¡De modo que por fin había ocurrido! Pese a la horrible complicación en que había envuelto a Iris, la muerte de Laribee traía consigo una extraña sensación de alivio. Era como el final histérico de una comedia exagerada, recargada de sensacionalismo.
Ahora que estaba muerto, en cierta forma el financiero parecía pequeño y digno de conmiseración. Pensé en sus desvaríos; en que se creía pobre; en su extraña relación con Miss Brush; en aquel patético testamento de medianoche.
Y el testamento, recordé repentinamente, todavía estaba escondido debajo de la alfombrilla de goma de mi habitación. Podría resultar importante; podría ayudar a convencer a la policía de que Iris no había intervenido en el asunto. Decidí ir a buscarlo en seguida.
Cuando atravesé el edificio, preocupado y nervioso, en dirección hacia el pabellón 2, aquello era todo un manicomio. Los pacientes se paseaban nerviosamente de un lado a otro y conversaban, alborotando, sobre el presunto incendio. Como si fueran niños, tenían una habilidad especial para descubrir los lugares donde precisamente no tenían derecho de estar, y los hombres estaban mezclados con las mujeres. Las tentativas de mantener el orden no lograban ni salvar las apariencias, y los pocos empleados que vi, muy escasos y agitados, parecían estar tan desorientados como los pacientes.
No había nadie de guardia en el pabellón 2, lo que no me sorprendió. En cambio, sí me sorprendió encontrar el testamento de Laribee debajo de la alfombrilla de goma, tal como lo había dejado. A esta altura de los acontecimientos lo normal y esperado parecía más sorprendente que lo inesperado y anormal.
Al meterme el papel en el bolsillo recordé mi interrumpida conversación con Geddes inmediatamente antes de comenzar la sesión de cine. Había querido decirme algo respecto a la muerte de Fogarty, algo que explicaba por qué había recibido esas extrañas advertencias.
Me encaminé rápidamente hacia su dormitorio; le encontré tumbado sobre la cama, donde, sin duda, le habían dejado los enfermeros. Seguía dormido, y a pesar de mi impaciencia, no deseaba despertarle. De todos modos, probablemente hubiera sido imposible, porque todavía tenía los músculos de la cara rígidos, aunque había disminuido algo la tensión en el cuerpo.
Después que le dejé anduve vagando sin rumbo fijo hasta llegar al salón de fumar. Allí estaban algunos compañeros, y Billy Trent, emocionado por haber descubierto una caja de fósforos, encendía uno tras otro y se ofrecía orgullosamente a los que llegaban para encenderles sus cigarrillos.
Encontré un rincón suficientemente alejado del bullicio, y me senté a meditar, atormentado por la situación de Iris. Trataba de convencerme de que seriamente la policía no podría considerarla presunta culpable. Tal vez descubrieran sus sentimientos hacia Laribee, y la forma en que había contribuido al suicidio de su padre. Pero nadie podía ser tan estúpido que no relacionara la muerte de Laribee con la de Fogarty. Y no podía acusársela de maniatar y asesinar al enfermero diurno.
Pero, cualquiera que fuese el resultado, habría interrogatorios, indagaciones. No era sólo su bienestar físico, sino también su cordura lo que me inquietaba. Sabía cómo sufriría moralmente ante la inevitable serie de atormentadores interrogatorios de la policía, de los que resultaría incapaz de defenderse. Imaginé su cara, triste y delicada como los pétalos de una flor, aplastada bajo las pesadas botas de los policías.
Estaba devanándome los sesos en busca de alguna solución cuando David Fenwick se deslizó hasta mí. Su rostro oscuro, y a la vez etéreo, brillaba como iluminado por una oculta emoción.
—¿Oyó esa voz que gritó fuego, Duluth?
Asentí con la cabeza impacientemente, pero acercó una silla y se sentó mientras arreglaba meticulosamente las rayas de su pantalón.
—Eso es malo —susurró moviendo la cabeza—. Cuando ocurre una manifestación de ese tipo las cosas no andan nada bien.
No tenía deseos de discutir. Si se le ocurría que algún fantasma bromista había provocado la alarma de incendio, no sería yo quien le contradijera. En mi estado de ansiedad pronunciar una palabra me resultaba penoso.
—Le voy a decir una cosa —me murmuraba—. Este sanatorio tiene un ambiente muy desfavorable. Entre nosotros: me voy mañana. Mi her…, quiero decir, el doctor Stevens, hará los arreglos —y con una mano delicada acarició su corbata de colores claros—. Le aconsejo que también se vaya, Duluth. No creo que este lugar sea nada seguro.
Miré los ojos grandes y brillantes que tenía, tratando de descubrir si ocultaba algo tras esta advertencia inopinada, y, en tal caso, de qué se trataba.
—Estoy muy bien aquí —repuse secamente.
—¿Está bien? —Fenwick se sonrió maquinalmente—. Bueno, le he prevenido, y si tiene aquí dentro algún amigo al que aprecie, creo que debería transmitirle el consejo.
En aquel momento se produjo una serie de ruidos confusos, como de movimientos rápidos y veloces pisadas. Levanté los ojos y vi a Billy Trent que se metí los fósforos en el bolsillo mientras los demás apagaban rápidamente sus cigarrillos. Se había abierto la puerta y entraba Warren.
Miró, ceñudo, a su alrededor, y vino hacia mí.
—Le llaman, Mr. Duluth —murmuró—. Tiene que ir en seguida al despacho del doctor Lenz.
Mientras rápidamente salía al corredor oía su voz que exclamaba con severidad:
—¿Quién robó esos fósforos?
Exceptuados el detective Clarke y la ausencia de Stevens, el grupo que encontré en la oficina del director era el mismo que se había reunido después de la muerte de Fogarty. Pero entonces yo había sido invitado más o menos en calidad de respetado ayudante. Ahora, a juzgar por las miradas frías y severas de los policías, deduje que el capitán Green me consideraba como un cómplice o, por lo menos, un encubridor.
Parecía que Lenz acababa de contarle al capitán mi visita al doctor Moreno la noche anterior.
—Y después que se fue Mr. Duluth, ¿hizo un recuento en la clínica?
—Sí, capitán —las facciones atractivas y latinas del doctor Moreno carecían de expresión como si fueran una máscara—. No creí íntegramente el relato de Mr. Duluth, pero me puse en seguida al habla con el doctor Stevens, y fuimos juntos a la clínica.
—¿Y faltaba un bisturí?
—Sí.
—¿Tomaron alguna medida?
—Por supuesto. Comprendimos el peligro potencial, y nos pasamos la mitad de la noche buscándolo. Stevens me dijo que Miss Powell se quejó de sinusitis por la mañana y fue a la clínica. Se me ocurrió que debió de ser quien lo sustrajo.
—Parece que son bastante descuidados con los bisturíes por aquí —gruñó el capitán.
—Al contrario. Pero Miss Powell es cleptómana y, como tal, increíblemente ingeniosa. En general esconde los objetos debajo de almohadones. Buscamos en sus escondites habituales, en el diván, en el salón y en el gran sofá de la biblioteca de las mujeres. Miss Brush y Mrs. Dell hasta revisaron las ropas de los enfermos esta madrugada mientras dormían. Pero no pudieron encontrar nada.
Green se dio la vuelta rápidamente hacia mí.
—Bueno, el doctor Moreno dice que usted tuvo ese bisturí en el bolsillo en cierto momento, Mr. Duluth. ¿Quién se lo quitó?
—No tengo la menor idea —dije sin aplomo—. Prácticamente todos tuvieron oportunidad de quitármelo.
—¿Podría habérselo quitado Miss Pattison, por ejemplo?
—Es poco probable, puesto que fue quien me lo dio.
En cuanto dije esto me maldije por idiota. Evidentemente, Green me había tendido una celada y había caído en ella como un bobo.
—¡Conque se lo dio Miss Pattison! —la voz de Green se tornó más amable y considerada—. Y luego Miss Brush vio a esa misma persona arrojarlo lejos de sí después que encendieron las luces.
Había en su tono tanta seguridad como si ya considerara que el caso estaba solucionado y terminado. Como de costumbre, perdí los estribos.
—¿No se da cuenta de que es una pista falsa? —le grité—. Cualquiera que tuviera un átomo de sentido común sabría inmediatamente que Iris Pattison es tan inocente como…, como el doctor Lenz, aquí presente. Alguien ha estado utilizándola como pantalla para despistar.
Con cierta incoherencia seguí contándoles cómo Iris había oído voces que la instaban a matar a Laribee. Me volví dramático, semihistérico, y cuanto más elocuentemente trataba de defender a Iris, más la envolvía en circunstancias acusadoras. Si Green antes lo hubiera dudado, ahora debía estar convencido de que era una demente peligrosa.
Con un gran alivio por mi parte, el doctor Lenz intervino a mi favor. Su voz tenía un tono cansado y más bien deprimido.
—Estoy de acuerdo con usted, Mr. Duluth —dijo suavemente—. No puedo creer que Miss Pattison sea responsable de esta segunda tragedia. Por supuesto que es difícil dar crédito a su relato de premeditada persecución, pero en realidad Miss Pattison sufre de una forma benigna de delirio de persecución, que indiscutiblemente se agravó con Laribee en este sanatorio. Es muy sugestionable y se imagino el resto, las voces que la ordenaban y la fuerza exterior que le impulsaba a cometer un crimen sin perder tiempo.
—Pero eso no explica cómo recuperó el bisturí —insistió Green— ni por qué lo tenía en la mano después que se encendieron las luces. Y creo que confesó, más o menos, ante el doctor Moreno.
—Eso también es natural —volvió a interrumpir Lenz—. Miss Pattison había pensado tanto en Laribee que cuando realmente ocurrió la tragedia por un momento llegó a creer que tal vez ella misma se había visto obligada por una voluntad superior a ser su agente.
—Me parece que va a haber mucha palabrería psicológica en este caso —protestó el capitán—. Por supuesto que puede ser una pista falsa deliberadamente preparada, pero tengo que ver a esa muchacha, doctor Lenz. Tengo que averiguar qué estaba haciendo la noche en que mataron a Fogarty. Ahora es evidente que estábamos equivocados con respecto a aquel primer caso. Es seguro que tanto a Fogarty como a Laribee les asesinaron.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo lentamente Lenz—. Y admito que estaba completamente equivocado cuando admití que Fogarty había muerto de un accidente.
—Entonces que traigan a esa muchacha.
—¡No deje que la vea, doctor Lenz! —exclamé suplicante—. Es casi una niña y está muerta de miedo. La van a enloquecer si…
—Mr. Duluth, puede confiar en que sabré proteger a los enfermos que me han sido encomendados —y dirigiéndose al capitán—: No puedo permitir a persona alguna, más que a un psiquiatra, que vea a Miss Pattison en estos momentos.
—Muy bien —repuso secamente Green—. Haré venir al doctor Eisman. Ahora está trabajando en un caso, pero puedo hacer que esté aquí a las diez de la noche. Es el psiquiatra de la policía y si llega a encontrar algo…
—Si llega a encontrar algo inesperado en su estado —repuso tranquilamente el doctor Lenz—, o si descubre que he tergiversado los hechos reales, estoy dispuesto a clausurar mi sanatorio.
No podía tolerar que hablaran de Iris en ese tono, y se refirieran a ella como si sólo fuera otro caso más de alienación mental. Además, aborrecía la idea de que un psiquiatra de la policía fisgoneara en su cerebro. Me repetía incesantemente que tenía que hacer algo, idear algún sistema de sacar a la luz la verdadera solución antes de que llegara ese psiquiatra.
La voz de Clarke me arrancó de mis meditaciones.
—Doctor Lenz —preguntó deferentemente—, ¿sería posible que alguien que realmente no estuviera loco se introdujera en un lugar como éste? Quiero decir, ¿simulara estar loco sin que lo advirtieran?
—Sí, sería posible —el doctor Lenz se pasó una mano por la barba y sus ojos permanecieron benévolos—. Así como la policía nunca puede establecer hasta qué punto un hombre es criminal, los médicos tampoco podemos asegurar con exactitud hasta qué punto está mentalmente enferma una persona. La cordura es un término relativo. No podemos poner el cerebro vivo bajo el microscopio. Nuestra primera norma es creer cuanto dice el paciente. Luego observamos atentamente sus actos. Con tiempo y experiencia llegamos a formular un diagnóstico acertado.
—Hablando claro —dijo Green continuando con el desarrollo de la idea—; si Miss Pattison hubiese querido matar a Laribee sin que le echaran la culpa, podría haber venido aquí e inventado esa fábula de que alguien trataba de enloquecerla. Aunque estuviera tan cuerda como una enfermera, podría haber representado una comedia que hubiera embaucado a los médicos. Ella…
—Tendría que haber sido una eximia artista —intercaló el doctor Moreno ante mi sorpresa—, porque ha estado aquí seis meses.
La palabra artista me sugirió mi primera hipótesis constructiva. Me había devanado los sesos en busca de alguna pista por tenue que fuera. Y ahora me arrojan a la cabeza una idea magnífica.
—Hablando de artista —interrumpí agitadamente—, Mr. Laribee tiene una hija que es actriz en Hollywood. ¿Se ha puesto alguien en contacto con ella?
—Desde mi oficina han telefoneado a la policía de Los Ángeles —replicó Green fríamente—, y sin duda vendrá hacia el Este para el funeral.
—Vendrá hacia el Este por un millón de dólares —repuse con creciente entusiasmo. Y entonces se me ocurrió una segunda idea que le venía pisando los talones a la primera. Me volví hacia el director—: ¿Me dejaría usar su teléfono, doctor Lenz?
Dirigió una mirada interrogante a Green.
—No podemos permitir que se divulgue nada de esto —dijo el capitán—; se lo he prometido al doctor Lenz, y además quiero evitar que salga en los periódicos hasta que tengamos algo concreto.
—Pero —insistí— les juro que ni mencionaré este asunto. Puede escuchar todo lo que diga.
—¿Con quién quiere hablar?
—Con Prince Warberg, el empresario. Quiero descubrir algo más sobre la hija de Laribee. Warberg puede conseguir informes completos sobre cualquiera que haya estado cinco minutos detrás de las candilejas.
—¿Para qué perder tiempo? —preguntó el doctor Moreno, encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo es de suponer que estará en California, y el asesinato se cometió aquí.
—Y el motivo está aquí —persistí—. Me imagino que existen más de cuatro personas que no descartarían de plano la idea de matar a su padre por un millón de dólares y con mayor razón a su suegro. El marido de la hija es también actor, y nadie le ha visto nunca, ni siquiera Laribee. Es o ha sido médico. Con esas condiciones no es tan imposible que se haya introducido en el sanatorio.
Supongo que les resultaba un fastidioso insoportable, y mi conjetura sólo era un tiro al azar; pero por alguna razón que no reveló, Green dio su conformidad. Tal vez fuera con alguna esperanza de ahorrarse algo de trabajo, o tal vez le hubiera decidido el nombre de Prince Warberg, el empresario más conocido de Nueva York, o sólo porque deseara complacer el capricho de un loco.
—Está bien —dijo—, llame a ese tal Warberg, pero no mencione ni una palabra de este caso.
Ávidamente me lancé sobre el teléfono.
—Oiga, telefonista. Es una llamada personal a Nueva York… Quiero hablar con Prince Warberg… No tengo la menor idea de dónde está. Pruebe a llamarle a su apartamento, al Club de Actores, luego siga el recorrido por todos los teatros y bares…; sí, ya sabrá cuáles frecuenta… ¿Que?… No, no hablo en broma. Pero encuéntrelo, ¡por amor de Dios!
Sabiendo cuán escurridizo era Warberg, no le envidiaba el trabajo a la telefonista, pero me consolé sabiendo lo eficientes que eran las de la Compañía Telefónica.
Los demás habían escuchado atentamente mientras hablaba por teléfono, pero en cuanto colgué de nuevo se pusieron a hablar. Green llegó amargamente a la conclusión de que sin duda Miss Brush habría borrado las demás impresiones digitales del bisturí. Siguió preguntado detalles sobre la disposición de las butacas en el cine, y sobre la explicación del doctor Moreno, bosquejó un plano de la situación de la butaca del Laribee y las de los pacientes y empleados que habían estado sentados a su alrededor. Parecía que Stroubel había estado sentado inmediatamente detrás del financiero, pero el doctor Lenz hizo notar, algo fríamente que sería completamente inútil querer sacar deducciones de ese modo. En medio de la confusión cualquiera podía haberse levantado de su asiento y apuñalado a Laribee sin ser observado.
—Pero esa alarma de incendio… —dijo Green—. Seguramente alguno de ustedes tuvo que haber notado de dónde vino.
El doctor Lenz movió la cabeza.
—Parecen estar muy divididas las opiniones. Creo que varias personas deben de haber repetido el grito.
—Y no encendieron las luces hasta largo rato después —siguió diciendo Green—. Ésa es otra cosa que no comprendo.
El doctor Moreno explicó las características de la cabina de proyección, enteramente a prueba de ruidos, y cuando Green le pidió más detalles envió a John Clarke a por Warren.
El enfermero nocturno tenía un semblante bastante hosco al entrar. Sus ojos oscuros y muy hundidos dirigieron una fugaz mirada al capitán y luego se quedaron mirando al suelo.
—Me dicen que las luces del salón de actos se accionan desde el interior de la cabina de proyecciones —comenzó Green.
—Efectivamente.
—¿Por qué no las encendió en cuanto oyó la alarma de incendio?
—No oí la alarma —murmuró Warren—. La cabina está construida a prueba de ruidos.
—Bueno, ¿y qué hizo?
—Hay una ventanita por la que se puede ver la sala. Se me ocurrió mirar por ella y vi que la gente se ponía de pie y se movía de acá para allá. La película seguía proyectándose sin que la miraran. Entonces me dirigí hacia la sala a ver qué pasaba.
—¿Sin encender las luces?
Warren se encogió de hombros.
—Claro. ¿Cómo iba a saber lo que había pasado?
—¿Y llegó a la sala?
—Llegué muy cerca, pero el doctor Moreno me ordenó que volviera a la cabina de proyecciones y encendiera las luces.
—¿Eso es todo lo que tiene que decir?
—Eso es todo —y, volviendo sus malhumorados ojos hacia el doctor Lenz, agregó—: Si no manda otra cosa, doctor, volveré al pabellón. Los enfermos están dando bastante trabajo esta noche.
—Está bien —dijo Green señalando hacia la puerta con la cabeza.
Acababa de salir el enfermero nocturno cuando sonó el teléfono. Di gracias a la Providencia cuando oí la voz de Prince Warberg.
—¿Qué diablos quieres? —me preguntó amablemente—. Creí que misericordiosamente te habían despachado al otro mundo.
No pude impedir que me abrumara a pullas durante un rato. Me dijo que sin duda rompería los barrotes que me sujetaban si pudiera olerle el aliento en ese momento. Dijo que, desde mi eclipse, había conseguido, con la ayuda de algunos amigos, emborrachar a todo Broadway. Por fin logré que me escuchara.
—¿Conoces a una actriz llamada Sylvia Dawn? —le pregunté rápidamente.
—Vagamente.
—Bueno, averigua todo lo que puedas sobre ella. Qué papeles ha desempeñado, de qué reputación goza, qué aspecto tiene, todo. Y ya que eres tan indecentemente rico, podrías llamar a Hollywood. Si ella está realmente allí, no me interesa nada más. Tiene un marido, una especie de aventurero. Consígueme informes completos también sobre él. Cuando digo completos quiero recalcarlo bien.
—¡Mi pobre, mi querido Peter! ¿Tan mal estás?
—Y mientras lo averiguas, entérate si el marido se doctoró en medicina y, en tal caso, en qué universidad y dónde se encuentra ahora.
—Oye, soy una persona muy ocupada.
—Bueno, si no lo haces —le amenacé— me moriré, y mi fantasma te perseguirá.
—¡Por amor de Dios!
—¡Bueno, hazlo por amor de Dios! Pero que sea antes de las nueve y media de esta noche.
Empezó a maldecir, lo que era un síntoma infalible de que había capitulado. Luego comenzó a hablar de una nueva obra teatral y colgué.
Esa conversación con Warberg había despertado de nuevo mi viejo anhelo por el teatro: Broadway, el maquillaje, la emoción de los grandes estrenos. Con repentina satisfacción comprendí que aquel día, con sus increíbles y horribles incidentes, me había hecho reaccionar. Ya no me sentía débil y fofo. Era como si la ineludible necesidad de que alguien interviniera me hubiese devuelto la capacidad de actuar.
La oficina del doctor Lenz parecía lúgubre en el crepúsculo de aquella tarde de marzo. Y también estaba lúgubre la cara del director cuando se puso de pie. Los otros también se levantaron, y nos quedamos inmóviles un momento, como actores que se mantienen en su actitud mientras cae el telón.
Por fin habló el doctor Lenz, solemne, magistralmente.
—Hay un punto sobre el cual debo insistir, y se aplica a ustedes. Dentro de lo posible, las normas habituales deben seguirse respetando en cuanto a los enfermos se refiere. A pesar de la seriedad extrema de la situación, no permitiré que se sobreexcite a los pacientes más de lo que ya están. Moreno, ¿quiere pedir al personal que se preocupe do que todo siga como si nada hubiera ocurrido?
Había hablado Júpiter. A los mortales no les quedaba nada que decir.
Al regresar hacia el pabellón de los hombres sentí vehementes deseos de fumar. Al meter la mano en el bolsillo en busca de un cigarrillo, encontré un papel y saqué el testamento de Laribee. ¡Me había olvidado de él por completo!
Estaba a punto de volver rápidamente hacia donde se hallaba Green cuando me asaltó esa traviesa alegría que sentimos cuando conscientemente desafiamos la fuerza que simbolizan la ley y el orden. Estaba ocultando a la policía una prueba tangible, pero no me importaba. Por lo menos tenía algo que podía resultarme útil en mi afán por salvar a Iris del examen del psiquiatra de la policía, cuyo solo nombre me resultaba odioso. Pero sobre la forma en que podía usarlo, o lo qué podía hacer con el documento, no tenía la más remota idea.