Después que se retiraron los importunos huéspedes tuve la presencia de ánimo de andar a tientas en la penumbra hasta suprimir el rastro acusador de los fósforos quemados. Una vez que los hice desaparecer por el lavabo, volví a la cama y, por raro que parezca, me dormí profundamente.
A la mañana siguiente me despertó el nuevo enfermero. Aturdido todavía por el sueño, por un momento me pareció que era Fogarty y el corazón me dio un vuelco. Tuve otro sobresalto, aunque de menor cuantía, cuando le vi la cara. Era una cara perfectamente vulgar, joven y agradable, pero me resultaba familiar hasta la exasperación.
Traté de identificarle mientras nos dirigíamos al gimnasio para hacer mis ejercicios habituales antes del desayuno. Se llamaba John Clarke, pero eso no me decía nada. Creció tanto mi impaciencia que le pregunté:
—¿No le he visto en alguna otra parte?
Se sonrió y dijo:
—No, Mr. Duluth.
Y ahí terminó la conversación.
Después del desayuno hice mi cotidiana visita a la clínica. El doctor Stevens parecía haberse arrepentido de su impulsiva franqueza de la víspera. Estuvo brusco conmigo, y algo cohibido. Más lo hubiera estado de haber sabido los efectos desastrosos del experimento psicoanalítico que me había sugerido.
La presencia de los bisturíes relucientes dentro de la vitrina casi me indujo a ponerle al tanto del curioso monólogo de Miss Powell en el salón central. Pero a la luz de los dos incidentes posteriores, aquel episodio parecía tan trivial que era indigno de citarse. Además, desde que estaba enterado de su parentesco con Fenwick, ya no tenía una confianza absoluta en él. Finalmente no le dije nada, excepto que físicamente me sentía admirablemente bien, a pesar de las emociones de las últimas veinticuatro horas.
Contrariamente, su colega, el doctor Moreno, estuvo tan impecablemente frío e impersonal como de costumbre cuando fui a recibir mi dosis habitual de tónico verbal. Durante un rato discutió mi estado como si en el mundo no hubiera asunto más urgente que el progreso mental y nervioso de un ex bebedor. Su magistral dominio de sí mismo le daba gran ascendencia sobre mí, y me cogió completamente desprevenido cuando de repente me dijo:
—Con respecto al otro asunto, Mr. Duluth, he interrogado a los pacientes lo más cuidadosamente posible. Por supuesto que no hice preguntas directas. Pero ninguno parecía haber visto ni oído cosa alguna que pudiera alarmarles. Por lo que he podido sacar en limpio, ninguno sabe nada de la muerte de Fogarty.
—Aunque no sepan nada —dije—, confío en que alguien se estará ocupando del asunto.
Moreno puso una expresión de disgusto.
—Si en algo puede conformarle, Mr. Duluth, le diré que los miembros del personal hemos pasado la mayor parte de nuestro tiempo libre ya sometiéndonos a interrogatorios de la policía, ya tratando de ayudarles. Puede tener la seguridad de que no ha habido negligencia.
Lo tomé como una indicación sarcástica de que me retirara, e iba a salir de la habitación cuando agregó secamente:
—¿Qué estaban haciendo anoche en su habitación Laribee, Geddes y Fenwick?
Ahora me tocaba a mí el turno de indignarme. Al fin y al cabo, el doctor Moreno probablemente era más joven que yo, y me pareció que no tenía derecho para adoptar esa actitud dictatorial. Por cierto que nada me inducía a tomarle de confidente.
—Supongo que estábamos desvelados —dije—. Nos aburríamos y nos reunimos para hablar.
Casi le recordé que estábamos pagando cien dólares a la semana y que debían dejarnos hacer lo que se nos antojara con nuestras noches. Pero su estudiada dignidad hubiera hecho que un comentario semejante resultara pueril. Examinando sus desinfectadas manos, preguntó tontamente:
—¿Y qué fue lo que les resultó tan cautivador tema de conversación que les hizo infringir el reglamento?
—Había algo que cautivaba a Laribee —repliqué al instante.
—¿Qué era?
—Ponderaba desmesuradamente a Miss Brush —y con toda intención le sostuve la mirada al doctor Moreno—. A mí nada me importa, por supuesto, pero me parece que a ella se le ha ido un poco la mano en la forma en que le ha venido alentando.
Entrecerró los ojos de repente y me dejó ver en ellos ese brillo peligroso que ya había notado otras veces. A pesar de su fría suavidad, disimulaba muy mal su ira. Creí que iba a ponerse a gritar, pero cuando me habló su voz era muy tranquila.
—Está encomendado a mi cuidado personal, Mr. Duluth. Y ya que la dirección ha creído conveniente admitirle, contra mi consejo, creo que hay varias cosas sobre este sanatorio que debe saber.
Incliné la cabeza admirando el autodominio de este hombre. Evidentemente pensaba que yo era un canalla sin escrúpulos por meterme en lo que no debía, pero nada en su actitud lo dejaba traslucir.
—Una de las cosas que debería comprender, Mr. Duluth, se refiere a Miss Brush. Es una empleada sumamente eficaz, y le toca realizar el trabajo más difícil del sanatorio. Comprenderá, como hombre inteligente, que es prácticamente imposible que una enfermera guapa cuide a hombres mentalmente desequilibrados sin que surjan algunas complicaciones.
—Tengo más de treinta años —le dije sonriente—; no hace falta que empiece con circunloquios sobre los pájaros y las plantas.
El tono del doctor Moreno se volvió algo más seco y pedante.
—Por razones puramente psiquiátricas tal vez sea necesario que Miss Brush adopte ciertas actitudes con algunos enfermos. Pero cualesquiera que sean, sepa que siempre han sido sugeridos y aprobados en las reuniones oficiales del personal.
Podría haberle preguntado si la dirección había aprobado que le prestara a Laribee una pluma estilográfica para que le hiciera un testamento a su favor. También podía haberle preguntado por qué aprobaba como médico ciertos aspectos de la conducta de Miss Brush, cuando tan abiertamente los desaprobaba como hombre. Pero no quería sugerirle las cosas. Quería que me las sugiriera.
—¿De modo que Miss Brush constituye parte del tratamiento que le aplican a Laribee? —pregunté ingenuamente.
El doctor Moreno hizo una breve y profunda inspiración.
—Tal vez sea una de las formas de expresarlo, Mr. Duluth. Pero es una forma algo teatral. Y debo pedirle, una vez más, que deje que nos preocupemos de este asunto los que estamos directamente a cargo de él.
Movió los labios en una breve sonrisa profesional, y en seguida me dijo que me esperaba al día siguiente a la misma hora.
Cuando salí al pasillo vi nuevamente a John Clarke. El nuevo empleado me daba la espalda mientras sacaba toallas de un armario. Aunque llevaba chaqueta blanca, que era el uniforme del sanatorio, no parecía usarla con naturalidad. También advertí que manejaba las toallas muy torpemente. Eso fue lo que me puso sobre la pista. De repente los recuerdos acudieron en tropel a mi mente.
Hacía dos años que había visto a John Clarke por última vez. Pero ahora que tenía forjado el eslabón en mi mente podía recordarle bien. Nos habíamos encontrado en aquellos días de pesadilla, después que el teatro se había incendiado durante mis ensayos de Romeo y Julieta…; aquellos días en que aún tenía el cerebro aturdido por el recuerdo de Magdalena, vestida de Julieta, atrapada sin defensa en el centro de esa repentina e inexplicable conflagración.
Se sospechó de alguna mano incendiaria, criminal, y avisaron a la policía. Clarke era uno de los detectives y le recordaba porque se había destacado por su tranquilidad y sensatez. En aquella época era una de las pocas personas que podía tolerar a mi alrededor.
Me acerqué a él y le dije:
—Qué tonto he sido por no reconocerle antes.
Me miró muy serio, por encima de la pila de toallas, y luego, al reconocerme, me sonrió amistosamente.
—Me imaginé que no se podía olvidar, Mr. Duluth, pero tenía instrucciones de disimular. Dicho sea de paso, estuve hablando de usted con el doctor Lenz. Dice que podría salir de aquí dentro de un par de semanas. Le felicito.
—Mientras tanto, le han metido aquí dentro para que nos vigile, ¿verdad?
Me guiñó un ojo.
—No soy más que el nuevo empleado.
—Sí, ya comprendo. ¿Quién más está enterado de la estratagema?
—Sólo el doctor Moreno y el doctor Lenz. Fue una idea del capitán Green.
—Si está dispuesto a contarme la verdad de entre telones —le sugerí—, me interesaría sobremanera.
—Temo no ser más que un torpe detective —contestó prudentemente—, y no hay mucho que contar, salvo que estamos trabajando a marchas forzadas y confiamos tener todo dilucidado muy pronto.
—¿Tener todo dilucidado?
—Eso es lo que siempre decimos a los periodistas, Mr. Duluth.
Apretó con mayor firmeza la pila de toallas y, sonriéndome por encima del hombro, se alejó.
Esa sonrisa me proporcionó una leve sensación de aplomo. Clarke era una de esas personas que infunden confianza y consiguen que uno sienta que el terreo que pisa es firme. Además, sería útil tener un amigo así de cara a los tribunales. De todos modos, pensé, harían falta unos cuantos John Clarke para desenredar una madeja de aquel calibre.
Porque no había duda que era un buen enredo. A cada momento parecía enredarme más y tener cada vez menos idea de aquel asunto. Pero en el ínterin, por los conductos más divergentes, había acumulado un enorme caudal de información que, también por las razones más diversas, me veía obligado a conservar para mi exclusivo uso. De modo que parecía lógico que procurara utilizar esta información con algún provecho. Como he dicho, el instinto de detective es de los más fundamentales aun en los ex borrachines. Y, al fin y al cabo, estaba en pleno uso de mis facultades.
Animado por esta nueva resolución, aproveché la primera oportunidad en que salimos a dar un paseo por los campos cubiertos de nieve para hacerle un hábil interrogatorio a Miss Brush.
Aunque no estaba chiflada, y tal vez por eso mismo, sabía de antemano que sería más difícil obligarla a soltar prenda. Había perdido por completo la palidez y el nerviosismo de la víspera. Estaba más rubia, más sonrosada, más brillante e inmaculada que nunca. Tuve la intuición de que la única táctica que tendría perspectivas de éxito sería la de las tropas de asalto.
Íbamos algo rezagados con respecto a los demás cuando inicié la primera escaramuza.
—¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta, Miss Brush? —le dije.
—Por supuesto, Mr. Duluth —se apretó más la bufanda azul alrededor del cuello, e hizo aparecer su famosa sonrisa—. Es decir, siempre que no le moleste una contestación indiscreta.
—Circula el rumor de que está comprometida con Laribee. ¿Es cierto?
La sonrisa desapareció como por encanto, pero no pude observar ningún otro cambio en su expresión.
—Porque, si es cierto —proseguí—, quiero ser el primero en expresarle oficialmente mis felicitaciones.
Miss Brush se detuvo, y se quedó parada sobre la nieve. Con su toca blanca de enfermera y su cabello rubio, parecía el prototipo de la salud. También parecía tener ganas de abofetearme.
—Desde que estoy empleada aquí, Mr. Duluth, he estado comprometida con tres escritores, un obispo, varios senadores y un par de borrachines simpáticos como usted. Pero, desgraciadamente, sigo siendo Miss Brush.
—¿De modo que éste es su primer experimento con un millonario? —le dije sonriendo.
A ella no le pareció gracioso. Por un instante me fulminó con la mirada. Luego, mediante un esfuerzo, se convirtió nuevamente en la fascinadora enfermera diurna, el encanto de los pacientes, y me dijo con mucha gracia:
—¿No le parece que está hecho un perfecto idiota, Mr. Duluth?
—Un idiota abominable —asentí—. Si no lo hubiera sido, no estaría aquí y no tendría el placer de conocerla.
Apretamos el paso para reunimos con los otros.
Cuando los alcanzamos, Laribee se nos acercó. Con el rostro sonriente me miró como a un cómplice. Extrajo del bolsillo de su chaqueta la estilográfica con que habíamos firmado el testamento la noche anterior.
—Mi intención hubiera sido devolvérsela antes, Elizabeth. Muchísimas gracias. Ya está todo arreglado.
Una vez más me dirigió una mirada significativa. Pero Miss Brush parecía cuidarse de no mirarme a los ojos. Con una displicencia que parecía levemente exagerada recogió la estilográfica y la guardó en el bolsillo de su abrigo.
—Gracias, Mr. Laribee —dijo tranquilamente—. Lamento que las plumas de la biblioteca no le gustaran. No acostumbro prestar mi estilográfica a todos los que quieren escribir cartas, ¿sabe? Pero como dijo que hacía varias semanas que no le escribía a su hija…
Y eso fue lo que logré extraer a Miss Brush.
Reflexioné que era admisible que Laribee hubiera inventado algún pretexto para pedirle prestada la estilográfica y que Miss Brush fuera tan inocente como parecía. Pero, por lo menos, una cosa era indudable: que nuestra eficaz enfermera diurna no tenía la menor intención de honrarme con su confianza.