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A la mañana siguiente me sentía bastante bien, considerando la noche agitada que había pasado. Jo Fogarty, ex campeón de lucha y actualmente teórico marido de la enfermera nocturna, me despertó a la habitual y antipática hora de las siete y treinta.

Al saltar de la cama y ponerme las zapatillas observé que las que me había prestado Miss Brush habían desaparecido. Por lo visto, la enfermera diurna también era madrugadora.

Diariamente teníamos que seguir un tratamiento determinado, y el mío consistía fundamentalmente en una especie de estímulo general. El doctor Stevens, cuya misión consistía en vigilar el estado físico de los pacientes con entera independencia de sus dolencias mentales, me había recetado prolongadas sesiones de fisioterapia y masajes. Era una persona agradable y no le guardaba rencor, pero siempre me sentía un poco víctima cuando me remolcaban hasta el gimnasio antes del desayuno. Aquella mañana me sentía bastante malhumorado mientras Fogarty me llevaba a la sala de fisioterapia y me hacía expiar una vez más mis años de excesivas libaciones con la ayuda de la ducha de chorro concentrado, del camello eléctrico y de otros ejercicios exóticos.

Fogarty era uno de esos colosos medio feos que acaban de transponer la flor de la edad, dueños de cierto sentido del humor y un atractivo tipo Tarzán para ciertas mujeres. Al parecer para muchas, a juzgar por las anécdotas que me relató. A veces no podía menos de preguntarme si sería igualmente franco con su ceñuda esposa.

Se le había antojado trabajar en el circo; hacer de acróbata o algo por el estilo. Creo que a eso se debía que me tuviera simpatía y se mostrara amable conmigo. Fuera como fuera, nos habíamos hecho bastante amigos y me contaba los chismes del sanatorio.

Yo estaba desnudo sobre la mesa haciendo ejercicios con las piernas cuando empezó a gastarme bromas sobre los sucesos de la noche anterior.

—¡Conque metiéndose en el dormitorio de Miss Brush! Le va a arreglar el viejo Laribee si se descuida.

—¿Laribee?

—Claro, está loco por ella y le pide veinte veces diarias que se case con él. Creí que lo sabía.

Pensé que hablaba en broma, pero me convenció su seriedad. En realidad no era tan absurdo. En general Laribee era perfectamente normal. Esa noche había sido la única vez que le había visto trastornado. Era viudo, dueño de un par de millones, y tenía bastantes probabilidades de curarse. Y si era cierto que frisaba en los sesenta y en la locura, era todavía bastante joven y cuerdo para darse cuenta si una muchacha era atractiva.

Me hubiera interesado saber cómo reaccionaba Miss Brush ante estas proposiciones, pero Fogarty se fue por la tangente.

—De modo que el marica de mi cuñado le aplicó una llave de cabeza —decía mientras me amasaba los músculos—. Dice que compensa con buenas llaves lo que le falta de peso. Tuvo la osadía de desafiarme a luchar la otra noche… ¡a mí, un ex campeón! ¿Pero qué gano con triturar a un tipo pequeño como él?

Le miré los músculos y tuve la convicción de que podría triturar a cualquiera, incluso a Warren, el de los brazos como cables de acero. Sabía que no se querían, y comprendí que si llegaban a las manos dominaría a su cuñado con un brazo atado a la espalda. Así se lo dije y le agradó.

—Es agradable tener que atender de vez en cuando a un alcohólico, a uno que no ha perdido del todo la cabeza. Son más humanos, ¿comprende lo que quiero decir?

Me dio una última palmada y preguntó:

—¿Qué tal?

Dije que me sentía divinamente y que por primera vez desde mi llegada al sanatorio sentía apetito antes del desayuno. Era cierto. A pesar de un leve amago de nerviosismo, conseguí deglutir un poco de cereal sin hacerme la ilusión de que la leche era whisky. Miss Brush, que presidía el comedor, como una especie de higiénica anfitriona, lo notó inmediatamente y expresó su aprobación.

—La vida nocturna parece abrirle el apetito, Mr. Duluth.

—En efecto —dije—, y ni siquiera le di las gracias por la manta y las zapatillas.

Sonrió amistosamente y se alejó.

Desde mi conversación con Lenz comenzaba a sentir interés, un interés casi de convaleciente por los que me rodeaban. Tanto los internados como el personal, antes habían sido meras caricaturas sobre un monótono telón de fondo. Estaba demasiado ensimismado para dedicarles atención. En cambio, ahora empezaba a querer deducir las relaciones que existan entre ellos y a hacer algunas conjeturas. Por mi propia experiencia sabía que la influencia subversiva a que aludió Lenz se escondía dentro del edificio. Tal vez fuera tangible; quizá estuviera en esta misma habitación. Esté uno borracho, sereno o convaleciente, el instinto de detective es tan fundamental e innato como el sexual.

En el comedor teníamos mesas individuales, de dos y de cuatro, como para hacernos la ilusión de que estábamos en un hotel y no encerrados. Comía en compañía de Martín Geddes, un inglés agradable, tranquilo, que superficialmente no tenía más defecto que hablar demasiado a menudo del Imperio y de la India, donde había nacido.

Le internaron debido a una dolencia que parecía la enfermedad del sueño, pero que en su historia clínica figuraba como narcolepsia combinada con catalepsia. Era propenso a caer en cualquier momento en un sueño rígido y profundo. Aquella mañana no se presentó a desayunar, y, por lo tanto, tuve más tiempo y oportunidad de observar a los otros.

De un rápido vistazo hubiera sido difícil advertir en nosotros algo anormal. Laribee estaba en la mesa de enfrente. Aparte de unas leves contracciones alrededor de sus gruesos labios podría ser cualquier financiero acaudalado de Wall Street tomando un desayuno. Pero noté que había vuelto a sus viejos caprichos de rechazar el plato y murmurar:

—Es inútil, no puedo permitirme esos lujos. Con las metalúrgicas a menos de treinta tengo que ahorrar…, ahorrar.

Miss Brush le observaba con una dulzura tan angelical que casi ocultaba la nube de preocupación de sus ojos azul oscuro. Recordé lo que me había dicho Fogarty, y me pregunté en qué proporción sería de índole profesional la preocupación de la enfermera diurna.

El compañero de mesa de Laribee era un joven bien parecido, impecablemente vestido, que tenía la boca de un santo. Se llamaba David Fenwick, y aunque en general no tenía más rarezas que las habituales en un joven esteta, de cuando en cuando oía voces. De repente se interrumpía a mitad de una frase para escuchar mensajes fantasmas que eran, para él, mucho más importantes que la conversación de sus compañeros. El espiritismo le tenía dominado, como la espiritosidad me tenía dominado a mí.

Había unas seis personas más, pero sólo conocía a dos de ellas. Franz Stroubel, que estaba sentado solo, era un hombre frágil, delgado como un papel y con ojos de cervatillo. Estaba en el sanatorio del doctor Lenz desde aquella noche, seis meses antes, en que, en lugar de dirigir la Orquesta Sinfónica Oriental, había empezado a dirigir al auditorio, y luego había estado sin sombrero, tratando de dirigir el tránsito, en Times Square. El ritmo de la vida se había vuelto algo confuso en su mente.

Mientras le observaba, sentado ante la mesa del desayuno, sus hermosas manos se movían incesantemente. Era el único indicio de que su mejoría había sufrido un retroceso.

El enfermo más popular era Billy Trent, guapo muchacho que se había golpeado en la cabeza jugando al fútbol. No era más que una lesión superficial en el cerebro. Se creía camarero de cafetería, y se acercaba, todo sonrisa y amabilidad, a preguntar qué deseaba uno tomar. Era irresistible. Uno no podía menos que encargarle un vaso de leche batida con chocolate y salchicha de hígado con pan negro. Me había alegrado mucho de saber, por intermedio de Miss Brush, que la lesión sanaría pronto y que quedaría enteramente bien.

Después del desayuno empecé a hacer conjeturas sobre la ausencia de Geddes. Sabía que, igual que yo, solía pasar malas noches. Se me ocurrió que tal vez a él también le había pasado algo.

Se lo pregunté a Miss Brush mientras nos conducía al salón de fumar, donde debíamos digerir nuestro desayuno mientras nos entreteníamos leyendo revistas. No me contestó. Nunca contestaba preguntas sobre los otros enfermos. Se limitó a encenderme el cigarrillo y a decirme que había un buen artículo sobre teatro en Harper’s Magazine. Para complacerla tomé la revista y empecé a leer.

Geddes estaba bastante demacrado cuando apareció. Se dirigió perezosamente hacia mí y se sentó en el sofá cercano. Era uno de esos hombres que frisan la treintena y se parecen a Ronald Colman; era bien parecido, estaba siempre muy acicalado y tenía un bigote cuyo cuidado, evidentemente, le llevaba bastante tiempo. Hacía varios años que residía en Norteamérica, pero, igual que la tumba de Rupert Brooke, seguía siendo un pedazo de Inglaterra o, mejor dicho, de la India británica.

Observé que le temblaba la mano cuando levantó el cigarrillo para que Miss Brush se lo encendiera. Le pregunté a bocajarro si había pasado bien la noche. Pareció sorprenderle que iniciara la conversación, porque en general yo era bastante hosco.

—¿Si pasé bien la noche? —repitió con ese tipo de voz inglesa que, en la era de Lonsdale, tan antipática resultaba en Broadway—. En realidad he pasado una noche de perros.

—Yo también lo pasé bastante mal —repuse para alentarle—. Tal vez le molesté.

—Me pareció oír algo de ruido, pero no le presté mayor atención.

Tuve la impresión de que trataba de contarme algo.

—Me imagino que esto le resultará bastante aburrido, porque al fin y al cabo el suyo no es un caso de perturbación mental como el de todos nosotros. Su dolencia es más bien física.

—Creo que es así.

Hablaba tranquilamente, pero con curiosa vacilación agregó:

—Tiene, no obstante, mejores perspectivas que yo, porque a usted le curarán, mientras que ninguno de estos médicos parece saber nada de narcolepsia. He leído algunos libros de medicina y sé tanto al respecto como cualquiera de ellos. Dicen que se trata de un tornillo en el sistema nervioso central. Saben que algo cede y uno se duerme quince veces al día, y que si a la vez sufre de catalepsia, tiene propensión a quedarse tan rígido como un cadáver. Pero no pueden hacer nada para mejorarle a uno —se miró las manos como si las odiara porque temblaban—. Vine aquí porque oí decir que Stevens y Moreno habían obtenido buenos resultados con una droga nueva. Durante un tiempo tuve esperanzas, pero parece que no me hace efecto alguno.

—Comprendo su estado de ánimo —murmuré.

Geddes se mordió el labio por debajo del bigote y me sorprendió diciendo:

—Moreno es uno de esos individuos altaneros. Es muy difícil decirle nada, ¿entiende?

Dije que le comprendía y traté de demostrar lo que me parecía la cantidad apropiada de impersonal interés.

—Escuche, Duluth —dijo de pronto—, anoche ocurrió algo, y tengo que contárselo a alguien, porque si no perderé el juicio. Por supuesto, dirá que fue una de mis pesadillas, pero no lo fue. Juro que estaba despierto —asentí con la cabeza—. Me dormí muy temprano y luego me desperté. No sé qué hora era, pero todo estaba muy tranquilo. Iba a quedarme dormido cuando oí eso.

—¿Qué cosa? —pregunté tranquilamente.

Se pasó una mano por la frente con esa curiosa languidez que cultivan los ingleses para disimular cualquier emoción.

—Tal vez me esté volviendo loco —dijo en tono deliberadamente lento—, porque claramente oí mi propia voz que me hablaba.

—¡Dios santo! —exclamé, repentinamente alerta.

—Sí, mi propia voz. Y me decía: «Tienes que salir de aquí, Martin Geddes. Tienes que irte ahora. Habrá un asesinato».

Había cerrado los puños sobre los muslos y ahora se volvía hacia mí con una mirada de repentino terror. Tenía la boca entreabierta, como si fuera a decir algo más, pero no habló. Mientras le miraba vi congelarse los músculos de su cara. La boca se quedó entreabierta y rígida. Los ojos miraban fijamente. Las mejillas se habían puesto duras como si fueran de madera. Le había visto quedarse dormido varias veces, pero nunca había presenciado uno de sus ataques catalépticos. No era nada bonito. Le toqué, su brazo estaba tieso, inhumano, como un poste de cemento. Repentinamente me sentí impotente. Empezaron a temblarme los dedos, y siguieron temblándome. Comprendí que todavía era una piltrafa.

Miss Brush se enteró no sé cómo de lo ocurrido, y le hizo una seña a Fogarty, que estaba constantemente alerta. El enfermero acudió rápidamente y levantó a Geddes. No se movió un músculo del cuerpo del inglés. Era asombroso ver a un hombre persistir en la posición de sentado mientras le transportaban por la habitación. Con su cutis trigueño y los ojos bien abiertos, daba la impresión de ser un solemne faquir hindú en un acto de levitación.

Había vuelto a mi revista, para calmarme los nervios, cuando se me acercó el etéreo David Fenwick. Vi en seguida que tenía esa mirada distante, como de fantasma, en sus ojos de ciervo.

—Mr. Duluth —me dijo en voz muy baja—. Estoy preocupado. El plano astral no es propicio —miró hacia atrás, por encima del hombro, ansioso de comprobar que no había fantasmas indiscretos, y prosiguió—: Anoche anduvieron por aquí los espíritus. Casi llegaron a avisarme. No podía verlos, pero oía sus voces tenuemente. Pronto podré comprender su mensaje.

Antes de que tuviera tiempo de preguntar más se había alejado como flotando, mirando fijamente hacia delante con esa mirada absorta de ultratumba.

De modo que Laribee, Geddes y yo no éramos los únicos a quienes habían molestado la noche anterior. En cierto modo era reconfortante tener esa prueba adicional de que mi imaginación no me había engañado, pero así y todo la cosa no me gustaba. Las voces imaginarias no pronostican asesinatos porque sí, ni siquiera en los sanatorios de enfermedades mentales.

Volví a leer Harper’s y traté de recuperar el antiguo entusiasmo por el teatro que solía bullir en mis venas, pero que ahora estaba tan sin vida como champaña destapado la víspera.

El artículo me decía que el teatro era esto y aquello. Y hasta dedicaba un elogio a una comedia que había llevado a las tablas pocos años antes. Eso me dejaba frío. Fue un alivio ver a Billy Trent que se acercaba sonriente.

—Hola, Peter —me dijo, y se detuvo frente a mí como si nos separara un mostrador de cafetería—. ¿Qué va a tomar hoy?

Le dirigí una sonrisa. Aun desvariando, como en ese momento, había algo de intensamente saludable en el joven Trent, con sus ojos celestes y su atlética figura. Uno sabía que era debido a una lesión producida en el campo de fútbol, de modo que podía tomarse a broma.

—Oh, no sé, Billy. Tráigame un helado doble de nuez. Y, por amor de Dios, consiga una licencia para despachar bebidas alcohólicas, porque eso que sirve me está estropeando el estómago.