17

Para volver de la cancha de pelota había que pasar cerca de la puerta principal del sanatorio. Seguía preocupado por la repentina resolución de Laribee de confiarme su testamento. Me estaba convenciendo cada vez más de que este original documento tenía algún significado de vital importancia dentro de la maraña de misterio y de peligro que nos envolvía.

Mi conciencia me decía que había que mostrárselo a Lenz. Y mi instinto de conservación espoleaba mis ansias de librarme cuanto antes de la custodia del malhadado papel. Pero con su locura, Laribee parecía tener fe ciega en mí y me había rogado mucha reserva. A su juicio, los demás hombres, sin exceptuar al doctor Lenz, eran sus enemigos, y sentí que no podía traicionar su confianza.

El ambiente restringido de un sanatorio tiene un notable efecto sobre las normas éticas de uno. Después de unas pocas semanas de internado uno vuelve a los códigos ineludibles de la escuela primaria. El cuerpo médico asume en nuestras mentes el mismo impersonal distanciamiento de los maestros severos, mientras que los pacientes son considerados como compañeros de aula y de conspiración. Las relaciones adquieren una intensidad juvenil, y el revelar un secreto confiado a uno parece un pecado tan irremediable y mortal como sería dar un chivatazo al profesor a los ojos de un niño normal.

De modo que en el caso del testamento de Laribee no parecía haber otra alternativa, y tenía que cargar con el muerto.

Acababa de tomar esta resolución de escolar modelo cuando Lenz en persona apareció en el corredor. Iba vestido como para salir y llevaba bajo el brazo una cartera negra, grande e imponente.

Aunque muchos de los datos que tenía me los habían dado confidencialmente, aún me quedaba una gran porción de la que podía disponer libremente. Aproveché gustosamente esta oportunidad de transferir esa responsabilidad al director. Mientras su voluminosa y barbuda persona, envuelta en su dignidad profesional, avanzaba hacia la puerta, le alcancé, obligándole a reparar en mí.

—Buenas tardes, doctor Lenz —dije amablemente.

Se detuvo y sonrió con indulgencia.

—¡Ah, Mr. Duluth!, me alegra ver que ha estado haciendo ejercicio.

—Me atrevería a pedirle unos minutos de atención —repuse, sonriendo a mi vez.

El director dirigió una mirada apenas perceptible a su reloj de pulsera.

—Encantado, Mr. Duluth. Pero está acalorado. No debemos detenernos en la corriente —y con un gesto olímpico indicó la puerta abierta de una sala de espera—. Entremos aquí —agregó.

Me hizo pasar a la sala, y luego cerró la puerta cuidadosamente. Sus ojos grises me contemplaban con amable serenidad.

—Doctor Lenz —dije yendo derecho al asunto—, el otro día me dijo que tal vez podría serle útil; que tenía la impresión de que en el sanatorio estaba actuando una influencia subversiva.

Se le ensombreció levemente la expresión.

—Ah, sí, Mr. Duluth.

—Bien, he descubierto algunas cosas que considero que debe saber —hice lo posible por sostenerle la mirada—. Creo que Mr. Laribee está en peligro; que, por alguna razón que ignoro, este loco enredo, y hasta la muerte de Fogarty, gira a su alrededor.

—¿Qué es lo que le hace pensar así, Mr. Duluth? —preguntó cortésmente.

Le conté los incidentes menos los del testamento, que era un secreto del financiero; el tic-tac que se oía en su habitación; cómo había encontrado un cronógrafo en su bolsillo; la voz del agente de Bolsa durante el paseo; la advertencia de los espíritus proclamada por Fenwick; y el pedazo de papel que Geddes y yo habíamos encontrado en el libro del viejo.

A medida que le relataba cada detalle, Lenz asentía con un leve movimiento de cabeza, pero sus ojos me observaban sin cesar. Tenía la desagradable impresión de que le interesaban más mis reacciones que los acontecimientos.

—De esto ya me han informado, Mr. Duluth —dijo al final—; de todo menos de lo referente al trozo de papel que usted y Mr. Geddes descubrieron. Pero eso no me sorprende, porque me han comunicado otras noticias similares.

Su enorme calma me decepcionó.

—¿Cómo explica todo esto?

—Desde hace veinticinco años, Mr. Duluth, me enfrento diariamente, y a veces cada hora, con episodios que no puedo explicar. Y si cree que estos incidentes están directamente relacionados con la lamentable muerte de Fogarty, me parece que debería saber lo que pienso de ellos. Creo que los hechos que acaba de mencionar pueden tener una explicación relativamente simple.

Eso me sorprendió, y sin duda la impresión se me reflejó en la cara, porque me sonrió paternalmente.

—Ya que tengo confianza en usted, Mr. Duluth, le daré una lección elemental de psiquiatría. No tengo por costumbre apartarme de la ética médica haciendo comentarios sobre mis pacientes, pero el doctor Moreno me ha dicho que usted se ha estado preocupando, y dado su estado tengo especial interés en que nada le preocupe.

Me hacía sentir como un niño que se ha estado entrometiendo impertinentemente en los asuntos de los mayores.

—Tiene razón al decir que esas advertencias parecen dirigidas hacia Laribee, pero olvida que otra persona también se ve afectada.

—¿Quiere decir Miss Brush? —pregunté rápidamente—. ¿También está en peligro?

Lenz se acarició la barba y advertí en su rostro una leve sonrisa.

—No, Mr. Duluth, no creo que haya peligro para nadie en particular. Pero el hecho de que mencionen a Miss Brush en esos mensajes nos simplifica mucho el asunto —había vuelto a ponerse muy serio—. Temo que Mr. Laribee esté comenzando a acusar síntomas de esquizofrenia, palabra difícil que sólo quiere decir una mente dividida entre la cordura y un mundo imaginario. La parte alienada de su cerebro le dice que se va a casar con Miss Brush. Eso es bastante inofensivo, porque le impide preocuparse por sus asuntos financieros. Pero su mente sana y su pasada experiencia le dicen que las muchachas jóvenes son peligrosas y que buscan su dinero. Por eso su mente sana le pone en guardia contra sus propios desvaríos. Se escribe mensajes a sí mismo, procede inconscientemente bajo la influencia de lo que sugieren otros pacientes; hasta es posible que dialogue consigo mismo al respecto, en forma tal que un hombre como Mr. Fenwick podría interpretarlo como advertencias de los espíritus y a su vez repetirlas, de modo que el asunto se convierte en un círculo vicioso. Habrá visto, Mr. Duluth, que cuando se arroja una piedra en el agua los círculos se expanden hasta que abarcan toda la superficie. Muchos de estos incidentes triviales podrían explicarse de la misma forma.

—¿Y el cronógrafo? —pregunté con desconfianza.

—Ésa, Mr. Duluth, no me parece más que otra manifestación del mismo estado. Es perfectamente posible que un enfermo de la índole de Mr. Laribee reaccione exactamente igual ante sus propias iniciativas que ante las de los demás. Él sabe que, de acuerdo con los presentes arreglos financieros, el sanatorio recibirá cierta suma de dinero si se le declara loco. A partir de esa idea, llega a la conclusión de que le están enloqueciendo exprofeso. De aquí es muy breve el paso hacia la etapa en que, para justificarse, crea una prueba concluyente de su desvarío. Por ejemplo, sería capaz de sacar el cronógrafo de la clínica, asustarse a sí mismo con él, y luego olvidar por completo que es el único responsable del episodio.

Como de costumbre, el director había logrado hacer muy interesante su disertación, aunque no del todo convincente.

—Pero hay otras cosas —insistí, y le conté lo de Miss Powell y su soliloquio sobre los bisturíes. El doctor Lenz pareció preocuparse.

—Eso me aflige, Mr. Duluth, pero sólo como médico. Confirma mi temor de que algunos de mis enfermos están perdiendo terreno. Miss Powell no monologaba consigo misma antes, pero no es nada extraordinario que robe.

—No —repuse—, ya he visto demostraciones.

—Miss Powell es una cleptómana. Es inteligente y culta, pero tiene este extraño impulso de robar. No la guía el lucro. Se limita a robar cosas para esconderlas. Por supuesto que también es sugestionable. Podríamos sugerirle que se apoderara de algo y probablemente lo robaría. A veces son sus propios impulsos los que la inducen a robar, y entonces es posible que otorgue voz a esos impulsos, y hable sola en voz alta como cuando usted la oyó.

—¿De modo que no cree que haya nada en el fondo de esto? —pregunté—. ¿No cree que alguien está jugando de forma irresponsable con hipnotismo, mesmerismo, o como quiera denominarse?

Los ojos del doctor Lenz, poderosamente magnéticos, se enfrentaron con los míos.

—El mesmerismo, Mr. Duluth, es charlatanería pasada de moda, que ahora sólo se practica en juegos de salón o en novelones sensacionalistas. En cuanto al hipnotismo, es otra forma de expresar una extrema sugestionabilidad. De vez en cuando tiene valor terapéutico como medio de sacar a relucir algo que está enterrado en la mente subconsciente del enfermo. Pero es absurdo suponer que mediante el hipnotismo uno podría subvenir las normas éticas de otra persona y persuadirla de realizar cualquier acto de violencia, salvo, por supuesto, que hubiera de antemano una tendencia hacia la violencia.

Casi le confesé cómo esa voz trataba de aprovecharse de la sugestionabilidad de Iris, procurando valerse de la aversión morbosa que tenía hacia Laribee, pero me detuve a tiempo.

Había surgido en mi memoria el recuerdo de su cara pálida, así como de sus ojos suplicantes mientras me decía: «¡No le diga nada al doctor Lenz! ¡Pase lo que pase, no se lo cuente! Me encerraría en mi habitación y no me dejaría trabajar…».

Al recordar cómo temía al director, también empecé a dudar de él. Sus teorías se ajustaban demasiado a los hechos.

—Aún queda sin explicar aquella voz —le dije sin ambages—. La he oído, y estoy razonablemente cuerdo. Laribee la oyó como la voz de su agente de bolsa. Fenwick la atribuyó a los espíritus. Y también la ha oído Geddes.

Le conté las dos oportunidades en que el inglés había oído advertencias. Escuchó en silencio, y tuve la momentánea impresión de que su expresión facial había adquirido un matiz de mayor solemnidad.

—Debo advertirles que tanto en su caso como en el de Mr. Geddes no es fácil explicar ese aparente desvarío —murmuró—. Pero creo que hay una explicación hasta para eso: es tan fácil, aun para el paciente más tonto, hipnotizarse a sí mismo… Las personas que están mentalmente enfermas son muy sensibles al ambiente; son lo que comúnmente se denomina sugestionables. Intuyen el peligro o el desasosiego existentes a su alrededor, especialmente cuando están internadas en un sanatorio. También son muy egoístas, lo que les hace centralizar ese peligro en sí mismas, en su propio yo. Se imaginan cosas, voces de advertencia, por ejemplo, y su impresionabilidad aumenta gracias a su imaginación. Es una especie de autohipnotismo.

Esto era la antítesis de lo que el director me había dicho días pasados. Parecía tener un talento extraordinario para construir intrincadas teorías psicológicas.

—Aunque fuera así —dije en tono casi acusador—, no me va a hacer creer que fue el autohipnotismo el que convenció a un tozudo como Fogarty para que se pusiera esa camisa de fuerza.

—No, por cierto —y ahora el doctor Lenz se sonreía con esa sonrisa triste del hombre que tiene continuadamente que afrontar cosas más trágicas que la muerte misma—. Intentar explicar ese episodio no cae precisamente dentro de mi especialidad como psiquiatra. He tratado simplemente de demostrar que usted estaba en un error al creer que esos otros fenómenos puramente psíquicos tuvieran relación con la muerte de Fogarty.

Le miraba fijamente, tratando de adivinar qué era lo que realmente había detrás de ese barbudo rostro jovino.

—Pero aun la muerte de Fogarty debe tener alguna explicación, doctor Lenz. La policía no se va a quedar conforme…

—La policía —interrumpió Lenz algo secamente— está casi convencida de que la muerte de Fogarty fue el resultado de un lamentable accidente.

—¿Pero cómo diablos…?

El doctor Lenz miró una vez más su reloj. Parecía tener menos interés en hablar ahora que habíamos abandonado el terreno de la psicopatología.

—Le digo esto confidencialmente, Mr. Duluth, porque me parece que lo que más le conviene es saber la verdad. Miss Fogarty admite que tuvo una disputa con su marido la noche en que murió. Parece que Fogarty le había contado a su mujer que había decidido dejar el sanatorio para probar fortuna en la esfera de sus actividades, Mr. Duluth, en el teatro o, mejor dicho, en el circo. Quería llevársela consigo, pero ella se negó y se opuso muy enérgicamente a ese proyecto.

El director hizo una pausa. Por lo menos me había dado una explicación de por qué había estado llorando Mrs. Fogarty la noche de la muerte de su marido.

—Sí —prosiguió, y una vez más apareció una leve sonrisa en sus labios—, en cierto modo creo que usted era responsable de su muerte. La presencia de un célebre hombre de teatro le despertó ese entusiasmo por las tablas que, normalmente, se manifiesta en personas más jóvenes. Me repugna aplicar dogmas psicológicos a lo que es perfectamente normal. Pero sabemos que Fogarty era un hombre vanidoso, muy engreído de su fuerza. Y su mujer acababa de herir su vanidad. Es admisible suponer que, en un momento de mortificación de su amor propio, fue a la sala de fisioterapia resuelto a convencerse de su habilidad. Trató de realizar alguna prueba, posiblemente una variante del bien conocido experimento de la camisa de fuerza. Y…

—Pero la policía… —interrumpí.

—La policía, Mr. Duluth, no ha encontrado prueba alguna que descarte la teoría de que Fogarty se ató a sí mismo y luego se vio en la imposibilidad de desatarse. El capitán Green ha discutido a fondo este punto conmigo, y yo, como psicólogo, no puedo ver nada que impida interpretarlo de esta manera.

El director se levantó mirando rápidamente su reloj de pulsera. Evidentemente aquello significaba el fin de la entrevista.

Al acompañarle hasta la puerta recordé lo que normalmente suele costar el tiempo de un hombre como él. Esta vez había sido excepcionalmente generoso conmigo. Sólo me restaba esperar que esta conferencia no apareciera como un extra en mi próxima cuenta.

—Bueno, Mr. Duluth, encantado de haber tenido esta oportunidad de hablar con usted. Venga a verme en cualquier momento, e —hizo una pausa al llegar a la puerta— debo felicitarlo por…, este…, lo mejorado de su aspecto. Es halagador comprobar que estos estímulos mentales no le han producido el menor daño.

Una breve sonrisa de su rostro barbudo, y había desaparecido.

Al subir las escaleras traté de descifrar si Lenz creía realmente en lo que acababa de decirme, o si sólo había estado haciendo unos juegos malabares de psiquiatría para que me sintiera más a gusto. Por lo menos eso lo había logrado. Era imposible escucharle un rato sin quedar semiconvencido.

Y, sin embargo, mi instinto me decía que debía desconfiar de la lógica de sus explicaciones. Tenía la impresión de que mi recién adquirido optimismo era precisamente lo que el sanatorio debía ser: un paraíso para locos.