El capitán parecía estar demasiado impresionado para emitir palabra alguna, pero ante un ademán de Clarke, otro de los detectives tuvo bastante presencia de ánimo para poner un par de esposas en las muñecas del inglés.
Geddes no se movió. Sus facciones permanecían tan desprovistas de expresión como habían estado las del doctor Moreno cuando había sido el centro de la acusación.
—Melodrama en un acto, por un charlatán afortunado —murmuró.
El doctor Lenz le miró un momento, y luego le miró las esposadas muñecas. Suspiró.
—Tiene razón, Mr. Geddes. Temo haberme conducido como un charlatán en mi experimento, pero… no veía otra forma de echar el telón sobre este melodrama. Porque, deliberadamente, les despisté. Este erudito tratado, La magia y la medicina, no proporciona la menor fórmula mágica sobre el experimento de la camisa de fuerza. En realidad —agregó en tono de disculpa— asegura categóricamente que sólo un contorsionista nato, como Mr. Geddes, sería capaz de realizar esa prueba.
—Pero entonces, ¿cómo…? —interrumpió Green.
—Veo que pueden acusarme de confundirles —continuó el director—. Mi esperanza era inducir a Mr. Geddes, el contorsionista nato, a hacer una demonstratio ad oculos. Tuvo la gentileza de complacerme. Tenía mis sospechas cuando vino a verme, junto con Mr. Duluth, esta noche. Y pensé que ávidamente aprovecharía la menor oportunidad de evadirse. Por eso sugerí el experimento de la camisa de fuerza, con la esperanza de que se ofrecería voluntariamente para que se la pusieran y que luego se fugaría por la ventana de la pequeña clínica. Fue tan amable que hasta en eso me dio gusto. Demostró su culpabilidad no sólo tratando de evadirse, sino también al demostrarnos que era capaz de lograrlo. Había dado instrucciones por escrito a Warren de no perderle de vista y de vigilar al pie de la ventana.
—¡Y buen trabajo me dio cuando se deslizó por ese canalón de la fachada! —comentó amargamente el enfermero nocturno—. Más que contorsionista, parecía una anguila.
—Pero todavía no sé cómo empezó a sospechar de Geddes, doctor —observó John Clarke.
—Sencillamente, porque no reaccionaba en la forma debida a las drogas que le dábamos. El doctor Stevens y el doctor Moreno preparan un trabajo sobre la narcolepsia, y se inquietaban porque Geddes era el úrico fracaso en la serie de enfermos que habían tratado a base de sulfato de bencedrina. Ahora comprendo que se veía obligado a simular sus ataques cuando más le convenía.
—¡Pero ese ataque que vimos…! —exclamó el capitán Green, incrédulo.
—Un truco muy convincente, capitán, copiado de los faquires —Lenz levantó el libro La magia y la medicina y prosiguió diciendo—. Lo más valioso que aprendí en este interesantísimo libro fue que los faquires hindúes pueden producir a voluntad, en sus músculos, un estado de rigidez que les hace parecer cadáveres. Cuando se le antoja pueden caer en lo que parece un profundo sueño natural. Saben remedar a la perfección los síntomas de la narcolepsia y de la catalepsia. Y, como todo el mundo sabe, los faquires son los más destacados prestidigitadores e ilusionistas del mundo. Mr. Geddes ha vivido en la India y con sus dotes naturales, potencialmente tan provechosas, de ventriloquia y contorsionismo, debe de haber sido un alumno muy aprovechado.
Por primera vez, desde que empezó a hablar el director, Geddes demostró que le interesaba lo que decía. Se sonrió desdeñosamente y dirigió su suave mirada hacia mí.
—Nací en la India —dijo—, pero el resto es absurdamente estúpido. ¿No les puede explicar, Duluth, que es una simple farsa?
Sostenía todavía el telegrama de Prince Warberg en la mano, y sentí que una ola de ira se levantaba en mi interior a medida que miraba los ojos del inglés.
—Sí —dije lentamente—, puedo explicar la farsa muy bien, pero es algo penoso tener que hacerles saber hasta qué punto la broma ha sido hecha a mis expensas. Debería haber adivinado desde el principio que, como su habitación es contigua a la mía, era la única persona que podía haberme asustado con aquella voz. Debí haber adivinado que las advertencias misteriosas que simulaba haber recibido eran una cortina de humo que le serviría de pretexto para huir mientras estaba a tiempo. Y, por cierto, debería haber descubierto la verdad con ese experimento psicoanalítico que inventé. Usted fue la única persona que reaccionó como culpable cuando dije: esa cosa sobre el mármol.
Green empezó a decir algo, pero hice caso omiso de él y continué:
—A propósito, acabo de descubrir lo que Fogarty sabía respecto a usted. Había hecho un viaje a Inglaterra, y una vez me dijo que su cara le era familiar. De pronto debió de recordar que le había visto detrás de las candilejas en Londres, con el nombre de Mahatma, o el Mago Oriental, o como quiera que se haya hecho llamar. Me imagino que estaba muy entusiasmado cuando el gran maestro en persona se ofreció a enseñarle el experimento de la camisa de fuerza.
Geddes se miró impasiblemente las manos esposadas.
—Sería una buena idea, Duluth, que le contara a la policía cómo fui atacado esta tarde.
—Ya se lo he contado —dije severamente—, pero entonces no me daba cuenta de lo fácil que tuvo que haber sido para un experto contorsionista ponerse la camisa de fuerza y atarse con unas vendas. Por supuesto que fue muy amable de su parte ayudarme con ese plan para descubrir el escondite musical, pero ahora veo lo bien que encuadraba dentro de sus planes. En cuanto supo que habíamos dado con el rastro del yerno, comprendió que tenía que huir rápidamente. Ese plan descabellado le dio la oportunidad de meter el testamento en el bolsillo al doctor Moreno mientras le llevaba a la clínica para darle su medicamento. Con un poco de suerte se hubiera fugado a pesar de todo. Lástima que el doctor Lenz no fue tan tonto como yo.
El inglés se encogió de hombros. Aún en ese momento no parecía estar desconcertado. Su flema británica, que tan loable me había parecido en el pasado, seguía imperturbable, a pesar de las esposas y del grupo de policías que le rodeaba. Mi enojo había llegado a un punto en que no podía dominarlo.
—De modo que éramos camaradas —exclamé—, y todo marchaba a pedir de boca. Pero resulta que todavía soy bastante romántico para resentirme cuando un compañero me traiciona. Tal vez haya tenido un éxito estrepitoso en su papel de Mahatma, la Maravilla Oriental, pero a mis ojos no es más que un insigne bribón. Lo que trató de hacer a Miss Pattison fue una de las villanías más sucias y crueles que jamás se hayan visto.
Me estaba preparando para insultarle de verdad cuando el capitán me interrumpió.
—¿Qué dice el telegrama? —me preguntó volviendo a lo concreto—. Eso es lo que quiero saber.
—Ah, sí, el telegrama —repetí irónicamente—; me había olvidado de esa prueba verdaderamente decisiva. Escuchen.
Alisé el papel arrugado y leí:
Acabo hablar Sylvia Dawn en Hollywood. Stop. Parece artista mediocre inofensiva. Stop. Está preocupada porque teme abandono marido. Stop. Fue hacia Este sin dejar dirección. Stop. Marido inglés nacido indostán treinta y cuatro años buen mozo pequeño bigote temporal. Stop. Nunca trabajó Estados Unidos. Stop. Cierto éxito Inglaterra 1929 como Mago Mahatma o Maravilla Oriental Prestidigitador contorsionista. Stop. Cursó un año Facultad Medicina Calcuta. Stop. Va retrato por avión. Stop. Sylvia dice informes sobre paradero marido. Stop. Espero aprecies mi amistad. Stop. ¿Estás realmente loco? Stop.
PRINCE WARBERG.
Me interrumpí repentinamente. Los demás estaban mirando fascinados a Geddes. Mrs. Fogarty dio un pequeño grito de alarma, porque repentinamente el inglés se puso rígido y cayó hacia delante. Era uno de esos típicos ataques, seminarcolépticos, semicatalépticos, que tan a menudo había presenciado, y en los que tanta compasión había derrochado.
—¡Qué desgracia! —exclamé— El telegrama le ha producido otro ataque.
Debió de ser el médico siempre alerta que había en el doctor Stevens lo que le hizo inclinarse preocupado sobre el inglés, mientras los demás se precipitaban hacia delante. Hubo una confusión general de brazos y piernas.
Nunca sabré con exactitud lo que pasó a continuación. Era imposible establecer si Geddes se había quitado las esposas. Pero una mano, por lo menos, parecía estar libre. Con increíble velocidad le dio al doctor Stevens con las esposas y le envió dando tumbos a través de la habitación. Luego, de un brinco, se puso de pie.
—¡Atrápenle!
La estentórea orden del capitán parecía un tanto superflua, pero los demás estábamos demasiado aturdidos para responder con rapidez. Con pasmosa agilidad, Geddes esquivó a Green, a Mrs. Fogarty, a Miss Brush y a Moreno. Mientras dábamos vueltas sin rumbo fijo, llegó a la puerta de la pequeña clínica y velozmente se dirigió hacia la ventana abierta.
—¡Atrápenle! —gritó nuevamente el capitán.
Esta vez entramos en acción como electrizados. Casi me arrastró el avance general, ya que todos se lanzaban en su persecución.
—Bueno, aunque no sepas pelear con la debida decencia…
Era la voz triunfante de Warren la que exclamaba esto mientras nos agolpábamos en la pequeña clínica. Junto a la ventana dos hombres se peleaban como enloquecidos.
—¡No disparen! —gritó Green sin dirigirse a nadie en particular.
Por un instante alcancé a ver la cara ensangrentada de Warren, mientras sus brazos se aferraban como una camisa de fuerza alrededor de los hombres de Geddes. Su expresión era de triunfante éxtasis.
—¡Esta vez le tengo! —jadeó.
Rápidamente Clarke y los otros dos detectives se le echaron encima, y entre los tres lograron inmovilizar al inglés, a pesar de sus desesperados esfuerzos.
Le rodeábamos mirándole con aire algo estúpido. Se oyeron muchas exclamaciones sin sentido. Luego la voz del doctor Lenz, clara y fuerte, dominó la algarabía:
—Esto debería ser una lección para todos —dijo—. Nunca se debe confiar en las esposas cuando se detiene a un prestidigitador.