Dejando a Clarke de guardia, volví a acercarme a Geddes, que se había apartado del grupo que rodeaba el piano y me estaba esperando impacientemente en un rincón. Le conté cómo Clarke había descubierto al dueño del pañuelo, y dejó escapar un leve silbido.
—De modo que nuestro ingenuo plan surtió efecto —murmuró.
Mientras nos mirábamos fijamente tuve un momento de agudo nerviosismo. Me sentía como un escolar que hubiera buscado en el libro de soluciones el resultado de un problema de álgebra, pero que seguía sin la menor idea del razonamiento que conducía a él. Como hipótesis para presentar a la policía era lastimosamente frágil. Pero una mirada al reloj me mostró que eran las nueve y diez. No quedaba más alternativa que ir a ver al director y tratar de salir bien parado a fuerza de audacia.
—Vamos —le dije—, a riesgo de que nos tuerzan el pescuezo oficialmente, tenemos que llevarle este asunto al doctor Lenz ahora mismo.
Geddes se acarició el lugar donde las moraduras rojas todavía eran visibles encima del cuello de la camisa.
—Estoy dispuesto a cualquier cosa —me dijo con cierta amargura—, y si le va a torcer el pescuezo a alguien, espero tener un asiento en primera fila.
Evitando la mirada de la atigrada Miss Brush nos dirigimos disimuladamente hacia la puerta del salón, y luego atravesamos los corredores hacia la oficina del director. Había desaparecido mi nerviosismo. Estaba un poco sobreexcitado, pero disfrutaba de un aplomo extraordinario.
El doctor Lenz estaba solo cuando, algo precipitadamente, entramos en su despacho. Estaba sentado detrás de su escritorio, su rostro barbudo inclinado con suma atención en un libro.
Nuestra entrada debió de producir tanto ruido como un pequeño huracán, pero no nos prestó la menor atención hasta que terminó el párrafo. Luego, muy solemnemente, cerró el libro, lo colocó sobre el escritorio y nos dijo:
—¿Bien, señores?
Geddes y yo nos miramos y, ante una leve inclinación de cabeza del inglés, empecé a hablar:
—Escuche, doctor Lenz —comencé—. Tenemos nuestra propia teoría respecto a esos crímenes. En realidad estamos casi seguros sobre quién los cometió. Tiene que escucharnos. Porque…
—Un momento, por favor, Mr. Duluth —el director levantó una mano enorme y me echó una mirada, prolongada y pontificia—. ¿Debo entender que esta teoría implica una acusación contra una determinada persona?
—Claro que sí —exclamamos Geddes y yo al unísono.
—Muy bien —los ojos del director nos miraron con la máxima intensidad, como si, sin haberlo escuchado, pudiera valorar con perfección el significado de nuestro informe—. Estoy dispuesto a depositar mi confianza en ustedes —dijo por fin—, pero no quiero asumir la responsabilidad de ser el único que escuche lo que tienen que declarar antes de notificar a la policía. Si tienen suficiente fe, creo que el capitán Green también debería ser informado.
—Estamos perfectamente dispuestos —dijo Geddes.
—Claro que sí —asentí.
Los labios del director esbozaron una leve e indulgente sonrisa; la sonrisa de una deidad observando las luchas intelectuales de los terráqueos.
—No sé qué descubrimiento habrán hecho —dijo lentamente—, pero mientras llega el capitán, hay una cosa que deseo preguntarles. Es más que posible que puedan explicar las circunstancias en que murió Mr. Laribee. ¿Pero acaso su teoría también explica el móvil del asesinato de Fogarty y el procedimiento empleado para ponerle esa camisa de fuerza?
—Podemos adivinar con bastante exactitud cuál fue el motivo —dije rápidamente—. Fogarty debe de haber descubierto algo que le hacía peligroso.
—Estoy de acuerdo con usted, Mr. Duluth. Pero ese hombre al que van a acusar…, ¿qué hizo para ponerle la camisa de fuerza a Fogarty? —y reapareció la sonrisa paterna del director—. Ése es el tipo de demostración que, más que ninguna otra cosa menos tangible, puede convencer a la policía.
Me sentí algo desconcertado.
—No hemos tenido mucho tiempo para desenredar la madeja —dije vacilante—. En cuanto a ese aspecto del asunto, no tenemos la menor idea.
—¿No? —el doctor Lenz se acarició la barba y luego agregó bruscamente—. Pero no se aflijan por eso, también he dedicado algún tiempo a meditar sobre ese asunto. Y, gracias a este admirable libro, he llegado a lo que considero una explicación plausible de ese punto.
Levantó el libro del escritorio y lo mantuvo en alto para que pudiéramos verlo. El autor era un profesor de apellido alemán y el título era La magia y la medicina.
—Es un tratado científico sobre la charlatanería —murmuró—. Es un alimento espiritual muy saludable para cualquier psiquiatra demasiado ambicioso —abriendo el libro con dedos cariñosos lo volvió a apoyar sobre el escritorio—. Hay un capítulo sobre la magia en el teatro, Mr. Duluth. Podría interesarle saber cómo la aplicó a la muerte de Fogarty. Creo que fortalecería cualquier teoría que pudiera ofrecer a la policía.
Como de costumbre, la personalidad del director tenía un efecto notablemente sedante, tanto sobre Geddes como sobre mí mismo. Habíamos venido a hablar, pero nos quedábamos a escuchar. Estábamos de pie y en silencio mientras los ojos del doctor Lenz nos miraban fijamente, entre serios y divertidos.
—Nuestro problema principal —comenzó serenamente— es dilucidar cómo pudo un hombre, desprovisto de una fuerza sobrenatural, arreglárselas para maniatar a una persona de fortaleza física tan extraordinaria como Fogarty. Me resulta fácil la respuesta después de haber leído este libro —y bajando el tono de su voz en fingida solemnidad, agregó—. Es una simple cuestión de magia.
Asentí débilmente con la cabeza. Geddes se inclinó y empezó a hojear el libro.
—Analicemos el caso —continuó el director—. Podemos imaginar que el asesino, por razones que sólo él sabía, se había dado cuenta de que Fogarty se había vuelto una amenaza para su plan. Decidió matarlo, y sabía bastante psicología para comprender que todos tenemos nuestro talón de Aquiles. Su plan consistió en atacar a Fogarty en el punto más débil de su personalidad, o sea en su entusiasmo por lo circense.
Miré rápidamente el reloj, pero el director no parecía preocuparse de la hora ni de la urgencia del caso.
—Mrs. Fogarty nos contó —continuó— que, en la noche de su muerte, su marido le anunció su intención de dejar el sanatorio para dedicarse al circo. Al principio creía que sus ambiciones un tanto descabelladas habían sido alentadas por su presencia entre nosotros Mr. Duluth. Ahora comprendo que había otra influencia perniciosa que le hizo elegir esa determinada noche. Creo que ese sábado el asesino había tocado por primera vez su talón de Aquiles.
El director se dirigió a mí:
—Supongamos que se trata de usted, Mr. Duluth. Usted es un hombre de teatro. ¿Cómo enfocaría el problema de matar a una persona del temperamento de Fogarty? Apelaría a su vanidad. Podría ofrecerse para enseñarle, por ejemplo, una prueba que le sería muy provechosa dentro de su proyectada carrera de artista circense. Este libro, La magia y la medicina, describe ciertos experimentos muy conocidos: el experimento de la camisa de fuerza. Consiste en que al artista le pongan una camisa de fuerza y luego, como por arte de magia, se la quite.
—¿Quiere decir —interrumpió Geddes agitado— que el asesino prometió enseñar a Fogarty cómo se realizaba el experimento, le puso la camisa de fuerza de modo que quedara indefenso y luego le ató esas cuerdas alrededor del cuello?
—Exactamente —el doctor Lenz asintió gravemente con la cabeza—, pero el procedimiento no debe de haber resultado tan fácil. Fogarty era, a su modo, perspicaz. No puedo creer que se dejara poner la camisa de fuerza, salvo que la persona con quien estaba le hubiera hecho primero una demostración de cómo se quitaba. Y eso es lo que creo que ocurrió. Creo que ese hombre y Fogarty fueron juntos a la sala de fisioterapia, y que el asesino realizó el experimento de la camisa de fuerza delante de Fogarty. Y…
—¡Pero tiene que ser un verdadero Houdini para poder hacer semejante cosa! —exclamé.
—Al contrario —dijo el director casi en tono de disculpa—, este libro demuestra lo elemental que es el experimento. Cualquiera que sepa el secreto puede realizarlo —levantó un lápiz y golpeó sobre el escritorio—. En efecto, yo mismo me considero capaz de hacer una tentativa bastante hábil. Tal vez les gustaría verme hacer una demostración.
Interrumpiéndose, nos miró con una sonrisa maliciosa. Tanto Geddes como yo dijimos, algo asombrados, que nos encantaría presenciar una demostración.
—Muy bien —murmuró—. Voy a hacer el mago para ustedes.
Pulsó un timbre, y cuando apareció Warren, le mandó en busca de la única camisa de fuerza que quedaba en el sanatorio. Pocos minutos después volvió Warren y, con asombro algo malhumorado, le entregó la camisa al doctor Lenz.
—Gracias, Warren —el director movió la cabeza con benevolencia—. A propósito, Mr. Duluth y Mr. Geddes tienen un asunto que quieren contar a la policía. ¿Podría pedirle al capitán Green que interrumpa un momento su trabajo en el laboratorio? —y volviéndose hacia mí agregó—: Considero que los miembros del personal que puedan abandonar sus tareas también deberían estar presentes, en el caso de que haya detalles que necesiten ser corroborados.
—Que vengan todos —exclamé—, con gusto hablaríamos frente a un congreso médico.
—Muy bien, Warren. ¿Quiere hacerme el favor de pedir a Miss Brush, a Mrs. Fogarty, al doctor Moreno y a Clarke que también vengan? Y pídale al doctor Stevens que se haga cargo de los enfermos varones.
Después que se retiró el enfermero, el doctor Lenz levantó la camisa de aspecto maligno.
—Deben imaginarse que soy un prestidigitador —empezó diciendo en tono persuasivo—. Tengo la esperanza de demostrarles que a cualquiera le resulta posible que le pongan esta camisa y luego quitársela él solo.
Mientras hablaba, su imponente barba y sus grandes cejas pobladas le daban un notable parecido con un mago.
—Temo —siguió diciendo— que soy una persona demasiado mayor para que me diviertan estos juegos. Pero, Mr. Duluth, tal vez tenga la gentileza de hacer las veces de lo que podríamos llamar el conejo de Indias del prestidigitador.
Di un paso al frente y, con gran alarde de misterio, el doctor Lenz empezó a ponerme la camisa. Había logrado inmovilizarme cuando se interrumpió y comenzó a quitármela.
—Pensándolo bien —dijo—, tengo especial interés en que presencie el experimento, Mr. Duluth. Sería preferible tener otro conejo de Indias. Voy a llamar a Warren.
Geddes, que había estado observando atentamente, intervino.
—No hace falta —dijo con una sonrisa divertida—, ¿por qué no hace la prueba conmigo?
—Iba a pedírselo, Mr. Geddes —y la cara del director se ensombreció—, pero temí que para un narcoléptico fuera un riesgo demasiado grande.
—No se preocupe por eso —insistió el inglés—; el doctor Moreno me dio una dosis de esa nueva droga, sulfato de bencedrina, hace una media hora. No es probable que me dé ningún ataque.
El doctor Lenz reflexionó un momento, pero la idea de deslumbrarnos a ambos pudo más que su respeto por la disciplina del sanatorio.
—Muy bien, Mr. Geddes. Hagamos la prueba.
Mientras Geddes se acercaba al escritorio el director me terminó de quitar la camisa.
—Mr. Duluth, quiero que se la ponga a Mr. Geddes, lo más ajustada que pueda.
Se la puse y apreté las correas hasta que estuvo ajustada. Era bastante complicado, pero por fin lo logré. Geddes parecía haber quedado total y absolutamente indefenso. Se sonrió.
—Será un genio, doctor —murmuró—, si puede decirme cómo salir de aquí.
El doctor Lenz parecía divertirse como un niño.
—Oh, le aseguro que es muy sencillo; todo se limita…
Se interrumpió al abrirse la puerta, porque entraban el capitán Green y dos de sus detectives. Detrás venía el personal, Mrs. Fogarty, Miss Brush, el doctor Moreno, Warren y John Clarke.
El capitán Green nos miraba como si constituyéramos la prueba final de la locura del mundo.
—¿Qué demontres están haciendo con esa camisa de fuerza? —preguntó. El doctor Lenz palmoteo el hombro a Geddes.
—Mr. Geddes y Mr. Duluth creen que han solucionado el misterio que le intriga, capitán. Y yo estaba agregando mi adarme de conocimiento en un pequeño experimento.
Mientras el director hablaba miré al inglés y observé que había palidecido, y que esa expresión vidriosa ya familiar le había aparecido en los ojos.
—¡Cuidado…! —exclamé, pero la voz me falló.
Los músculos de la cara de Geddes estaban contraídos y, debajo de la camisa que le envolvía, el cuerpo se le había puesto visiblemente rígido. Apenas tuve tiempo de dar un salto hacia delante y sostenerle en el momento en que caía al suelo, presa de uno de sus habituales ataques.
El personal se puso en acción inmediatamente. Mientras Green hacía, a gritos, asombradas preguntas, Warren y el doctor Moreno levantaron al inconsciente inglés y le llevaron a una pequeña clínica, anexa al despacho del doctor Lenz. Les seguimos, mientras le acostaban sobre un diván con infinitas precauciones.
Nunca había visto al doctor Lenz tan preocupado. Se inclinó moviendo la cabeza para observar a Geddes, y murmuró que era la primera vez en su vida profesional que ponía en peligro la salud de un paciente por un descuido.
—¡Aléjense todos! —ordenó—. Usted, Warren, abra la ventana. Necesita mucho aire puro, y pronto volverá en sí. Nada más que tranquilidad y bastante aire.
Mientras el empleado se dirigía a la ventana me acerqué al inglés. Siempre era desagradable verle en ese trance, pero esta vez estaba seriamente alarmado. Geddes no sólo era mi amigo, sino que además era mi principal testigo y aliado. Ahora tendría que afrontar a la policía a solas.
—¿No le va a quitar la camisa de fuerza, doctor? —pregunté bruscamente.
—No, no —dijo el doctor Lenz mientras le tomaba el pulso al inglés, en un caso como éste sería sumamente peligroso. Los músculos están comprimidos artificialmente por la camisa. Si se la quitáramos, al pasársele gradualmente el ataque podría producirse un serio espasmo muscular. Por favor, vuelvan a mi despacho.
Volvimos como se nos había pedido, al despacho del director y, con una última mirada al enfermo, Lenz nos siguió.
Green había estado observando lo que ocurría con el ávido interés de un lego que ve por primera vez un raro fenómeno patológico. Empezó a hacer preguntas. El doctor Lenz le explicó brevemente las características de la narcolepsia y de la catalepsia, y agregó cuánto lamentaba haber utilizado a Geddes como colaborador en su experimento.
—Mi único atenuante —agregó finalmente— es que estaba convencido de que era realmente necesario hacer una demostración práctica para poder solucionar este caso. No pensé que la sorpresa de su repentina entrada podría producirle un ataque narcoléptico. Ahora temo que tengamos que postergar mi demostración hasta que Mr. Geddes vuelva en sí.
Se encaminó a su escritorio y se sentó. Este movimiento familiar pareció devolverle el aplomo. A los pocos instantes una vez más era el personaje olímpico, sereno y omnipotente. Sonrió algo tristemente al grupo de empleados y policías que se habían reunido alrededor de su escritorio y le interrogaban con la mirada.
—Como les he dicho —explicó—, Mr. Duluth y Mr. Geddes han desarrollado una teoría que querían hacerles escuchar. Desgraciadamente, Mr. Duluth tendrá que exponerla ahora por sí solo. Pero antes que comience deseo que sepan que personalmente no tengo la menor idea del rumbo que piensa tomar ni de la persona a quien va a acusar. Lo único que puedo decir es que, a mi juicio, va a interesarnos.
A esta altura de su exposición el director tomó el libro que estaba sobre el escritorio entre sus manos. Luego agregó:
—Hay un punto más que deseo mencionar. También tengo una pequeña teoría que creo va a coincidir más o menos con la de Mr. Duluth. Afecta a cierto huésped de este sanatorio. Voy a pedirle a Warren que vaya a la planta baja y que no le pierda de vista.
Este anuncio fue recibido con la silenciosa intranquilidad que el director parecía esperar. Sacó un pedazo de papel de su escritorio y después de escribir en él unas palabras, se lo entregó al enfermero nocturno.
—Quiero que observe a esta persona, Warren —ordenó con calma—, y si el doctor Stevens le interrogara, le ruego que le muestre esa orden. Además, cuando suene el timbre, quisiera que nos trajera a esa determinada persona.
El enfermero nocturno leyó la orden escrita e involuntariamente emitió un bufido de sorpresa. El doctor Lenz se sonrió y, mientras Warren salía rápidamente de la habitación, se volvió cortésmente hacia mí.
—Ahora, Mr. Duluth, si está listo…