19

Iris volvió a sonreírme; eso me despejó la cabeza e hizo que de repente me sintiera muy varonil y resuelto. El bisturí justificaba por completo mi convicción de que algo vital andaba peligrosamente mal dentro del sanatorio.

Tenía que ver a Lenz en seguida.

Así se lo dije a Iris, e inmediatamente apareció una expresión de alarma en su rostro.

—No, no debe decírselo, no tiene que decírselo. Va a creer que estoy peor, va a encerrarme en la habitación.

—Pero él no creerá que usted está peor. Iris. ¿No ve que tenemos el bisturí? Es una prueba.

Ella no admitía consuelo. Le temblaban los labios como si estuviera al borde de las lágrimas. Dijo que era intolerable estar encerrada.

—Él tiene que ver el bisturí, Iris —recalqué—, pero si prefiere no le diré que me lo dio usted.

Eso pareció disipar sus temores. Inclinó levemente la cabeza y murmuró:

—Por supuesto que tiene que hacer lo que mejor le parezca. Pero es tan terrible… Me hace sentirme como si nunca fuese a mejorar, como si nunca fuese a salir de aquí.

Comprendía perfectamente su estado de ánimo. Yo mismo casi había llegado a ese punto. Pero hice lo posible por darle una impresión de optimismo.

—Tonterías —le dije—. De aquí en quince días estaremos los dos fuera. Mantengo lo que dije ayer. Me la llevaré conmigo, y le obligaré a seguir el curso de estudio y preparación más severo que haya tenido en su vida. Haré de usted una artista famosa aunque me cueste la vida.

A medida que lo decía, comprendí que lo decía de corazón. De algún modo mi vida estaba desde ahora indisolublemente ligada a la de ella. No importaba qué acontecimientos pudieran ocurrir, sacaría a Iris del sanatorio y lograría que se curara.

—Quédese aquí y no tenga miedo —dije con una sonrisa alentadora—. Iré a ver a Lenz.

Al despedirme de ella, por causalidad miré a Miss Powell. Hasta ese momento había estado demasiado aturdido e irritado para pensar coherentemente sobre la forma en que podría haber llegado el bisturí al bolso de Iris, pero cuando vi a la solterona de Boston sentada allí, con una carta suspendida en el aire, tratando de colocarla en un solitario, recordé las misteriosas palabras que había dicho la víspera: —Hay espléndidos bisturíes en la clínica.

Una cosa era evidente. Quienquiera que hubiera empezado esta cruel campaña contra Iris, ahora estaba actuando en combinación con Miss Powell o por intermedio de ella.

Todavía meditaba sobre esto cuando la solterona de Boston se volvió hacia mí, y me dirigió un complicado saludo:

—Buenas noches, Mr. Duluth. Tenemos un tiempo típico de marzo. Bien se dice que marzo entra como un león…

Se rió breve y nerviosamente, y volvió a sus trampas con la baraja.

El doctor Moreno era la única persona que podía darnos permiso oficial para ver al director a horas intempestivas. Ni él ni Stevens estaban en el salón, y mi primer impulso fue salir rápidamente de allí en su búsqueda. Pero recordé que había prometido a Iris no mezclarla en el asunto. Me habían visto hablar con ella. Si salía en seguida, despertaría sospechas que inevitablemente la complicarían.

Refrenando mi impaciencia, dediqué los minutos restantes de la reunión a volverme lo más sociable posible, procurando alejar la atención de Iris. Por breves instantes, pero en forma convincente, me interesé por el solitario de Miss Powell y por sus categóricas opiniones sobre las reformas sociales. Mirando por encima del hombro de Miss Brush, confirmé mi opinión anterior de que jugaba al bridge aún peor que yo. Le gasté bromas a Billy Trent, y finalmente hablé por turno con Laribee, Fenwick y Stroubel.

Advertí que Miss Brush observaba mi repentino acceso de animación. Sin duda lo consideraba un síntoma de que mi convalecencia progresaba. Sólo cuando llegamos al corredor, en nuestro trayecto hacia los dormitorios, tuve oportunidad de hablar unas palabras a solas con Geddes. Tenía vivo interés en saber si había descubierto algo sobre Laribee y de qué se trataba, pero apenas tuve tiempo de cuchichear:

—Voy a ver al doctor Lenz ahora. Ha ocurrido algo más. Luego se lo cuento. —Y en ese momento nos alcanzó Miss Brush.

—Es atractiva esa Miss Pattison —murmuró.

—Sí —dije cautelosamente.

—Se llevan muy bien, ¿verdad?

—¿Habrá que anotar también eso en mi historia clínica? —pregunté en tono bastante irritado.

Se sonrió y me pareció descubrir un vestigio de malicia en sus ojos.

—Vamos, Mr. Duluth, no lo tome así. No hago más que felicitarle por su buen gusto.

A pesar de que Miss Brush era una enfermera muy eficiente y experimentada, por lo visto era lo bastante humana para resentirse cuando algún miembro de su pequeño grupo de adoradores se fijaba en otras mujeres.

No atreviéndome a retrasarlo más, le dije que tenía que ver a doctor Lenz. Instantáneamente dejó de sonreír, y contestó malhumorada que tendría que pedírselo al doctor Moreno. Como en ese instante apareciera Warren, le dije que me llevara al despacho del joven psiquiatra.

El enfermero nocturno parecía hallarse descansado y menos amargado que de costumbre mientras andábamos juntos por el corredor. Además, estaba muy cordial. Sospeché que le había llegado la versión de la policía de que la muerte de su cuñado había sido accidental. Una vez libre de la amenaza de los interminables interrogatorios, parecía dispuesto a perdonarme.

El doctor Moreno estaba cerrando las puertas de un pequeño armarito cuando entré. Apenas tuve tiempo de ver una botella familiar y un vaso medio lleno. Era Johnny Walker, etiqueta negra, y me dio envidia. Pero era un alivio advertir que no le envidaba más de la cuenta. Pocas semanas antes hubiera saltado encima de él como un león muerto de hambre, y le hubiera arrancado la botella.

Supongo que advirtió por mi expresión que le había sorprendido in fraganti, porque sonrió y dijo en tono casi humano.

—¡Ojalá pudiera invitarle a que me acompañara, Mr. Duluth!

Me indicó una silla que estaba cerca de él, pero no me senté.

—Me gustaría poder quedarme, doctor —dije—, pero lamentablemente no me es posible. Tengo que ver al doctor Lenz en seguida.

El buen humor se le desvaneció por completo, y su actitud pareció asumir una repentina rigidez. Me imagino que, igual que a casi todos, le resultaba odioso que la gente quisiera pasar por encima de él para dirigirse a una autoridad superior.

—El doctor Lenz está pronunciando una conferencia en una convención médica en Nueva York —dijo secamente—, y no volverá hasta mañana.

—Pero tengo que verle —insistí.

—En ausencia del doctor Lenz, estoy a cargo del sanatorio. Si ocurre algo importante, puede tratarlo conmigo.

El cambio de mi expresión debió de ser muy manifiesto y poco halagador, porque siguió diciendo con vehemencia:

—Creo que es hora que le diga, Mr. Duluth, que su actitud hacia mí y hacia el personal en general ha estado completamente desprovista de espíritu de cooperación. Creo que ha callado cosas que podrían haber sido importantes. Ha estado haciendo un melodrama…

—¡Melodrama! —interrumpí—. Ojalá fuera un melodrama. Pero es real, horriblemente real. Son ustedes y su sanatorio quienes hacen lo posible por deshumanizarlo todo. Actuó en el teatro, ¿verdad? Supongo que haría el papel del facultativo de labios apretados, interesado por el progreso de la ciencia. Desde entonces sigue desempeñando el mismo papel. Y ahora está tan alejado de la realidad que le resulta imposible comprender lo que pasa cuando las personas empiezan a conducirse como tales, en lugar de seguir siendo marionetas neuróticas cuya función en la vida consiste en reaccionar correctamente ante un tratamiento y acusar progresos adecuados a sus gráficos clínicos.

El doctor Moreno se puso rojo.

—Se esta sobreexcitando Mr. Duluth —dijo suavemente—, y, por lo que he podido ver, ha estado alborotando a los otros enfermos. Si no tiene cuidado, va a resultar más estorbo que ayuda, no solamente para nosotros, sino también para su propio restablecimiento.

Mientras le miraba, rígidamente parado con su pulcrísima bata blanca de médico, me pareció que simbolizaba los formulismos, la fingida complacencia y la hipocresía de aquel aristocrático sanatorio. Le dije que si alguien resultaba un estorbo para las cosas que estaban ocurriendo era perfectamente loable. Le llamé maniquí y otras muchas cosas ilógicas, pero agraviantes.

Lo soportó con mucha calma, considerando el fastidio que personalmente me tenía. Pero mientras daba rienda suelta a mi furia, tuve la incómoda sensación de que iba a anotar esos calificativos en mi historia clínica en cuanto me diera la vuelta.

Su calma sólo logró enfurecerme más. No me importaba si creía que estaba loco. No me importaba si me costaba otros seis meses de encierro. Por lo menos estaba desahogando el odio que había acumulado contra la burocracia. Era una sensación sumamente agradable.

Por fin me detuve para respirar, y me dijo tranquilamente:

—Si ha terminado, Mr. Duluth, sugiero que nos hablemos de hombre a hombre. Le he considerado como a un enfermo, y entiendo que me ha estado tratando como a un médico. ¿Quiere que dejemos eso a un lado durante un momento?

—No creo que Lenz esté ausente —dije tercamente—, y sólo pienso hablar con él.

—Es libre para tratar de encontrarle, peno sólo perderá el tiempo. ¡Mire! —dijo, arrojándome una revista médica que anunciaba la conferencia que daría Lenz en no sé qué reunión esa misma noche—. ¿Tenía algo concreto que contarle? —formuló la pregunta con un vestigio de sarcasmo en el tono—, ¿o iba a seguir hablando sobre otras voces misteriosas que usted y…?

—¿Sería algo concreto, a su juicio, si le dijera que han robado bisturíes de la clínica? —interrumpí.

—A mi juicio sería completamente imposible, Mr. Duluth, aunque estoy dispuesto a investigarlo.

—¿De modo que no me cree?

—Dije que me parecía completamente imposible. El doctor Stevens está a cargo de la clínica y…

—Bueno, tal vez pueda convencerle.

Había llegado a tal grado de excitación que casi no podía dominar mi voz y, además, había vuelto a ser presa de mi antiguo temblequeo. Apenas si pude meter la trémula mano en el bolsillo.

—¡Mire!

—Estoy esperando que me convenza, Mr. Duluth.

Había sacado la mano del bolsillo de mi chaqueta, y seguía revisando los demás; los de los pantalones, chaleco, los interiores de la chaqueta…

—Sigo esperando, Mr. Duluth.

Su voz era tan tranquila y serena, que revelaba claramente que estaba seguro que yo no iba a encontrar nada.

Había revisado todos mis bolsillos. No me cabía la menor duda.

¡El bisturí había desaparecido!

A esa altura supongo que algún resorte de mi mecanismo interior se aflojó, porque lo siguiente que recuerdo era que estaba en cama y Mr. Fogarty me estaba haciendo tomar un líquido dulce y soporífero.