Se continuó con la rutina habitual del día. La disciplina era estricta en el sanatorio del doctor Lenz, pero nunca parecía una imposición. Por preconcebido que fuera el plan del día, se permitía desarrollarlo con aparente espontaneidad. Traían vagas reminiscencias de las diversiones organizadas a que se someten los pasajeros a bordo de un barco.
A las diez tenía que visitar la clínica donde el doctor Stevens, rosado y sonriente como un querubín gordinflón, me aporreaba y estrujaba, me examinaba la lengua y los ojos, manteniendo simultáneamente una charla incesante sobre el tiempo, la decadencia del teatro norteamericano, u otros temas no susceptibles de ser discutidos. Me dijo que ese día íbamos a tener más nieve, y que ya no había albúmina en mi orina. Me preguntó qué pensaba de Katharine Cornell y continuó con indagaciones más íntimas y personales a las que pude dar contestaciones satisfactorias. Finalmente me dijo que si satisfacía a los psiquiatras como a él, nada me impediría salir curado y volver a organizar representaciones en Broadway dentro de muy pocas semanas.
Después de eso, el doctor Moreno me sometió a la diaria revisión mental. Hacía poco que el doctor Lenz le había importado, junto con el doctor Stevens, de la Facultad de Medicina más moderna de California. Miss Brush me aseguró que era un psiquiatra de primer orden, y yo tenía la misma impresión. Aunque en general no me gusta el tipo brillante de médico joven, le admiraba bastante. Empleaba un duro realismo que resultaba muy valioso para infundir confianza en la gente histérica. Pero esa mañana en particular estaba distinto. No podía establecer bien que era lo que iba mal, pero me di cuenta que estaba impaciente e irascible.
Cuando terminó conmigo, Miss Brush nos reunió para que diésemos nuestro acostumbrado paseo matinal. Era una mañana fría de invierno, y el suelo estaba cubierto con una espesa capa de nieve, de modo que nos abrigó con solicitud maternal. Observé que Miss Brush envolvió a Laribee en su bufanda y le puso los zapatos de goma. Le obsequió con una de sus habituales sonrisas rápidas, íntimas, y vi que provocaba una mirada de envidia en los ojos de Bill Trent, adorador de Miss Brush. Aunque en realidad la adorábamos todos. Creo que era parte de nuestro tratamiento.
Por fin salimos. Éramos diez o doce hombres grandes que íbamos de dos en dos, imitando vagamente a los escolares. Ostensiblemente nos cuidaba Miss Brush, pero mi amigo el luchador, Jo Fogarty, andaba con aire distraído a poca distancia de nosotros, como si casualmente fuera en la misma dirección.
Me sorprendió y alegró ver que Geddes venía con nosotros. No hizo la menor referencia a su ataque. A lo mejor ni sabía que lo había tenido. Andábamos a la par, sintiéndonos muy amigos.
Nos portamos muy bien hasta haber dejado el sanatorio bastante atrás y comenzado a andar por el campo, dentro de las ciento y pico de hectáreas que pertenecían al sanatorio.
El viejo Laribee estaba muy tranquilo; con una bufanda azul alrededor de su cuello hinchado y rojizo, avanzaba a grandes pasos. De repente se paró en la nieve, y volvió a tener esa mirada que le había advertido la noche anterior.
Los demás también nos detuvimos, y le miramos con curiosidad. Le había tomado el brazo a Miss Brush y le decía con voz ronca:
—Tenemos que volver.
Le rodeamos todos, excepto Billy Trent, que estaba tirando bolas de nieve con gran energía. Jo Fogarty se acercó y se paró a muy corta distancia de Miss Brush.
—Tenemos que volver, Miss Brush —seguía diciendo Laribee, mientras le temblaba el labio inferior—. Acabo de recibir una advertencia. Las metalúrgicas van a bajar diez puntos hoy. Si no consigo hablar por teléfono con mi agente de Bolsa y no le ordeno vender, estaré arruinado…, arruinado.
Miss Brush trató de calmarle, pero de nada sirvió. Estaba seguro que había oído a su agente, decía que su voz le había hablado al oído. Suplicaba y persistía en su petición con una obstinación desesperada, como para convencerse más a sí mismo que a ella de que estaba cuerdo.
Miss Brush demostró cierto vivo y enérgico interés, pero dijo que no podía tolerar que interrumpieran el paseo, aunque se vinieran abajo todos los negocios de Wall Street. Me pareció que era demasiado severa con él. Pero a él más bien le gustaba. La expresión tensa y asustada desapareció de su rostro, y la reemplazó con una especie de esperanza astuta.
—Miss Brush…, Elizabeth, tiene que comprender —y volvió a apretarle el brazo con la mano—. No es sólo por mí, es por nosotros. Quiero que tenga cuanto se puede comprar con dinero, lo que ha tenido mi hija y más…
Siguió hablándole rápidamente, pero en voz tan baja que no pude oír lo que decía. Billy Trent había dejado de tirar bolas de nieve y los ojos le brillaban como brasas. Ninguno de los demás parecía demostrar mayor interés.
Elizabeth Brush sonreía de nuevo, y su sonrisa parecía más amable de lo que su profesión exigía.
—Claro que todo va a salir bien, Dan. Mejore de una vez y más adelante nos ocuparemos de las acciones.
Laribee rebosaba optimismo. Hasta tarareó una tonada mientras reanudábamos el paseo. Parecía haber olvidado la advertencia y la voz de su agente que le hablaba al oído. Pero yo la recordaba.
Claro que entonces no tenía la menor idea de las cosas fantásticas y horribles que iban a ocurrir muy pronto en el sanatorio del doctor Lenz. No me era posible adivinar hasta qué punto eran significativos estos pequeños incidentes al parecer intrascendentes. Pero tuve, eso sí, la clara impresión de que algo andaba fundamentalmente mal. Aun entonces comprendí que detrás de esta locura había un propósito deliberado. Pero de quién, y hasta qué punto era siniestro su móvil, en aquella fecha, era un problema por demás complicado para mi cerebro de postalcoholizado.
Empecé a hablar con Miss Brush para animarme. Aquella muchacha sabía tratar a la gente. Con algunas palabras y un par de sus famosas sonrisas hizo que me sintiera un gran hombre. Me sentía como si el sanatorio con su inmenso parque me perteneciera.
Este acceso de exuberancia me puso a la cabeza de los demás. Doblé un recodo al pasar un montículo, y casi tropecé con algunas de las internadas, que también habían salido a dar su paseo.
En general no teníamos contacto alguno con el otro sexo, excepto la hora de reunión social después de cenar, cuando los que habíamos observado mejor conducta teníamos permiso para quedarnos en el salón central para hablar o jugar al bridge y, los sábados por la noche, bailar. Hasta ese momento no me había portado lo suficientemente bien para merecer una invitación, de modo que era la primera vez que veía a las mujeres. Tuve que agradecérselo a la nieve, que nos obligaba a andar por los senderos trazados.
La mayoría llevaban ropa muy elegante, pero no la usaban con entera corrección. Se habían puesto los abrigos y sombreros de cualquier modo. Parecían parroquianas distinguidas que salieran de un dancing nocturno en las primeras horas de la mañana.
Se habían acercado los restantes hombres, y Miss Brush acicateó nuestro instinto caballeresco dándonos el ejemplo de salir del sendero para que pudieran pasar las damas.
Pasaron de largo sin novedad, hasta que la última se detuvo repentinamente. Era joven, vestía un lujoso abrigo de visón y llevaba unos de esos gorros cilíndricos, de estilo ruso, sobre el cabello negro.
Tal vez porque había estado alejado de las mujeres durante mucho tiempo, me pareció la muchacha más hermosa que había visto en mi vida. Tenía la cara pálida y exótica, como esas flores blancas y raras que se cultivan en los invernáculos. Tenía los ojos grandes e increíblemente tristes. Nunca había visto tristeza tan trágica y tan desprovista de esperanza.
Su mirada se había clavado en uno de los hombres de nuestro grupo. Nadie se movió. Parecía habérsenos contagiado la fascinación que la tenía retenida, como hechizada.
Estaba a pocos centímetros de ella. Lentamente extendió una pequeña mano enguantada y me tocó la manga. No me miró. Creo que ni siquiera había reparado en mi existencia. Pero dijo en una voz baja y sin entonación:
—¿Ve a ese hombre? Mató a mi padre.
Instantáneamente intervino la equivalente de Miss Brush entre las mujeres, y se alejó. Se produjo una confusa algarabía tanto entre las mujeres como entre los hombres, pero no llegó a tener trascendencia.
Miré por última vez a esa muchacha con cara de flor exótica y atormentados ojos tristes. Luego me di la vuelta para ver a quién miraba, y en seguida me di cuenta. No había posibilidad de duda. El hombre que había matado a su padre estaba parado muy cerca de Miss Brush. Era Daniel Laribee.