El doctor Moreno no se movió. Su rostro cetrino permaneció estudiadamente impasible. Ningún signo revelaba sus sentimientos, salvo un leve brillo adicional en las pupilas. Ahora le miraban todos los presentes con asombro o con aprensión. Me sentía algo nervioso. Por fuertes que sean las convicciones, no es agradable acusar a un hombre de asesinato.
El único que parecía perfectamente tranquilo era el doctor Lenz. Su cara barbuda estaba muy alerta mientras observaba cómo Clarke se acercaba un poco más al joven psiquiatra.
—He dicho que será mejor que me lo entregue, doctor Moreno.
El doctor Moreno levantó una ceja:
—¿Tengo que adivinar lo que quiere decir?
—Lo encontrará en el bolsillo interior de su chaqueta —dijo suavemente Clarke—. Por supuesto que si necesita ayuda…
Encogiéndose de hombros afectadamente, el doctor Moreno se metió la mano en el bolsillo interior y extrajo unos papeles. Los miró y eligió uno.
—Esto no me pertenece —dijo entregándoselo con naturalidad a Clarke—. Tal vez sea lo que busca.
El policía leyó el papel, y luego se lo entregó en silencio a Green.
Después extrajo de uno de sus bolsillos un sobre grande, del que sacó dos pañuelos.
—Éste es el pañuelo utilizado para amordazar a Mr. Geddes —dijo tranquilamente—. El otro lo encontré entre los efectos personales del doctor Moreno. Evidentemente son iguales.
El capitán examinó los pañuelos atentamente, y luego leyó el documento.
—De modo que el dinero tiene que ir a manos de Miss Brush —gruñó—. Tengo la impresión de que este documento no vale gran cosa, pero comprendo que el yerno de Laribee quisiera apoderarse de él.
Su mirada se dirigió al doctor Moreno:
—¿Tiene algo que decir?
El joven psiquiatra movió la cabeza.
—Nada que no sea tan evidentemente infantil que valga la pena decirlo.
—Aun así —dijo severamente Green—, yo lo diría.
—Muy bien —dijo el doctor Moreno con una mirada fría e indiferente hacia mí—. Mr. Duluth es mi paciente, y el reglamento de este sanatorio dice que el paciente siempre tiene razón. Pero como Mr. Duluth, gracias a su habilidad histriónica, parece haber rebasado la categoría de paciente, creo que francamente puedo decirle lo que pienso de su acusación.
—Me encantaría —dije.
—En primer lugar, Mr. Duluth, su raciocinio parece bastante trivial. Ha asegurado que dentro de este sanatorio hay un asesino que sabe hacer de todo, desde ventriloquia hasta las más difíciles pruebas de prestidigitación. Debería serle muy fácil, a individuo tan habilidoso, introducirme en el bolsillo y a la vez substraerme uno de mis pañuelos para sus propios fines —se sonrió con cierta malicia—. El mero hecho de que siga teniendo el testamento en mi poder debería demostrar que no soy ese versátil mago. Si lo fuera, a estas horas hubiera escondido el documento en la barba del doctor Lenz o en algún bolsillo del capitán Green. En cuanto al testamento en sí —continuó el doctor Moreno—, el capitán Green admite que casi con seguridad carece de fuerza legal. No puedo creer que su inteligente asesino hubiera arriesgado tanto para sacar un documento tan inútil de lo que pintorescamente llama el escondite musical. Personalmente no hubiera soñado hacer semejante cosa, máxime después de contarme ese poco convincente relato sobre Miss Powell y el testamento. En realidad, si me permite criticar la comedia, diría que es una pantomima de infinita categoría.
Me sentí ligeramente desconcertado.
—Es fácil negar que tomó el documento —repliqué irritado—, pero sigue en pie el hecho de que no hace mucho que trabaja aquí. Y vino de California. Es médico, y antes fue actor. Son muchas coincidencias.
—Muchas, Mr. Duluth.
Ante mi sorpresa, era Miss Brush quien había hablado, dirigiéndome la más amable de sus amables sonrisas. Su voz, suave y dulce, prosiguió:
—Creo que ha desarrollado una magnífica teoría. También admito que el doctor Moreno reúne casi todos los requisitos. Como dice, ha venido de California, es joven, es un excelente psiquiatra y en cierta época era un actor que prometía mucho. Pero, desgraciadamente, no cumple el requisito final, Mr. Duluth. No es el yerno de Mr. Laribee.
Mientras la miraba estúpidamente, Green le espetó:
—¿Y cómo lo sabe?
—Lamento decir que no he realizado brillantes deducciones —replicó Miss Brush en tono despreocupado—, ni tampoco puedo atribuirme una dosis extraordinaria de intuición femenina. Pero me consta que el doctor Moreno no es el yerno de Mr. Laribee por una razón muy lógica. El doctor Moreno es mi marido.
Mi aplomo, que durante los últimos minutos se había tambaleado, se derrumbó por completo. Me puse muy colorado y me sentí tan idiota como antes nunca me había sentido.
—Aunque —siguió diciendo la enfermera diurna mientras volvía a obsequiarnos con su encantadora sonrisa nos hemos casado hace dos meses. Me dolería en el alma sospechar que mi marido pudiera ser bígamo, pero una nunca puede estar segura cuando trata con hombres de raza latina.
El incómodo y profundo silencio que a continuación se produjo duró muy poco. Lo interrumpió una mal contenida risa masculina. Levanté los ojos a tiempo para ver a John Clarke sonándose con esa vehemencia que siempre se adopta para disimular una risa extemporánea. A pesar de todo, su risa volvió a dejarse oír por segunda vez, clara, inconfundible. Mirando avergonzado al capitán Green, se levantó y salió de la habitación.
Mi desconcierto se transformó en una sensación de absoluto abandono. El único aliado que me quedaba acababa de desertar.
—Parece que le causé gracia —dijo plácidamente Miss Brush.
Hubo otra breve pausa, y luego Green se volvió bruscamente hacia el doctor Lenz para preguntarle:
—¿Es cierto lo que dice?
Los ojos del director brillaron con malicia.
—Efectivamente, doy fe de ello. Estuve en la boda y tuve el insigne honor de actuar como padrino.
—Pero…, ¿por qué continúa haciéndose llamar Miss Brush?
—Lo hace por iniciativa mía. Es una medida puramente psicológica. La personalidad de Miss Brush tiene un excelente efecto terapéutico sobre los pacientes. Pero tengo la impresión de que su valor curativo menguaría si se supiera que está casada. —El director sonrió benévolamente a la enfermera—. A cualquier hombre podría perdonársele que se sintiera inclinado a la bigamia después de conocer a Miss Brush. Pero no creo que haya ocurrido semejante cosa en el caso del doctor Monero. No sólo se ha doctorado con las más brillantes calificaciones, sino que su reputación también es intachable desde cualquier punto de vista.
Entonces comprendí que había llegado mi Waterloo. Pero una vez surgida una sospecha en la mente del capitán, no era hombre para abandonarla fácilmente. Había vuelto a ocuparse del testamento, y lo estaba leyendo detenidamente.
—Parece que tendremos que admitir que el doctor Moreno no es el yerno de Laribee —dijo repentinamente—, pero este testamento deja más de un millón de dólares a Miss Brush. Se me ocurre que, dado que es su esposo, tenía un excelente motivo para desear eliminar a Laribee.
—Ya que tiene un interés tan enorme en encontrar sospechosos y desenterrar motivos —interrumpió Miss Brush con alarmante dulzura—, ¿por qué no me considera a mí, capitán? Al fin y al cabo, debería tener un motivo aún más poderoso que mi marido.
—Éste no es momento para gastar bromas —advirtió Green.
—Eso había pensado —continuó imperturbable la enfermera diurna—, pero en realidad fue usted quien empezó. Tendrá que admitir que es ridículo tomar en serio ese testamento de locos. ¡Caramba! Si asesinara a todos los enfermos que me dejan dinero en sus testamentos, tendría una docena de muertes en mi haber. El mes pasado un distinguido banquero me legó el Empire State de Nueva York. Y a principios de diciembre me ofrecieron un cheque que hubiera equilibrado el presupuesto nacional —de repente su voz se volvió cortante, formal y agregó—: ¿No ve que está perdiendo el tiempo con este estúpido testamento?
Levantándose de su asiento como una tigresa mansa pero magnífica cruzó la habitación. Antes que Green tuviese tiempo de impedirlo, le arrebató el documento de las manos y lo hizo añicos. Luego los esparció como nieve artificial sobre la alfombra.
—Eso es lo que opino del testamento —dijo alegremente—, constituya o no una prueba material.
Por un momento Green la miró atónito. Luego se le puso muy rojo el cuello.
—Ya he soportado bastante estas farsas —dijo agresivamente—. Esto no es un circo, y si alguien más hace el payaso le detendré en seguida.
Luego se dirigió al director:
—Lo que necesito es una declaración formal, doctor Lenz. ¿Cree que el doctor Moreno es culpable?
—Francamente, no lo creo —el director me dirigió una mirada indulgente—. Creo que Mr. Duluth nos ha dado una brillante explicación de los motivos que condujeron a estos crímenes. A mi juicio, el único error que ha cometido es el de sospechar del doctor Moreno.
Era la primera manifestación de simpatía que recibía desde mi fracaso. Me sentí agradecido, aunque bastante alicaído.
—No —seguía diciendo el doctor Lenz—. No puedo creer culpable al doctor Moreno. Mr. Duluth, naturalmente, recalcó el aspecto teatral del asunto. Y yo me inclino a darle mayor importancia al aspecto médico. Para mí es evidente que el hombre que buscamos no es un psiquiatra muy hábil, mientras que el doctor Moreno es sobresaliente en esta especialidad. Ningún profesional hubiera pretendido abarcar tanto como se ha intentado en este caso, según acaba de demostrar Mr. Duluth. El doctor Moreno sabe demasiado, por ejemplo, para haber tratado de influir sobre Miss Pattison en la particular forma en que lo hicieron.
—Agradezco esa opinión —comentó el doctor Moreno, cuya rigidez había disminuido un tanto—. Es un alivio que haya alguien que analice este asunto con inteligencia.
El director no me quitaba los ojos de encima, y su expresión era la de pedirme disculpas.
—También hay otra circunstancia concluyente que Mr. Duluth pasó por alto. Mr. Laribee estaba dando su paseo matinal por el parque cuando oyó la voz de su agente de Bolsa. Dentro de nuestras prácticas reglamentarias, los médicos jamás acompañan a los enfermos cuando éstos salen a pasear. En ese caso particular, era imposible que el doctor Moreno estuviera presente.
El doctor Lenz había encontrado el más grave de todos los fallos en mi acusación contra el doctor Moreno, y comprendí que había quedado aniquilada.
Pero el director seguía hablando plácidamente.
—Todavía tiene que presenciar mi experimento con la camisa de fuerza, capitán. Creo que ayudará a aclarar los hechos.
Se levantó y se dirigió a la pequeña clínica anexa, de la que volvió en seguida.
—Con la discusión —dijo— nos hemos olvidado de nuestro enfermo. Mr. Geddes ha vuelto en sí. En seguida estará aquí, y podré utilizar la camisa de fuerza para explicar mi punto de vista.
—Al diablo con la camisa de fuerza y con su demostración —gritó Green, cuya paciencia se había agotado por completo—. Me importa un comino quién puso a quién la camisa de fuerza. Lo único que quiero saber es si no sospecha del doctor Moreno, ¿de quién sospecha?
—Recordará —replicó pacientemente el director— que antes de que Mr. Duluth comenzara su disertación ordené a Warren que vigilara a un determinado huésped de este sanatorio. Mis propias deducciones me habían llevado por una senda muy similar a la de Mr. Duluth. También estaba seguro de que el asesino tenía que ser el yerno de Mr. Laribee, pero en lugar de sospechar del doctor Moreno sospeché de otro individuo. Tal vez si Mr. Duluth hubiera tenido más tiempo para pensar, hubiera llegado a idéntica conclusión. Igual que el doctor Moreno, este otro hombre es joven. Viene de California. Creo que posee algunos conocimientos de medicina. Y por sí mismos verán que es un actor consumado.
En medio de un silencio solemne, el doctor Lenz se inclinó sobre su escritorio y pulsó el timbre.
—Dije a Warren que trajera aquí a ese hombre cuando le llamara —explicó afablemente.
El director había preparado una escena culminante mucho más sensacional que la mía. Su voz sonora había inyectado en el auditorio una emoción dramática. Nos sobresaltamos cuando, casi inmediatamente después de sonar el timbre, se abrió la puerta para dejar entrar a Clarke y a Geddes, que venía sin la camisa de fuerza.
—¡Ah, Mr. Geddes! Confío que ahora se sentirá mejor —dijo el doctor Lenz—. Usted y Mr. Clarke llegan a tiempo para presenciar la demostración. Acabo de explicar a estas personas el admisible plan que habían elaborado usted y Mr. Duluth. Mi única crítica es que, a mi juicio, se equivocaron en cuanto a quién era el yerno.
—Es muy posible —dijo el inglés con una sonrisa soñolienta—, pero de todos modos nos habíamos enredado bastante.
Mientras los recién llegados cruzaban la habitación hasta la pared y se apoyaron en ella, el director volvió a dirigirse al capitán Green.
—Tiene entre sus detectives a un joven sumamente inteligente —dijo, al parecer apartándose del tema—. Personalmente me permito recomendarle muy especialmente a Mr. Clarke como merecedor de un ascenso, porque fue quien me dio la clave de este misterio.
—¿A qué se refiere? —preguntó el capitán.
—Esta tarde, mientras hablábamos aquí mismo —continuó diciendo el doctor Lenz—, me preguntó si sería posible que alguien simulara locura con suficiente habilidad como para ensañar a los profesionales. Le dije que sí, pero al meditar sobre ese punto, comprendí que existía una cosa que nadie podría hacer. Es fácil simular los síntomas, pero, por mucha medicina que se sepa, es prácticamente imposible simular eficazmente una reacción ante el tratamiento, especialmente si no sabe qué tratamiento le están aplicando. Mi candidato a yerno ha venido fallando precisamente en ese punto. Desde que llegó, la forma en que ha reaccionado al tratamiento ha desconcertado a los componentes del personal.
Mientras las tímidas preguntas surgían de su auditorio como fuegos artificiales húmedos, el director se puso de pie, irguiendo su pontificia persona.
—Ahora estamos listos para el experimento —anunció—. Como recordarán, sostenía que una persona, sin ayuda alguna, podía quitarse una camisa de fuerza. ¡Miren!
Cruzó hasta la puerta de su pequeña clínica anexa y la abrió. Su ademán fue tan dramático que me olvidé por completo que la reaparición de Geddes dentro del despacho del director había demostrado ampliamente esa verdad.
A los otros parecía ocurrirles algo similar. Nos agrupamos alrededor del doctor Lenz, y seguimos ávidamente con la mirada la dirección de su índice.
La pequeña clínica estaba, por supuesto, vacía. Sobre el diván, gris y desinflado, estaba la camisa de fuerza.
—Como ven… —el doctor Lenz estaba golpeando las paredes con aire de mago solemne y triunfal—, en esta habitación no existe otra puerta, no hay ningún panel secreto e la pared. Claro está que la ventana quedó abierta y que alguien pudo introducirse por ahí para ayudar a escapar a Mr. Geddes. Pero es muy difícil trepar por ese canalón de la fachada.
—Incluso bajar por él es difícil —murmuró Geddes sonriendo—. Casi me rompí el traje, como ven.
Green giró vertiginosamente hacia él:
—¿Quiere decir que pudo quitarse la camisa?
El inglés asintió con la cabeza.
—Sí. Gracias al doctor Lenz.
Estábamos volviendo, algo azorados, a nuestros puestos cuando la puerta que daba al corredor se abrió por segunda vez y entró Warren acompañado por el doctor Stevens.
El enfermero nocturno estaba casi irreconocible. Un gran tajo encima de su labio superior había sido profusamente pintado con yodo. Tenía un pómulo tan hinchado que el ojo quedaba casi invisible. El cabello lacio le caía desordenado sobre la frente.
Mientras clavábamos la vista en él, sin movernos y sin comprender nada, se metió la mano en el bolsillo y extrajo un telegrama.
—Para Mr. Duluth —murmuró tendiéndomelo.
Rasgué el sobre con impaciencia y vi el nombre de Prince Warberg al pie del texto. A medida que leía el telegrama de mi colega me sonrojaba cada vez más hasta llegar al cuero cabelludo. Ahora, y sólo ahora, comprendía el alcance de mi equivocación. Y, sin embargo, quedaban algunas migajas de consuelo. Mi raciocinio había sido perfectamente acertado. Sólo que lo había aplicado a quien no debía.
—Peleó como una fiera —le explicó Warren al director lleno de indignación—. Me costó un trabajo ímprobo retenerle y además resultó traicionero y sucio en sus golpes. De lo contrario no me hubiera lastimado tanto —su mirada se volvió hacia Clarke, admirativamente—. Y si no hubiera sido porque Clarke llegó a tiempo para ayudarme, creo que se hubiera escapado.
El joven detective se sonrió modestamente. Los demás mirábamos estupefactos a Clarke, a Warren y la rechoncha figura del doctor Stevens. A todo esto, el capitán Green estaba completamente desorientado y bastante furioso.
—¿No hay nadie que sepa hablar claro?
El doctor Lenz le miró gravemente.
—Le he dicho, capitán, que tiene entre sus detectives a un hombre muy capaz. Creo que Mr. Clarke merece ser felicitado públicamente. En aquel instante no pude comprender su inesperada explosión de hilaridad, pero ahora veo que algún pretexto tenía que inventar para poder salir de la habitación. También me doy cuenta de que había adivinado la explicación que yo daba al crimen, y tuvo la perspicacia de salir en seguida para acudir en ayuda de Warren. Ha sido uno de los casos de mayor rapidez de pensamiento que he presenciado en mi vida.
Su barbudo rostro irradiaba satisfacción mientras con ceremoniosa dignidad saludaba a Clarke.
—Me imagino que ese bulto que se nota en el bolsillo de su chaqueta es un revólver —dijo con mucha calma—; supongo que está cargado y que tiene inmovilizado de esa forma a Mr. Geddes.
—Sí, desde que entramos.
El doctor Lenz no podría haber esperado una reacción más lisonjera de su auditorio. Los presentes, atónitos, se fijaron en el cuadro que ofrecían el sonrojado joven detective con la mano oculta en el bolsillo de su chaqueta, y la calmada y lánguida figura del inglés.
—¡Magnífico, Clarke! —el tono del director era afectuoso—. Pero me parece que sería aconsejable ponerle unas esposas —volviéndose a Green abrió las manos en un gesto de pesar—. Ya ve, capitán, aquí es donde estamos en desacuerdo con Mr. Duluth. A mi juicio, el yerno de Mr. Laribee es Mr. Geddes.