10

Al salir al corredor oí la voz del doctor Stevens detrás de mí.

—Si pueden prescindir de mí, señores, regresaré a la clínica. Allí estaré si me necesitan.

Se retiró rápidamente y me alcanzó en el corredor. Mientras nos alejábamos en silencio tuve la clara intuición de que deseaba preguntarme algo. Confirmó esta sospecha al exclamar con cordialidad algo forzada:

—Bueno, Duluth, el día empieza mal, pero hay que continuar cumpliendo con las obligaciones cotidianas. Mejor será que venga a la clínica conmigo, y así podré hacerle el reconocimiento diario.

Asentí y nos dirigimos a la clínica, siempre reluciente, impecablemente limpia, con sus armaritos blancos y sus mesas recubiertas de cristal. Hay algo en el ambiente de una clínica que siempre me cohíbe. El olor a desinfectante, los bisturíes resplandecientes dentro de sus vitrinas, los rollos de vendas le recuerdan a uno demasiado clara y desagradablemente el viaje final que inevitablemente habrá que hacer. Me senté en una silla dura y lustrosa, mientras Stevens paseaba nerviosamente de acá para allá, con las manos cruzadas a la espalda. Con sus rollizas mejillas rojas y sus ojos azul cielo, parecía un enorme querubín imitando insolentemente a un médico preocupado.

En forma maquinal y distraída hizo las preguntas habituales y garabateó jeroglíficos rituales sobre mi historia clínica. Luego, en lugar de despedirme, se sentó y me miró fijamente por encima de los instrumentos y de las vendas.

—¿Qué le parece todo eso? —me preguntó a bocajarro.

Para entonces estaba acostumbrado a que me trataran como en las cárceles a los presos de confianza. Por lo visto no hay nadie que inspire tanta confidencia gratuita como un alcohólico en un sanatorio para enfermos mentales.

—No tengo una opinión definida —contesté con cansancio.

—Pero ese individuo, Green —insistió el preocupado querubín—, no quiere ni considerar la posibilidad de un accidente. ¿Cree que es un asesinato?

—Mi experiencia en el teatro me ha enseñado que las personas que aparecen maniatadas en posiciones grotescas siempre han sido víctimas de un crimen abominable —le contesté, procurando, por simple espíritu de conservación, tratar el asunto con cierta frivolidad—. No parece haber motivo, pero no se necesitan motivos en un lugar como éste.

—Ése es precisamente el quid —Stevens se puso de pie, se dirigió sin objeto alguno hasta un armario y volvió a sentarse—. Escuche, Duluth. Quiero preguntarle algo en confianza. No soy un psiquiatra; soy un simple clínico, cuya misión consiste en fiscalizar sus dolores de barriga. Pero este malhadado asunto me interesa sobremanera, y quisiera saber si usted, como internado, sospecha de alguien. Por supuesto, no tengo derecho a interrogar, pero asimismo…

—Lamento no poder aportar una sola idea —agregué rápidamente—. Si se me ocurriera alguna se la diría. Por lo que conozco de mis compañeros de infortunio, son un conjunto inofensivo y, por mi parte, jamás sentiría temor de que alguno de ellos me asesinase.

Stevens levantó su estetoscopio y jugueteó nerviosamente con él.

—Me alegra oírle hablar así, Duluth. Y hay una razón especial. Tengo un pariente internado en el sanatorio. En realidad es un medio hermano mío. Se metió en un lío muy desagradable y le convencí de que hiciera un largo viaje, desde California hasta aquí, porque tengo mucha confianza en Lenz. Comprenderá mi situación. No quisiera que se quedara si existiese un peligro real. Sin embargo, no quiero sacarle de aquí si no es absolutamente indispensable. Lenz se ha portado muy bien conmigo y, en mi calidad de médico interno, soy accionista del sanatorio. Si mi hermano se fuera, daría un mal ejemplo, y en veinticuatro horas los demás también se habrían ido.

—Comprendo su punto de vista —murmuré todavía asombrado de mi capacidad para coleccionar confidencias—, pero como consejero moral soy un pobre despojo en estos momentos.

—Claro, Duluth, sí —el rostro de Stevens se iluminó con una leve sonrisa, y reasumió en seguida su solemnidad—. Si la muerte de Fogarty es atribuida a alguno de los pacientes —agregó lentamente—, creo que hay una forma perfectamente sencilla de aclarar el asunto.

—¿Qué quiere decir?

—Mediante el psicoanálisis. Lo sugerí, pero Lenz y Moreno no lo aprueban, y me costaría el empleo si me entrometiera.

Hizo una pausa y me miró. Por un instante creí que solicitaría mi colaboración en algún experimento psicológico extraoficial, pero se limitó a mover la cabeza ligeramente.

—Es una lástima que Lenz no lo apruebe.

—Pero ¿qué procedimiento adoptaría? —pregunté.

—Me valdría de un proceso elemental de asociación de ideas. El despreciado campo de la psicología me interesa bastante —Stevens dejó caer el estetoscopio algo ruidosamente—. Bastaría mencionar alguna palabra vinculada con el crimen y observar la reacción del paciente.

—¿Fogarty, por ejemplo? —pregunté con repentino interés.

—En este caso, no. Sería demasiado peligroso; aunque ahora ya se estarán preguntando los pacientes qué le habrá pasado a Fogarty, y podría hacerse mucho daño. Hay que proceder con mucha cautela.

—¿Y si probáramos con camisa de fuerza? —pregunté.

—Decididamente no —una leve sonrisa cruzó los labios de Stevens—. En un sanatorio de esta índole ese vocablo produciría una reacción violenta de parte de cualquiera. Tendría que ser alguna palabra que normalmente no tuviera ningún significado particular, algo que le hubiera llamado la atención cuando descubrió el… cuerpo. Pero no haga caso de esto, Duluth, me estoy dejando llevar de mi manía —se puso de pie con expresión algo cohibida, como si advirtiera que había sobrepasado los límites de la discreción—. Desearía que se olvidara de esto —murmuró—. Creo que tengo los nervios algo alterados. Estoy preocupado por mi medio hermano.

Al salir de la clínica y encaminarme hacia el pabellón 2 hacía conjeturas con respecto a ese medio hermano. Me preguntaba cuál de mis compañeros de internado tendría esa insospechada vinculación con el personal. De repente recordé el incidente que había provocado Fenwick la noche anterior en el salón central con su monólogo. Recordé cómo Stevens se había precipitado hacia él, llamándole:

—¡David!… ¡David!…

Adiviné que el aspirante a psicoanalista era medio hermano del espiritista.

Estaba tan absorto en mis reflexiones que al principio no advertí a la muchacha que fregaba el suelo con una bayeta delante de mí. O si la miré, la borré al instante de mi mente, y la clasifiqué entre las mujeres estrafalarias que a veces limpiaban diversas partes del edificio. Sólo cuando pisé un sector húmedo, recién fregado, la vi bien. Aquello no tenía sentido.

Era Iris Pattison; vestía delantal blanco y una toca muy mona sobre su cabello oscuro. Manipulaba su bayeta con extraordinaria concentración.

—No pise la parte limpia —me dijo. Y su expresión, al levantar la vista, era más de irritación que de tristeza.

Pero ni escuché lo que decía, porque su actitud me había interesado profundamente. Tal vez no hiciera más que empujar una bayeta de aquí para allá, pero había en ella algo que alborotaba mi instinto teatral. El movimiento de sus labios, ese frágil perfil semivuelto, la boca ligeramente abierta, todo era perfecto. Instintivamente me sentí de nuevo en un ensayo.

—¡Regio! —exclamé—. Ahora dese la vuelta y venga hacia aquí. Así… No tan rápido… Incline la cabeza más hacia la izquierda para que reciba mejor la luz de las candilejas… Así está mejor…

Ahora era ella quien me miraba fijamente, medio alarmada, medio decepcionada, como si hubiera tenido esperanzas de que no estuviera tan loco como los demás y hubiese comprendido su error. Pero estaba demasiado entusiasmado para cuidarme de eso. Le apreté un brazo y pregunté:

—Miss Pattison, ¿ha actuado alguna vez en el teatro?

—Mejor…, mejor será que se vaya. No tiene derecho a estar aquí.

—No me iré hasta que me conteste.

—¿Yo? No, nunca. Y sé que no serviría como actriz.

—Tonterías. No hace falta que sepa el oficio. Se lo puedo enseñar. Pero tiene las aptitudes innatas que se requieren, ¿comprende? —e hice un ademán vago con el brazo—. Escuche, Miss Pattison: va a salir de aquí, y me voy a ocupar de usted. En seis meses, con paciencia conseguiría todo un éxito de usted. Y…

Pero tuve que interrumpir, porque la expresión de su rostro ahora se había vuelto inequívoca.

—¡Y no estoy loco! —agregué enfurruñado—. Es que soy un empresario teatral de Broadway. Me interné aquí porque había bebido desaforadamente, pero ahora estoy mucho mejor y sé lo que digo.

Sus labios esbozaron una leve sonrisa.

—¡Menos mal! ¡Qué alivio! —dijo—. Por un momento pensé…

—Todos los empresarios teatrales estamos locos —interrumpí—. ¿Y usted? ¿Qué diablos está haciendo con esa bayeta?

—El doctor Lenz me dijo que limpiara el corredor.

En seguida, Iris reanudó vigorosamente su tarea, como si le pagaran a destajo, y dijo:

—Nunca había hecho nada útil en mi vida; pero me está gustando este trabajo.

Se me ocurrió que cien dólares por semana era mucho pagar por el privilegio de pasarles una bayeta a los corredores. Pero Lenz parecía saber algo de psiquiatría, porque Iris estaba evidentemente interesada. Le dije que lo hacía a las mil maravillas, y pareció quedar puerilmente reconocida, pues una sonrisa fugaz iluminó sus hermosas facciones, y las embelleció aún más.

—También fregué aquel corredor —dijo.

Tenía tan pocas oportunidades de verla a solas, que no podía apartarme de su lado. Deseaba decirle mil cosas, pero me pareció haber perdido el habla de repente. Lo único que pude hacer fue iniciar un torpe comentario sobre lo ocurrido la noche anterior, y agregué cuánto lamentaba que la advertencia espiritista de Fenwick la hubiera perturbado.

Me di cuenta en seguida de que fue una estupidez recordárselo. Miró para otro lado, y se puso a maniobrar en un rincón con su bayeta.

—Oh, no fue eso lo que me asustó —dijo muy suavemente.

—¿No fue eso?

—No —seguía hablando en voz baja; se volvió para mirarme de frente y advertí miedo en sus ojos—. Fue algo que oí.

Me sentí alarmado. De repente el recuerdo de la muerte de Fogarty y de los demás incidentes grotescos de los últimos días acudió en tropel a mi mente, e hicieron que hasta este delicioso interludio pareciera lúgubre.

—Era una voz —murmuró Iris—. No sé de dónde venía, pero la oí cuando los demás pasaban corriendo a mi lado. Me decía muy despacio: «Daniel Laribee mató a tu padre. Tienes que asesinarle».

Levantó la vista, y la fijó en mí con una expresión entre súplica y desafío.

—Sé que la muerte de mi padre se debió en parte a Mr. Laribee. Comprendo perfectamente todos los detalles. Pero no tengo que asesinarle, ¿verdad?

Su actitud era por demás patética. Me daba náuseas pensar que ahora también Iris se veía involucrada en este repugnante asunto. Sabía que estaba cuerda; un instinto más seguro que la razón me advertía que esto no era más que otra faceta del maligno plan que se desenvolvía dentro del sanatorio. Imploraba mi ayuda, pero me sentía completamente impotente. No obstante, traté de decirle que era un error. Que aunque hubiese oído una voz, se trataba de alguien que quería asustarla.

—Sí —dijo para mi sorpresa—. Me imaginé que era algo así. No creo en espíritus ni en nada por el estilo. Sé que estoy en un sanatorio para enfermos mentales y que trato de mejorar. Lo que pido es que me dejen tranquila. No me importaría, si tuviera la seguridad de que no tendré que hacer lo que me han dicho.

Le contesté una cantidad de tonterías que procuraban ser tranquilizadoras, pero probablemente mi sistema psiquiátrico era el menos indicado. Parecía estar absorta en sus propias reflexiones, y apenas escuchaba lo que le decía. Había reanudado su limpieza del suelo, lenta, maquinalmente. Por último, traté de tomarlo en broma.

—Cuando termine con ese corredor —le sugerí—, podría pedirle a Lenz que le asigne la limpieza de las ventanas del pabellón 2. No hace falta que las limpien, pero sería agradable volver a verla.

Mientras hablaba, oí pasos que se acercaban por el corredor, a mis espaldas. Iris levantó la vista, y retuvo inmóvil la bayeta en sus manos. Sus ojos miraban fijamente, con expresión de intensidad casi magnetizada.

—No vaya a decirle nada de esa voz —me susurró casi sin aliento—, me tendría encerrada en mi habitación y no me dejaría trabajar.

Me volví para seguir la dirección de su mirada todavía hipnotizada; la silueta que se acercaba llevaba barba y tenía algo de olímpica. Era el doctor Lenz.