Los orígenes de las civilizaciones
occidentales
La historia humana del mundo mediterráneo no comienza hasta hace unos cuarenta mil años con la evolución completa del Homo sapiens sapiens, la especie humana de nuestro tiempo a la que todos pertenecemos. La civilización es un avance aún más reciente. Para los pueblos del mundo antiguo, las manifestaciones características de la civilización —gobierno, literatura, ciencia y arte— fueron productos necesarios de la vida urbana. Sin embargo, las ciudades sólo resultaron viables como consecuencia de los descubrimientos agrícolas y tecnológicos que se produjeron entre el término de la última Edad de Hielo, hace unos trece mil años, y la aparición en Mesopotamia de las primeras ciudades verdaderas, hace unos cinco mil años. Así pues, la historia de las civilizaciones occidentales es corta. En tiempo geológico no supone más que una señal luminosa en una pantalla de radar.
Por qué las primeras ciudades del mundo se desarrollaron en la inhóspita región comprendida entre los ríos Tigris y Éufrates, en el actual Irak, es una pregunta para la que los historiadores no poseen una respuesta convincente. Sin embargo, una vez desarrollados los patrones básicos de la vida urbana, se propagaron con rapidez a otras partes del mundo de Oriente Próximo. Una red creciente de contactos comerciales se desplegó entre estas primeras ciudades, pero también una intensa competencia para obtener el control sobre pueblos y recursos. Durante el tercer milenio a. J.C. fracasaron los intentos de forjar imperios duraderos partiendo de esas ciudades-estado ferozmente independientes, pero a mediados del segundo milenio a. J.C. comenzó a ponerse de manifiesto que el futuro del mundo de Oriente Próximo antiguo no estaría determinado por las luchas intestinas de las ciudades mesopotámicas, sino por la competencia entre las potencias imperiales emergentes de Anatolia (Turquía actual) y Egipto.
La «prehistoria», la era previa a la aparición de los registros escritos en torno al año 3000 a. J.C., es un período de duración mucho mayor que la historia humana. Los antepasados homínidos aparecieron por primera vez en África oriental hace unos cuatro millones de años, y los homínidos fabricantes de herramientas (especie perteneciente al género Homo, en el que nosotros, como Homo sapiens sapiens, nos encontramos), hace unos dos millones de años. Como los primeros homínidos fabricaban la mayoría de sus herramientas de piedra, se considera que todas las culturas humanas hasta el cuarto milenio a. J.C. pertenecen a la «Edad de Piedra».
LA ERA DEL PALEOLÍTICO SUPERIOR
La Edad de Piedra se divide en varias etapas. Dominando el período, aparece el Paleolítico (la edad de la «Piedra Antigua»), que la mayoría de los antropólogos extenderían hasta el año 11000 a. J.C. aproximadamente. No obstante, dentro de este vasto lapso, los estudiosos hablan también de una era del Paleolítico Superior, que comenzaría hacia el año 40000 a. J.C. Los arqueólogos distinguen algunos cambios sorprendentes en la conducta humana en torno a esta fecha, entre los que se incluyen la aparición de sofisticadas obras de arte figurativas (como las pinturas rupestres de España y el sur de Francia) y pruebas de ideas religiosas. Asimismo, los hombres empezaron a producir utensilios más eficaces y mejor tallados, como anzuelos, puntas de flecha y agujas para la costura, fabricados con materiales orgánicos tales como madera, asta o hueso de animal. A pesar de estos importantes avances, los patrones básicos de la vida humana apenas cambiaron durante la era del Paleolítico Superior. Casi todas las sociedades humanas previas al año 11000 a. J.C. eran pequeñas bandas de cazadores-recolectores que probablemente jamás superaban unas cuantas decenas de individuos y se movían sin cesar en busca de comida. Como no podían permanecer en ningún emplazamiento por mucho tiempo, estos grupos no dejaron restos arqueológicos continuos que puedan servir para rastrear el desarrollo de su cultura. Por tanto, nuestro conocimiento al respecto es muy limitado.
Las consecuencias sociales, económicas y políticas de la caza y recolección del Paleolítico fueron profundas. Puesto que los primeros humanos no poseían animales domésticos para transportar sus bienes, no podían disponer de posesiones materiales considerables —riqueza—, aparte de las herramientas básicas que eran capaces de cargar ellos mismos. Y como no podían acumular bienes a lo largo del tiempo, era improbable que se dieran desigualdades en la riqueza individual, con sus distinciones concomitantes de rango y posición. Es muy posible que estas sociedades estuvieran bien organizadas —es un craso error suponer que las primeras sociedades eran necesariamente primitivas—, pero las estructuras jerárquicas de liderazgo eran raras y quizá desconocidas. Cuando surgían conflictos dentro de un grupo, la solución habitual era dividir y separar, proceso que también servía para mantener en equilibrio el tamaño de la banda con lo que los recursos naturales de la zona podían soportar.
No conocemos cómo era la división del trabajo entre los miembros de estas bandas paleolíticas. Aunque los investigadores habían dado por sentado que los hombres se encargaban de la caza y las mujeres de la recolección, esas asunciones de género no reflejan las realidades complejas de las sociedades cazadoras-recolectoras actuales, y posiblemente tampoco son aplicables al período paleolítico. Es más probable que todos los miembros de una banda paleolítica (salvo los muy jóvenes o muy viejos) participaran en cierta medida en las actividades básicas del grupo. Hacerse con comida y herramientas constituiría la principal preocupación de casi todos. La especialización —el proceso por el que se libera a algunos miembros del grupo para que se ocupen en actividades distintas a la obtención de comida— era prácticamente imposible, pues requiere la acumulación de excedentes almacenables, y los pueblos paleolíticos carecían de la tecnología necesaria para conseguirlo.
Los cambios fundamentales en la vida humana empezaron a cobrar forma hacia el año 11000 a. J.C., en los albores del Neolítico o era de la «Piedra Nueva». Entre los grandes adelantos se incluyeron el desarrollo de la producción de alimentos, el inicio de los asentamientos semipermanentes y permanentes, y la rápida intensificación del comercio, tanto local como de largo recorrido. Por primera vez era posible que los individuos y las comunidades acumularan y almacenaran riqueza a gran escala. Los resultados fueron de enorme alcance. Las comunidades lograron mayor estabilidad y las sociedades humanas se volvieron más complejas. Se desarrolló la especialización, junto con las distinciones de posición y rango. La «revolución» provocada por las innovaciones del Neolítico fue un paso necesario para que pudieran aparecer ciudades en el verdadero sentido de la palabra hacia el término del cuarto milenio a. J.C.
LOS ORÍGENES DE LA PRODUCCIÓN DE ALIMENTOS EN EL ANTIGUO ORIENTE PRÓXIMO
Durante la «Edad de Hielo» (c. 40000-11000 a. J.C.) del Paleolítico Superior las temperaturas medias diurnas en Europa y Asia mediterráneas rondaban los 16° centígrados en verano y -1° centígrado en invierno. Las especies de caza amantes del frío, como el reno, el alce, el jabalí, el bisonte y las cabras montesas, vagaban por las montañas y los valles. Pero cuando los últimos glaciares retrocedieron hacia el norte, esas especies se marcharon con ellos. Algunos humanos siguieron a la caza, pero otros permanecieron donde estaban para afrontar y crear un mundo extremadamente diferente.
De manera específica, en el lapso de unos tres mil a cuatro mil años desde el fin de la Edad de Hielo, los pueblos que vivían en el extremo oriental del mar Mediterráneo alcanzaron una de las transformaciones más trascendentales de la historia de la humanidad: el paso de la recolección de comida para la subsistencia a su producción. Entonces muchos hombres comenzaron a domesticar animales y a cultivar cosechas, con lo que hicieron posible una mayor permanencia y estabilidad en sus patrones de asentamiento. A su vez, los asentamientos estables allanaron el camino para otros avances que asociamos de forma concreta con la civilización: la aparición de ciudades, la invención de la escritura y la evolución de funciones sociales especializadas. Un proceso que tarda varios miles de años tal vez no parezca «revolucionario» para nuestra percepción actual, pero sí que lo fue. En un tiempo relativamente corto, los pueblos que vivían en una pequeña zona del suroeste asiático alteraron de manera fundamental los patrones de existencia que tenían una antigüedad de millones de años.
La historia de esta transformación trascendental es más o menos la siguiente: hacia el año 11000 a. J.C., la mayoría de los grandes rebaños de animales de caza había abandonado el antiguo Oriente Próximo. No obstante, los pueblos que vivían en los territorios que en la actualidad comprenden Turquía, Siria, Israel y el oeste de Irán estaban prosperando porque el clima más cálido y húmedo creaba un entorno ideal para que florecieran los cereales silvestres. En toda esta región (conocida como el Creciente Fértil por su abundante provisión natural de alimentos y elevada productividad agrícola), los hombres disfrutaban ahora de recursos vegetales suficientes para sostener asentamientos estacionales, e incluso a veces permanentes. Este hecho posibilitó el paso a una existencia sedentaria.
El surgimiento de asentamientos semipermanentes y permanentes, permitidos por un abastecimiento de alimentos mayor y más fiable, provocó profundos efectos en la vida humana. El más importante fue el rápido incremento demográfico. Sin embargo, hacia el año 8000 a. J.C. la población humana ya comenzaba a sobrepasar la disponibilidad de alimentos silvestres. Para hacer frente a esta realidad, los hombres tuvieron que tomar medidas encaminadas a aumentar la capacidad productiva de la tierra, lo que marcó el inicio de la agricultura.
Pero la producción sistemática y organizada de los cultivos requería un paso intermedio crucial: el almacenamiento. Aunque el cereal sea abundante, no se puede cosechar durante el invierno. Para que una comunidad dependiente del cereal viviera permanentemente en un solo lugar, los residentes tenían que idear primero modos de conservarlo y almacenarlo entre las cosechas. Hacia el año 9500 a. J.C., los pueblos que vivían a lo largo de la costa oriental del Mediterráneo ya habían aprendido a conservar el grano en agujeros de almacenamiento y no se veían obligados a abandonar sus comunidades asentadas durante los períodos del año en los que no había qué cosechar. A su vez, esta circunstancia alentó a algunos a construir viviendas circulares más permanentes sobre cimientos de piedra, si bien otros continuaron habitando en cuevas y demás refugios naturales de roca.
El almacenamiento se desarrolló como modo de garantizar el abastecimiento de alimentos en épocas de escasez natural, pero también permitió a los pueblos de comienzos del Neolítico guardar las semillas que podían utilizar para producir aún más grano al año siguiente. La importancia de este último descubrimiento es formidable. Una vez que los hombres empezaron a sembrar semillas de manera deliberada, fueron capaces de plantar cultivos con una mayor concentración, con lo que obtenían cosechas mayores, necesarias para sostener a una población superior (con el efecto de que el crecimiento demográfico se hizo aún más rápido). También podían compensar en cierta medida los desastres (como inundaciones o incendios) que inhibían la resiembra natural de los campos de cereal silvestre. No obstante, lo más importante es que la intensificación de la siembra y el almacenamiento proporcionaron a los humanos los excedentes estables y predecibles que precisaban para sostener a los animales domésticos, cuya alimentación se podían permitir ahora durante todo el año.
Las primeras pruebas arqueológicas de agricultura sedentaria plena provienen de varias zonas del Creciente Fértil entre aproximadamente los años 8500 y 7000 a. J.C. En el año 6000 a. J.C. buena parte de Oriente Próximo ya había adoptado la agricultura como modo primordial de supervivencia, complementada con la domesticación de animales, entre los que ahora incluían vacas y cerdos, así como ovejas y cabras. Por supuesto, la proteína animal era un antiguo componente de la dieta humana, pero la domesticación produjo una multitud de beneficios adicionales; garantizaba no sólo un suministro de carne, leche, cuero, lana, hueso y cuerno más fiable, sino que también proporcionaba la fuerza animal necesaria para tirar de carros y arados, así como para moler el grano para harina.
Es asunto de debate cómo llegó a extenderse con tanta rapidez el paso a la agricultura y la domesticación de animales. Condiciones demográficas y medioambientales similares en la región pueden haber auspiciado el cambio espontáneo a la agricultura en varios lugares a la vez. Otra posibilidad es que migraciones a gran escala de poblaciones con el conocimiento de los métodos agrícolas extendieran la nueva tecnología. Algunos investigadores hacen hincapié en el papel desempeñado por las redes comerciales en la difusión del conocimiento agrícola por la región. Otros creen que el crecimiento de nuevas comunidades basadas en la agricultura fue el resultado de una colonización deliberada desde asentamientos «madre», cuando resultó evidente que la mayor capacidad de sostén de la tierra, mejorada con las tecnologías agrícolas, continuaba siendo insuficiente para las poblaciones en aumento. Como suele ser el caso cuando se trata de un cambio tan profundo y fundamental en la historia humana, ninguna explicación es suficiente por sí sola. Todos estos factores desempeñarían cierto papel en la expansión de la agricultura por el Creciente Fértil hasta Egipto e incluso los Balcanes para el año 5000 a. J. C., lo que permanece dudoso es el equilibrio que alcanzaron entre ellos.
LAS GRANDES ALDEAS DE ORIENTE PRÓXIMO
Los pasos siguientes en la evolución acelerada hacia la civilización de Oriente Próximo fueron el surgimiento de aldeas y la concurrencia de artesanos, comercio de largo recorrido y guerra, productos todos de la creciente especialización económica. Las aldeas constituyeron la forma más avanzada de organización humana en Asia occidental desde en torno a 6500 hasta 3500-3000 a. J.C., cuando algunas empezaron a evolucionar hacia ciudades. En esa época, una aldea típica de Oriente Próximo alcanzaría unos mil habitantes, pero esta cifra podía variar mucho. Al principio, todos los hombres y mujeres capacitados participarían en las labores del campo, mientras que las mujeres se ocuparían además de la producción de tela y la crianza de los hijos; pero de forma gradual fueron apareciendo los especialistas a tiempo completo en diversas artesanías, así como unos cuantos mercaderes.
Uno de los primeros ejemplos de la transición de comunidades preagrícolas a asentamientos permanentes y plenamente agrícolas proviene de Jericó, en la disputada Cisjordania, que se encuentra entre Israel y Jordania actuales. Jericó surgió como asentamiento estacional en torno al año 9000 a. J.C., debido probablemente a sus abundantes manantiales de agua dulce. Sin embargo, hacia el año 8000 a. J.C., los habitantes de Jericó emprendieron un importante plan de edificación. Se construyeron muchas viviendas nuevas sobre cimientos de piedra y se alzó una enorme muralla de piedra bien labrada que circundaba el borde occidental del asentamiento. Dentro del perímetro de esta muralla se erigió una torre circular, cuyos restos excavados siguen alcanzando una altura de algo más de nueve metros.
No sabemos por qué motivo se construyó esta muralla, ni el propósito de la torre. Puede que aquélla protegiera a la aldea de las riadas o de los maleantes humanos. La torre tal vez fuera un puesto de vigía, o quizá su ambiciosa altura se alzara hacia el cielo por alguna razón religiosa. Pero dejando a un lado cuáles fueran sus pretendidas funciones, la muralla y su torre dieron servicio a una población impresionante: el primer asentamiento de Jericó ocupaba al menos tres hectáreas y sostenía a una población de tres mil personas. Dicha población se sustentaba con el cultivo intensivo de variedades recién domesticadas de trigo y cebada, regadas con agua procedente de los manantiales cercanos.
A comienzos del octavo milenio a. J.C., los habitantes de Jericó también producían alguna de la primera cerámica conocida. Esta cerámica les permitía almacenar grano con mayor eficacia, además de guardar e intercambiar por primera vez líquidos como cerveza, vino y aceites. La producción de cerámica se convirtió pronto en una industria importante de Oriente Próximo, marcada por los estilos regionales en rápida evolución. Al estudiar estos estilos cambiantes que se reflejan en los fragmentos de cerámica encontrados (conocidos como tiestos), los arqueólogos son capaces de crear una cronología razonablemente precisa del mundo anterior a la historia escrita.
En la actual Turquía se ha descubierto otro asentamiento agrícola arcaico, Çatal Hüyük. En la cima de su prosperidad, entre aproximadamente los años 6500 y 5500 a. J.C., sus habitantes producían una amplia gama de comestibles agrícolas, entre los que se incluían guisantes, lentejas, fruta, frutos secos y cereales. La carne y los productos lácteos también constituían una parte importante de su dieta; entre otras muchas cosas, Çatal Hüyük nos proporciona las primeras pruebas de rebaños bobinos domésticos. Pero aunque sus dietas eran relativamente ricas, la esperanza de vida seguía siendo corta. Los hombres morían a una edad media de treinta y cuatro años, y las mujeres, en torno a los treinta.
Çatal Hüyük ilustra además el impacto que causarían los excedentes agrícolas almacenables en las relaciones sociales humanas. Por primera vez comenzaron a surgir diferencias significativas en la cantidad de riqueza que los individuos podían obtener y guardar para sí mismos y sus herederos. Al mismo tiempo, la dependencia de la agricultura dificultaba que las personas se separaran de la comunidad cuando las consecuencias de la diferenciación social y económica llegaban a ser opresivas. El resultado fue el surgimiento de una sociedad humana mucho más estratificada, con una mayor especialización de funciones sociales que antes.
Tanto en Jericó como en Çatal Hüyük los habitantes especulaban sobre los poderes sobrenaturales que a su entender regían el mundo y cómo podían relacionarse con ellos. Éste también fue un paso de tremenda importancia en la evolución de la cultura humana. Además, el hecho de que los hombres creyeran que esas fuerzas requerían servicios y regalos especiales en forma de ritual y sacrificio auspició el surgimiento, con el paso del tiempo, de una «clase sacerdotal», compuesta por individuos excepcionalmente dotados para establecer una comunión íntima con las fuerzas sobrenaturales que gobernaban la vida de la comunidad. Este liderazgo religioso fue el puente natural para el surgimiento de otras formas de autoridad más claramente «políticas»: acaudillar bandas guerreras, construir defensas y extraer recursos de quienes se hallaban sometidos a su autoridad. A través del mando sobre los recursos religiosos, militares y económicos de la comunidad, las élites de las aldeas comenzaron a afianzarse como clase gobernante por derecho propio.
El comercio fue otro avance importante en esas primeras aldeas neolíticas. En el año 5000 a. J.C. ya funcionaban redes comerciales de largo recorrido por todo Oriente Próximo. Las rutas comerciales locales eran sin duda aún más antiguas, pero apenas dejaron restos arqueológicos para seguirlas. Los artículos exóticos solían ser objeto del intercambio de largo recorrido: la obsidiana de Çatal Hüyük era un bien importante, así como las conchas marinas y las piedras semipreciosas, como la turquesa, el lapislázuli y el jade.
El comercio de largo recorrido aceleró el trueque de bienes e ideas por el Creciente Fértil, pero también contribuyó al incremento de la estratificación social manifestada en esas comunidades aldeanas. Como el acceso especial a bienes de lujo de elevado prestigio resaltaba la posición social, las élites locales trataron con frecuencia de monopolizar el comercio de largo recorrido organizando y controlando la producción de los artículos comercializables dentro de sus comunidades. Así fue como surgió el control sobre los artesanos especializados como un rasgo importante de la posición social que ocupaba la élite en estas comunidades aldeanas neolíticas.
Lo que subyacía en todos estos cambios sociales y económicos era el grado creciente de especialización que habían posibilitado los excedentes agrícolas. En las sociedades cazadoras-recolectoras, cada miembro de la comunidad tomaba parte en las tareas básicas de obtención de alimentos. Sin embargo, en una comunidad agrícola bien organizada, algunas personas podían dedicar al menos una parte de su trabajo a tareas distintas de la agricultura: hacer cerámica o tela, fabricar armas o herramientas, construir casas y fortificaciones, o facilitar el comercio. Los excedentes y la especialización condujeron también al surgimiento de las élites sociales que, organizando y explotando el trabajo y la producción de los demás, consiguieron convertir el mismo gobierno en otra ocupación especializada. A medida que se fue agrandando el tamaño y la complejidad de las aldeas, aumentó la especialización, hasta que una porción considerable de la población pudo abandonar por completo la agricultura. Éste fue un paso esencial para el desarrollo de las verdaderas civilizaciones basadas en las urbes.
Resulta sorprendente que el paso inicial de la aldea a la ciudad y de la prehistoria a la historia ocurriera en uno de los entornos más inhóspitos imaginables, el desierto meridional de Mesopotamia, conocido por los griegos como la «Tierra entre los Ríos», pero por los historiadores actuales como Sumer. Las precipitaciones de Sumer, ahora parte de Irak, sólo alcanzan los 20 centímetros anuales, y las temperaturas estivales suelen superar los 44° centígrados. Los suelos de la región son arenosos y estériles, a menos que tengan riego. Y los dos ríos que proporcionan agua a esta llanura plana y en su mayor parte monótona —el Tigris y el Éufrates— son famosos por su violencia e imprevisibilidad. Ambos son proclives a las inundaciones, y el Tigris en particular era conocido en los tiempos antiguos por salirse de su lecho y cambiar de curso de un año para otro. No obstante, fue en este entorno poco acogedor donde surgieron las primeras ciudades de verdad.
LA CULTURA DE UBAID
Al parecer, los fundadores de la cultura de Ubaid (así llamada por el sitio mejor conocido, Al Ubaid, en Irak actual) se trasladaron al desierto sumerio en torno al año 5900 a. J.C. No está claro qué les atrajo hasta los confines hostiles del Tigris y el Éufrates, pero sí parece que se llevaron consigo su cultura rural. No eran cazadores-recolectores que se encontraron en circunstancias difíciles debido a la mala suerte.
Los rasgos más destacados de la vida en Ubaid fueron los sistemas de irrigación y la construcción de templos. Casi en el momento en que encontramos asentamientos agrícolas en Sumer, descubrimos pruebas de sistemas de irrigación bastante complejos. Aunque tal vez comenzaran como meros canales y albercas de recolección para aprovechar el exceso de agua de las inundaciones periódicas del Tigris y el Éufrates, los agricultores de Ubaid construyeron pronto estructuras más permanentes, cavando canales y albercas recubiertos de piedra para que duraran de una estación a la siguiente. También levantaron diques y compuertas para controlar las inundaciones estacionales de los ríos y dirigir la corriente de agua a los canales de irrigación. A pesar de la hostilidad del entorno, las comunidades agrícolas de Ubaid produjeron pronto excedentes para sostener especialistas en el hilado, la fabricación de cerámica, la metalistería, el comercio y la construcción, que constituyen los atributos típicos de una aldea neolítica.
También existen pruebas tempranas de estructuras centrales que cumplían funciones religiosas. Estos edificios, que comenzaron como santuarios sencillos y humildes, evolucionaron en seguida a templos impresionantes construidos con ladrillos de adobe (la escasez de piedra en la región obligó a los constructores de Ubaid a reservar ese material para las herramientas). Cada asentamiento mayor poseía un edificio de ese tipo, que se fue agrandando de manera paulatina con las reconstrucciones sucesivas. Desde esos templos la clase sacerdotal actuaba como oficiante de la vida religiosa y gestora de los recursos económicos de la comunidad, organizando la construcción de templos cada vez mayores y manteniendo los complejos sistemas de irrigación que posibilitaban la vida de la aldea en el desierto mesopotámico.
EL URBANISMO EN EL PERÍODO DE URUK, 4300-2900 A. J.C.
Al inicio del cuarto milenio a. J.C., los asentamientos de Ubaid ya se estaban fusionando en comunidades mayores y más prósperas, que disponían de templos, edificios y planificación urbana más elaborados. Este período, llamado así por su sitio más impresionante, la gran ciudad-estado sumeria de Uruk (la actual Warka), fue testigo de la transición de la aldea de Ubaid neolítica a la ciudad sumeria. Por tanto, marca el verdadero comienzo de la civilización en el mundo mediterráneo.
Entre los principales avances de este período se encuentra la mayor elaboración de la arquitectura del templo. Esta tendencia refleja no sólo el carácter central de la religión en la cultura sumeria, sino también la riqueza y el control crecientes de la clase sacerdotal sobre la vida económica. El Templo Blanco de Uruk proporciona un ejemplo asombroso de esta tendencia general. Sus constructores, entre los años 3500 y 3300 a. J.C., erigieron una enorme plataforma en pendiente que se alzaba casi 12 metros sobre las llanuras circundantes. La plataforma, orientada con sus cuatro esquinas hacia los puntos cardinales de la brújula, estaba revestida de ladrillo. En lo alto de la plataforma se levantaba otra estructura, el santuario o templo propiamente dicho, también recubierto de ladrillo, pero pintado de blanco brillante.
Dichos templos aumentaron por todo Sumer, y reflejaban el papel central que desempeñaban en la vida civil. Uruk en particular parece deber su rápido crecimiento urbano a su importancia como centro religioso. Sin embargo, las aldeas mayores de Sumer también crecían con celeridad, pues su ingente actividad económica atraía inmigrantes al igual que lo hacían las grandes ciudades. En el año 3400 a. J.C., Uruk y al menos media docena más de emplazamientos urbanos podían alardear ya de disponer de viviendas densamente apiñadas a las que se accedía por calles sinuosas. Al final del período de Uruk, estas ciudades también compartían una lengua común, hecho revelado gracias a la invención que traslada a los sumerios a la luz plena de la historia: la escritura.
EL DESARROLLO DE LA ESCRITURA
Al igual que muchos de los importantes adelantos que hemos analizado en este capítulo, la invención de la escritura no ocurrió de la noche a la mañana. En el año 4000 a. J.C., los pobladores de Oriente Próximo ya habían empezado a usar fichas de arcilla para registrar inventarios y facilitar el floreciente comercio de la región. La práctica acabó llevando a colocar todas las fichas de una transacción dentro de una bola hueca de arcilla y a inscribir en el exterior de la bola las formas de todas las fichas que contenía. En el año 3300 a. J.C. la clase sacerdotal (o quienes trabajaban para ella) ya se había dado cuenta de que podía prescindir del engorroso sistema de fichas y bola para reemplazarlo por tablillas de arcilla planas sobre las que anotarían la información deseada inscribiendo los símbolos necesarios.
Así pues, en sus primeras fases la escritura evolucionó como un medio de registro que guardaba relación con actividades económicas —otro reflejo de la riqueza creciente de las protociudades del período de Uruk—, motivo por el cual continuó siendo puramente pictográfica: cada símbolo marcado en la arcilla se asemejaba al objeto físico que representaba. Sin embargo, con el curso del tiempo, cuando los usos de la escritura evolucionaron, un símbolo llegaría a emplearse no sólo para evocar el objeto físico que representaba, sino también como idea asociada con dicho objeto. De este modo, el símbolo de un cuenco de comida, ninda (un nombre), podía emplearse para expresar una noción más abstracta como pan o sustento, idea que de otro modo no resultaba fácil de representar mediante un rápido trazo en la arcilla blanda. A la larga, esos símbolos también pasarían a asociarse con un sonido fonético particular. De este modo, cada vez que un escriba sumerio necesitaba emplear el sonido ninda, incluso como parte de otra palabra o nombre, usaría el símbolo de un cuenco de comida. Más adelante se añadieron marcas especiales a la caligrafía para que el lector fuera capaz de discernir si el escritor pretendía que el símbolo representara el objeto en sí o el fonograma (el sonido representado por el símbolo).
Para el año 3100 a. J.C. los escribas sumerios ya habían abandonado casi por completo la escritura efectuada con palos afilados para pasar a emplear en su lugar estilos (punzones) de caña más duraderos. Como dichos estilos dejaban una impresión en forma de cuña (en latín, cuneus), nos referimos a esta caligrafía como cuneiforme. Los símbolos cuneiformes se imprimían con mayor rapidez en la arcilla blanda y las cañas se rompían menos que los palos. A continuación se horneaban las tablillas de arcilla, lo que creaba un registro permanente. Todavía se conservan decenas de miles de estas tablillas de arcilla. Sin embargo, el nuevo estilo sí dificultaba dibujar pictogramas que reflejaran con precisión la forma original (como un cuenco de comida) del objeto que se pretendía representar. Como resultado, los símbolos cuneiformes se fueron volviendo cada vez más abstractos, hasta que apenas se asemejaron a los pictogramas originales.
Acabaron inventándose símbolos para todas las combinaciones posibles de vocal y consonante en la lengua sumeria, con lo cual el número de dichos símbolos ascendió a varios cientos. Resulta comprensible que se tardara muchos años en aprender a leer y a escribir cuneiforme, y sólo una pequeña minoría de la población lo hacía. Sin embargo, aquellos que lo lograban se convertían en personas importantes e influyentes en la sociedad sumeria. Durante el tercer milenio completo, los hijos de la élite eran en su mayoría quienes asistían a las «Casas de la Tablilla», pues así se llamaban las escuelas de escribas. Pero a pesar de la amplia variedad de símbolos y la naturaleza complicada de la caligrafía, la escritura cuneiforme resultó notablemente duradera. Durante más de dos mil años se mantuvo como el sistema de escritura principal del antiguo Oriente Próximo, incluso para sociedades que ya no hablaban la lengua sumeria. Todas las obras maestras de la literatura estaban escritas y conservadas en cuneiforme; ejemplos de esa caligrafía se seguían produciendo en fecha tan tardía como el siglo I de nuestra era.
Hacia el año 2500 a. J.C. los sumerios comenzaron a utilizar la escritura para una amplia variedad de fines económicos, políticos y religiosos. Estos registros posibilitan que conozcamos mucho más sobre ellos que sobre otras sociedades humanas de la época. Podemos empezar a comprender sus relaciones políticas, sus sentimientos acerca de sus dioses y la estructura económica y social de su sociedad. En este sentido, los sumerios son la primera sociedad histórica (en contraposición a prehistórica).
Los grandes centros sumerios —Uruk, Ur, Lagash, Eridu, Kish y otros— compartían una cultura y lengua comunes. Sin embargo, la lengua sumeria no parece estar relacionada con ninguna otra conocida en el mundo. Han fracasado los intentos de conectarla con las lenguas del subcontinente asiático o las de Asia occidental, lo que ha llevado a enconadas discusiones eruditas sobre si los sumerios —etiqueta que les aplicaban sus vecinos— se trasladaron al sur de Mesopotamia desde otro lugar o si su cultura única (incluida la lengua) se desarrolló partiendo de la de Ubaid. La continuidad de la actividad de culto apoya la última postura, al igual que la falta de pruebas significativas de invasión; pero por el momento es imposible responder a esta cuestión con certeza.
Al igual que la lengua, la religión era otro elemento compartido de la cultura sumeria que, sin embargo, no produjo la paz entre las ciudades. Aunque todas las comunidades reconocían a los dioses del panteón sumerio (unos quinientos), los habitantes de cada ciudad-estado consideraban que la suya era propiedad de un dios determinado, a quien veneraban enalteciéndolo. El resultado era una competencia intensa entre las ciudades, que con frecuencia desembocaba en guerra abierta. Por supuesto, la tensión entre las distintas ciudades-estado también tenía una dimensión económica; los derechos sobre el agua, así como el acceso a la tierra cultivable y a las rutas comerciales, solían estar en juego en estos conflictos. Pero la posición central que ocupaban los santuarios de los templos en la sociedad sumeria suponía que los conflictos por los recursos económicos presentaran también una dimensión religiosa, porque habría sido una ofensa intolerable contra el dios de la ciudad conquistada que ésta rindiera su independencia ante otra ciudad-estado. Los sumerios compartían una cultura y panteón comunes, pero el gobierno común era imposible.
Una proporción considerable de la tierra cultivable de cada ciudad pertenecía al templo del dios patrón. Por tanto, mucha de la producción económica de la ciudad pasaba por los complejos de almacenamiento del gran templo, donde los sacerdotes y sus funcionarios redistribuían los artículos a sus residentes. Durante el tercer milenio, estos grandes templos también comenzaron a controlar la producción de textiles, creando protofactorías que empleaban a miles de mujeres y niños siervos. Es previsible que los templos también desempeñaran un papel clave en el comercio de largo recorrido, tanto como compradores como vendedores de bienes.
Cada ciudad sumeria poseía una aristocracia gobernante, de la que sin duda procedían los sacerdotes y los cargos importantes de los templos; pero eran los sacerdotes quienes ocupaban la cima de estas sociedades altamente teocráticas. En este primer período de la civilización sumeria, puede que la mitad de la población estuviera compuesta por plebeyos, personas libres que poseían una pequeña parcela de tierra suficiente para sostenerse y efectuaban los pagos requeridos al complejo del templo. Los templos también tenían a su cargo grandes cantidades de personas legalmente libres que trabajaban como artesanos o peones agrícolas en sus terrenos.
En la sociedad sumeria había, asimismo, muchos esclavos. En Sumer, como en todas partes del mundo antiguo, los esclavos solían ser presos de guerra. Si el esclavo procedía de otra ciudad sumeria, el poder del dueño sobre él estaba estrictamente limitado y debía quedar en libertad, fuera hombre o mujer, a los tres años. Los que no eran sumerios podían retenerse indefinidamente, si bien algunas veces lograban comprar su libertad. A pesar de estas salvaguardas, en Sumer los esclavos seguían siendo un bien mueble de sus dueños. Podían ser apaleados, castigados, marcados como animales, comprados y vendidos, según el capricho de sus dueños. Quizá la esclavitud antigua no haya resultado tan horrible como en los casos más modernos (por ejemplo, la practicada en el Nuevo Mundo), pero no dejaba de ser una condición altamente indeseable.
LOS INICIOS DEL PERÍODO DINÁSTICO ARCAICO, 2900-2500 A. J.C.
La sociedad mesopotámica estuvo dominada por la élite religiosa del período de Ubaid hasta la primera parte del tercer milenio. Sin embargo, hacia el año 2900 a. J.C., la intensa competencia entre las ciudades-estado llevó al surgimiento de un nuevo tipo de liderazgo bélico que acabaría convirtiéndose en una especie de monarquía. Por esta razón, los historiadores se refieren a esta fase de la civilización sumeria como período Dinástico Arcaico.
Hacia el año 2900 a. J.C., los conflictos entre los grandes centros de la civilización sumeria se agudizaron. Cuando las ciudades-estado aumentaron de tamaño (ahora cada una sumaba de diez mil a cincuenta mil habitantes), la competencia por los escasos recursos se intensificó y las fronteras pasaron a ser de manera creciente objeto de disputa. La guerra se convirtió en un rasgo habitual de la vida, y los dirigentes victoriosos comenzaron a obtener gran prestigio y poder. Había una variedad de títulos que denotaban autoridad en la sociedad: en («señor»), ensi («gobernador») y lugal (literalmente, «gran hombre»). Pero lugal se convirtió en el título elegido para los hombres cuya autoridad descansaba ante todo en su habilidad marcial, y pronto su posición empezó a asumir algunos de los aspectos de la monarquía.
Aunque los lugal llegaron a eclipsar el poder de los sacerdotes del templo durante el período Dinástico Arcaico, no debemos concluir que fueran figuras seculares. Un lugal mandaba los ejércitos del dios de su ciudad en la batalla y, cuando su posición se empezó a institucionalizar y hacerse hereditaria y suprema, se cuidó de rodearse de la aprobación y santidad que proporcionaba la deidad patrona. La monarquía sumeria era «secular» en la misma medida que el templo —con todas sus actividades políticas y económicas— era «religioso». Más que una lucha entre la autoridad «secular» y la «religiosa», lo que se desarrolló fue cierta tensión entre el poder del templo y el poder del palacio, pues los dirigentes de cada uno creían que debían disfrutar de la importancia suprema en la vida de su comunidad.
La indicación más llamativa de la impresión que este nuevo cargo causó en la sociedad sumeria la proporciona la Epopeya de Gilgamesh, la primera gran obra literaria de la historia mundial, que narra las hazañas legendarias de un rey histórico de Uruk llamado Gilgamesh. La epopeya gozó de una gran popularidad y un vigor permanente en todo Oriente Próximo, además de traducirse y copiarse durante más de dos mil años desde que se compuso la versión sumeria original. Los estudiosos han reconstruido una proporción considerable de la narración partiendo de los diversos fragmentos —algunos extensos y otros más reducidos— descubiertos a lo largo del siglo pasado. Aunque la naturaleza heterogénea de la epopeya tal como existe hoy suponga que no tengamos una «versión» de la historia de Gilgamesh exactamente como se leía en el antiguo Sumer, la mayoría de los expertos está de acuerdo en que refleja en buena medida la sociedad y cultura sumerias durante la primera mitad del tercer milenio a. J.C.
Tal como aparece en la epopeya, Gilgamesh era un poderoso lugal que se había ganado su reputación mediante conquistas militares y un heroísmo general, sobre todo contra los «bárbaros» no urbanizados. Por la fama y el prestigio que obtuvo, llegó a ser tan poderoso que pudo hacer caso omiso de las restricciones de conducta que refrenaban a los hombres inferiores de su época. Escuchamos al comienzo de la epopeya cómo el pueblo se quejaba de su rey, aunque seguía reverenciándolo, porque mantenía a sus hijos lejos en la guerra durante demasiado tiempo; no mostraba respeto por los nobles, se aprovechaba de sus mujeres e hijas cuando le venía en gana, y su conducta sacrílega le disgustaba. Así las cosas, el pueblo rezó a los dioses para pedirles ayuda, y éstos respondieron por fin creando a un hombre salvaje llamado Enkidu para que desafiara a Gilgamesh.
El enfrentamiento entre Gilgamesh y Enkidu abunda en información útil desde el punto de vista histórico. Gilgamesh era una criatura de ciudad; su retador, un salvaje, apenas más que una bestia, hasta que se «civiliza» mediante una cita sexual con una prostituta del templo, profesión urbana y especializada, por no decir más. Después de su contacto con ella, Enkidu fue incapaz de regresar a la vida sencilla, y los animales de la selva dejaron de hablarle; en términos sumerios, su urbanización le había convertido literalmente en un hombre.
Este episodio refleja la dicotomía que percibían los sumerios entre la ciudad y la selva, entre lo que estaba civilizado y lo que no. En Enkidu reconocemos al cazador-recolector que sin duda estaba mucho más cerca de la naturaleza que los sumerios tras siglos de vida cívica; pero esa «naturalidad» no era una cualidad que admiraran los sumerios. La epopeya no pretendía suscitar simpatía por la pérdida de la inocencia de Enkidu; más bien es esa pérdida la que le permite cumplir su destino: convertirse en humano a fin de pelear primero con el rey de Uruk y luego hacerse su amigo. Dicho desdén por parte de los urbanizados y civilizados hacia los que estaban incivilizados (y, por tanto, eran «bárbaros») se expresa en casi todas las civilizaciones antiguas. Hasta la famosa sentencia de Aristóteles de que «el hombre es un animal político» significa en esencia que los hombres son criaturas que deben vivir en ciudades; de lo contrario, no pueden ser plenamente humanos.
El episodio que sigue a la amistad forjada entre Gilgamesh y Enkidu ilustra la hostilidad y temor que los sumerios sentían hacia las tierras no exploradas. Los dos hombres se internan en el bosque para plantar batalla contra una naturaleza aterradora, el semidiós Humbaba, quien está a punto de vencer a los héroes. Sin embargo, al final se imponen, como otro triunfo de la humanidad civilizada sobre un mundo natural que destruiría a ésta y sus creaciones si surgiera la oportunidad. Teniendo en cuenta el duro clima y el entorno impredecible en el que vivían los sumerios, su relación adversa con el mundo natural resulta comprensible. Mientras batallaban contra los ríos poco dispuestos a colaborar, el calor abrasador, la salinización del suelo y las incursiones de gentes menos civilizadas, la actitud pesimista de los sumerios hacia su entorno natural se refleja no sólo en su visión general de la vida, sino también en su opinión acerca de los dioses.
LA RELIGIÓN SUMERIA
Un relato sumerio sobre la creación sostiene que la gente fue creada cuando el poderoso dios Enlil usó el viento para separar el cielo masculino de la tierra femenina y luego fabricó un pico con el que abrió la tierra. De esta fisura surgió la humanidad —ya creada en el interior de la tierra— para poblar la superficie del mundo. Según sugiere este relato, los sumerios creían que la humanidad había sido arrebatada de la tierra inhóspita y creada para un fin, servir a los dioses. Por tanto, imbuían de religiosidad todo aspecto de su vida y de su cultura, reflejando sus obligaciones dominantes hacia los dioses. Por mucho que un lugal poderoso pudiera distanciarse de los sacerdotes del templo, constituía un axioma que debía su autoridad a los dioses que se la habían conferido.
Las relaciones entre los sumerios y sus dioses no eran cordiales. Como los dioses deseaban que se los ensalzara, de los santuarios cada vez más elaborados del período de Uruk se desarrollaron enormes templos llamados zigurats, fabricados con ladrillos de adobe, que se erguían hacia el cielo. El gran zigurat para la deidad patrona sería la expresión arquitectónica central de una ciudad sumeria, y llegaría incluso a eclipsar el palacio del lugal. Los sumerios también se tomaban grandes molestias para honrar debidamente a sus dioses con templos, festividades y sacrificios. Pero los dioses no inspiraban afecto ni se lo ofrecían a los seres humanos, sino que eran objetos de temor y recelo: crueles, mezquinos, vehementes y caprichosos, les preocupaban poco las consecuencias que sus actos pudieran tener sobre la humanidad, fueran positivas o negativas.
Al igual que la mayoría de los pueblos de la Antigüedad, el objetivo primordial de los sumerios era aplacar a sus dioses mediante una ejecución precisa del ritual y los sacrificios con la esperanza de que favorecieran a la ciudad y sus habitantes (o al menos no los castigaran). Las figuras humanas de ojos redondos como platos y aspecto inquieto esculpidas por los artistas sumerios eran ofrecidas a los dioses por quienes deseaban asegurarse su indiferencia benigna hacia la humanidad. Pedirles una ayuda más positiva era el último recurso en circunstancias desesperadas y estaba condenado al fracaso. Como descubrieron los habitantes de Uruk cuando suplicaron a los dioses que refrenaran al tirano Gilgamesh, invitarlos a participar de forma directa en la vida humana podía tener consecuencias imprevistas y con frecuencia desagradables.
Asimismo, la visión sumeria del más allá era pesimista y nada heroica. Tras la muerte no se esperaba castigo ni recompensa eternos de los dioses. Los muertos se limitaban a cruzar un río que se tragaba a los hombres para llegar a la «Tierra Sin Retorno», un lúgubre lugar carente de luz. Los familiares enterraban a los muertos con artículos básicos como comida, ropa y entretenimientos tales como instrumentos musicales y juegos a fin de conseguir que el desdichado y sombrío infierno fuera un poco más soportable para el fallecido. Pero la mejoría, si es que la había, era modesta. En esencia, la otra vida no era más que la continuación de la existencia angustiada y cruda que los sumerios llevaban en este mundo, sólo que peor.
Este negativismo iba acompañado por una especie de resignación callada ante la rigurosidad y completa futilidad de la vida. Cuando la diosa Inanna (de quien Gilgamesh y Enkidu se habían burlado) mata a su amigo Enkidu, el horror que produce este hecho en Gilgamesh lo impulsa a intentar hacerse inmortal. Rechazando el consejo de otros personajes, continúa su búsqueda hasta que se entera de la existencia de una planta de la vida eterna en el fondo de una profunda charca. Gilgamesh nada hasta el fondo y se apodera de ella, pero cuando llega a la superficie, se la roba una serpiente que después desaparece, con lo que se lleva su única posibilidad de alcanzar la inmortalidad. Al final, Gilgamesh, el gran rey de Uruk, se queda cavilando sobre la futilidad de toda empresa humana. Al reflexionar sobre el carácter transitorio de sus hazañas e incluso de las potentes murallas de Uruk, se pregunta: «¿Por qué me molesto en trabajar para nada? ¿Hay alguien que se dé cuenta de lo que hago?».
CIENCIA, TECNOLOGÍA Y COMERCIO
El pesimismo estaba muy arraigado, pero no resultó paralizador para los sumerios. Su desconfianza ante los dioses y su relación adversa con el entorno les inculcaron un alto grado de independencia e ingenio, cualidades que ayudaron a convertirlos en el pueblo más creativo, desde el punto de vista tecnológico, del mundo antiguo.
Llegaron a ser metalúrgicos de primera, a pesar de que sus tierras carecían de recursos minerales naturales. En el año 6000 a. J.C., varias culturas de Oriente Próximo y Europa ya habían aprendido a producir armas y herramientas de cobre. Mesopotamia no tenía cobre, pero en el período de Uruk (4300-2900 a. J.C.) los sumerios ya lo procesaban para fabricar armas y herramientas. Poco después de 3000 a. J.C., quizá comenzando en Anatolia oriental, se descubrió que el cobre se podía alear con arsénico (y después estaño) para producir bronce. Este metal es casi tan maleable como el cobre, pero se vierte con mayor facilidad en moldes y cuando se enfría mantiene la rigidez y forma mejor que aquél. Debido al amplio uso del bronce por parte de los sumerios y las culturas vecinas, se ha establecido que en torno al año 3000 a. J.C. se inició la Edad de Bronce.
Junto con la escritura, la invención de la rueda se coloca en el primer lugar de toda lista de avances fundamentales en la tecnología humana. Los sumerios ya utilizaban ruedas de alfarero a mediados del cuarto milenio a. J.C., lo que les permitió producir vasijas de arcilla de gran calidad y en mayor cantidad que antes. Hacia 3200 a. J.C. también utilizaban carros de dos ruedas y carretas de cuatro tirados por burros (los caballos eran desconocidos en Asia oriental hasta que los introdujeron los invasores occidentales entre 2000 y 1700 a. J.C.). Los carros con ruedas se empleaban sobre todo en la guerra; ilustraciones de en torno a 2600 a. J.C. los presentan pisoteando al enemigo. Sin embargo, las carretas constituyeron un avance aún más importante, pues aumentaron considerablemente la productividad de la mano de obra.
Puede que el uso de la rueda en la alfarería sugiriera su aplicación para el transporte, pero esa conexión no es ni mucho menos inevitable. Los egipcios ya empleaban la rueda de alfarero al menos en 2700 a. J.C., pero no para el transporte hasta un milenio después, cuando (probablemente) aprendieron la técnica de Mesopotamia. En el Hemisferio occidental, el transporte con ruedas no se conoció (salvo en los juguetes de los niños incas) hasta el siglo XVI de nuestra era. Los sumerios no inventaron la rueda; es probable que la adquirieran de los pueblos nómadas que vivían en las estepas del sur de Rusia, pero al adaptarla a tantos usos diferentes aumentaron enormemente sus posibilidades tecnológicas.
Los sumerios también fueron pioneros en el estudio de la matemática. Puede que su interés por esta ciencia se viera fomentado por la naturaleza de su agricultura: para construir sus elaborados sistemas de canales de irrigación, diques y represas, tuvieron que desarrollar técnicas precisas de medida y deslinde, así como el arte de la cartografía. Es probable que también subyacieran intereses agrícolas en el calendario lunar que inventaron, que constaba de doce meses, seis con una duración de treinta días y seis de veintinueve. Como de este modo se creaba un año de sólo 354 días, los sumerios acabaron descubriendo que tenían que añadir un mes a sus calendarios cada pocos años a fin de predecir la recurrencia de las estaciones con precisión suficiente. Pero su práctica de dividir el tiempo en múltiplos de sesenta ha perdurado hasta la época presente, no sólo en nuestras nociones del mes de treinta días (que se corresponde aproximadamente con las fases de la luna), sino también en nuestra división de la hora en sesenta minutos y el minuto en sesenta segundos. La matemática también contribuyó a la arquitectura sumeria, permitió la construcción de cúpulas y arcos miles de años antes de que los romanos adoptaran y extendieran estas formas arquitectónicas por todo el mundo mediterráneo.
La capacidad de los sumerios para emprender estas actividades dependía de la adquisición de materias primas a través del comercio, pues su territorio carecía casi por completo de recursos naturales. Así pues, fueron los pioneros en las rutas comerciales a lo largo del Tigris y el Éufrates, así como por los flancos montañosos de Mesopotamia, siguiendo los afluentes de esos grandes ríos. Abrieron senderos por los desiertos hacia el oeste, donde entraron en contacto con los egipcios y los influyeron. Por mar comerciaron con los pueblos del golfo Pérsico y, de manera directa o indirecta, con las civilizaciones del valle del Indo. Al igual que los mercaderes neolíticos que transportaban bienes de aldea en aldea, los sumerios llevaron sus ideas consigo junto con sus mercancías, su literatura, su arte, su uso de la escritura y todo el complejo cultural que surgió de su modo de vida urbano. De este modo, desde sus raíces sumerias, la idea de la civilización se extendió por todo el mundo del antiguo Oriente Próximo.
FIN DEL PERÍODO DINÁSTICO ARCAICO, 2500-2350 A. J.C.
Durante este período (a veces citado como período Dinástico Arcaico III), la competencia entre las ciudades-estado sumerias por prestigio, poder y recursos llegó al paroxismo. Se intensificó la guerra entre ciudades, al igual que los intentos de los lugal ambiciosos de magnificar su posición y la de su ciudad. Sin embargo, las tensiones entre la aristocracia de los templos y el poder real disminuyeron, lo que llevó al surgimiento de una élite gobernante más unificada, pero que dejaba a los plebeyos con menor voz de la que habían disfrutado hasta entonces.
Las tumbas reales de Ur, fechadas entre 2550 y 2450 a. J.C., proporcionan una impresionante demostración de la riqueza de esta élite recién unificada. También señalan un cambio en las ideas sobre el más allá. Parece que al menos algunos miembros de la sociedad sumeria creían ahora que disfrutarían de un tipo de otra vida diferente y mejor, para la que sus tumbas estaban específicamente abastecidas. ¿Podría ser una idea que los sumerios tomaron de los faraones de Egipto? De momento, sólo cabe especular. Sin embargo, dichas prácticas sí nos proporcionan cierto sentido de lo elevados que se habían vuelto los poderes de los lugal y de la divisoria que se había abierto entre los dirigentes y sus súbditos en la sociedad sumeria.
Las abundantes pruebas documentales provenientes del período tratan sobre todo de las hazañas militares de estos poderosos reyes. Narran un ciclo de guerra brutal entre las principales ciudades-estado, cuando el lugal de cada una quiso establecer su supremacía sobre los demás derrotando sus ejércitos en la batalla y después obligando a las ciudades vencidas a pagarle tributo. Éste era el modelo tradicional de la guerra sumeria, que ahora se intensificó cuando la población aumentó y la lucha por el control de los recursos y las rutas comerciales se hizo más desesperada. Sin embargo, como era inevitable, esa supremacía era fugaz: las ciudades conquistadas se levantaban y el ciclo bélico volvía a empezar. Ningún lugal intentó nunca crear un imperio verdadero y duradero imponiendo un gobierno centralizado sobre las ciudades que conquistaba. Como resultado, Sumer continuó siendo un conjunto de ciudades-estado independientes, obligadas periódicamente a reconocer la supremacía de un lugal particular, pero incapaces de forjar una estructura duradera de autoridad mayor que la de una ciudad individual y su dios patrón. Este hecho resultaría su perdición cuando Sumer se enfrentó a un nuevo estilo de gobierno imperial en la figura de Sargón de Acad.
EL IMPERIO ACADIO, 2350-2160 A. J.C.
Los acadios eran el pueblo predominante de Mesopotamia central, al norte de Sumer. Los sumerios habían ejercido sobre ellos una enorme influencia, que les llevó a adoptar la escritura cuneiforme, junto con buena parte de su cultura. Sin embargo, en el caso de la lengua, conservaron la suya propia semítica, perteneciente a la familia lingüística que incluye el asirio, el arameo, el hebreo, el árabe y el etíope. Por mucho que los sumerios tendieran a considerar bárbaros a los acadios, en realidad ambos pueblos eran de culturas muy similares.
Como no pertenecía a su sociedad, Sargón, el dirigente de los acadios, no se regía por las premisas y reglas tradicionales de la guerra sumeria y lanzó un plan de conquista sistemático con el fin de someter a su autoridad a todas las zonas que rodeaban Sumer. Los sumerios no se percataron de que Sargón los tenía a su merced hasta que no fue demasiado tarde. Hacia 2350 a. J.C. conquistó Sumer y luego avanzó deprisa para conseguir el control directo sobre toda Mesopotamia.
Desde su nueva capital en Acad, Sargón instaló gobernadores de lengua acadia para que administraran las ciudades de Sumer; les ordenó demoler las fortificaciones, cobrar impuestos e imponer su voluntad. De este modo, transformó las ciudades-estado independientes de Sumer y Acad en una unidad política mucho mayor: un reino o imperio. Sargón sostuvo su imperio (cabría argüir que fue el primero verdadero de la historia humana) con la administración y explotación de la red de rutas comerciales que recorrían Oriente Próximo. Como resultado, sus influencias económicas se extendieron de Etiopía al valle del Indo en la India. Su capital llegó a ser la ciudad más espléndida del mundo y ejerció un poder sin precedentes durante cincuenta y seis años.
A Sargón le sucedió su dotado nieto Naram-Sin, quien reinó, como su abuelo, durante más de medio siglo. Naram-Sin extendió las conquistas acadias y consolidó las rutas comerciales de largo recorrido. Promotor enérgico de la cultura y mecenas de las artes, fomentó las obras literarias y artísticas. Mediante la conquista y la aceleración del comercio, también contribuyó a estimular el crecimiento de ciudades en todo Oriente Próximo.
Aunque el énfasis otorgado por los acadios a la centralización política y la organización imperial representaban una clara ruptura con el pasado sumerio, desde el punto de vista cultural sumerios y acadios se diferenciaban poco. En 2200 a. J.C. la mayoría de los pueblos del centro y sur de Mesopotamia ya era capaz de conversar en ambas lenguas. Si bien los acadios adoraban a sus propias deidades, también respetaban y veneraban a los dioses y las prácticas de los sumerios. Buena parte de la literatura y el arte acadios tenía raíces sumerias y se había traducido transformándola ligeramente para que resultara atractiva a los gustos acadios. Los estudiosos hablan de una síntesis cultural sumeroacadia y, en efecto, tras el reinado de Sargón, las dos civilizaciones eran casi indistinguibles, salvo por sus lenguas diferentes. A pesar de sus nuevos adornos imperiales, la civilización urbana que Sargón y Naram-Sin ayudaron a fomentar en Oriente Próximo continuó siendo en esencia el modelo urbano de los sumerios.
LA DINASTÍA DE UR, 2100-2000 A. J.C.
Al largo reinado de Naram-Sin siguieron las intrigas cortesanas y una serie de sucesores débiles. Tras un breve período en el que pueblos de la montaña invasores procedentes de la meseta iraní gobernaron sobre Sumer y Acad (2160-2100 a. J.C.), Sumer se disolvió de nuevo en una serie de ciudades-estado rivales e independientes. Sin embargo, hacia 2100 a. J.C., se estableció una nueva dinastía proveniente de Ur, la denominada III dinastía de Ur, bajo el gobierno de su primer rey, Ur-Nammu, y su hijo Shulgi. Ur-Nammu fue el responsable de la construcción del gran zigurat de Ur, que se alzaba más de 21 metros sobre la llanura circundante, y de muchas otras maravillas arquitectónicas. Shulgi continuó la obra de su padre, conquistó las tierras hasta las montañas de Zagros e impuso ingentes pagos tributarios (el tributo de un solo lugar alcanzaba 350.000 ovejas anuales). Construyó instalaciones de producción textil estatales para procesar la lana, cuya mano de obra eran mujeres de clase baja y niños. También promulgó una especie de código legal en el que se exigían pesos y medidas justos, la protección de las viudas y huérfanos, así como limitaciones sobre la pena de muerte por los delitos.
Ur-Nammu y Shulgi imitaron en sus reinados los de Sargón y Naram-Sin, persiguiendo conquistas militares, la centralización del gobierno sumerio, la expansión y consolidación del comercio, el patrocinio de las artes y la literatura, y una ideología elevada de gobierno imperial carismático. Así pues, los gobernantes acadios, junto con la III dinastía de Ur, establecieron un patrón de gobierno que influiría en la región durante los siglos venideros.
Cuando murió Sulghi en torno al año 2047 a. J.C., le sucedieron dos hijos incompetentes que fallecieron jóvenes. Como resultado, el trono recayó en el nieto de Sulghi, Ibbi-Sin, individuo desventurado cuya descripción más caritativa sería como corto de luces. Especie de «niño de mamá», se las daba de joven imberbe cuando ya alcanzaba la mediana edad y de forma invariable se refería a su madre, incluso en los registros oficiales, como «mamita». Se rodeó de aduladores y la burocracia imperial se infló bajo su gobierno.
Los registros de su reinado trazan la anatomía de un imperio agonizante. Uno por uno, los archivos reales se van apagando en las ciudades bajo dominio de Ur, a medida que Ibbi-Sin fue perdiendo el control de su imperio. Al final recurrió a su mariscal de campo, hombre de origen amorita (semita) llamado Ishbi-Irra, para que lo rescatara de las consecuencias de su inanidad. Como Ishbi-Irra era astuto y despiadado, una y otra vez dejaba que las cosas alcanzaran un punto muerto para intervenir entonces en el último momento y obtener mayor poder. Gracias a la destreza militar de su mariscal, Ibbi-Sin permaneció en el trono veinticuatro años, hasta que por fin un ejército enemigo saqueó Ur. Sin embargo, hasta que no se lo llevaron cautivo, Ishbi-Irra no pasó heroicamente a la acción, rechazando a los invasores que quedaban y después reclamando para sí el reino de Ur. Ibbi-Sin desapareció, pero para los habitantes de Mesopotamia su nombre resonaría durante siglos como la personificación de la estupidez delictiva y la incompetencia redomada.
Ishbi-Irra no fue capaz de reafirmar el control sobre el imperio totalmente despedazado de Ur. Muchas de las ciudades se habían liberado para siempre y ahora se hallaban bajo el dominio de jefes amoritas ambiciosos y poderosos muy semejantes a Ishbi-Irra. Durante los dos siglos siguientes, la historia mesopotámica se caracterizaría por la guerra incesante entre un grupo de pequeños reinos amoritas ubicados en los grandes centros urbanos del pasado sumeroacadio. Hasta el siglo XVIII a. J.C., uno de estos reyes de descendencia amorita, el notable Hammurabi de Babilonia, no crearía una nueva unidad imperial en la región.
EL «RENACIMIENTO SUMERIO» Y EL ASCENSO DE LOS AMORITAS
Los gobernantes de Ur emitían sus documentos oficiales en sumerio y se empeñaron en reafirmar la cultura sumeria frente a la influencia de los acadios de lengua semita. Pero este retrógrado «Renacimiento sumerio» tuvo poco efecto en la cultura de Mesopotamia, que para entonces estaba completamente invadida por la influencia de los pueblos de lengua semita que dominarían la región durante los próximos mil quinientos años. Merecen nuestra atención en particular tres de estos grupos, los acadios, los amoritas y los asirios. Conoceremos a otros, incluidos los fenicios, los cananeos y los hebreos, en el capítulo 2.
Los acadios fueron el primer pueblo de lengua semita que se estableció en Mesopotamia y los que más se asimilaron a la civilización sumeria. Se adaptaron rápidamente a la vida urbana y se convirtieron en importantes fundadores de ciudades en el mundo de Oriente Próximo. En contraste, los amoritas eran nómadas cuyas destrezas militares los convirtieron en valiosos aliados (y finalmente en dueños) de las ciudades sumerias y acadias. Al igual que los acadios, los amoritas acabaron urbanizándose, pero desde el punto de vista cultural retuvieron buena parte de los aspectos que reflejaban sus raíces errantes. El norte de Mesopotamia fue la cuna de los asirios, mercaderes de caravanas pioneros en las rutas comerciales de Anatolia (Turquía actual) poco después del año 2000 a. J.C. Muy influidos por la cultura sumeroacadia, los asirios acabarían fundando una importante y duradera civilización propia. Sin embargo, de momento estaban plenamente ocupados en contener los avances de sus primos amoritas por el sur.
En 1792 a. J.C., un joven gobernante amorita llamado Hammurabi ascendió al trono de Babilonia, reino débil del centro de Mesopotamia sustentado en una ciudad insignificante del mismo nombre. Cuando Hammurabi llegó al poder, Babilonia era frágil y se encontraba metida como una cuña entre otras monarquías amoritas más poderosas. Su emplazamiento junto al Tigris y el Éufrates poseía un gran potencial económico y trascendencia militar, pero también era peligroso porque se asentaba entre potentes rivales que a menudo sentían la tentación de asolar la ciudad a su paso hacia otras conquistas.
Hammurabi quizá haya sido el primer soberano de la historia mundial en comprender que el poder no precisa basarse en la fuerza bruta. Reconoció que la aplicación del intelecto, la estrategia política y la astucia despiadada podían conseguir lo que estaba fuera del alcance de su ejército. Un abundante archivo de tablillas encontrado en la ciudad de Mari (que acabó bajo el dominio de Hammurabi) atestigua el ingenio y talento de este rey notable.
Hammurabi empleó la escritura como arma, pero lo hizo con tanta sutileza que sus víctimas no se percataron hasta que fue demasiado tarde. En lugar de intentar enfrentarse a sus vecinos más fuertes de manera directa, a través de cartas y embajadas, diplomacia de doble juego y engaño en general, indujo a sus rivales más poderosos a enredarse cada vez más en conflictos armados entre sí. Mientras los demás reinos amo-ritas se agotaban en guerras costosas e inútiles, Hammurabi avivaba su odio mutuo al presentarse hábilmente en privado como amigo de todas las partes. Su valor como aliado potencial motivaba que los gobernantes vecinos le mandaran recursos con la esperanza de que los ayudara. Entre tanto, Hammurabi consolidaba calladamente su reino, y aumentaba su fuerza, hasta que llegó el momento oportuno de caer sobre los restantes reinos, diezmados y exhaustos. Mediante esta política, transformó su pequeño estado amorita en lo que los historiadores describen como el antiguo Imperio babilónico.
Bajo el gobierno de Hammurabi, Mesopotamia consiguió un grado de integración política sin precedentes. Su reino acabó extendiéndose del golfo Pérsico a Asiria. La mitad meridional de la región, conocida antes como Sumer y Acad, pasaría a ser Babilonia durante el resto de la Antigüedad. Para lograr la unificación de estos territorios, Hammurabi introdujo una importante innovación, elevó a la poco conocida deidad patrona de Babilonia, Marduk, a dios regidor de todo su imperio. Aunque el rey puso cuidado en rendir homenaje también a los antiguos dioses de Sumer y Acadia, Marduk se asentó ahora en la cima del panteón oficial. El pueblo podía seguir adorando a las antiguas deidades patronas de sus ciudades si así lo deseaba, pero ahora todos debían lealtad a Marduk.
RELIGIÓN Y LEY
La noción de que el gobierno político se basaba en la aprobación divina no era nada nuevo, por supuesto. Sus cimientos descansaban en las prácticas y credos de los sumerios, y fue plenamente desarrollada por Sargón, Narum-Sin, Ur-Nammu y Shulgi. Sin embargo, la innovación de Hammurabi consistió en usar la supremacía de Marduk sobre los restantes dioses para legitimar su derecho a gobernar, en nombre de Marduk, sobre toda Mesopotamia, porque él era el rey de la ciudad cuna de Marduk, Babilonia. De este modo, Hammurabi se convirtió en el primer gobernante de Oriente Próximo que emprendió guerras de agresión justificadas de manera específica afirmando que eran en nombre de su dios supremo. Este precedente se convertiría en un rasgo característico de la política de Oriente Próximo a partir de entonces, como veremos en el capítulo 2.
Así pues, en la Babilonia de Hammurabi, el poder político y la práctica religiosa estaban completamente entrelazados. En su celebración anual del año nuevo, los babilonios representaban la victoria de Marduk sobre el dios sumerio del caos, que le había otorgado el lugar de dios supremo tanto en el cielo como en la tierra. A su vez, los babilonios creían que el triunfo de Marduk sobre el caos había posibilitado predecir y controlar el entorno natural, por lo que estaba íntimamente conectado con la fertilidad de la tierra. Para garantizar una fertilidad continuada, durante las mismas festividades de año nuevo, mientras los sacerdotes cantaban los relatos mitológicos que narraban el ascenso de Marduk, el rey se retiraba con una prostituta sagrada al interior del templo para mantener relaciones sexuales rituales. Al igual que los faraones de Egipto y los emperadores de la antigua China, el rey de la antigua Babilonia era, de este modo, un eslabón esencial en la cadena de relaciones que ligaba a los seres humanos con la tierra y el cielo.
Hammurabi no recurrió sólo a la religión para unificar su imperio. Basándose en los precedentes de los siglos y gobernantes pasados, también emitió una serie de leyes válidas en todo su territorio. Conservado en una impresionante estela de 2,5 metros descubierta en el suroeste de Irán y que se halla ahora en el Louvre, el denominado Código de Hammurabi abarcaba un amplio abanico de aspectos legales. A diferencia de los códigos penales modernos, el de Hammurabi no prescribía remedios para todas las infracciones concebibles que pudieran ocurrir en la sociedad babilónica, sino que contenía resoluciones ciertas dictadas por el rey en casos legales particulares. La innovación de Hammurabi consistió en publicar sus decisiones en todo el imperio a fin de que sirvieran de guía a sus gobernadores y jueces para futuros fallos judiciales.
LA SOCIEDAD DE LA ANTIGUA BABILONIA
El código de Hammurabi revela también muchos aspectos sobre la estructura de la sociedad amorita de Babilonia. En general, los ordenamientos sociales más complejos de la civilización sumeria habían cedido paso a un sistema más sencillo pero opresor. Una clase elevada de nobles —funcionarios de palacio, sacerdotes del templo, militares de alto rango y ricos comerciantes— controlaba grandes fincas y una riqueza asombrosa. Por debajo de este pequeño estrato se hallaba una enorme clase de individuos legalmente libres que, sin embargo, eran «dependientes» de palacio o del templo, o que arrendaban tierra de las fincas de los poderosos. Entre estos dependientes se incluían los jornaleros y artesanos, los comerciantes y agricultores a pequeña escala, así como los cargos políticos y religiosos menores del estado.
En el estrato inferior de la sociedad babilónica estaban los esclavos, muchos más que en el período sumerio, y a los que también se trataba con mayor dureza. Además, eran un grupo separado fácilmente identificable, puesto que los hombres libres, ya fueran nobles o dependientes, lucían largas melenas y barbas, mientras que los esclavos iban afeitados y estaban marcados. Algunos esclavos se adquirían mediante comercio, otra diferencia con la práctica sumeria; otros eran capturados en la guerra o se trataba de gente libre que había caído en la esclavitud por deudas o como castigo por determinados delitos. Podían acumular propiedad y pedir préstamos como medio para obtener la libertad, pero es probable que esto no ocurriera con frecuencia.
La sociedad de la antigua Babilonia también estaba muy estratificada por la clase. Un delito cometido contra los nobles suponía un castigo mucho más severo que ese mismo delito cometido contra un dependiente o un esclavo (aunque los nobles recibían castigos más severos que los plebeyos por delitos cometidos contra otros nobles). Los acuerdos matrimoniales y las costumbres reflejaban las diferencias de clase; el precio de la novia y su dote dependían de la posición de las partes implicadas.
El código de Hammurabi proporciona pruebas de la posición y trato de las mujeres en la sociedad babilónica. Las mujeres disfrutaron de cierta protección por parte de la ley, incluido el derecho a divorciarse de un marido abusivo, negligente o indigente. Si un marido se divorciaba de una mujer «sin motivo», estaba obligado a proporcionarle sostén financiero, así como a sus hijos. No obstante, pese a estas protecciones, la ley babilónica consideraba a las esposas propiedad de sus cónyuges. Una mujer que fuera por la ciudad difamando a su marido estaba sujeta a morir ahogada; sufriría el mismo destino, junto con su amante, si se la pillaba cometiendo adulterio. En contraste, los esposos tenían derecho legal a una considerable promiscuidad sexual no sólo con las prostitutas del templo, sino con esclavas y concubinas.
EL LEGADO DE HAMMURABI
Hammurabi murió en torno a 1750 a. J.C. Aunque bajo sus sucesores se produjo cierta contracción del antiguo Imperio babilónico, sus logros perduraron. Sus reformas administrativas, combinadas con sus innovaciones en el imperialismo religioso, crearon un estado duradero e importante en Mesopotamia. Durante dos siglos más el antiguo Imperio babilónico desempeñó un papel trascendental en Oriente Próximo, hasta que los invasores del norte saquearon la ciudad y la ocuparon. Babilonia continuó siendo la ciudad más famosa de la región durante otros mil años.
El legado de Hammurabi trascendió con creces las fronteras de su reino. Su éxito y la facilidad y aplomo con que lo consiguió fueron decisivos para dar forma a las concepciones de la monarquía en el antiguo Oriente Próximo. Después de su reinado las religiones de estado unificado ras desempeñarían un papel cada vez más importante en la política de los reyes de la región. También demostró la eficacia de la escritura como herramienta política. La diplomacia, el mantenimiento de extensos archivos y las relaciones internacionales caracterizarían a los imperios posteriores de Oriente Próximo, así como la declaración de que los reyes deben ser los protectores de los débiles y los árbitros de la justicia dentro de sus reinos. El código legal de Hammurabi se basó en las tradiciones de los reyes mesopotámicos previos, pero su grandeza consistió en que transformó la impartición de la ley en un imperativo para cualquier gobernante ambicioso de un futuro reino o imperio de Oriente Próximo.
La otra civilización fundamental del mundo mediterráneo surgió en Egipto, más o menos a la vez que Sumer. Sin embargo, a diferencia de los sumerios, los egipcios no tuvieron que arrancar su supervivencia de un entorno hostil e impredecible, pues su tierra se renovaba cada año con las regulares crecidas estivales del Nilo. El rico sedimento negro que el río dejaba tras de sí hacía del valle del Nilo la región agrícola más fértil del mundo mediterráneo. Buena parte de las particularidades de la civilización egipcia se basa en este hecho ecológico fundamental.
El Antiguo Egipto era una franja de tierra estrecha y alargada que serpenteaba hacia el norte desde la Primera Catarata (una serie de rocas y rápidos en el río a la altura de la antigua ciudad de Elefantina), a lo largo de las dos orillas del Nilo hacia el mar Mediterráneo, durante una distancia de 1.100 kilómetros. Fuera de esta estrecha franja de territorio —cuya anchura variaba de unos cuantos cientos de metros hasta no más de 23 kilómetros— se extendía un desierto inhabitable, donde apenas caía lluvia. Este contraste entre la fértil «Tierra Negra» a lo largo del Nilo y la «Tierra Roja» desértica más allá influyó profundamente en la manera en que los egipcios veían su mundo. Consideraban Egipto el centro del cosmos, mientras que las tierras que se extendían más allá se hallaban por completo fuera de las fronteras de la vida civilizada.
Como tierra, nación y civilización, Egipto ha disfrutado de una continuidad notable. Las raíces de la cultura egipcia se remontan al menos al año 5000 a. J.C., y su independencia y diferencia continuarían asombrándonos hasta su asimilación en el Imperio romano desde el año 30 a. J.C. A partir del año 3000 a. J.C. aproximadamente, el elemento definidor en la cultura del Antiguo Egipto sería la influencia dominante de un estado poderoso, centralizado y burocrático, encabezado por faraones a quienes su pueblo consideraba dioses vivos. Ninguna otra civilización antigua fue gobernada con un control tan riguroso y durante tanto tiempo.
Por comodidad, los historiadores dividen la historia del Antiguo Egipto en «reinos» y períodos. Al igual que hicieron los antiguos escritores egipcios, los historiadores modernos suelen presentar los reinos Medio y Nuevo como tiempos de fortaleza, prosperidad y unidad, separados por caóticos intervalos en los que la autoridad central se derrumbó (los Primero, Segundo y Tercer Períodos Intermedios). Aunque seguiremos estas divisiones tradicionales, debemos destacar que reflejan la perspectiva centralizadora (y, por tanto, tal vez distorsionante) del mismo estado del Antiguo Egipto. Como veremos, el Primer Período Intermedio en particular parece mucho menos caótico y sombrío si se contempla desde la perspectiva de la sociedad local y no desde la corte del faraón.
EGIPTO PREDINÁSTICO, C. 10000-3100 A. J.C.
Egipto prehistórico o predinástico es el período previo al surgimiento de los faraones y sus dinastías. Emplear la arqueología para recabar información sobre esta era es muy difícil. Muchos asentamientos predinásticos se encuentran ahora enterrados bajo innumerables capas de cieno o fueron destruidos hace mucho por las aguas del Nilo. Además, durante largo tiempo la abundancia del valle del Nilo desalentó la transición a la vida de aldea que tuvo lugar en otras partes del Oriente Próximo neolítico. En el Creciente Fértil, el aumento demográfico obligó a los mesopotámicos a adoptar una vida agrícola asentada durante el octavo milenio a. J.C. En Egipto, en contraste, la población en aumento fue capaz de sostenerse mediante la caza y la recolección hasta el quinto milenio a. J.C.
La población de Egipto aumentó por la combinación del incremento natural —producto de un abundante abastecimiento de comida— y la inmigración de otros lugares. Antes de 10000 a. J.C., la región que ahora constituye el Sahara contaba con una rica variedad de vida vegetal y animal. Sin embargo, con la retirada de los glaciares, la zona comenzó a convertirse lentamente en un desierto, y la gente y los animales buscaron condiciones mejores. Muchos lograron llegar al valle del Nilo. En el período Predinástico, una multitud de pueblos procedentes del norte y este de África y Asia occidental ya se habían asentado en Egipto. Así pues, la notable unidad de la cultura egipcia surgió de raíces extremadamente heterogéneas y no fue producto de ningún grupo étnico o racial particular.
El primer asentamiento permanente conocido en Egipto está fechado en torno a 4750 a. J.C. y se hallaba cerca del pueblo actual de Merimde Beni Salama, en el borde suroccidental del delta del Nilo. Era una próspera comunidad agrícola que tal vez albergara hasta dieciséis mil habitantes (si bien esta cifra, al basarse en restos de enterramientos que son difíciles de interpretar, está abierta a la discusión). A partir de entonces la economía egipcia comenzó a complicarse. En torno a 3500 a. J.C., los residentes de Maadi, a escasos cinco kilómetros de Merimde Beni Salama, ya contaban con extensos contactos comerciales con la península del Sinaí, Oriente Próximo y el tramo alto del Nilo, a varios cientos de kilómetros hacia el sur. El cobre fue una importación particularmente significativa, porque permitió a los habitantes reemplazar las herramientas de piedra por las de metal. Asimismo, se han descubierto muchos otros centros agrícolas neolíticos en el delta del Nilo o sus cercanías, donde ya se estaba desarrollando cierto grado de unidad cultural. En los siglos posteriores esta área se conocería como el Bajo Egipto (debido a que se hallaba corriente abajo del río). Fuera del delta también estaban surgiendo avances comparables. Al final del período Predinástico, la cultura material y las prácticas de enterramiento ya eran más o menos uniformes desde el borde meridional del delta hasta la Primera Catarata, una vasta longitud del Nilo conocida como el Alto Egipto.
Aunque los pueblos del Bajo Egipto eran más numerosos, fue en el Alto Egipto donde se desarrollaron las primeras ciudades verdaderamente egipcias. En 3200 a. J.C., comunidades como Nejen, Naqada, This y Abidos ya habían alcanzado altos grados de especialización profesional y social. Se habían rodeado de complicadas fortificaciones y habían comenzado a construir elaborados complejos de templos y santuarios para honrar a los dioses locales.
Este último hecho tal vez resulte clave para explicar el paso de estos pueblos a ciudades. Al igual que en el caso de Uruk en Mesopotamia, sus funciones como centros de culto regionales atraían a los viajeros y fomentaban el crecimiento de las industrias. Pero a diferencia de Mesopotamia, el viaje por el Alto Egipto era relativamente fácil. Casi todos los egipcios vivían a la vista del Nilo, lo que permitía que el gran río sirviera de autopista que unía la nación. Así pues, gracias al Nilo, la región situada al sur del delta, pese a su enorme longitud geográfica, fue capaz de forjar una unidad cultural que acabó siendo también política.
El Nilo alimentaba y unía Egipto. Era un conducto para las personas, los bienes y las ideas. Los gobernantes centralizadores podían proyectar su poder con rapidez y eficacia curso arriba y abajo del río. Al término del período Predinástico, las ciudades del Alto Egipto ya se habían reunido en una confederación bajo el liderazgo de This. A su vez, la presión ejercida por esta confederación obligó a los pueblos del Bajo Egipto a adoptar su propia forma flexible de organización política. En 3100 a. J.C. la rivalidad entre estas regiones en competencia ya había dado origen a los dos reinos incipientes del Alto y Bajo Egipto.
LA UNIFICACIÓN DE EGIPTO:
EL PERÍODO ARCAICO, 3100-C. 2686 A. J.C.
Con el surgimiento de poderosos gobernantes que pretendían unificar estos dos reinos, entramos en la fase dinástica de la historia egipcia. El sistema de numeración para las dinastías faraónicas lo desarrolló (o al menos lo conservó en la escritura) un sacerdote egipcio del siglo III a. J.C. llamado Manetón. En líneas generales, su obra ha soportado el escrutinio de los historiadores y arqueólogos modernos, si bien la investigación reciente nos ha llevado a reconocer una «dinastía 0», un conjunto de primeros reyes cruciales para la unificación inicial de Egipto que Manetón no registró. Pero estos gobernantes, conocidos casi de forma exclusiva por las pruebas arqueológicas, continúan siendo, cuando mucho, figuras vagas. Entre ellos se encontraba un hombre fuerte, conocido como «Rey Escorpión» por una cabeza de maza que detalla en dibujos su reafirmación de autoridad sobre la mayor parte de Egipto. Otro, el rey Narmer, parece que gobernó tanto el Alto como el Bajo Egipto y tal vez sea el legendario rey Menes o Min, a quien más tarde los egipcios adjudicaron esta hazaña. Estos reyes probablemente fueron originarios de Abidos, en el Alto Egipto, donde también los enterraron. Sin embargo, su capital administrativa estaba en Menfis, la ciudad capital del Bajo Egipto e importante centro para comerciar con la península del Sinaí y Oriente Próximo.
Después de la unificación del Alto y Bajo Egipto, los rasgos básicos del gobierno de los faraones adoptaron unas características que persistirían durante los tres mil años siguientes. Desde fecha muy temprana se identificó estrechamente al faraón con la divinidad. En la primera y segunda dinastías ya se le consideraba la manifestación terrenal de Horus, el dios halcón. Así pues, estos primeros gobernantes egipcios reclamaron una naturaleza sagrada diferente por completo de los primeros lugal sumerios, mortales que se limitaban a disfrutar del favor divino.
Lo misterioso es cómo consiguieron establecer su naturaleza divina estos primeros faraones, cuando sabemos que legitimar su gobierno sobre todo Egipto fue una tarea difícil. Las lealtades civiles y religiosas se mantenían firmes, y durante siglos los habitantes del Bajo Egipto continuarían considerándose diferentes en ciertos aspectos de sus primos del sur. No obstante, los esfuerzos por crear una identidad egipcia unificada comenzaron muy pronto, como se ve por la paleta de Narmer. Parece probable que los faraones se declararan divinos como una manera de resolver este problema de unidad política, y —dejando de lado los detalles de cómo se llevó a cabo dicha sacralización— su éxito resultó asombroso. A finales de la dinastía II, el faraón ya no era sólo el gobernante de Egipto; en cierto sentido era el mismo Egipto, una personificación de la tierra, del pueblo y de su conexión con lo divino.
LENGUA Y ESCRITURA
Entre las muchas facetas de la cultura egipcia que han fascinado y desconcertado a los observadores posteriores, se encuentra el sistema de escritura pictográfica. Denominado hieroglifos (grabados sagrados) por los griegos, estos símbolos extraños y elaborados se mantuvieron impenetrables y, por tanto, de lo más misteriosos, hasta el siglo XIX, cuando un erudito francés llamado Jean-François Champollion los descifró con la ayuda de la Piedra Rosetta. Este documento contiene tres versiones del mismo texto, escritas en griego antiguo, demótico (la caligrafía de una versión posterior de la lengua egipcia) y jeroglífico. Como sabía leer el texto en griego, Champollion fue capaz de desentrañar también los textos demótico y jeroglífico. A partir de este comienzo, generaciones de estudiosos han aumentado y refinado nuestro conocimiento de la sociedad y lengua del Antiguo Egipto.
El desarrollo de la escritura jeroglífica en Egipto data de hacia 3200 a. J.C. Su naturaleza pictográfica puede delatar una primera influencia de Mesopotamia, pero las dos caligrafías son tan diferentes que probablemente se desarrollaron de manera independiente. Al igual que en Sumer, la tecnología de la escritura se convirtió pronto en una importante herramienta para el gobierno y la administración egipcios. Sin embargo, a diferencia del cuneiforme sumerio, los jeroglíficos egipcios nunca evolucionaron mucho hacia un sistema de fonogramas. En su lugar, los egipcios desarrollaron una caligrafía cursiva más sencilla y veloz para representar los jeroglíficos denominada hierática, que se empleaba para los asuntos cotidianos de gobierno y comercio. También desarrollaron una versión abreviada de la hierática que los escribas podían emplear para tomar notas rápidas.
Quedan pocos restos de la primera escritura hierática debido en buena medida a la naturaleza perecedera del medio sobre el que solía estamparse: el papiro. Producido mediante el empapamiento, secado y procesamiento de las cañas del río, el papiro era más ligero, fácil de escribir en él y transportable que las tablillas de arcilla empleadas por los sumerios. Cuando se cosían juntos en rollos, también posibilitaban registrar y guardar grandes cantidades de información en un espacio muy reducido. La producción de este versátil material de escritura se mantuvo como una de las más importantes industrias egipcias durante toda la Antigüedad, y se convirtió en un valioso artículo de exportación. Sin embargo, incluso en las condiciones arenosas y áridas de Egipto, el papiro es frágil y está sometido a la descomposición. En climas más húmedos, casi nunca sobrevive para que lo desentierren los arqueólogos. Así pues, la gran mayoría de documentos en papiro se ha perdido, hecho que limita considerablemente nuestra comprensión del Egipto del Reino Antiguo.
La lengua de los antiguos egipcios ha sido asunto de debate durante mucho tiempo. El egipcio arcaico presenta rasgos que lo enlazan tanto con las lenguas semíticas de Oriente Próximo como con diversos grupos lingüísticos africanos, pertenecientes todos a una «superfamilia» conocida como afroasiática. Algunos lingüistas históricos han propuesto que el egipcio arcaico podría representar la supervivencia de una lengua «raíz» de la que evolucionaron las demás del grupo afroasiático. Teniendo en cuenta los movimientos de pueblos dentro, fuera y a través del valle del Nilo en el período prehistórico, esta teoría constituye una clara posibilidad. Pero sean cuales fueren sus orígenes, la lengua egipcia ha disfrutado de una larga historia. La lengua del Reino Antiguo sobrevivió y evolucionó durante miles de años para convertirse en la conocida como copto en la Antigüedad clásica, que continúa empleándose en la liturgia de la Iglesia cristiana copta.
EL REINO ANTIGUO, C. 2686-2160 A. J.C.
Como han sobrevivido tan pocos documentos de los asuntos rutinarios del Reino Antiguo, escribir una historia de este período es una empresa difícil. Los textos funerarios de las tumbas de la élite nos permiten decir algo sobre los logros de individuos particulares y obtener cierta impresión de la vida cotidiana, pero sabemos poco sobre las vidas de los egipcios normales y corrientes. Complica más nuestro problema la propia actitud de los egipcios del Reino Antiguo. Debido a su creencia en la naturaleza cíclica e invariable del universo, apenas les interesaban la historia y los acontecimientos históricos tal como nosotros los concebimos. Por tanto, es poco probable que alguna vez seamos capaces de reconstruir su historia con algún detalle.
No obstante, disponemos de rica documentación sobre individuos, prácticas y credos a través de los textos y el arte de ese período. Un rasgo que emerge claramente de estas fuentes es que los faraones de la dinastía III (c. 2686-2613 a. J.C.) ya habían construido en buena medida una administración potente y centralizada, dedicada a su auto-glorificación. Puesto que el faraón era Egipto, todos sus recursos le pertenecían. Controlaba el comercio de largo recorrido, y ya se habían desarrollado sistemas de recaudación fiscal y reclutamiento de mano de obra. Para administrar su imperio, los faraones establecieron gobernadores locales nombrados desde el centro (conocidos por los griegos como nomarcas), muchos pertenecientes a su propia familia, pero mantuvieron un estrecho control sobre ellos y sus ejércitos de funcionarios menores para impedirles que echaran raíces en los territorios que administraban.
La formación como escribas estaba muy extendida por el Reino Antiguo porque la escritura resultaba crucial para la gestión y explotación de la vasta riqueza de Egipto. Y como los burócratas instruidos en la escritura eran esenciales para el gobierno tanto en el ámbito nacional como en el local, disfrutaban de poder, influencia y posición. Hasta un niño que acababa de empezar su formación como escriba se consideraba merecedor de gran respeto. La preparación era difícil, pero un documento del Reino Medio llamado «La sátira de los oficios» recordaba al escriba en formación cuánto acabaría beneficiándole su educación y cuánto mejor le iría que a los practicantes de otros oficios.
Imhotep y la «Pirámide Escalonada»
En los albores del Reino Antiguo, nos encontramos con uno de los más grandes funcionarios administrativos de la historia de Egipto. Imhotep ascendió por la escala de la administración del faraón para convertirse en una especie de visir, la mano derecha de Zoser, uno de los primeros faraones de la dinastía III. Entre los conocimientos de Imhotep se incluían medicina, astronomía, teología y matemática, pero sobre todo era arquitecto. Otros faraones anteriores ya habían dedicado enormes recursos a sus instalaciones de enterramiento en Abidos. Sin embargo, fue Imhotep quien diseñó la Pirámide Escalonada, el primer gran monumento en la historia mundial construido enteramente con piedra labrada. No sólo iba a ser el lugar de descanso final de Zoser, sino símbolo y expresión de su poder trascendente como faraón.
Construida al oeste de Menfis, la capital administrativa, cerca de la actual Saqqara, la Pirámide Escalonada se yergue sobre el desierto hasta una altura de 60 metros. Su diseño se basó en una forma más antigua de monumento funerario, la mastaba, edificio bajo y rectangular, construido por completo de adobe, con techo plano y laterales inclinados. Probablemente, Imhotep comenzó teniendo en la mente el modelo de la mastaba, pero lo alteró de forma radical al apilar unas mastabas encima de otras cada vez más pequeñas y al construirlas por entero de piedra caliza. Alrededor de este impresionante monumento se hallaba un enorme templo y complejo mortuorio, tal vez siguiendo el modelo del palacio de Zoser en la capital. Estos edificios cumplían dos objetivos. El ka de Zoser (su espíritu tras la muerte; véase más adelante) tendría lo que necesitaba para gobernar en la otra vida, y el diseño de los edificios, con sus puertas inamovibles y pasadizos laberínticos, frustraría a los saqueadores de tumbas (eso se esperaba), problema crónico cuando los enterramientos faraónicos se hicieron más ricos y, de este modo, más tentadores para los ladrones.
Tal vez Imhotep pretendiera que su diseño piramidal evocara los rayos descendentes del sol dador de vida; o quizá la pirámide fuera el medio para que el ka del faraón ascendiera al cielo y se incorporara al sol en su viaje hacia el oeste tras la muerte. Pero dejando de lado la trascendencia teológica del diseño, a nadie se le podía escapar el poder faraónico que subyacía en esta construcción. Imhotep había sentado un precedente al que todos los faraones del Reino Antiguo aspirarían. A la larga, la competencia por construir pirámides cada vez mayores y más elaboradas los arruinaría.
En la dinastía IV (2613-2494 a. J.C.), período durante el cual se construyeron las grandes pirámides de Giza, el Reino Antiguo alcanzó su cima. Se trataba de las verdaderas pirámides que se han convertido en símbolos eternos de la civilización egipcia. La Gran Pirámide, construida para el faraón Jufu (o Keops en griego), tenía una altura original de 146,6 metros y una base de 233 metros, se erigió con más de 2.300 millones de bloques de piedra caliza y encerraba un volumen de 2,6 millones de metros cúbicos. Con la excepción de unos pocos canales de ventilación, pasadizos y cámaras de enterramiento, la estructura es completamente maciza. En tiempos antiguos, la pirámide entera estaba revestida de brillante piedra caliza blanca y rematada por un enorme coronamiento chapado en oro, al igual que las dos imponentes pero ligeramente menores pirámides del mismo lugar, construidas para los sucesores de Jufu, Jafre (Kefrén) y Menkaure (Micerino). Durante la Edad Media, los constructores y gobernantes de la gran capital musulmana de El Cairo despojaron a estas pirámides de las piedras de revestimiento para emplearlas en la construcción y fortificación de su propia ciudad. Probablemente los coronamientos dorados ya habían desaparecido. Pero en la Antigüedad esas pirámides, con su brillante revestimiento de piedra caliza, resplandecerían bajo el intenso sol y resultarían visibles a muchos kilómetros a la redonda.
El historiador griego Herodoto, quien recorrió Egipto más de dos mil años después de la construcción de las pirámides, declaró que se necesitaron cien mil peones y veinte años para construir la Gran Pirámide, pero probablemente se trata de una exageración, pues entonces, como ahora, los guías egipcios disfrutaban contando cuentos a los visitantes. Sin embargo, el hecho de que se creyera lo que le habían dicho demuestra la impresión que le causaron estos monumentos. Aunque en otro tiempo se pensó que fueron obra de esclavos, en realidad las pirámides las levantaron decenas de miles de jornaleros campesinos, quienes trabajaban con mayor intensidad en ellas mientras sus campos se hallaban bajo el agua. Puede que algunos trabajadores fueran forzados, pero la mayoría es probable que participara por voluntad propia en los proyectos arquitectónicos que glorificaban al dios vivo que los gobernaba y les servía de vínculo con el orden cósmico.
Los monumentos de los faraones de las dinastías III y IV atestiguan el tremendo poder que ostentaban. Sin embargo, apenas cabe duda de que la ingente inversión en mano de obra y riqueza que requirieron causó grandes tensiones en la sociedad. Los recursos naturales se explotaron con mayor intensidad que antes; aumentó el control gubernamental sobre la vida de los individuos; y el número de funcionarios administrativos empleados por el estado se incrementó todavía más. Asimismo, se intensificó el contraste entre los espléndidos logros culturales de la capital faraónica, Menfis, y el resto de la sociedad. El culto al faraón se volvió más elaborado cuando los de las dinastías III y IV comenzaron a presentarse no sólo como manifestaciones del dios Horus, sino también como la personificación del dios solar Ra. No obstante, al mismo tiempo, se fue abriendo una brecha entre las pretensiones centralizadoras del faraón y las lealtades de los egipcios a sus dioses y dirigentes locales. Estas tensiones acabarían suponiendo el fin del Reino Antiguo y anunciarían los importantes cambios que tendrían lugar en el Primer Período Intermedio.
LA SOCIEDAD EN EL REINO ANTIGUO
La pirámide social del Reino Antiguo era extremadamente empinada. En su vértice se encontraban el faraón y su familia. Durante las dinastías III y IV su posición, prestigio y poder eran tan grandes que los colocaban aparte del resto de los egipcios. Había una clase de nobles, pero hasta la dinastía V estaba claramente subordinada, su papel primordial era servir como sacerdotes y funcionarios del gobierno del faraón. Los escribas también solían escogerse entre los hijos de estas familias nobles. A pesar de su subordinación al faraón, las élites vivían en un lujo considerable. Poseían fincas extensas con artículos exóticos y buen mobiliario. Tenían perros, gatos y burros como mascotas, y se dedicaban a la caza y a la pesca por diversión.
Por debajo de la exigua minoría que representaban la realeza y la nobleza estaban todos los demás. La mayoría de los egipcios era pobre y vivía en condiciones de hacinamiento en sencillas viviendas de adobe. Sin embargo, durante el período de prosperidad, los artesanos diestros —joyeros, orfebres y demás— podían ascender y disfrutar de ambientes mejores, aunque no debemos pensar en ellos como en una «clase media». Los alfareros, tejedores, albañiles, cerveceros, comerciantes y maestros de escuela también gozaban de cierto respeto y prestigio, así como de un nivel de vida superior al resto. No obstante, la mayor parte de los egipcios eran campesinos: jornaleros sin cualificación que proporcionaban la fuerza bruta necesaria para la agricultura y la construcción. Por debajo de ellos se encontraban los esclavos, en general, cautivos de guerras exteriores. Pero a pesar de la naturaleza teocrática del gobierno faraónico y de las enormes exigencias que suponía para la riqueza del país, la sociedad no parece que fuera particularmente opresiva. Incluso los esclavos disfrutaban de ciertos derechos legales, entre los que se incluía la capacidad de poseer propiedades personales, disponer de ellas y legarlas.
Las mujeres en el Reino Antiguo
Para los parámetros del mundo antiguo, las egipcias disfrutaban de una condición y protección legales inusualmente altas. No se les permitía formarse para ser escribas ni ocupar puestos importantes, pero breves notas personales intercambiadas entre mujeres de posición social sugieren cierto grado de alfabetización. En tiempos de crisis, como en el caso de la reina Nitocris, al final de la dinastía VI, una mujer de la familia real podía asumir la autoridad faraónica (si bien solía ser cuidadosa en representarse de manera muy varonil). Las egipcias tenían capacidad legal ante los tribunales por su propia persona; podían iniciar pleitos (incluido el de divorcio), defenderse, dar testimonio y poseer propiedad, sin el guardián o representante masculino que solía requerirse en otras sociedades antiguas.
Nada de esto debe oscurecer el hecho de que, en el fondo, Egipto era una sociedad rígidamente patriarcal. Aparte de su papel como sacerdotisas, las mujeres estaban excluidas del funcionariado estatal. Si bien la mayoría de los egipcios practicaba la monogamia, los hombres importantes y poderosos podían —y lo hacían— mantener harenes de esposas inferiores, concubinas y esclavas. Además, el hombre podía practicar la libertad sexual, casado o no, con impunidad legal; si lo hacía una esposa, estaba sujeta a severas penas legales. Puede que las divisiones de género estuvieran definidas con menor claridad entre el campesinado que entre las élites. Las campesinas trabajaban en los campos durante las cosechas y llevaban a cabo diversas tareas serviles pero vitales. No obstante, como es habitual en el mundo antiguo, sólo podemos vislumbrar las vidas de los campesinos a través de los ojos de sus superiores en la sociedad.
Ciencia y tecnología
Pese a su arquitectura monumental, los egipcios iban a la zaga de los sumerios y acadios en ciencia y matemática, así como en tecnología en general. Sólo realizaron avances notables en el cálculo del tiempo. Por motivos religiosos y agrícolas, su astronomía se dedicaba en buena parte a la observación del sol; el calendario solar que desarrollaron era mucho más preciso y elaborado que el lunar de los mesopotámicos. Mientras que los sumerios nos han legado su medio de dividir y medir el día, el calendario egipcio, adoptado en Roma por Julio César, es el antepasado directo de nuestro calendario occidental moderno. Por lo demás, la educación se restringía mayoritariamente a la lectura y la escritura, lo que hace que el ingenioso erudito Imhotep resulte mucho más asombroso e inusual. Los egipcios idearon eficaces sistemas de irrigación y control del agua, pero no adoptaron mecanismos de ahorro de trabajo como la rueda hasta mucho después que los sumerios, tal vez porque la abundante mano de obra disponible de campesinos parecía casi inagotable en un país tan densamente poblado. Tampoco las leyes y los documentos «civiles» emitidos por los lugal de Mesopotamia tienen paralelos en el Reino Antiguo. Al parecer, no había necesidad de leyes escritas: la ley era lo que el faraón, el dios vivo, proclamaba que fuera.
RELIGIÓN Y VISIÓN DEL MUNDO
Los egipcios del Reino Antiguo se consideraban completamente aparte de las restantes civilizaciones. Una persona era egipcia o bárbara, y la separación entre ambas era absoluta. Sin embargo, dentro de Egipto lo que importaba era el hecho de ser egipcio; aparte del género, todas las demás distinciones resultaban nimias en comparación con esta distinción fundamental entre egipcios y extranjeros. La confianza de los egipcios en su superioridad provenía de que tenían una clara conciencia de la singularidad de su país, alimentado por el Nilo y protegido por los desiertos atroces y los vastos mares que lo circundaban. Resultaba patente que su país era el centro del mundo.
Aunque construyeron diversos mitos de creación acerca del mundo, no les interesaba demasiado cómo llegó a existir la humanidad. Les importaban más los medios por los que se creaba y recreaba la vida en un ciclo interminable de renovación. Esta concepción cíclica confería cierto tinte repetitivo, predecible y, en definitiva, estático a su modo de percibir el cosmos. Consideraban muchos fenómenos acontecimientos cíclicos, lo que no resulta sorprendente si se tiene en cuenta la dependencia de este pueblo de los ciclos anuales del Nilo.
En el centro de la religión egipcia se encontraba el mito de los dioses Osiris e Isis, hermano y hermana, marido y mujer, y dos de los nueve dioses «originales» de su credo. Osiris fue el primero que reinó en la tierra, pero su hermano Set quería el trono y lo mató, metiéndolo dentro de un féretro sellado. Con grandes esfuerzos, Isis logró recuperar el cadáver, pero Set se lo volvió a arrebatar, lo cortó en pedazos y esparció sus restos por todo Egipto (de este modo, el país entero podía reclamar a Osiris y los santuarios que se le dedicaban se extendían por todo el territorio). Sin dejarse intimidar, Isis buscó la ayuda de Anubis, el dios de la momificación, y juntos consiguieron reunir a Osiris. Luego Isis lo revivió el tiempo suficiente para concebir un hijo de él, que se convirtió en el dios Horus. Con la ayuda de la magia de su madre, Horus resistió los ataques de Set y sus secuaces; después, Horus y Set compitieron por el trono vacante de Osiris, hasta que finalmente Horus venció y vengó a su padre.
Esta mitología era de una importancia extrema para los egipcios. El relato de Osiris es un mito sobre la vida que surge de la muerte, pero no es la narración de una resurrección: Osiris sólo revive temporalmente. La noción que encarna el mito, la nueva vida que surge de los muertos, tal vez apareciera en los primeros asentamientos agrícolas, donde ya se enterraban los cadáveres con abundante ajuar funerario y un cuidado especial. La promesa de la continuación de la vida —rítmica, cíclica, inevitable— encarnada por Osiris le convirtió en una importante deidad agrícola.
El culto a los muertos
Osiris también era una deidad central en el culto a los muertos de los egipcios. A diferencia de los sumerios, los egipcios no tenían una visión sombría de la muerte y el mundo de ultratumba. La muerte era un desagradable rito de paso, algo que era preciso soportar en el camino hacia la otra vida, que era más o menos como la existencia terrenal, aunque mejor. Pero esa travesía no era automática y estaba repleta de peligros. Después de la muerte, el ka del fallecido, o la existencia del más allá, tendría que vagar por el infierno, el Duat, en busca de la Casa del Juicio. Allí Osiris y cuarenta y dos jueces más decidirían el destino del ka. Los demonios y los espíritus malignos podían intentar frustrar el camino del ka para llegar a la Casa del Juicio, y el viaje podía durar cierto tiempo. Sin embargo, si el fallecido lograba llegar y se le juzgaba merecedor, disfrutaría de inmortalidad como un aspecto de Osiris. Por esta razón, con frecuencia se referían a los muertos como «Osiris (y el nombre del fallecido)».
Debido a sus creencias acerca de la muerte, los egipcios desarrollaron elaborados rituales para ocuparse de ella. En primer lugar, resultaba crucial que el cadáver se conservara: ésta es la razón por la que desarrollaron sus sofisticadas técnicas de embalsamamiento y momificación. El cadáver se disecaba, se extraían todos los órganos vitales (salvo el corazón, que desempeñaba un papel clave en el juicio final) y después se trataba con productos químicos para conservarlo. Antes del entierro también se colocaba sobre la momia una máscara retrato funeraria a fin de que el cadáver continuara resultando reconocible en la muerte a pesar de estar envuelto en cientos de metros de lino. Para sustentar al fallecido en su viaje por el mundo de ultratumba, en la sepultura, junto al cuerpo, se colocaban comida, ropa, utensilios y otros artículos de vital importancia.
«Textos de ataúd» o «Libros de los muertos» también acompañaban al cadáver. Estos escritos contenían buena parte de lo que el fallecido necesitaría en su viaje por el Duat: hechizos mágicos, encantos rituales y demás. Este conocimiento le ayudaría a sortear los peligros en su camino hacia Osiris, así como a preparar su corazón para la prueba final. Al llegar a Osiris y los restantes jueces, el fallecido efectuaría una «confesión negativa», una negación formularia de una letanía de delitos. Entonces el dios Anubis pesaría su corazón delante de los jueces, colocándolo en la balanza con la pluma de la diosa Maat. Sólo si el corazón y la pluma conseguían un equilibrio perfecto, la persona fallecida alcanzaría la inmortalidad como un aspecto de Osiris. En el tercer milenio este privilegio estaba reservado para la familia real, pero a mediados del Reino Medio la participación en estos rituales funerarios ya resultaba accesible para la mayoría de los egipcios.
El cuidadoso detalle con el que los egipcios afrontaban la muerte ha solido llevar a la asunción errónea de que la suya era una «cultura de la muerte», obsesionada por completo con el problema que suponía. En realidad, la mayoría de sus prácticas y creencias ratificaban la vida, y el papel de Osiris (también, recordemos, un dios de la vida que regresa) y el mundo de ultratumba no se contemplaban con horror, sino con esperanza. Asimismo, la confianza de los egipcios en la naturaleza cíclica del cosmos y el poder resistente de la vida se ponen de manifiesto en su interpretación del ciclo solar. Cada mañana, el cielo, personificado como la diosa Nut, da a luz, literalmente, al sol (con frecuencia identificado con el dios Ra). A continuación el dios sol emprende su camino hacia el oeste, cruzando las aguas celestiales del firmamento en su barca del día rumbo a la tierra de los muertos. (A Osiris solía llamársele «Aquel que gobierna Occidente», es decir, la tierra de los muertos.) El viaje del dios solar en su barca del día se podía observar, un recorrido pacífico y ordenado que cruzaba el cielo. El viaje en su «barca de la noche» estaba repleto de terrores, entre los que se incluía una serpiente gigantesca que intentaba bloquearle el camino por los infiernos. Sin embargo, en la parte más profunda de la noche, el sol llegaba al cadáver momificado de Osiris y los dos dioses se convertían en uno, lo que confería al dios sol fuerza para continuar su viaje hasta que su madre Nut pudiera darle a luz una vez más con el alba. La vida siempre triunfaba.
La maat era el elemento que ligaba este círculo interminable de vida, muerte y retorno a la vida. Como muchas otras palabras de la lengua egipcia, carece de equivalente exacto en español. Nuestros conceptos de armonía, orden, justicia y verdad encajarían con comodidad en él, si bien ninguno capta su sentido completo. La noción abstracta y su personificación como deidad femenina llamada Maat eran las que mantenían el universo girando de forma serena, repetitiva y predecible. Así pues, a diferencia de los sumerios, los egipcios del período Arcaico y el Reino Antiguo eran un pueblo seguro de sí mismo y optimista. Creían que vivían en el centro del universo creado, un paraíso donde la estabilidad y la paz estaban garantizadas por la maat y su conexión con ella a través del faraón, quien era la manifestación terrenal de los dioses que lo regían. Durante la mayor parte del tercer milenio, gracias a un largo período de crecidas del Nilo y el aislamiento geográfico de Egipto del mundo exterior, este pueblo fue capaz de mantener la fe en su paraíso perfectamente organizado, en el que percibían que apenas existían cambios.
FIN DEL REINO ANTIGUO
Por razones no del todo claras, las dinastías V y VI (2494-2181 a. J.C.) presenciaron la lenta erosión del poder faraónico. Aunque continuó la construcción de pirámides, los monumentos de este período fueron menos impresionantes en arquitectura, acabado y tamaño, lo que refleja la disminución de prestigio de los faraones que los edificaron. Los sacerdotes de Ra y Nejen también se impusieron ante ciertos faraones más débiles y acabaron degradándolos de ser una encarnación de Horus/Ra a simples hijos del dios. Sin embargo, lo más revelador es que los nomarcas comenzaron a evolucionar al tipo de nobleza hereditaria local que las vigorosas dinastías III y IV se habían negado a permitir. Estos nobles llegaron a cobrar tanta importancia que un faraón de la dinastía VI, Pepi I, estableció vínculos matrimoniales con ellos, de los que tuvo sucesores.
Los investigadores no están seguros de que estas autoridades locales y los sacerdotes restaran poder al centro faraónico. Tal vez los costosísimos esfuerzos constructores de la dinastía IV habían tensado demasiado la economía y se produjeron resentimientos y escasez fuera de la capital de Menfis. Otras pruebas señalan condiciones climáticas cambiantes que quizá alteraron las crecidas regulares del Nilo, lo que llevó a la hambruna e incluso a la inanición en el campo. Un relieve escultórico de finales del Reino Antiguo muestra una fila de egipcios gimientes con los ojos sobresaliendo de los rostros y las costillas claramente visibles bajo la piel. Estas imágenes inquietantes evocan el tipo de hambruna y sufrimiento que asuelan incluso hoy día el noreste de África. Para empeorar las cosas, se estaban empezando a formar pequeños estados en Nubia, al sur, tal vez en respuesta a los ataques egipcios. Dotados de mejor organización y equipo, puede que los nubios restringieran el acceso de los egipcios a los depósitos de metales preciosos en torno a la Primera Catarata, con lo que se paralizó más su economía.
En medio de esta aflicción, no es de extrañar que perdiera credibilidad la afirmación de los faraones de que eran el vínculo con la maat. En su lugar, comenzaron a surgir gobernadores y autoridades religiosas como los únicos garantes eficaces de la estabilidad y el orden en el campo. En 2160 a. J.C., cuando se inicia el Primer Período Intermedio, Egipto ya había dejado de existir en la práctica como país unido. La autoridad central de Menfis se derrumbó y reapareció un antiguo patrón de la historia egipcia: un centro de poder septentrional, con base en Nejen, al que se oponía un régimen meridional cuya sede era Tebas; cada una de estas dinastías declaraba que eran los faraones legítimos de todo el territorio.
Sin embargo, bajo el caos político, el Primer Período Intermedio fue testigo de algunos avances importantes en la sociedad. Hubo una distribución mucho más amplia y equitativa de la riqueza que en el Reino Antiguo, y lo mismo cabe afirmar de la cultura y, en especial, del arte. Los recursos que antes monopolizaba la corte de los faraones en Menfis ahora permanecían en sus lugares de origen, lo que permitía a las élites locales surgir como protectoras de la sociedad y mecenas de los artistas. El resultado fue una rápida difusión de formas culturales que se habían originado en la corte de los faraones y que ahora pasaron a ser parte integrante de la sociedad en su conjunto.
La guerra entre las dos dinastías faraónicas rivales continuaría hasta 2055 a. J.C., cuando el tebano Mentuhotep II conquistó a los norteños de Nejen y se proclamó gobernante de Egipto unido. Su reinado marca el comienzo del período del Reino Medio en la historia egipcia.
EL REINO MEDIO, 2055-C. 1650 A. J.C.
Con el restablecimiento del gobierno unificado, ahora centralizado en el sur en Tebas, Egipto entró en el período del Reino Medio. Poco después de la muerte de Mentuhotep II, un usurpador, el visir Amenemhet, se instituyó a sí mismo y a su descendencia como la brillante dinastía XII. Mantuvo Tebas como centro de poder, pero también construyó una nueva capital justo al sur de Menfis (cuyo nombre, Itj-taui, significa «Amenemhet toma posesión de las Dos Tierras»). La dinastía XII permaneció en el poder durante casi doscientos años y aportó una serie de notables faraones.
Bajo esta dinastía los egipcios empezaron a explotar más de lleno el potencial del comercio hacia el sur. Organizaron expediciones a la tierra de Punt (probablemente, la costa de Somalia) y aseguraron su frontera con Nubia. A mediados del siglo XIX a. J.C., Nubia ya se hallaba bajo firme control egipcio, y en los pequeños estados y principados de Palestina y Siria resultaba patente su fuerte influencia política y económica. Pero a pesar de la renovada fortaleza del país, los egipcios no incorporaron las tierras del noreste a su reino. En su lugar, Amenemhet I construyó las «Murallas del Príncipe» en el Sinaí para protegerse de las incursiones de sus vecinos de Oriente Próximo.
Las ingentes fortificaciones construidas a lo largo de las fronteras egipcias durante la dinastía XII demuestran los grandes recursos de estos faraones, pero también delatan un cambio marcado en su visión del mundo. Hacía mucho que había desaparecido la plácida serenidad cuyo arquetipo era la maat. Los egipcios del Reino Medio contemplaban el mundo más allá de sus fronteras con recelo y temor. Egipto aún no era una potencia imperial porque los faraones del Reino Medio no hicieron intento alguno de incorporar las conquistas a su reino. Pero a diferencia de sus antepasados del Reino Antiguo, los habitantes del Reino Medio manifestaban un interés directo y activo por acontecimientos acaecidos más allá de sus fronteras.
Asimismo, la posición de los faraones había cambiado. Ninguno de los del Reino Medio se representó con la serena confianza de los del Reino Antiguo. Continuaron disfrutando de una posición especial como rey-dios, pero su autoridad no derivaba de una posición remota y proclamada, sino que se representaban como —y se esperaba que fueran— buenos pastores, sensibles hacia sus rebaños de súbditos. La maat no les servía de ayuda en estos deberes; el único modo de proporcionar la paz, prosperidad y seguridad deseadas por su pueblo era proteger Egipto de un mundo exterior hostil. Los retratos de los grandes faraones de la dinastía XII reflejan dolorosamente la preocupación y angustia con las que vivían.
Los egipcios habían perdido esa visión del Reino Antiguo en la que la tierra era un paraíso perfecto e inviolable. La literatura del Reino Medio demuestra el cambio de actitud. Entre las formas literarias más populares estaban las «Instrucciones» a varios reyes, como las Instrucciones al rey Merikare o las Instrucciones a Amenemhet. Esta literatura se caracteriza por el cinismo y la resignación. Un faraón no debe fiarse de nadie: ni de un hermano ni de un amigo ni de compañeros íntimos. Tiene que aplastar las ambiciones de los nobles locales con ferocidad implacable y ha de estar pendiente de los posibles problemas. A cambio de sus esfuerzos en beneficio de su pueblo, no debe esperar gratitud ni recompensa; sólo, que cada año nuevo traiga otros peligros y más desafíos apremiantes, tanto en el país como en el exterior. El chovinismo continuaba, pero se había hecho añicos el aislamiento confiado.
Aunque su actitud puede que nos sorprenda por exagerada, su sensación de inseguridad estaba justificada. Los egipcios se daban cuenta de que de una manera lenta pero inexorable se habían visto arrastrados a un mundo mucho más amplio. Sin embargo, debido precisamente a que perduraba la singularidad de su cultura, ese mundo más amplio que se extendía más allá de las fronteras de las Dos Tierras les parecía ajeno, aterrador y peligroso en potencia. A los faraones del Reino Medio les alarmaba mucho el creciente poder y las ambiciones imperiales de Hammurabi de Babilonia. Pero pronto descubrirían que había peligros aún mayores mucho más cerca de ellos.
Hacia el año 11000 a. J.C., los seres humanos del mundo mediterráneo oriental iniciaron una lenta transición de las sociedades cazadoras-recolectoras a comunidades asentadas agrícolas y pastoriles. Con la capacidad de producir y almacenar excedentes, empezaron a surgir aldeas mayores, lo que permitió un grado más elevado de especialización funcional y una diferenciación más amplia en riqueza y posición entre los individuos y familias. En Sumer, donde aparecieron las primeras ciudades durante el cuarto milenio a. J.C., éstas también fueron centros religiosos, con elaborados complejos de templos y santuarios para los dioses patronos. Hacia 2500 a. J.C. ya había surgido una complicada forma de escritura, conocida como cuneiforme, como importante herramienta para el comercio y la gestión de estos complejos de templos.
El tercer milenio a. J.C. contempló el surgimiento de ciudades-estado mayores y la intensificación de la guerra entre ellas. Las ciudades-estado mesopotámicas estaban ahora al mando de reyes que declaraban gobernar por sanción divina, y cuyo poder y riqueza los iban apartando cada vez más de sus súbditos. Hacia 2350 a. J.C., la vida política sumeria se transformó con el surgimiento de un nuevo pueblo de lengua semítica, los acadios, cuyas conquistas lograron la creación del primer imperio verdadero en la historia mundial. Dicho imperio se convertiría en el modelo que aspirarían a imitar los futuros gobernantes de Mesopotamia.
A pesar de sus vicisitudes políticas, la civilización mesopotámica continuó fiel a sus raíces sumerias durante miles de años. El cuneiforme se mantuvo como la caligrafía básica en la que escribían los pueblos de Oriente Próximo sus lenguas, y aunque el sumerio dejó de hablarse en torno al año 2000 a. J.C., pervivió como lengua de la literatura y la educación durante muchos siglos después de haber desaparecido del uso cotidiano. Nuevos pueblos se trasladaron a la región, pero en general se adaptaron a los patrones de vida urbana establecidos en Sumer siglos antes, absorbiendo su herencia y amoldándose a sus tradiciones políticas y religiosas.
En Egipto, el otro centro importante de la civilización de Oriente Próximo durante estos siglos, la consolidación política ocurrió hacia el año 3000 a. J.C., en un proceso favorecido por la importancia singular del régimen hidrológico del río Nilo. A partir de esa época, Egipto sería gobernado por una burocracia poderosa y muy centralizada encabezada por los faraones, a quienes su pueblo consideraba dioses vivos. Pero a pesar de las divisiones entre el Alto y el Bajo Egipto, la región, durante los Reinos Antiguo y Medio, nunca fue un imperio mantenido por la conquista. Era una sociedad altamente unificada pero provinciana, capaz de movilizar recursos a escala ingente, si bien casi siempre para objetivos internos.
Estas perspectivas distintas se sustentan en las diferencias fundamentales que existen en la ecología de ambas civilizaciones. A diferencia de los sumerios, los egipcios no tenían que luchar para conseguir vivir de un entorno hostil. Mientras existiera la crecida anual del Nilo, podían alimentarse con facilidad y una tensión social relativamente pequeña. Este hecho confirió a su arte un aire de confianza y calma que se echa completamente en falta en Mesopotamia.
Estas dos civilizaciones presentan muchas similitudes. Durante el tercer milenio, ambas pasaron por un proceso de consolidación política, la elaboración de la vida religiosa y la fusión del liderazgo religioso y político. Ambas emprendieron colosales proyectos arquitectónicos y movilizaron recursos a gran nivel para templos, monumentos y proyectos de irrigación. Al mismo tiempo, sin embargo, cada una de estas civilizaciones se desarrolló encerrada en sí misma, rayando en el provincianismo. Aunque tenían algunas relaciones comerciales y es probable que se produjeran algunas transferencias tecnológicas, hubo pocas interacciones políticas o culturales significativas. Habitaban mundos completamente separados en todos los aspectos. No obstante, este aislamiento relativo estaba a punto de cambiar. El siguiente milenio contemplaría el surgimiento en el mundo de Oriente Próximo de imperios a gran escala con base territorial que transformaría la vida en Mesopotamia, Egipto y las tierras que se extendían entre los dos.
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