11

Pasé el resto de la mañana solo, tratando de ordenar en mi mente las ramificaciones que terminaban en la muerte de Fogarty. Estaba tan irritado ante la idea de que obligaran a Iris a tomar parte en este turbio asunto, que no podía concentrar mis ideas. Tenía la intuición de que debía ir a informar a Lenz de lo que ella había dicho. Pero me había pedido que no lo contara, y no quería cometer ese abuso de confianza.

Supongo que mi conducta era reprochable. Tal vez habría evitado muchas tragedias si me hubiera presentado ante las autoridades en ese mismo instante. Pero al fin y al cabo no era más que un ex-bebedor temblequeante que trataba de erguirme nuevamente. Y mis normas éticas todavía estaban un poco embrolladas. Ninguno de los internados del pabellón 2 había sido informado de la muerte de Fogarty. Pero a pesar del comportamiento discretamente normal de los empleados, se notaba cierta inquietud. Los primerizos son especialmente sensibles a cualquier cosa que flota en el ambiente.

Billy Trent le preguntó tres veces a Miss Brush por qué no estaba Fogarty en su puesto, a lo que respondió con evasivas. Pero pude observar que no se daba por satisfecho. En efecto, estaba extraordinariamente silencioso; no nos ofreció un solo helado.

No pude hacer mis ejercicios matutinos. Pero cuando regresamos de nuestro paseo de la tarde, apareció Warren, cansado y más bien de mal humor. Dijo que momentáneamente había tenido que hacerse cargo de ambos turnos, y que sólo Dios sabía cuándo iba a poder dormir algo.

La sala de fisioterapia estaba cerrada y, por los ruidos velados que oí al pasar, adiviné que algunos de los hombres de Green estaban allí dentro todavía. Warren me condujo al gimnasio, que en general utilizábamos muy poco. No contaba con muchos aparatos, de modo que sugirió que lucháramos, ya que sería el modo más eficaz de hacer ejercicio.

Luchamos, o por lo menos él luchó. Supongo que me haría bien, pero en aquel momento no tenía esa impresión. Aunque había dicho que estaba cansado, Warren hizo muy bien el papel de torno de acero animado.

Estábamos allí solos bastante apartados de la parte principal del pabellón. En cierto momento me retorció el cuerpo con una llave especialmente complicada, que, con burlona impropiedad, describió como una bonita cuna. Mientras me mecía de un lado a otro, estirándome las piernas en una forma digna de la Inquisición, me asaltó de repente una sensación de pánico ciego, casi irresistible. Tal vez fuera una estupidez por mi parte, pero no podía menos que pensar en la noche anterior…, en Fogarty y la camisa de fuerza.

Esta tortura terapéutica duró unos diez minutos largos. Warren me dio muchos más tumbos de los necesarios. Cuando terminó, descubrí la causa, porque al reprocharle suavemente que me hubiera convertido en una rosca humana, replicó agriamente:

—En un buen lío me metió diciendo a los policías lo que le había contado anoche sobre mí y Fogarty.

Me sorprendió su franqueza, como también la agresividad de su actitud. Al fin y al cabo yo era un frágil y remunerador paciente.

—Lo lamento —le dije—. Me exigieron que les diera la información que tuviera.

—Me interrogaron durante dos horas, tratando de hacerme confesar que Fogarty y yo nos habíamos peleado. Por suerte mi hermana pudo atestiguar mis pasos, de lo contrario podría estar entre rejas a estas horas. Esos detectives idiotas siempre quieren encarcelar a alguien.

—Es realmente lamentable —murmuré—. Pero no debería contar tantas cosas si no quiere que repitan lo que dice.

Nos acercábamos a la puerta cuando me acordé de algo:

—A propósito, ¿por qué lloraba Mrs. Fogarty anoche?

Se volvió hacia mí, y entonces hubo una expresión diferente en su faz cadavérica.

—¿Qué quiere insinuar con eso? —me preguntó.

—Se me ocurrió que tal vez hubiera alguna desavenencia conyugal —contesté.

Estábamos muy cerca el uno del otro, y me alarmó la expresión de su mirada.

—¿Qué tiene que ver con las desavenencias conyugales de mi hermana? —exclamó.

—Nada —le dije—. Absolutamente nada. Era una simple pregunta.

Podría haberle echado una filípica sobre la buena educación, la cortesía y el tacto que deben ejercerse cuando uno se está ganando el pan, pero preferí callarme. Me limité a salir rápidamente del gimnasio sin mayores alardes de dignidad.

Mientras me vestía, mis pensamientos retornaban automáticamente a la influencia subversiva y a su efecto extendido a los internados del sanatorio. Parecía haber producido de todo, desde impertinencia en el personal hasta una epidemia de terror, agravación de las neurosis y tal vez un asesinato. Y, por mi parte, me veía involucrado en cada nueva manifestación.

Estaba abotonándome los pantalones cuando recordé mi conversación con el doctor Stevens, y en ese instante se me ocurrió mi idea teatral. Stevens se había explayado sobre la eficacia del psicoanálisis, y explicado por qué no podía practicarlo personalmente. Pero yo estaba libre de toda obligación. Tanto Iris como yo nos veíamos perseguidos por esa voz escurridiza; ambos estábamos potencialmente amenazados. Era muy lógico que hiciera el experimento.

Según el doctor Stevens, era un experimento elemental. Bastaba con que pensara alguna frase significativa, se la repitiera a mis compañeros de internado y observara sus reacciones. Parecía bastante inocente. El problema consistía en encontrar la frase.

Mediante un esfuerzo, obligué a mi cerebro a revivir aquellos momentos horribles en la sala de fisioterapia. Una vez más vi esa cosa muerta y deformada sobre la mesa de mármol. ¡Ahí estaba la frase! Esa cosa sobre el mármol… Esas palabras no podían tener significado alguno para los inocentes. Pero al culpable tendría que producirle un notable sobresalto.

Terminé de vestirme y pasé al corredor, algo nervioso ante mi proyectado papel de psicoanalista aficionado.

El pasillo estaba desierto, encontré a casi todos en el salón de fumar, bajo la radiante vigilancia de Miss Brush. Pero ella no estaba tan radiante como de costumbre. Había perdido buena parte de su habitual luminosidad. Se movía de aquí para allá con desasosiego y no conseguía disimular una expresión preocupada. Hasta se olvidó de sonreír cuando Billy Trent le trajo un cigarrillo para que se lo encendiera. La situación se le tornaba difícil.

Descubrí a Fenwick solo en un rincón. Me pareció un tanto innoble aplicar el experimento de Stevens a su medio hermano, pero había resuelto no hacer excepciones. Me senté al lado del joven espiritista, y le dije en voz baja, con aire culpable:

Esa cosa sobre el mármol.

El efecto, ya que no ilustrativo, fue sensacional. Fenwick giró lentamente hacia mí, mientras sus ojos brillaban con una luz extraordinaria, tal como nunca se vio ni en mar ni en tierra.

—¿Esa cosa sobre el mármol? —repitió—. Eso es una manifestación. A menudo ocurre así al principio; es una informe masa flotante, algo gris. ¿De modo que la ha visto? ¡También están en contacto con usted!

Por un momento pensé que esto podría conducir a algo, pero no fue así. Siguió hablando rápidamente sobre el ectoplasma y otros fenómenos abstrusos. Su locuacidad aumentaba a la par que su entusiasmo, y me dio la bienvenida como a un hermano o converso. No pude descubrir nada sospechoso bajo su efusividad, sólo el alborozo de haber encontrado el alma gemela de otro espiritista. Me levanté algo avergonzado y me alejé rápidamente.

Mi próximo candidato apareció cuando Billy Trent salió al corredor. Le seguí y comencé a charlar con él. Me repugnaba la idea de aplicarle mi treta a un muchacho como Billy, tan joven, tan ingenuo y simpático. Pero finalmente acallé mis escrúpulos y, en el medio de una frase, bajé los ojos y murmuré:

Esa cosa sobre el mármol.

Su reacción fue instantánea.

—¡Oh, eso! —exclamó, mientras recorría el espacio con la vista de modo que pude adivinar en el acto que recorría con la vista una gran mostrador de mármol imaginario—. ¿Quiere decir esas mesas de café? Son algo nuevo que estamos probando. Valen diez dólares cada una. Veremos que resultado dan.

Contemplé su cara joven, expectante, y se encogió de hombros resignadamente.

—Bueno, deme dos.

Después de este fracaso me pareció mejor dejar de lado la psicología por un rato. Conseguí que Miss Brush me diera un cigarrillo y crucé a hablar con Geddes, que estaba recostado en un sillón junto a una mesa de bridge. Había abierto una novela, pero la dejó cuando me vio.

—¿Dónde ha estado todo el día? —me preguntó sonriente.

Sentí un violento impulso de contarle el embrollo y provocar su sana reacción británica, pero no tuve el coraje de infringir la expresa prohibición del doctor Moreno.

—Ah, estuve hablando con Lenz —dije vagamente—. Me hizo un examen detenido y dice que existe una remota probabilidad de que me cure definitivamente.

Geddes se dejó absorber por sus reminiscencias de la India durante un rato, y me habló del polo en Calcuta. Me resultó sedante, aunque no tenía la menor idea de cómo se jugaba al polo, ni de cómo era Calcuta. Mientras hablaba, jugueteaba con el libro que conservaba en la mano.

—¿Qué está leyendo?

—Es un libro que encontré sobre la mesa.

Abrió el libro al azar, y simultáneamente ambos lanzamos un pequeño gruñido de sorpresa.

Entre las páginas había un pedacito de papel, y en él se leían en grandes mayúsculas temblorosas las siguientes palabras:

DESCONFIAD DE ELIZABETH BRUSH;

HABRÁ UN ASESINATO

Por el momento ninguno de los dos habló. Esa frase ya conocida, escrita tenía cierta cualidad aún más siniestra que la voz sin cuerpo. Toda suerte de conjeturas macabras poblaban mi imaginación.

—¿Cree que Fenwick ha vuelto a hacer de las suyas? —me preguntó finalmente el inglés.

—Sólo Dios y los astros podrían decirlo —repuse amargamente.

Geddes sugirió que se lo mostráramos a Miss Brush, pero le disuadí. Me pareció aconsejable que no interviniera ella. Al fin y al cabo, si alguno debía saberlo, esa persona era Lenz.

Me metí el papel en el bolsillo y le dije que me ocuparía de él. Geddes pareció encantado de que le quitaran el problema de las manos.

Tenía vivo interés en saber a quién iba destinado el mensaje, pero no estuve mucho tiempo intrigado. Todavía estábamos hablando al respecto, cuando apareció el viejo Laribee. Balbucía algo sobre haber olvidado su libro, y tomó la novela de la mesa.

Geddes y yo nos miramos. Luego, obedeciendo a una momentánea inspiración dije:

Esa cosa sobre el mármol.

Una vez más la reacción del interlocutor fue impresionante. Geddes me miró fijamente, como si le resultara imposible creer lo que oía. Laribee se quedó de una pieza. Por un instante le tembló el labio inferior, y parecía un niño al borde de las lágrimas. Luego, con un esfuerzo, serenó sus facciones e hizo uno de esos gestos imperiosos que quizá otrora habían hecho temblar a Wall Street.

—No habrá nada sobre el mármol —dijo con firmeza—. Sólo mi nombre y la fecha de mi muerte. Y el funeral tiene que ser muy sencillo. Tengo que economizar, economizar…

Movió la cabeza tristemente, como si meditara sobre la fragilidad de la existencia humana, y se alejó. Una vez más me estrellé contra el vacío, y por añadidura me puse en ridículo.

Tan pronto como estuvimos solos otra vez, Geddes se dirigió a mí con los ojos todavía muy abiertos por el asombro.

—¿Por qué diablos dijo eso? —preguntó.

Me sonreí.

—No se aflija. No estoy loco. No es más que una broma tonta.

—¡Ah! —su expresión de preocupación se transformó en una de alivio—. Por un momento creí que nuestro único ejemplar de cordura había zozobrado junto a los demás. —Se sonrió tímidamente—. Eso sí que hubiera sido el acabose, Duluth. Tenerle cerca es mi único apoyo.

—Somos dos huérfanos en la tormenta —le dije—. Será mejor que sigamos aliados.

Le quedé agradecido al saber que buscaba mi apoyo. Pero el hecho de que se preocupara por mí me hacía sentirme aún más culpable. Hasta el presente sólo había conseguido intrigar o incomodar a cuatro de mis compañeros de internado. Resultaba irónico pensar que me estaba volviendo una influencia subversiva.

Durante un rato nos quedamos en silencio. Fue Geddes quien por fin expresó el pensamiento que dominaba nuestras mentes.

—De modo que esa nota estaba destinada a Laribee —murmuró reflexivamente.

—Sí —dije—, no hay duda de que era para él. Y daría cualquier cosa por averiguar el porqué.

Geddes se acarició el bigote y dijo suavemente:

—Esto no me gusta, Duluth, tengo la impresión de que ocurre algo muy raro.

Me encogí de hombros y agregué en tono de desaliento:

—¡Estamos tan de acuerdo!