13

c uando el doctor Moreno se fue descubrí que los demás se habían retirado a sus habitaciones. El corredor estaba desierto cuando me encaminé hacia la fila de dormitorios situados en el extremo del pabellón.

Un corredor de sanatorio vacío siempre tiene algo de frío y lúgubre. Mis irresponsables nervios empezaron a alborotarse y sentí un impulso irracional de salir de esa soledad, de encontrar compañía humana; aunque si en realidad hubiera peligro, era mucho más probable que residiese en la presencia de otros enfermos que en la soledad de los corredores.

Empujé la puerta de vaivén que conducía hacia los dormitorios y la abrí. Frente a mí podía ver largas filas de puertas que daban a los dormitorios individuales. A mi izquierda estaba la habitación de guardia de Mrs. Fogarty sumida en tinieblas. Al pasar por delante oí que me llamaban por mi nombre. Tuve un sobresalto, sentí una punzada de alarma y luego maldije mis nervios siempre a flor de piel.

Sólo era la voz de Mrs. Fogarty, y venía de la pequeña habitación de guardia, envuelta en penumbra:

—¡Mr. Duluth!

Crucé el pasillo y entré en la pequeña habitación. La media luz del corredor se colaba allí solapadamente Podía ver el perfil de la enfermera nocturna, irregular y sombrío, bajo su toca blanca. Estaba sentada frente a la mesa, junto al teléfono, vagamente reluciente. Había algo de rígido en ella que sugería a un centinela. Podía imaginármela saltando a la posición de firmes cada vez que uno de los pacientes la llamaba por teléfono.

—¿Qué pasa? —pregunté—. No sabía que hacía guardia.

—El doctor Moreno me dijo que me fuera —dijo en voz baja—, pero mi hermano ha dormido tan poco que se me ocurrió facilitarle unas horas de sueño antes de su turno de guardia —y se pasó una mano huesuda por la frente—. Me duele bastante la cabeza. Por eso estoy en la oscuridad.

Era totalmente contrario a las costumbres de Mrs. Fogarty retener a un paciente con charla superficial a una hora tan intempestiva. Pero al fin y al cabo estaba más que justificado que aquel día se apartara de sus costumbres.

—Con respecto a Mr. Stroubel… —dijo bruscamente, con tono casi acusador—. Oyó lo que dijo: esa cosa sobre el mármol. Alguien tiene que haberle dicho… lo que le pasó a mi esposo —sus ojos brillaban fríamente en la oscuridad—. Usted era el único enfermo que lo sabía.

Si no me hubiera sentido tan culpable, me hubiera molestado su actitud de maestra de escuela. Pero dadas las circunstancias, sólo podía estar abochornado y enojado conmigo mismo por haberle causado innecesariamente tanta pena. Desordenadamente le confesé mi ensayo de experimento psicoanalítico, tratando de disimular lo mejor posible que había sido inspirado por el doctor Stevens. Le expliqué que Stroubel se había referido simplemente a su grotesca composición en el piano. Escuchó en silencio y reaccionó en forma sumamente amable.

—Comprendo que no tuvo mala intención, Mr. Duluth, y no diré nada de esto; pero le ruego que jamás vuelva a hacer algo por el estilo. La muerte de Jo ha sido un golpe muy fuerte para mí, y no podría soportar que, como consecuencia, se alborotara a los enfermos.

—Admito que procedí muy torpemente —asentí con tristeza—. Sólo confío en no haber alborotado a todo el sanatorio.

Mientras hablaba estaba apoyado sobre la mesa, jugando distraídamente con el teléfono. Tuve un sobresalto cuando repentinamente sonó y lo mismo le pasó a Mrs. Fogarty. Se inclinó hacia delante y descolgó. Su cara sólo era una mancha en la oscuridad, pero pude advertir que mantenía el teléfono a pocos centímetros de su oído, en la actitud expectante y nerviosa de una persona algo sorda que tiene dificultad en comprender lo que le están diciendo.

—¡Diga, diga! ¿Quién habla?

Su tono era rápido y profesional, extrañamente fuera de lugar en aquella habitación escasamente iluminada.

No hubo contestación.

Preguntó una vez más:

—¿Quién habla?

Instintivamente me acerqué con los ojos fijos en el reluciente teléfono. Y durante varios meses cualquier teléfono me evocó la increíble voz que contestó. No parecía humana. Era una voz baja y deformada, que llegaba en un susurro repelentemente íntimo. Oí las palabras tan claramente como si me las hubieran dicho directamente al oído:

Soy esa cosa sobre el mármol.

Esta sorprendente repetición de mi frase podría haber parecido simplemente cómica o infinitamente patética, como símbolo de los cerebros desorientados y desequilibrados que había en el sanatorio. No era ni una cosa ni la otra, pero sí era una de las experiencias más enervantes de mi vida, porque había algo de perverso y de maligno en esa voz ronca.

Quedé petrificado, apenas consciente del sollozo semisofocado de Mrs. Fogarty y del sordo ruido que produjo el teléfono al caer de sus manos.

Luego, obedeciendo a un impulso, di un salto, a tientas recogí el teléfono, que se balanceaba del hilo, y lo levanté.

—¿Quién es? —le grité—. ¿Qué quiere?

Silencio absoluto, y luego una vez más ese susurro ronco. Era una voz levemente familiar, y, sin embargo, no podía individualizarla.

—Va a haber otra cosa sobre el mármol, Duluth —me dijo—. Tenga cuidado de que no sea usted.

Mientras mis labios se preparaban para articular una respuesta, se oyó un clic. Después de un instante colgué maquinalmente y traté de ver a la enfermera a través de las tinieblas. Mrs. Fogarty tenía los hombros encogidos y se cubría la cara con las manos. Antes nunca la había visto así, desprovista de su férreo dominio de sí misma.

—Lo lamento muchísimo —dije por fin—. Yo tengo la culpa. No pensé en usted.

—No me haga caso, Mr. Duluth —dijo con voz apagada, sin entonación.

—Mejor será que averigüemos desde dónde han llamado.

Lentamente Mrs. Fogarty levantó la mirada. Podía ver brillar sus ojos débilmente en el fondo de sus profundas órbitas.

—No podemos, Mr. Duluth. Todos los teléfonos del pabellón de los hombres están conectados directamente con esta habitación y también el teléfono del salón del personal. Podrían haber llamado desde cualquiera de ellos.

—Pero acaso… ¿reconoció la voz?

La enfermera se levantó. Cuando me apretó el brazo con los dedos advertí que estaba temblando.

—Escuche, Mr. Duluth —dijo con repentina severidad—. Ha hecho una cosa muy tonta y peligrosa, que confío le servirá de lección. Pero no tengo intención de dar cuenta a la dirección. Ya ha causado bastante daño, y creo… —su voz se redujo casi a un murmullo— que lo mejor será que nos olvidemos de esto no sólo por su bien, sino también por el mío.

No la comprendí. No comprendí sus palabras ni la extraña intensidad de su emoción.

—Pero, Mrs. Fogarty, ¡si reconoció la voz…!

—¡Mr. Duluth! —interrumpió impulsivamente la enfermera—. ¿Tiene la menor idea de quién era la voz?

—No. Me pareció conocida, pero…

—Bueno —su tono era cortante y tenía algo de desafío—. Tal vez me entendería mejor si le dijera que la reconocí.

Ahora ambos estábamos de pie, y tan cerca el uno del otro que podía ver las líneas de su rostro, descarnadas y severas como si estuvieran talladas en roca viva.

—Bueno, y ¿quién era, Mrs. Fogarty? —pregunté suavemente.

Tardó un instante en contestar.

—Soy algo dura de oído —dijo, por fin, en forma vacilante, más como hablando consigo misma que dirigiéndose a mí—, y he tenido un día muy difícil. Seguramente por eso me pareció reconocerla. Y por eso nunca podría dar cuenta de esto a las autoridades. Porque, sabe…

Se interrumpió, y de repente se me iluminó el cerebro. Sabía lo que iba a decirme, y sentí que se me erizaban los cabellos.

—Sí, Mr. Duluth. Si dijera algo creerían que estoy loca. Porque, sabe, esa voz… Si no supiera que está muerto, juraría que era mi marido quien hablaba.