Dejé sola a Mrs. Fogarty y me dirigí rápidamente por el desierto corredor a mi habitación. Mientras me desnudaba y me metía en la cama las palabras de la enfermera retumbaban en mis oídos. Se habían vuelto el símbolo del día, día que había comenzado con un asesinato y que terminaba con este episodio en que la persona más sensata del personal creía haber escuchado la voz de un muerto.
Mientras daba vueltas, preso de insomnio, traté de obligar a mis fatigados nervios a inclinarse ante la razón. Me dije que lo que tanto Mrs. Fogarty como yo creíamos haber oído era materialmente imposible. Los espíritus de los muertos tal vez hablaran con David Fenwick, pero no era probable que hablaran por el teléfono interior a una persona tan materialista y poco inclinada a la metafísica como la enfermera nocturna.
Había una sola explicación. Por alguna locura, alguien había elegido esta forma particularmente repugnante de asustarnos a ella y a mí. Al fin y al cabo, todos sabían que yo me había retirado a mi habitación con los demás. Cualquier internado del pabellón 2 podía haber oído mis pasos en el corredor y que Mrs. Fogarty me llamaba. No hacían falta dotes sobrenaturales para percatarse de que estaba en la habitación de guardia con la enfermera.
Y, sin embargo, al descartar las amenazas del otro mundo sólo conseguí enfrentarme más violentamente con las realidades de nuestro pequeño mundo dentro del sanatorio. Y esas realidades no eran nada agradables. ¡Esa cosa sobre el mármol! La frase ahora me parecía horrible, siniestra. Se repetía una y otra vez en mi cansado cerebro. Y con ella, obsesionante en su monótona regularidad, venía la imagen de Jo Fogarty, ese rostro agónico, amordazado, ese cuerpo inerme, amarrado hasta la impotencia.
El doctor Moreno afirmaba que la policía atribuía la muerte a un accidente. Nunca podría creer semejante cosa. Sabía con tanta seguridad como que me llamo Peter Duluth que el asesinato de Fogarty era parte de otra cosa; era una etapa en el avance de esa fuerza invisible que nos estaba moviendo como si pendiéramos de hilos, como si formáramos parte de un teatro de marionetas de su propia creación.
Hasta ese momento no me había sido posible encontrar motivo alguno para la muerte del enfermero, pero ahora, con repentina claridad, vi uno. ¿No sería posible que Jo, con su afición por las habladurías y las personalidades, hubiera tropezado inadvertidamente con cierta información: información que a la vez le hiciera peligroso y le pusiera en peligro? Y si así fuera, ¿no sería factible que yo también hubiera descubierto involuntariamente algo que me pusiera en idénticas circunstancias? Era preciso recordar que esa voz me había amenazado. Y un sexto sentido me advertía que esas amenazas no eran para echarlas en saco roto. Sentí que me invadía un creciente desasosiego, y mis periódicos terrores nocturnos empezaron a resurgir. En mi mente esa intangible amenaza acababa de cristalizarse en un peligro inmediato, personal, que me amenazaba personalmente. ¡Peligro…!
Tratando de interrumpir ese tren de ideas, me senté en la cama y miré hacia la franja del corredor iluminado que se veía por la puerta abierta. En general me agradaba pensar en esa puerta abierta; era un vínculo con el mundo exterior; me daba una sensación de protección contra los temores neuróticos provenientes de mi propio cerebro. Pero esa noche mis temores estaban referidos a peligros externos. De haber peligro, vendría por esa puerta. Con un impulso repentino salté de la cama, me acerqué rápidamente a la puerta y la cerré. Pero con dedos vacilantes busqué la llave y recordé que no tenía cerradura. Esa reflexión traía consigo su dosis de pánico. Lentamente me volví a la cama.
No sé cuánto tiempo estuve despierto en la cama, a oscuras, escuchando los latidos de mi corazón y maldiciéndome por haber sido un inútil borracho. Casi llegué al lamentable estado de creer que los prohibicionistas al fin y al cabo tenían razón. En todo caso comprendí que ahora pagaba caros mis abusos de la bebida con un castigo que hubiera satisfecho a la más vengativa de las personas.
La cura parecía haberme afectado los nervios más que la misma enfermedad. Creo que, de no haber sido por Iris, me hubiera levantado y vestido en ese mismo instante, exigido mi equipaje y dado la espalda al sanatorio del doctor Lenz de una vez para siempre.
Después de un insomnio que pareció durar horas, me calmé lo suficiente para dormir un poco. Estaba semidormido, disfrutando del confort de la nueva sensación de tranquilidad, cuando oí pasos.
Instantáneamente se me pasó el sueño, dando nuevamente lugar al terror. Los pasos se aproximaban. Venían hacia mi habitación. Lo sabía. Me senté y luego me volví a quedar rígido contra las almohadas como un maniquí.
Se estaba abriendo la puerta. Vi una raya de luz, el fragmento de una silueta. Estiré rápidamente la mano hacia el teléfono, pero pensé que a estas horas Mrs. Fogarty había finalizado la guardia. Si pedía auxilio, vendría Warren, y dado mi nerviosismo prefería afrontar el asunto a solas que en compañía del rencoroso enfermero nocturno.
La puerta se había abierto totalmente y ahora se cerraba otra vez. La informe silueta que se acercaba no era más que una mancha en la sombra. A pesar de esforzarme por ver algo, me era imposible distinguir si se trataba de alguna de las personas del sanatorio.
Estaba tan cerca que sentía que me brotaba un sudor frío. Entonces habló:
—¿Está despierto, Duluth?
Casi solté una carcajada de tan grande que fue mi alivio. No era más que el viejo Laribee.
A tientas buscó una silla y la acercó a mi cama. Con lentitud y pesadez se sentó. Era una figura torpe y patética en su pijama gris.
—Tengo que hablarle, Duluth —dijo en voz baja.
Mis temores se habían desvanecido. Ahora sólo sentía curiosidad.
—Pero, ¿cómo logró escapar de Warren?
—Está dormido en la habitación de guardia.
—Bueno, ¿qué le pasa?
Se inclinó hacia mí. Su ancha cara estaba cerca de la mía y podía ver cómo le brillaban los ojos.
—Ante todo, no estoy loco —me dijo—. Ahora estoy seguro de ello, y quiero que también lo sepa.
—Le felicito —le dije débilmente y sin convicción.
Pero no esperó mi contestación y continuó aceleradamente:
—Durante varios días creí que realmente me estaba volviendo loco. Aquella noche oí el telégrafo de la Bolsa en mi habitación. Durante el paseo oí cómo la voz de mi mente me hablaba al oído. Es suficiente para que cualquiera se crea que está loco, ¿verdad? Pero usted encontró el cronógrafo en mi bolsillo. Estuve analizando los hechos, y veo que ha sido una confabulación. Están asustándome exprofeso; tratan de que me vuelva loco.
Me arrebujé en las mantas hasta el mentón y esperé que continuara.
—He descubierto su juego —siguió diciendo casi sin aliento—. Ya sé por qué me quieren asustar. ¿Quiere que se lo diga?
—¡Claro que sí!
Miró furtivamente por encima de su hombro hacia la puerta cerrada.
—Cuando entré aquí me creía financieramente arruinado. Todos los valores parecían haberse venido abajo. Pero sabía que algo me quedaba y que también lo iba a perder si seguía especulando en la Bolsa. Ya que no me dominaba y no podía arrancarme de la Bolsa, dejé mis capitales en custodia y convertí al doctor Lenz en uno de mis administradores.
Laribee parecía considerarme tan sólo un oyente, de modo que permanecí en silencio.
—El arreglo era —prosiguió— que, de morir o volverme realmente loco, él recibiría una cuarta parte de mis bienes —su voz había adquirido un nuevo tono, más astuto—. Pensé que eso le induciría a vigilar mejor mi dinero, y también a cuidarme mejor a mí. Porque no creía ser lo bastante rico como para que ese arreglo pudiera ser peligroso. Por eso lo hice.
Parecía estar convencido de que la estratagema era especialmente ingeniosa; no obstante, me pareció un desatino.
—Sí —prosiguió—, entonces me creía arruinado; pero ahora soy rico. Tengo más de dos millones de dólares. Y Lenz, por supuesto, también lo sabe. Si me vuelvo loco, recibe medio millón para el sanatorio. ¡Medio millón! —volvió a bajar la voz—. Ahora comprende, ¿verdad? Es mucho dinero, Duluth, y además he descubierto otra cosa. Los miembros del personal son accionistas del sanatorio. Ahora ve por qué tratan de volverme loco —se rió—. ¡Como si pudieran! Estoy tan cuerdo como cualquier otro de Wall Street.
Sobre ese punto estábamos de acuerdo. Pero aparte de eso podía seguir perfectamente su razonamiento. Lenz me había dicho que se beneficiaría enormemente si Laribee tuviera que ingresar en un manicomio del Estado.
Por un momento permanecimos en silencio. Su voluminosa silueta destacaba contra la pared blanca. Hasta podía ver sus escasos cabellos revueltos como los de un chiquillo.
Era difícil establecer hasta qué punto estaba loco. También era difícil resolver si debía tenerle lástima o no. No me inspiraba simpatía. En realidad, me inspiraba fastidio cada vez que recordaba la expresión trágica que había visto en los ojos de Iris. Pero, al fin y al cabo, estaba viejo y desamparado. Y, por lo visto, alguien trataba de hundirle.
—No me van a engañar —dijo repentinamente—. Todavía estoy cuerdo y en mi sano juicio, y acabo de hacer un nuevo testamento. Mi hija iba a recibir la mayor parte de mi fortuna; era, junto con Lenz, otro de los administradores. De haberme vuelto loco, hubiera recibido más de un millón, y ella lo sabía. No creo que ella les impida quitarme de en medio; no es de ésas.
Hizo una pausa y me miró atentamente, como si esperara algún comentario, pero todo lo que conseguí emitir fue un leve gruñido de conformidad.
—Gasté cien mil dólares en la educación de esa muchacha —confesó, por fin—. Y ¿para qué? Para que fuera a Hollywood y tratara de hacerse estrella de cine. ¡Ahora se llama Sylvia Dawn! El viejo apellido no era bastante distinguido para ella. Y nunca se le ocurrió venir a verme cuando estuve enfermo, Duluth. ¡Oh, no! Lo importante era su carrera, no su padre.
A esta altura de su exposición, Laribee estaba tan absorto en sus cuitas que más bien monologaba consigo mismo que se dirigía a mí.
—Pero no tuvo en cuenta su carrera cuando se casó con ese aventurero el verano pasado. Primero me dijo que era médico. Pero después resultó ser partiquino de café-concierto —sus manos tamborileaban de indignación sobre mi colcha—. La hija de Dan Laribee casada con un cómico de la lengua. ¡Qué bonito! Me imagino que él iba detrás de mi dinero. Pues bien, los desheredaré a los dos. No me sacarán ni un solo centavo más.
Emitió una risita sardónica, y luego agregó maliciosamente:
—En cambio, Miss Brush es otra cosa; no es el tipo de muchacha que se casa por dinero, ¿verdad, Duluth?
Dije que, careciendo personalmente de dinero, nunca había pensado mucho en ese aspecto.
—Todos andan tras ella: Moreno, Trent, todos. Están celosos. Pero es a mí a quien quiere. Está realmente enamorada de mí, Duluth —inclinándose hacia delante me habló casi al oído—. Y le voy a decir un secreto. Tan pronto como salga de aquí, nos vamos a casar.
Parecía un lugar raro y un momento intempestivo para felicitarle por su boda, pero lo hice lo mejor que pude.
—Sabía que estaría de nuestra parte, Duluth. Y sé que comprenderá lo que he hecho —una vez más volvió la cabeza furtivamente hacia la puerta cerrada—. He cambiado mi testamento. Voy a dejarle todo a Elizabeth. Por eso he venido. Tengo el testamento conmigo. Elizabeth me prestó su estilográfica. Quiero que usted lo firme como testigo. Pero debemos tomar precauciones —tuvo una risita nerviosa, atiplada—; serían capaces de cualquier cosa para atajarme si supieran; cualquier cosa; hasta asesinarme, creo.
No lograba sacar conclusiones muy claras ante esto. Laribee parecía más trastornado y loco que nunca, y, sin embargo, había cierta lógica en lo que decía.
—Tal vez se pregunte por qué no me voy de aquí —continuó diciendo en secreto—. No puedo dejar a Elizabeth aquí sin protección. Si lo supieran, ella también estaría en peligro. Porque, comprende, todos andan tras ella y mi dinero.
Ahora buscaba en el bolsillo de su pijama y sacó un trozo de papel que se destacaba en la oscuridad.
—Aquí lo tiene. Éste es mi testamento. Todo lo que tiene que hacer es atestiguar mi firma.
Vacilé un momento. Pero no veía razones para oponerme. Aunque el asunto me parecía descabellado, era, por lo visto, de la mayor importancia para Laribee. Al fin y al cabo éramos compañeros de infortunio en el sanatorio del doctor Lenz, y a mi juicio debía haber cierta solidaridad entre nosotros.
Mis conocimientos sobre procedimientos legales eran sumamente vagos, pero en realidad no parecía tener importancia si el testamento era válido o no.
—Encantado de firmar —dije—, pero me gustaría leer este dichoso documento.
—¡Cómo no! —ansioso de complacerme los dedos de Laribee se metieron una vez más en el bolsillo de su pijama y salieron aferrando un pequeño objeto—. ¡Tengo fósforos! ¡Una caja entera!
Quedé azorado. Nos consideraban incendiarios potenciales, y nos resultaba tan difícil conseguir fósforos como una botella de ajenjo o de vodka.
—Me los dio Elizabeth —me explicó Laribee—, y la estilográfica también.
Encendió un fósforo, y acercó la llama al papel. A su luz vacilante podía ver las venas azuladas de su rostro rubicundo, y, al inclinarse para leer las temblorosas frases de su testamento, oí su rápida y jadeante respiración.
Sólo el último párrafo me llamó la atención:
La totalidad de mis bienes, muebles e inmuebles, a mi esposa, Mrs. Elizabeth Brush de Laribee; o bien, en el caso de que mi deceso impidiera nuestra boda, a Miss Elizabeth Brush…
Tenían algo de patético esas frases solemnes, de corte legal. También tenían algo de funesto. Se apagó el fósforo y encendió otro. Laribee me alcanzó la estilográfica de Miss Brush, diciendo casi triunfalmente:
—Firme aquí, Duluth.
Garabateé mi nombre y el fósforo se apagó. Cuando volvió a envolverme la oscuridad recordé una norma elemental de la redacción de testamentos:
—Necesita otro testigo —le dije—. Los testamentos requieren dos testigos.
En su entusiasmo, Laribee parecía haberlo olvidado. Había comenzado a doblar el documento, satisfecho, pero ahora lo tenía suspendido en el aire. Le tembló un poco la voz cuando preguntó:
—Entonces, ¿qué haremos, Duluth? ¿Qué haremos?
Parecía haberse quedado tan triste, tan decepcionado, que me dio lástima.
—Todo se va a arreglar —dije en tono optimista—. Le conseguiré otro testigo mañana. Geddes es un buen compañero y sé que se prestará.
—¿Mañana? ¡Oh!, no podría dejarlo hasta mañana. Tenemos que proceder rápidamente, ¿no comprende? Con celeridad y discreción.
A tientas, Laribee encontró mi brazo y lo apretó, suplicante.
—¡Hable con Geddes ahora, Duluth! ¡Por favor, consiga que firme ahora!
No me entusiasmaba precisamente la idea de despertar a compañeros del sanatorio a medianoche, pero ya que parecía haberme metido tan a fondo en este asunto, pensé que más valdría que lo terminara de una vez. Mientras Laribee se agitaba nerviosamente, salté de la cama y me asomé a la puerta.
Me bastó una mirada al corredor para ver a Warren. Estaba encendida la luz de la habitación de guardia y el enfermero nocturno estaba arrellanado en el duro sillón donde acostumbraba sentarse su hermana. Su brazo, acodado sobre la mesa y apoyado contra el teléfono, le servía de almohada.
Fue muy fácil deslizarme a la habitación contigua, que era la de Geddes, sin ser visto. Pero no fue tan fácil despertarle. Tuve que sacudirle violentamente el hombro antes de obtener respuesta alguna. Cuando por fin logré sacarle de su sueño lanzó un breve grito de alarma y quedó rígido, apoyado contra la almohada, como yo había estado poco antes de oír los pasos de Laribee.
Sabía cómo la narcolepsia de Geddes le llenaba las noches de pesadillas y de vagos temores hacia la oscuridad. Me sentí un desalmado.
—No es nada —murmuré—. Soy Duluth.
Le expliqué la situación, pero no parecía comprenderla muy bien, y, realmente, no podía reprochárselo. Mientras se lo contaba, el asunto también me pareció descabellado.
—Pero Laribee está terriblemente excitado —terminé algo torpemente—, y me pareció que era un deber de compañerismo ayudarle a sacarle del apuro.
Hubo un momento de silencio. Luego Geddes murmuró, con esa imperturbable cortesía con que aceptan los ingleses lo extraordinario:
—Cómo no, encantado.
Se levantó de la cama y juntos fuimos de puntillas hasta mi habitación. Laribee nos estaba esperando con impaciencia. En cuanto entramos se nos acercó y nos ofreció el papel.
—No tiene más que firmar aquí, Geddes. Atestiguar que ésta es mi última voluntad.
Con dedos temblorosos encendió un fósforo y le alcanzó a Geddes la estilográfica. El inglés bostezó, apoyó el testamento contra la pared y lo firmó.
—¡Ahora usted otra vez, Duluth! —exclamó el anciano nerviosamente—. Acabo de recordar que los dos testigos deben presenciar recíprocamente sus firmas.
Nuevamente cumplí con el requisito, mientras Geddes, muy somnoliento y desatento, servía de testigo. Laribee recuperó el papel de un tirón, y nos quedamos un momento en silencio. Luego el inglés murmuró:
—Si no tiene inconveniente, Duluth, preferiría volver a acostarme. No estoy muy despabilado…
Se había acercado a la puerta y estaba buscando a tientas el picaporte cuando se comenzó a abrir sola y lentamente. Instintivamente dimos un paso atrás y nos quedamos mirando estúpidamente a medida que la rendija de luz se ensanchaba y cruzaba el umbral una persona delgada y rígida.
Debía de tener los nervios muy a flor de piel, porque tuve un momento de pánico irracional. Aquel hombre descalzo, con su pijama azul, tenía algo de sobrenatural. Parecía deslizarse más que andar, como si estuviese sonámbulo. Tardé varios segundos en comprender que se trataba de David Fenwick.
Cerró la puerta, se quedó un momento absolutamente inmóvil y dijo en voz muy baja:
—Oí voces…, oí voces…
Me asombró que hubiera podido oírnos, porque su habitación quedaba bastante lejos. Pero supongo que las personas cuyos oídos pueden sintonizar a los espíritus son extraordinariamente sensibles.
No parecía que hubiera nada que decir, de modo que permanecimos silenciosos. Lentamente Fenwick se volvió hacia Laribee, que todavía tenía el testamento en la mano. Los grandes ojos del joven relampagueaban en la oscuridad. Tuve la impresión fugaz de que podía ver en las tinieblas.
—¿Qué tiene en la mano, Laribee? —preguntó repentinamente.
El millonario parecía estar en un trance. Dejó caer el brazo y murmuró maquinalmente:
—Es…, es mi testamento.
—¡Su testamento! De modo que se está preparando para la muerte.
—¿La muerte?
La voz de Laribee volvió a hundirse en el silencio, pero esa palabra parecía seguir retumbándome en los oídos.
Fenwick se había vuelto rígidamente hacia la puerta. Andaba como un autómata, y su voz también tenía una monotonía de robot.
—Ya saben la advertencia que les hice. No hace falta que ninguno muera, siempre que obedezcan a los espíritus y desconfíen de Miss Brush —se deslizó por el corredor, pero su voz llegó nuevamente hasta nosotros—. Cuídense de Miss Brush. Habrá un asesinato.
Nosotros tres nos habíamos quedado en asombrada inmovilidad, cuando se oyeron rápidas pisadas en el exterior y una vez enojada gritó:
—¡Eh, oiga!
Volvieron a abrir la puerta y encendieron la luz eléctrica. En esa deslumbrante claridad vi a Warren de pie en el umbral, sujetando el brazo delicado de Fenwick con su garra de acero. Su mirada agria y sospechosa escudriñó la habitación.
—¿A qué viene esto? —preguntó con breve aspereza.
Reaccionamos como chicos de escuela sorprendidos en una travesura nocturna. Laribee había escondido el papel y la estilográfica en el bolsillo de su pijama. No pude advertir si el vigilante nocturno lo había notado.
—Bueno, ¿a qué viene esto? —volvió a gruñir.
Ni Geddes ni Laribee hablaron, pero alguien tenía que decir algo, de modo que me encogí de hombros y murmuré con la mayor sencillez que pude:
—Es una simple charla de compañeros, Warren. Venga a hablar con nosotros.