A la mañana siguiente me hicieron quedar en cama y me mimaron. El doctor Moreno vino a verme a primera hora y desempeñó su papel de joven psiquiatra como si nada hubiera ocurrido. Miss Brush hacía ocasionales y rápidas visitas para asegurarse de que no me faltaba nada. Supongo que trataban de calmar mis nervios.
Pero no lo lograron. Daba vueltas y más vueltas en la cama, pensando en ese bisturí y en el papel de idiota que había hecho. Todavía conservaba bastante calma como para estar seguro de que el episodio del salón no había sido imaginario. Alguien me había robado el bisturí deliberadamente. De eso no cabía la menor duda.
Una y otra vez pasé revista mental a los movimientos que había realizado desde que me había apartado de Iris. Siempre llegaba a la misma y deprimente conclusión: en mi excesiva preocupación por no comprometerla, prácticamente había hablado con todos los del sanatorio, y les había dado idéntica oportunidad de sacarme el bisturí del bolsillo.
Tuve la sorpresa de que a media mañana viniera a verme el doctor Stevens. La aparición de su cara rechoncha y solemne me llevó a suponer que el drama de la noche anterior había producido en mi físico algún desmejoramiento insospechado. Pero muy pronto pude darme cuenta de que su visita sólo era oficial en apariencia. Mientras me auscultaba me di cuenta de que estaba buscando fuerzas para decirme algo. Le salió bruscamente:
—Supe por Moreno que David, mi… hermanastro, estuvo en su habitación la otra noche —me dijo mientras abotonaba mi pijama—. Sabe cuánto me preocupa su bienestar. Pensé que tal vez podría decirme por qué…
Se interrumpió y se quedó mirándome semiavergonzado. Ya estaba demasiado preocupado para sentir mucha simpatía por sus problemas familiares.
—No hay de qué inquietarse —dije en tono superficial—; algunos compañeros hablaban conmigo y Fenwick nos oyó. Supongo que creyó que éramos espíritus o algo por el estilo.
—Ya, ya.
El doctor Stevens acercó una silla y se sentó. Sus dedos adoptaron su habitual posición de descanso sobre su estetoscopio.
—Ya que empecé a explicarle cuál era mi situación, Mr. Duluth, me parece justo decirle cuáles son mis actuales intenciones. Estos últimos días David ha empeorado. He decidido que, cualquiera que sea el efecto sobre los otros enfermos, me lo voy a llevar a otra parte. Se va a ir mañana. Por supuesto que se hará disimuladamente y sin llamar la atención. Hablaré con Lenz al respecto cuando vuelva de Nueva York.
—¿Y cree que la policía dejará que alguien salga de aquí? —pregunté con tono ligero—. Sabe que han ocurrido cosas muy raras aquí dentro.
—No entiendo qué quiere decir. —La cara de querubín logró volverse fría e imponente—. No querrá insinuar…
—No insinúo nada —interrumpí, sintiéndome cansado e incapaz de hacer frente a una polémica—. Y creo que tiene razón, doctor Stevens. Éste no es el mejor lugar para alguien que quiera curarse.
Pero, en lugar de haber puesto fin a la conversación, parecía haberle inyectado nueva fuerza. Stevens empezó a insistir ávidamente en que le diera una explicación. ¿Acaso había visto u oído alguna cosa que me hiciera creer que algo iba mal? ¿Tenía algo que ver con David? Negué todo desvergonzadamente. Parecía la única forma de librarme de él.
En sus esfuerzos por hacerme hablar, el doctor Stevens sobrepasó una vez más los límites de la delicadeza profesional. Para sonsacarme, observó:
—¿No cree que David está preocupado a causa de Miss Brush? No puedo explicarme por qué formuló esa advertencia contra ella, salvo que…
—Eso le pasa porque no es un psiquiatra, doctor Stevens.
Los dos miramos con expresión culpable hacia la puerta donde estaba la enfermera diurna, severa y radiante como el ángel de la flamígera espada. Sus ojos azul oscuro reflejaban ira y desaprobación. Solemnemente se acercó a la cama.
—No sé cómo habrá surgido esta discusión tan interesante —dijo ella—, pero estoy segura de que el doctor Lenz no aprueba que se ventilen chismes entre el personal y los pacientes. Hace muy poco que está con nosotros, doctor Stevens, pero a la larga aprenderá que éste es un sanatorio de enfermos mentales y que las más elementales reglas de trabajo incluyen ciertas dosis de tacto.
Nunca la había visto tan agresiva. Me resultaba imposible discernir si su enojo provenía de su lealtad hacia el sanatorio o de su amor propio herido por la inoportuna observación del doctor Stevens sobre ella. En cualquier caso, el resultado era una victoria aplastante para la enfermera. El doctor Stevens se levantó, se puso muy colorado, murmuró algo incomprensible y se retiró.
Después que se fue, Miss Brush me obsequió con una deslumbrante sonrisa de amnistía general.
—Me parece que hice mal en dejarme llevar por la impaciencia delante de un enfermo, Mr. Duluth. Pero nos está dando bastante que hacer el doctor Stevens. Es pesado como una vieja chocha, ¿sabe?
—Me estaba haciendo preguntas sobre su hermanastro —expliqué.
—No hay motivo para que discuta con usted asuntos de esa índole.
A continuación la enfermera diurna se dedicó vigorosamente a aumentar mi confort, dándoles una buena tunda a los almohadones y estirando las sábanas. Por fin levantó la vista. Su expresión era resuelta hasta el punto de parecer alarmante.
—Tiene que dejar de preocuparse, Mr. Duluth. Si tiene la impresión de que algo anda mal, convénzase de que está completamente equivocado. No es más que su imaginación.
Y viniendo de Miss Brush, esas palabras constituían una orden. Se estiró los almidonados puños, y al compás del frufrú de su falda se retiró con serena dignidad.
La tormenta que amenazara la víspera se había desencadenado durante la noche. Toda la mañana estuvo cayendo delante de la ventana una espesa lluvia helada como granizo en miniatura.
Después de algunas horas de soledad se me concedió el privilegio de otra visita de Miss Brush. Hizo su séptima u octava entrada para anunciarme que había una exhibición cinematográfica aquella tarde. El cine era uno de los números habituales de nuestro régimen en el sanatorio, y figuraba en el programa de aquella noche. Pero en vista de la tormenta y de la imposibilidad de dar a los pacientes su dosis de ejercicio al aire libre, la sesión de cinematógrafo se había trasladado inmediatamente después de almorzar.
A los internados no se nos debía dejar tiempo libre que nos permitiera cavilar en nuestras propias miserias.
—Por supuesto que tiene que acudir, Mr. Duluth —ordenó la enfermera diurna—, le hará mucho bien.
—¿De qué trata la película? —pregunté sin ningún entusiasmo.
Se sonrió.
—De animales. Las películas de animales son muy sedantes, como sabe.
—A mí no me producen ese efecto —gruñí malhumorado—. Mi mundo es Broadway, y no me produce la menor emoción la vida amorosa de los mandriles de cola blanca.
Miss Brush se rio. Para mí era un misterio cómo aquella mujer conseguía mantenerse tan alegre en medio de las circunstancias más deprimentes.
Me trajeron el almuerzo a la cama: una pata de pollo frita y flan al caramelo. Apenas me dieron tiempo de quitarme los rastros del pollo con que me había manchado, cuando me ordenaron que me vistiera. Rápidamente me puse la ropa, y entré a formar parte de la procesión que se dirigía al salón de actos.
Vi a Geddes y conseguí quedar rezagado en la cola, junto a él, a medida que avanzábamos en fila india por el corredor. El inglés tenía una cara larga y cansada; no parecía que le agradara la idea de ir al cine.
—Es estúpido que me hagan ver estas tonterías —dijo con gesto agrio—. Si la película es aburrida, me voy a dormir de todos modos, y si es emocionante, me va a producir uno de mis ataques de rigidez. Pero me imagino que habrá que respetar la rutina.
Durante la forzosa inactividad de la mañana decidí que había llegado el momento de contar a Geddes lo que sabía. Los devaneos psiquiátricos de Lenz, la pomposidad del doctor Moreno, la insaciable curiosidad de Stevens y la fría eficiencia de Miss Brush me habían mostrado que no debía esperar ni cooperación ni simpatía del personal. Y ambas cosas me hacían muchísima falta. Necesitaba alguien que pudiera discurrir con sensatez en lugar de analizar síntomas de locura; alguien que estuviera dispuesto a creer lo que le dijera en lugar de poner sobre el tapete mi estado mental como tema principal de la reunión. Geddes estaba haciendo investigaciones por su cuenta. Los dos aficionados deberíamos formar una sociedad y mandar al diablo los formulismos del sanatorio.
—Escuche —comencé furtivamente—, tengo infinidad de cosas que decirle, cosas que hace tiempo sé, pero que he sido lo bastante idiota para no comentar con ustedes.
Geddes se detuvo. Los demás nos adelantaron.
—¿Quiere decir cosas referentes a esa voz?
—Sí. ¿Recuerda lo que dijo Fogarty? Bueno, Fogarty no se fue del sanatorio. Le asesinaron.
—¡Le asesinaron! —Una expresión de extraordinario asombro transformó la cada del inglés—. Pero, ¿cómo fue?
—La policía cree que fue un accidente, pero…
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace un par de días.
—¿Aquí mismo, en el sanatorio?
—Sí. En la sala de fisioterapia durante la noche del sábado.
—¡De modo que es por eso! —Los ojos de Geddes brillaron con aire de comprensión, y en seguida se pusieron muy graves—. Ahora lo veo claro, Duluth. Ahora veo por qué trataron de ahuyentarme, por qué amenazaron con matarme. ¡Dios mío, si hubiera sabido eso antes!… Escuche, tengo que ver al doctor Lenz inmediatamente.
—No haga eso —le recomendé—, por lo menos hasta que me haya contado lo que pasó. ¿Quiere decir que vio algo, o que…?
—Ya lo creo que vi algo y…
Ambos estábamos tan embebidos en nuestra charla que no nos dimos cuenta de que se acercaba Miss Brush. Cuando la vimos estaba a cincuenta centímetros de nosotros, sonriendo radiantemente.
—Vamos, tortugas. Si no se dan prisa van a perderse la función.
Aquella mujer tenía un talento especial para aparecer en el momento más inoportuno. Me resultaba imposible saber si había oído algo; en el caso de haber pescado algo lo disimulaba muy bien. Deslizándose entre nosotros, nos tomó un brazo a cada uno y nos llevó como si fuéramos dos niños ricos con su niñera.
De todas sus instalaciones, de la que más se enorgullecía el sanatorio del doctor Lenz era de su salón de actos. El director personalmente tenía fe ciega en el efecto tranquilizador de ciertas películas cuidadosamente elegidas; y, a fin de sacarles el máximo provecho, había instalado una cabina de proyección en un salón que originariamente se había construido como un verdadero cine.
La mayor dificultad que hay que vencer en un sanatorio para enfermos mentales es disimular la sensación de encierro. Lenz se había esforzado concienzudamente en construir un cine como los auténticos, de modo que tuviéramos la impresión de haber ido al cine a ver una película. La sala era pequeña, pero las butacas y su disposición eran exactamente iguales a las de los verdaderos cines. La iluminación se controlaba desde la cabina de proyección, encendiéndose y apagándose cuando hacía falta, y las películas se proyectaban sobre la pantalla desde la cabina construida a prueba de ruidos, de modo que el zumbido le la máquina no pudiera molestar ni al más sensible de los enfermos.
Un solo detalle hacía a este cine original, según una costumbre normal entre los asiáticos. Me refiero a que los sexos estaban severamente separados: las mujeres a la izquierda del pasillo, los hombres a la derecha.
Las mujeres estaban sentadas cuando entramos. La izquierda de la sala bullía de femineidad, de alborotada agitación por algún chisme del sanatorio. Risas y charla. Inmediatamente vi a Iris. Ocupaba una butaca junto al pasillo, al lado de Miss Powell. Aunque procuré llamar su atención, no pareció reparar en mí.
Los hombres se movían entre las butacas, discutiendo a quiénes les correspondían los mejores sitios. Estaba impaciente por volver a reunirme con Geddes y enterarme de lo que iba a contarme, pero nuevamente Miss Brush me acaparó. Sin haber tenido tiempo de protestar me encontré sentado en la última fila, al lado de Billy Trent.
Estaba demasiado preocupado para demostrar mucho interés por lo que sucedía a mi alrededor, pero gradualmente todos se conformaron con los sitios que se les habían asignado, y la charla cesó para convertirse en un silencio expectante. Desde su puesto en la cabina de proyección, Warren, que hacía de operador, apagó casi totalmente las luces. Cuando las luces se apagaron por completo vislumbré la pesada silueta de Laribee, que se sentaba en la misma fila de Iris, separado de ella sólo por el pasillo.
Una de las mujeres soltó una risa nerviosa; se oyó el ruido de cuerpos que se revolvían en busca de posiciones más cómodas, y luego, en medio de un gran silencio, comenzó la película sobre animales.
Gacelas de ojos muy grandes, que me traían reminiscencias de David Fenwick, corrían delicadamente sobre la sabana africana. Un perezoso comía un higo de Bengala o alguna otra fruta por el estilo. Unas crías de monos se rascaban el lomo unas a otras. A mí esto me parecía sumamente trivial, pero los demás no opinaban como yo porque en el acto la atmósfera quedó saturada de interés. El joven Billy Trent, en la butaca contigua a la mía, se inclinaba hacia delante con ojos brillantes. De vez en cuando se oía algún comentario de aprobación en el lado de las mujeres.
Esta atención concentrada y pueril en el entretenimiento del momento me hizo comprender, más claramente que cualquiera otra cosa, cuán diferentes eran las mentes de mis compañeros de internado de las normales del mundo exterior. Reaccionaban con vehemencia ante las cosas durante breves segundos, y en seguida volvían a olvidarlas por completo.
La cara de Billy Trent era un símbolo de las demás. Durante un minuto su expresión variaba desde la alarma hasta la alegría, pasando por la angustia y la hilaridad. Y esto porque dos monos de cara azul se disputaban un racimo de dátiles.
Recordé lo que me había dicho Geddes sobre la forma en que reaccionaba ante una emoción. Le había dado motivos suficientes para preocuparse, y tenía interés en comprobar que mi improvisada confidencia no le había dañado.
Ahora mis ojos se habían acostumbrado bastante a la penumbra. Echando un vistazo a mi alrededor, vi que Stroubel marcaba el compás rítmicamente con su hermosa cabeza. Fenwick miraba fijamente con sus ojos claros. Por fin conseguí ver al inglés. Estaba sentado muy derecho y rígido como una estatua de cera. Con sincero pesar comprendí que se había producido el ataque que temía.
Por un momento tuve la intención de avisar a alguno de los empleados, pero pensé que sólo lograría causar un trastorno innecesario. Geddes iba a estar tan cómodo allí como en cualquier otra parte.
Nuevamente me esforcé por interesarme en la película y por olvidar los complejos misterios del sanatorio mientras contemplaba las frívolas cabriolas del reino animal. Hubiera dado cualquier cosa por ver cómo un fiero león devoraba a un par de gacelas. Pero, por lo visto, el censor había suprimido cuidadosamente todos los carnívoros.
A mi alrededor, en la sala oscurecida, la emoción seguía en aumento. Casi podía palparse, como si fuera algo tangible en el cine. Parecía ser el único miembro del auditorio que advertía que la puerta se abría silenciosamente detrás de nosotros.
Me volví velozmente y pude ver sobre el umbral una silueta alta y de anchos hombros. Estaba medio de perfil, y se veía nítidamente el contorno de su barba. De modo que el doctor Lenz había regresado de Nueva York.
Generalmente tenía algo de tranquilizador la presencia de ese hombre barbudo que irradiaba aplomo. Pero en ese momento le observé con cierta alarma. Parecía tan real, que por contraste intensificaba la irrealidad de las marionetas animales que se movían sobre la pantalla y de las marionetas humanas que estaban a mi alrededor.
Tuve un loco impulso de correr a su lado y contarle lo referente a Iris y el bisturí. Pero en ese momento me distrajo una persona que se había puesto de pie en la primera fila y venía andando por el pasillo hacia mí. Al pasar vi que era el doctor Moreno. Se dirigió rápidamente hacia el doctor Lenz y se quedaron cuchicheando junto a la puerta. Adiviné que estaban preocupados.
Ahora galopaban jirafas por la pantalla: animales raros, irreales, el género de bichos que uno podría ver durante un ataque de delirium tremens.
Estaba pensando en el delirium tremens y en lo cerca que había estado de él cuando un grito increíble rasgó el silencio.
Era agudo, histérico, como la voz de una mujer aterrorizada, y decía una sola palabra: ¡Fuego!
Durante un segundo quedé petrificado en mi butaca. Pensé que había sido víctima de un engaño de mi propia imaginación, porque estaba sentado en la última fila, y la voz había surgido detrás de mí, donde sabía que no había mujer alguna.
Pero en seguida retumbó otra vez, una, dos, hasta tres veces. Parecía sonar por toda la sala y venir de todas partes al mismo tiempo.
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!
Durante el pánico que a continuación se produjo no tuve tiempo de pensar, de preguntarme hasta qué punto había sido dada de buena fe la voz de alarma. En el acto todos se pusieron de pie de un salto. Las mujeres chillaban. A mi alrededor los hombres se apretujaban hacia la puerta. Billy Trent casi me tumbó. Alcancé a vislumbrar el uniforme blanco de Miss Brush, como una nube de claridad dentro de esa oscuridad caótica.
Mientras tanto la película continuaba. Las jirafas galopaban alocadamente, como si también procuraran huir de la amenaza del fuego.
Mi primer impulso fue acercarme a Iris. Mientras pasaban corriendo a mi lado, avancé en sentido contrario. Ahora las jirafas habían desaparecido, y un tapir se movía torpemente en la pantalla. Tenía algo de horrible esa impasible continuación de la película en medio de tan loca confusión.
Grité: ¡Luz!, pero nadie me hizo caso. Había olvidado que el único conmutador estaba detrás de la pantalla, mientras que Warren, encerrado en la cabina de proyección, donde no llegaba ningún ruido, no tenía forma de enterarse de lo que ocurría.
La voz de Lenz atronó estentórea desde la puerta:
—¡No se asusten! ¡No hay fuego! ¡Permanezcan en sus asientos!
Esas órdenes parecieron disminuir ligeramente el desorden, pero continuó la desesperada carrera hacia algún refugio. Algunos de los pacientes más desequilibrados corrían desordenadamente de aquí para allá, como si en la oscuridad hubieran perdido por completo su sentido de la orientación. Era un embrollo mayúsculo. Se oían alaridos, quejas e instrucciones dadas a gritos; todo formaba una algarabía grotesca.
En la película, el tapir había sido reemplazado por una bandada de flamencos. Los flamencos aleteaban acercándose, y cada vez se hacían más grandes, hasta darme la sensación de que de un momento a otro me envolverían gigantescas alas de plumas.
Mientras forcejeaba por avanzar oí la voz de Warren que gritaba agitadamente:
—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando?
—¡Encienda las luces, pedazo de imbécil! —le contestó la voz del doctor Moreno, cortante y enojada—. Y detenga esa maldita película.
Por fin conseguí avanzar dos o tres filas de butacas. Escudriñaba la oscuridad, en busca de Iris, cuando tropecé con algo que estaba en el suelo. Me incliné a duras penas y pude reconocer el cuerpo de Geddes, caído entre dos filas de butacas. Al tocarlo descubrí que tenía el brazo rígido como el acero.
Tuve que pararme junto a él para evitar que los rezagados le pisotearan en su ciega arremetida hacia la puerta. Me pareció reconocer a Miss Powell, que pasó revoloteando a mi lado como una asustada mariposa nocturna. Luego sentí una mano sobre el hombro y la voz de Clarke me habló al oído.
—¿Es Mr. Duluth? Ayúdeme a sacarle de aquí.
—Pero ¿quién grito fuego? —pregunté casi sin aliento.
—No se sabe. Y tampoco entiendo por qué Warren no enciende de una vez esas malditas luces.
Entre los dos levantamos a Geddes y le llevamos a pulso, a través del maremágnum de los últimos internos, hasta la puerta. Instantáneamente apareció otro empleado, y entre los dos sacaron a Geddes de allí. Me quedé en el pasillo, parpadeando a causa de la luz y observando el desaliñado aspecto de mis compañeros de internado, a quienes el doctor Lenz, Miss Brush y otros empleados trataban de tranquilizar.
Inmediatamente recorrí la aglomeración con los ojos en busca de Iris. No estaba. Lleno de inexplicable aprensión, volví rápidamente a la puerta del salón de actos y la abrí.
Warren ya había encendido las luces. Una iluminación brillante, que caída de una araña suspendida del techo, hacía palidecer las imágenes de la película. Pude ver con demasiada claridad lo que antes se ocultaba.
Salvo dos personas, todos habían abandonado la sala. Estaban sentadas bastante cerca una de la otra, cada cual en el extremo de su fila, curiosamente aisladas. Una era Iris, que estaba absolutamente inmóvil, como esculpida en piedra. Los ojos estaban fijos en algo que tenía sobre la falda.
Bajo el influjo de una fascinación incontenible, volví la mirada hacia la segunda silueta separada de ella tan sólo por el pasillo. En verdad no estaba sentado, sino agazapado en una posición torpe y antinatural, medio sostenido por el respaldo de la butaca que tenía delante.
Era Daniel Laribee.
Mientras le miraba fijamente, su cuerpo se fue cayendo a sacudidas hacia delante, con movimientos lentos, como un muñeco, hasta que se cayó al suelo.
Comprendí que Iris ni se había percatado de la presencia de Laribee hasta ese momento. Pero al oír el ruido del cuerpo pesado que caía se sobresaltó. Luego, con un pequeño grito, levantó la cosa que estaba sobre su falda y la arrojó a ciegas en medio de la sala.
No recuerdo bien lo que sucedió a continuación. Sé que me precipité para tratar de ayudarla, ocultar, si fuese necesario, el objeto que había arrojado. Pero Miss Brush fue más ágil que yo. Mientras yo trataba de llegar hasta él, ella lo había levantado. Sus ojos se volvieron con la rapidez del relámpago hacia Laribee, y luego hacia lo que tenía en la mano con una expresión de creciente horror. Lentamente se fue acercando a Iris.
Nunca olvidaré esta escena: Elizabeth Brush avanzaba levemente inclinada hacia delante, con sus cabellos rubios ensortijados alrededor de la cara, e Iris, sentada en su butaca, absolutamente inmóvil, con las manos extendidas hacia delante en un ademán de repugnancia extrema.
No podía apartar la vista de aquellas manos tan frágiles y blancas bajo las manchas purpúreas de sangre. También podía ver su vestido gris empapado de sangre.
Ahora se oían pasos detrás de nosotros, y poco a poco fue entrando el resto del personal. Casi todos se agolparon alrededor de Laribee, pero el doctor Moreno corrió junto a nosotros, y los tres nos quedamos en silencio. De repente Iris pareció darse cuenta de nuestra presencia, levantó la vista aterrorizada y lanzó un grito.
—Mire, doctor —Miss Brush estaba mostrándole el objeto que había levantado del suelo—. La vi arrojar esto.
El doctor Moreno miró fijamente, pero sin expresión. Sentí que la sangre me latía violentamente en las sienes. La enfermera diurna sostenía en su mano un delgado bisturí quirúrgico, cuya hoja estaba manchada de sangre.
—Miss Pattison —preguntó suavemente el doctor Moreno—, ¿qué significa esto?
Iris volvió la cara hacia el otro lado.
—Yo… no… sé… lo… que ocurrió… —dijo muy lenta y suavemente.
—Pero tenía este bisturí, y Mr. Laribee…
—¡Laribee!
Iris se volvió, con los ojos súbitamente desesperados y brillantes de miedo.
—¿Qué ha ocurrido? ¡Está muerto! Y… supongo que cree que fui yo.
Quería adelantarme, tranquilizarla y decirle que no tuviera miedo, pero me resultaba imposible moverme. Era como si todos estuviéramos inmovilizados por un hechizo.
Iris se llevó lentamente una mano a la cara. Le temblaban los hombros, y pude oír que sollozaba agitada y desconsoladamente.
—No sé lo que ocurrió —dijo con voz entrecortada—. No puedo recordar. No le quería matar. He estado tratando de no hacer lo que decían. Es tan horrible…
En ese momento apareció la figura maternal de Mrs. Dell. Nos echó a un lado y, sin darnos tiempo a decir una palabra, rodeó con el brazo la cintura de Iris y la hizo salir de la sala.
Alguien cerró la puerta tras ellas.
Me volví hacia el grupo que se inclinaba, preocupado, sobre la postrada figura de Daniel Laribee. Vi la cara barbuda de Lenz muy cerca del chaleco del millonario. Vi en el pasillo un charco de sangre que oscurecía el suelo.
—¡Apuñalado por la espalda!
La exclamación venía del doctor Stevens, que estaba agachado junto al doctor Lenz. Alcancé a ver la expresión del doctor Moreno mientras se acercaba y comprendí en seguida que Laribee estaba agonizando o había muerto.
De modo que por fin había llegado esa tragedia máxima, hacia la cual parecían haberse dirigido inevitablemente los incidentes de los últimos días. Laribee había sido muerto de una puñalada durante la exhibición de una inocente película sobre animales.
Hubo ese grito de alarma, después Warren no encendió las luces y luego el caos. ¿Acaso fueron simples accidentes? ¿O eran parte de un plan premeditado en el que tan brutal e implacablemente habían envuelto a Iris y siguiendo el cual, al parecer, le habían puesto ahora el puñal en las manos?
—¿Quién gritó fuego?
La voz enojada del doctor Lenz interrumpió mis pensamientos.
Nadie contestó durante un momento. Luego el doctor Moreno dijo tranquilamente:
—Me pareció que venía del fondo de la sala, no lejos de donde estábamos nosotros.
El doctor Lenz volvió a inclinarse sobre el cuerpo. Los demás intercambiaban rápidamente comentarios. ¿Había sido un hombre o una mujer quien había gritado? No parecían ponerse de acuerdo.
Estaba al borde del grupo, aparentemente olvidado en la confusión. Por fin, Miss Brush levantó los ojos y me vio. Todavía tenía el bisturí en la mano y, al acercárseme, parecía una imperativa Lady Macbeth después del asesinato de Duncan.
—No es necesario que se quede aquí, Mr. Duluth —dijo—. Será mejor que se vaya a su habitación.