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Ahora no tenía inconveniente en volver con Warren. Por supuesto que si yo hubiera estado un poco más o menos loco, podría haber creído que Lenz había inventado una complicada comedia para distraerme de mí mismo. Pero no lo pensé. Aunque no había podido comprender exactamente su actitud al respecto, me pareció que creía que ocurrían cosas extrañas en su sanatorio. Fuera como fuera, constituía una emoción agradable, algo que venía a aliviar la monotonía de la clínica.

Al regresar al pabellón 2, como llamaban oficialmente a la sección de los hombres, Warren me encomendó a los agriados oficios de la enfermera nocturna, Mrs. Fogarty, que era además su hermana.

Aparte de la celestial Miss Brush, el personal del pabellón 2 era una familia y, según rumores, una familia poco feliz. Los internados pasábamos horas enteras haciendo conjeturas dignas de Dostoiewsky o de Julien Green.

La angulosa Mrs. Fogarty era la esposa de Jo Fogarty, nuestro enfermero diurno y, ya sea por voluntad propia o por casualidad, sus horarios de trabajo eran tales que prácticamente nunca les permitían estar juntos, ni de día ni de noche. Su unión, si es que existía, era por lo visto puramente platónica. Y Mrs. Fogarty, como si sufriera de una especie de nostalgia de su vida de soltera, dedicaba casi todo su tiempo libre y hoscos afectos a su hermano.

Dicho sea de paso, era tan fea como Elizabeth Brush guapa, lo que posiblemente se había dispuesto en base a la teoría de que los enfermos mentales necesitábamos estimulantes de día y calmantes de noche.

Mrs. Fogarty me recibió con una sonrisa de profesional preocupación y un frufrú de puños almidonados. Siendo algo dura de oído, había cultivado el hábito de no hablar nunca cuando una expresión facial o un ademán bastaban para transmitir su pensamiento. Con una inclinación de cabeza me indicó que debía volver a mi habitación, y comenzamos a andar juntos por el corredor.

Acabábamos de llegar a mi puerta cuando se oyó un ruido de pasos precipitados en la habitación contigua, que era la de Laribee. Al detenernos, salió al corredor el viejo Laribee con su pijama de lana gris que flameaba en desabotonado desorden. Su cara rojiza estaba desencajada por el miedo, y además tenía esa mirada sin expresión ni esperanza con que me había familiarizado bastante en mis pocas semanas de sanatorio. Ofuscado llegó hasta nosotros, y procuró asir la gran mano huesuda de Mrs. Fogarty.

—Dígales que se detengan —gimió—; he tratado de no ceder; he tratado de quedarme quiero; pero tienen que parar.

El rostro equino de Mrs. Fogarty trató de irradiar consuelo profesional, pero advirtió que las circunstancias exigían palabras, y agregó maquinalmente.

—No se inquiete, Mr. Laribee. Nadie le hace mal.

—Pero tienen que parar —era un hombre alto, pesado, y resultaba conmovedor ver cómo le corrían las lágrimas por la cara como si fuera un niño—. Dígales que detengan el transmisor. Está muy atrasado con respecto a la plaza. Los títulos seguramente se vienen abajo. ¿No comprende? Estoy arruinado. Voy a perderlo todo. El indicador…, háganlo parar.

La mano de la enfermera nocturna apretó firmemente la de él y le obligó a regresar a su habitación. A través de la pared seguía oyéndole; ahora estaba completamente histérico.

—Ordene que vendan mis acciones del Consolited Trust…; se vienen abajo…; se vienen abajo.

Mrs. Fogarty contestó con tono plácido y tranquilizador:

—Son tonterías, Mr. Laribee. Todas las acciones suben. Ahora trate de dormir y ya leerá las noticias mañana en el diario.

Por fin consiguió calmarle. La oí pasar delante de mi puerta. No pude menos que pensar qué ingrato era el trabajo de pasarse la noche tranquilizando a locos como nosotros.

Después que se apagó el ruido de sus pasos y la habitación quedó sumida en el silencio, involuntariamente volví a pensar en el viejo Laribee. Nunca le había tenido mucha simpatía, ni a él ni a los otros magos de Wall Street, que en 1929 habían hecho desaparecer con su magia su propio dinero y, de paso, buena parte del mío. Pero impresionaba pensar que un hombre que todavía tenía un par de millones se volviera loco porque creía haber quebrado.

Sin embargo, recordaba haberle oído decir al doctor Lenz que estaba mejorando. Cruzaron por mi mente unas palabras que había oído al azar mientras el doctor Moreno y Miss Brush hablaban de Laribee y de su mejoría.

«Hace varias semanas que no oye ese dichoso transmisor», había dicho Miss Brush. «Parece que mejora».

¡Durante semanas enteras no había oído el transmisor! ¿Por qué había tenido esta recaída? ¿Sería debido a lo que Lenz llamaba influencia subversiva?

Mrs. Fogarty quizá le dio algún somnífero, porque no volvió a lloriquear. Otra vez reinaba el silencio, ese silencio profundo y solemne que me había asustado esa misma noche algo antes, pero que, sin saber por qué, ya no me aterraba. Estuve atento al silencio, sin esperar oír nada. Y entonces, por segunda vez en la misma noche, tuve un sobresalto. Pero ahora, en lugar de hacerme sollozar como a un niño, me intrigaba.

Me senté en la cama. Sí, no cabía la menor duda. Demasiado suave y amortiguado para que lo percibieran los oídos de Mrs. Fogarty, pero bien nítido, podía oír un ruido mecánico y rítmico como el de un reloj, pero más acelerado.

¡Tic-tac, tic-tac! Venía a través de la pared, desde la habitación de Laribee. ¡Tic-tac, tic-tac!

No podía pensar más que dos cosas: o se me estaba contagiando la manía de Laribee o había algo en su habitación que hacía tic-tac, algo independiente de los ruidos que imaginaba la mente enferma de Laribee.