26

La momentánea pérdida de mi aliado me había desconcertado un tanto, pero los últimos minutos acababan de traerme ciertas compensaciones. Mientras el director hablaba, miré casualmente el volumen que estaba sobre su mesa, La magia y la medicina; el título me sugirió una idea, que, al igual que el trozo central de un rompecabezas, de pronto me había permitido ver mentalmente, con toda claridad, el dibujo que venían formando esa serie de acontecimientos enigmáticos.

Había sido un enigma para locos, y ahora comprendí que era su misma locura lo que había impedido que resultara excesiva y absurdamente claro. Me sentí lleno de un aplomo imperturbable, y hasta pude sostener la implacable mirada del capitán sin un vestigio de nerviosismo.

En seguida miré a John Clarke. Su inclinación tranquilizadora de cabeza me dio a entender que había realizado satisfactoriamente su cometido. El escenario estaba listo; y el éxito parecía seguro.

Mi auditorio se había instalado en diversas partes de la habitación. Miss Brush había elegido para sí y su regio vestido atigrado un sillón junto a la ventana. El doctor Moreno, muy elegante con su uniforme de sarga azul, se apoyaba contra la pared. Mrs. Fogarty, cual un melancólico fantasma lila, se había deslizado hasta un sofá de cuero. Clarke y Green estaban sentados juntos con dos detectives a su lado.

El capitán inició la sesión echando un vistazo a su reloj y murmurando:

—No sé a qué viene esto, pero me parece que el expediente oficial no va a progresar un ápice hasta que Miss Pattison haya sido entrevistada. El doctor Eisman estará aquí dentro de pocos minutos, y la muchacha se irá con él al Departamento de Policía… —y se sonrió sarcásticamente—, salvo que Mr. Duluth lo haya descifrado todo.

—No —dije—, no lo he descifrado todo.

Estaba de pie junto al escritorio, dentro del área de irradiación de la benévola presencia del doctor Lenz, y me sentía tan invulnerable como si fuera un pecador arrepentido protegido por alas celestiales.

—Existen muchos detalles técnicos que no tengo la pretensión de saber interpretar. Pero usted es detective, y esa interpretación es su especialidad, así como la psiquiatría es el campo del doctor Lenz. Mi lema es: zapatero a tus zapatos. Mi profesión es empresario teatral, y desde mi punto de vista profesional es desde donde quiero encarar este problema. Porque, como verá, se me acaba de ocurrir una idea que está dentro de mi especialidad.

—¡Hable! —dijo el impasible Green.

—Conviene que consideremos las cosas en el orden en que nos llamaron la atención —proseguí—. Lo primero que nos llamó la atención fue esa voz. Cuando la oí por primera vez tenía los nervios bastante deshechos y, naturalmente, creí que se trataba de una alucinación. Más tarde, cuando descubrí que Geddes, Fenwick y Laribee también la habían oído, cambié de opinión y empecé a creer que debía de flotar en el ambiente una especie rara de hipnotismo. Pero no se puede hipnotizar a la gente para que crea oír voces imaginarias, ¿verdad, doctor Lenz?

—No me parece factible —el director me miró con una vaga sonrisa—. Sabe que en cierto momento me pareció que la mayoría de las alteraciones podían atribuirse a una serie de fenómenos psicopatológicos. Pero me he visto obligado a cambiar de opinión. Las alteraciones eran demasiado numerosas para ser causadas por ninguna clase de hipnotismo.

—Precisamente —y dirigí al capitán lo que intentaba ser una mirada de supremo aplomo—. Pueden creer que no somos más que un puñado de dementes y que nada importa lo que oímos o dejamos de oír. Pero esa voz era un hecho real y tangible. Hasta el doctor Lenz la oyó esta tarde, cuando nos brindó una alarma de incendio en el cine. Tendría que haber adivinado en ese momento lo que había en el fondo de todo, de no haberme encontrado en un estado de absoluta ofuscación.

Exceptuando a Clarke y al doctor Lenz, ninguno parecía mirarme con simpatía. El personal me estudiaba con esa expresión alerta y forzada que solían adoptar cuando analizaban síntomas. Green y sus subordinados exteriorizaban una franca impaciencia.

—Quizá el arte teatral resulte al fin y al cabo un excelente aprendizaje —proseguí—, porque me ha proporcionado un punto de vista muy particular sobre las cosas, punto de vista que a ustedes, alejados por completo del ambiente de las candilejas, les es ajeno. He ambulado por circos y parques de atracciones, he visitado la mitad de los music-halls baratos del país. He pasado mucho tiempo en las grandes ferias, en busca de esa flor exótica que llaman talento. Y en esos sitios he tropezado con un tipo particular de artista. No era el tipo que a mí me interesaba. No gana gran cosa. Está bastante pasado de moda. Pero en un sanatorio de enfermos mentales podría resultar omnipotente.

El frufrú de la ropa de Mrs. Fogarty me indujo a hacer una pausa. La enfermera nocturna se había inclinado hacia delante, y su rostro taciturno acusaba un repentino interés:

—Comprendo lo que quiere decir, Mr. Duluth. Y eso explicaría la llamada telefónica en que creí que Jo…

—Precisamente —interrumpí—, Mrs. Fogarty me ha interpretado bien. Me refiero, por supuesto, a esa delicia de nuestros poco exigentes antepasados: el ventrílocuo.

—¡Ventrílocuo! —repitió Green como un eco.

—Sí. El hombre que sabe manejar su voz de mil modos. He visto docenas de ellos y les aseguro que conocen infinidad de ingeniosas tretas. No solamente hacen creer a voluntad que su voz surge de cualquier lugar; también imitan voces ajenas: voces de hombres, mujeres, niños, animales, todo lo que se les antoje. —Me dirigí al doctor Lenz—. Fue el título de este libro sobre la magia lo que me dio la idea. Ya sé que parece bastante descabellado, pero creo que el asesino que ha estado haciendo estragos entre sus enfermos no es más que un mago de feria.

El personal, a juzgar por sus expresiones, estaba cada vez más preocupado por el peligro que corría mi equilibrio mental. Miraba al doctor Lenz como esperando ver si me otorgaba o no el sello oficial de su aprobación.

El director se inclinó sobre su escritorio y con expresión alentadora dijo:

—Estoy de acuerdo con usted. Mr. Duluth. Ésa era mi idea, y me parece muy inteligente de su parte haber llegado a la misma conclusión sin haber leído la erudita tesis del profesor Traumwitz.

Green daba la impresión de estar mitigando el desprecio que sentía hacia mí. Casi podía ver cómo aumentaba ligeramente en su cerebro el coeficiente mental que a su juicio me correspondía.

—¿No comprenden cómo esta nueva hipótesis explica los hechos? —agregué con entusiasmo—. Un ventrílocuo tendría aquí dentro un infinito y fértil campo de acción. Podía ser, a ratos, el otro yo de Miss Powell, instándola audiblemente a robar ese bisturí. Podía transformarse en una voz sin cuerpo, emitiendo alarmantes advertencias a Geddes y a mí mismo. Podía ser el agente de Bolsa de Laribee, anunciándole al oído las próximas crisis bursátiles. Podía personificar hasta a los mismos espíritus, induciendo a Fenwick a transmitir mensajes procedentes del plano astral. Y cuando necesitaba crear confusión en el salón de actos podía dar rienda suelta a sus pulmones y gritar: fuego con voces de hombres y de ángeles.

—¿Puede atribuir todo esto a una sola persona? —interrogó severamente Green.

—Creo que sí. Pero le ruego que me permita dar rienda suelta a mi instinto teatral por un momento, capitán, y tal vez pueda describir el personaje de modo que usted mismo le reconozca. Supongamos, para empezar, que nuestro espantajo es ventrílocuo. ¿Tiene algunas otras habilidades? Creo que sí. Han ocurrido muchos incidentes curiosos últimamente. Un cronógrafo robado fue escondido en la habitación de Laribee y más tarde deslizado dentro de su bolsillo durante el baile. Colocaron un bisturí dentro del bolso de Miss Pattison, y luego lo hicieron desaparecer nuevamente delante de mis narices. Todo eso exige cierta habilidad en prestidigitación. Los ventrílocuos también tienen que ganarse los garbanzos durante la época de las vacas flacas, y generalmente lo consiguen interviniendo en diversos números en el programa. La mayor parte de ellos aprenden prestidigitación al margen de su actividad principal.

—¿Acaso no está haciendo a ese misterioso individuo demasiado versátil? —interrumpió fríamente el doctor Moreno.

—No. Esto puede parecerle milagroso al profano, pero aquí no se ha hecho nada que el más modesto de los carteristas o prestidigitadores de salón no pudiera haber hecho con una mano atada a la espalda. La única prueba más o menos extraordinaria fue la de la camisa de fuerza, y el doctor Lenz acaba de prometernos que en seguida nos va a demostrar que tampoco es tan difícil.

—Sí —comentó solemnemente el director—, estoy de acuerdo con lo que dice, Mr. Duluth. Pero esa persona tiene una tercera habilidad notable, ¿verdad?

—A eso iba —repliqué—. Salta a la vista que se aprovechó de los enfermos y de nuestras neurosis individuales en la forma más científica. Supo valerse de la cleptomanía de Miss Powell. Comprendió lo bastante bien los casos de Geddes y el mío como para darse cuenta de que temíamos a la oscuridad. Hasta explotó la aversión neurótica de Miss Pattison hacia Laribee. Creo que es razonable suponer que tenía ciertos conocimientos de medicina y de psiquiatría.

El doctor Lenz inclinó la cabeza.

—Una vez más estoy de acuerdo, Mr. Duluth, y en realidad tengo aún mejor opinión de usted que de su preparación.

—Muy bien —La aprobación del doctor Lenz me había proporcionado una euforia sorprendente. Me sentí entusiasmado como un orador aplaudido—. Hemos progresado algo, ¿verdad? Sabemos que nos hallamos frente a alguien que es actor de variedades y a la vez sabe mucho de medicina. Ahora bien, hay una sola persona, de las relacionadas con este caso, en la que casualmente se dan estas características.

—De modo que insiste en su teoría del yerno —comentó Green con cierta desconfianza.

—Sí —repliqué—. ¿Y por qué no? Parece una teoría muy lógica.

—¡Muy lógica! —intervino nuevamente el director, que se sonreía—. Parece que tenemos opiniones muy similares, Mr. Duluth.

—Por supuesto —proseguí muy serenamente ante la aprobación oficial—, cualquier hombre medianamente joven de los que estamos en el sanatorio podría ser el yerno de Laribee. Laribee me dijo que nunca le había visto y, aunque a la vez era artista y estudiante de medicina, no parece haber sido particularmente notorio en ninguna de esas actividades. No era probable que nadie lo reconociera. Por lo tanto, reunía las condiciones ideales.

—¿De modo que cree que vino especialmente desde California para matar al viejo por su dinero? —terció Green en tono incisivo.

—Más o menos eso. Laribee me contó que en su testamento le dejaba la mayor parte de sus millones a su hija. También me contó que, por las disposiciones que adoptó antes de ser internado, Sylvia Dawn y el doctor Lenz dispondrían por completo de su dinero, si llegaban a declararle totalmente loco. El yerno tenía el mejor móvil que la policía pudiera desear. Hay una inmensa diferencia entre estar casado con una artista de cine de ínfima categoría y tener a una millonaria por esposa.

—Pero, Mr. Duluth… —y una vez más intercaló el director su sereno comentario—. ¿Cree que el yerno originalmente tuvo intención de matar a Mr. Laribee?

—No —dije categóricamente, aunque la idea se me ocurrió en ese instante—, creo que al principio no era tan ambicioso. Creo que su idea primitiva era volver loco al viejo. Esto presentaba menos peligros, y casi era igualmente provechoso. Además, su principal capital era su voz, que tenía el don de la ubicuidad. La ventriloquia es ideal para enloquecer a un suegro, pero como arma mortífera no es tan eficaz.

Seguía sorprendido ante la afluencia de mis pensamientos. Era casi como si el doctor Lenz, mediante sus atinadas interrupciones, estuviera ejerciendo una influencia tipo Svengali sobre mí. Fuera como fuere, como Svengali dominaba el auditorio a favor de Triby, así el sorprendente patrocinio del director me estaba asegurando la respetuosa atención de la policía.

—Inició sus operaciones —proseguí— haciendo que la pobre y atolondrada Miss Powell robara ese cronógrafo del consultorio. Luego nos asustó a Geddes y a mí con una voz que profetizaba asesinatos, y cuando, como él esperaba, uno de nosotros, que en este caso fui yo, causó un alboroto y distrajo al personal, aprovechó la oportunidad para meter el cronógrafo dentro de la habitación de Laribee. Por supuesto, creyó que era un telégrafo bursátil y tuvo una notable recaída.

—¿Y luego, Mr. Duluth?

—El siguiente episodio que puso en escena fue el de la voz del agente de bolsa que susurraba anuncios de bajada del mercado de títulos; era cruel y horriblemente ingenioso. Como diría el director, el yerno atacaba el talón de Aquiles de Laribee. Y todo parecía indicar que tendría pleno éxito. Pero luego creo que exageró un poco las cosas. Volvió a colocar el cronógrafo en la ropa de Laribee y el viejo lo encontró y empezó a darse cuenta de que era un complot.

—Exactamente —observó el director mientras su mirada sonriente se dirigía nuevamente hacia mí—. Creo que fue una torpeza. Asimismo debe recordar que la perspectiva de que Mr. Laribee llegara a restablecerse definitivamente siempre fue muy remota. ¿Por qué el yerno no tuvo paciencia y esperó, en lugar de modificar sus planes y llegar al asesinato?

—Porque surgió otra cosa —dije. E, igual que antes, las palabras brotaron de mis labios con suma facilidad, pero tuve la sensación de que era el doctor Lenz quien me proporcionaba la inspiración. Me volví hacia la enfermera diurna, que estaba inclinada hacia delante, con los brazos cruzados sobre su atigrado pecho.

—A esta altura de los acontecimientos empieza a intervenir Miss Brush. El yerno debió de descubrir que Laribee se sentía muy atraído por ella. En realidad, le había pedido varias veces que se casara con él. Ahora bien, si Laribee se casaba nuevamente, se derrumbarían todos sus planes. Una nueva esposa y madrastra hubiera significado un nuevo arreglo en sus finanzas, sobre todo en vista de que las relaciones entre Laribee y su hija eran algo tirantes. Había un solo camino que consistía en suprimir la amenaza de Miss Brush. Por consiguiente, nuestro versátil amigo convenció a Fenwick de que transmitiera esa advertencia espiritista en contra de ella, y personalmente deslizó malévolos mensajes dentro de los libros de Laribee. Tenía esperanzas de malquistarla con el viejo o de que la trasladasen al pabellón de las mujeres, donde no le molestaría.

—¡Y casi lo consiguió! —exclamó Miss Brush con impulsiva indignación—. De todas las absurdas…

—Las propuestas de Laribee le habrán podido parecer absurdas —interrumpí—, pero para el yerno tenían grave trascendencia. Creo que fue al fracasar su tentativa de quitarle de en medio cuando modificó sus planes, inclinándose hacia el asesinato.

El capitán Green miró el reloj. Yo también. Marcaba las diez menos cuarto.

—No se preocupe, capitán —le dije apresuradamente—. Dios sabe que tengo tanto interés como usted en terminar con esto antes de las diez. Estoy llegando a Miss Pattison. Una vez que el yerno eligió el camino del asesinato, debe de haber meditado concentradamente. E ideó un plan sumamente ingenioso. Se había enterado de la prevención de Miss Pattison contra Laribee. Por lo tanto, inició una campaña de ventriloquia exhortándola a que le matara, y finalmente le puso el bisturí en el bolso. Su propósito era dejar tan mareada y confusa a la pobre muchacha, que cuando él cometiera el verdadero crimen y le dejara el arma entre las manos creyera que ella misma lo había cometido en un momento de inconsciente enajenación. Los antecedentes la convertían en más que sospechosa, casi en presunta culpable, y con un poco de suerte él podría escurrirse del sanatorio en medio del alboroto sin que le hicieran ninguna pregunta.

—Eso es bastante lógico —gruñó Green—, ¿pero Fogarty dónde encaja?

—Aquí mismo. Porque, a pesar de su ingenio, el yerno no tuvo mucha suerte. Fogarty debió de descubrir algo. No sé qué sería, pero es muy posible que dada su afición al circo y a las variedades le hubiese visto actuar en alguna parte como profesional, y luego le hubiera reconocido aquí en el sanatorio. Evidentemente había que suprimirle.

Por un momento me distraje al ver la expresión de Miss Fogarty, y luego continué aceleradamente.

—Se libró de Fogarty con relativa facilidad, pero ya sabemos qué les pasa a los mejores planes. Había eliminado un peligro, pero el yerno descubrió que ahora tenía otros dos: Geddes y yo. De pura estupidez y curiosidad post-alcohólicas, hice una torpe aparición en el escenario. Empecé a interesarme por Mis Pattison, y parecía que iba a estropearle su plan de transformarla en la principal acusada. Hubo de prestarme un poco de atención, pero, afortunadamente para mí, no era lo bastante importante como para justificar un asesinato. —Una vez más observé la escuálida y atenta cara de Mrs. Fogarty—. Simplemente me hizo llegar una advertencia por teléfono, de una forma especialmente desagradable. Supongo que se había imaginado que tanto Geddes como yo nos iríamos en seguida del sanatorio y dejaríamos de estorbarle.

—¿Qué pasó con Geddes? —preguntó Green brevemente.

Me sentí algo culpable:

—Lamento decir que Geddes y yo hemos callado algunas circunstancias. Quizá sea una forma de obstruir la marcha de la justicia o casa por el estilo, pero nos pareció que no había otra alternativa. Porque, como verán, Geddes constituía una amenaza mucho más seria que yo.

Rápidamente relaté la forma en que, inconscientemente, el inglés se enredó en la trama, así como los episodios que habían conducido al brutal atentado cometido contra él aquella tarde, y nuestro descubrimiento del pañuelo manchado de sangre.

Por primera vez el auditorio expresó su sorpresa en voz alta. Un murmullo de asombrados comentarios resonó en la habitación. En los ojos de Green renació la fría mirada del funcionario.

—¿De modo que les pareció preferible ocultarnos una tentativa de asesinato? —rugió cuando terminé—. Me parece que todos han estado ocultando una gran cantidad de cosas. Esas voces, advertencias, y los demás disparates…, nunca me dijeron nada de eso.

—Creo que se está contestando a sí mismo —dijo el doctor Lenz con parsimonia—. Acaba de decir que eran disparates, y precisamente por eso no se los contaron. Debe recordar que éste es un sanatorio para enfermedades mentales, y que diariamente nos encontramos con cosas tan irracionales como los sucesos que Mr. Duluth ha descrito con tanta elocuencia. Los miembros del personal somos psiquiatras profesionales. En cambio Mr. Duluth es un aficionado. Cuando ocurrieron estos sucesos, por supuesto despertaron sospechas en él, mientras que nosotros, que hemos aprendido a aceptar lo patológico como normal, los consideramos simplemente modos de conducta sintomáticos de determinados pacientes individuales.

El capitán Green pareció capitular ante ese imponente despliegue de polisílabos.

—Está bien —dijo a regañadientes—. Pero ¿quién diablos es este yerno? ¿Y acaso tiene Mr. Duluth alguna prueba concreta?

—Creo que sé quién es el yerno —dije suavemente—, y no me faltan pruebas.

Era bastante embarazoso tener que confesar otra obstrucción de la justicia, pero con cierta vacilación di cuenta de las patéticas escenas que rodearon la firma del testamento de Laribee a medianoche, y de nuestro intrincado plan, que había culminado en la substracción del documento del escondite musical.

—Ahora comprendo —dije finalmente— el interés que tenía el yerno en apoderarse de ese testamento. Claro que no era más que un trozo de papel, firmado y atestiguado por tres locos. Pero siempre cabía la posibilidad de que pudiera demostrarse su validez. Y en tal caso el dinero hubiera ido a parar a manos de Miss Brush. Y los esfuerzos realizados hubieran sido perfectamente inútiles.

—¿Y sabe quién tomó el testamento? —preguntó de pronto el capitán.

—Sí. Y Clarke le ha estado vigilando. No ha tenido oportunidad de quitárselo de encima.

La mirada del capitán se dirigió un momento al joven policía; en seguida se clavó en mí.

—¿Y qué otra prueba hay?

Clarke se puso de pie:

—Siguiendo la pista del pañuelo descubrí que pertenece al hombre que tomó el testamento —dijo tranquilamente.

—¿Eso descubrió? —vociferó el capitán—. Bueno, ¿y quién es?

—Un momento —tercié—. Revisemos lo que sabemos de él. Aparte de haber sido actor de variedades y estudiante de medicina, evidentemente tiene que haber venido de California, donde se encontró y casó con Sylvia Dawn, cuyo verdadero apellido es Laribee. Le suponemos bastante joven, y no puede haber estado mucho tiempo aquí, en el sanatorio. Estas características parecen corresponder al hombre que sacó el testamento del escondite musical. Estoy esperando el telegrama de Prince Warberg de un momento a otro. Nos dará una filiación completa, y así podremos aclarar definitivamente su identidad.

El silencio que a continuación se produjo fue tenso y expectante. Todos se movían en sus sillas; las miradas se encontraban unas con otras y las rehuían con desasosiego. Había sido un rastreo muy largo y laberíntico, pero ahora podía ver la meta muy cercana.

John Clarke haba cruzado la habitación y se había detenido junto al psiquiatra ayudante del doctor Lenz. Estiró la mano, y cuando habló su tono era cortante:

—Será mejor que me dé ese documento, doctor Moreno.