El gran reloj colocado sobre la chimenea marcaba la una y media cuando el doctor Moreno y Warren me hicieron entrar en el despacho del director.
En su propio sanatorio, el doctor Lenz era como un dios. Se le veía muy rara vez, y sólo rodeado de mucha prosopopeya. Ésta era una visita fuera de protocolo y no obstante quedé muy impresionado. Tenía algo de indestructiblemente divino aquel hombre grande, de barba arrogante y serenos ojos grises.
Como empresario casi famoso, había conocido a la mayor parte de las personalidades contemporáneas. El doctor Lenz era uno de los pocos que salía airoso de un examen de cerca. Era reservado, pero irradiaba vitalidad. Contenía suficiente electricidad para hacer funcionar el subterráneo de Nueva York.
Escuchó gravemente mientras el doctor Moreno reseñaba mis recientes fechorías, y en seguida le despidió con una leve inclinación de cabeza. Cuando nos quedamos solos me escudriñó un instante.
—Bueno, Mr. Duluth —me dijo con su levísimo acento extranjero—, ¿cree que mejora en nuestra casa?
Me trataba como a un ser humano y empecé a sentirme bastante normal otra vez. Le conté que mis ataques de depresión no eran tan frecuentes y que por lo menos físicamente mejoraba.
—Pero todavía me asusto en la oscuridad. Esta noche, por ejemplo, me porté terriblemente. Y no puedo remediarlo.
—Ha atravesado una época muy difícil, Mr. Duluth. Pero no hay verdaderos motivos de preocupación.
—Sin embargo, le juro que he oído mi propia voz… tan claramente como le estoy oyendo a usted. Es un síntoma de demencia, ¿verdad?
—Si le pareció oír algo —dijo el doctor Lenz cambiando repentinamente de tono—, es que probablemente había algo que oír. Le doy mi palabra de que no imaginaría cosas de esa índole.
Instantáneamente me puse en guardia. Me pareció que trataba de no contrariarme, igual que los demás. Y, sin embargo, no estaba seguro.
—¿Quiere decir que pudo haber algo? —dije perplejo.
—Sí.
—Pero le dije que estaba solo. Y era mi voz, mi propia voz.
Durante un momento el doctor Lenz no habló. Una leve sonrisa pareció esbozarse bajo su barba mientras tamborileaba reflexivamente con sus enormes dedos sobre el escritorio.
—No me preocupa su caso, Mr. Duluth. Los alcohólicos crónicos son como los poetas. Nacen, pero no se hacen. Y generalmente son psicópatas. Usted, decididamente, no es ningún psicópata. Usted empezó a beber simplemente porque su punto de vista le fue suprimido de cuajo. Su esposa y su carrera teatral estaban indisolublemente vinculadas en su mente. Con la trágica muerte de su esposa, su interés por el teatro también pareció morir, pero volverá. Es sólo cuestión de tiempo, tal vez de días. —No comprendía dónde quería ir a parar, pero de repente agregó—: Eran tan serios sus propios problemas, que olvidó que las otras personas también los tienen. Ha perdido contacto con la vida —hizo una pausa—. En este momento tengo un problema, y me gustaría que me ayudara. Tal vez ayudándome consiga ayudarse a sí mismo. Dice que oyó su propia voz esta noche —agregó con suavidad—. Posiblemente su estado le hizo creer que esa voz era la suya. Pero no dudo que haya habido algo concreto y real en el fondo de este episodio. Porque debe saber que éste no es el primer incidente raro del que me han informado en estos días.
—Quiere decir…
Los ojos grises del doctor Lenz estaban muy serios.
—Sabe, Mr. Duluth, que este sanatorio no se dedica a los enfermos incurables. Los que vienen aquí han sufrido algún trastorno nervioso. Muchos son simples primerizos, aunque corren el riesgo de perder la razón definitivamente. Pero no acepto a dementes incurables. Si llegan a producirse tales casos aquí, aconsejamos a los familiares que les confíen a un sanatorio del Estado. Ahora bien, a raíz de ciertos incidentes triviales, pero inexplicables, tengo la impresión de que hay alguien en el sanatorio que no debería estar aquí.
Empujó hacia mí una caja de cigarrillos y ávidamente tomé uno.
—Le sorprendería saber cuán difícil es determinar la causa del desasosiego, Mr. Duluth. Nos resulta imposible establecer a través de cuadros clínicos, exámenes físicos, y ni siquiera mediante la más prolija observación, exactamente hasta qué punto está mentalmente enferma una persona.
—¿Y, sin embargo, cree que alguno de los internados está produciendo estos disturbios intencionalmente, por algún absurdo motivo que sólo él conoce?
—Es posible. Y es incalculable el daño que puede hacer una persona así. Con el tipo de pacientes que tenemos aquí, hasta un shock leve podría bastar para retardar su mejoría durante meses, o hasta impedir que jamás se curaran. Como empresario teatral, ha de haber tratado de cerca a personas extraordinariamente nerviosas, de exagerada sensibilidad, y sabe hasta qué punto puede sacarlas de quicio una pequeñez.
Que había despertado mi interés era poco decir. Olvidando que era un caso primerizo envuelto en una manta le acribillé a preguntas. El doctor Lenz estaba asombrosamente franco y locuaz. Me confesó con sinceridad que no sabía cómo localizar el mal en determinado lugar o individuo. Lo que podía afirmar era que existía una influencia subversiva y que le preocupaba la marcha de su sanatorio.
—Tengo una gran responsabilidad —observó con una leve sonrisa—. Por supuesto que es de vital importancia para mí, como persona y como psiquiatra, que mis pacientes progresen satisfactoriamente. Pero también existen otras complicaciones. Tome el caso de Herr Stroubel, por ejemplo. Como sabe, es uno de los mejores directores de orquesta de nuestros tiempos. Su restablecimiento es esperado ansiosamente por el mundo musical. El directorio de la Orquesta Sinfónica Oriental ha llegado a ofrecer una donación de diez mil dólares al sanatorio el día que le demos de alta. Había progresado muy favorablemente, pero últimamente ha sufrido un evidente retroceso.
El doctor Lenz no me dio detalles, pero adiviné que al famoso maestro le habían dado un susto, tal como habían hecho conmigo pocas horas antes.
—Hay otro caso —continuó Lenz lentamente— que es aún más delicado. Mr. Laribee, como sabe, es enormemente rico. Ha hecho y ha perdido varias fortunas inmensas en el mercado de títulos —se pasó reflexivamente una mano por la barba—. Mr. Laribee nos ha nombrado a su hija y a mí administradores de sus propiedades. Según el arreglo hecho, una suma considerable de dinero será entregada al sanatorio a su muerte, o en cualquier momento en que tuviera que declarársele enfermo incurable.
—¿Quiere decir que también le están molestando?
—No, todavía no —sus ojos grises se miraron fijamente—. Pero se imaginará cómo me preocupa que esta…, que esta influencia llegue a afectarle. Por ahora está bien, pero si llegara a sufrir algún trastorno mientras está a mi cargo, adivinará lo que pensaría la gente…; el escándalo que habría.
Se interrumpió, y por un momento ninguno de los dos hablamos. Hasta ese momento había estado demasiado intrigado para preguntarme por qué el doctor Lenz se confiaba tan fácilmente a un borracho a medio curar. Ahora se me ocurrió la idea y se lo pregunté a bocajarro.
—Le he contado esto, Mr. Duluth —me anunció solemnemente—, porque quiero que me ayude. Por supuesto que tengo confianza absoluta en mi personal, pero en este caso especial no pueden servir de mucho. Los enfermos mentales son a menudo reservados. No se sienten inclinados a contar a sus enfermeros o médicos las cosas que les perturban, especialmente cuando se imaginan que esas cosas son parte de su propia enfermedad. Pero los pacientes que no le confesarían nada a un médico podrían contárselo todo a usted, como compañero de internado.
Hacía mucho que nadie depositaba confianza en mí. Así se lo dije, y se sonrió lentamente.
—Deliberadamente solicito su ayuda —dijo—, porque es uno de los pocos pacientes que tenemos cuyo cerebro está fundamentalmente sano. Como le he dicho, considero que lo que necesita es recobrar el interés por la vida. Pensé que esto podría ayudarle a despertar ese interés.
Por un momento no hablé. Luego le dije:
—Pero esa voz anunció que habría un homicidio. ¿No lo va a tomar en serio?
—Parece haberme entendido mal, Mr. Duluth —la voz de Lenz se había vuelto más fría—. Lo tomo todo muy en serio. Pero éste es un sanatorio mental, y en un sitio de esta índole no se toma al pie de la letra todo lo que se oye o se ve.
No comprendí lo que quiso decir, pero no me dio tiempo para hacer preguntas. Dedicó los siguientes minutos a infundirme confianza con esa habilidad que sólo tienen los grandes psiquiatras. Luego llamó al timbre para que viniera Warren y me condujera a mi habitación.
Mientras esperaba al enfermero nocturno se me ocurrió mirar las zapatillas que me había prestado Miss Brush. No tenían nada especial, salvo que eran grandes y evidentemente de hombre.
Sabía que Elizabeth Brush era sumamente eficiente. Pero era un exceso de eficiencia tener zapatillas en su dormitorio, por si iba a visitarla, descalzo, algún paciente neurótico.
Podría haber tratado de descifrar este enigma. Pero otra vez me hablaba el doctor Lenz.
—No se preocupe, Mr. Duluth. Y recuerde que si ve u oye algo fuera de lo común, se trata de algo real que se basa en hechos concretos. No deje que nadie ni nada le haga creer que sufre alucinaciones. Buenas noches.