24

A menudo se oye hablar de la alegre sonrisa que sirve de máscara a un dolorido corazón y de los elegantes zapatos que ocultan pies maltrechos. Pero estos gastados tópicos me parecieron recién inventados para describir a los miembros del personal del doctor Lenz cuando nos reunimos en el salón central aquella noche. Júpiter había movido la cabeza, y la rutina diaria a que estaban sometidos los enfermos se cumpliría como de costumbre.

No era una de las reuniones de etiqueta, y sin embargo, el vestido de Miss Brush era casi exageradamente lujoso. Era de un color atigrado y le daba aspecto de magnífica tigresa, aunque un tanto cansada. Su sonrisa era tan alegre y profesional como siempre, pero observé que se apagaba y se encendía a intervalos regulares como la luz de un faro. Una o dos veces la sorprendí sonriendo al vacío.

El doctor Moreno estaba vestido con suma elegancia y, por lo visto, firmemente resuelto a ser amable o morir en la empresa. Las enfermas parecían estar muy impresionadas con sus inusitadas galanterías, y le oí decir a la maestra que era igual que George Raft. Cuando se acercó descubrí que olía a una excelente marca de whisky. Aparentemente le había dedicado algunas atenciones a la interesante botella que había visto la víspera en su despacho.

Warren llevaba una flamante chaqueta blanca y se había puesto algo en el pelo. Su sonrisa parecía un poco más auténtica que las muecas de los otros. Tal vez intuyera que la muerte de Laribee le libraba de una vez para siempre de cualquier sospecha respecto al accidente de Fogarty.

Hasta la pobre Mrs. Fogarty estaba a la altura de las circunstancias. Igual que la reina Elizabeth, se había adornado con sus mejores galas en la hora de mayor apuro. Sus mejores galas consistían en un vestido violeta algo descolorido, que no armonizaba con su silueta ni con su cara, mientras que las manchas de colorete de sus pómulos sólo acentuaban sus oscuras ojeras. Pese a su reciente viudez, sabía cumplir con su deber. La rutina del sanatorio no podía detenerse.

En cuanto a los enfermos, estaban en el mejor de los mundos. Parecían asombrosamente alegres y normales. La alarma de incendio les había brindado un motivo de conversación, resultando un episodio entretenido dentro de sus monótonas vidas. Estaba seguro de que ninguno de ellos sospechaba que el cadáver de Laribee estaba por allí cerca, a lo sumo a cincuenta metros, y que el sanatorio todavía estaba lleno de policías. Además, a nadie parecía importarle que Iris estuviese encerrada sola en su habitación. A nadie más que a mí.

El recuerdo de Iris me llevó al asunto que tenía entre manos. Y éste a Miss Powell. Era el primer eslabón de la cadena, y sin ella nada podría lograrse. Nuestro plan no podría siquiera comenzar hasta que hubiese descubierto cuál era el escondite musical.

La solterona de Boston, con cierta audacia, iba vestida de rojo y amarillo. Tal vez fuera un tributo a las llamas que podrían habernos destruido. Era muy fácil verla, pero muy difícil hablar a solas con ella, porque revoloteaba de grupo en grupo, comentando los seguros contra incendio y las enormes primas que había que pagar sobre las casas de Commonwealth Avenue. Estaba de un humor tan frívolo como su vestido. Empecé a tener serios temores de que la emoción de aquella tarde hubiera curado su cleptomanía, dejándola tan normal como parecían ser los demás internados.

—El peligro de incendio en los barrios bajos de Boston… —empecé a decirle seductoramente cuando por fin la arrinconé entre el gramófono y un radiador.

Con esas palabras la dominé. Y me costó muy poco atraerla hasta el sofá donde habíamos hablado por primera vez. Vino como un corderito y me espetó un brillante discurso sobre la liquidación de las casas de vecindad, el problema de la vivienda popular y las reformas sociales en general.

Tuve un momento de pánico cuando Miss Brush propuso una partida de bridge y miró intencionadamente hacia nosotros. Pero por suerte nadie demostró interés y me fue posible concentrar mi atención en Miss Powell.

No pareció fijarse ni una sola vez en la sortija que yo llevaba, aunque jugueteaba con ella del modo más insinuante, y hasta me la quité alguna vez para facilitarle la tarea. Pero al fin me dejé arrastrar por el torrente de su verborrea, hasta el punto de quedarme mirándola involuntariamente en una especie de fascinación. Yo era el presunto hipnotizador, pero se habían invertido los papeles y ella me había hipnotizado. Su oculta palabrería fluía incansablemente, y sus ojos, puedo jurarlo, ni por un momento se apartaron de mi cara.

—De modo que ya ve, Mr. Duluth, los inconmensurables problemas que tendrá que afrontar la nueva administración.

Demasiado bien los estaba viendo. También vi, asombrado y aliviado, que por fin había desaparecido mi anillo. Sus ojos siquiera habían parpadeado, no había sentido sobre mi mano ni el roce de un ala de mariposa; pero el anillo había desaparecido. Juré para mis adentros que si alguna vez volvía al mundo de los cuerdos, iba a capitalizar a esta mujer, transformándola en una sociedad anónima, con lo que quedarían aseguradas su fortuna y la mía. Era un genio.

—… Los bostonianos olvidan sus obligaciones hacia la sociedad.

Y yo estaba olvidando las mías. Ya tenía el anillo. Ahora sería cuestión de hacérselo llevar al escondite musical. Sabía que como escondite tenía predilección por los almohadones. Lamento confesar que me aparté tanto de los modales de un caballero que puse los pies sobre el sofá, para impedir que escondiera el anillo debajo de los almohadones. Era una dama demasiado bien educada para comentar mi grosería. Luego intenté influir en su voluntad, tratando de transmitirle un mensaje telepático:

—En el escondite musical —irradiaba mi cerebro—, póngalo en el escondite musical.

Pero por lo visto no tenía poderes psíquicos ni hipnóticos. Su locuacidad continuaba a todo vapor. Ahora se trataba de la desproporción entre los sueldos de las maestras y sus responsabilidades.

Por fin comprendí que tendría que recurrir a algo más radical. Desviando mi cabeza murmuré:

—El escondite musical.

Luego, deliberadamente, miré el dedo despojado.

Por fin había aparecido una expresión de alarma en sus ojos. No dejó de hablar, pero sus manos se movían nerviosamente en dirección a los almohadones, y tuve que apretarlos más firmemente con mi pie.

A medida que aumentaba la intensidad de la alarma en sus ojos me sentía profundamente avergonzado. Era un recurso ruin el de explotar las debilidades de esta pobre criatura atolondrada y utilizar las taras de mis compañeros de internado. Pero el criminal había seguido ese camino, obligándome a imitarle. Era otro de mis motivos de rencor contra él.

Miré, preocupado, el reloj. Eran las ocho de la noche. No teníamos más que dos horas antes de que llegara el psiquiatra de la policía.

—La única… esperanza… democrática… que nos… queda…

Se había dado la vuelta y cruzaba la habitación casi corriendo. Una vez más observé esa mirada de alarma en sus ojos cuando vio que la seguía.

Fue directamente hacia el piano. No logré ver el movimiento de sus manos, pero instintivamente supe que se había librado del anillo. Se le serenó la cara, y hasta continuó la frase desde el punto en que la había interrumpido. Tuve miedo de tener que soportar otro discurso, pero afortunadamente prefirió hacer un solitario y me abandonó.

Descubrir el escondite musical, ese misterioso escondite, donde Miss Powell tenía que haber ocultado el bisturí y ahora el anillo, era de una sencillez infantil. Y, sin embargo, era un sitio donde a nadie se le ocurriría mirar: debajo de la carpeta de adorno que cubría la parte posterior del piano. Sólo podía usarse para objetos muy planos. Hasta mi anillo revelaba su presencia con una pequeña giba. Había otro promontorio, y por un instante pensé que tal vez fuera a hacer un descubrimiento importante.

Miré cautelosamente a mi alrededor, pero nadie me observaba. Entonces metí la mano debajo de la carpeta, retirando ambos objetos. Efectivamente, uno de ellos era mi anillo. El otro era un lápiz de plata: mi propio lápiz. También me lo había quitado, aunque saber cómo había logrado extraerlo del bolsillo de mi chaqueta será siempre un misterio. Pero ya dije que esta mujer era un genio.

Dando la espalda al piano, y con tanto sigilo y astucia que hasta Miss Powell podía haberme envidiado, saqué el testamento de Laribee de mi bolsillo y lo metí debajo de la carpeta. Ahora se había cumplido la primera parte de nuestro plan. El testamento estaba en el escondite musical, y estaba seguro de que nadie me había visto ponerlo allí.

Geddes estaba solo cuando me acerqué a él, y en voz baja le conté las novedades.

—Magnífico —dijo—, ahora me dedicaré a convencer a Fenwick mientras usted se ocupa del personal. Hágame una seña con la cabeza cuando todo esté listo, y me dormiré junto al piano. Si alguien toma el testamento, haré tres movimientos de cabeza y luego uno más en la dirección de la persona que lo tomó.

A pesar de las cosas trascendentales que estaban en juego, había algo puerilmente reconfortante en esta trama. En efecto, su misma importancia hacía más emocionante el complot. Parecía un juego de salón, sólo que el contrincante era un asesino de verdad y la prenda podía ser la silla eléctrica.

Sentía un cierto temor respecto a mi tarea de irle con mi cuento al personal. Pero Miss Brush y el doctor Moreno estaban hablando, de modo que tuve la oportunidad de matar mis primeros dos pájaros de un solo tiro.

Miss Brush se olvidó de sonreír cuando me acerqué. Tuve la clara impresión de que había imitado al doctor Moreno, tonificándose con un trago de alcohol para hacer frente a una noche difícil.

—Acabo de acordarme de algo —dije en tono frívolo—. Algo relacionado con Laribee.

—¡Sssh!… —y el doctor Moreno hizo girar rápidamente sus ojos para ver si algún internado podía oírnos.

—Probablemente no es importante —continué—, pero cuando entramos en el salón de actos esta tarde me pareció ver a Miss Powell sacando un papel del bolsillo a Laribee —tuve que tragar saliva al decir esto, porque me parecía una mentira muy clara—, y creo qué la oí murmurar algo sobre… el escondite musical.

La cara del doctor Moreno permaneció impasible.

—Pensé que podría tener algún significado para un psiquiatra —continué—. Yo no lo entiendo.

—¿Dijo que era un pedazo de papel? —y la voz de Miss Brush denotaba una contenida emoción.

—Sí —repuse mirando fijamente sus ojos azul oscuro—, tal vez fuera el papel que Laribee escribió cuando usted le prestó su estilográfica.

—Era una carta para su hija.

Miss Brush torció la cabeza para otro lado, y no pude ver su expresión.

El doctor Moreno hizo alguna observación pomposa sobre informar al director, y muy fríamente dio por terminado al diálogo.

Mi próximo ataque fue dirigido al doctor Stevens. Estaba en un rincón observando a su hermanastro con expresión preocupada. Le pregunté en tono casual si había dispuesto lo necesario para que Fenwick se fuese y se puso muy colorado.

—Debido…, este…, a lo que acaba de ocurrir, Duluth, la…, este…, la policía parece creer que nadie…

—A propósito —interrumpí—, inmediatamente antes de la sesión de cine, Miss Powell…

El doctor Stevens no pareció hacer mucho caso de mi probable cuento sobre la solterona y el testamento. Movió la cabeza vagamente, y comenzó a murmurar algo que no comprendí, cuando se acercó Geddes. El inglés dijo que se sentía algo somnoliento. Tenía la impresión de que no iba a ser un ataque muy fuerte, y le pidió permiso al doctor Stevens para permanecer en el salón, aunque se quedara dormido.

—Muy bien, Mr. Geddes. Pida al doctor Moreno que le lleve a la clínica y ahí le dará esos comprimidos.

Sabía que Stevens y Moreno estaban tratando la enfermedad de Geddes con un nuevo tipo de droga estimulante, y sabía que su estado no mejoraba gran cosa. Sólo me restaba esperar que si el ataque del inglés era auténtico, y no una parte de nuestro plan, por lo menos le permitiera quedarse lo suficientemente despierto para poder desempeñar su papel de vigía.

—¡Pobre Miss Powell! ¡Y teniendo una inteligencia tan despejada!

Luego me acerqué a Warren. Acababa de terminar mi monólogo cuando observé que Clarke se deslizaba subrepticiamente fuera del salón. Me pregunté si tendría éxito su búsqueda del dueño del pañuelo manchado de sangre, y si ganaríamos algo con identificarle. Luego vi que Geddes había vuelto y me miraba esperanzadoramente desde el otro extremo de la habitación. Le hice señas con la cabeza, para que supiera que había cumplido con mi parte. Se encaminó con admirable languidez hacia el piano, y colocó una silla en posición estratégica, se sentó y pronto pareció dominarle el sueño.

Ahora estaba lista la trampa y el escenario despejado para la acción. Sólo faltaba que nuestra desconocida estrella desempeñara su papel. Mientras estaba allí parado, apoyado contra la pared, esperando y escuchando, sentía la doble emoción de empresario y espectador.

Y mientras miraba observé un fenómeno curioso. Un poco más temprano, esa misma noche, los enfermos habían estado tan normales y alegres, que un observador casual, que hubiera entrado en ese momento, les hubiese dado una clasificación mental más elevada que el agotado personal. Pero gradualmente el ambiente había evolucionado. Ojos que antes habían brillado empezaron a perder su fuego; las conversaciones eran menos animadas. Al principio me intrigó, pero luego me di cuenta de que Fenwick era la causa. Geddes seguramente había hecho muy bien su trabajo, porque el espiritista se movía de grupo en grupo, llamaba aparte a las personas y les susurraba al oído. Y, dondequiera que fuese, parecía dejar tras de sí una estela de desasosiego y de mayor tensión nerviosa. Varias veces oí el nombre de Laribee. Los enfermos preguntaban por el compañero ausente, asombrados de que no estuviera allí.

Viendo el efecto de nuestra loca advertencia espiritista, me percaté una vez más de lo cruel e inhumano que era utilizar la susceptibilidad de los enfermos mentales. Pero pensé nuevamente en Iris y miré con preocupación el reloj. Las ocho y treinta y cinco.

—¿Dónde está Laribee, Peter?

A mi lado estaba Billy Trent, cuyos juveniles ojos tenían una expresión melancólica.

—Hoy a mediodía me prometió explicarme cómo se hace para vender antes de que cambie la tendencia. Y ahora Fenwick dice que…

—Será mejor que se ocupe de su cafetería, Billy —le interrumpí—. Deme una banana split.

El joven Trent por un momento no contestó. Se estaba mirando los zapatos.

—Sabe, Peter —dijo por fin—, que eso de que trabajo en una cafetería es pura chifladura. Hace varios días que me he dado cuenta de que…

Y me siguió contando sus esperanzas de volver a la Universidad el otoño próximo y jugar al fútbol. Eran comentarios cuerdos y sensatos, precisamente los que uno esperaría de un muchacho de veinte años. Me alegró pensar que estaba mejorando, y que su cerebro estaba demasiado sano para dejarse afectar por las horribles cosas que habían ocurrido en el sanatorio.

Pero ahora Fenwick se había deslizado hasta nosotros y su voz era tan hueca como la de uno de sus propios espíritus. Mientras hablaba reparé en qué buen actor hubiera sido con su cara fea y expresiva y sus nerviosos ademanes. No podía saber hasta qué punto se había creído el anuncio de Geddes, pero daba la impresión de ser tan sincero como aquella noche en que nos había anunciado lo que para él haba sido un mensaje espiritista de primera mano.

—Han hablado otra vez —comenzó, y su mano fina jugueteaba con su corbata—. Laribee ha hecho nuevo testamento y…

—Ya me lo han contado todo —interrumpí rápidamente.

Fenwick tuvo un leve sobresalto, bajó su mirada luminosa y se alejó dirigiéndose hacia Stroubel. Podía oírle vagamente mientras hablaba al músico al oído.

Vi que el personal estaba inquieto por el indefinible cambio que se había operado en los enfermos. El doctor Stevens fue junto a su hermanastro y empezó a hablarle animadamente. Miss Brush redobló sus esfuerzos por organizar una partida de bridge, aunque sin el menor resultado. Mrs. Fogarty circulaba como una personificación de la melancolía vestida de violeta, y el doctor Moreno se puso tan jovial que tuvo que costarle muchísimo esfuerzo.

Pero esos esfuerzos combinados no podían compensar los estragos que había hecho Fenwick. El mensaje espiritista y el hecho de que nadie podía explicar la ausencia de Laribee habían perturbado a los enfermos hasta el borde del histerismo.

Creo que nos hubieran mandado a la cama antes que de costumbre y que nuestro plan hubiera sido estropeado si en ese momento el doctor Lenz no hubiera entrado. El solo espectáculo de su barba parecía producir un efecto sedante. Tal vez fuera porque tenía la sensatez de no simular una alegría ficticia ni un bobo optimismo. La expresión de su cara de Zeus precisamente era la que confiamos ver el día del Juicio Final, una expresión que decía: Las cosas han variado un poco, hijos míos. Pero no hay nada serio de qué preocuparse.

Además, conocía otro recurso psiquiátrico para calmar los nervios alterados. ¡La música! Vi que se acercaba a Stroubel y que luego ambos se dirigían al piano. El doctor Lenz levantó una mano y su rostro irradió una sonrisa benévola.

—Mr. Stroubel ha tenido la gentileza de acceder a tocar unas piezas.

Le hizo una seña a Warren, que trajo un taburete y abrió el piano. Durante un momento terrible temí que fuera a retirar la carpeta. Vi que sus dedos la tocaban. Pero en ese momento Stroubel le distrajo entregándole un jarrón con flores para que se lo llevara.

Geddes estaba en su sitio fingiendo un adormecimiento de lo más realista. No pude descubrir el menor movimiento en él mientras el gran músico acercó el taburete y se sentó.

Tocó la sonata Claro de luna, y aunque nunca me ha gustado el Beethoven sentimental, debo admitir que la música se adueñó de mí. Y lo mismo les ocurrió a los demás. Las arrugas de inquietud desaparecieron de sus caras, y los ojos les brillaban como si reflejaran la suave luz de luna de la sonata. Laribee, el sanatorio, sus preocupaciones reales o imaginarias, todo fue olvidado.

Después que Stroubel terminó, Lenz se escurrió fuera de la habitación. Pero los otros se agolparon alrededor del piano. Hasta Fenwick, que creía que Beethoven estaba desprovisto de sentido estético, se acercó. Stroubel no parecía nada dispuesto a tocar otra pieza, aunque tanto Miss Brush como el doctor Moreno se lo pidieron con insistencia.

Pero Mrs. Fogarty le inspiraba especial simpatía, y una petición suya fue más eficaz. Para complacerla, el anciano se sentó sumisamente y nos brindó una rapsodia de Brahms cuya velocidad y brillantez nos dejaron sin aliento.

Cuando terminó, el piano se había vuelto el eje de la reunión. Pensé que a Geddes le tendría que resultar complicado vigilar a tantas personas. Finalmente también me acerqué y, empujando a los otros para ponerme en primera fila, me situé cerca del extremo del piano, junto al escondite musical.

Disimuladamente metí los dedos debajo de la carpeta. Hurgué un momento y descubrí que ya no había nada.

¡El testamento había desaparecido! Alguien lo había cogido. Una de las personas que se hallaban a pocos metros de mí… Uno de esos hombres y mujeres que se apretujaban alrededor de Stroubel. El plan había tenido éxito. Geddes seguía en su sillón, aparentemente dormido. El temor de que tal vez hubiera caído realmente en uno de sus trances, o bien que la confusión hubiese sido demasiado grande para permitirle vigilar casi me descompuso. Le miré fijamente, con ansiedad, sin atreverme a acercarme.

De repente sus ojos negros se abrieron y encontraron los míos. Cabeceó tres veces.

Luego modificó levemente su posición y, girando, indicó con la cabeza a un hombre que se alejaba del piano. No cabía duda respecto a quién se refería. Pero ahora, que por fin lo sabía, me costaba creer la verdad.

Lo más disimuladamente posible me acerqué a Geddes, y en voz muy baja dije el nombre de la persona que había señalado con la cabeza.

—Sí —me contestó en secreto—. No hay duda que fue quien lo cogió; lo lleva en el bolsillo de su chaqueta, vigílelo.

Febrilmente busqué a Clarke. Había vuelto a la habitación y estaba parado, solo, junto a la puerta. Se le iluminó la cara cuando le dije a quién deseaba que vigilara.

—Tengo que ver al doctor Lenz en seguida —dije rápidamente—. No le pierda de vista ni un momento. Creo que es quien buscamos.

—No me sorprendería —dijo Clarke—. Porque, mire, he estado haciendo una requisa y hallé esto.

Sacó de su bolsillo un pañuelo limpio y doblado. Me di cuenta en seguida que era del mismo tamaño y género que el que habían utilizado para amordazar a Geddes, el que estaba manchado con la sangre de Laribee.

—Estaba en la habitación de él —murmuró Clarke.

Nos sonreíamos con amarga satisfacción.

—Bueno, creo que esto remacha nuestra sospecha —dije.