Los domingos, igual que los restantes días de la semana, por la noche teníamos reuniones sociales educativas. De los entretenimientos habituales sólo se suprimía el baile, por respeto a las tradiciones religiosas. Aquel domingo, una Miss Brush distraída nos condujo hacia el salón principal, como si nada hubiera ocurrido que afectara nuestras normas habituales. Me sorprendió, pero creo que era una buena idea. Cuando la gente tiene los nervios de punta, lo mejor es mantenerla ocupada. Tenía esperanzas de estar con Iris.
Sufrí una decepción. Iris no estaba. Le reproché a Miss Dell —que era la Miss Brush de las mujeres— su ausencia, y me dijo sonriente que Miss Pattison estaba algo cansada. Por un instante sufrí una dolorosa ansiedad, e imaginé infinitos desastres. Pero luego me acordé de la bayeta y reflexioné que cualquiera tenía derecho a sentirse cansado después de aquel trabajo manual.
El descanso dominical parecía haber saturado a los pacientes aquella noche. Aunque estaban presentes casi todos los hombres y las mujeres, apenas se formaban parejas. Nos manteníamos en pequeños grupos aislados, a pesar de las esporádicas tentativas por parte del personal para fomentar la sociabilidad.
Geddes, Billy Trent y yo jugamos al rummy un rato, hasta que nos dimos por vencidos cuando Geddes se durmió. Miss Brush trató de atraparme para una partida de bridge con tres mujeres, pero rehusé cortésmente. Estaba deprimido y algo nervioso.
La bostoniana Miss Powell estaba sola en un rincón cerca del piano de cola; hacía un solitario. Me acerqué a ella, y me senté a su lado en un sillón de cuero. Me saludó con impecable cortesía, pero no parecía muy dispuesta a hablar. La totalidad de su cerebro sano concentraba sus energías sobre el juego.
Mientras la observaba me pregunté si estaría robando naipes de alguna baraja escondida, y por último llegué a la conclusión de que alguna trampa estaba haciendo. Su manía se puso de manifiesto tres veces seguidas.
Al acordarme del episodio del cronógrafo, surgió en mi memoria el experimento psicoanalítico, que se me había olvidado momentáneamente. Como Miss Powell parecía complicada en la intrincada red invisible de misterio y confusión, resolví probar fortuna con ella.
—Las noches de domingo tienen algo de típicamente bostoniano, ¿verdad, Miss Powell? —comencé tímidamente—. Siempre me hacen recordar esa cosa sobre el mármol.
Miss Powell se volvió hacia mí con cierta altanería, conservando las cartas a medio barajar suspendidas sobre la mesa. Arrugó levemente el entrecejo y me dijo:
—Si se refiere a los mercados de pescado, Mr. Duluth, no estoy de acuerdo. Además, permanecen cerrados los domingos, y está muy bien que así sea.
Alejó la mirada de mí como si de repente le evocara todo el pescado crudo que había en Boston. Contrajo la boca en una mueca de disgusto. Parecía no quedarme otra alternativa que levantarme y alejarme de allí sin haber adelantado un ápice.
Mi vagabundeo sin rumbo me condujo finalmente hacia Herr Stroubel. El famoso músico estaba de pie, junto a una mesa, hojeando perezosamente las páginas de una revista musical. Al acercarme me saludó de acuerdo con el protocolo vienés y empezó a hablarme de teatro.
Escuché con interés sus ideas revolucionarias, pero sensatas, sobre el teatro. Aparte de cierta inquietud en sus ojos, que jamás descansaban, parecía perfectamente normal. Me preguntó si alguna vez había montado alguna ópera, y manifestó que le gustaría trabajar conmigo. Al exponer sus teorías sobre la manera de interpretar a Wagner, su entusiasmo aumentó. Gesticulaba y sus palabras brotaban melifluamente.
—Les falta ritmo, Mr. Duluth. Tome Tristán, por ejemplo. Lo tocan con reverencia, lo tratan como si fuera algo muerto, una pieza de museo que debe abordarse con infinito respeto. Pero Tristán, para ser legítimo, tiene que estar lleno de vida. Debe tener ritmo: ritmo en el juego escénico, en el canto, en la música y en la dirección. Ritmo… vitalidad… algo que fascine.
—Igual que esa cosa sobre el mármol —intercalé tímidamente.
—¿Esa cosa sobre el mármol? —Los ojos le brillaron con repentina vivacidad—. Es una frase grotesca y cautivadora. —Y una sonrisa le iluminó la cara—. Tiene ritmo, Mr. Duluth, hay ritmo en esa frase.
Fue rápidamente hasta el piano, destapó el teclado y empezó a tocar. Me volví al sillón, equidistante entre el piano y Miss Powell, y me senté a escuchar.
Era notable. Como si le hubiera inspirado el espíritu macabro de mi frase idiota, Stroubel improvisaba el trozo musical más escalofriante y fantástico que hubiera escuchado jamás. Los acordes retumbaban sombríamente uno tras otro, en apariencia inconexos, y sin embargo ligados entre sí por un ritmo sutil e inquietante.
Los presentes tenían los ojos fijos en él. Noté en Miss Brush una expresión netamente aprensiva. Yo empezaba a sentir algo de pánico, cuando de pronto se interrumpió y sin transición se puso a tocar una pacífica coral de Bach. Esas notas frescas y calmantes disiparon gradualmente la tensión.
Aunque a menudo había escuchado conciertos dirigidos por Stroubel, ésta era la primera vez que le veía tocar. Poseedor de una espléndida técnica, quizá su propia tristeza daba a las notas una extraña y melancólica nostalgia. Olvidé a Fogarty, las complejidades del sanatorio y los problemas que yo buscaba. Sólo podía escuchar.
Los otros también escuchaban. Uno a uno abandonaron lo que estaban haciendo y se acercaron al piano, hasta que Miss Powell y yo fuimos los únicos que quedamos sentados. Supongo que las personas ligeramente desequilibradas reaccionan con más rapidez ante la música. Billy Trent estaba junto a mí, como en un éxtasis de atención. También advertí que los ojos de Fenwick brillaban de un modo extraño y opalino. Podía ver a los demás: Geddes, Laribee, el doctor Stevens y las mujeres. Hasta Miss Brush y el doctor Moreno se habían acercado; sus hombros casi se tocaban; estaban muy quietos y silenciosos.
Observé las manos de Stroubel. Eran el blanco de las miradas. No sólo música, sino también energía parecía fluir de ellas. La inquietud del ambiente se había disipado, cediendo ante este hechizo calmante e hipnótico. Vi que Miss Powell permaneció sentada, pero inmóvil, mirando fijamente hacia delante y empuñando el diez de diamantes. Pero su expresión había cambiado. Sus finos labios aristocráticos estaban apretados. Sus ojos tenían una mirada viva, casi de exaltación. Lentamente inclinó la cabeza entre sus cartas.
Entonces oí su voz; era baja, pero perfectamente clara.
—Hay unos espléndidos bisturíes en la clínica…, hermosos bisturíes. Son fáciles de llevar. ¡Cómo brillan!… Están afilados. Puedo ocultarlos en el escondite musical.
No pude seguir este increíble monólogo porque todos comenzaron a hablar. Stroubel se había puesto de pie y nos miró con serenidad. Inmediatamente volví a observar a Miss Powell.
Reanudó su solitario. Puso el diez de diamantes sobre el once de pique, pero le temblaba la mano y sus ojos conservaban esa expresión extraña, casi hipócrita. ¡Hipócrita! La palabra surgió en mi mente y allí permaneció. Mis pensamientos evolucionaban con enorme rapidez.
Poco después de que Stroubel terminó de tocar, Miss Brush nos llevó al pabellón 2. Por lo general se quedaba por las inmediaciones hasta que nos acostábamos, pero esa noche desapareció inmediatamente después de habernos deseado unas buenas noches muy breves. Parecía agotada y nerviosa.
Warren nos acompañó mientras nos permitían un último cigarrillo en el salón de fumar. Me dijo con tono gruñón que había conseguido dormir un par de horas por la tarde, pero que estaba molido. Habían contratado a un nuevo empleado para que ocupara el puesto de Fogarty, y estaría allí al día siguiente a primera hora.
—Y entonces tal vez me dejen descansar —gruñó—, salvo que sus amigos de la policía empiecen de nuevo con las suyas, Mr. Duluth.
Dejé el salón de fumar junto con Stroubel. Andábamos plácidamente por el corredor cuando en un recodo apareció Mrs. Fogarty precedida por el crujido de sus faldas.
Me sorprendió verla. Imaginaba que, dadas las circunstancias, se tomaría unos días de descanso. Estaba pálida y con los labios aún más apretados que de costumbre, si tal cosa fuera posible. Pero de su rostro anguloso, color aceituna, emanaba cierta indómita energía. A mi juicio, sus problemas personales siempre estaban subordinados a la rutina del sanatorio.
Cuando nos vio, compuso sus facciones de modo que expresaran el saludo que correspondía e hizo ademán de pasar de largo. Pero Stroubel la alcanzó, y le tomó la mano huesuda. La miró con sus ojos amables y tristes.
—Discúlpeme —le dijo—. Anoche no debía haberla llamado. Debí haber dominado mi tristeza a solas, como usted domina la suya.
Mrs. Fogarty tuvo un leve sobresalto.
Me pareció que cometía una falta de tacto hasta que recordé que los internados no estaban enterados de la muerte de Fogarty. Él hablaba con voz suave, y pedía disculpas en forma casi conmovedora. Sin embargo, pude percibir una vez más la fuerza sutil y subyugante de la personalidad de ese hombre.
Mrs. Fogarty, sin duda, también la sintió, porque reaccionó instintivamente. Su rostro se ensombreció al principio, pero luego sonrió.
—Bien sabe que siempre puede llamarme, Mr. Stroubel.
—Aun así, debe decirme por qué está triste, y la ayudaré.
Ambos parecían haberse olvidado de mi presencia. Stroubel se inclinó hacia delante con expresión súbitamente atenta, concentrada.
—Ahora mismo es desgraciada —dijo lentamente—. ¿No será…? ¿No será a causa de esa cosa sobre el mármol?
Mrs. Fogarty entreabrió la boca, se llevó la mano al cuello y en seguida la dejó caer.
No sabía qué hacer. Mi torpe experimento parecía haberse vuelto una especie de monstruo de Frankenstein. Había adquirido vida propia y se me escapaba de las manos.
Con un esfuerzo supremo la enfermera nocturna logró sonreír.
—Será mejor que se vaya a dormir, Mr. Stroubel —dijo en voz baja—. Buenas noches.
El director de orquesta se encogió de hombros, volvió lentamente sobre sus pasos y se fue.
Mrs. Fogarty y yo quedamos solos.
—Lamento muchísimo… —empecé a decirla.
Pero no pude terminar la frase. En ese instante se oyeron pasos rápidos sobre el linóleo detrás de nosotros y, doblando el recodo, apareció el doctor Moreno. Al ver a la enfermera nocturna frunció el entrecejo.
—Mrs. Fogarty, le he dicho que no hace falta que preste servicios esta noche.
Me miró rápidamente y luego se volvió nuevamente hacia la enfermera.
—No hay nadie que pueda sustituirme, doctor —dijo Mrs. Fogarty secamente—. Miss Price, la enfermera del pabellón de mujeres, no se siente bien, y la sustituta está allí.
—No se inquiete por las guardias. No está en condiciones de trabajar esta noche y necesita descansar. —Mrs. Fogarty encogió sus flacos hombros.
—¿Y los enfermos?
—He ordenado que los teléfonos internos sean conectados con la habitación de guardia. Warren tiene que estar de guardia de todos modos, y puede quedarse allí.
No pude discernir si la enfermera nocturna quedó agradecida, descontenta o enojada. Se quedó allí un instante, mirando fijamente hacia delante con sus ojos negros y hundidos. De pronto dijo:
—Muy bien, doctor —y se alejó rápidamente.
Había estado pensando en muchas cosas, y había decidido que Lenz debía estar al tanto de las palabras pronunciadas por Miss Powell en el salón. El asunto parecía cómico y fantástico, pero había llegado a desconfiar hasta de lo grotesco. Mientras el doctor Moreno estaba a mi lado, le pedí permiso para ver al director.
Instantáneamente se convirtió en el joven psiquiatra modelo; el facultativo que diagnostica y a la vez el guardián de las autoridades superiores. Sus ojos inquisidores escudriñaban mis facciones.
—El doctor Lenz está sumamente ocupado en estos momentos. Continúa con la policía.
—Pero he oído algo, y creo que Lenz debe saberlo —dije resueltamente; y como me seguía mirando en silencio, agregué—: No creo que este asunto haya terminado todavía.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Simplemente, que la muerte de Fogarty era parte de otra cosa…; algo que sigue su marcha.
—No debe dejarse llevar por su imaginación teatral, Mr. Duluth. —El doctor Moreno se estaba mirando las manos atentamente—. Todavía está extremadamente nervioso y tiene que cuidarse.
—¡Pero no son mis nervios! —exclamó irritado—. Sé perfectamente que…
El doctor Moreno levantó de repente los ojos.
—Por si le interesa, Mr. Duluth, la policía está convencida que ha descubierto las razones que condujeron a Fogarty a la muerte. No tenía absolutamente nada que ver con este sanatorio ni con sus internados. El capitán Green está casi convencido de que el asunto fue un… desgraciado accidente.
Su tono era persuasivo, su mirada serena, pero yo sabía que estaba mintiendo.