Cuando llegué al pabellón 2 empecé a buscar a Geddes. Trataba desesperadamente de encontrarle. Ahora que estaba decidido a entrar en acción, como dicen en las películas, era mi único aliado posible. Él sabía cosas, seguramente muy valiosas. Si pudiera enterarme de ellas antes que la policía y el doctor Lenz, habría una leve probabilidad…
Pero en las salas comunes, donde los demás todavía andaban vagando más o menos al azar, del inglés no se veían ni rastros. Decidí ir a su habitación aunque a estas horas debía de habérsele pasado el ataque, y sabía que detestaba quedarse en cama más de lo indispensable.
Pasé rápidamente por los desiertos corredores. Se nos había echado la noche encima, y a nadie se le había ocurrido encender las luces de los corredores. Mientras andaba en medio de la penumbra sentía una extraña sensación de alarma, que aumentaba incesantemente a medida que iba dejando a los compañeros detrás de mí, cada vez más lejos. Pensé que algún día iba a escribir una obra de teatro terrorífica, cuyo protagonista sería un hombre que se encontraba solo, en un sanatorio vacío, buscando algo o a alguien que no podía encontrar; solo, sin más compañía que una misteriosa voz.
Lo que repentinamente me recordó que nuestra voz particular nunca había mentido. Había prevenido a Geddes. Había vinculado su nombre con los de Laribee y Fogarty. Y si alguien quisiera hacerle algún mal, ¡qué magnífica oportunidad se le presentaba ahora, cuando el sanatorio estaba hecho un caos, cuando todos podíamos andar por todas partes, y el personal estaba ocupado, cuando Geddes estaba solo durmiendo en su habitación!
Atravesé corriendo los últimos metros del corredor, abrí de un empellón la puerta del inglés y encendí las luces. Quedé encandilado, pero sólo un segundo. En seguida pude ver todo demasiado bien.
Geddes estaba todavía en la cama, pero no dormía. Mientras estaba inmóvil en el umbral me parecía oír nuevamente la frase fatídica que él me había repetido en la cancha de pelota:
Fogarty fue el primero. Usted, Laribee y Duluth serán los siguientes.
Aunque aturdido, me di cuenta de que Geddes estaba atado casi exactamente como Fogarty. No tenía puesta una camisa de fuerza, pero estaba boca abajo con las manos aplastadas por su propio peso. Y alrededor del cuello, ajustada con maligna perversidad, había una venda quirúrgica retorcida, venda que también se anudaba a sus piernas. Estaba atado de la misma forma brutal e inhumana. Le habían amordazado, como a Fogarty, metiéndole un pañuelo en la boca.
Durante una fracción de segundo me sentí privado de toda facultad para moverme. Luego me pareció observar un leve movimiento, un temblor en los músculos del cuello, que era empujado paulatinamente hacia atrás por los pies, igual que había ocurrido con Fogarty. Sus ojos miraban con desesperación. Pero gracias a Dios, no eran los ojos de un muerto.
Eso me hizo reaccionar. Di un salto hacia delante, y forcejeé como un loco con las vendas. Era asombroso comprobar lo ajustadas que estaban. Mis agitados esfuerzos por desatarlas debieron de estar a punto de asfixiarle, pero conseguí liberarle.
Estaba completamente aturdido y no podía hablar; apenas podía moverse. Conseguí darle la vuelta y tumbarle de espaldas, luego empecé a darle masajes sobre las espantosas marcas rojas que tenía alrededor de la garganta y de las muñecas. Le friccioné durante largo rato. No sé si le hacía algún bien, pero yo estaba demasiado aturrullado para pensar en llamar a otra persona que me ayudara. Todo estaba muy tranquilo; reinaba ese silencio profundo, sobrenatural, de los lugares faltos de vida.
Gradualmente pude sentir cómo se distendían los músculos de Geddes bajo mis manos. Por fin se enderezó dolorosamente hasta sentarse en la cama, y flexionó los músculos de los hombros. Le había vuelto la vida a los ojos, y los movió lentamente hasta encontrar el montón de vendas que estaba sobre el suelo.
Pero cuando trató de hablar no pudo emitir sonido. Le traje un vaso de agua, que pareció sentarle bien. Lo bebió con avidez, y dijo con voz ronca haciendo una mueca a guisa de sonrisa:
—Creía que las vendas eran instrumentos curativos, pero también pueden convertirse en instrumentos de tortura bastante eficaces.
Pensaba lo mismo. Siempre había considerado las vendas como cosas frágiles, delicadas; pero retorcidas, tenían la fuerza de cables de acero.
Mientras las contemplaba, tiradas sobre el suelo, recordé las palabras de Mrs. Fogarty la noche del baile. La estaba viendo entregar al doctor Stevens los tesoros que habían encontrado. Ya no faltaban más que dos rollos de vendas y el cronógrafo.
Bueno, ahora se explicaba por qué faltaban las vendas. Me pregunté si habrían estado destinadas a este siniestro propósito desde el principio, como el cronógrafo y el bisturí. El criminal que andaba suelto por el sanatorio parecía haberle sacado el máximo provecho a Miss Powell.
Geddes se puso de pie con esfuerzo y, tambaleándose, llegó hasta el espejo. Con una mano empezó a pasarse un cepillo por el cabello; con la otra trató de alisarse el traje. Le acosé a preguntas.
Por supuesto no recordaba nada. De lo último que tenía conciencia era de la sesión cinematográfica, una película de mandriles o algo así, dijo. Después le había quedado la mente en blanco, salvo una desagradable pesadilla en la que una boa le estrangulaba. Se había despertado para encontrarse amarrado, tan impotente como había estado en poder de la boa de su sueño.
—Debo de haber vuelto en mí muy pocos minutos antes de que llegara, Duluth —me dijo trémulo—. Me salvó la vida.
Nos sonreímos y nos sentimos algo cohibidos. Pero comprendí que decía una gran verdad. Me infundía admiración la despiadada eficiencia de la sorprendente personalidad que actuaba entre nosotros. Por casualidad había descubierto a Geddes precisamente en ese momento. Si la entrevista en el despacho del doctor Lenz me hubiera retenido unos minutos más, por segunda vez esa lenta y cruel tortura hubiera tenido éxito. Y una vez más el criminal hubiera podido prepararse una infalible coartada, delante de las narices de la policía. En efecto —reflexioné con repentina indignación—, de no haber sido por la catalepsia del inglés, que le mantenía los músculos anormalmente rígidos, fácilmente hubiera podido estar muerto cuando llegué a su lado.
—Será mejor que llame a Miss Brush o a alguien que le cure estas magulladuras —dije.
—No, estoy bien. —Geddes se sentó sobre la cama y se miró las equimosis de las muñecas—. Primero quiero poner un poco de orden en mis ideas. Ahora comprendo por qué esa maldita voz me puso en guardia, y por qué tenía tanto interés en liquidarme, pero ¿por qué diablos no me estrangularon de una vez, en lugar de hacerme esa treta infernal?
—Así mataron a Fogarty —le dije a bocajarro.
—¿De veras? —y el inglés se quedó mirándome horrorizado y lleno de asombro.
—Sí, y por amor de Dios dígame si sabe algo que pueda contribuir a explicar este enigma.
Los ojos de Geddes habían adquirido la dureza del acero.
—Deben de haber tratado de asesinarme —dijo lentamente—, porque creyeron que sabía quién había matado a Fogarty.
Tuve un instante de loca esperanza.
—¿Y lo sabe?
—No; y eso es lo más injusto y paradójico del asunto —me sonrió lentamente—; he pasado por todo esto gratuitamente. El sábado por la noche, inmediatamente después del baile, hablé con Fogarty para pedirle que cambiara mi hora con la de ese muchacho, Trent. Fui a la sala de fisioterapia con la vaga esperanza de encontrarle.
Asentí con la cabeza.
—Cuando llegué oí voces. Una era la de Fogarty, de modo que abrí la puerta y me asomé. No pude ver a nadie. Seguramente estaban en uno de los compartimientos. Pero llamé a Fogarty por su nombre y la conversación cesó al instante. —Se encogió de hombros—. Luego vi unas ropas sobre el suelo. Conociendo la fama de mujeriego que tenía Fogarty, supuse que estaría en alguna de sus aventuras, y discretamente me retiré. No volví a preocuparme del asunto, aunque ahora veo por qué el doctor Moreno trató de interrogarme al respecto.
—Pero, ¿no reconoció la otra voz?
—Desgraciadamente, no. Uno no le da mayor importancia a esas cosas en un momento así. Tengo una noción muy vaga de que era una voz de mujer, pero tal vez sea porque en mi imaginación vinculaba el asunto con alguna mujer.
—Debió de llegar pocos instantes antes de que se cometiera el asesinato —dije—. Es fácil comprender por qué les molestaba. Reconocieron su voz y pensaron que había visto u oído algo.
El inglés gruñó.
—Eso lo comprendí muy bien, pero no me explico por qué al principio se conformaron con amenazarme. Lo lógico era que, una vez decididos, me liquidaran sin más trámites.
—No necesariamente. No constituía mayor peligro para ellos mientras siguiera siendo un paciente mimado, que no sabía nada de la muerte de Fogarty. Como usted mismo admite, se había olvidado por completo del episodio. Fue sólo después de que le conté todo cuando empezó a constituir una verdadera amenaza. Creo que, una vez más, la culpa de lo que ha ocurrido es mía. Alguien debe de haber escuchado lo que decíamos cuando nos dirigíamos al salón de actos.
Por un momento ninguno de los dos habló. Luego Geddes comentó lentamente:
—Hay una cosa que me intriga. ¿Cómo se explica que haya estado maniatado todo ese tiempo sin que nadie me haya encontrado?
Sólo entonces recordó que le había dado el ataque poco después de haber empezado la sesión cinematográfica. Todavía no sabía nada de la alarma de incendio, ni del asesinato de Laribee y la consiguiente confusión. Rápidamente le conté lo que había ocurrido. Era notablemente reconfortante poder hablar con libertad, sin reticencias. Hasta le conté lo referente a Iris y mi propia y temeraria determinación de hacer algo a su favor antes que llegara el psiquiatra, a las diez de la noche.
—De modo que asesinaron a Laribee y luego me trajeron aquí para despacharme al otro mundo —exclamó amargamente—. Es bastante ambicioso eso de proyectar un doble asesinato en una sola tarde. También le amenazaron, Duluth. Ha tenido suerte.
—No me felicite todavía —dije sonriéndome—; quién sabe si sobreviviré a esta noche. Pero escuche, estoy resuelto a armar un bochinche hasta descubrir quién está detrás de todo esto Confiaba en que podría ayudarme.
Geddes se quedó muy quieto un momento. Luego levantó una de sus manos hasta tocarse los morados cardenales del cuello.
—Había decidido irme —dijo pensativamente—. Estoy harto de este sanatorio. Pero si en algo puedo ayudarle…
—Eso se llama lealtad.
—¿Lealtad? —repitió—. ¿No le parece que tengo tantas ganas como usted de echarle el guante a ese cochino? Aparte de lo demás, me maniató cuando estaba inconsciente. Ése es un aspecto de la broma que no le perdono.
Nunca le había visto tan visiblemente indignado. Había algo en la forma en que apretaba las mandíbulas que me resultaba reconfortante.
—Dos hombres contra el mundo —comenté—. Es muy emocionante, pero ¿qué vamos a hacer?
—¿Qué bases tenemos para nuestro plan de acción?
—Muy poca cosa. Tenemos esa corazonada mía con respecto al yerno. Tal vez esté aquí entre nosotros.
—A lo mejor está. Y la hija también. Es una idea disparatada. Pero usted dice que ella es actriz y que Laribee estaba furioso. Ella podría haberse desfigurado de modo que él no la reconociera.
—Parece bastante traído de los pelos —dije—, pero supongo que lo que estamos buscando es muy absurdo.
—Por supuesto que también está el personal —dijo Geddes como pensando en voz alta—. En cierto modo, es un terreno más promisorio. Dice que tienen un interés pecuniario en el sanatorio, y la muerte de Laribee produce un ingreso de medio millón. Es absurdo sospechar del propio Lenz, pero alguno de los otros…
—Sí —interrumpí vivamente—, y ya que estamos siendo tan irrespetuosos, ¿qué me dice de Miss Brush? Si ese testamento fuese válido…
—Me había olvidado del testamento. Dice que todavía lo tiene y que nadie sabe que existe. Seguramente podremos hacer algo con ese papel.
Presentí que estábamos progresando y casi al borde de algún plan factible. Geddes fue el primero en proponer algo concreto.
—Escuche —me dijo—. Podemos partir de la base, bastante probable, de que el asunto, en sus orígenes, giraba alrededor de Laribee. Quienquiera que le haya matado iba tras su dinero. Bueno, ahora van a buscar ese testamento, ¿verdad?
—¿Qué quiere decir con eso?
—Mire, prácticamente todos los miembros del personal salían beneficiados por el testamento anterior de Laribee. Si alguno de ellos le mató, tendrá unas ansias locas de encontrar el nuevo testamento y destruirlo, por miedo a que pueda resultar válido. Si, por otra parte, se trata de alguien que se beneficia con el nuevo testamento, igualmente tendrá enorme interés en apoderarse de él para reclamar el dinero. Esto es lógica, ¿verdad?
—¡Ya lo creo que sí! —contesté entusiasmado—. De modo que al fin tenemos un triunfo en la mano. ¿Pero cómo debemos jugar esta carta?
Geddes se acarició reflexivamente el bigote con un dedo.
—Si pudiéramos meterlo en algún sitio…, en algún lugar que sólo el asesino conociera. Parecemos chicos jugando a Sherlock Holmes, pero…
—¡Ya lo encontré! —interrumpí—. Sabemos que de alguna forma nuestro criminal debe de haber sugestionado a Miss Powell para que robe cosas de la clínica para él. Cuando la oí hablar de su proyectado ataque a los bisturíes dijo: Puedo ocultarlos en el escondite musical. Evidentemente ése es el sitio donde la obliga a esconder los objetos robados.
—Sí, y buen cuidado habrá tenido de que nadie más sepa dónde está. ¿Y qué más?
—¡Esto va a resultar más fácil que andar a pie! —exclamé—. Metemos el testamento en el escondite musical, hacemos saber al asesino que está allí, y esperamos que venga a buscarlo.
—Desgraciadamente —dijo Geddes con una sonrisa—, como no sabemos quién es el asesino, mal podremos informarle de lo que hemos hecho.
—Entonces tendremos que contárselo a todo el mundo —insistí—, y de una forma que resulte ininteligible para todos menos para la persona que buscamos; tiene que ser una especie de adaptación de mi célebre experimento psicoanalítico.
—¿Y cómo lo lograremos?
Por un momento pareció secarse la fuente de inspiración, pero no tardó en manar de nuevo.
—¡Ya está! —grité alborozado—. Podemos aprender una cosa de nuestro adversario. Estoy seguro que se ha servido de Fenwick y fraguó ese mensaje apócrifo de los espíritus en beneficio de sus propios fines. ¿Por qué también nosotros no habríamos de inventar un mensaje espiritista? Con un poco de suerte podemos convencer a Fenwick de que hemos recibido un anuncio oficial del plano astral que dice que Laribee hizo un nuevo testamento y lo puso en el escondite musical. Fácilmente podemos convencerle de que constituye su deber personal comunicar la noticia individualmente a cada uno. Forzosamente el culpable tendrá que ir al escondite musical por las dudas. Los demás lo escucharán como una nueva tontería de Fenwick.
—Eso es bastante ingenioso —contestó Geddes después de una pausa—, pero sólo dará resultado con los internados. Si el hombre que buscamos pertenece al personal, en seguida se le ocurrirá que se trata de una trampa. Tendremos que inventar algo que sea menos sospechoso para los empleados. Escuche, usted hasta cierto punto se ha conquistado su confianza, ¿verdad? ¿Por qué no les cuenta algún cuento? Podría decir que vio a Miss Powell sacando algo del bolsillo de Laribee inmediatamente antes de la sesión de cine, y oyó que murmuraba algo de un escondite musical. Es bastante burdo, pero aquí están acostumbrados a comulgar con ruedas de molino.
—¡Ésta sí que es una brillante idea! —dije levantándome y empezando a recorrer la habitación silenciosa de un lado a otro—. Si algún plan descabellado merece cuajar, es éste. Pondré el testamento en el escondite musical. Fenwick y yo divulgaremos el mensaje, y luego… —le miré expectante—. ¿No podría simular uno de sus ataques?
—Mal podría simular la rigidez absoluta, pero podría hacerme el dormido.
—¡Magnífico! Están acostumbrados a que se duerma a la hora menos pensada. Se instala junto al escondite musical y se duerme. ¡Estoy seguro de que sacarán el testamento delante de las narices sin preocuparse para nada de usted!
—Un plan casi perfecto —murmuró Geddes con cierta amargura— para pescar al asesino. Pero… —se interrumpió, y una sonrisa le asomó a los labios—. ¡Somos unos perfectos idiotas, Duluth! Nos hemos olvidado de la única cosa importante. No tenemos la más remota idea de dónde está ese absurdo escondite musical.
—Probablemente cerca de la radio —dije sin convicción.
—O del piano, o del fonógrafo en el extremo opuesto del salón —murmuró Geddes—. Temo que tendremos que empezar de nuevo, salvo que podamos sonsacar a Miss Powell. Es la única capaz de iluminarnos.
—Mucho lo dudo —dije descorazonado—. No entiendo gran cosa de psicología, pero estoy casi seguro que tiene tan vagas nociones de la situación del escondite musical como nosotros. Ese aspecto de su cerebro es subconsciente o algo por el estilo. En cuanto se siente normal, instintivamente ahuyenta esos pensamientos.
Geddes se levantó de la cama de un salto.
—¿Por qué no aprovechamos otra de las habilidades de nuestra amiga, y procuramos influenciar la mente subconsciente de Miss Powell, Duluth? ¿Tiene alguna joya?
Le mostré un anillo que llevaba en un dedo.
—Dice que suele robar cosas mientras habla con la gente —siguió tranquilamente el inglés—, y las esconde en lugares determinados. Con un poco de suerte…
—… Podríamos inducirle a robar el anillo y esconderlo en el escondite musical —interrumpí rápidamente—. ¡Magnífico!
Creo que si yo solo hubiera proyectado ese plan, construido como estaba sobre complicados cimientos de conjeturas y psicosis ajenas, me hubiera parecido increíblemente fantástico. Pero había vivido tanto tiempo entre locos que nada me parecía demasiado desatinado. Además, Geddes parecía dotar a cuanto le rodeaba de verosimilitud. Cualquier plan que mereciera su aprobación debía tener cierta dosis de lógica.
—Creo que sería mejor que llevásemos a cabo nuestro milagro esta noche, Duluth —me estaba diciendo tranquilamente—. Llegaremos al salón central alrededor de las ocho, de modo que tenemos dos horas antes de que llegue el psiquiatra. Puede empezar a trabajar en seguida sobre Miss Powell, y yo haré que Fenwick ponga en circulación el mensaje espiritista. Luego escondemos el testamento, y me hago el dormido. No tendrá más que contar su historia a los miembros del personal, y estaremos listos.
—Pero si efectivamente alguien toma el testamento —dije con repentina duda—, ¿cree que bastará para convencer a la policía?
—Bastará para darles una pista —murmuró Geddes—, y eso es todo lo que podemos aspirar conseguir por el momento.
Se estuvo mirando una vez más sus manchadas muñecas, y se las frotó suavemente.
—¿Le parece que debería dar cuenta de esto?
Convinimos en no decir nada del atentado contra Geddes por el momento. Sólo serviría para que le interrogara la policía precisamente cuando debíamos poner en práctica nuestro plan.
Al recoger las vendas y ocultarlas momentáneamente debajo de su colchón observé el pañuelo que habían utilizado para amordazarle. Estada en el suelo, junto a la cama. Lo levanté y di un pequeño gruñido de sorpresa porque el pañuelo blanco de algodón estaba manchado de sangre.
—Ha sangrado —le dije.
Geddes se adelantó y me quitó el pañuelo. La perplejidad le arrugaba la frente.
—Este pañuelo no es mío —dijo lentamente—. Siempre uso unos marrones, de seda, que me costaron como diez centavos cada uno en la India.
—Pero, como quiera que sea, tiene sangre.
—Quién sabe… —Geddes se dio la vuelta hacia mí—. A ver, Duluth, examíneme bien.
Le examiné cuidadosamente. Todavía tenía colorado el cuello, pero no tenía la menor señal de herida o rasguño, ni dentro ni fuera de la boca. Nos miramos desconcertados.
—No puede haber sido tan imbécil —exclamó Geddes— que utilizara su propio pañuelo para amordazarme.
—Es posible —dije emocionado—, a lo mejor tenía prisa y…
—Pero, ¿y la sangre?
—Precisamente —exclamé—. Parece que tuviéramos una racha de buena suerte. ¿No ve? Probablemente es sangre de Laribee. Ese pañuelo debió de utilizarse para borrar las impresiones digitales del bisturí.
Nos mirábamos el uno al otro como un par de chiquillos que han descubierto un tesoro escondido.
—Tenemos que informar a la policía —dijo Geddes por fin—. Esto es demasiado importante para callarlo.
—Bueno; se lo diremos a Clarke. Es un buen muchacho y un viejo conocido mío. Necesitaremos su ayuda esta noche si algo concreto resulta de nuestro pequeño complot. Le voy a dar el pañuelo, y le pediré que averigüe a quién pertenece.
—¡Espléndido! —Geddes se había vuelto hacia el espejo y estaba contemplando su maltrecha vestimenta—. Así queda todo arreglado menos mis pantalones. ¿Sería mucho pedirle a su amigo Clarke que me los planchara?