16

El tiempo se había empezado a estropear. Cuando volvimos del paseo habían aparecido amenazadores nubarrones por el Este, y parecía inminente una tormenta.

Los enfermos siempre son afectados por el mal del tiempo. Aquella tarde estuvimos nerviosos y aún más irritados que la víspera. Hubiera bendecido a Geddes cuando me propuso un partido de pelota.

Obtuvimos permiso de Miss Brush, nos cambiamos de ropa, y John Clarke nos abrió la puerta de la cancha, que estaba cerrada con llave. Era una pequeña construcción independiente situada en un rincón del patio. Al entrar nos llegó a la nariz un marcado olor a humedad. Por lo visto, los enfermos del doctor Lenz no eran muy aficionados a los deportes. En realidad, nunca había estado allí, aunque antes de entregarme a la bebida me había considerado un excelente jugador de pelota.

En cuanto se fue Clarke empezamos a jugar. Geddes dijo que estaba muy desentrenado, pero debí adivinar que eso no era más que parte de su clásica modestia británica. Me dio una soberana paliza, y finalmente admitió a regañadientes que en el año 1926 había sido campeón de pelota en el Calcuta Rackets Club.

—Pero esta maldita enfermedad me echa a perder todo, Duluth. Hasta el ejercicio parece empeorarme. Fue un milagro que no me diera un ataque después de jugar este partido.

Se recostó contra la pared y se secó de la frente un sudor que no se advertía.

—Es realmente terrible, Duluth. La mitad del tiempo vivo medio aturdido como una oveja.

—O como un borracho —agregué a título de consuelo.

La valentía de ese hombre realmente me admiraba. Era el único de nosotros que en público jamás se dejaba vencer por el desaliento. Supongo que eso era parte del excelente efecto moral que producen en su pueblo el rey Eduardo y el Imperio Británico.

Sugerí que jugáramos otro partido, pero él quería descansar. Tuve la impresión de que, a pesar de su flema, en el fondo estaba preocupado. De repente me dijo:

—¿Entró anoche en mi habitación, Duluth, o fue un sueno?

—No fue sueño: entré.

—¿Y era por algo así como que debía servir de testigo para el testamento de ese Mr. Laribee?

—Efectivamente.

Tuvo un gesto de sorpresa, como si hubiera estado esperando que yo lo negara.

—De modo que fue cierto… —murmuró.

Su voz retumbó en las paredes de la cancha de pelota como ecos lúgubres, como si algunos de los espíritus de Fenwick le contestaran. Hice algún comentario al respecto, e instantáneamente dijo:

—Tengo que escaparme de este lugar, Duluth.

—¿Quiere decir que aquí no le curan? —pregunté.

—Bueno, no es precisamente eso. Realmente no tenía esperanzas de que me curaran —apoyó su cabeza de cabello perfectamente peinado contra la pared y miró fijamente hacia delante—. Claro que pueden ser mis nervios. Echaba la culpa a mis nervios hasta que me ha asegurado que ese episodio de su habitación fue una realidad. Porque, ¿sabe?, parecía un sueño. Pero si no fue un sueño, el resto tampoco puede haber sido sueño.

Asentí con la cabeza, sintiendo un vago desasosiego.

—Recuerdo muy vagamente lo que ocurrió en su habitación —prosiguió—, pero sé que Warren me llevó a mi cama. No sé por qué estaba asustado. Estuve mucho rato despierto, aunque semiaturdido.

Se pasó un dedo por el bigote. Había algo patético en los esfuerzos que hacía para que no le temblara la mano.

—Fue entonces cuando ocurrió, Duluth. Fue tan absurdo e imposible que no lo creerá.

—Siga hablando.

—Estaba allí, medio dormido, cuando oí esa maldita voz que me llamaba por mi nombre.

—¡Dios mío!

—Pero eso no es todo. Al principio creí que era mi propia voz, como me pareció la primera vez. Pero luego me di cuenta de que no era, porque había alguien más en mi habitación.

Recordé que él no sabía cuántas personas habían oído esa voz. Ni siquiera estaba enterado de que yo la había oído. Pude imaginarme el efecto de esa visita sobre sus nervios.

—Me asustó bastante cuando entró, Duluth. Pero esto era mucho peor. Sentí que alguien estaba allí cerca en la oscuridad, pero no hablaba; después de pronunciar mi nombre permaneció callado unos instantes —se encogió levemente de hombros. Sé que esto parece un cuento infantil de fantasmas, pero al fin se acercó a mi cama… esa silueta. Podía ver su contorno claramente.

—¿Era hombre o mujer? —interrumpí bruscamente.

—No pude verlo. En realidad estaba temblando de pies a cabeza como un idiota. Pero sí oí lo que me decía con voz muy baja y penetrante: «Habrá otra cosa sobre el mármol, Martin Geddes. Fogarty fue el primero. Usted, Laribee y Duluth serán los siguientes».

La cancha de pelota quedó muy silenciosa cuando dejó de hablar.

—Por supuesto —dijo al final—, podría haber sido Fenwick haciendo otra vez de las suyas, pero, en fin, daba una sensación horrible y… a la vez había que tomarle en serio, como si, fuese lo que fuese, dijera la verdad. Hubiera podido llamar a Warren por el teléfono interno, pero…

—Comprendo exactamente cómo se sentía —intercalé rápidamente mientras me invadía un escalofrío.

—Pensé que tenía que contárselo, Duluth —dijo lentamente el inglés—, porque le mencionó y porque empleó esa curiosa frase suya: esa cosa sobre el mármol. ¿A qué viene todo esto?

Se quedó mirándome fijamente y no hice más que mirarle a mi vez, porque no encontré nada que decir.

—Después está lo de Fogarty —insistió—. Dijo que Fogarty fue el primero. No vemos a Fogarty. ¿Cree que le habrá pasado algo?

En cierto modo me alegré de que Geddes no supiera lo que había descubierto en la sala de fisioterapia, y me alegré de no tener que decírselo.

—Me imagino que estará enfermo —dije prudentemente.

—¿Enfermo? Tal vez esté enfermo —Geddes giró la raqueta rabiosamente entre las manos—. Pero no termino de convencerme. Moreno me habló ayer, cuando me llevó a la clínica para darme una dosis de esa nueva droga con que están experimentando. Dijo cosas muy raras de Fogarty. Saqué la impresión de que trataba de averiguar si le habíamos visto. Tal vez a Fogarty le asustaron como a nosotros y se fue sin previo aviso. Por lo que he podido conocerle, es la clase de individuo que plantaría a su mujer sin el menor remordimiento. Como quiera que sea, aquí ocurre algo, y vaya a saber por qué razones usted y yo estamos metidos en ello. No soy cobarde. No me importa afrontar un peligro cuando sé de qué se trata. Pero esto es tan irracional, tan intangible, que uno no tiene oportunidad de pelear. Por eso digo que tengo que irme de aquí.

Comprendía perfectamente sus reacciones. Después de haber recibido esta segunda e indirecta advertencia, hasta yo sentía impulsos de evaporarme y buscar refugio en la tranquilidad y la paz del alcohol. Pero tenía un motivo concreto para quedarme. No iba a dejar a Iris sin protección alguna. Supongo que era mucha petulancia de mi parte suponer que podía ayudarla en algo. Pero en todo el sanatorio no había una sola persona que me inspirara confianza. E Iris también oía esa voz, de modo que estaba en peligro.

Geddes volvió a hablar en un tono extraordinariamente bajo.

—Primero tuvimos esa curiosa advertencia que Fenwick atribuía a los espíritus. Luego apareció el papel en el libro de Laribee. Estoy seguro de que es a Laribee a quien persiguen. ¿Pero qué tenemos que ver nosotros con esto?

De repente se me ocurrió una idea, una idea confusa, bastante estúpida al fin.

—Tal vez tenga algo que ver con ese testamento. Al fin y al cabo usted y yo somos testigos. Lamento mucho haber sido quien le metió en este asunto.

Geddes reflexionó un momento.

—No, no puede ser el testamento. Oí esa voz por primera vez dos días antes de que supiera que existía el testamento. No, hay algo más, algo que se nos achaca.

Ninguno de los dos habló durante un rato. Era notable el silencio que se producía cuando uno dejaba de hablar en esa cancha de pelota. Los vagos susurros de los ecos se desvanecían tan rápidamente que tenía una loca sensación de que eran voces verdaderas, voces que, cuando nos callábamos, se callaba para escuchar.

—Los dos estamos metidos en esto —dijo Geddes lentamente—, y creo que entre los dos deberíamos ingeniarnos para descubrir qué es lo que ocurre aquí. Voy a fijarme un plazo de dos días y, si no lo consigo, me voy a ir.

Se interrumpió y nos miramos.

—Dije que éramos dos huérfanos en la tormenta —murmuré sonriendo—, y parece que tenía razón. En cuanto a la alianza, encantado.

Sólo después de haber hablado recordé que el director me había hecho jurar que guardaría silencio respecto a ciertos aspectos del asunto. Surgía un problema de ética, que por el momento parecía demasiado complicado. Siquiera por ahora, tal vez, sería aconsejable que Geddes ignorara lo que yo sabía, antes que correr el riesgo de enemistarme con el director y suprimir definitivamente una de mis principales fuentes de información. En todo caso, después de mi desalentador experimento de psicoanálisis realizado le víspera, no me sentía capacitado para seguir corriendo riesgos inconsultos con la salud mental de mis compañeros de internado.

Parecía imposible volver a jugar a la pelota. Ambos dábamos la impresión de haberlo comprendido a la vez, porque Geddes se había adelantado hacia la puerta y yo estaba pasando al patio.

Le seguía algo rezagado. Las nubes se acumulaban en lo alto en un crepúsculo prematuro.

Geddes había desaparecido en el pabellón cuando aparecieron dos personas. En seguida me di cuenta que eran Daniel Laribee y Clarke. Me sorprendió ver que Laribee se había vestido para jugar a la pelota.

Clarke me saludó amablemente y murmuró algo sobre que Miss Brush quería que el financiero hiciera ejercicio. A continuación entró a limpiar la cancha. Pero Laribee no le siguió. Se quedó inmóvil a mi lado, esperando que el empleado se alejara.

—Hay una cosa que me olvidé de recomendarle anoche —me dijo al oído—. No tiene que decir nada de esos fósforos. Nadie sabe que los tenía, ni siquiera Elizabeth. Se los quité mientras me prestaba la estilográfica. Se enfadaría si lo supiese.

Algo desconcertado se lo prometí. Él seguía mirando fijamente la puerta abierta de la cancha de pelota, distante unos cinco metros.

—No me inspira confianza ese nuevo empleado —dijo nerviosamente—. Siempre me sigue. Creo que sospecha algo del testamento.

Antes que tuviera tiempo de hacer comentario alguno había extraído el papel del bolsillo de su sobretodo.

—Lo llevo conmigo dondequiera que voy —murmuró—, pero ahora se ha vuelto demasiado peligroso. Quiero que me lo cuide, Duluth —y me puse el papel entre los dedos—. Son capaces de matarme o hacer cualquier cosa para quitármelo…

—Listo, Mr. Laribee —dijo la voz de Clarke desde la cancha.

—Guárdelo en sitio seguro, Duluth —suplicó a media voz el anciano—; tiene que guardarlo. Es el único en quien puedo confiar.