demostración de la limitación del sistema de poleis. El espíritu competitivo que caracterizaba a las poleis griegas resultó ser su defecto trágico. Sin embargo, la guerra no ofreció una lección tan clara a los griegos, se limitó a provocar la desmoralización y el cuestionamiento de todas las antiguas certezas. Las democracias se habían derrumbado, los imperios se habían desmoronado y las oligarquías como Atenas habían resultado incapaces de estar a la altura de los desafíos que ahora arrostraban. Hasta los dioses parecían estar desorganizados. Éstas fueron las circunstancias en las que el gran filósofo ateniense Sócrates (469-399 a. J.C.) intentó refundar la vida ética y política sobre principios nuevos y más seguros. Sin embargo, para entender sus logros debemos trazar brevemente la historia de la especulación filosófica en el medio siglo anterior a su nacimiento.

LOS PITAGÓRICOS Y LOS SOFISTAS

Después de la conquista persa de Asia Menor, muchos de los filósofos milesios huyeron a Sicilia y al sur de Italia. De este modo, la especulación filosófica continuó en el «lejano oeste» griego, pero ahora estaba teñida de pesimismo y de un matiz religioso que reflejaban la aflicción de los griegos por la pérdida de su libertad. Representativo de esta reacción era Pitágoras, pensador que emigró hacia el año 530 a. J.C. de la isla de Samos al sur de Italia, donde fundó una secta —medio filosófica, medio mística— en la ciudad de Crotón. Consideraba junto con sus seguidores que la vida especulativa era el bien supremo, pero creía que para perseguirla debían purificarse los deseos de la carne. Los pitagóricos opinaban que la esencia de las cosas no era la materia, sino el número, y por ello se concentraron en el estudio de la matemática y la teoría musical, descubriendo armonías y dividiendo los números en categorías como pares y nones. Los pitagóricos también probaron una antigua asunción babilónica, conocida hoy como el «teorema de Pitágoras»: el cuadrado de la hipotenusa de todo triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Así pues, aunque los pitagóricos se apartaron del mundo material, siguieron presentando la característica indagación griega acerca de la regularidad y la previsibilidad en ese mundo.

La victoria en las guerras médicas permitió a los griegos superar la falta de valor ejemplificada por los pitagóricos. Sobre todo en Atenas, el poder creciente del ciudadano individual inspiró la indagación filosófica sobre la mejor manera de actuar en una circunstancia determinada. Para satisfacer la demanda de cultivar esa sabiduría mundana, surgió un nuevo grupo de maestros, conocidos como los «sofistas», término que sólo significaba «los que son sabios». A diferencia de los milesios o los pitagóricos, los sofistas eran maestros profesionales que se ganaban la vida vendiendo su conocimiento.

Los sofistas no eran una escuela filosófica coherente, por más que su obra mostrara algunos hilos comunes. El mejor ejemplo lo constituye Protágoras, quien trabajó en Atenas desde en torno al año 445 hasta el 420 a. J.C. Su famosa máxima «el hombre es la medida de todas las cosas» quiere decir que la bondad, la verdad y la justicia están en relación con las necesidades e intereses de los seres humanos. En asuntos religiosos, Protágoras era agnóstico, declaraba que no sabía si los dioses existían ni qué hacían, «porque hay muchos impedimentos para tal conocimiento: la oscuridad del tema y la brevedad de la vida». Puesto que no sabía nada de los dioses, llegó a la conclusión de que no podía haber verdades absolutas o normas eternas de bueno y malo. Si la percepción sensitiva era la única fuente de conocimiento, sólo podía haber verdades particulares válidas para uno mismo.

Dichas enseñanzas impresionaron a muchos atenienses por peligrosas. Al alentar a la gente a examinar cada nueva situación según sus circunstancias y entender, los sofistas convirtieron por primera vez la vida cotidiana en un tema de discusión filosófica. Pero el relativismo de sofistas como Protágoras podía degenerar fácilmente en la doctrina de que el hombre sabio es aquel que conoce mejor cómo manipular a los demás y complacer sus propios deseos y, por tanto, podría usarse para racionalizar monstruosos actos de brutalidad. Para algunos críticos tales ideas eran antidemocráticas; para otros, olían a ateísmo y anarquía. Si no había una verdad última, y si la verdad y la justicia eran relativas según los caprichos del individuo, no podían sostenerse la religión, la moralidad, el estado ni la propia sociedad. Esta convicción condujo al nacimiento de un nuevo movimiento filosófico basado en la teoría de que la verdad es real y sí existen normas absolutas. El iniciador de esta nueva tendencia fue Sócrates.

LA VIDA Y EL PENSAMIENTO DE SÓCRATES

Sócrates era lo bastante rico como para no haber tenido nunca que enseñar para ganarse la vida. Había combatido dos veces como parte de la infantería ateniense y era un ardiente patriota que creía que Atenas se estaba corrompiendo por las vergonzosas doctrinas de los sofistas. Pero no era un patriota irreflexivo amante de los eslóganes, sino que le gustaba someter toda verdad presupuesta a un examen riguroso con el fin de reconstruir la vida ateniense sobre un cimiento firme de certeza ética. Es una amarga ironía que sus propios conciudadanos condujeran a la muerte a un idealista tan devoto. Poco después del final de la guerra del Peloponeso, en el año 399 a. J.C., cuando Atenas todavía se tambaleaba por la impresión de la derrota y las violentas convulsiones internas, una facción democrática decidió que Sócrates era una amenaza para el estado. Una corte democrática estuvo de acuerdo y lo condenó por impiedad y por «corromper a la juventud». Aunque sus amigos prepararon su huida, Sócrates decidió aceptar el juicio popular y acatar las leyes de su polis. Murió bebiendo tranquilo una copa de veneno.

Como Sócrates no escribió nada, es difícil determinar con exactitud lo que enseñaba. Sin embargo, los informes contemporáneos, en especial los de su discípulo Platón, aclaran algunos puntos. En primer lugar, Sócrates sometía todas las asunciones heredadas a una crítica rigurosa. Llamándose a sí mismo «criticón», continuamente hacía participar a sus contemporáneos en interrogatorios «socráticos» con el fin de demostrarles que todas sus supuestas certezas no eran más que prejuicios no analizados que se basaban en asunciones falsas. Según Platón, un oráculo dijo una vez que Sócrates era la persona más sabia del mundo, y Sócrates estuvo de acuerdo: todos los demás pensaban que él sabía algo, pero él era más sabio porque sabía que no sabía nada. En segundo lugar, pretendía basar sus especulaciones filosóficas en definiciones consistentes de las palabras, y en tercer lugar, centraba su atención en la ética y no en el estudio del mundo físico. Rechazaba las tradicionales discusiones de los filósofos milesios sobre por qué existen las cosas, por qué crecen y por qué mueren, y en su lugar instaba a la gente a reflexionar sobre los principios de la conducta adecuada, tanto por su bien como por el de la sociedad. Cada persona debe considerar el significado de sus acciones y vida en todo momento, pues, según una de sus máximas más memorables, «una vida que no se examina no merece la pena vivirla».

Puede que todo esto hiciera que Sócrates pareciera un sofista; de hecho, durante su juicio se sintió obligado a insistir en que no lo era. Como los sofistas, era un «filósofo del mercado» que ponía en duda la tradición y los tópicos con el fin de ayudar a la gente a mejorar sus vidas. Pero la diferencia abrumadora entre Sócrates y los sofistas radicaba en su creencia en certezas —aunque evitara decir qué eran— y en la norma del bien absoluto en lugar de la conveniencia que aplicaba a todos los aspectos de la vida. Sin embargo, su muerte puso de manifiesto que para restablecer la polis sería necesario ir más lejos de lo que lo había hecho el filósofo, construyendo un sistema que revelara un marco positivo de verdad y realidad. Ésta fue la tarea que su discípulo más brillante, Platón, emprendería tras los desastres de la guerra del Peloponeso. Al hacerlo, pondría los cimientos para todo el pensamiento filosófico occidental posterior hasta la actualidad.

Conclusión

Desde el Renacimiento, a los europeos les ha gustado pensar que son los herederos de los griegos clásicos e imaginárselos como sus imágenes especulares. Tal admiración ciega resulta engañosa tanto acerca de los primeros como de los segundos. Pese al escepticismo religioso de unos cuantos intelectuales, los griegos no eran laicistas ni racionalistas. Aunque inventaron el concepto de democracia, sólo a un mínimo porcentaje de la población masculina de Atenas se le permitía desempeñar un papel en los asuntos políticos. Los espartanos mantenían a la masa de su población en un sometimiento servil y los atenienses daban por descontada la esclavitud. En el mundo griego las mujeres eran explotadas por lo que hoy denominaríamos un «patriarcado», un sistema represivo gestionado por padres y esposos. El arte de gobernar se caracterizaba por el imperialismo y la guerra de agresión. Los griegos no efectuaron grandes avances en la actividad económica y desdeñaron el comercio. Para finalizar, ni siquiera a los atenienses cabría describirlos como tolerantes. Sócrates no fue el único hombre llevado a la muerte por limitarse a expresar sus opiniones.

Sin embargo, es innegable el profundo significado del experimento griego para la historia de las civilizaciones occidentales, significado que puede verse con claridad particular si comparamos los rasgos culturales griegos con los de Mesopotamia y el Antiguo Egipto. Estas dos últimas civilizaciones estaban dominadas por la autocracia, el sobrenaturalismo y el sometimiento del individuo al grupo. El régimen político habitual del antiguo Oriente Próximo era el de la monarquía absoluta, apoyada por una casta sacerdotal poderosa. La cultura era ante todo un instrumento para realzar el prestigio de los gobernantes y sacerdotes, y la vida económica tendía a estar controlada por órganos gubernamentales y religiosos bien organizados.

En contraste, la civilización de Grecia, en especial en su forma ateniense, se basaba en ideales de libertad, competencia, logro individual y gloria humana. La palabra griega para libertad —eleutheria— no puede traducirse a ninguna lengua del antiguo Oriente Próximo, ni siquiera al hebreo. La cultura de los griegos fue la primera de Occidente que se basó en la primacía del intelecto humano; no había ningún tema que temieran investigar. Herodoto relata que un griego (en este caso, un espartano) dijo a un persa: «Tú entiendes qué es ser esclavo, pero no sabes nada de libertad […]. Si hubieras llegado a probarla, nos aconsejarías que lucháramos por ella no sólo con lanzas, sino también con hachas».

Otro modo de valorar la importancia duradera de la civilización griega para el mundo occidental es recordar algunas de las palabras que nos han llegado de ella: política, democracia, filosofía, metafísica, historia, tragedia. Todas son formas de pensar y actuar que han enriquecido la vida humana de una manera inconmensurable, que apenas se habían conocido antes de que los griegos las inventaran. Incluso el mismo concepto de «humanidad» —el papel exaltado dentro de la naturaleza que se otorga a la raza humana, en general, y al ser humano como individuo, en particular— nos ha llegado en grado sorprendente de los griegos, para quienes la meta de la existencia era el pleno desarrollo del potencial humano de cada cual: la tarea de convertirse en persona, llamada en griego paideia, suponía que todo hombre libre debía ser el escultor de su propia estatua. Cuando los romanos adoptaron este ideal de los griegos, lo denominaron humanitas, término del que se deriva la palabra «humanidad». Los romanos admitieron su deuda cuando señalaron que «en Grecia fue donde se inventó la humanidad». Es difícil poner en duda que estaban en lo cierto.

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