Como era sábado, sabía que esa noche tendría lugar en el salón central la reunión social de todas las semanas, con bridge y baile; pero después del incidente de la noche anterior no esperaba que me dejaran acudir. Quedé sorprendido cuando el doctor Moreno dio su aprobación; sorprendido y encantado, porque así tendría alguna probabilidad de ver nuevamente a Iris Pattison.
Iris me produjo une efecto saludable. Aquella tarde olvidé sentirme víctima a la hora del cocktail y, a pesar del principio de temblequeo que tuve en la sala de fisioterapia, me sentía bastante bien.
Me acometió un alborozo casi infantil cuando Fogarty trajo mi ropa de etiqueta, que había hecho aparecer de no sé qué lugar misterioso. Tuvo que ayudarme a hacer el lazo de la corbata, pero por lo demás me arreglé solo. Una mirada furtiva al espejo resultó reconfortante. Tenía un aspecto casi humano con mi color de sol artificial y ojos que ya no eran amarillentos ni inyectados en sangre.
Después de cenar apareció Miss Brush, radiante con su vaporoso vestido blanco, cuyo cuerpo rojo agregaba un toque diabólico y provocativo al rubio angelical de sus cabellos. El personal siempre se vestía de fiestas para estas ocasiones. Todos los detalles eran cuidados de manera que ninguno de nosotros recordara que estaba en el distinguido equivalente de un manicomio.
Aparentemente el reglamento, según el cual se premiaba la buena conducta, había sido modificado, porque todo nuestro grupo estaba vestido para el baile, hasta Billy Trent. Miss Brush nos reunió con tranquila determinación y nos condujo hasta el salón central. Iba en compañía de Geddes y del joven Billy. El inglés estaba aburrido y algo deprimido, pero Billy parecía haber olvidado su personificación de Tarzán y hervía de entusiasmo. Me dijo que iba a bailar con Miss Brush. Ésa era su concepción del paraíso.
Las mujeres ya estaban allí cuando llegamos al salón. El centro estaba despejado para bailar, y a los lados había mesas de bridge y divanes. La radio dejaba escuchar suave música bailable. Inmediatamente busqué a Iris Pattison, pero no pude verla por ninguna parte.
Los demás estaban allí: enfermeras, médicos, ayudantes, internados. El doctor Stevens, alegre y con aire de querubín, charlaba en voz muy alta y con una hermosa pelirroja, probablemente alienada. El doctor Moreno desempeñaba el papel del psiquiatra distinguido en medio de un grupo de médicos externos. Una señora canosa con aire de duquesa se inclinaba saludando muy solemnemente a imaginarios conocidos. El salón estaba repleto de pecheras blancas almidonadas y de vestidos largos y escotados. Era completamente imposible distinguir a los internados de los miembros del personal. En conjunto aquello era exactamente igual a una noche de estreno en Broadway.
Miss Brush nos llevaba maternalmente y nos presentaba a las damas, como lo hubiera hecho una anfitriona de la aristocrática Park Avenue, cuando por fin vi a Iris. Estaba sentada sola en un rincón; llevaba un largo vestido de color púrpura. Olvidándome del protocolo me aferré al brazo de Miss Brush y le rogué en voz alta que me presentara. Me dedicó una de sus sonrisas comprensivas y accedió, llevándome hasta ella.
—Miss Pattison, Mr. Duluth.
La muchacha levantó los ojos, y nos miró con indiferencia. El tono de púrpura de su vestido era suave, sutil, como un iris, como su nombre. Apenas se encontró con mi mirada bajo la suya. Me senté lleno de esperanza a su lado.
En ese momento empezaron a bailar. Vi que Billy Trent se acercaba rápidamente a Miss Brush con una sonrisa expectante. Ella le sonrió a su vez, pero en el preciso instante en que llegaba a su lado, se volvió a y comenzó a bailar con el viejo Laribee. Vi la expresión de aguda decepción en el rostro del muchacho, y por unos minutos mi concepto de Elizabeth Brush se vino abajo como los imaginarios títulos de Laribee.
Traté de hablar con Iris. Abordé todos los temas que pude imaginar, pero siempre infructuosamente. A veces contestaba con una voz apagada, inexpresiva, sin animación alguna. Era como hablar a una mujer muerta. Y sin embargo era tan joven… Se intuía en ella una enorme vitalidad en potencia.
La invité a bailar, aceptó y dijo: «Muchas gracias», como una niña.
Bailaba a la perfección, pero había un extraño desasimiento en sus movimientos, como si lo hiciera hipnotizada.
—Es muy amable conmigo —me dijo una vez bajito, humildemente.
No pude contestarle; las palabras no me salían.
Mientras tanto la reunión estaba en su apogeo y continuaba desarrollándose con imperturbable respetabilidad. Quien más cerca estuvo de dejar los convencionalismos a un lado fue, paradójicamente, el doctor Moreno. Estaba de pie, en un rincón, hablando con Fogarty y Geddes, pero no quitaba los ojos de encima a Laribee y a Miss Brush. En un momento en que la cabeza de Miss Brush estaba demasiado cerca del hombro del millonario, fue hacia ellos entre los bailarines y, tocándole el hombro a él, los separó, y continuó el baile reemplazando a Laribee. Esta sustitución se hizo con exquisita cortesía, pero había un irrefrenable fulgor en los ojos del médico.
La música se interrumpió. Mientras acompañaba a Iris a un diván, Mrs. Fogarty, con su frufú, se deslizó hacia nosotros. La enfermera nocturna había hecho un esfuerzo heroico por vestirse de fiesta, pero su vestido presentaba extrañas deformaciones, como si debajo continuara llevando el uniforme. Traía consigo un leve vaho de antiséptico y, además, remolcaba a una mujer de pelo gris que tenía una de esas caras aristocráticas, alargadas, que sugieren antiguas mansiones de piedra en los barrios distinguidos.
Mrs. Fogarty dispuso sus facciones de modo que transmitieran el siguiente mensaje mudo: «Creo que tienen mucho en común», y finalmente de mala gana se dignó hablar:
—Mr. Duluth, permítame que le presente a Miss Powell. Ha visto varias de sus comedias en Boston y desea hablar con usted.
Yo no quería. Sólo deseaba estar con Iris. Pero Miss Powell se sentó resueltamente en el borde del diván y empezó a hablar con suma condescendencia y verborrea sobre la cultura y el teatro. Supuse que era alguna psiquiatra de visita que sabía cómo complacernos, a nosotros, pobres internados. Respondí en la forma debida, mis contestaciones fueron ingeniosas y brillantes, pero seguí mirando a Iris casi todo el tiempo.
La estaba mirando cuando se acercó el viejo Laribee. Le daba la espalda y no le podía ver, pero su presencia se reflejó claramente en la cara de Iris. Sus pálidas mejillas se encendieron con una repentina y expresiva aversión; se puso de pie y, después de muy breve pausa, se alejó rápidamente.
Quise seguirla para asegurarle que le pegaría un puñetazo en la mandíbula al viejo Laribee, o haría cualquier otra cosa que pudiera agradarle. Pero Miss Powell fue más rápida que yo. Antes de que tuviera tiempo de moverme apoyó sobre mi brazo una mano fuerte, casi masculina, y me volvió a sumergir en el torrente de su discurso.
Laribee se quedó cerca de nosotros, y por fin conseguí transferírsela a él. Era más ignorante e indiferente con respecto a la cultura que yo, pero eso no parecía importar a Miss Powell. Lo que necesitaba era un auditorio. Iba a alejarme solapadamente cuando noté algo raro. Los ojos inquietos de Miss Powell nunca se encontraban con los del financiero. Estaban fijos con extraña intensidad sobre la cadena del reloj de platino que le cruzaba el amplio chaleco.
—Los pequeños grupos culturales, Mr. Laribee…
Y seguía hablando interminablemente con su voz grave. Entretanto, con infinita precaución, su mano derecha empezó a moverse hacia delante.
—Como podría haber dicho nuestro querido Emerson…
Me quedé mirando presa del más extraordinario asombro. Sus dedos casi tocaban la cadena ahora. Luego, sin la menor merma en su dignidad ni interrupción alguna en su monólogo, Miss Powell sacó el reloj suavemente del bolsillo y comenzó a deslizarlo con delicadeza femenina debajo de uno de los almohadones del diván.
Laribee no había notado nada. Lo había hecho en una fracción de segundo con suprema elegancia. Fue una magistral demostración del arte de los carteristas, digna del mejor de ellos. Miss Powell había subido muchos peldaños en mi estimación.
—Es un esfuerzo sumamente loable, Mr. Laribee. Estoy seguro que le interesaría.
Evidentemente a Laribee no le interesaban los esfuerzos loables. Parecía querer seguir a Miss Brush a la pista de baile. Y la única forma de hacerlo era invitándola a Miss Powell a bailar. Ella aceptó con sorprendente rapidez y buena voluntad, y se pusieron a bailar como cualquier vulgar matrimonio mal avenido. Pero en los ojos de la solterona de Boston seguía fulgurando una ansia de rapiña. Me pregunté si proyectaría atentar contra los botoncitos de brillantes que adornaban la camisa de su compañero.
Después que se fueron, metí la mano debajo del almohadón. Allí estaba el reloj, pero no estaba solo. Era un pequeño nido de tesoros. Encontré un rollo de vendas, unas tijeras, un frasco medio lleno de yodo y un termómetro clínico. Miss Powell, como una ardilla preocupada por su salud, había estado acumulando provisiones médicas para el invierno.
Me metí el reloj en el bolsillo con la intención de devolvérselo a Laribee, pero no sabía qué hacer con las demás cosas. Miré a mi alrededor y Mrs. Fogarty acudió a mi muda llamada.
—Fíjese en esto —le dije cuando estuvo a mi lado.
La enfermera nocturna dio unos tirones a las mangas de su vestido de fiesta, como si fuera su uniforme.
—Pobre Miss Powell —dijo agitadamente—. Había mejorado tanto, y ahora ha vuelto a robar cosas. Y con el cerebro privilegiado que tiene.
—No estoy tan seguro en cuanto al cerebro —repuse—, pero esos dedos valen millones. Es cleptomanía, me imagino.
Mrs. Fogarty asintió silenciosa y distraídamente. Este pequeño incidente parecía preocuparle más de lo que hubiera imaginado. Juntó el botín y se lo llevó al doctor Stevens que estaba cerca. Oí que le decía:
—Aquí están algunas de las cosas que faltaban del consultorio, doctor. Ya no faltan más que dos rollos de vendas y el cronógrafo.
El rostro de querubín de Stevens se había puesto grave. Murmurando algo con respecto a que era un médico y no un policía, salió rápidamente de la habitación.
Pocos minutos después Laribee volvió solo de la pista de baile. Le felicité por haberse librado de Miss Powell, pero parecía inquieto y nervioso. Al sentarse a mi lado observé que estaba extraordinariamente pálido. Repentinamente, y al parecer con esfuerzo, me dijo con voz baja:
—Mr. Duluth, si le hago una pregunta no creerá que estoy loco, ¿verdad?
Por convenio tácito los internados admitíamos la cordura de nuestros compañeros. Pregunté cortésmente qué me quería decir y, creyendo que se refería a su reloj, iba a mostrárselo cuando agregó:
—¿Oye un tictac suave y veloz como un…?
Se interrumpió, pero sabía que quería decir un telégrafo bursátil y no se animaba a decir las palabras. Por un instante pensé que era una de sus alucinaciones, pero en seguida me di cuenta de que no era nada por el estilo. Yo también percibía claramente un tictac rápido, mucho más veloz que el de un reloj. Parecía venir de las inmediaciones del bolsillo izquierdo de su chaqueta.
—Sí, puedo oírlo —repuse, y me sentí casi tan asombrado como parecía estarlo él—. Busqué en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.
Aturdido y con dedos temblorosos, el viejo Laribee introdujo la mano en su bolsillo. Al sacarla, aferraba un objeto redondo de metal, que reconocí inmediatamente como uno de esos dispositivos que utilizaba Stevens para tomar el pulso, la tensión arterial y no sé cuentas cosas más. Era evidentemente el cronógrafo que Mrs. Fogarty echaba de menos. Andaba muy rápido y, no sé por qué, el sonido me evocó los días de pánico de 1929.
—Un cronógrafo —murmuraba Laribee en voz baja para sí mismo—. No es más que un cronógrafo. —Luego se volvió hacia mí, y me preguntó bruscamente—: ¿Pero cómo diablos llegó hasta aquí?
—Quizá alguien se lo cambió por esto —le dije, y le devolví su reloj.
Se quedó mirándome asombrado, y luego lo tomó con una sonrisa compasiva. Por lo visto creía que era yo, más que él, quien estaba del otro lado de la frontera psíquica. Mientras acariciaba el frío platino del reloj vi que pasaba por su rostro una expresión casi de beatitud.
—De modo que ya ve —monologó—; tratan de asustarme. Eso es todo lo que hay. No estoy loco, claro que no estoy loco. —Y asintiendo reflexivamente con la cabeza, agregó—: Tengo que ir a contárselo a Miss Brush.
Se levantó a avanzó pesadamente entre los bailarines.
Después que se fue, tuve una extraña sensación de amenazante peligro. Miss Powell me había parecido simplemente divertida. Pero ahora hasta ella parecía complicada en el desarrollo del extraño drama que tan tortuosamente se representaba en el sanatorio del doctor Lenz.
La solterona de Boston había robado el cronógrafo. De eso estaba casi seguro. ¿Pero era ella quien se lo había deslizado en el bolsillo mientras bailaban juntos? ¿Lo habría usado para producir el tictac que había oído en la habitación del financiero la noche antes? Y si así fuera, ¿por arte de qué embrujo había conseguido meterse en el pabellón de los hombres? Conocía los cronógrafos bastante bien para saber que no podían andar muchas horas seguidas. Alguien tenía que haberle dado cuerda otra vez. ¿Pero quién? ¿Miss Powell? ¿Alguna otra persona que tenía sus motivos para querer asustar a Laribee? ¿O sería el millonario mismo, desarrollando algún intrincado plan de su propia invención?
Luego se me ocurrió otra idea algo más siniestra en sus proyecciones. La cordura de Laribee, o mejor dicho su locura, representaba mucho dinero para el sanatorio. ¿Sería posible que…?
Hubiera pagado cualquier cosa por una botella de whisky que me ayudara a descifrar el enigma. Pero como no existía la más remota posibilidad de conseguirla, salí a tomar aire fresco. El suntuoso salón de baile con sus vestidos costosos, sus psiquiatras de lujo y sus marionetas danzantes, me estaba atacando los nervios.
Había confiado encontrar a mi amigo Fogarty en el vestíbulo de entrada, pero sólo hallé a Warren. Le pedí un cigarrillo y empezamos a hablar. A pesar de sus eficaces llaves de cabeza, nuestro enfermero nocturno era un hombre pesimista y descontento. Siempre tenía un motivo de queja, y esta vez, como de costumbre, era su cuñado. Con franqueza poco común en él, hizo algunas insinuaciones con respecto a los defectos de Fogarty como marido, y compadeció a su hermana por haberse casado con un simulador como él. En un plazo sorprendentemente breve consiguió explicar cómo hasta un muchacho como Billy Trent había echado por tierra la fama de luchador de Fogarty. Además, su cuñado no era campeón en Norteamérica, sino en Inglaterra, y era sabido que en lucha cualquiera podía ganarle a un inglés.
—Tiene miedo de enredarse a golpes conmigo —dijo en tono amenazador—. Bien sabe que me lo comería crudo. Un día de estos va a ocurrir, y ya verá usted.
Esto dio pie a otra serie de pensamientos lúgubres. Parece que en el pasado, Warren también aspiró a convertirse en un luchador profesional. Él y su hermana tenían algo de dinero, pero, encandilados por el mercado de títulos, lo habían perdido todo.
—Si hubiese tenido ese dinero —explicó con extraordinaria amargura—, podría haber sido campeón a estas horas. En cambio estoy aquí, cuidando a tipos como Laribee, un pájaro igual al que me arruinó.
Muchas veces vagamente me había preguntado qué les ocurría a los luchadores fracasados como Warren, a los campeones envejecidos como Fogarty y a los especuladores en decadencia como Laribee. Al separarme del enfermero nocturno para dirigirme hacia los discutibles encantos del salón, creía haber encontrado la respuesta. En un papel u otro, inevitablemente terminan en un lugar como el sanatorio del doctor Lenz.
Cuando volví a entrar en el salón se había interrumpido el baile y estaban congregados en el extremo opuesto de la habitación. Al principio no pude ver quien era el centro de atracción, pero luego vi que se trataba del doctor Lenz en persona.
Con su barba negra y reluciente, que contrastaba con la blanca pechera de su camisa, me pareció un hombre mucho más joven y tolerante. Al unirse al grupo pude sentir su personalidad como si hubiera entrado en su campo magnético. Andaba de aquí para allá, y dedicaba a cada uno un instante de atención y unas palabras de infinita sabiduría. Era un hombre extraordinario. Me pregunté si tendría conciencia de las descargas eléctricas que irradiaba.
Tenía la vaga intención de informarle sobre el incidente del cronógrafo, pero lo olvidé cuando vi a Iris. Estaba otra vez sentada sola en un rincón. Fui rápidamente hacia ella e insensatamente le pregunté si se había divertido aquella noche.
—Sí —repuso maquinalmente, como si yo fuese un anfitrión aburrido, a quien había que dar las gracias—. Me he divertido muchísimo.
No parecía que valiera la pena proseguir la conversación. Me limité a quedarme sentado a su lado, mirando esa cara de flor exótica y los hombros que emergían como pétalos blancos de la vaina de su vestido color de lis.
De pronto sentí un deseo vehemente de verla en un escenario. Había algo en esa muchacha que sólo se encuentra una vez en la vida, una suave curva del cuello, una indefinible armonía en los ademanes y que los hombres de teatro, desde Broadway hasta Bagdad, andan buscando. Mi antiguo entusiasmado empezó a hormiguearme en la sangre. Era necesario que saliera de allí, que me llevara a esa muchacha y la enseñara. Con una preparación adecuada podría llegar a cualquier parte. Mi cerebro se había adelantado cinco años. Era el sentimiento más saludable que había experimentado en varios años.
Desordenadamente me seguían brotando nuevas ideas en el cerebro, cuando me volví a mirar a los otros. Allí estaban todos, internados y miembros del personal, agrupados alrededor del doctor Lenz y de las mesas de bridge.
Mientras miraba, un hombre se separó del grupo. Al principio no le hice mucho caso. Luego me di cuenta de que era David Fenwick, nuestro espiritista. Con el blanco y negro de su ropa de etiqueta parecía más ultraterreno que nunca. Y había una férrea determinación en la forma en que se dirigía al centro de la abandonada pista de baile.
Nadie parecía hacerle caso, pero mis ojos estaban fijos en él cuando de pronto se dio la vuelta y se enfrentó a los demás. Levantó una mano para imponer silencio, y aun a esa distancia podía advertir un brillo desusado en sus grandes ojos. Cuando habló, su voz era sumamente penetrante.
—Por fin han logrado transmitir —anunció en un canturreo monótono—. Por fin he podido captar su mensaje. Es una advertencia para nosotros, pero está especialmente dirigida a David Laribee.
Giraron hacia él y se quedaron mirándole, inmóviles, como fascinados. Yo también le miraba, pero con el rabillo del ojo logré vislumbrar a Miss Brush que se adelantaba rápidamente.
Estaba a un par de metros de Fenwick cuando él habló otra vez. Me imagino que hubo algo en su actitud que le obligó a detenerse. Porque ella permanecía enteramente inmóvil mientras él dijo:
—Ésta es la advertencia que los espíritus me enviaron; Desconfíen de Elizabeth Brush. Tengan cuidado con Elizabeth Brush. Es un peligro para nosotros, pero especialmente para Daniel Laribee. Es un peligro. Habrá un asesinato…
El silencio era tenso. Durante un segundo los dos se quedaron allí como actores sobre un escenario, Fenwick como hipnotizado, Miss Brush muy tiesa y pálida. De pronto una voz exclamó:
—¡David! ¡David!
Con gran sorpresa vi que quien había hablado era el doctor Stevens, que ahora se adelantaba precipitadamente. Su cara redonda se le había puesto ovalada de preocupación. Rodeó casi cariñosamente con su brazo los hombros de Fenwick y le susurró algo al oído.
Se le llevó fuera de la habitación, entonces el hechizo se rompió y la sala fue tumulto y confusión. Miss Brush desapareció entre el público agitado y arremolinado. Tuve visiones fugitivas de Moreno, Lenz Mrs. Fogarty y Warren, que se movían agitadamente y trataban de restablecer el barniz de sociabilidad que el anuncio alarmante de Fenwick había disipado tan drásticamente.
Por primera vez comprendí hasta qué punto era artificiosa y superficial esta ficción de que éramos hombres y mujeres normales reunidos para disfrutar de una velada social. Como símbolo del conjunto, recuerdo que me fijé en Franz Stroubel, ese hombre menudo y distinguido, de manos hermosas, de pie en un rincón, que miraba serenamente la turbulenta asamblea y se enfrentaba a ella. Movía sus brazos rítmicamente, dirigiendo con una batuta invisible y entretejiendo en ese caos un estribillo melódico.
Muchos pasaban precipitadamente junto a mí, pero no les presté atención para dirigirme a Iris. No se había movido de mi lado, pero se cubría la encantadora cara con las manos.
—¡Asesinato! —oí que murmuraba—. ¡Asesinato! Es… Es horrible.
Al principio me di cuenta que estaba llorando, me sentí impotente y desolado. Pero de pronto me alegré. Estaba asustada, preocupada, pero al menos sentía alguna emoción.
Supongo que mis nervios también recibieron una fuerte sacudida. Antes de saber lo que hacía, le tomé la mano y le susurraba aceleradamente:
—No ha pasado nada, Iris. No llore. Todo está bien.