9

Tuve un fuerte ataque de temblores después de mi entrevista con el doctor Lenz. Me mandaron a la cama y Miss Brush, muy pálida y solemne, me trajo el desayuno. Después de una taza de café negro me sentí mejor y en condiciones de pensar con mayor sensatez.

Pero aun así, no lograba atar cabos. Esta muerte horrible e inesperada no hacía más que aumentar lo desconcertante de aquellos raros episodios que se habían acumulado en las últimas veinticuatro horas. Durante la noche había tenido conciencia del peligro, pero parecía relacionarse con Daniel Laribee y Miss Brush. Fogarty no tenía nada que ver con esa historia. Era imposible, al parecer, encontrar la razón que pudo inducir a alguna persona a atentar contra la vida de ese empleado, cuyo peor defecto era su jactancia.

También parecía increíble que alguien hubiera podido asesinarle de esa forma tan bestial. Tendría que haber requerido una fuerza extraordinaria: la fuerza de un loco, de un maniático homicida.

¡Maniático! Recordé la expresión del rostro de Lenz cuando dijo: «Tengo la impresión de que hay alguien en el sanatorio que no debería estar aquí».

Lenz tal vez creyera que era la obra de un loco, pero mi propio instinto me decía que no. El asunto era demasiado deliberadamente loco, o bien demasiado horriblemente cuerdo.

Fue un alivio cuando vino Miss Brush y me aconsejó que me levantara.

Fui hasta la biblioteca; confiaba hallar a Geddes para calmarme con un partido de billar, pero no le encontré. La habitación estaba desierta, a excepción de Stroubel, sentado en un sillón de cuero, con una expresión inefablemente triste en el rostro.

El famoso director levantó la vista cuando entré y sonrió. Me sorprendió porque hasta ese momento nunca me había prestado atención. Me acerqué y dijo suavemente:

—Éste es un mundo trágico, Mr. Duluth. No nos damos cuenta de que, además de nosotros, hay otros que también sufren.

Iba a pedirle que me aclarara su idea cuando levantó una de sus manos tan exquisitamente modeladas.

—Anoche, acostado en la oscuridad, me sentí muy triste. Llamé al timbre para que viniera Mrs. Fogarty. Cuando llegó daba muestras de haber llorado. Nunca se me había ocurrido eso. Nunca pensé que una enfermera podía tener penas como las mías.

Instantáneamente se despertó mi propio interés. Era patético imaginarme a Mrs. Fogarty, de expresión tan adusta, llorando. También era sorprendente. No podía saber lo que le iba a pasar a su esposo. ¿Habría oído ella, como nosotros, esa extraña voz profética? Confiaba en que Stroubel me contaría algo más, pero en ese momento entró Miss Brush y dijo que me necesitaban otra vez en el despacho del doctor Lenz.

Me condujo allí personalmente. Mientras andaba ágilmente a mi lado la observé con curiosidad. Todavía conservaba su encanto, pero sospeché que su tranquilidad era tan artificial como el color de sus mejillas. Le pregunté si le había fastidiado mucho la pequeña escena provocada por Fenwick la noche anterior. Inmediatamente los labios se le plegaron en su habitual sonrisa fija.

—Son gajes del oficio, Mr. Duluth. Al principio el doctor Lenz pensó trasladarme al pabellón de mujeres. Pero acordamos que sería mejor quedarme.

No hicimos referencia alguna a Fogarty.

Me dejó en la puerta del despacho del director. El doctor Lenz estaba sentado frente a su escritorio; la barbuda cara sombría reflejaba preocupación; también se hallaban allí el doctor Moreno y el doctor Stevens. Un par de detectives se apoyaban contra las paredes, y en el asiento reservado generalmente a los pacientes que había que entrevistar estaba un individuo morrudo, a quien Lenz me presentó como el capitán Green, de la sección de Homicidios.

Parecieron hacerme muy poco caso. Lenz explicó lacónicamente que era la persona que había encontrado el cadáver, y luego continuó con el discurso que mi llegada había interrumpido.

—Como le estaba diciendo, capitán, hay una cosa que debo recalcar antes de que se haga ninguna investigación en el sanatorio. Como ciudadano tengo una obligación para con el Estado, la de ayudar a que se haga justicia. Pero como psiquiatra tengo una obligación aún mayor hacia mis clientes. Su salud mental está en mis manos. Soy responsable de ella y debo prohibir terminantemente que la policía les someta a interrogatorios.

Green gruñó.

—Cualquier shock mental de esa índole —prosiguió Lenz— podría causarles daños irreparables. Por supuesto que el doctor Moreno y otros miembros del personal harán todo lo que puedan con suma tacto, pero no puedo permitir ninguna acción más directa.

Green asintió con la cabeza, algo bruscamente, y me dirigió una mirada llena de sospecha. Imaginé que me tomaba por alguno de los sensibles pacientes.

Lenz pareció adivinar sus pensamientos; sonriendo levemente le aseguró que yo era algo diferente de los demás internados y que podía serles útil.

—Puede expresarse con entera franqueza delante de Duluth, capitán.

Por la conversación que seguidamente sostuvieron el capitán y Lenz saqué en limpio que Fogarty había muerto tres o cuatro horas antes de que le descubriera. La última vez que le vieron con vida fue cuando salió del salón central para retirarse a descansar.

Parece que tanto Mrs. Fogarty como Warren ya habían sido interrogados. No tenían nada que decir y pudieron explicar mutuamente sus idas y venidas durante la noche.

Durante ese intercambio de preguntas y respuestas el doctor Moreno se mantuvo en absoluto silencio. Por fin se inclinó hacia delante y dijo en tono acre:

—¿No sería perfectamente posible que el asunto se deba a un accidente? Al fin y al cabo no tenemos razón alguna para creer que alguien haya deseado asesinar a Fogarty. No veo por qué descartar la teoría de una broma pesada…

—Si fue una broma pesada —interrumpió Green irónicamente—, hay alguien por aquí que tiene un sentido del humor bastante complicado. Si fue un accidente, ha sido sumamente raro, y si fue un homicidio premeditado, es uno de los más ingeniosos con que he tropezado. El doctor Stevens dice que es imposible establecer en qué momento le pusieron la camisa de fuerza a la víctima. Pudo hacerse anoche a cualquier hora, y el culpable podría tener cien coartadas.

—No sólo es ingenioso —interrumpió tranquilamente el doctor Stevens—. Si fue un crimen, fue de lo más brutal que uno puede imaginarse —su cara de querubín estaba muy pálida y surcada de arrugas de preocupación—. El forense y yo creemos que Fogarty probablemente estuvo consciente hasta el final. Debe de haber estado muriéndose, en lenta agonía, quizá durante seis o siete horas. La mordaza le impedía pedir socorro, y cada movimiento que hacía para intentar soltarse sólo servía para aumentarle la presión alrededor de la garganta. Fue el nudo de la toalla, que se iba apretando cada vez más a medida que se contraían los músculos de las piernas, lo que al final le estranguló —se miró las manos—. Sólo me queda esperar, igual que el doctor Moreno, que la muerte resulte ser la consecuencia de un desgraciado accidente. Se han dado casos de personas que se han atado a sí mismas.

—¿Ah, sí? —interrumpió Green con impaciencia—. ¿Y se han puesto camisas de fuerza y luego se han atado una cuerda desde el pescuezo hasta los tobillos? Habría que ser un superacróbata para realizar semejante proeza. ¡No, señor! O estamos frente a un asesinato o necesito someterme a una cura en este sanatorio.

Se volvió bruscamente hacia mí y me pidió que relatara las diferentes fases de mi descubrimiento en la sala de fisioterapia. Mientras hablaba me miraba fijamente y con recelo, como si esperara que de un momento a otro empezara a lanzar chillidos inarticulados como un mono o trepara por las cortinas. Cuando terminé dijo:

—¿Qué opinaban los internados de Fogarty? ¿Le apreciaban?

Le dije que el ex campeón se había llevado bien con nosotros, y que tenía fama de tener éxito en particular con el bello sexo. Insistió en que le diera más detalles, y mencioné sus deseos de ingresar en alguna compañía circense, así como también el orgullo que ponía en su fuerza física.

—Ése es precisamente el quid —gritó Green con exasperación—. A pesar de ser un hombre forzudo, a quien sólo seis o siete personas hubieran podido poner una camisa de fuerza, sin embargo tanto el forense como el doctor Stevens dicen que no hay rastros de violencia. La sangre ha sido analizada en sus propios laboratorios, y no hay vestigios de anestésico. No sé cómo lo pudieron hacer, salvo que… —se interrumpió y miró a Lenz—. Esto me parece cosa de locos —continuó—. ¿No sería posible que tuvieran en el sanatorio a algún individuo más peligroso de lo que imaginan, un maniático declarado? Se dice que tienen una fuerza increíble, y tal vez deriven de ella un placer sádico viendo sufrir a un hombre.

Observaba a Lenz con interés, porque esta teoría parecía armonizar perfectamente con sus observaciones sobre una influencia subversiva. Me sorprendió ver que apareció una expresión dura en sus ojos. El sadismo, explicó fríamente, era una manifestación corriente de la mayor parte de los individuos normales; pero un asesinato inmotivado exigiría un estado avanzado de demencia que era muy improbable encontrar en su sanatorio. Estaba dispuesto a que un psiquiatra de la policía examinara a los internados, aunque no lo juzgaba necesario.

—Porque —concluyó fríamente— ningún maniático homicida podría haber cometido un crimen tan premeditado. Cuando un maniático mata, lo hace bajo el influjo de una emoción violenta. Nunca tendría la paciencia de ponerle a un hombre una camisa de fuerza y maniatarle de forma tan complicada, aunque contara con la fuerza necesaria y la oportunidad.

Green no parecía esta vez muy convencido.

—Aun así, ¿podría haberse metido alguno de sus pacientes durante la noche en la sala de fisioterapia sin que le vieran?

—Supongo que sí —Lenz se acariciaba la barba de arriba abajo—. No soy partidario de exigir excesivas restricciones. Con el tipo de paciente en que me he especializado es primordial la creación de un ambiente de normalidad. Salvo que provoquen algún desorden, los internados disfrutan de considerable libertad.

—¿De modo que podría haberse apoderado de alguna de esas camisas de fuerza? —preguntó Green rápidamente.

—No —repuso el doctor Moreno—. Sólo tenemos dos en el sanatorio. Tanto el doctor Lenz como yo las consideramos anticuadas y peligrosas. No somos partidarios de la coerción por la fuerza. Las camisas que tenemos se reservan para graves emergencias solamente, y las tenemos bajo llave en un armario de la sala de fisioterapia. Sólo Fogarty y Warren tenían llave. Dudo que alguna otra persona del sanatorio supiera que existían.

De repente me vino a la memoria la conversación que había tenido la noche anterior con el lúgubre Warren.

—No creo que esto pueda tener mayor valor —sugerí—, pero Fogarty y Warren habían estado hablando de luchar. Tal vez utilizaron la camisa para medir sus fuerzas y, como opina el doctor Moreno, se produjo un accidente.

Pasó una mirada rápida entre Lenz y Moreno.

—Sí —dijo Stevens rápidamente—, una explicación de esa índole sería más satisfactoria.

Green gruñó sin tomar partido. Me hizo algunas preguntas más, y luego dijo:

—Existe otra posibilidad. Mr. Duluth dijo antes que Fogarty gozaba de simpatías entre el bello sexo. Por lo visto era imposible que un hombre le maniatara contra su voluntad, pero una mujer podría haberle convencido de que se pusiera la camisa de fuerza. Dicen que estaba orgulloso de su musculatura. Sería fácil conseguir que hiciera una demostración. Y con la camisa puesta hasta una mujer podría completar el resto.

Inmediatamente recordé la breve lección de lucha que Fogarty había dado a Miss Brush la víspera; lección que terminó tan sensacionalmente con la intromisión del joven Bill Trent. Noté que también el doctor Moreno la recordaba, porque sus mejillas trigueñas acusaron un leve rubor. Antes de que yo decidiera si debía mencionarlo o no, Moreno dijo:

—Mr. Duluth está todavía bajo la impresión que le produjo su descubrimiento, y no le conviene sobreexcitarse. Salvo que el capitán necesite formularle más preguntas, es mejor que se retire.

Green se encogió de hombros y el doctor Lenz aprobó con una inclinación de cabeza. Mientras el doctor Moreno cruzaba la habitación hasta donde yo estaba me admiré ante la impaciencia con que deseaba que me retirara. Y eso no era lo único que me intrigaba. Lenz estaba tan enterado como yo de los hechos raros acaecidos en el sanatorio. Fue el primero en hacérmelos notar y, sin embargo, no parecían haber hecho tentativa alguna de contárselo a Green.

Moreno me condujo hasta la puerta e hizo una pausa en el umbral.

—Naturalmente —me dijo secamente—, no informará a ninguno de los otros internados sobre esto, Mr. Duluth. Y no debe reflexionar mucho al respecto. Recuerde que todavía no es un hombre normal.