Dioses e imperios de Oriente Próximo
antiguo
En el segundo milenio antes de Cristo, el antiguo Oriente Próximo sufrió una transformación debido a la llegada de nuevos grupos de población y el surgimiento de extensos imperios basados en el territorio y forjados mediante la conquista militar sistemática. Estas migraciones y conquistas dejaron a su paso abundante destrucción y conmoción, pero también propiciaron una extensa asimilación cultural, ahondaron la integración económica y favorecieron la aparición de un sistema internacional que abarcaba la mayor parte del mundo mediterráneo oriental.
En particular, la Edad de Bronce tardía (1500-1200 a. J.C.) fue un período de intensificación de la diplomacia, el comercio y el internacionalismo. Las dos grandes potencias imperiales de esta era fueron el Reino Nuevo de Egipto y el Imperio hitita de Anatolia (la actual Turquía). Sin embargo, entre estos dos imperios apareció una constelación de estados menores a lo largo de la costa mediterránea oriental, plenamente integrados en el boyante comercio y la cultura cosmopolita de la época. En el siglo XIII las naciones comprendidas entre el sur de los Balcanes y los límites occidentales de Irán ya formaban parte de una red de relaciones culturales y económicas de largo alcance. En el año 1250 a. J.C. estos primeros estados ya dependían en buena medida unos de otros para su prosperidad.
Este sistema internacional resultó más frágil de lo que sus integrantes habían imaginado. Hacia 1200 a. J.C. una nueva oleada de invasiones provenientes del mar Egeo causó el derrumbe político y económico de Grecia a Egipto y condujo a la destrucción de casi todos los grandes imperios de la Edad de Bronce tardía. Desaparecieron centros milenarios de poder político, económico y militar, por no mencionar sus grandes logros culturales. Como consecuencia, en torno al inicio del primer milenio a. J.C. entramos en un nuevo mundo, organizado siguiendo líneas muy diferentes de las de los grandes imperios del pasado de Oriente Próximo.
En los albores de la nueva era, el hierro iría reemplazando lentamente al bronce como componente primordial de las herramientas y armas. Surgirían nuevos imperios, mayores y más brutales, y nuevas ideas sobre los dioses y su relación con la humanidad comenzarían a desplazar a las antiguas. En el Oriente Próximo de la Edad de Hierro nacieron dos de las tradiciones religiosas más duraderas del mundo occidental —judaísmo y zoroastrismo—, que alteraron de manera fundamental las concepciones de la religión, la política y la ética, así como la relación entre la humanidad y el mundo natural. La Edad de Hierro se convertiría en una aciaga encrucijada histórica para las civilizaciones occidentales al combinarse elementos antiguos y nuevos para reconfigurar el mundo del antiguo Oriente Próximo.
En 1786 sir William Jones, juez británico afincado en la India, efectuó un descubrimiento que transformó el saber sobre la prehistoria e inició el estudio formal de la lingüística histórica. Al dedicar su tiempo libre al estudio del sánscrito, la lengua antigua de la que derivaban las lenguas predominantes en el sur del subcontinente asiático, Jones descubrió que compartía rasgos de gramática y vocabulario con el latín y el griego antiguo en un grado inexplicable por la mera coincidencia. Como su interés aumentó, pasó a examinar la arcaica lengua germánica llamada gótico, las antiguas lenguas celtas de Europa y el persa antiguo, y descubrió que también presentaban marcadas similitudes con el sánscrito. Llegó a la conclusión de que todas estas lenguas habían evolucionado de una fuente lingüística común ya extinguida. En la generación siguiente, la lengua antigua cuya hipótesis había planteado Jones y las lenguas posteriores derivadas de ella se denominarían indoeuropeas para reflejar su amplia distribución de la India a Irlanda.
Desde entonces los investigadores han avanzado mucho para aumentar nuestra comprensión de las lenguas indoeuropeas y sus hablantes. Pero continúa existiendo una gran polémica. ¿En algún momento hubo una forma original de la lengua, el protoindoeuropeo, hablado por una única población? De ser así, ¿cuándo y dónde? ¿Cómo se extendió el indoeuropeo? ¿Por la conquista? ¿Por el comercio y el intercambio? ¿Por la simple emigración y la lenta infiltración? ¿O mediante un modelo de «oleada de avance» por el que los agricultores que lo hablaban propagaron poco a poco su lengua al buscar nuevas tierras que cultivar y establecer nuevos asentamientos? ¿Puede rastrearse arqueológicamente su difusión mediante la presencia de tipos de cerámica y prácticas de enterramiento característicos o tales elementos no están correlacionados con el cambio lingüístico? Por el momento, no contamos con respuestas concluyentes a ninguna de estas preguntas.
Sin embargo, lo cierto es que las formas lingüísticas del indoeuropeo empiezan a aparecer en Oriente Próximo y en el Mediterráneo oriental poco después de 2000 a. J.C., cuando los hablantes de las primeras formas del persa y el sánscrito se abrieron paso por la meseta iraní y los hititas llegaron a su cuna histórica en Anatolia central. En torno a este mismo momento otro grupo de pueblos de lengua indoeuropea comenzó a trasladarse a la cuenca del Egeo, combinando dicha lengua con elementos lingüísticos autóctonos para crear una forma primitiva de griego. Otros grupos de indoeuropeos fueron hacia el este y puede que algunos llegaran incluso a China occidental.
Los indoeuropeos no fueron los únicos nuevos pueblos que se trasladaron a Oriente Próximo durante este período. Pueblos de lenguas semíticas también entraron en la región, comenzando por los acadios y continuando con los amoritas, los asirios, los fenicios y los cananeos. El impacto de estas migraciones fue enorme. A partir del segundo milenio las civilizaciones occidentales estarían dominadas por culturas de lenguas semíticas o indoeuropeas. Pero a pesar de la convulsión que causaron, estos recién llegados no fueron destructores apocalípticos que hicieron borrón y cuenta nueva. Por muy rudos que fueran cuando establecieron el primer contacto con las civilizaciones más antiguas de Oriente Próximo, en general se adaptaron con rapidez, extendieron y desarrollaron patrones ya establecidos de vida y organización urbanas.
EL ASCENSO DE ANATOLIA
Como hemos visto en el primer capítulo, la civilización urbana tomó forma primero en el sur y centro de Mesopotamia, en las regiones conocidas como Sumer y Acad. Sin embargo, más al norte, los asirios también adoptaron el modelo urbano y desempeñaron un papel clave en su introducción en las regiones vecinas de Anatolia. Esta zona montañosa poseía una riqueza natural asombrosa, pero sus copiosos recursos no habían sido muy explotados por los sumerios y los acadios. Fueron los asirios quienes abrieron brecha en la economía y aceleraron el ritmo de la vida urbana y de la sociedad en Anatolia, sobre todo en la región central conocida en los tiempos clásicos como Capadocia. De este modo, los asirios establecieron la base para que Anatolia surgiera como una importante potencia imperial en los siglos posteriores.
En 1900 a. J.C. los mercaderes de caravanas asirios ya habían comenzado a organizar extensas redes comerciales entre Mesopotamia y Anatolia, así como en el interior de ésta. Pero los asirios no buscaron victorias militares en la región, sino que llegaron a acuerdos con los soberanos capadocios, que reinaban desde fortalezas no distintas a las grandes aldeas de finales del período neolítico. Los comerciantes asirios contaron con la protección de estos potentados locales mientras organizaban el comercio que hacía ricos a los dirigentes de Capadocia y otras partes de Anatolia. Las grandes familias asirias se organizaban en juntas de comercio para determinar los precios, asignar las rutas comerciales y compartir los beneficios. Aunque los asirios solían vivir en los distritos alejados de los grandes centros del comercio de Anatolia, tuvieron una enorme repercusión en la cultura de Capadocia al actuar de consejeros y altos cargos de los reyes y casarse con miembros de importantes familias urbanas; en el proceso, llevaron la civilización mesopotámica y su boato tanto a Anatolia como al norte de Siria.
HITITAS Y KASITAS
A la estela de esta urbanización favorecida por los asirios surgieron nuevos reinos y grupos de población en Anatolia, el norte de Siria y Mesopotamia. Los hititas fueron uno de los pueblos de lengua indoeuropea que se asentaron en Anatolia hacia 2000 a. J.C. Sin embargo, con el transcurso de varios siglos lograron imponerse junto con su lengua sobre los restantes pueblos de la región como clase gobernante minoritaria.
Los soberanos hititas se establecieron en las prósperas ciudades del centro de Anatolia, sobre todo en Capadocia, pero continuaron manteniendo la independencia política entre sí hasta aproximadamente 1700 a. J.C., cuando el soberano de una de estas ciudades-estado integró a las demás en un reino mayor. Unos cincuenta años después un gobernante de este reino engrandecido organizó a su nobleza guerrera en una máquina militar más eficaz, expandió las fronteras del territorio y tomó Hattusas, una fortaleza montañosa estratégica que dominaba la zona. Para reflejar que tenía una nueva capital, el rey cambió su nombre a Hattusilis; fue el fundador del Reino Antiguo hitita.
Los hititas contaron con uno de los mayores ejércitos de la Edad de Bronce, que reflejaba su intensa cultura militarista. Una gran parte de las energías de todo rey hitita se dedicaba necesariamente a la guerra y a mantener el control sobre su nobleza guerrera, susceptible y ambiciosa. Junto a esta tradición militar, los hititas adoptaron con entusiasmo las prácticas de los pueblos que conquistaban, como la adopción del cuneiforme para escribir su propia lengua y utilizarlo para registrar sus leyes.
Bajo Hattusilis I los hititas extendieron su poder por la meseta de Anatolia. Al igual que los asirios, ansiaban controlar las rutas comerciales de esta rica región; sin embargo, a diferencia de ellos, también pretendían la conquista militar. Por ambas razones les interesaban en particular las rutas terrestres de cobre y arsénico, pues este último es uno de los metales que pueden alearse con el cobre para producir bronce, el material básico de las herramientas y armas en el segundo milenio a. J.C. Combinando el saqueo con el comercio, Hattusilis transformó su reino en una potencia económica y militar.
Su nieto y sucesor, Mursilis I (c. 1620-1590 a. J.C.), resultó aún más dinámico y ambicioso. Se propuso controlar el alto Éufrates y sojuzgar algunos de los pequeños pero poderosos reinos del norte de Siria. En una brillante campaña, también avanzó hacia el sureste hasta Mesopotamia, reuniendo botín y tributos hasta que se encontró ante las fabulosas puertas de Babilonia. Esta ciudad se mantenía como el centro de un reino amorita, ahora gobernado por un descendiente lejano de Hammurabi. Mursilis I tomó y saqueó Babilonia en el año 1595 a. J.C., y se quedó con las riquezas acumuladas durante siglos. Luego se marchó de la ciudad y la abandonó a su suerte.
Lo que siguió fue una especie de «edad oscura» en la historia de Oriente Próximo, debido en buena medida a que nuestras fuentes sobre el período son escasas. Los cien años posteriores al saqueo de Babilonia parece que se caracterizaron por la agitación. Un grupo conocido como los kasitas se trasladó a la ciudad devastada y tomó el control del antiguo Imperio babilónico. Los orígenes y la lengua de los kasitas son muy debatibles, pero como muchos invasores previos de Mesopotamia, se asimilaron con rapidez a la civilización más antigua que encontraron allí y gobernaron un territorio babilónico bastante pacífico y próspero durante los siguientes quinientos años.
Los hititas, en contraste, no brindaron estabilidad a la región. La creciente fortaleza de Mursilis alarmó a la nobleza guerrera, que no se mostraba muy dispuesta a ceder tanto prestigio y autoridad a un reino centralizado. Tal vez Mursilis se viera obligado a abandonar Babilonia tan deprisa por problemas en su reino, pues poco después de su regreso a su capital Hattusas cayó víctima de una conspiración palaciega. Tras su asesinato, el poder de los hititas decayó durante aproximadamente el siglo siguiente.
EL REINO DE MITANNI
Al igual que los hititas, los mitanos eran una minoría indoeuropea que se impuso sobre los pueblos autóctonos del alto Éufrates como clase gobernante. Después esta aristocracia guerrera penetró en el norte de Siria hacia 1550 a. J.C., asumió el control de los territorios que Mursilis ya había debilitado y unió el alto Éufrates y el norte de Siria en un único reino, el de Mitanni.
Los mitanos introdujeron una serie de innovaciones en la guerra, entre las que se incluyeron un carro de combate más ligero tirado por un caballo y con radios en las ruedas, que empleaban para trasladar a los arqueros por el campo y sobrecoger de terror a sus enemigos. También eran maestros en la doma de caballos y las tácticas de caballería. Durante un tiempo estas innovaciones les permitieron mantener a raya a los hititas por el oeste, mientras por el este reducían a los poderosos asirios a la posición de reino vasallo. Pero cuando los rivales de los mitanos empezaron a emplear carros de combate y armaduras de escamas imbricadas para protegerse de la infantería y la caballería, el equilibrio de poder militar se volvió rápidamente contra Mitanni.
Debilitado por una disputa dinástica a mediados del siglo XIV a. J.C., Mitanni acabó derrumbándose frente a una renovada agresión de los hititas, quienes permitieron la supervivencia de un retazo de reino como estado tapón entre ellos y Asiria. Pero la destrucción del reino de Mitanni en el norte de Siria propició que los egipcios y los hititas se enzarzaran en un conflicto militar de enormes consecuencias para ambos imperios. No obstante, para comprender dicho conflicto y el surgimiento del Reino Nuevo como potencia imperial, es preciso volver a Egipto al final del Reino Medio.
Egipto también se transformó por los cambios dinámicos ocurridos a principios del segundo milenio a. J.C. Durante el Primer Período Intermedio penetraron en el «centro del cosmos» grandes cantidades de extranjeros procedentes de Asia occidental y Nubia. Algunos llegaron como inmigrantes y otros fueron llevados como mercenarios. Esta estrategia evitó una invasión armada a gran escala. Pero cuando los faraones del Reino Medio restauraron el gobierno central desde Tebas poco después del año 2000 a. J.C., la antigua confianza de los egipcios del Reino Antiguo en la maat y a se había hecho añicos irremediablemente. El Reino Medio era un lugar angustioso e incierto, penosamente consciente de que no podía seguir ignorando los acontecimientos acaecidos más allá de su frontera, pero todavía no dispuesto a convertirse en una potencia intervencionista en Nubia, Sinaí y Oriente Medio. Los contactos comerciales con todas estas regiones iban en aumento, así como la influencia egipcia dentro de ellas, pero nada de esto lograba que los egipcios se sintieran seguros detrás de sus murallas.
Sus preocupaciones se acrecentaron a partir de 1700 a. J.C., cuando un ejército extranjero llamado los hicsos (versión griega del egipcio hekajasut, o «gobernantes de tierras extranjeras») conquistó Egipto. Estos invasores —cuyos orígenes exactos son desconocidos, si bien tal vez fueran amoritas de Oriente Medio— formaron un reino en el delta oriental y proyectaron su autoridad sobre la mayoría del Bajo Egipto. Con esta conquista la autoridad central egipcia se volvió a disolver y el país entró en el Segundo Período Intermedio (c. 1650-1550 a. J.C.).
Sabemos relativamente poco de los hicsos y buena parte de la información proviene de relatos egipcios posteriores de carácter propagandístico. Sin embargo, es evidente que se hicieron con la maquinaria del gobierno faraónico en el norte y tomaron medidas para legitimar su gobierno de acuerdo con los precedentes egipcios. Algunos dirigentes hicsos llegaron a incorporar el nombre de Ra en los suyos propios, a pesar de las referencias posteriores egipcias que los señalan como «aquellos que gobernaron sin Ra». Pero los hicsos también conservaron buena parte de su cultura material extranjera, a la vez que mantenían estrechos lazos económicos y diplomáticos con el mundo egeo, Siria y Palestina. Por el contrario, en el Alto Egipto su control no fue tan completo. Allí un régimen faraónico autóctono retuvo una exigua independencia en Tebas, si bien a veces también se vio obligado a reconocer el protectorado de los extranjeros que ocupaban el norte.
La dominación de los hicsos duró cerca de un siglo y, más tarde, se llegó a considerar la gran vergüenza de la historia nacional egipcia, a pesar de que, después del asesinato de Mursilis, lograran que Egipto fuera la potencia más importante de Oriente Próximo. Sin embargo, en el sur su conquista permitió la liberación de los nubios, quienes fundaron un reino independiente llamado Kush. Este reino nubio constituía una amenaza mucho mayor para la dinastía autóctona de Tebas que para los hicsos del norte, hecho que proporcionó un incentivo añadido a los faraones del sur para explotar el sentimiento nacionalista, lanzando «guerras de liberación» contra los «odiados» hicsos del norte. Al final esta estrategia alcanzó el éxito. A finales del siglo XVI a. J.C., Amosis, faraón del sur, ya había expulsado a los invasores, con lo que estableció la dinastía XVIII y una nueva era en Egipto.
EL REINO NUEVO, 1550-1075 A. J.C.
Durante el Reino Nuevo la civilización egipcia alcanzó la cumbre de su magnificencia y poder. Aunque continuaron las formas establecidas de la vida religiosa, económica, cultural y política, esta era también marcó un cambio radical en su historia y cultura. Su dinamismo, en especial su énfasis en el imperialismo y el militarismo, cambió la misma urdimbre de la vida egipcia.
El gobierno faraónico en la dinastía XVIII
La dinastía XVIII gobernó Egipto durante más de dos siglos y medio, período en el que se sucedieron acontecimientos sorprendentes. El más importante fue el surgimiento de un nuevo tipo de nobleza en la sociedad, una aristocracia de mandos y caudillos militares que adquirieron riqueza mediante la guerra no sólo con el saqueo, sino también con las tierras reales (y los esclavos para trabajarlas) recibidas del faraón como recompensa por sus servicios.
La dinastía XVIII se forjó en la batalla. El mismo Amosis consiguió fama por haber expulsado a los hicsos y reunificado Egipto. Poco después el faraón y sus herederos desviaron su atención al sur, hacia Nubia. Para entonces el oro se había convertido en el medio de cambio habitual en el comercio y las finanzas de Oriente Próximo; por tanto, si Egipto quería prosperar en este mundo, necesitaba controlar las ricas minas de oro nubias. Bajo Tutmosis I (c. 1504-1492 a. J.C.) los egipcios también penetraron en el noreste, avanzaron por Siria y Palestina. Este gran faraón logró el gobierno de la tierra comprendida desde más allá de la Cuarta Catarata, en el sur, hasta las orillas del Éufrates, en el norte. Ningún otro faraón anterior había dominado tanto territorio, y su éxito no fue fugaz. En el norte, los egipcios mantendrían una presencia militar considerable en Oriente Próximo y Medio durante los siguientes cuatrocientos años. En el sur, los faraones emprendieron ingentes proyectos arquitectónicos de templos y estatuas en Sudán más de un siglo después de la muerte de Tutmosis.
Los faraones del Reino Nuevo siguieron una ambiciosa estrategia de defensa mediante el ataque. La vergüenza de la dominación de los hicsos se tradujo en una férrea determinación para impedir que tal episodio volviera a ocurrir, pero no preparándose para el día en que llegaran más invasores, sino proyectando su fortaleza a las regiones de las que podría provenir el peligro. Los egipcios también aprendieron de los hicsos tácticas de batalla, como el uso de los carros de combate tirados por un caballo que habían utilizado contra ellos con efectos devastadores sobre sus nuevos enemigos.
La reina Hatshepsuty Tutmosis II
La actividad militar alcanzó su punto culminante durante el siglo XV, tras la que podría haber sido una crisis para la dinastía XVIII. Tutmosis II murió joven, en 1479 a. J.C., y dejó como heredero al futuro Tutmosis III. En el pasado tales incidentes a menudo habían llevado a la inestabilidad e incluso a cambios de dinastía, pero en esta ocasión la política familiar y una notable personalidad sirvieron de fuerza de cohesión y continuidad. En el Reino Nuevo era costumbre que el faraón —él mismo manifestación de un dios— tomara en matrimonio como «reina oficial» a una persona merecedora de tal unión, lo que, hablando sin rodeos, significaba que debía casarse con la hija del faraón anterior y, por tanto, hermana del nuevo. Estas uniones entre hermano y hermana no parece que fueran el modo acostumbrado de concebir herederos: los faraones también disfrutaban de un vasto harén de esposas secundarias y concubinas con las que procrear. Éste fue el caso de Tutmosis II, cuya reina fue su hermana Hatshepsut, pero cuyo hijo y heredero se lo había dado otra esposa.
A la muerte de Tutmosis II, Hatshepsut asumió la autoridad faraónica junto con su hijastro/sobrino Tutmosis III, cuidándose mucho de enmascarar su feminidad ante la mayoría de los egipcios. Sus inscripciones suelen utilizar pronombres masculinos y muchas de sus estatuas monumentales la representan con la barba larga y estrecha de sus semejantes masculinos. Pero fue sin duda la fuerza dominante dentro del gobierno. Las mujeres egipcias siempre habían disfrutado de una posición relativamente elevada comparada con las de otras culturas de Oriente Próximo, y unas cuantas incluso habían gobernado como reinas. El origen tebano de la dinastía XVIII, con sus fuertes conexiones nubias, tal vez permitiera también cierto elemento matriarcal en las prácticas sucesorias, al menos dentro de los círculos de la corte. Pero de todos modos, en una sociedad cada vez más militarista, Hatshepsut consideró necesario por lo menos no hacer ostentación ante sus súbditos del hecho de que era mujer.
Su arte de gobernar resultó crucial para la continuidad de la vitalidad dinástica y para Egipto. Durante veintidós años reinó como cogobernante con Tutmosis III, y bajo su nombre aparecen registradas varias campañas militares. Sin embargo, se la recuerda más por su espectacular templo mortuorio, que marcó un hito crucial en el proceso por el que el lugar de enterramiento y el templo mortuorio del faraón quedaron separados. Los rituales de culto en honor de los faraones fallecidos se siguió realizando en esos templos elaborados, pero durante el Reino Nuevo se instituyó el famoso Valle de los Reyes, cerca de la antigua Tebas, como necrópolis para los faraones: un lugar remoto donde se esperaba que las tumbas permanecerían ocultas y, de este modo, a salvo de los ladrones.
Tutmosis III aceptó la tutela y protección de su madrastra durante muchos años, si bien acabó cansándose de compartir con ella el poder. En torno a 1458 a. J.C., tras una revuelta en Palestina contra la dominación egipcia, Hatshepsut desaparece de los registros encontrados y Tutmosis III comienza sus treinta y dos años de gobierno en solitario. Desfiguró los monumentos de Hatshepsut y borró su nombre de las inscripciones, para crear la impresión de que siempre había gobernado solo.
A pesar de su ingratitud, Tutmosis III fue un gran faraón. Lanzó un total de diecisiete campañas militares y avanzó por Palestina, donde tomó la estratégica ciudad de Megido (Armagedón) al reino de Kadesh, un poderoso principado situado al sur del reino de Mitanni. Después de esta famosa victoria prosiguió apoderándose de muchos de los puertos vitales de la costa siria. Su hijo Amenhotep II (c. 1428-1400 a. J.C.) continuó las conquistas con más campañas en Siria, cruzando el río Orontes y tomando varias ciudades importantes.
Estas campañas no sólo pretendían aumentar la fortaleza egipcia, sino también socavar el poder económico y militar del reino de Mitanni, propósito que lograron, si bien con efectos irónicos. Mitanni quedó tan debilitado que los hititas consiguieron reafirmarse y reiterar sus ambiciones en Siria y Mesopotamia. Asimismo, los asirios se liberaron de su vasallaje a Mitanni y acabaron resultando un enemigo mucho más agresivo para Egipto que el primero. Sin embargo, en ese momento las consecuencias a largo plazo de la desaparición de Mitanni no resultaron evidentes, y la dinastía XVIII disfrutó del esplendor de sus triunfos militares.
Además del tremendo poder y riqueza acumulados por Tutmosis III y Amenhotep II, la dinastía XVIII creó fama de implacable y despiadada. Amenhotep III (c. 1390-1352 a. J.C.), conocido como «el Magnífico», se encontró, por tanto, con que no tenía que pretender conquistas militares como las de su abuelo y su bisabuelo. En términos generales, su tarea iba a consistir en administrar bien los territorios que Egipto ya había adquirido y en explotar las ventajas económicas y diplomáticas obtenidas, lo que hizo con destreza y aplomo. El faraón recibía tributo de todas partes, incluida una tierra llamada Keftiu (que se suele identificar con la bíblica «Caftor» y que probablemente sea la isla de Creta). Alcanzó tratados con Mitanni y recibió en su harén al menos a dos princesas de ese reino. Mientras Amenhotep III permaneciera vigilante y atendiera sus intereses diplomáticos, no tenía necesidad de dedicarse a nada más que a disfrutar de los beneficios conseguidos con los esfuerzos de sus predecesores.
CAMBIO Y RETO RELIGIOSOS
Las grandes conquistas de la dinastía XVIII produjeron cantidades increíbles de botines para Egipto. Mucha de esta riqueza se empleó para la glorificación personal del faraón mediante grandes templos, tumbas y otros monumentos, así como las ubicuas estelas reales (monumentos de piedra con inscripciones) que nos proporcionan abundante información histórica. Otra parte considerable del botín pasó a la aristocracia militar que hizo posible tales conquistas. Pero siguió quedando una gran riqueza que se dedicó a propiciarse la voluntad de los dioses con acciones de gracias por las victorias de Egipto. Los templos de todo el imperio disfrutaron de los beneficios de la conquista, y se hicieron ricos y poderosos, al igual que sus sacerdotes. Pero a ningún complejo de templos le fue tan bien como al dedicado a Amón en Tebas.
El templo de Amón
Tebas fue la capital de la dinastía XVIII y, por tanto, como deidad patrona de la ciudad, Amón desempeñó un papel importante en la imagen de dicha dinastía. Pero Amón era más que un dios local, porque su estatura y popularidad habían aumentado durante el Reino Medio. Se le identificaba cada vez más con el dios solar Ra (de ahí la formulación habitual del Reino Nuevo Amón-Ra). En 1550 a. J.C. Amón-Ra ya se había convertido en una especie de dios nacional egipcio, a cuyo alrededor la dinastía XVIII de Tebas reunió a Egipto en contra de los hicsos. Así pues, dicha dinastía tenía muchos motivos para sentir gratitud hacia Amón, cuyo apoyo había sido crucial en sus esfuerzos de reunificar el país.
El favor mostrado a los sacerdotes de Amón en Tebas, emparejado con la tremenda riqueza allí depositada, hizo de ellos una formidable fuerza política y económica. A finales del reinado de Amenhotep II, la casta sacerdotal de Amón ya disfrutaba de un peso político que sobrepasaba incluso al de la clase funcionarial, y los mismos sacerdotes se habían convertido en personas influyentes en la corte del faraón. El prestigio de la dinastía estaba entrelazado con el de Amón, pero comenzaba a resultar confuso quién llevaba la voz cantante en esta relación.
El reinado de Ajenatón, 1352-1336 a. J. C.
Todos estos factores llegaron a una confluencia fatídica en una de las figuras más intrigantes de la historia. A la muerte de Amenhotep III le sucedió su hijo, Amenhotep IV, quien mostró una temprana inclinación hacia el culto del dios sol como algo distinto del culto de Amón: las primeras inscripciones de Amenhotep exaltan a Ra, no como aspecto de Amón, sino como una divinidad diferenciada, que se manifestaba visiblemente en la luz de los rayos solares. En sus consagraciones a Ra, Amenhotep dejó de lado la representación tradicional como un halcón (o un hombre con cabeza de halcón), y lo reemplazó por el Atón, el disco solar con los rayos de luz dirigidos hacia la tierra. Pero pronto el nuevo faraón llegó más lejos. Cambió su nombre de Amenhotep («Amón está satisfecho») por Ajenatón («Util a Atón»). Como Ajenatón, construyó una nueva capital a mitad de camino entre Menfis, en el norte, y Tebas, en el sur, y la llamó Ajetatón («el horizonte de Atón»), la actual Tell el-Amarna. La cultura de breve duración pero muy característica del reinado de Ajenatón se conoce, por tanto, como el período de Amarna.
Ajenatón introdujo diversas innovaciones en la religión y cultura egipcias. El culto a Atón era más rigurosamente monoteísta que la visión evolutiva de Amón. Mientras la teología tebana de Amón reconocía a otros dioses como aspectos de Amón, Ajenatón sólo reconoció el poder dador de vida de la luz, encarnado por el Atón. A diferencia de las deidades del Antiguo Egipto, Atón no podía ser captado ni representado en el arte. La imagen del Atón, rasgo dominante en el arte del período de Amarna, es, por tanto, una elaboración del jeroglífico que se utilizaba para «luz».
La vida y su afirmación eran los aspectos centrales de la revolución religiosa de Ajenatón. El Atón se representaba a menudo con una mano al final de cada rayo de luz. En cada mano aparecía el anj, el jeroglífico para «vida». Ajenatón también se hizo representar de una forma curiosa, aunque no está claro si dicha singularidad se debió a la ideología o a rasgos de su anatomía. En un distanciamiento completo de la virilidad inequívoca de sus antepasados, siempre se le muestra con la cabeza y las extremidades alargadas, una nariz exagerada y unos labios excepcionalmente carnosos. Sus ojos son como de gato y la protuberancia pronunciada de su vientre recuerda en cierto modo a las figurillas femeninas de la fertilidad. El efecto general es de una cierta androginia, cuyo significado es incierto. Ajenatón fue sin duda un hombre familiar y se hizo representar como el más humano de los faraones, disfrutando de la compañía de su bella reina Nefertiti mientras jugaban con sus hijos. En efecto, una sensación de humanidad palpable —casi un toque «vulgar y corriente» comparado con otros artes faraónicos— impregna el período de Amarna.
Una gran polémica sigue rodeando los motivos que tuvo Ajenatón para efectuar esta revolución religiosa y cultural. Algunos le consideran el primer intelectual revolucionario del mundo, que aplicó la fuerza imaginativa y una percepción inusual para romper los lazos de la tradición. Otros lo ven como un reaccionario, preocupado por la absorción de Ra en Amón, que intentaba reafirmar el culto tradicional del sol. Los demás lo ven como un político cauteloso que intentó socavar la influencia de los sacerdotes de Amón instituyendo un nuevo régimen religioso.
Estas explicaciones no son excluyentes entre sí. La política y la religión estaban inextricablemente entrelazadas en Oriente Próximo antiguo, así como también lo estarían en Grecia y Roma. Sin embargo, la identificación particular de la dinastía de Ajenatón con Amón garantizó que su revolución religiosa también resultara revolucionaria desde el punto de vista político, porque requería que la legitimación de su dinastía se restableciera sobre nuevas bases.
No obstante, a pesar de la tremenda energía que gastó Ajenatón al tratar de lograr esta revolución, la mayoría de los egipcios no le siguió. Por mucho que la religión tradicional nos resulte asombrosamente compleja, al parecer los egipcios la prefirieron al remoto, benevolente pero impersonal dios que el faraón les ofrecía. Los poderosos sacerdotes de Amón también opusieron una feroz resistencia a las innovaciones religiosas de Ajenatón. Para empeorar las cosas, parece además que a Ajenatón no le interesaron mucho los asuntos militares. Sus esfuerzos a favor de su nuevo dios puede que incluso le llevaran a descuidar los intereses de Egipto en el exterior. Las revueltas que se organizaron le costaron el apoyo de la nobleza militar y su revolución naufragó.
Su fracaso fue el presagio del declive de la dinastía XVIII. Le acabó sucediendo Tutanjamón, quien cambió su nombre a Tutanjatón (el famoso «Rey Tut») para reflejar su rechazo a las herejías de Ajenatón y la restauración del dios Amón y su sacerdocio. La nueva capital de Ajetatón se abandonó y se maldijo su memoria; su olvido a partir de entonces es en buena medida responsable de su buen estado de conservación actual. Por su parte, al faraón revolucionario sólo se le recordó como el «hereje de Ajetatón». Se destruyeron sus monumentos por todo el territorio, pero el daño ya estaba hecho. La posición de Egipto en el mundo exterior se había ido erosionando a un ritmo sorprendente desde el inicio del reinado de Ajenatón, y Tutanjatón, su heredero, era un adolescente enfermizo. Tras la muerte prematura del joven faraón, reinó la confusión hasta que un importante general llamado Horemheb asumió el trono en 1323 a. J.C. Horemheb mantuvo la estabilidad durante casi tres décadas, pero no tenía heredero, así que otorgó su puesto a otro general, Ramsés I, fundador de la dinastía XIX, que recobraría la gloria de Egipto en Oriente Próximo.
Los destinos de muchas naciones desde 1500 a. J.C., incluida Egipto, sólo resultan inteligibles dentro del contexto más amplio de las relaciones internacionales. Durante los trescientos años siguientes, la suerte de los diversos reinos de Oriente Próximo se fue entrelazando cada vez más a medida que se desarrollaba un sistema internacional por el Mediterráneo oriental y central.
La Edad de Bronce tardía fue una época de superpotencias. Como hemos visto, los grandes faraones de la dinastía XVIII habían transformado Egipto en un estado conquistador, temido y respetado en la región. Pero la presión que ejercieron sobre el reino de Mitanni permitió el surgimiento de un Imperio hitita renovado desde 1450 a. J.C. Fueron los hititas quienes propinaron a Mitanni los golpes más duros, y así lograron hacerse de nuevo con el poder en el norte de la región. Los asirios también se recuperaron, y el reino kasita de Babilonia continuó constituyendo una fuerza importante en las relaciones económicas y comerciales de la época. Entre estas potencias imperiales surgieron numerosos estados menores pero significativos, concentrados a lo largo de las costas y valles fluviales de Siria, pero que se extendieron hacia el oeste a Chipre y el mar Egeo.
LA DIPLOMACIA INTERNACIONAL
Aunque la guerra se mantuvo como rasgo característico de las relaciones internacionales, los estados más poderosos de la Edad de Bronce tardía desarrollaron un equilibrio de poder que ayudó a estabilizar el comercio y la diplomacia a medida que avanzó el período. El internacionalismo había existido en cierto grado desde la época de Hammurabi; sin embargo, en el siglo XIV se desarrolló una norma internacional por la cual muchas naciones y sus dirigentes llegaron a comprender que la seguridad y la estabilidad ayudaban al florecimiento del comercio, mientras que la guerra podía resultar perjudicial y, a largo plazo, poco provechosa para todos los afectados.
Los archivos descubiertos por los arqueólogos modernos en la capital abandonada de Ajenatón en Amarna nos proporcionan un claro retrato de esta norma diplomática internacional. Existía una animada correspondencia entre los dirigentes de las naciones, a veces sobre grandes asuntos, pero otras sólo para «mantener el contacto». Se desarrolló un lenguaje de rango diplomático en el que los gobernantes más poderosos se dirigían unos a otros como «hermano», mientras que los príncipes de estados menores mostraban su deferencia y respeto al faraón, al rey hitita o a otros soberanos poderosos llamándoles «padre». La violación de este protocolo podía provocar una gran ofensa. Cuando un rey asirio del siglo XIII se atrevió a dirigirse al gobernante hitita Hattusilis III como «hermano», recibió una fuerte reprimenda: «¿Cómo te atreves a hablar de “hermandad”? ¿Acaso tú y yo hemos nacido de la misma madre? Ni mucho menos; ni siquiera mi padre y mi abuelo tuvieron la costumbre de escribir sobre “hermandad” al rey de Asiria, así que deja de escribirme de hermandad y Gran Realeza».
Los gobernantes del período intercambiaban generosos presentes y establecían alianzas matrimoniales. Los enviados profesionales viajaban entre los centros de poder de Oriente Próximo, entregaban valiosos regalos y cumplían delicadas misiones políticas. En Egipto estos emisarios solían ser comerciantes enviados no sólo para ocuparse de asuntos diplomáticos, sino también para explorar la posibilidad de oportunidades comerciales para el faraón.
EL COMERCIO INTERNACIONAL
El comercio se convirtió en un aspecto cada vez más importante de las relaciones internacionales durante la Edad de Bronce tardía. El comercio marítimo floreció por la costa del Mediterráneo oriental, lo que permitió a centros portuarios menores como Ugarit y Biblos llegar a ser poderosas ciudades-estado mercantiles. Las grandes ciudades costeras del Mediterráneo oriental se volvieron prósperos centros de almacenaje y distribución de una amplia variedad de artículos. El cargamento de una única nave mercante podía contener multitud de bienes distintos, procedentes de diversos lugares que abarcaban desde el interior de África hasta el mar Báltico, como demuestra el impresionante naufragio descubierto en Ulu Burun. Al mismo tiempo, los grandes estados de la región continuaron explotando su control sobre las rutas mercantiles terrestres, basándose más que nunca en la introducción de los artículos en un mercado internacional. El comercio se estaba convirtiendo con rapidez en la cuerda de salvamento de todos estos imperios de la Edad de Bronce tardía.
Las rutas comerciales concurridas y lucrativas también servían como conducto para los motivos artísticos, las ideas literarias y religiosas, las formas arquitectónicas y las innovaciones en la fabricación de herramientas y armas. Mientras que en el pasado estas influencias se extendían de manera lenta y desigual, las sociedades de esta época estaban desarrollando un verdadero cosmopolitismo. A los egipcios les deleitaba el vidrio cananeo; los griegos de la Edad de Bronce apreciaban los amuletos egipcios, y los mercaderes de Ugarit admiraban y deseaban la cerámica y lana griegas. Los ejemplos de este vivo interés por los productos de otras culturas podrían multiplicarse de manera interminable.
Este cosmopolitismo era particularmente marcado en los grandes pueblos mercantiles. En Ugarit puede que el auge del comercio y la multiplicidad de lenguas fuera lo que impulsara a sus ciudadanos a desarrollar una forma más sencilla de escritura que el sistema cuneiforme, todavía en uso en la mayor parte de Oriente Próximo. Aparece un alfabeto urgarítico al final de la Edad de Bronce que consta de unos treinta símbolos para representar consonantes. Las vocales tenían que inferirse, puede que sacrificando cierta claridad entre el lector y el auditorio, pero el sistema alfabético era más fácil de dominar y más flexible que el cuneiforme para registrar el ritmo impetuoso del comercio en los puertos de la ciudad.
La búsqueda de mercados, recursos y rutas comerciales intensificó la competencia económica, pero también fomentó un mayor entendimiento entre culturas. Después de una gran batalla entre Egipto y los hititas cerca de Kadesh (c. 1275 a. J.C.), el poderoso faraón de la dinastía XIX Ramsés II se dio cuenta de que se ganaría más con las relaciones pacíficas con sus vecinos del norte que mediante una guerra sin sentido. El tratado que selló con los hititas sirvió como pilar de estabilidad geopolítica en la región y permitió una mayor integración económica que se desarrollaría durante el siglo XIII a. J.C. Pero dicha integración también significaba mayor dependencia mutua. Si una economía sufría en este sistema internacional, era seguro que los efectos de su declive se sentirían en otro lugar.
EXPANSIÓN Y FRAGILIDAD
Con el transcurso de varios siglos, este sistema integrado de comercio y diplomacia creció hasta abarcar por entero el mundo del Mediterráneo oriental. Sin embargo, cuanto más se extendía el sistema, más frágil resultaba. Esta fragilidad aumentó por el hecho de que muchos de estos nuevos mercados incluían sociedades cuyo grado de «civilización» era modesto como mucho. Su carácter rudo y guerrero los hacía socios poco fiables, pero aún adversarios más peligrosos dentro de este mundo integrado de la Edad de Bronce tardía. Ahora pasamos a su historia.
Los griegos antiguos atesoraban muchas leyendas sobre su pasado heroico y distante, cuando los grandes hombres se mezclaban con los dioses, y reinos poderosos —mayores y más fuertes que cualquiera conocido para el mundo posterior de la Grecia clásica— competían por el poder y la gloria. Sin embargo, durante largo tiempo los investigadores desecharon toda sugerencia de que pudiera existir un componente «prehistórico» en la experiencia griega. Las narraciones sobre la guerra de Troya, Teseo y el Minotauro, y las grandes aventuras de Ulises se contemplaban como mitos, productos de la imaginación que no reflejaban ninguna verdad histórica. Así pues, la historia griega comenzaba en el año 776 a. J.C., la fecha de los primeros Juegos Olímpicos registrados. La Edad de Bronce en Grecia era un páramo que no desempeñaba ningún papel en el mundo mediterráneo contemporáneo o en la historia gloriosa posterior de la Grecia clásica.
A finales del siglo XIX, un arqueólogo aficionado llamado Heinrich Schliemann llegó al convencimiento de que estos mitos eran en realidad relatos históricos. Utilizando los poemas épicos de Homero como guía, encontró el emplazamiento de la gran ciudad de Troya cerca de la costa noroccidental de Anatolia. También descubrió tierra adentro varias ciudadelas en otro tiempo poderosas, entre las que se incluía la cuna del legendario rey Agamenón en Micenas. Poco después, sir Arthur Evans encontró un gran palacio en Cnosos, en la isla de Creta, cuya fecha era anterior a todas las importantes ciudadelas del interior de Grecia. Evans llamó «minoica» a esta cultura rica y magnífica por el rey Minos, el poderoso gobernante que los griegos posteriores creían que en otro tiempo dominaba el mar Egeo desde Creta.
Aunque muchas de sus conclusiones iniciales fueron erróneas, los descubrimientos de Schliemann y Evans obligaron a realizar un replanteamiento de la civilización griega y sus raíces. Ahora está claro que la Grecia de la Edad de Bronce (o, como se la denomina con mayor frecuencia, la Grecia micénica, por el poderoso reino del mito griego cuya cuna era Micenas) fue una parte importante y bien integrada del mundo mediterráneo durante el segundo milenio a. J.C., y que los cimientos de la cultura griega clásica se establecieron durante ese período. Debido a la naturaleza de las pruebas, buena parte de estas culturas continúa siendo un misterio, pero ya no cabe negar su importancia.
LA TALASOCRACIA MINOICA
En el siglo V a. J.C., el historiador ateniense Tucídides escribió que el rey Minos había gobernado una «talasocracia», es decir, un imperio marítimo. Hasta los descubrimientos de Evans en Cnosos, esta declaración resultaba descabellada, pero ahora parece básicamente acertada.
La civilización minoica floreció desde aproximadamente 1900 hasta 1500 a. J.C., lo que la convierte en contemporánea del Reino Nuevo en Egipto y el Reino Antiguo hitita. Pero los esbozos de una civilización en desarrollo son visibles en Creta en fecha tan temprana como el año 2500 a. J.C. En 1900 a. J.C. esta cultura ya había alcanzado un alto grado de elaboración material y arquitectónica; como resultado, a veces se hace referencia al período de la civilización minoica de 1900 a 1500 a. J.C. como la «Edad del Palacio». Como sus semejantes de Oriente Próximo, el palacio minoico se asentaba en el centro de una economía redistributiva, que recolectaba recursos para después repartirlos según el criterio de la burocracia palaciega. También era un centro de producción para los textiles, la cerámica y la metalistería. En Creta se han encontrado varios complejos de palacios procedentes de este período. El brillante palacio de Cnosos, con sus famosos murales y su sistema interior de tuberías, ocupaba varias hectáreas y comprendía cientos de estancias y sinuosos corredores. Para los excavadores, resultó evidente de inmediato que estos palacios podían haber inspirado el famoso relato del laberinto, en el que el héroe griego Teseo dio muerte al terrible Minotauro.
La prosperidad de los minoicos dependía del comercio marítimo. Intercambiaban una amplia gama de artículos exóticos con Egipto, Anatolia suroccidental y Chipre. A través de Chipre, los minoicos también mantenían contacto con la costa levantina de los actuales Líbano y Siria. Las influencias artísticas viajaban por estas rutas comerciales: entre muchas otras cosas, el estilo de las pinturas minoicas aparece con regularidad desde este período en el delta del Nilo y Levante.
Los palacios minoicos no estaban fortificados. Este hecho, unido a las escenas divertidas e idílicas representadas en los frescos (pinturas realizadas sobre yeso fresco), llevaron a los investigadores de comienzos del siglo XX a concluir que los minoicos eran un pueblo amante de la paz, interesado sólo en el intercambio de mercancías. Las pruebas de la devoción a una diosa madre, representada con frecuencia con serpientes en las manos mientras se ceñía una bestia salvaje a cada costado, se contemplaron como una prueba más de la naturaleza pacífica de la vida minoica, así como de un fuerte elemento matriarcal en su cultura.
Dicho romanticismo parece ahora infundado. El aislamiento geográfico de Creta disminuía la necesidad de fuertes defensas terrestres, pero sus extensas redes comerciales sugieren que poseían una potente flota, capaz de detener una fuerza hostil antes de que alcanzara sus costas. Abundan las pruebas de un culto al toro —que suele asociarse con sociedades patriarcales en Oriente Próximo— dentro de la civilización minoica. También hay pruebas de que el sacrificio humano era una parte regular de la vida religiosa. Las mujeres eran sin duda importantes en la cultura, no menos como productoras de los famosos textiles minoicos, una de las principales exportaciones de la isla. Pero ahora parece improbable que los minoicos fueran en ningún sentido una sociedad pacífica ni matriarcal.
Ignoramos mucho sobre los minoicos. Tenían una lengua escrita, que sir Arthur Evans denominó Lineal A para distinguirla de otra caligrafía, similar pero claramente diferente y mucho mejor representada, que él descubrió y denominó Lineal B. Pero aunque no podemos determinar que la lengua recogida en Lineal A no sea indoeuropea, seguimos sin ser capaces de traducirla. Los investigadores deben basarse en los restos de cerámica y otros objetos arqueológicos para determinar cómo y cuándo se extendió la cultura minoica a las otras islas y costas del mar Egeo.
Un objetivo de la actividad comercial minoica era sin duda el interior de Grecia. La presencia allí de una amplia variedad de objetos minoicos, entre los que se incluyen cerámica, metalistería y textiles, sugiere la exportación de tecnologías y quizá incluso de artesanos de Creta. Pero la naturaleza exacta de la relación entre la Creta minoica y la Grecia micénica sigue siendo motivo de controversia. Hasta 1600 a. J.C. los minoicos eran claramente mucho menos sofisticados que los griegos del interior. Como resultado, puede que fueran capaces de dominar a los habitantes del rocoso paisaje griego, al menos comercial y puede que políticamente. El mito de Teseo y el laberinto afirma que el héroe fue a Creta como rehén con la pretensión de liberar a Atenas del pesado tributo que había establecido sobre la ciudad el rey Minos. ¿Tal vez esta historia conserve el recuerdo de un tiempo en que Creta sí dominaba a los griegos de tierra adentro?
Los estrechos contactos entre los minoicos y tierra adentro propiciaron diversas evoluciones en la Grecia micénica. La calidad de la cultura material aumentó y se estrechó la red de relaciones diplomáticas y comerciales que caracterizaron Oriente Próximo durante estos siglos. Los habitantes del interior de Grecia aprendieron a construir grandes palacios fortificados, híbridos de los palacios minoicos y las imponentes fortalezas que preferían los hititas. Los griegos del interior alcanzaron la fama en todo Oriente Próximo como mercenarios. De los minoicos, también aprendieron a escribir, tomaron la Lineal A y la modificaron para que se adaptara mejor a su lengua. La caligrafía resultante es la que sir Arthur Evans denominó Lineal B, la primera forma escrita del griego.
LOS MICENOS
Cuando se descifró por fin la Lineal B en la década de 1950, el mundo de la investigación sobre Grecia efectuó un arreglo de cuentas decisivo con el pasado de la Edad de Bronce. Hasta entonces los investigadores habían podido seguir preguntándose si los impresionantes sitios desenterrados por Schliemann, Evans y otros tenían algo que ver con la historia de la civilización griega clásica. El hecho de que la Lineal B representara un antiguo pero indiscutible dialecto griego probó de forma concluyente que la historia griega se remontaba hasta la Edad de Bronce. Pero ¿qué papel desempeñaron los griegos micénicos en esa historia?
Los indoeuropeos de lengua griega entraron en Grecia en varias oleadas. Puede que un primer período de inmigración coincidiera con la destrucción de varios sitios importantes de Grecia hacia el fin del segundo milenio a. J.C. y con la aparición simultánea de nuevos estilos de arquitectura y cerámica. Otro desplazamiento significativo de población y bienes materiales ocurrió en torno a 1600 a. J.C. Estos diversos grupos de lengua griega se mezclaron entre sí y con el pueblo autóctono de lengua no indoeuropea conocido como pelasgios, a quienes asimilaron en buena medida. Pero nunca hubo un único momento decisivo en el que Grecia se convirtiera en «griega». Como ha sugerido el eminente estudioso micénico John Chadwick, durante la Edad de Bronce media y tardía los griegos se hallaron siempre en el proceso de «convertirse en griegos».
La civilización micénica representa la culminación de este proceso. En 1500 a. J.C. ya había salpicadas por el paisaje griego poderosas ciudadelas gobernadas por guerreros que proclamaban sus proezas marciales en sus lápidas y hacían que los enterraran con sus aperos de guerra. Sin duda, estos primeros gobernantes basaban su autoridad en su capacidad para acaudillar a los hombres en la batalla y recompensar a sus seguidores con el saqueo. Los más victoriosos conseguían obtener el control de lugares estratégicos desde donde podían explotar las principales rutas de Grecia, sin alejarse nunca demasiado del mar, donde se dedicaban tanto al comercio como a la piratería. La línea entre ambas actividades era muy delgada en el mundo antiguo, y así permanecería hasta el siglo XIX de nuestra era. Al igual que otros muchos pueblos marítimos, antiguos y modernos, los micenos asaltaban donde podían y comerciaban donde no tenían más remedio.
Con el paso del tiempo y quizá debido a la influencia de la cultura minoica, las ciudadelas con palacio micénicas se desarrollaron para convertirse en sociedades mucho más complejas. Las ciudadelas eran centros de gobierno y depósitos para el almacenamiento y redistribución de los excedentes económicos. En el siglo XIII a. J.C. algunos gobernantes ya habían conformado reinos territoriales con hasta cien mil habitantes, lo que hacía que pareciera pequeña la ciudad-estado típica del período clásico.
Estos centros con palacio eran una adaptación de un modelo de Oriente Próximo, pero su ingente tamaño no era el ideal para el paisaje griego. También en la guerra la imitación de los ejemplos de Oriente Próximo tenía sus límites. Aunque a los reyes micénicos les gustaban los carros de combate utilizados por sus contemporáneos de Oriente Próximo, resultaban muy poco prácticos en el terreno rocoso.
Pese a estas y otras diferencias con respecto a sus vecinos, los griegos micénicos desempeñaron un papel importante en las etapas finales de la Edad de Bronce de Oriente Próximo. Hacia 1400 a. J.C. ya habían sometido a la isla de Creta, tomando Cnosos y utilizándolo como centro micénico; si el «Keftiu» mencionado por Amenhotep III es en efecto Creta, es probable que estuviera negociando con sus conquistadores micénicos. En Anatolia occidental, al menos un rey micénico ejercía la influencia necesaria para que un rey hitita se dirigiera a él como «mi hermano». Los micenos también disfrutaron de gran prestigio en Oriente Próximo como guerreros y mercenarios. Fueron sus actividades combinadas de comerciantes y asaltantes las que posibilitaron el sostén de las enormes poblaciones de sus ciudadelas, puesto que por sí solo el terreno interior circundante no era capaz de conseguirlo.
Los cimientos políticos y comerciales del mundo micénico —un poderoso palacio al mando de un rey, que también era un caudillo guerrero; una aristocracia guerrera; una burocracia de cargos locales; posesiones de tierra reguladas por el estado; una economía redistributiva; extensos reinos territoriales— fueron más comunes en el mundo contemporáneo de Oriente Próximo que en la edad clásica griega. No obstante, podemos seguir el rastro de importantes rasgos de la civilización griega posterior hasta los micenos, incluida, por supuesto, la lengua griega. Las tablillas de Lineal B hablan de un grupo social con considerables derechos económicos y políticos, el damos, que tal vez sea el precursor del demos, grupo popular que buscó plenos poderes políticos en muchas ciudades griegas más adelante. Las tablillas también conservan los nombres de varios dioses griegos conocidos del período clásico, como Zeus, Poseidón, Dionisos y (posiblemente) Deméter; sin embargo, otros están ausentes o sus identidades oscurecidas tras nombres completamente diferentes. Pero quizá lo más importante sea que los griegos clásicos creían que eran descendientes de estos micenos legendarios, a quienes atribuían hazañas sobrehumanas. En realidad, los griegos posteriores sabían poco acerca de sus antepasados micénicos, pero la repercusión sobre la imaginación colectiva de lo que pensaban que sabían fue considerable.
El mundo micénico parece que se derrumbó bajo su propio peso hacia el término del siglo XIII a. J.C. Es imposible precisar qué fue lo que desencadenó este suceso: se han planteado como posibles causas desastres naturales, sequías, hambrunas, enfermedad y descontento social. Con lo que hoy sabemos, no puede probarse ni desecharse ninguna de las teorías, pero las consecuencias del derrumbe micénico son más que evidentes. Como era una parte bien integrada de la red internacional de relaciones comerciales, políticas y militares, las reverberaciones del derrumbe del mundo micénico iban a sentirse en todo Oriente Próximo.
LOS PUEBLOS DEL MAR Y EL FIN DE LA EDAD DE BRONCE
Cuando el mundo micénico se derrumbó, una ola de destrucción barrió de norte a sur Oriente Próximo. La naturaleza de esta devastación es oscura, porque fue obra de un pueblo tan concienzudo que lo arrasó todo a su paso hasta que alcanzó Egipto. Si no hubiera sido por la apretada victoria de Ramsés III hacia 1176 a. J.C., tal vez no supiéramos nada de los invasores que de forma tan repentina desbarataron el sistema internacional de la Edad de Bronce tardía.
En una inscripción y relieve colocados en Medinet Hebu para conmemorar su victoria, Ramsés III se refería a los invasores como los «Pueblos del Mar». Algunos de los grupos que nombraba como parte de esta coalición eran conocidos para los egipcios, que los habían empleado como mercenarios o se habían enfrentado a ellos también como mercenarios a sueldo de otros dirigentes. Por la descripción que hace Ramsés de su equipo y atuendo de batalla, también resulta evidente que muchos de los Pueblos del Mar eran egeos. Los más notables de ellos eran los peleset, que, tras su derrota a manos de Egipto, se retiraron para poblar el litoral de la región que, debido a ellos, recibió el nombre de Palestina.
El arco de aniquilación comenzó en el norte y puede que ayudara a desencadenar el derrumbe final de la Grecia micénica. La desorganización de las redes comerciales del norte debió de tener un profundo efecto en los reinos micénicos, que de improviso se verían enfrentados a una combinación apocalíptica de sobrepoblación, escasez drástica de alimentos y guerra incesante. Una oleada de refugiados desesperados debió de huir de la cuenca del Egeo. El debilitamiento del comercio en el norte también devastó la economía de los hititas, cuyo reino se derrumbó con una rapidez asombrosa. En nuestras fuentes sólo vislumbramos a un desesperado rey hitita que lucha por salvar a Hattusas de una miríada de enemigos.
A lo largo de la cuenca del Mediterráneo encontramos otras pistas. El rey de Ugarit escribió una carta a su «hermano» el rey de Alashiya, en Chipre, en la que le suplicaba ayuda inmediata. Tenemos esta carta porque la tablilla de arcilla sobre la que se escribió se coció bien en el fuego que destruyó su palacio. Nunca se envió. Ugarit fue arrasada, y los Pueblos del Mar continuaron avanzando.
Su irrupción acabó con buena parte de la civilización tal como la había conocido el mundo mediterráneo. Sin embargo, la destrucción no fue total: no desaparecieron todas las ciudades y el comercio no se extinguió; pero sí se eclipsó el Imperio hitita y fue reemplazado por una profusa variedad de principados débiles y fugaces. Las grandes ciudades cosmopolitas de la costa mediterránea oriental yacían en ruinas y nuevos grupos —a veces contingentes de Pueblos del Mar— poblaron el litoral. Las ciudadelas micénicas también se derrumbaron. Despoblada en cerca de un 90 por ciento durante el siglo siguiente, Grecia entró en una «edad oscura» de aislamiento cultural y económico que duraría los dos siglos y medio siguientes. Los griegos tendrían que reinventar el urbanismo en formas más apropiadas para su entorno singular.
Por supuesto, Egipto sobrevivió a la invasión, pero como sus principales socios comerciales habían sido destruidos, también entró en un largo declive. Asimismo, Asiria sufrió los efectos de las invasiones. En los siglos siguientes los asirios lucharían por sobrevivir, mientras que en el sur el gobierno pacífico y próspero de los kasitas también se derrumbó, junto con la economía de Babilonia.
En los siglos inmediatamente posteriores a la invasión de los Pueblos del Mar no hubo grandes imperios en Oriente Próximo. El sistema internacional de la Edad de Bronce tardía, cuidadosamente elaborado durante medio milenio, había desaparecido. Sin embargo, tras su destrucción comenzaron a surgir nuevas tradiciones y experimentos culturales. Tomaron forma nuevas configuraciones políticas y religiosas, y una nueva tecnología metalúrgica, basada en el hierro, comenzó a suplantar el uso del bronce. De las cenizas de la Edad de Bronce tardía surgiría un mundo cultural más duradero y vibrante, la cultura de la Edad de Hierro en Oriente Próximo.
Con la destrucción del equilibrio logrado por las superpotencias de la Edad de Bronce tardía, el mapa geopolítico de Oriente Próximo cambió considerablemente. En Anatolia, del derrumbe del Imperio hitita surgió un mosaico de pequeños reinos, en su mayoría indoeuropeos. Ocurrieron evoluciones similares en Levante, la zona costera del Mediterráneo oriental que hoy comprende Israel, Líbano y partes de Siria. Durante siglos esta área había estado controlada por los egipcios o los hititas. Con el derrumbe de ambos imperios, el vacío de poder resultante en la región permitió la emergencia de nuevos estados. Como potencias políticas y militares, los estados de pequeña escala de comienzos de la Edad de Bronce eran como mucho de segunda categoría; sin embargo, causaron un profundo impacto en la evolución intelectual y religiosa de las civilizaciones occidentales.
LOS FENICIOS
Los fenicios eran cananeos que hablaban una lengua semítica estrechamente relacionada con el ugarítico, el hebreo, el amorita y otros dialectos semíticos occidentales. Sus raíces culturales y políticas estaban firmemente enterradas en el antiguo Oriente Próximo. Las ciudades fenicias eran independientes unas de otras, como en Sumer; la primera lealtad de un fenicio correspondía a su ciudad, no a la noción abstracta de ser fenicio. En su tierra natal levantina, cada ciudad fenicia vivía bajo su propia monarquía hereditaria. Sin embargo, en las colonias de ultramar surgió un nuevo tipo de gobierno en el que un puñado de familias de la élite compartía el poder. Esta forma de gobierno aristocrático se convertiría en un modelo para muchas otras ciudades del Mediterráneo occidental, incluida Roma.
Durante la Edad de Bronce tardía, la mayoría de las ciudades fenicias había estado controlada por Egipto. La erosión de su poder imperial a partir de 1200 a. J.C. les ofreció la oportunidad de capitalizar las ventajas comerciales que ya habían establecido. Una ciudad fenicia, Gubia, había sido un boyante centro comercial bajo el gobierno egipcio, sobre todo como depósito de papiros, el material de escritura altamente apreciado por los egipcios. Esta conexión con el comercio de papiros continuó durante la Edad de Hierro, tanto que el nombre griego para la ciudad, Biblos, se convirtió en la base de la palabra griega biblion, que significa «libro». El lecho marino frente a la costa fenicia producía un valioso tinte púrpura-rojizo proveniente del caracol múrice, de ahí el término griego «fenicio», que significa en esencia «pueblo púrpura». Los textiles fenicios alcanzaban un elevado precio dondequiera que fueran sus comerciantes; lo mismo ocurría con la madera de la cordillera del Antilíbano (sobre todo cedro) y el famoso vidrio cananeo. Los fenicios también se convirtieron en expertos metaleros, tallistas de marfil y constructores navales.
Las ciudades fenicias
Abrigadas por una costa montañosa hendida por profundos valles, las ciudades fenicias estaban orientadas hacia el mar. Sus habitantes cobraron fama como comerciantes y marinos. También eran agresivos colonizadores; enfrentados a las presiones dobles de la competencia comercial mutua y la limitada capacidad de sostén de su entorno, implantaron colonias comerciales en todo el Mediterráneo. Al término del siglo X a. J.C., sus comerciantes ejercían su actividad de un extremo a otro del Mediterráneo, y es probable que hubieran empezado a aventurarse a surcar el océano Atlántico. Tenemos buenas pruebas de que llegaron hasta Bretaña y Cornwall (la última, una buena fuente de estaño), y el historiador griego Herodoto relata una historia creíble de cómo los comerciantes-exploradores fenicios circunnavegaron África. A finales del siglo IX a. J.C. los colonos de Tiro fundaron Cartago, en la actual Túnez, que llegaría a convertirse en la potencia principal del Mediterráneo occidental, y que entró en conflicto con Roma siglos después.
Influencia cultural
Por sus extensos esfuerzos coloniales y mercantiles, los fenicios influyeron en las culturas de todo el Mediterráneo. Entre sus primeros socios comerciales de ultramar se encontraron los griegos, con quienes puede que desempeñaran un papel importante en la reintroducción de la vida urbana después del derrumbamiento de las ciudades micénicas. También llevaron consigo diversas influencias artísticas y literarias de Oriente Próximo. Sin embargo, resulta incuestionable que la principal contribución que hicieron los fenicios a la vida griega fue su alfabeto.
Como hemos visto, en Ugarit, a finales de la Edad de Bronce, se había desarrollado un alfabeto de treinta caracteres. Hacia 1100 a. J.C. los fenicios refinaron este sistema de escritura hasta los veintidós caracteres, que representaban sólo consonantes, pues los sonidos vocálicos tenían que inferirse del contexto, como todavía sucede en el árabe y hebreo modernos. Es probable que este sistema de escritura más sencillo y flexible ayudara a facilitar el comercio y la contabilidad. Es menos seguro el motivo por el que los fenicios decidieron compartir su invento con los griegos, antes analfabetos; tal vez pretendían fomentar entre ellos el tipo de comercio y registro que practicaban. Pero sea cual fuere la explicación, los griegos se dieron buena cuenta de la deuda que tenían con los fenicios: leyendas posteriores adjudican la invención de su alfabeto a Cadmo, un fenicio que se había afincado en Grecia. La deuda también se pone de manifiesto en la estrecha relación que existe entre los nombres de las letras griegas (alfa, beta, gamma, delta…) y fenicias (alef, bet, gimel, dalet…) y en las similitudes evidentes de sus formas.
LOS FILISTEOS
Al sur de la costa levantina de Fenicia se encontraba la tierra de los filisteos. Pocas culturas han disfrutado de una reputación histórica tan mala como la suya. Los filisteos se hallaban entre los grandes villanos de la tradición bíblica hebrea. Filisteo continúa siendo en la actualidad un adjetivo que describe a una persona zafia, inculta e ignorante. La mala fama proviene de su posición privilegiada en el Levante a comienzos de la Edad de Hierro, donde como descendientes de los peleset —uno de los Pueblos del Mar derrotados por Ramsés III— se asentaron, urbanizaron y en seguida se impusieron a sus vecinos pastores. Entre estos pueblos estaban los hebreos, de quienes los filisteos fueron el gran enemigo nacional.
Los filisteos conservaron una identidad separada de los restantes pueblos de la región durante varias generaciones; cada nuevo descubrimiento arqueológico arraiga más firmemente esta identidad en su pasado egeo. Sabemos poco sobre su lengua —sobrevive escaso material escrito y adoptaron gradualmente un dialecto cananeo—, pero su cultura material, conducta y organización muestran estrechas afinidades con el mundo micénico. Los filisteos introdujeron las parras y los olivos en Levante desde la cuenca del Egeo. Con los beneficios de estas industrias crearon ejércitos poderosos que dominaron la región en los siglos XII y XI a. J.C. También establecieron un monopolio sobre la herrería en el sur de Levante, lo que hacía casi imposible que sus enemigos forjaran armas.
Su poder se basaba en cinco grandes fortalezas, la denominada Pentápolis: Gaza, Ascalon y Asod, en la costa; Ecron y Gad, en el interior. Menos ciudades que ciudadelas, estos grandes centros filisteos resultan sorprendentemente similares a los centros de palacio fortificados de finales del mundo micénico y parece que desempeñaron muchas de sus funciones. Desde esas ciudadelas bien fortificadas los filisteos pretendían dominar el campo circundante, organizando la producción agrícola y controlando las principales rutas comerciales. Un señor independiente gobernaba cada ciudadela, y no cabe duda de que existían tensiones y rivalidades entre ellos. Pero en buena medida como en el caso de los héroes épicos griegos, los filisteos eran capaces de dejar de lado sus diferencias para confederarse y librar una guerra.
Resulta difícil conocer a los filisteos de primera mano porque apenas han dejado registros escritos. Sabemos de ellos sobre todo a través de los ojos de sus enemigos hebreos, quienes al principio los temieron y después los despreciaron. Al igual que otras culturas de Oriente Próximo, la tradición histórica hebrea calumniaba a sus enemigos; declaraba, por ejemplo, que los moabitas y amonitas eran descendientes de la unión incestuosa de Lot con sus hijas, y condenaba las prácticas culturales de los fenicios como «malas a los ojos del Señor». No debemos dejarnos engañar por tales improperios. La arrogancia brutal de Goliat o la traición sexual de Dalila, los dos filisteos más infames en la Biblia hebrea, no ofrecen una base para conclusiones generales sobre el carácter de la sociedad filistea. Sin embargo, por desgracia, no tenemos mucho más sobre lo que fundar nuestras valoraciones.
Los hebreos tenían buenas razones para temer a los filisteos. En la Edad de Bronce tardía, estos guerreros egeos eran mercenarios muy capaces; cuando se establecieron en Levante, en seguida pasaron a la conquista y explotación de sus vecinos más débiles y peor organizados. Su presión sobre la zona montañosa central de Efraín era constante, amenazaba el sagrado santuario de Shilo, el lugar de depósito original del Arca de la Alianza, que contenía las tablas de la ley que el dios hebreo Yahvé había entregado a Moisés en el monte Sinaí. En la tradición hebrea, las desesperadas tribus de Israel transportaron el Arca delante de ellos contra los filisteos, la perdieron en la batalla y fueron testigos de la destrucción de Shilo. Después los filisteos establecieron guarniciones por toda la tierra de los hebreos y les negaron el acceso a la tecnología de la metalurgia. Mientras tanto cobraron tributo y, según el relato bíblico, se dedicaron a los abusos habituales de un pueblo ocupante.
LOS HEBREOS
Tendremos ocasión al final de este capítulo de exponer el rasgo central de la experiencia cultural hebrea, el desarrollo de su concepción monoteísta de la divinidad. En este apartado centraremos la atención en el desarrollo político de su sociedad dentro del Levante en la Edad de Hierro, si bien en cualquier análisis de la sociedad hebrea nunca pueden dejarse mucho de lado las concepciones y prácticas religiosas. Al igual que todas las culturas antiguas, los primeros hebreos establecieron pocas distinciones entre política y religión; lo que los diferenció, sin embargo, fue su teología inusual y el impacto que tuvo en su desarrollo como pueblo. Si no fuera por la resistencia de su tradición religiosa y la repercusión fundamental que ha tenido sobre el desarrollo posterior de las civilizaciones occidentales, apenas habría razón para analizar de manera extensa a los primeros hebreos. No obstante, fueron una de las culturas más importantes en la historia mundial.
Orígenes
Como historiadores, contamos con uno de los logros únicos de los hebreos: la Biblia, conocida por los cristianos como el Antiguo Testamento. Se trata de un recurso histórico sin igual, lleno de detalles extraordinarios sobre prácticas culturales y acontecimientos históricos, además de constituir una guía para la evolución intelectual de la tradición religiosa más importante del mundo occidental. Sin embargo, no es una historia como la concebiríamos en la actualidad. La Biblia es una obra colectiva, reunida durante muchos siglos, en su mayoría por autores y compiladores desconocidos. Aunque contiene algunos relatos ostensiblemente históricos, es en esencia una narración sobre la relación entre un dios creador trascendente e inmutable y los hebreos, a quienes señaló como su pueblo elegido; sobre la alianza que se forjó entre ellos, y sobre las tribulaciones mediante las que esta relación se probó y reafirmó repetidamente.
Los relatos históricos que contienen los cinco primeros libros de la Biblia son particularmente problemáticos. Aparte de las dificultades cronológicas que plantean una serie de patriarcas de longevidad imposible (Matusalén, por ejemplo, se dice que vivió durante más de novecientos años), buena parte de este material parece haberse tomado de otras culturas de Oriente Próximo. Los relatos de la creación y el diluvio presentan paralelismos sumerios; las leyes y prácticas de los patriarcas poseen claros antecedentes hurrianos; y la historia de la infancia de Moisés es casi una réplica de la leyenda de Sargón. Incluso la narración del éxodo de Egipto está cargada de problemas desde el punto de vista histórico. Aunque el Libro de Josué afirma que los hebreos que regresaron de Egipto conquistaron y expulsaron a los cananeos, las pruebas arqueológicas y lingüísticas sugieren que los mismos hebreos eran cananeos del interior, que podrían haberse mezclado con refugiados hebreos dispersos de Egipto tras las invasiones de los Pueblos del Mar, pero que en su mayoría habían residido de forma continua en Canaán durante siglos. Es evidente que ocurrieron importantes transformaciones religiosas y culturales entre los hebreos del segundo milenio a. J.C., pero los cinco primeros libros de la Biblia dan la sensación de ser una extrapolación y justificación retrospectivas y no un registro histórico veraz.
Una vez que pasamos a los denominados libros históricos, la información se hace más creíble, pero continúa siendo extremadamente difícil confirmarla con las fuentes arqueológicas. En el Libro de los Jueces, por ejemplo, los hebreos aparecen como pastores errantes que acababan de empezar a establecer asentamientos permanentes alrededor de los manantiales y valles que les proporcionaban sustento en un paisaje por lo demás árido. Estaban organizados en doce «tribus», unidades de clanes extensos en las que las familias se ayudaban y protegían entre sí en tiempos de guerra, robos de ganado y disputas judiciales. Cada tribu estaba gobernada por un «juez», quien ejercía las funciones típicas de la autoridad en una sociedad de clanes: mando en la guerra, alto sacerdocio y resolución de disputas. A mediados del siglo XII a. J.C. estas tribus ya habían establecido una especie de «territorio» rudimentario, y se llamaban a sí mismas, las del sur, Judá, y las del norte, Israel.
Hebreos y filisteos
Estas etiquetas colectivas no deben confundirnos. En la práctica, las tribus hebreas tenían pocos mecanismos efectivos para la acción concertada, hecho que quedó patente cuando los filisteos conquistaron la región costera levantina hacia 1050 a. J.C. Enfrentados a la amenaza de la extinción, los hebreos opusieron una resistencia desesperada desde sus bases en el interior montañoso del país. Sin embargo, para arrostrar esta situación se necesitaba una forma de gobierno «nacional» más unida. Por consiguiente, hacia 1025 a. J.C., Samuel, un juez tribal y hombre santo, escogió a un rey llamado Saúl para que dirigiera la resistencia hebrea contra los filisteos.
Pero Saúl provocó en seguida el resentimiento de Samuel, quien retiró su apoyo al rey combatiente. Saúl también resultó ser un general mediocre: aunque bloqueó la penetración de los filisteos en la zona montañosa, no pudo arrojarlos de los valles o las llanuras costeras. Así pues, Samuel trasladó su apoyo a un joven guerrero que formaba parte de la corte real, David, quien desde entonces no cejó de conspirar para despojar al rey del respaldo popular. Librando sus propias campañas militares independientes, David logró un triunfo tras otro sobre los filisteos. Por el contrario, los ejércitos de Saúl sufrían derrotas frecuentes, que los autores bíblicos presentan como castigo divino por las faltas del rey. David, sin embargo, no era exactamente un patriota nacional. Cuando Saúl acabó expulsándolo de su corte, David se convirtió primero en un bandido marginal de la sociedad hebrea y filistea, y luego en un mercenario al servicio de los filisteos. Fue como mercenario de los filisteos como luchó contra Saúl en la batalla culminante en la que el soberano resultó muerto. Poco después David se convirtió en rey, primero de Judá, su territorio natal, y luego también del reino de Israel, el territorio natal de Saúl.
La consolidación del reino hebreo
Con el ascenso al trono de David en torno al año 1000 a. J.C., se inició el período más glorioso de la historia política del antiguo reino hebreo. David sacó provecho de nuevos acontecimientos para fortalecer su reino. Lo más importante fue que Egipto cayó en un brusco declive al final del siglo XII, lo que debilitó la economía de los filisteos y trastornó su sociedad. Mediante la astucia, el oportunismo y el liderazgo inspirado, David redujo a los filisteos a una franja insignificante de tierra costera en el sur. También derrotó a sus vecinos moabitas y amonitas, con lo que extendió su control al este del río Jordán y el mar Muerto. A su muerte en 973 a. J.C., su reino se extendía desde el Éufrates medio, en el norte, hasta el golfo de Akaba, en el sur, y de la costa mediterránea, en el oeste, hasta los desiertos de Siria más allá del río Jordán. Israel era ahora una fuerza seria en la política de Oriente Próximo y su posición mejoró por la debilidad temporal de sus vecinos imperiales, Egipto y Asiria.
Cuando su poder y prestigio aumentaron, David fue capaz de aplicar a sus súbditos un sistema impositivo y de trabajo forzado muy impopular. Su meta era construir una gloriosa capital política y religiosa en Jerusalén, asentamiento cananeo que transformó en la ciudad central de su reino. Fue una sabia decisión. Como ciudad recién conquistada, Jerusalén no tenía afiliación previa con ninguna de las doce tribus de Israel y, de este modo, quedaba fuera de las antiguas rivalidades que había entre ellas. Además, geográficamente se encontraba entre las tribus meridionales de Judá y las septentrionales de Israel (de las que provenía Saúl). David también se propuso exaltar la ciudad como centro religioso al convertirla en el lugar de depósito del Arca de la Alianza y reorganizar el sacerdocio de Yahvé. Con estas medidas pretendía forjar una nueva identidad nacional, centrada en la Casa de David y sus conexiones con Yahvé, que trascenderían las viejas divisiones entre Israel y Judá.
El reinado del rey Salomón, 973-937a. J. C.
Continuando las políticas de su padre pero a escala mucho mayor, el rey Salomón construyó un gran complejo de templo en Jerusalén para albergar la sagrada Arca de la Alianza. Este apoyo visible al culto de Yahvé causó una impresión especialmente buena a los autores de las escrituras hebreas, quienes describieron el reino de Salomón como una edad de oro para los hebreos.
Sin embargo, a pesar de su sabiduría proverbial, fue un gobernante despiadado y a menudo brutal cuya promoción del culto de Yahvé coincidió con un programa de gobierno despótico y de autoengrandecimiento real. Salomón mantuvo un enorme harén de unas trescientas esposas y setecientas concubinas, muchas de ellas arrancadas de pueblos sometidos o aliados. Su complejo palaciego —del que formaba parte el templo— le permitía gobernar al gran estilo de los potentados del antiguo Oriente Próximo. Para financiar sus caros gustos y programas, instituyó una serie de impuestos opresivos y planes administrativos. Impuso aranceles aduaneros sobre el lucrativo comercio de caravanas que pasaba por su territorio. Con la ayuda de Hiram, el rey fenicio de Tiro, también construyó una flota comercial cuya base estaba en la cabecera del golfo de Akaba. Estos barcos surcaban las aguas del mar Rojo y más allá, y comerciaban, entre otros artículos, con el oro y el cobre que sacaban de las minas los esclavos del rey Salomón en el Negev meridional. La riqueza afluía a Israel como nunca antes.
Pero no bastaba. Salomón mantenía un enorme ejército permanente formado por reclutas de su pueblo, equipado con carros de guerra y escuadrones de caballería cuyos caballos se compraban en el exterior. Para emprender su ambicioso programa arquitectónico, Salomón exigió que muchos de sus súbditos, en especial los del norte agrícola, realizaran trabajos forzados durante cuatro meses al año. Este grado de opresión fue demasiado para muchos israelitas. El norte era un hervidero de rebelión contra la capital real, y tras la muerte de Salomón, su hijo y sucesor se enfrentó a la revuelta. Poco después, la monarquía unida se había dividido en dos: la Casa de David gobernaba el reino meridional de Judá, con capital en Jerusalén, y las diez tribus del norte se reunieron en el reino de Israel, con capital en Siquén.
Los reinos del norte y del sur
La división no sólo debilitó políticamente a los hebreos, sino que también tuvo serias consecuencias religiosas. El primer rey del estado de Israel del norte, Jeroboam I, quiso detener las peregrinaciones y ofrendas de sus ciudadanos al templo de Jerusalén, que drenaban recursos de su reino, más populoso. Para lograrlo renovó dos antiguos santuarios en Dan y Betel, y apeló al simbolismo popular pero teológicamente tabú del culto cananeo. De este modo, Jeroboam y sus sucesores provocaron la ira de los compiladores de la Biblia hebrea, defensores del templo y partidarios de Judá, que los condenaron como idólatras. Sin embargo, se trata de una visión retrospectiva. Tanto la arqueología como el relato bíblico demuestran que el culto a Yahvé estaba lejos de ser un monopolio tanto en el norte como en el sur. Rituales y cultos extranjeros, sobre todo los de las deidades cananeas Baal y Astarté, continuaron siendo un rasgo prominente de la vida religiosa hebrea durante varios siglos más.
Aunque los dos reinos hebreos mantendrían su independencia durante varios siglos —el norte, hasta el año 722 a. J.C., y el sur, hasta 586 a. J.C.—, la situación política cambiante de Oriente Próximo hizo que su estado dividido fuera cada vez más vulnerable. La monarquía hebrea unida creada por David y Salomón surgió en un momento en que las potencias imperiales tradicionales de la región sufrían un eclipse temporal. Sin embargo, a pocas generaciones de la muerte de Salomón los hebreos y otros pequeños estados de Oriente Próximo y Medio se verían amenazados por el renovado imperio de los asirios asentado en Mesopotamia.
Los asirios eran un pueblo de lengua semítica cuya cuna se encontraba en el norte de Mesopotamia. Como hemos visto en el primer capítulo, en 1900 a. J.C. ya estaban aprovechando su posición geográfica para establecer rutas comerciales por Mesopotamia y Anatolia. También desempeñaron un papel importante en la expansión y organización de la vida urbana por la meseta de Anatolia. Sin embargo, a partir de entonces tuvieron que luchar de forma continuada para protegerse contra una serie de vecinos agresivos: primero, el antiguo Imperio babilónico de Hammurabi, luego, de los egipcios, los mitanos, los hititas y, por último, de los Pueblos del Mar.
Esta lucha de siglos por la existencia tuvo un profundo efecto sobre la visión del mundo de los asirios. Desde el siglo IX a. J.C. se convertirían a su vez en agresores, extenderían su poder e influencia mediante el avasallamiento terrible, brutal, duradero y sistemático de sus vecinos. No obstante, su agresión contribuyó a dar forma a las tradiciones religiosas y políticas de dichos vecinos, desplegando la cultura de Oriente Próximo a la cuenca del Egeo, sintetizando un nuevo tipo de organización imperial e impartiendo importantes lecciones acerca de qué hacer y no hacer para el buen gobierno de un extenso imperio internacional.
EL PERÍODO MEDIO ASIRIO, 1362-859 A. J.C.
El declive del reino de Mitanni en el siglo XIV otorgó a los asirios la primera oportunidad de establecerse como gran reino. Cuando la presión hitita acabó con Mitanni desde el oeste, los potentados asirios extendieron su control en el este. Por fin uno de esos gobernantes, el de la ciudad de Assur, adoptó el nombre de la deidad patrona de su ciudad y se declaró rey de Asiría. Assur-Uballit (1362-1327 a. J.C.) y sus sucesores extendieron su poder por el norte de Mesopotamia y atacaron a los reyes kasitas de Babilonia, a quienes consideraban usurpadores; pero, por lo demás, no alteraron el delicado equilibrio de poder en la región.
Sin embargo, con la sucesión de Tukulti-Ninurta I en 1244 a. J.C. se abandonó la moderación, pues fue un gran conquistador, recordado en la Biblia hebrea como Nimrod, y en la tradición griega, como Ninos. Saqueó Babilonia, llevó a su rey kasita y a su deidad patrona, Marduk, a la cautividad y reclamó para sí el prestigioso reino. No obstante, para mantener el dominio sobre Babilonia tuvo que lanzar campañas continuas, hecho que, unido al trato sacrílego que otorgó a su dios, le enajenó de sus propios súbditos, que lo asesinaron hacia 1208 a. J.C.
Siguió un siglo de declive asirio, mientras sus enemigos buscaban la venganza y el control sobre las vitales rutas comerciales que cruzaban el territorio. Más de una vez los asirios fueron casi destruidos, pero el ciclo constante de lucha desesperada los convirtió en un pueblo altamente militarista. Esta pugna por la supervivencia continuó hasta finales del período Medio, cuando un gobernante brutal pero brillante, Asurnasirpal II (883-859 a. J.C.) revivió la antigua fortaleza y fundó el Imperio neoasirio. Bajo su mando implacable los asirios llevaron a cabo agresivas campañas militares anuales. Las víctimas de su poderío tenían que pagar tributo o arrostrar la plena arremetida de su máquina de guerra, que con Asurnasirpal cobró una merecida fama de salvajismo y brutalidad. El gran estudioso de Oriente Próximo A. H. Olmstead calificaba la política de Asurnasirpal de «horror calculado», expresión refinada para una estrategia de terror militar y cobro de dinero por protección mediante el saqueo.
EL IMPERIO NEOASIRIO, 859-627 A. J.C.
Las conquistas de Asurnasirpal y su hijo, Salmanasar III, inspiraron una tenaz resistencia a la expansión asiria. El reino norte de Israel, junto con varios otros estados de la región de Siria-Palestina, formaron una alianza para detener a Salmanasar III (853-827 a. J.C.). Esta coalición acabó colocándolo en un punto muerto y le obligó a conformarse con victorias menores contra los armenios al noroeste y los medos al noreste, hasta que una gran revuelta en Asiria puso fin a su reinado y anuló sus conquistas occidentales. El respiro resultó breve. Un usurpador que tomó el nombre de Tiglat-Pileser III se apoderó del trono en el año 744 a. J.C. y de inmediato preparó una gran campaña occidental. En su primer año exigió tributo a varios reinos occidentales que no habían pagado durante generaciones. Los que se negaron sufrieron pronto la acometida de los asirios.
Cuando Tiglat-Pileser III falleció en el año 727 a. J.C., muchos de estos estados recién conquistados se rebelaron, quizá con la esperanza de que se instalaría el modelo conocido de inestabilidad dinástica a la muerte del monarca usurpador. Pero el hijo de Tiglat-Pileser, Salmanasar IV, aplastó con energía las rebeliones. Cuando murió en la batalla, lo reemplazó de inmediato uno de sus generales, que tomó el nombre de Sargón II (722-705 a. J.C.). Con una conciencia histórica típicamente asiria, Sargón II consideraba a Sargón de Acad el «primer» Sargón; de este modo, declaraba ser el sucesor directo de un imperio de Oriente Próximo que se remontaba a un pasado de casi mil quinientos años. La dinastía que fundó Sargón II se denomina sargónida, y su siglo de gobierno resultó el más espléndido de la historia asiria.
Los sargónidas extendieron las fronteras del Imperio asirio desde Irán occidental hasta las costas del Mediterráneo; por poco tiempo llegaron incluso a sojuzgar partes de Egipto. El mismo Sargón puso fin al reino de Israel asumiendo el trono y aterrorizó al reino de Judá para que siguiera siendo un vasallo leal y tranquilo. El antiguo reino elamita de Irán también cayó durante el período sargónida. En el siglo VII a. J.C. Asiria ya era la potencia sin rival del antiguo Oriente Próximo.
Gobierno y administración
El Imperio neoasirio era un estado armado, basado en la destreza de su ejército para propagar el terror y oprimir tanto a los enemigos como a los súbditos. A la cabeza del gobierno se encontraba el rey, monarca hereditario y representante terrenal del dios Assur. Además de ser su caudillo militar, el rey era también la principal figura religiosa del imperio; cuando el ejército no estaba en el campo de batalla, el rey dedicaba su tiempo a elaborados sacrificios y rituales para aplacar al «gran dios» Assur. La adivinación y la consulta de los oráculos eran características centrales de la religión asiria. El rey, como sacerdote principal, tenía que ser capaz de discernir la voluntad de Assur a través de los augurios de la naturaleza.
Alrededor del gobierno central había una extensa burocracia de gobernadores, sumos sacerdotes y mandos militares, profesiones que de ningún modo eran excluyentes entre sí. Estos administradores formaban la clase más elevada de la sociedad y ejercían la autoridad en nombre del rey. Como pueblo que gobernaba primordialmente mediante las hazañas militares, los asirios también comprendían la importancia del transporte y las líneas de comunicación, por lo que construyeron una extensa red de carreteras que serviría de base para el viaje y la comunicación por todo Oriente Próximo durante siglos. También pusieron en práctica un sistema de mensajeros y espías para informar a la corte real de las actividades de los súbditos y de los gobernadores provinciales.
Los gobernadores provinciales recaudaban el tributo, reclutaban el ejército, mantenían el control asirio y administraban la ley del rey. En un pueblo tan apegado a la tradición, no resulta sorprendente que inspiraran sus leyes en el Código de Hammurabi, si bien muchos de sus castigos eran más severos. Reservaban las penas más duras para las prácticas que se consideraban perjudiciales para la reproducción; en especial, las aplicadas a la homosexualidad y el aborto eran bárbaras y atroces. La ley asiria también era rigurosamente patriarcal: sólo los maridos tenían la facultad de divorciarse y legalmente se les permitía infligir una variedad de escarmientos a sus mujeres que iban del castigo corporal a la mutilación, e incluso la muerte.
Carácter militar-religioso de los asirios
Las ideas religiosas, políticas y militares cobraron forma en los siglos en que Asiria luchaba por su supervivencia. Sin embargo, cuando logró imponerse, este modo de ser se convirtió en el cimiento de las incesantes conquistas de su imperio.
Las dos características fundamentales de este modo de ser militar y religioso eran la guerra santa y la exigencia de tributo mediante el terror. Los asirios estaban convencidos de que su dios Assur reclamaba que su culto se extendiera a través de la conquista militar. Así pues, más que al rey, el ejército pertenecía a su dios; y todos aquellos que no aceptaran su supremacía eran, por ese único hecho, enemigos de su pueblo, los asirios. Por tanto, la humillación ritual de los dioses de una ciudad derrotada era un rasgo habitual de sus conquistas. Con frecuencia los dioses conquistados eran llevados a la capital asiria, donde «vivían» como rehenes en la «corte» de Assur. Mientras tanto, una imagen de Assur (usualmente representado como un disco solar con la cabeza y los hombros de un arquero) se instalaba en la ciudad derrotada y se obligaba al pueblo conquistado a adorarlo. Esta adoración no significaba necesariamente que los pueblos conquistados abandonaran a sus dioses anteriores, pero a los ojos de los asirios era incuestionable que Assur debía ser la deidad suprema de todos los pueblos de su imperio. Con el paso del tiempo, los otros dioses perdieron poco a poco sus características definidas, parecían cada vez más versiones menores de Assur, quien se fue haciendo más remoto y apartado, el dios de una religión de estado a quien se esperaba que sirvieran todos los habitantes del Imperio asirio.
Al principio, los asirios entendieron el tributo como un botín que se obtenía por saqueo. En lugar de derrotar a sus enemigos una vez e imponerles tributo formal a partir de entonces, los asirios atacaban todos los años incluso a sus enemigos vencidos y extraían el tributo por la fuerza. Esta estrategia conseguía aterrorizar a sus súbditos y mantenía la máquina militar a punto para la batalla, pero también conllevaba dificultades. Las reconquistas perpetuas contribuían poco a inspirar lealtad entre los pueblos sometidos, quienes acababan llegando a un punto de desesperación en el que poco tenían que perder si se rebelaban. Además, estas invasiones anuales no sólo servían para entrenar al ejército asirio, sino también a las fuerzas de sus súbditos, y al final del siglo IX otras naciones de la región habían alcanzado gran destreza en este juego que les habían impuesto. No fue hasta el reinado de Tiglat-Pileser III cuando los asirios abandonaron la política de recabar tributo por la fuerza cada año, y en su lugar establecieron formas más ortodoxas de pago.
La guerra de los asirios también era notoriamente salvaje. En los tiempos antiguos siempre había sido brutal: eran habituales las mutilaciones de prisioneros, las decapitaciones, las violaciones y las deportaciones masivas o la esclavización de la población civil. Sin embargo, los asirios disfrutaban y celebraban tales barbaridades como no lo hizo ningún otro imperio antiguo. Sus obras de arte e inscripciones se deleitan en la matanza y tortura de sus enemigos. Se muestran arqueros sonrientes disparando por la espalda a enemigos que huyen, mientras soldados sin remordimientos arrojan desde las murallas a los ciudadanos de una ciudad tomada de Judea y los empalan en estacas abajo.
El mismo ejército, a mediados del siglo IX, se había convertido en una fuerza devastadora. Al igual que muchas sociedades antiguas, los asirios habían empleado al principio un ejército campesino estacional de soldados a tiempo parcial, pero a partir del reinado de Asurnasirpal II reclutaron un ingente ejército permanente de más de cien mil soldados. Como dominaban las técnicas de fundido de hierro a gran escala, en el siglo IX ya fueron capaces de equipar a sus combatientes con armas de acero de gran calidad que les permitían arrollar a sus rivales, todavía dependientes del bronce.
La estrategia y tácticas asirias eran las más sofisticadas que había visto el mundo hasta entonces, debido en gran parte a la organización del ejército. Su núcleo lo constituían las tropas de choque, equipadas con una variedad de armas fiables y protegidas por armaduras y altos escudos. Estas tropas de asalto eran la fuerza principal para aplastar a la infantería enemiga en el campo de batalla y para derrotar a los habitantes de una ciudad rival una vez dentro. Para acosar a la infantería enemiga y romper su formación, los asirios desplegaban tiradores ligeros con hondas y jabalinas. También combinaban los arqueros y carros de combate como nunca antes. Con su diseño de dos ruedas veloz y eficaz, los carros corrían por el campo de batalla llevando uno o dos arqueros y otra pareja de portadores de escudos. De este modo, se convertían en plataformas de disparo móviles desde las que los expertos arqueros podían causar estragos. Los asirios también desarrollaron una verdadera fuerza de caballería, en la que los guerreros montaban corceles guarnecidos con armadura, y blandían arcos y flechas o pesadas lanzas.
En campo abierto las tácticas marciales combinadas de los asirios superaban con creces las de sus rivales, quienes trataban de defenderse en ciudades fortificadas. Sin embargo, los asirios entrenaban unos cuerpos de ingenieros de combate muy diestros para zapar murallas y construir catapultas, máquinas de asedio, arietes y torres de batalla. Por tanto, las murallas de la mayoría de las ciudades proporcionaban poco refugio ante su acometida. Cuando una ciudad caía, solían iniciarse una serie de atrocidades especialmente crueles: además de los desmembramientos y mutilaciones usuales, los cautivos también podían ser quemados o despellejados vivos.
EL FIN DE ASIRÍA Y SU LEGADO
Los sucesores de Sargón II continuaron las políticas militares, al mismo tiempo que dedicaban gran energía a lo que cabría considerar a grandes rasgos «cultura». El sucesor inmediato de Sargón, Senaquerib (704-681 a. J.C.), reconstruyó la antigua ciudad de Nínive y la fortificó con una muralla doble en un circuito de 15 kilómetros. Edificó allí un enorme palacio, levantado sobre una plataforma gigante decorada con mármol, marfil y maderas exóticas, y ordenó la construcción de un colosal sistema de irrigación que incluía un acueducto para llevar agua dulce a la ciudad desde una distancia de 48 kilómetros. Su hijo Asaradón (681-669 a. J.C.) reconstruyó la ciudad conquistada de Babilonia y fue un famoso mecenas de las artes y las ciencias.
El hijo de Asaradón, Asurbanipal (669-627 a. J.C.), puede que haya sido el más grande de todos los reyes asirios. Mantuvo una fuerte presencia militar en el imperio y durante un tiempo gobernó la región completa del delta de Egipto. Cuando la aventura asiria en esa región terminó en fracaso, dedicó su atención a una serie de reformas internas, buscó otros modos de gobernar su imperio que no fueran las armas tradicionales del terror militar y el imperialismo religioso. Al igual que su padre, fue una especie de rey asirio «ilustrado», que quería transformar el imperio en algo más duradero que un campamento armado en perpetuo estado de guerra con sus súbditos y vecinos.
El estudio del antiguo Oriente Próximo guarda una deuda tremenda con Asurbanipal. Al igual que todos los reyes asirios, tenía un profundo sentido de las ricas tradiciones de la cultura e historia mesopotámicas y apelaba a esta herencia para justificar su gobierno sobre la región. Pero Asurbanipal fue más lejos: en la gran capital asiria de Nínive ordenó la construcción de una magnífica biblioteca, en la que, para su conservación, se iban a copiar en cuneiforme ejemplares de las grandes obras de la literatura mesopotámica. Esta biblioteca también servía de archivo para la correspondencia y actos oficiales del rey. Por suerte, este tesoro de documentación histórica sobrevivió hasta el siglo XIX, cuando se redescubrió y conservó. Todas las ediciones modernas de La epopeya de Gilgamesh se basan en las versiones asirias procedentes de Nínive.
Cuando Asurbanipal murió en el año 627 a. J.C., el Imperio asirio parecía estar en su cenit. Sus fronteras eran seguras; el reino estaba, en términos generales, en paz con sus vecinos, y sus reyes habían adornado sus capitales con magníficas obras de arte y jardines colgantes. Su fin resulta más dramático por su carácter repentino. A los quince años del reinado del poderoso Asurbanipal, Nínive yacía en ruinas; unos años después, el estado asirio ya no existía, borrado de la faz de la tierra con la misma rapidez y violencia que se había establecido.
A pesar de los esfuerzos reformistas de Asaradón y Asurbanipal, el odio a los asirios continuaba siendo extenso, pues no se habían olvidado los siglos de ferocidad. Después de la muerte de Asurbanipal, se formó una coalición entre los medos de lengua indoeuropea de Irán y los caldeos, pueblo de lengua semítica que antaño había controlado la parte meridional de Babilonia. En el año 626 a. J.C., los aliados organizaron una revuelta en el sur de Babilonia; en el año 612 a. J.C., tomaron y quemaron la capital asiria de Nínive; en el año 605 a. J.C., los caldeos (también conocidos como neobabilonios) ya habían destruido los últimos vestigios del poder asirio en el alto Éufrates.
Los medos se retiraron a la meseta iraní para extender allí su protectorado, y los caldeos sucedieron a los asirios como potencia imperial predominante en Mesopotamia y Levante.
Los caldeos resultaron ser apenas mejores que los odiados asirios. Se ganaron pronto la enemistad de sus súbditos ejerciendo la misma crueldad que había hecho infames a los asirios, incluida la deportación masiva de los enemigos conquistados de sus lugares de origen. El ejemplo más famoso de esta política surgió en 587-586 a. J.C., cuando el despiadado rey caldeo Nabucodonosor tomó Jerusalén, destruyó el templo y trasladó a decenas de miles de hebreos a Babilonia, exilio conocido en la historia judía como la cautividad de Babilonia.
El Imperio caldeo (612-539 a. J.C.), construido con el saqueo y el terror, tuvo una corta vida. Los caldeos no poseían la gran maquinaria bélica de los asirios, ni mostraban el fervor de su carácter militar y religioso. Pero, en el vacío de poder que se creó tras la caída de Asiria, apenas encontraron rivales. Las restantes grandes potencias de Oriente Próximo estaban demasiado distantes u ocupadas en otros asuntos para desafiar su dominio. Los lidios de lengua indoeuropea habían conseguido un próspero reino en Anatolia occidental, pero tendieron a orientarse al oeste, hacia el Egeo y los griegos. Por su parte, los medos pretendían asegurarse el dominio sobre los diversos pueblos estrechamente relacionados de la meseta iraní, manteniéndose en la práctica fuera de la política mesopotámica y levantina. Los persas, gobernantes del antiguo reino elamita, estaban por entonces sometidos a los medos. Sin embargo, fueron los persas quienes surgirían para desbancar a los caldeos y volver a unir el antiguo Oriente Próximo.
LOS ORÍGENES DEL IMPERIO PERSA
No se sabe casi nada de los persas hasta mediados del siglo VI a. J.C., salvo que vivían en la costa oriental del golfo Pérsico, hablaban una lengua indoeuropea y estaban sometidos a los medos. Los persas surgieron de la oscuridad de repente, bajo un príncipe extraordinario llamado Ciro, quien alcanzó el gobierno de una tribu persa en el año 559 a. J.C. y poco después se convirtió en soberano de todos los persas. Hacia 549 a. J.C. se libró del señorío de los medos y se hizo con el dominio de las tierras que se extendían del golfo Pérsico al río Halys en Asia Menor. De este modo, Ciro se convirtió en vecino del reino de Lidia. Los lidios habían alcanzado gran prosperidad como productores de oro y plata, además de actuar de intermediarios del comercio por tierra entre Mesopotamia y el mar Egeo. Dominaban las acaudaladas ciudades griegas de la costa de Anatolia occidental y fueron el primer pueblo del antiguo Oriente Próximo que utilizó una acuñación de metales preciosos como medio de cambio para bienes y servicios.
Cuando Ciro alcanzó su frontera, el rey que gobernaba a los lidios era Creso, gran admirador de la cultura de los griegos y tan rico que la expresión «rico como Creso» continúa arraigada en nuestra lengua. Desconfiando de su nuevo vecino, Creso decidió en el año 546 a. J.C. lanzar una guerra preventiva en su contra para evitar la conquista de su propio reino. Según Herodoto, Creso preguntó al oráculo de Delfos en Grecia si debía atacar de inmediato. El oráculo respondió que, si cruzaba el Halys, destruiría una gran nación. Creso atacó, pero la nación que destruyó fue la suya. Ciro derrotó a sus fuerzas y anexionó Lidia al Imperio persa.
Ciro invadió Mesopotamia en el año 539 a. J.C., atacando con tanta rapidez que tomó Babilonia sin un combate. Una vez en esa ciudad, todo el Imperio caldeo fue suyo. Permitió a los hebreos cautivos en Babilonia desde los tiempos de Nabucodonosor regresar a Israel y establecer un estado vasallo semiindependiente. También permitió a otros pueblos conquistados una autodeterminación considerable, sobre todo en lo concerniente a las prácticas de culto, con lo que logró que el gobierno persa supusiera un cambio bienvenido después de los asirios y los caldeos. Ciro cayó en la batalla en el año 529 a. J.C. a causa de las heridas que sufrió mientras hacía campaña contra las tribus bárbaras cerca del mar de Aral, y dejó tras de sí el mayor imperio que el mundo había contemplado hasta entonces. Sin embargo, la expansión persa continuó incluso tras su muerte. En el año 525 a. J.C., su hijo y sucesor Cambises conquistaría Egipto.
LA CONSOLIDACIÓN DEL IMPERIO PERSA
Cambises fue un general brillante, digno sucesor de la grandeza militar de su padre. Sin embargo, durante su reinado abundaron las dificultades, y tanto sus contemporáneos como los historiadores han discutido si estaba loco. En todo caso, murió joven y sin descendencia, dejó abierta la cuestión sucesoria y al estado persa con una engorrosa y poco organizada colección de conquistas rápidas.
Tras un corto período de guerra civil, el círculo interno aristocrático que había servido tanto a Ciro como a su hijo eligió a un miembro secundario de la familia real como nuevo rey. El sucesor de Cambises, Darío I, gobernó Persia entre los años 521 y 486 a. J.C. y se concentró en la consolidación de las victorias militares de sus predecesores con la mejora de la administración del estado. Dividió el imperio en provincias llamadas satrapías, cada una de ellas administrada por un sátrapa, que disfrutaba de extensos poderes y considerable flexibilidad política, pero debía tributos fijos y lealtad absoluta al gobierno central, al igual que los estados vasallos como el reino hebreo, técnicamente autónomo.
Sumándose a la política tolerante de Ciro, Darío permitió que los distintos pueblos del Imperio persa conservaran la mayor parte de sus instituciones locales, a la vez que imponía una moneda y un sistema de pesos y medidas tipificados. A lo largo de su imperio los persas exigían modestos pagos tributarios, pero por lo demás estaban poco interesados en imponer impuestos onerosos, ley marcial o sus propias prácticas religiosas a los pueblos sometidos. Después de siglos de tiranía asiria y caldea, la mano blanda del gobierno persa era bien recibida en todo Oriente Próximo.
Darío fue también un gran constructor. Erigió una nueva residencia real y capital ceremonial, que los griegos llamaron Persépolis («Ciudad de Persia»). Ordenó que se excavara un canal del río Nilo al mar Rojo para facilitar el comercio con el interior de Egipto e instaló sistemas de irrigación en la meseta persa y en los bordes del desierto sirio para aumentar la producción agrícola. También extendió el sistema de carreteras asirio para mejorar el comercio y las comunicaciones en sus extensos territorios. La más famosa fue el «Camino Real», que se extendía 2.500 kilómetros desde Susa, cerca del golfo Pérsico, a Sardis (la antigua capital lidia), cerca del Egeo. Los correos gubernamentales que recorrían este camino fueron el primer sistema postal, transportaba mensajes y bienes en etapas de relevo de una «posta» a otra. Cada posta estaba a una jornada de un día a caballo de la siguiente: había un caballo descansado y un jinete dispuestos en cada posta para transportar lo que había llevado hasta allí el correo anterior. Una extensa red de espionaje imperial también utilizaba este sistema de postas para informar a la corona de los acontecimientos sucedidos en el ingente imperio. El «servicio de inteligencia» fundado por Darío tuvo fama en la historia persa de ser «los ojos y oídos del rey».
Darío fue un administrador extraordinariamente dotado. Sin embargo, como estratega militar cometió un error enorme cuando intentó extender la hegemonía persa a Grecia. La conquista de Lidia por parte de Ciro había convertido Persia en gobernante de las ciudades de lengua griega de la costa occidental de Asia Menor, pero dichas ciudades desdeñaban la tolerancia persa y anhelaban la libertad idealizada de otras ciudades-estado griegas. En consecuencia, entre los años 499 y 494 a. J.C. los griegos del interior de Asia libraron una guerra de independencia y lograron durante breve tiempo el apoyo de tropas de Atenas, que se unieron a los griegos asiáticos para incendiar el importante centro administrativo regional de Sardis. Después de sofocar el levantamiento en Asia, Darío envió una fuerza por el Egeo para castigar a Atenas y notificar su dominio de todos los griegos europeos. En la batalla de Maratón librada en el año 490, los atenienses causaron a Darío el único revés importante de su reinado. En el año 480 su hijo y sucesor, Jerjes, intentó vengar esta humillación aplastando a los griegos con una armada tremenda, pero la heroica resistencia de Atenas y Esparta le obligaron a retirarse y a abandonar sus planes un año después. En ese punto los persas se dieron cuenta de que habían alcanzado los límites de su expansionismo, así que se concentraron en sus posesiones asiáticas y se aprestaron a emplear dinero y diplomacia para inmiscuirse en los asuntos griegos.
En realidad, desde el año 479 a. J.C. hasta la invasión de Alejandro Magno de Asia Menor en el año 334 a. J.C., los griegos estuvieron en general demasiado enredados en rivalidades internas para plantear un desafío a Persia. Desde la perspectiva persa tal circunstancia fue una suerte, pues durante este período el imperio se vio sometido con frecuencia a la inestabilidad de gobierno que causaban las intrigas de palacio y las rebeliones de las provincias. No obstante, la naturaleza cosmopolita de su cultura y la tolerancia general que manifestaban contribuyeron al mantenimiento de su enorme imperio. A diferencia de los asirios o los caldeos, los persas podían contar a menudo con la lealtad —a veces incluso con el afecto— de sus súbditos. Establecieron un modelo imperial basado en la adaptación de las instituciones locales, la administración firme y constante mediante una burocracia entrenada y las comunicaciones rápidas entre el centro y la periferia. Tanto los macedonios como los romanos aprenderían mucho de este modelo en los siglos posteriores.
EL ZOROASTRISMO
Más duradero que el legado político de Persia fue el religioso, encarnado en el zoroastrismo. Esta importante religión mundial, junto con el budismo y el judaísmo, fue una de las tres principales religiones universales y personales conocidas en el mundo antes del cristianismo y el islam. Su fundador fue Zoroastro (forma griega del nombre persa Zaratustra), persa que probablemente vivió poco después del año 600 a. J.C., aunque algunos de los escritos que se le atribuyen pueden ser unos cuatrocientos años más antiguos que esa fecha. Zoroastro pretendió purificar las costumbres tradicionales de las tribus persas erradicando el politeísmo, el sacrificio de animales y la magia, además de redefinir el culto atendiendo a la ética y no al ritual. Cabría sostener que fue el primer teólogo verdadero de la historia mundial en la medida en que trató de idear un sistema plenamente desarrollado de credo religioso.
Zoroastro enseñó que había un dios supremo en el universo a quien llamó Ahura-Mazda, «el señor de la sabiduría». Ahura-Mazda encarnaba los principios de la luz, la verdad y la rectitud; en él no había cólera ni mal, y su luz brillaba en todas partes, no sólo en una tribu. Como el mal y el sufrimiento eran inexplicables en referencia a Ahura-Mazda, Zoroastro planteó la existencia de una deidad opuesta, Ahriman, traicionera y maligna, que presidía sobre las fuerzas de la oscuridad y el mal. Zoroastro declaró que Ahura-Mazda era mucho más fuerte que Ahriman, pero más tarde los sacerdotes del zoroastrismo, los magi, resaltaron el carácter dual del pensamiento del fundador, insistiendo en que Ahura-Mazda y Ahriman estaban igualados y libraban una lucha desesperada por la supremacía. Según su planteamiento, sólo el último día triunfaría decisivamente la «luz» sobre la oscuridad, cuando Ahura-Mazda superaría en poder a Ahriman y lo arrojaría al abismo.
El zoroastrismo era una religión personal que contraponía las exigencias privadas y espirituales a las públicas, de culto y rituales. A diferencia de los cultos anteriores de Oriente Próximo, no exaltaba el poder de un rey divinizado. Sin embargo, la devoción de la dinastía persa a las enseñanzas de Zoroastro hizo de su religión un importante conducto del gobierno, que ayuda a explicar su eclecticismo y tolerancia generales. A diferencia de los asirios, los caldeos e incluso los egipcios, quienes trataban de imponer sus prácticas culturales sobre los pueblos conquistados, los reyes persas consideraban que presidían una reunión de naciones diferentes, cuyos cultos, costumbres y credos religiosos estaban dispuestos a tolerar. Mientras que los potentados mesopotámicos se denominaban a sí mismos «rey verdadero», los gobernantes persas adoptaron el título de «rey de reyes», con lo que daban por sentado que reconocían la legitimidad de los restantes soberanos que gobernaban bajo el dosel del señorío persa. Este mismo espíritu se refleja en su arquitectura, que hizo uso libre de influencias mesopotámicas, babilónicas, asirias, egipcias y griegas, pero que sin embargo creó un estilo persa característico.
Ahura-Mazda no era patrono de tribus ni estados, sino sólo de las personas devotas a su causa de la verdad y la justicia. Los seres humanos poseían libre albedrío y podían elegir pecar o no. El zoroastrismo instaba a las personas a no pecar y a decir la verdad, a amarse y ayudarse mutuamente, a socorrer a los pobres y a practicar la hospitalidad generosa. Los que así actuaran serían recompensados en la otra vida, pues la religión planteaba la resurrección de los muertos el «día del juicio» y su envío a un reino de dicha o llamas. En las escrituras de la fe zoroástrica, conocidas como el Avesta (obra compilada por aditamentos a lo largo de muchos siglos), se explicitan las recompensas para los justos.
Esta relación de los principios del zoroastrismo revela numerosas similitudes con el judaísmo y el cristianismo. Su universalización ética recuerda las enseñanzas de los profetas hebreos; su cielo e infierno se parecen a las ideas cristianas sobre la otra vida, y su preocupación por el día del juicio es semejante en estas otras dos tradiciones. Sin embargo, no debemos pensar que estas similitudes son simples préstamos de una fe a otra. Las tradiciones religiosas e intelectuales del antiguo Oriente Próximo cobraron forma en un mundo caracterizado por el ingente cruce de influencias. Rara vez es posible rastrear una idea o credo religioso hasta una fuente única y original. El zoroastrismo, el judaísmo y el cristianismo surgieron del rico «caldo» cultural del mundo de Oriente Próximo en la Edad de Hierro, al igual, por supuesto, que la misma idea de una religión universal.
De todos los avances culturales que ocurrieron en Oriente Próximo durante la Edad de Hierro, ninguno tuvo mayor trascendencia para las civilizaciones de Occidente que el monoteísmo, la creencia en un solo dios, creador y soberano de todas las cosas. De forma tradicional y acertada, este avance se ha asociado con los hebreos. Pero este pueblo no siempre fue monoteísta. Los que defendían el culto exclusivo de Yahvé —grupo al que nos referiremos como yahvista— eran a menudo minoritarios dentro de la sociedad hebrea, si bien se hacían escuchar por su energía. El hecho de que los hebreos acabaran reconociendo a Yahvé como único ser divino del universo y arraigando su identidad como pueblo en ese planteamiento religioso exclusivo es una evolución que sólo cabe explicar contra el telón de fondo del mundo confuso y tumultuoso en el que surgió la misma sociedad hebrea.
DE LA MONOLATRÍA AL MONOTEÍSMO
El surgimiento del monoteísmo hebreo tuvo lugar en un mundo condicionado por el politeísmo. Para aquellos que más tarde defendieron el culto exclusivo de Yahvé, los primeros tiempos de la historia hebrea están llenos de vergüenza. A cada paso cabe encontrar a los hebreos de los siglos XII a X a. J.C. adorando a otros dioses y, sobre todo, a los de sus vecinos cananeos. Hasta el mismo Yahvé, al ordenar que su pueblo «no debía tener otros dioses más que a mí», parecía reconocer implícitamente que había esos otros dioses a los que su pueblo adoraba. En el Libro de los Jueces se representa a Yahvé más o menos igual que al dios moabita Quemos. Una veta politeísta más antigua también resulta visible en los espíritus de la naturaleza hebreos como Azazel y en la popularidad del dios cananeo El, cuyo nombre es un elemento importante en muchas construcciones de palabras hebreas (por ejemplo, Betel). Hasta Salomón incluyó símbolos de Baal y altares a Astarté en el complejo del templo que construyó para Yahvé en Jerusalén. Más tarde los reyes hebreos también continuaron dicha tolerancia de prácticas de culto no yahvistas, pese a las protestas de los puristas religiosos que defendían el culto exclusivo a Yahvé.
Sin embargo, a pesar de este politeísmo persistente, al comienzo del primer milenio la religión hebrea ya había pasado claramente a una nueva etapa de monolatría nacional, la adoración exclusiva de un dios sin negar por completo la existencia de otros. No está claro cómo sucedió este hecho. Aunque se suele atribuir a Moisés el inicio de la ascendencia del culto a Yahvé, pruebas más fiables sugieren que el impulso de dicho culto tuvo lugar después, bajo los auspicios de los levitas, tribu cuya reclamación solitaria de la autoridad sacerdotal los convirtió en una élite religiosa dentro de la sociedad hebrea. Al apoyar los elementos rituales y proféticos del culto a Yahvé, los levitas pretendían mejorar su poder y prestigio con la exaltación de ese dios por encima de los restantes tradicionalmente reverenciados en la sociedad hebrea y cananea.
Los levitas también disfrutaban de un grado superior de alfabetización que la mayoría de los hebreos. El poder de la palabra escrita como instrumento para moldear las tradiciones y la conciencia de una sociedad resulta formidable: lo fue en especial en el mundo antiguo, donde lo escrito gozaba de una especie de aura mágica, y la autoridad que rodeaba a los textos inspiraba un sobrecogimiento literal. Así pues, en una era de amenazas constantes para la soberanía religiosa y política de los hebreos, la alfabetización de los levitas ayudó a conservar y fomentar el culto a Yahvé. Por supuesto, también colaboró a este respecto la Casa de David, que, al promocionar dicho culto y centralizarlo en Jerusalén, contribuyó a vincular la identidad religiosa y política de los hebreos con la adoración de Yahvé como dios supremo (si bien no todavía el único) del universo.
Sin embargo, persistió la adoración a otros dioses. La popularidad de los cultos cananeos a la fertilidad creció en los siglos VIII y VII, tal vez como reacción a la moralidad austera exigida e impuesta por los yahvistas. Figuras religiosas tan posteriores como Jeremías (c. 637-587 a. J.C.) continuaron combatiendo los cultos «extranjeros» y advirtiendo sobre las consecuencias desastrosas que provocarían si el pueblo de Yahvé no permanecía fiel sólo a él. No obstante, a pesar de su supremacía sobre todos los restantes dioses, Yahvé continuaría siendo un dios algo limitado en los siglos VIII y VII a. J.C. incluso a los ojos de los yahvistas. Se le concebía como poseedor de un cuerpo físico y a veces era caprichoso o irascible; tampoco era omnipotente, pues su poder estaba en buena medida limitado al territorio ocupado por los hebreos.
Pese a estos vestigios politeístas, algunas de las más importantes contribuciones hebreas al pensamiento religioso occidental posterior ya habían surgido a mediados del siglo VIII a. J.C. Una fue su teología trascendental única. A los ojos de sus sacerdotes y profetas, Yahvé no era parte de la naturaleza, sino que estaba fuera de ella por completo. Por tanto, podía comprender en términos puramente intelectuales o abstractos, separados por entero de las operaciones del mundo natural que había creado. Complementando este principio de la trascendencia divina, estaba la creencia de que Yahvé había elegido a los seres humanos para que fueran los soberanos de la naturaleza por mandato divino. El famoso renglón del Génesis en el que Yahvé ordena a Adán y Eva «creced y multiplicaos, y henchid la tierra, sometedla y dominad sobre […] todas las criaturas vivientes» ofrece un asombroso contraste con los relatos de la creación babilónicos en los que los seres humanos son creados simplemente para servir a los dioses, «a fin de que los dioses puedan estar a gusto». Por último, si bien no plenamente desarrolladas, en este período también están presentes en el pensamiento religioso hebreo consideraciones éticas universalizadoras. Según el relato del diluvio babilónico, un dios muy irascible decidió destruir a los hombres porque su ruido le impedía dormir. En contraste, en el Génesis Yahvé envía un diluvio en respuesta a la maldad humana, pero salva a Noé y su familia porque «era un hombre justo».
Los hebreos honraron a Yahvé durante el período de monolatría aceptando preceptos morales, rituales y tabúes. La forma exacta de los Diez Mandamientos (como se conocieron a partir del siglo VII a. J.C. y como aparecen en el Éxodo 20, 3-17) tal vez no existiera hasta la cautividad de Babilonia, pero sin duda los hebreos observaban un conjunto de mandamientos, entre los que se incluían prohibiciones éticas contra el asesinato, el adulterio, sostener falso testimonio y «desear los bienes ajenos». Además, observaban exigencias rituales, como abstenerse de trabajar el séptimo día y no hervir al hijo en la leche de la madre. Pero las normas morales a las que sometía Yahvé a la comunidad hebrea no eran necesariamente vinculantes cuando se trataba de extranjeros. Prestar con interés, por ejemplo, no era aceptable entre hebreos, pero sí entre un hebreo y un no hebreo. Tales distinciones también se aplicaban a asuntos más serios, como el asesinato de civiles en la batalla. Cuando los hebreos conquistaron territorios en Canaán, «todo el botín de las ciudades […] lo tomaron para ellos los israelitas, pero a todas las personas las pasaron a filo de espada hasta su total exterminio, sin dejar ni un superviviente». En lugar de albergar dudas sobre una política tan brutal, los yahvistas creían que había sido ordenada por su señor, que Yahvé había inspirado a los cananeos a resistirse para que hubiera motivo para matarlos: «Porque el señor había decretado que todas estas ciudades endureciesen su corazón para que combatiesen contra los israelitas; y los israelitas los exterminaron por completo y sin piedad» (Josué 11, 20).
Con la fragmentación del reino unificado tras la muerte de Salomón, también surgieron dentro del culto a Yahvé importantes distinciones regionales. Los soberanos del reino del norte disuadieron a sus ciudadanos de participar en actividades de culto en Jerusalén, con lo que se ganaron el desprecio de los yahvistas de esa ciudad que dieron forma a la tradición bíblica. Los asirios aceleraron la desunión y la pérdida de la identidad hebrea, pues con Sargón II absorbieron el reino del norte como provincia y deportaron a casi veintiocho mil hebreos —las famosas Diez Tribus Perdidas de Israel— al interior del Imperio asirio. El reino meridional de Judá sobrevivió, pero encontró conveniente convertirse en un estado vasallo asirio. Sin embargo, como hemos visto, la colaboración política con los asirios también supuso la aceptación de su dios Assur.
Esta amenaza asiria fue la piedra de afilar en la que los profetas yahvistas aguzaron sus exigencias no por la monolatría, sino por un monoteísmo exclusivo. Los profetas eran figuras políticas tanto como religiosas, y la mayoría comprendía que la resistencia militar a los asirios era inútil. Para que los hebreos sobrevivieran como pueblo tenían que exaltar lo único que los separaba de los demás de la región: la adoración a Yahvé. La insistencia de los profetas durante los siglos VIII y VII a. J.C. de que sólo debía adorarse a Yahvé y que nunca había existido ningún otro dios fue, de este modo, una reacción agresiva a la promoción igualmente agresiva de Assur por parte de los asirios. Tampoco podía haber ningún espacio para la concesión en su exigencia de un monoteísmo completo y exclusivo. Sólo mediante la adoración única a Yahvé podían combatir los hebreos los efectos infiltrantes del imperialismo religioso asirio.
Aunque la palabra profeta ha llegado a denotar a alguien que predice el futuro, su significado original está más cerca de «predicador»; más exactamente, alguien que tiene un mensaje urgente que proclamar porque cree que dicho mensaje proviene de la inspiración divina. Los principales profetas hebreos fueron Amós y Oseas, que predicaron en el reino de Israel antes de que cayera bajo el dominio asirio en el año 722 a. J.C.; Isaías y Jeremías, quienes profetizaron en Judá antes de su caída en el año 586 a. J.C.; y Ezequiel y el segundo Isaías (el Libro de Isaías lo escribieron al menos dos, y posiblemente tres, autores diferentes), quienes profetizaron «junto a las aguas de Babilonia» durante el exilio.
A pesar de algunas diferencias en el énfasis, los mensajes de los profetas eran lo bastante parecidos entre sí para garantizarles que se los tratara como si formaran un único cuerpo coherente de pensamiento religioso. Tres doctrinas constituían el núcleo de sus enseñanzas: 1) monoteísmo absoluto, Yahvé es el gobernante del universo; incluso utiliza a otras naciones que no son la hebrea para cumplir sus objetivos; los dioses de las demás son falsos; 2) Yahvé es exclusivamente un dios de la justicia; sólo desea el bien, y el mal en el mundo proviene de la humanidad, no de él; 3) puesto que Yahvé es justo, exige una conducta ética a su pueblo hebreo sobre todo lo demás; se preocupa menos por el ritual y el sacrificio que porque sus seguidores «busquen la justicia, rediman a los oprimidos, protejan a los huérfanos y defiendan a las viudas». El profeta Amós del siglo VIII a. J.C. sintetizó «la revolución profética» y marcó uno de los momentos que hacen época cuando expresó la rotunda advertencia de Yahvé en palabras que resuenan hasta nuestros días (Amos 5, 21-24):
Odio, aborrezco vuestras fiestas,
no me agradan
vuestras solemnidades.
Si me ofrecéis holocaustos
y ofrendas, no los aceptaré;
no me digno mirar el sacrificio
de vuestros novillos cebados.
Aparta de mí el ruido
de tus canciones;
no quiero oír el sonido de la lira.
Quiero que el derecho fluya como el agua,
y la justicia como torrente perenne.
EL JUDAÍSMO COBRA FORMA
Mediante su insistencia en que el monoteísmo yahvista era la piedra angular de la identidad hebrea como pueblo, los yahvistas posibilitaron su supervivencia bajo la dominación asiría. Cuando esta amenaza se desvaneció a finales del siglo VII a. J.C., los yahvistas triunfaron tanto religiosa como políticamente. El nuevo rey de Judá, Josías (621-609 a. J.C.), era un monoteísta comprometido que empleó en su corte a profetas prominentes, incluido Jeremías. Con el desplome del poder asirio, Josías se encontró en posición de emprender la purificación de las prácticas de culto. Sus esfuerzos se centraron en realizar una nueva redacción y revisión de la «Ley Mosaica» y la expulsión de los sacerdotes corruptos y las prácticas «extrañas» de los santos lugares de adoración. Fue durante su reinado cuando se descubrió el Libro del Deuteronomio y se aclamó como otra obra de Moisés. Puesto que se trata del más estrictamente monoteísta de los libros de la Biblia hebrea, parece probable que se escribiera durante (o quizá algo después) el reinado de Josías para aportar el peso y la credibilidad del gran nombre de Moisés al programa religioso y político que perseguía el rey.
Para pesar de los yahvistas, Josías murió en combate mientras intentaba impedir que una fuerza egipcia ayudara a los últimos vestigios de la potencia asiria. Con su muerte, el monoteísmo cayó del poder. Jeremías fue puesto bajo arresto domiciliario, se le negó el derecho a hablar en público y acabó siendo llevado a Egipto, donde fue asesinado. Pero durante ese tiempo continuó denunciando la corrupción de los hebreos, sugiriendo que caerían ante los caldeos, del mismo modo que lo habían hecho previamente ante los asirios, en castigo por su desobediencia a Yahvé.
Antes de que hubiera transcurrido una generación desde la muerte de Josías, las predicciones de Jeremías se cumplieron. Los caldeos a las órdenes de Nabucodonosor conquistaron Jerusalén, destruyeron el templo y se llevaron a miles de hebreos a Babilonia. La cautividad de Babilonia supuso muchos desafíos para los hebreos que vivieron allí, y el más importante fue el mantenimiento de su identidad religiosa y étnica. Las voces cantantes en la definición de dicha identidad continuaron siendo las de los yahvistas patrióticos, la misma gente que después encabezaría el retorno a Palestina tras la toma de Babilonia por parte de Ciro. De este modo, la tradición profética continuó entre los yahvistas, incluso en tierra extranjera. El profeta Ezequiel resaltó que sólo podía encontrarse la salvación mediante la pureza religiosa, lo que significaba ignorar a todos los dioses ajenos y reconocer nada más a Yahvé. Afirmaba que, a la larga, no importaban los estados, los imperios ni los tronos, y explicitaba con sus palabras las observaciones de pasada de predecesores como Nahún y Jeremías, que también habían comentado la naturaleza transitoria del poder y la existencia humana. Lo importante para los hebreos que vivían en el exilio era la criatura que Dios había creado a su imagen —el hombre— y la relación entre ese dios creador, su pueblo elegido y su creación.
La disociación de la identidad política y la práctica religiosa que triunfó durante la cautividad de Babilonia fue una intensificación de corrientes intelectuales ya discernibles en la tradición profética previa. No obstante, el período de cautividad fue decisivo para el surgimiento del judaísmo como religión universalizadora. En Babilonia el judaísmo se convirtió en algo más que el culto nacional de los hebreos. La adoración de Yahvé dejó de estar ligada a una entidad o dinastía particulares, porque a partir del año 586 a. J.C. ya no existía un estado hebreo ni una dinastía gobernante. Tampoco su culto estaba ligado a un lugar específico. En Babilonia y en Tierra Santa el judaísmo sobrevivió a la destrucción del templo y el exilio del pueblo hebreo de su tierra, lo que en el mundo antiguo constituía un logro sin igual. No se conoce ningún otro pueblo antiguo que haya sobrevivido a un exilio tan largo de su lugar sagrado central.
Desde el año 538 a. J.C., cuando Ciro permitió a los hebreos de Babilonia que regresaran a Tierra Santa y reconstruyeran el templo, Jerusalén se convirtió de nuevo en el lugar sagrado central de su vida religiosa. Pero los nuevos avances que habían surgido dentro del judaísmo durante la cautividad resultaron duraderos, pese a los conflictos religiosos que pronto irrumpirían entre los exiliados que volvían y los hebreos que habían logrado permanecer en Tierra Santa y, por tanto, no habían sufrido los cambios que habían tenido lugar dentro del judaísmo durante el exilio. Estos conflictos constituyen una medida de hasta qué punto el mismo judaísmo se había transformado en Babilonia.
Las enseñanzas religiosas judías se presentarían cada vez más en términos éticos, como obligaciones debidas por todos los seres humanos a su creador, con independencia del lugar o la identidad política. En contraste, los requisitos del ritual y los tabúes religiosos permanecerían como obligación exclusiva de los judíos, para quienes simbolizarían la alianza especial que ligaba a Yahvé con su pueblo; y los reforzaría de forma rigurosa el soberano Nehemías a finales del siglo V a. J.C. Pero la noción de un dios creador que existía fuera del tiempo, la naturaleza, el lugar y el reino se hizo aún más fuerte en el judaísmo del Segundo Templo, y después la adoptarían el cristianismo y el islam. Asimismo, los hebreos afirmarían que Yahvé era un dios celoso que no permitía a sus fieles adorar a ninguna otra divinidad de forma alguna. En el contexto del mundo antiguo, ambas seguirían siendo ideas peculiares que no llegarían a ser plenamente absorbidas durante un milenio. Pero a pesar de su peculiaridad, el monoteísmo trascendental desarrollado por los hebreos acabaría convirtiéndose en un rasgo fundamental del planteamiento religioso de todas las civilizaciones occidentales.
Los siglos comprendidos entre 1700 y 500 a. J.C. fueron una época de imperios. Las dos grandes potencias del segundo milenio a. J.C. fueron el Reino Nuevo de Egipto y el Imperio hitita de Anatolia. Pero también apareció una multitud de imperios menores durante este período, entre los que se incluyeron la Creta minoica y la Grecia micénica, el reino de Mitanni y la Asiria del Imperio Medio. Todos estos imperios estaban sostenidos por una complicada red de comercio y diplomacia internacionales; cabe hablar incluso de un sistema internacional que ya los unía en la Edad de Bronce tardía. Sin embargo, en el núcleo de todos estos imperios se encontraba un modelo muy antiguo de organización social: la ciudad-estado mesopotámica tal y como se había desarrollado en Sumer. Con la excepción discutible del Reino Nuevo de Egipto, ninguno de estos imperios llegó a ser un estado territorial integrado. No eran más que conjuntos de ciudades gobernadas por reyes que declaraban algún tipo de sanción divina para justificar su soberanía.
Entre 1200 y 1000 a. J.C. la devastación que trajeron consigo los Pueblos del Mar puso fin a este sistema internacional. Combinadas con el poder en declive de Egipto, las invasiones allanaron el camino para que un número de nuevos grupos menores, entre los que se incluyeron los fenicios, los filisteos, los hebreos y los lidios, establecieran estados en Oriente Próximo y Medio. Muchos de los cruciales desarrollos culturales y económicos de comienzos de la Edad de Hierro empezaron en estos pequeños estados, incluidos la escritura alfabética, la acuñación de moneda, el monoteísmo exclusivo y la colonización mercantil. Pero los estados dominantes de comienzos de la Edad de Hierro en el mundo mediterráneo continuaron siendo los grandes imperios territoriales centrados en Asia oriental: primero, los asirios, luego, los caldeos, y para finalizar, los persas.
Así pues, a primera vista parecería que nada había cambiado de manera espectacular desde mediados del segundo milenio a. J.C., si bien esas continuidades geográficas pueden resultar engañosas. Los imperios de comienzos de la Edad de Hierro eran completamente diferentes del conjunto de ciudades-estado casi independientes que habían dominado Oriente Próximo mil años antes. Estos nuevos imperios estaban mucho más unificados que los anteriores. Tenían ciudades capitales, sistemas de comunicación centralizados, elaboradas estructuras administrativas e ideologías que justificaban su imperialismo agresivo como una obligación religiosa impuesta por un único dios todopoderoso. Mandaban ejércitos de tamaño sin precedentes y exigían de sus súbditos un grado de obediencia imposible de imaginar para cualquier imperio de la Edad de Bronce. Sin embargo, no eran todopoderosos. Como revela el caso asirio, a veces, una coalición de pequeños estados todavía podía derrotarlos. Pero eran mayores, más fuertes y más rigurosos en sus exigencias de obediencia política y religiosa que ninguno de los imperios occidentales anteriores.
Al mismo tiempo que estos grandes imperios territoriales declaraban ser los instrumentos elegidos por la voluntad divina de sus dioses, también se marca el surgimiento de tradiciones monoteístas más personalizadas a comienzos de la Edad de Hierro. El culto y el sacrificio eran obligaciones religiosas importantes tanto en el zoroastrismo como en el judaísmo, al igual que en todas las religiones antiguas. El zoroastrismo en particular resultó plenamente compatible con una ideología imperialista y se convirtió en la fuerza espiritual impulsora del Imperio persa. En contraste, el judaísmo se forjó en la lucha por resistir el imperialismo religioso de Asiria y la Babilonia caldea. Pero tanto el zoroastrismo como el judaísmo añadieron un énfasis nuevo e importante a la conducta ética personal como elemento fundamental en la vida religiosa, y ambos fueron pioneros en el desarrollo de textos sagrados autorizados como cimiento de sus enseñanzas religiosas. Estos adelantos ejercerían una enorme influencia en la vida religiosa occidental y proporcionarían los modelos sobre los que el cristianismo y el islam acabarían erigiendo sus propias tradiciones imperiales.
Para el Egipto del Imperio Nuevo, consultar también la bibliografía del capítulo 1.
ALVAR, Jaime, Las claves de los imperios del Próximo Oriente (3500-500 a. C.), Barcelona, Planeta, 1993.
—, Los persas, Madrid, Akal, 1989.
AUBET, María Eugenia, Tiro y las colonias fenicias de occidente, Barcelona, Crítica, 1997.
BERGUA, Juan B. (ed.), El avesta: textos relativos al mazdeísmo o zoroastrismo, Madrid, Ediciones Ibéricas, 1992.
BLASCO, María Concepción, El bronce final, Madrid, Síntesis, 1993.
BRYCE, Trevor, El reino de los hititas, Madrid, Cátedra, 2001.
COTTEREL, Arthur (ed.), Historia de las civilizaciones antiguas, Barcelona, Crítica, 2000.
DICKINSON, Oliver, La edad del bronce egea, Madrid, Akal, 2000.
DOTHAN, Trude, Los pueblos del mar: tras las huellas de los filisteos, Barcelona, Bellaterra, 2002.
FINKELSTEIN, Israel, La Biblia desenterrada: una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados, Madrid, Siglo XXI, 2005.
FINLEY, Moses, La Grecia antigua: economía y sociedad, Barcelona, Crítica, 2000.
HEALY, Mark, Los antiguos asirios, Madrid, Ediciones del Prado, 1995.
KUHRT, Amélie, El Oriente Próximo en la antigüedad (c. 3000-330 a. C.), Barcelona, Crítica, 2001.
LARA PEINADO, Federico, Así vivían en Babilonia, Madrid, Anaya, 2000.
—, Leyendas de la antigua Mesopotamia, Madrid, Temas de Hoy, 2002.
LAUGHLIN, John, La arqueología y la Biblia, Barcelona, Crítica, 2004.
LIVERANI, Mario, Más allá de la Biblia: historia antigua de Israel, Barcelona, Crítica, 2005.
METZGER, Bruce, y Michael COOGAN (eds.), Quién es quién en la Biblia, Madrid, Acento, 2002.
PÉREZ LARGACHA, Antonio, Historia antigua de Egipto y del Próximo Oriente, Madrid, Akal, 2006.
RENFREW, Colin, Arqueología y lenguaje: la cuestión de los orígenes indoeuropeos, Barcelona, Crítica, 1990.
SANDARS, Nancy, Los pueblos del mar: invasores del Mediterráneo, Madrid, Oberon, 2005.
TREUIL, René, Las civilizaciones egeas del neolítico y de la edad del bronce, Barcelona, Labor, 1992.